7
Mourir de façon horrible
Nick se secó el cabello recién lavado y el torso con una toalla de baño.
En aquel momento, llamaron con fuerza a la puerta de la alcoba del monasterio. Nick frunció el entrecejo, se dirigió a la puerta y abrió. Al otro lado se hallaba Lawrence St. Cartier, que acababa de mudarse de ropa y lucía una camisa recién planchada y chalina, blandiendo en la mano un periódico inglés con las esquinas dobladas. Al ver las llagas y ronchas que cubrían el pecho de Nick, St. Cartier bajó la mirada.
—Lawrence, este lugar está en la Edad Media —dijo Nick con frustración—. No hay cobertura de móvil. He intentado hacer una llamada por línea terrestre a Inglaterra seis veces y en todas las ocasiones me han dicho que las líneas están cortadas...
—Es el monasterio más antiguo de Egipto y todavía funciona mediante una centralita local. Las líneas se cortan durante días seguidos... —respondió Lawrence, turbado.
—¿No vas a entrar? —preguntó Nick, ceñudo, y observó el rostro de Lawrence. El profesor parecía extrañamente conmocionado y pálido. St. Cartier permaneció en el umbral, inquieto e incómodo.
—Me temo que soy portador de malas noticias, Nicholas —dijo mientras cruzaba la puerta y dejaba el periódico en la mesa—. He venido tan pronto porque han colado esto por debajo de mi puerta. Ni siquiera he tenido tiempo de leer el artículo completo.
Nick leyó el titular del diario: «Matanza en el Monte del Templo.» Su mirada se detuvo en una foto en primer plano, en blanco y negro, de uno de los ocho arqueólogos asesinados.
—Klaus... —murmuró Nick, perplejo. Levantó el periódico y leyó apresuradamente el párrafo inicial—. Klaus...
—... Von Hausen —le ayudó St. Cartier—. Astro ascendente del Museo Británico e íntimo amigo de Nicholas De Vere. Vuestra relación fue publicitada por elSun y el News of the World, creo recordar.
—Mira, Lawrence —murmuró Nick—, no espero comprensión. —Se sentó en la cama pesadamente, con un temblor en las manos—. Si esto lo hace más fácil, Klaus y yo cortamos hace mucho.
—No malgastes tu sentimiento, Nicholas, querido muchacho. —St Cartier habló con una voz insólitamente suave. Agarró a Nick por el hombro con suavidad y añadió—: No puedes traer de vuelta a Von Hausen.
—Yo... me lo encontré hace un par de días, en Londres —dijo Nick—. Tomamos unas copas. Hacía meses que no lo veía. Lo habían designado para trabajar en una excavación secreta en el Oriente Medio. —Levantó la vista a St. Cartier, sintiéndose de pronto vulnerable, y continuó con un murmullo—: Lo encontré eufórico. Su misión estaba clasificada de secreta. Según él, la Interpol y el MI6 pululaban por el Museo Británico y, más exactamente, por su departamento, el de Oriente Próximo. Se trataba de algo relacionado con el Vaticano y Klaus conocía su manera de trabajar: el asunto permanecería secreto para él hasta que llegara al yacimiento.
St Carrier le quitó el periódico de las manos, se puso las gafas y repasó el artículo de principio a fin.
—¡Hum!, aquí sólo dice que se trataba de una antigua reliquia del Templo —dijo por último—. Tiene todos los indicios de tratarse de una terrible operación de exterminio. Siete arqueólogos liquidados con fuego de subfusil, como una ejecución. Fuerzas especiales. Asesinos entrenados... —Leyó un párrafo más corto en mitad de la página y añadió con un hilo de voz—... Y un sacerdote del Vaticano decapitado.
Nick observó al profesor con los párpados entrecerrados. De repente, St. Cartier había palidecido y su mano derecha era presa de un temblor incontrolable.
—¡Decapitado, Nicholas! —repitió St. Cartier sucintamente, recuperando enseguida la compostura mientras doblaba el periódico con tres hábiles movimientos—. ¡Qué acto tan bárbaro! —añadió, con una mirada de una dureza impropia de él.
—¿Terroristas islámicos? —preguntó Nick.
—No. —St Cartier se acercó a la ventana y dirigió la mirada a la vasta inmensidad de arena que se extendía más allá de las hileras de cipreses—. No han sido terroristas —murmuró—. Alguien quiere que todo el mundo occidental considere que ha sido un acto terrorista, pero lo sucedido tiene los visos de deberse a algo mucho más siniestro.
St Cartier calló, sumido en hondas reflexiones. Nick se puso una camisa blanca limpia y contempló sus mejillas enjutas en el espejo con rostro inexpresivo.
—Si no fueron terroristas, ¿quién lo ha hecho y qué quiere? —preguntó.
Las campanas de la iglesia daban las seis en el preciso instante en que sonó el gong que llamaba a la cena. St. Cartier dirigió una mirada sombría a Nick y dijo:
—Se acaba el tiempo, Nicholas. Se nos echa encima la semana de Daniel. Me temo que el Final de los Tiempos ha empezado.
2021
La plumilla se deslizaba por el recio papel de carta estampado con el emblema del Príncipe Regente. La exquisita caligrafía de Gabriel llenaba la página.
Mi atormentado hermano, Lucifer, esta misma madrugada te he visto en mis sueños, una figura solitaria que contemplaba el Gólgota desde lo alto, seguro de tu victoria en el Fin de los Tiempos.
El Jinete Blanco, tu Hijo de la Perdición, apareciendo para gobernar a la Estirpe de los Hombres.
Anunciando la tribulación del Apocalipsis de la Revelación de san Juan.
Gabriel suspiró. Apartó sus largos rizos de platino de sus facciones perfectas y continuó concentrado en su misiva.
Y he recordado otra madrugada en la que te apareciste a míen sueños.
La madrugada en que concebiste tu inicuo plan.
La madrugada en la que permaneciste levantado, insomne, en el Pórtico de los Vientos del Norte.
... La madrugada de los Jinetes Magos.