16
La revelación
Monasterio de los Arcángeles
Alejandría, Egipto
19 de diciembre de 2021
Nick y St. Cartier estaban sentados en una mesa rinconera de la terraza del monasterio. Otras dieciséis mesas redondas más estaban puestas con inmaculados manteles blancos, pero ellos eran los únicos comensales.
En torno al perímetro de la cúpula, cuatro monjes egipcios con capucha permanecían quietos, atentos a ellos. Nick dejó los cubiertos y, al instante, dos de los monjes se acercaron y retiraron discretamente su plato y los vasos. Nick se echó la chaqueta de piel sobre los hombros.
—Once grados. Un fresco tonificante, querido muchacho. Bueno para el organismo —declaró el profesor.
Un tercer monje se acercó con una gran fuente de sandía y pasteles de nueces y miel.
—¿Postre, señor? —chapurreó en inglés.
Nick dijo que no con la cabeza y tomó un trago de agua mineral.
—¿Lo de siempre, profesor?
St Cartier clavó la vista en las dulces baklavas y se relamió de anticipado deleite. El monje le puso un buen pedazo en el plato.
—Vi a Jason —comentó St. Cartier con voz neutra. Nick se encogió de hombros—. Brevemente, cuando dejé a tu madre en Nueva York. Por cierto, me dijo que vas a pasar una semana con ella en la mansión.
Señaló de nuevo la fuente y el monje asintió respetuosamente y procedió a colocar una segunda porción de baklava junto a la primera.
—Sí —continuó—. Mañana pasaré por la casa de Adrian en Normandía, volveré a Londres y después iré a la mansión a pasar las Navidades.
Nick se retrepó en su asiento y observó cómo su amigo atacaba con entusiasmo el primer pedazo de dulce.
—Deberías vigilar el colesterol, Lawrence.
St Cartier le hizo un gesto de que no lo importunara mientras masticaba vorazmente. Nick levantó la vista a la Vía Láctea que refulgía en el cielo negro como la tinta.
—Tú eres aficionado a la astronomía, Lawrence —dijo y señaló, debajo de la luna llena que brillaba en lo alto del firmamento nocturno egipcio, una extraña aparición blanca que flotaba en los cielos—. ¿Puedes decirme qué es eso? Estaba sobre Alejandría anoche. Lo observé desde el balcón del hotel Cecil.
St Cartier se limpió con sumo cuidado el bigote, perfectamente engominado.
—Sí, sí. Sé qué es, muchacho. —El profesor sacó del bolsillo una funda de gafas, cogió éstas, las frotó con un paño suave y se las puso. Observó la aparición y, de pronto, se puso muy serio—. Espectacular. Su presencia no tiene precedentes.
Nick siguió su mirada hacia la cúpula giratoria del observatorio del monasterio. Tres monjes observaban a través de un telescopio, mudos de asombro ante aquella aparición en los cielos nocturnos sobre el monasterio.
—Los astrónomos —dijo St. Cartier— han recibido informes de avistamientos desde Londres, Washington, Berlín e incluso de lugares tan lejanos como Pekín. Mediante el telescopio solar Coronado, se ha podido distinguir incluso la figura de un espectro cerúleo a lomos de un caballo blanco. —Al oír aquello, Nick torció el gesto—. En el discurso apocalíptico —continuó el profesor—, se trata de un heraldo. Un precursor, si lo prefieres. Su presencia en los cielos augura el advenimiento del Jinete Blanco.
—El jinete, ¿qué? —Nick lo miró con extrañeza.
—El Primer Sello está a punto de romperse. El Jinete Blanco se presentará. Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis. Tu desdén por los aspectos sobrenaturales de la vida, Nicholas —el profesor suspiró—, no hace sino reforzarme en mi creencia de que tu ignorancia de los asuntos teológicos y paranormales es aún más profunda de lo que parece.
Nick le dirigió una mirada sombría.
—Déjalo estar Lawrence.
Los ojos azul claro del profesor brillaron de regocijo. Se quitó las gafas.
—El Blanco, el Rojo, el Negro y el Pálido... —Se llevó el segundo pedazo de baklava a la boca, saboreándolo, y murmuró—: Sublime. Casi mejor que la crema de queso.
»Como iba diciendo —prosiguió—, los caballos, el blanco, el rojo, el negro y el pálido que representan el Hambre, la Guerra, la Conquista y la Muerte. Las fuerzas de la destrucción de los Hombres descritas en el capítulo 6 del Libro de la Revelación.
Nick lo miró, inexpresivo. St. Cartier bajó la voz, con aire condescendiente, pero sus ojos titilaban de agravio.
—La Biblia... —empezó a decir.
—Ya sé qué es el Libro de la Revelación —lo interrumpió Nick—. Unos fundamentalistas chiflados que blanden carteles anunciando el fin del mundo y vendiendo sus cachivaches del fin de los tiempos por televisión. Divagaciones de fanáticos. Un tipo para los débiles y vulnerables.
Un monje se acercó con una gran jarra de plata de café turco.
—Tus falsos conceptos, Nicholas De Vere... —St Cartier hizo un gesto de asentimiento al monje, completamente impertérrito—, sólo sirven para reforzar mi convicción sobre tu absoluta ignorancia de los análisis filosóficos, etnográficos e históricos.
El monje vertió el líquido espeso y humeante en dos tacitas. St. Cartier levantó la suya, aspiró el aroma y dio un largo sorbo antes de dejar la taza en la mesa. Luego, volvió a colocarse las gafas y estudió de nuevo la aparición blanca.
—Yo llevo estudiando latín y griego cuarenta y cinco años, desde mi doctorado en Teología Sagrada. Pasé treinta y ocho años utilizando argumentos y análisis de toda clase para poner a prueba y criticar el vivido y perturbador imaginario del desastre y el sufrimiento que es... —titubeó un instante— el Apocalipsis de san Juan.
»El Apocalipsis predice la batalla de Armagedón, los Cuatro Jinetes del Apocalipsis, la bestia infame cuyo número es el 666. Algunos creen que predice la guerra nuclear, supertormentas solares, incluso el sida. El Libro de la Revelación es un mapa, Nicholas. Un mapa del fin del mundo —proclamó ominosamente. Los ojos le refulgían de fervor. Señaló la aparición blanca suspendida en lo alto de los cielos egipcios y añadió en un murmullo—: Cuando el Primer Sello de la Revelación se rompa, el Jinete Blanco del Apocalipsis, el Hijo de la Perdición, llegará para reinar.
Nick miró a St. Cartier, perplejo, y meneó la cabeza.
—Me he perdido completamente —dijo.
St Cartier exhaló un suspiro de impaciencia.
—Los signos del final de los tiempos, del Apocalipsis. Cuantío llegue el final, aparecerá un líder de inmensa talla, de inmenso poder. Un líder que reunirá en torno a él a diez gobernantes para crear un sistema de gobierno único. Un gobierno mundial. Será el Hijo de la Perdición.
—¡Oh, por Dios, Lawrence! —Nick levantó las manos, incrédulo—. Esta es la clase de lavado de cerebro adolescente que propagó La Profecía en los años setenta. ¿Qué va a gobernar, Corea del Norte con el 666 tatuado en el cuero cabelludo?
—Durante un breve periodo gobernará el mundo —declaró St. Cartier y apartó a un lado el plato del postre, haciendo caso omiso del sarcasmo de Nick. Abrió su maletín y sacó un ordenador de bolsillo, del tamaño de la palma de la mano, que colocó delante de sí y procedió a poner en marcha.
—¿El término «Nuevo Orden Mundial» tiene algún significado para ti? —Nick jugó ociosamente con la cuchara.
—Ah, por fin se hace la luz —exclamó St. Cartier.
—El Nuevo Orden Mundial —continuó Nick— se refiere a una creencia o teoría de la conspiración según la cual un poderoso grupo secreto ha creado un plan permanente para dirigir el mundo por medio de un gobierno mundial único.
St. Cartier asintió y enarcó las cejas. Con un suspiro, Nick prosiguió:
—Algunos grupos tienen motivaciones religiosas y creen... —Nick levantó las cejas deliberadamente hacia St. Cartier—, creen que los agentes de Satán están involucrados en la conjura. También existen otros sin una perspectiva religiosa del asunto.
—Impresionante —murmuró St. Cartier y asintió lentamente—. Te enseñaron bien en Gordonstoun, Nicholas. Sin duda, habrás oído hablar de los Illuminati, ¿no?
Nick se encogió de hombros.
—Según la cultura popular de esta última década —dijo—, eran una sociedad de la época renacentista formada por grandes pensadores que fueron «expulsados de Roma y perseguidos implacablemente» por el Vaticano.
—Paparruchas. Escritores de novelas... —El profesor frunció los labios con gesto de molestia—. Un flagrante divague sin pies ni cabeza.
Sus dedos volaron sobre el pequeño teclado.
—La orden de los Illuminati —continuó— empezó a existir siglos después de la muerte de Miguel Ángel, el 1 de mayo de 1776. Su fundador nominal fue Adam Weishaupt. Su plan era utilizar las logias del Gran Oriente de Europa como un mecanismo de filtrado para constituir una sociedad secreta, una elite que se infiltraría en cualquier pasillo del poder con el objetivo de alcanzar el Gobierno Mundial Único. Finalmente, Weishaupt y sus Illuminati fueron prohibidos y obligados a funcionar en la clandestinidad. Entonces decidieron que el nombre de Illuminati no debería usarse más en público. En lugar de ello, emplearían grupos tapadera para alcanzar su objetivo, el dominio del mundo. —Volvió el ordenador hacia Nick y añadió—: Observa.
El hermano Francis se acercó a la mesa con una gran fuente de plata llena de fruta. St. Cartier entrecerró los ojos de expectación mientras estudiaba detenidamente la fruta. Su mano se cernió sobre los higos frescos y los dátiles. Finalmente, se decidió por una fruta anaranjada del tamaño de una manzana.
—Un fruto de doum —exclamó, tendiéndoselo a Nick—. El favorito de tu madre.
Nick dijo que no con la cabeza.
—Zumo de naranja.
El hermano Francis hizo una seña a un segundo monje, que se apresuró a servirle a Nick un vaso de zumo de naranjas recién exprimidas, endulzado con azúcar de caña, mientras St. Cartier desplegaba una servilleta blanca y se la ataba al cuello.
Nick miró de soslayo a St. Cartier y, de mala gana, observó la pantalla del ordenador.
—Ciertos financieros, que se remontan a los banqueros de los tiempos de los caballeros templarios, financiaron a los antiguos reyes de Europa y sostuvieron a los Illuminati —explicó el profesor—. Todavía hoy, actúan sin atenerse a normas sociales, legales o políticas. Controlan los organismos de la banca internacional, el complejo industrial militar, las agencias de espionaje mundiales, los medios de comunicación, los cárteles farmacéuticos, el tráfico de drogas... La lista es interminable. Sus infiltrados están entre bastidores en todos los niveles del gobierno y de la industria. Los servicios de espionaje norteamericanos y británicos han documentado pruebas de que han estado financiando a los dos bandos en todas las guerras habidas desde la independencia de Estados Unidos.
St Cartier dio un buen mordisco al fruto de la palmera. El jugo le resbaló por la barbilla hasta la servilleta mientras Nick observaba, divertido.
—¡Ah, pan de jengibre...! ¡No: caramelo! —St Cartier se relamió los labios y masticó enérgicamente—. Abraham Lincoln puso freno a sus actividades —dijo entre bocados. Luego, se limpió la boca y el bigote concienzudamente con la servilleta—. Se negó a pagar sus desorbitantes tasas de interés y emitió billetes de Estados Unidos, autorizados constitucionalmente y libres de intereses. Lo asesinaron a sangre fría.
»El plan de esa sociedad secreta es derribar los poderes actuales de la aristocracia hereditaria y sustituirlos por una aristocracia intelectual, utilizando para ello una revuelta de las masas previamente preparada. La Revolución francesa, la Revolución rusa, el asesinato de John F. Kennedy... JFK no les seguía el juego. Después de los hechos de la bahía de Cochinos, amenazó con cerrar la CIA, devolver sus poderes a la Junta de Jefes de Estado Mayor y quitar sus competencias a la Reserva Federal. La elite le mandó un recado.
St Cartier se quitó la servilleta del cuello y se limpió las manos meticulosamente. Mientras lo hacía, dirigió una mirada ceñuda a Nick con disimulo.
—Hay quien dice que el 11-S... —añadió.
Nick le lanzó una mirada sombría.
—Lo estabas haciendo muy bien, Lawrence. No te pases —le previno.
St Cartier no le hizo caso.
—Hoy, esa misma organización existe anónimamente, clandestina e invisible. En 2021 resulta apenas reconocible, pero es más poderosa que nunca. Los Illuminati son los controladores, conjuntamente con organizaciones como el Comité de los Trescientos.
—¿Comité de qué? —Nick lo miró con incredulidad.
—Un gobierno paralelo de nivel superior regido por el Consejo de los Trece. Ellos dictan la política y determinan los asuntos; sus órdenes son ejecutadas. Se reúnen regularmente a hablar de finanzas, dirección y política. Dinastías influyentes, adineradas desde antiguo. —St Cartier sacó una lata de tabaco del bolsillo. Encendió una cerilla y prendió la pipa—. De hecho, Suiza se creó como centro bancario neutral para que las familias de Illuminati tuvieran un lugar seguro donde guardar sus fondos sin temor a guerras destructoras o a miradas inquisitivas.
St Cartier hizo una pausa y miró directamente a Nick.
—Tu familia, Nicholas —añadió entonces—, es una de estas dinastías. Una de las trece familias regentes de los Illuminati. Forma parte de los controladores.
Nick dirigió una mirada a los monjes que atendían en respetuoso silencio en la terraza.
—Lawrence —dijo en voz baja—, ¿es que te has vuelto loco? Papá era un absoluto escéptico. Nunca dio crédito a las teorías conspirativas y mucho menos...
St Cartier no hizo caso del comentario de Nick.
—La familia De Vere es una de las trece que mantienen un poder absoluto sobre la administración política, financiera y social de Estados Unidos. Ejercen una influencia destacada en el comercio global de las naciones a través de un consorcio de intermediarios: inversores privados, contratistas de Defensa, facciones renegadas de la CIA, el Consejo de Relaciones Exteriores, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial... La lista es demasiado larga.
—Eso es pasarse, Lawrence —le advirtió Nick—. Incluso para ti.
—Tu familia ha financiado estas operaciones durante siglos mediante su comercio de oro y bonos, la explotación de recursos naturales y minería y la banca de inversión. —Miró a Nick con sarcasmo—. Gestión de Activos De Vere. Leopold De Vere e Hijos, Limitada.
—Mira, Lawrence, yo crecí con todo esto en la mesa del desayuno. —Nick empezaba a exasperarse—. Las teorías conspiratorias en torno a mi familia son una industria boyante. Gestión de Activos De Vere en Nueva York, Empresas De Vere Oriente Próximo, Empresas De Vere Este Asiático, De Vere et Cie Francia, Reserva De Vere... Todo ello es transparente. —Alzó las manos—. Ha sido objeto de debate público durante décadas.
—Todas esas firmas son subsidiarias de De Vere Continuation Holdings AG, controlado por la familia y establecido en Suiza a principios del siglo XX para proteger la propiedad de la familia sobre su imperio bancario. De Vere Continuation Holdings AG, sin embargo, no es «objeto de atención pública», como tú lo llamas. Y nunca ha sido transparente.
Nick le dirigió una mirada irritada.
—¿Qué es esto, Lawrence? ¿Una forma de obsesión inquisitiva que te ha quedado de tu formación jesuítica?
—Compláceme. —Lawrence le sostuvo la mirada—. Sacia la curiosidad de un viejo.
—Mira, Lawrence, nunca me interesaron los detalles —soltó Nick, perdiendo la paciencia—. A ninguno de nosotros le interesaron. Nos traía al pairo la dinastía bancaria familiar. Yo estudié arqueología. Jason se dedicó a los medios. Adrian, a la política. Papá se ocupó de las dinastías bancarias hasta su muerte. Entonces, todos los poderes legales pasaron a mamá. Así de simple. ¿Satisfecho?
—Por desgracia, Nicholas, no. —Su tono de voz era inusual mente moderado—. De Vere Continuation Holdings fue fundada en la década de 1790 por tu antepasado, Leopold De Vere, quien poseía una enorme cámara acorazada subterránea llena de oro debajo de su casa de Hamburgo. En 1885, Ephraim De Vere pasó el mando de la empresa a su hijo, Rupert, tu tatarabuelo. En 1954, tu abuelo paterno, Julius De Vere, tomó las riendas y la llevó con mano de hierro. El y sus antepasados monopolizaron el suministro mundial de oro. A la muerte de Julius De Vere, en 2014, De Vere Holdings guardaba más del cinco por ciento del oro del mundo en sus cámaras acorazadas privadas.
»La elite permitió a tu padre el control superficial de la empresa, pero Julius lo consideró inadecuado para tomar las riendas y, antes de la muerte de Julius, entregó el control total a sus correligionarios. Gente sin rostro y sin nombre, miembros de la Hermandad.
—Eso es manifiestamente incierto. Mi madre...
—Tu madre, a pesar de ser una mujer de negocios muy astuta, es sólo un símbolo. Nada más. Y ella lo sabe. Tiene plena autonomía en las actividades humanitarias y lleva la Fundación Caritativa De Vere con su brillantez y maestría inigualables. Todo lo demás es clandestino, Nick.
Nick miró al profesor con incredulidad.
—¿A cuánto asciende la fortuna de tu familia, Nick? —preguntó St. Cartier.
—A unos quinientos mil millones de dólares —respondió Nicholas—. Sé que perdimos el cuarenta por ciento de nuestro valor neto en la crisis de 2008 y más de la mitad en el pánico bancario de 2018. ¿Satisfecho?
—La fortuna de la familia De Vere St. Cartier —lo miró directamente a los ojos— asciende a doscientos billones de dólares, Nick. Y está completamente intacta. No se produjeron pérdidas reales. Fue un ardid de relaciones públicas para mantenerse a cubierto de los ojos inquisitivos de los investigadores secretos financieros. Los registros secretos de las finanzas de los De Vere no se auditan nunca, ni aparecen en contabilidad. Y, desde luego, no están controlados por tu madre.
Nick lo miró con un destello de furia en los ojos.
—¿Qué es esto, Lawrence? ¿Una broma desquiciada?
—Ojalá lo fuera, querido muchacho —respondió el viejo con un suspiro—. Tu familia posee más del cuarenta por ciento del mercado mundial de metales preciosos, ejerce un monopolio agresivo sobre la industria de los diamantes y posee un paquete de acciones de Petróleos Rusos que se calcula que supera el cincuenta por ciento. También opera en el centro del comercio global ilegal de drogas y armas.
Nick se revolvió en su asiento, incómodo.
—¿Quieres que continúe? —Lawrence sacó del maletín un fajo de papeles que llevaban el sello de la CIA.
Nick echó una ojeada a la primera hoja.
—¿El Fondo Internacional de Seguridad? No he oído nunca hablar de él —dijo Nick.
—Entonces, no has prestado atención. —St Cartier le acercó los papeles por encima de la mesa—. Se instituyó en la década de 1980 bajo los auspicios de tu abuelo, Julius De Vere. Lee.
Nick leyó por encima las hojas.
—¡Un periodista, Lawrence! —dijo a continuación, en tono despreciativo.
—No —replicó St. Cartier—. Un destacado investigador del fraude del Banco Europeo, Nicholas.
Nick suspiró, volvió a coger los papeles y leyó el artículo palabra por palabra.
—«Hacia 2001, los Illuminati habían orquestado la contribución de doscientos cincuenta billones de dólares de por lo menos trescientas instituciones internacionales, en la mayor y más secreta operación financiera de venta privada realizada en el mundo.» —Nick hizo una pausa.
—Sigue leyendo, Nicholas.
—«Por desgracia, los medios de comunicación establecidos no revelaron nada de esta operación, de modo que el público en general la desconoce. El objetivo era proporcionar financiación para el establecimiento del Nuevo Orden Mundial a lo largo del siglo XXI —continuó Nick—. Dotado de tales recursos ilimitados, el Consejo ha amasado ya suficiente financiación para sobornar o chantajear a todos los líderes, políticos y agentes de espionaje del mundo entero durante lo que resta de siglo para la consecución de sus objetivos.»Lawrence cogió el resto de los papeles y resumió el resto del artículo, leyendo en voz alta algunas frases:
—El fondo tiene la sede en Zúrich. No se dedica al comercio. No aparece en documentos públicos. Se ha utilizado con propósitos de ingeniería geopolítica desde su concepción. Existen poderosas pruebas de la presunta participación de las propias instituciones de la Unión Europea y de servicios de espionaje en su gestión. —Lawrence se quitó las gafas—. En pocas palabras, Nick, se trata del fondo secreto de los Illuminati, calculado hoy en más de doscientos billones de dólares, dirigido en nombre de la Hermandad.
»El fondo financia la mayoría de las guerras preventivas del mundo. Irak, Afganistán... Así controlan el petróleo y las drogas. Después de su liberación del régimen talibán, la producción de opio de Afganistán creció de 640 toneladas en 2001 a 8.200 toneladas en 2007. Hoy, el país suministra más del 93 por ciento del mercado de opiáceos del mundo. —Bajó la voz hasta que no fue más que un susurro y añadió—: ¿Quién salió ganando con la invasión de Afganistán?
—Los cárteles de la droga —respondió Nick—. El crimen organizado. Es evidente.
—No. —Lawrence movió la cabeza con énfasis—. Quienes más provecho han sacado son las agencias de espionaje, en concurrencia con los poderosos conglomerados de empresas de la elite, incluida tu familia. La Hermandad —añadió, mirando a Nick con sarcasmo— deposita miles de millones de dólares procedentes del narcotráfico en el sistema bancario internacional, utilizando sus filiales en los paraísos fiscales para lavar grandes cantidades de dinero. En connivencia con facciones encubiertas de las agencias de espionaje, financia también el tráfico de cocaína en Nicaragua y en Colombia. Financia círculos pedófilos internacionales, la planificación y ejecución de asesinatos, los embarques de componentes nucleares por valor de miles de millones de dólares. El asesinato de Ali Buttho. Tal vez el de Benazir. ¿Quién sabe a qué extremos llegan? Un centenar de atentados terroristas reivindicados por grupos falsos. Financia ejércitos secretos y operaciones encubiertas. La red Gladio. El DSSA. La lista es interminable. Y todo ello para distraer la atención de su mafia bancaria. Para distraer la atención del Consejo.
Dejó los papeles sobre la mesa, miró a la cara a Nick y añadió, a modo de conclusión:
—Estos planes fueron orquestados antes de su muerte por el gran arquitecto de la Hermandad: tu abuelo paterno, Julius De Vere.
Nick movió la cabeza con incredulidad, en silencio. St. Cartier lo miró con expresión sombría.
—Lo que no es de conocimiento común es que tu abuelo fue uno de los hechiceros más poderosos del siglo XXI.
Nick le devolvió la mirada, sin dar crédito a lo que oía.
¡Hechicero! Al final te has pasado, Lawrence. No estás en tus cabales.
St Cartier sacó una fotografía del maletín y se la tendió.
—Observa. Es absolutamente genuina.
Nick estudió la fotografía de Julius De Vere vestido con una túnica negra, con la marca de la muñeca perfectamente visible. A su lado aparecía un joven James De Vere de diecinueve años.
—Tu abuelo fue uno de los tres únicos Sumos Sacerdotes Brujos de la tierra que han llevado la «Marca del Hechicero», una marca indeleble que, a la vista, parece talmente grabada a fuego. Tu abuelo la llevaba impresa en la muñeca izquierda. Era un sello que significaba su obediencia y devoción a su único amo, Lucifer.
»Un sello —continuó tras una pausa— que revelaba que había vendido su alma en una transacción de la que nunca habría vuelta atrás. Las propiedades de los De Vere pertenecían a la Hermandad. A los Illuminati. Tu padre hizo un pacto con la Hermandad por el cual llevaría a cabo cualquier petición que le hicieran, por inicua que fuese. Pactó que cumpliría sus deseos hasta el último detalle. A cambio, sus hijos debían permanecer intactos.
—Sólo vi a Julius en un par de ocasiones —dijo Nick sin alzar la voz—. Murió cuando yo tenía...
—Doce años —apuntó Lawrence con una sonrisa. Nick asintió.
—Papá no hablaba nunca de él. Decía que era un hombre muy reservado. Difícil, lo llamó. Por eso la relación de mi padre con nosotros siempre fue abierta. Había jurado que no caería nunca en los errores que su padre había cometido con él.
—Tu padre era un buen hombre, Nick. Tu abuelo lo consideraba débil, pero no era una cuestión de debilidad, sino de moralidad. Lo suyo era firmeza de carácter. Tu padre fue un impedimento para sus planes de dominio del mundo.
St Cartier guardó la foto y sacó del maletín un sobre marrón de gran tamaño.
—Ell día antes de su muerte, tu padre me mandó esto —dijo. Abrió el sobre y le tendió una carta doblada.
Nick observó el monograma plateado de la familia De Vere y el sello azul claro debajo de la precisa caligrafía de su padre. Lentamente, tomó la carta de la mano de St. Cartier.
La última vez que había visto a James De Vere con vida había sido hacía cuatro veranos, el 4 de agosto para ser exactos. Aquel día, Nick había roto su compromiso con la modelo británica Devon para emprender su relación con el alto, delgado y elegante Klaus von Hausen, astro en ascenso del Museo Británico.
Nick había llevado a Klaus a la fiesta anual al aire libre que organizaba su madre y, mientras Klaus jugaba al tenis en otra parte de la finca, él y James De Vere habían tenido una agria discusión en los cuidados céspedes de la mansión campestre de los De Vere en Oxfordshire.
Su padre era un hombre chapado a la antigua, profundamente homófobo. En la discusión, no se habían mordido la lengua y los dos, llevados del apasionamiento, habían dicho cosas brutales que nunca más podrían retirar.
Aquella misma tarde, James había congelado el fondo fiduciario de Nick. Una semana después, moría de repente, en su estudio, de un ataque cardíaco. Nick había quedado desolado. Desde su nacimiento, había sido el favorito tácito de James, su adorado y dotado hijo menor. Y él, a su vez, siempre había sentido adoración por su padre, aquel hombre franco y emprendedor, de corazón generoso. Sin embargo, la brutalidad de aquel último encuentro no podría corregirse jamás.
Nick miró a St. Cartier con ferocidad y, lentamente, desplegó la carta. Volvió a mirar a St. Cartier y frunció el entrecejo.
—La fecha... Es del trece, el día que murió.
St Cartier asintió.
—Adelante —dijo.
Nick se apartó de la frente el flequillo, siempre revuelto, e imaginó a James sentado detrás de su escritorio de caoba, con su tupida cabellera plateada inclinada sobre el papel, escribiendo afanosamente.
Mi querido Lawrence...
Nick alzó la vista al profesor. St. Cartier sonrió apaciblemente.
—Sigue leyendo, Nicholas.
... aunque no siempre hemos estado de acuerdo en nuestros puntos de vista, recurro a ti, viejo amigo, para que, en el caso de que muera en circunstancias no naturales, reveles el contenido de esta carta para que se haga justicia. Cuida de mi amada Lilian por mí, Lawrence. Al final, irán por ella. Y cuida de mis hijos.
Lleva el mal ante la justicia.
Protege al inocente, te lo imploro.
Conoces perfectamente, lo sé, que durante las últimas cuatro décadas mi padre y yo, y mis antepasados antes que nosotros, han estado profundamente involucrados en el gobierno en las sombras y su plan para dirigir el mundo con un Nuevo Orden Mundial.
He sido un hombre de poca conciencia.
Ahora, soy un hombre de muchos arrepentimientos.
Nick miró de nuevo a St. Cartier, anonadado. Lawrence St. Cartier le indicó que continuara.
Mañana tengo un encuentro para desvelar estos contenidos a X. Si se confirma lo que temo, haré cuanto esté en mi mano para proteger al inocente.
Me ha correspondido descubrir uno de los planes más viles e inicuos jamás concebidos en la historia de la raza humana.
Ya no puedo seguir callando.
He preparado un expediente con pruebas concluyentes, que guardo en un lugar seguro y secreto. Un expediente que descubre los horrores orquestados en las salas oscuras de la investigación para la defensa: gripe aviar convertida en arma, planes de despoblación. Tengo pruebas detalladas de seguimientos de transacciones financieras referentes al Fondo Internacional de Seguridad. Cuentas bancarias secretas en paraísos fiscales...
Es sólo la punta del iceberg.
Tú y yo sabemos que arriesgo mi vida en esto.
Me propongo divulgar estos asuntos a la prensa, Lawrence, y salvar tanto al Reino Unido como a Estados Unidos de una aniquilación segura.
Hace dos días, llegó a mis manos la prueba. La condenada evidencia de lo que le han hecho a sangre fría a mi adorado hijo.
Adjunto los documentos.
Ellos han roto el pacto.
Ahora, yo rompo el mío. A riesgo de mi propia muerte.
Me pondré en contacto cuando mis investigaciones estén completas.
Tu amigo siempre,
JAMES DE VERE
A Nick le cayó la carta de las manos.
—Tu padre estaba muerto a la mañana siguiente —dijo St. Cartier en un susurro—. Se decidió que Jason no supiera nada de lo sucedido. Igual que tú. Él no suponía una amenaza inmediata. La Hermandad vio con satisfacción que se contentaba con dirigir el conglomerado de comunicaciones. Su consejo de administración en VOX se compone casi por entero de íntimos colegas de tu padre. La Hermandad, Nick. Tienen acceso a las comunicaciones de VOX al momento, siempre que es necesario.
»Pero tú eras un elemento irritante, Nicholas. La fijación de los paparazzi británicos por las cuestiones más íntimas de tu vida privada atraía la atención pública sobre la familia De Vere mucho más de lo que resultaba aceptable a la Hermandad.
Con mano temblorosa, St. Carrier le tendió un documento.
—Tenían que deshacerse de ti. Tu padre lo descubrió.
Lentamente, Nick cogió el papel y leyó. Luego, con un temblor de manos incontrolable, levantó la vista a Lawrence, conmovido hasta el alma.
El profesor asintió, se inclinó hacia él y lo tomó del brazo con suavidad.
—La aguja de Amsterdam, esa noche, fue una trampa, Nicholas. A ti y a tus conocidos os administraron deliberadamente el virus del sida. Creado en uno de sus laboratorios secretos de bioterrorismo.
Nick miró a Lawrence, sin acabar de comprender. De repente, sintió náuseas.
—Cuando tu padre descubrió su acto execrable, rompió el pacto que había hecho con ellos. Y ellos le mataron.
Temblando, Nick volvió a mirar el documento incriminador y lo releyó.
—Fue deliberado... —musitó. Se mesó los cabellos y alzó de nuevo la mirada a Lawrence, con los ojos enrojecidos.
—Lo siento muchísimo, muchacho. —St Cartier lo contempló con los ojos llenos de lágrimas.
—¿Pero quién...? ¿Quién quería matarme? —dijo, con la respiración bruscamente acelerada—. ¿Por qué? ¿Quién es esa gente, Lawrence? —Estampó los papeles en la mesa enérgicamente y exclamó—: ¡Están jugando con mi vida, maldita sea...!
Nick se interrumpió. El rugido de la turbina de un helicóptero sofocó la conversación. Levantaron la mirada hacia las luces de aterrizaje del aparato, que descendía rápidamente. Al pasar ante los focos de la torre, Nick reconoció el escudo hachemita de la familia real de Jordania.
Lawrence puso cara de extrañeza.
—Hoy no estaba prevista la llegada del helicóptero real.
Nick presenció cómo se materializaban ocho monjes, como surgidos de la nada, y se dispersaban en tres direcciones distintas. De inmediato, se encendieron las luces de todo el monasterio.
Oyó el ruido de unas firmes pisadas y se volvió.
Cuatro musculosos soldados habían aparecido de pronto a su espalda. Llevaban la cabeza rasurada y Nick reconoció al instante su uniforme. Era el comando de elite jordano para operaciones especiales. La guardia real de Jotapa.
El profesor dejó la servilleta en la mesa, se levantó, apartó la silla e hizo una reverencia.
—Su Alteza... —dijo y repitió la reverencia.
Nick se volvió. Delante de él se encontraba Jotapa, princesa de Jordania.
—Me alegro mucho de encontrarte, Nicholas. Profesor... —Jotapa saludó a Lawrence St. Cartier—. Profesor, ¿tendría la amabilidad de dejarme a solas con Nicholas unos instantes? Tengo un asunto urgente que tratar con él.
Lawrence St. Cartier recogió el ordenador y los papeles, se puso el sombrero panamá y respondió:
—Con sumo gusto, Alteza. Nicholas, me retiraré pronto. Te sugiero que tú hagas lo mismo, hijo. Has sufrido un buen golpe —añadió, mirándolo con preocupación—. Nos veremos mañana, para el desayuno. A las seis en punto.
Con una nueva reverencia a Jotapa, St. Cartier se alejó con paso rápido por la terraza y tomó escaleras abajo.
Nick echó la silla hacia atrás, pálido, mientras le daba vueltas en la cabeza a los descubrimientos que acababa de hacer.
—Nick... —Jotapa torció el gesto—. ¿Un golpe?
El la miró con rostro inexpresivo, jugando todavía con el documento que tenía en las manos.
—¿Te encuentras bien? —insistió la princesa—. No tienes buen aspecto.
—Estoy bien —respondió Nick con calma—. He recibido malas noticias, eso es todo. Por la mañana me habré recuperado —aseguró, levantando la mirada a Jotapa. Dobló el documento en dos con gesto preciso, lo guardó en el bolsillo interior de su chaqueta de piel y luego observó el rostro de forma de corazón de la princesa.
»Tú tampoco pareces muy alegre —le dijo, con una expresión preocupada. La princesa que recordaba, terca y ferozmente independiente a sus veinticuatro años, parecía distinta en esta ocasión. Irritada, vulnerable... La espontánea y natural princesa de Jordania que andaba en vaqueros y camiseta había desaparecido. Esta noche, Jotapa llevaba un vestido de seda cruda rosa pálido hasta la rodilla que ceñía sus esbeltas caderas, las largas piernas con medias y unos zapatos de tacón del color del vestido. Era el epítome de una joven monarquía jordana.
—Nick... —posó su mano fina y menuda, con la muñeca cargada de pulseras de oro, sobre la mano bronceada de Nicholas—, sabes que no me presentaría aquí a menos que se tratara de algo realmente importante.
Nick asintió. Jotapa indicó a los soldados que se marcharan y, al momento, se retiraron al perímetro de la terraza.
—Se trata de mi padre, el rey. Llegó anoche de Jerusalén, tarde. Venía de reunirse con tu hermano. Ha muerto a las cuatro de la madrugada. Un ataque de corazón.
Los ojos se le llenaron de lágrimas. Nick le tomó la mano y notó que le temblaba.
—Tu padre... Lo siento mucho, Jotapa.
—Necesitaba verte.
—Desde luego.
—Mira, Nick, no puedo quedarme mucho rato pero tenía que decírtelo en persona. Nicholas, no volveremos a vernos.
Él la miró con incredulidad.
—Sé que hablamos por teléfono —continuó la princesa, bajando la mirada—. Yo siento lo mismo por ti, Nicholas, pero tienes que confiar en mí.
—Pero si sólo...
—Lo siento, Nick.
—Ha sido mi relación con Klaus, ¿verdad? Lo has descubierto.
—Nick, dispongo de informes reservados —dijo ella suavemente—. Sabía quién eras desde antes de que te viera por primera vez. Sabía dónde me metía.
—¿Hay otro?
—No, no hay nadie. Nadie en absoluto, Nick. Estoy completamente sola.
Nick la acercó a sí y la miró intensamente.
—¿Tienes problemas de alguna clase?
—El curso entero de mi vida va a cambiar. —Jotapa miró alrededor, visiblemente nerviosa—. Mi padre ha sido mi protección... mientras estaba vivo. Mi hermano mayor, el príncipe Faisal, será coronado rey en cuestión de horas. No era éste el deseo de mi padre. —Dio unos pasos arriba y abajo delante de Nick y continuó—: Faisal es hijo del primer matrimonio de mi padre, hace más de treinta años. Hace dos, en la intimidad de palacio y en presencia de testigos, mi padre, el rey, designó como heredero a Jibril, mi hermano de dieciséis años. Sabía que Faisal es astuto y despiadado y que sería un mal rey para el pueblo jordano.
Jotapa hizo un alto, sofocada, y luchó por mantener la compostura.
—Todos los testigos del acto y los leales a mi padre han sido silenciados mediante sobornos o por otros medios. A los que no pudieron comprar o chantajear, los han ejecutado esta mañana antes del alba... —Los ojos se le llenaron de lágrimas—. El primer ministro, los ayudantes personales de mi padre, sus ministros de confianza. Todos muertos.
Jotapa se acercó al borde de la terraza y contempló los cielos negros sobre Egipto. Su voz se convirtió en un susurro:
—Les dije que tenía un asunto arqueológico por concluir aquí, en el monasterio, y me han permitido un último viaje.
—Safuat... —Se le quebró la voz. Nick frunció el entrecejo. Conocía a Safuat, el jefe de seguridad de la princesa, un hombre de confianza que había protegido a Jotapa desde que había nacido—. Safuat me protegió desde que era un bebé. —Jotapa alzó las manos con desesperación—. Lo ejecutaron al amanecer. —Se volvió a Nick con las lágrimas corriéndole por las mejillas—: Nicholas, mi padre era un rey grande y noble. Un rey justo, valiente y lleno de sabiduría. Sin su protección, tanto yo como mi hermano Jibril corremos grave peligro. Faisal me ha entregado en matrimonio al príncipe heredero Mansur de Arabia. Mi hermano, Jibril, será exiliado y enviado allí también. Volaremos a Arabia por la mañana.
Nick comprendió lentamente la situación y miró a Jotapa con espanto.
—Mansur es un criminal —exclamó—. Su propio padre, el rey saudí, lo ha repudiado públicamente. Los relatos de sus atrocidades circulan por todos los medios árabes. ¡No puedes ir! —La agarró del brazo—. No lo permitiré.
—Nicholas, tú no eres uno de nosotros. No puedes entender nuestro mundo. —Jotapa lo miró con fiereza—. Nuestro mundo no es como el occidental. Faisal odia a Jibril. Jibril es bueno y justo. Justo y leal como mi padre. Faisal no se atreverá a matarme, Nick, pero a él, sí. De eso no cabe duda. Tan pronto Jibril desaparezca tras el telón del oro negro, su vida correrá peligro. Es el único que puede disputarle el trono a Faisal.
Jotapa calló, con la respiración acelerada.
—¡Tengo que protegerlo! —dijo por último.
—¡Tú eres lo único que me queda, Jotapa! —exclamó Nick—. No volverás nunca de ese infierno.
—¡Es mi hermano!
Un guardaespaldas se acercó discretamente por detrás.
—Alteza...
Jotapa asintió y levantó la mano.
—Un minuto —dijo.
El hombre asintió y se retiró.
Jotapa sacó la pequeña cruz de plata que llevaba oculta bajo el vestido y se apresuró a desprenderla de la cadena.
—En el palacio de Mansur no hay sitio para esto. —Tomó la mano de Nick, le abrió con suavidad el puño y deslizó la cruz en su interior—. Guárdala siempre —murmuró y le acarició el rostro—. Y recuérdame, Nicholas De Vere.
Se apartó de él.
—¡Jotapa! —gritó Nick. Corrió tras ella y la estrechó contra sí. Ella levantó su rostro bañado en lágrimas hacia el suyo.
—No lo comprendes —dijo con la voz quebrada por la emoción.
—Tú eres todo lo que me queda.
La princesa cerró los ojos con pesar, se deshizo de su abrazo y se alejó.
—¡Jotapa...! —exclamó él con desesperación.
Ella se detuvo al cabo de ocho pasos y se volvió, con las lágrimas corriéndole por el rostro.
—Nicholas —le suplicó—. Tienes que dejarme ir.
Y, tras esto, desapareció.
Nick cerró el puño en torno a la cruz con tanta fuerza que se hizo daño. Abrió la mano, con los ojos llenos de lágrimas, y la vio deslizarse entre sus dedos y caer al suelo de piedra.
Jotapa se había marchado. No volvería a verla.
Y a él lo habían asesinado. A sangre fría. Con las primeras luces del día.
Todo lo que había tenido por verdadero había quedado expuesto como falso.
La vida entera de Nicholas De Vere se estaba viniendo abajo.