Nota de la traductora

El 27 de septiembre de 1944 Victor Klemperer anota en su diario que Eva, su mujer, irá ese día a Pirna, un pueblecito vecino, a entregar las hojas manuscritas a la amiga que las esconderá en su casa, como viene haciendo desde hace años. Una vez más, se hace reproches por poner en peligro no sólo a su mujer y a la amiga sino a tanta gente «que he consignado, que he tenido que consignar con nombres y apellidos si quería que estos apuntes tuvieran un valor documental».

La empresa era, en efecto, sumamente arriesgada. Reich-Ranicki, el gran crítico literario alemán –que estuvo en el gueto de Varsovia y sabe lo que dice–, ha afirmado, al comentar esta obra que él califica de «grandiosa», que «si la Gestapo hubiera encontrado aquellos manuscritos [su autor], habría enviado al campo de concentración a cientos de personas».

Pero enseguida Klemperer sigue reflexionando: «¿Tengo derecho, incluso obligación de hacerlo o es vanidad criminal? Desde hace doce años no he publicado nada…, sólo almacenar y almacenar. ¿Tiene algún sentido, terminaré algo de todo esto?». Reflexiones de este género, frecuentes en el diario, me han hecho reflexionar a mi vez, al hilo de la traducción: ¿no se daba cuenta Klemperer de que aquellos apuntes eran de una claridad, de una precisión tal que ellos de por sí, sin retoques ni embellecimientos, constituían el mejor testimonio? El «principio exactitud», para Martin Walser signo distintivo de toda la obra autobiográfica de Klemperer, es plenamente válido en los diarios, pero no sólo en cuanto al contenido sino también y sobre todo desde el punto de vista de la forma. A lo largo de 1.500 páginas son escasísimos los pasajes oscuros y menos frecuentes aún las expresiones incorrectas, torpes o repetitivas. Klemperer, uno de esos raros profesores alemanes que saben escribir, combina la precisión filológica, el amor al detalle, con una claridad y una fluidez en la que no faltan los pasajes brillantes. Es un maestro de la pincelada breve, expresiva y, en muchos casos, irónica (véanse, por ejemplo, las semblanzas de sus compañeros de fábrica, 22 de mayo de 1943).

Con todo, de un modo general puede observarse una diferencia formal entre los apuntes rápidos de cada día, más «estilo telegrama», y los resúmenes de varios días o semanas, más reposados, más meditados. Es significativo a este respecto que Klemperer necesitara casi tres semanas para reponerse del shock de su detención a raíz de la «noche de los cristales rotos» y para decidirse a describir morosamente aquella escena kafkiana. Otro pasaje insuperable es la descripción del bombardeo de Dresde –singular, en su calidad de testimonio de primera mano–, el más cruel y contundente sufrido jamás por una ciudad alemana, que a él sin embargo le salvó la vida, al permitirle arrancarse del abrigo la estrella judía y desaparecer en el caos.

Y una diferencia más puede observarse: a medida que aumenta la opresión, aumenta el volumen de los apuntes, el contenido se vuelve más denso, el lenguaje es aún más concreto: ante la inmensidad de la catástrofe, sólo queda la descripción detallada, microscópica de lo que le produce ese «horror» que «está siempre dentro de mí, adormecido durante algunas horas… y luego revive en forma de náusea que me impide respirar». El año 1942, el de los feroces registros domiciliarios y constantes deportaciones, ocupa el doble de páginas que los años anteriores.

Klemperer se ha propuesto ser un cronista falto de sentimentalismo, no sólo por estar educado en la escuela de Voltaire y del racionalismo, sino como método de supervivencia: «Contra el horror que me produce este asunto… sólo tengo una defensa…: aferrarme a la observación, al material literario, hacer que yo mismo crea en mi propia valentía». Pero no son pocas las ocasiones en que el cronista deja ver que ya no escribe sine ira et studio sino embargado por la emoción: la frase descontrolada del 7 de septiembre de 1942: «Así habré visto seguramente por última vez seguramente a Marckwald» (el amigo a quien deportan al día siguiente); el seco comentario del 7 de septiembre de 1944, cuando se entera de que unos amigos, antinazis acérrimos, acaban de perder en el frente a su hijo de diecisiete años: «En cuanto esta muerte masiva llega a nuestro entorno, mi “no puedo tener compasión” se tambalea»; o la extraordinaria delicadeza con que hace el retrato postumo de la señora Pick, su anciana convecina que acaba de suicidarse, la noche antes de su deportación (20 de agosto de 1942).

Lo habitual es, sin embargo, la distancia irónica, el mecanismo que le ayuda a distanciarse del horror y que en ocasiones adquiere rasgos cómicos, esperpénticos. Son insuperables las escenas de los tres viejos que, con la esperanza de escapar así a la deportación, se apuntan como voluntarios para cuidar tumbas en el cementerio judío. Allí pasan el día, trabajando en el jardín, jugando a las cartas, criando clandestinamente tomates y hortalizas y cultivando tabaco «sobre la tumba de un comerciante de tabacos» (29 de octubre de 1944). Allí no hay peligro de que vayan a detenerlos; la Gestapo tiene miedo de los muertos: «¡de sus muertos!» (12 de septiembre de 1942). Esa ironía, visible en la descripción de las escenas más duras, llega hasta el sarcasmo. Tras el suicidio de su anciana convecina, escribe: «Para cada convoy, ya hay designados sustitutos: la Gestapo da por descontado que habrá algunos suicidios. Organización alemana». En otra ocasión comenta lo poco variada que es la gama de insultos de la Gestapo durante los brutales registros domiciliarios: «Cualquier español la supera con creces».

Si el lenguaje y el estilo de los diarios de Klemperer no presentan grandes problemas de traducción, sí ha constituido una dificultad considerable el vocabulario específico del nacionalsocialismo. El totalitarismo del Tercer Reich abarcaba también el ámbito lingüístico: la administración, el ejército, las formaciones militares y paramilitares, las instituciones culturales, caritativas, deportivas, la organización del tiempo libre: todo estaba perfectamente estructurado, jerarquizado, y todo recibió su nombre. Esa terminología, a menudo sin correspondencia en castellano, se ha dejado en muchos casos sin traducir, y se ha añadido, en ocasiones, una nota explicativa.

Y un capítulo aparte lo constituye, finalmente, el abundantísimo material sobre la lengua del Tercer Reich que Klemperer va reuniendo casi exclusivamente a base de leer periódicos o libros prestados por los amigos y en medida creciente según avanzan los años de opresión, ya que, al no tener acceso a ninguna biblioteca, se ve obligado a dejar de trabajar en su especialidad propiamente dicha, las literaturas románicas. Ese material sería la base del estudio crítico que desde su publicación en 1947 ha tenido numerosas reediciones y sigue siendo hasta hoy el mejor trabajo sobre la lengua del Tercer Reich: Lingua tertii imperii. Apuntes de un filólogo.[1]

Siendo, pues, material exclusivamente lingüístico, ha sido también necesario mantener en la mayoría de los casos el término alemán, añadiendo entre corchetes el término o los términos castellanos equivalentes (la correspondencia casi nunca es perfecta).

El aparato de notas presenta tres diferencias frente al aparato de Walter Nowojski, el editor alemán. Por un lado, esas notas han sido revisadas y en muchos casos completadas o reducidas (teniendo muchas veces en cuenta las expectativas del lector español). Esas notas, salvo raras excepciones, no llevan indicación específica. Por otro, ha sido añadida otra serie de notas, señaladas con la sigla N. de la T. Muy pocas notas, finalmente, han sido suprimidas.

Me queda dar aquí públicamente las gracias (en privado ya lo he hecho muchas veces) a mi marido, Hans-Martin Gauger, que en su doble condición de «nativo» y de excelente filólogo ha sido para mí una ayuda inapreciable.

Carmen Gauger