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La fría luz del día
Aeropuerto La Guardia
Nueva York
Jason De Vere bajó del helicóptero y recorrió el asfalto hacia su recién adquirido reactor privado Bombardier Global Express. Con las gafas de sol y los auriculares puestos, gritaba instrucciones por el manos libres del móvil. Jontil Purvis caminaba a su lado, atendiendo con calma tres conversaciones simultáneas.
Unos pasos más atrás venían Liam Keynes, consejero general de VOX, y Levine y Mitchell, sus ayudantes.
—Quiero que subamos nuestra oferta a mil seiscientos millones —gritó Jason entre el rugido de los motores del avión—. Dígaselo a Simons de mi parte, no podemos permitirnos perder. Iré a la reunión de Pekín, pero no volveré a trasladarla de fecha.
Lanzó otra mirada furiosa, esta vez a Jontil Purvis, que seguía hablando por teléfono. Le hizo gestos impacientes de que se diera prisa y suspiró profundamente, sin dejar de hablar por el micro.
—No lo haré —declaró—. Ni siquiera por el primer ministro chino.
Continuó caminando a toda marcha contra el gélido viento invernal de Nueva York en dirección a la escalerilla del solitario y reluciente reactor que esperaba en la pista del aeropuerto La Guardia —¡Me importa un bledo el protocolo! ¡Estoy en medio de una crisis familiar! —Jason le hizo un gesto a Keynes para que se acercara—. Dígale a Geffen que haga viajar a sus abogados a Pekín hoy mismo. Cierre el trato de la plataforma de Pekín a cualquier coste, Keynes, ¿entendido?
—Sí, señor. —Keynes se retiró—. Entendido, señor.
Jontil Purvis le tendió su móvil a Jason.
—Una llamada de Londres —le dijo—. Se la paso.
—¿Quién es?
—La tía Rosemary.
Jason torció el gesto. Rosemary era la prima segunda británica de James De Vere y actual compañera de Lilian. Vivía con Lilian desde la muerte de James y conocía a Jasón desde que era un niño de tres años... y todavía lo trataba como si siguiera siéndolo.
—Tía Rosemary... —contestó—. Sí... Todo resulta una pesadilla... No quiero que la prensa esté esperándome en Londres, ¿queda meridianamente claro? —Jason continuó caminando—. Sí... Dile a mamá que voy de camino. Te paso a Purvis.
El grupito llegó al pie de la escalerilla del reactor. Jontil Purvis apagó los teléfonos.
—Tía Rosemary vendrá a buscarnos en coche al aeropuerto.
—Estoy impaciente por que llegue el momento —fue el seco comentario de Jason mientras ascendían por la escalerilla.
—Irán directamente a la casa de Knightsbridge —continuó Jontil Purvis con su tono de voz calmado y eficiente—. El funeral es el martes, a las once, en la iglesia de All Souls, en Langham Place. Para mañana, sábado, está prevista una comida de Navidad con su madre y Lily.
El teléfono de Jason volvió a sonar. Lo desconectó.
En la entrada del avión esperaba un hombre de aspecto distinguido, con el uniforme de piloto, que saludó a Jason con un cortés gesto de cabeza.
—Tenemos el viento a favor, señor De Vere —dijo el hombre con un ligero deje escocés en la voz—. Teniéndolo en cuenta, deberíamos estar en Londres hacia las ocho.
—Bien hecho, Macdonald —respondió Jason—. A ver si se cumple.
—Buen vuelo, señor De Vere —asintió el piloto.
Jason se quitó las gafas oscuras. Tenía los ojos enrojecidos y unas profundas ojeras.
—Lamento mucho lo de su hermano, señor.
Jason dejó atrás la zona de reuniones en dirección al centro del avión. Echó una mirada cansada a los ocho monitores de televisión que transmitían otros tantos canales de VOXDIGITAL y pasó su maletín a un joven que llevaba una llamativa corbata.
—Levine, asegúrese de que Phillips continúa trabajando con Jenkins en Tokio.
Levine se encaminó a la zona de reuniones con el maletín.
—¿De dónde ha sacado esa corbata? —dijo Jason con una mueca de desagrado.
Levine esbozó una sonrisa. Jason se tambaleó ligeramente, le indicó que se marchara con un gesto y se restregó los ojos. Había estado bebiendo desde la mañana anterior con el estómago vacío.
Un auxiliar de vuelo dejó a su lado dos botellas de agua mineral y un vaso y se retiró.
—Ah, Levine, y póngame un whisky del que guarda Macdonald en la cola, dígale a Mitchell que venga y se una a nosotros.
Jason se acomodó en el asiento, cogió el Wall Street Journal y volvió a dejarlo. Se sentía agitado.
Un segundo joven de constitución delgada apareció con unos vasos.
—Mitchell, quiero una explicación convincente de por qué sigue emitiendo el Canal Legal por nuestra plataforma. —Jason señaló una de las pantallas que transmitían los canales de la VOX.
—Vaya a buscar a Keynes ahora mismo.
Mitchell se escabulló hacia el área acondicionada para reuniones. Jason exhaló un profundo suspiro, se remangó las mangas de la camisa y prestó atención a la televisión.
«Adrian De Vere, presidente de la superpotencia europea emergente... —Jason subió el volumen—... mantenido conversaciones en Babilonia con el presidente ruso, Oleinik, y con el presidente sirio, Assad, a primera hora de la tarde, poco después de que se conociera la trágica muerte de su hermano en el norte de Francia, esta mañana. La policía investiga...»Jason apagó con el mando a distancia. Exhaló otro hondo suspiro y, con los ojos llenos de lágrimas, se pasó la mano por el pelo, corto y oscuro, en el que ya asomaban las primeras canas; luego, se puso las gafas de leer y cogió un fajo de papeles.
Levine volvió por el pasillo entre asientos con un grueso expediente y el whisky de Jason. Detrás de él venía Jontil Purvis. Levine le entregó el vaso a Jason, que lo engulló de inmediato. Jontil Purvis se instaló delante de Jason, miró el vaso de whisky vacío y arrugó la frente.
Jason le tendió el vaso a Levine.
—Otro —se limitó a decir y miró deliberadamente a Purvis. Los motores empezaron a calentar.
—Señor De Vere —dijo el auxiliar de vuelo, presentándole la carta del menú. Jason se desentendió.
—Désela a Purvis —farfulló.
—Jason —dijo Jontil en tono conciliador—, se ha negado a tomar otra cosa que whisky desde hace cuarenta y ocho horas. Es preciso que coma algo.
—No tengo hambre, Purvis —respondió él, con la lengua de trapo—. Deja de hacerme de madre.
La mujer suspiró, guardó el bolso, se quitó el elegante cárdigan de lana de color melocotón dejando a la vista su silueta bastante rellena y se ató el cinturón de seguridad. Jason miró por encima de las gafas y la observó. Lo que iba a suceder a continuación no dejaba nunca de intrigarlo.
Jontil Purvis llevaba quince años volando con él y cada vez hacía lo mismo. La vio ponerse las gafas de leer, retocarse su inmaculado peinado, abrir una pequeña Biblia de bolsillo con unas ajadas tapas de piel marrón y enfrascarse en la lectura de sus páginas.
—Debería haber respondido a sus llamadas —refunfuñó mientras revolvía el fajo de papeles.
Jontil se quitó las gafas y observó con detenimiento el rostro demacrado de su jefe. Conocía a Jason perfectamente. La muerte de Nick lo había golpeado como un mazazo. Durante los veintidós años que llevaba trabajando con él, nunca lo había visto tan destrozado, tan consternado. Ni tan bebido.
Aferrada a su Biblia de bolsillo, cerró los ojos e inclinó la cabeza mientras el reactor despegaba y se elevaba en el brillante azul de los cielos neoyorquinos.
—Purvis...
Ella siguió la mirada de Jason, fija en el ajado librito que tenía en las manos.
—Tú —continuó él—, tú que crees en la redención. —Sus ojos enrojecidos estudiaron el rostro de la mujer. Lo siguiente que dijo lo pronunció tan bajo que ella casi no lo entendió—: Reza por mí.
Red de comunicaciones
Londres
Los dedos rechonchos de Dylan Weaver volaban sin esfuerzo sobre el teclado del portátil. Observó la foto del deportivo siniestrado y leyó la noticia de la muerte de Nick en la página cinco de The Sun. A continuación abrió, por la que debía de ser la décima vez aquella hora, el correo que había recibido de Nick De Vere a las 21.19 de anoche, hora de Greenwich. Pulsó «marcar» y «lanzar».
—Vamos, encanto —murmuró.
El icono de «encriptado» destelló en la pantalla del portátil. Frustrado, Weaver cerró el ordenador bruscamente, sacó el teléfono y marcó.