Introducción

Frente al detective, un hombre con una metralleta a punto de apretar el gatillo. Parece difícil que pueda escapar de una muerte segura. Entonces, en la turbulenta mente de la inminente víctima, aflora un pensamiento: «En ninguna ocasión, ni siquiera en los más críticos bretes, he visto, conforme suele contarse, pasar ante mí mi vida entera como si fuera una película, lo que siempre es un alivio, porque bastante malo es de por sí morirse para encima morirse viendo cine español»[1]. El chiflado investigador de Eduardo Mendoza parece compartir una idea bastante recurrente. Mucha gente suele adoptar una actitud displicente ante el cine español. Quizá no les falte razón. Algunas películas españolas se hacen notar por su manifiesta torpeza cuando intentan copiar fórmulas de éxito de otras cinematografías, dejando constancia de una incapacidad para llegar a ser siquiera un pálido reflejo de sus modelos. Otras producen azoramiento al desvelar tópicos o mentalidades que nos resultan demasiado cercanas y, a menudo, vergonzantes, como ese familiar que en una celebración no sabe guardar las mínimas formas de decoro después de la tercera copa de vino. Es curioso observar sin embargo que, fuera de España, nuestro cine despierta, cuanto menos, un interés comparable a los que suscita nuestra literatura u otras manifestaciones artísticas no tan denostadas; es decir, un interés discreto. Básicamente, el que responde a un país discreto que no ha conseguido una producción cultural que lo distinga entre los más avanzados desde los procesos sociales que definen la modernidad; o, en otras palabras, desde las transformaciones relacionadas con la Ilustración, las revoluciones burguesas, la industrialización y la aparición de la sociedad de masas. Es cierto que tanto el cine como la literatura, la música o las artes plásticas españolas han conocido artistas de indudable talento. La pintura, quizás el caso más excepcional de todos, ha dado algunos de los nombres fundamentales del siglo XX, comenzando por Pablo Picasso. Pero nuestra producción artística, literaria o musical, aun con grandes destellos de genio en autores concretos, no ha producido una respetable cantidad de obras capaces de entrar en el canon de los últimos dos siglos. Y concretamente en el cine, sólo tres nombres han consolidado un indudable crédito internacional entre historiadores y estudiosos: Segundo de Chomón, Luis Buñuel y Pedro Almodóvar. Los dos primeros, por cierto, realizaron la mayor parte de su obra fuera de España.

A pesar de ello, este interés discreto por el cine español se ha mantenido constante más allá de nuestras fronteras. De hecho, podríamos aceptar que, para bien y para mal, hoy en día la imagen cultural de España en el exterior se asocia principalmente a las producciones audiovisuales. Sin embargo, cuando pensamos en el conocimiento dentro de España del legado cinematográfico que acompañó nuestra construcción de una sociedad moderna, parece haberse convertido en un territorio reservado exclusivamente a especialistas, estudiosos académicos y cinéfilos irredentos. Para el público general, pertenece cada vez más a la generación de los abuelos, que rememoran sus años mozos viendo Cine de barrio los sábados por la tarde en la televisión. Como mucho, el repertorio básico todavía puede resultar familiar a quienes conocimos la televisión en blanco y negro y con sólo dos cadenas. Para las generaciones más jóvenes, los alumnos a los que imparto año tras año mi asignatura de historia del cine español en la universidad, este legado les resulta cada vez más extraño. Prácticamente todos han nacido después de que Almodóvar se hiciera famoso internacionalmente con Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988) y su acceso a las películas más antiguas se produce cuando, por curiosidad, se dirigen a YouTube para captar algún fragmento de curiosas figuras del pasado, como Carmen Sevilla, Marisol o incluso Antonio Banderas.

El objetivo de este libro es defender, a pesar de todo, el valor del legado artístico y cultural del cine español. Defenderlo desde su modestia, su incapacidad y sus limitaciones unas veces; su brillantez incuestionable, otras. El cine refleja nuestra sociedad y, a partir de ella, los valores, las ideas, los iconos, las visiones del mundo (casi siempre enfrentadas) y las fantasías que han servido para reconocernos. Y, por supuesto, los acontecimientos históricos, las resistencias y los traumas producidos por la incorporación de España a la senda de la modernidad. En consecuencia, este libro se sitúa desde su título en la perspectiva de la historia cultural. Se entiende la historia cultural como la parte de la historia dedicada a observar los procesos de cambio social a través de los productos culturales. A lo largo de las últimas décadas, el cine ha ido asumiendo poco a poco un reconocimiento entre los historiadores como ilustración visual y conceptual de las fuerzas que rigen el devenir de una sociedad en un momento dado. Este reconocimiento partió de considerarlo como una estrategia de acercamiento al pasado complementaria de la historia basada en materiales escritos. En esta línea se situaron, por ejemplo, los trabajos pioneros de autores como Marc Ferro, Robert Rosenstone o, en nuestro país, José María Caparrós Lera. Pero, progresivamente, se fue imponiendo una visión que iba más allá de esa consideración descriptiva o sintomática del cine. Se trataba de acudir a las películas con otra actitud: la de considerarlas como documentos, es decir, como útiles para entender el modo en que cada sociedad quería reflejar su pasado. Vinculado a esto surgía un nuevo aspecto que debía ser tenido en cuenta. Si eran expresión de los condicionantes que definían su presente histórico, estos documentos fílmicos los revelaban también a través de estrategias discursivas específicas. En la línea de la historia cultural han aparecido recientemente en el mercado español libros destacados de autores como Peter Burke, Shlomo Sand o Enrique Moradiellos. También se puede relacionar con este tipo de trabajo la obra de historiadores del cine dialogantes con la historia general como Román Gubern, Rafael Rodríguez Tranche o Vicente SánchezBiosca. En ellos, el acercamiento a las producciones (audio)visuales exige entrar en su textualidad, en el modo en que, como representaciones, jerarquizan, elaboran, seleccionan, revelan (u ocultan) los valores de una sociedad en un tiempo dado a través de modelos formales concretos. No sólo son los métodos del historiador los que deben utilizarse, por lo tanto, en la valoración de las imágenes. También son necesarios la reflexión sobre el estilo y las formas expresivas, el conocimiento de los formatos, el estudio de los procesos industriales y los contextos de recepción que permiten entender, precisamente, ese papel documental de las imágenes.

Como proyecto de historia cultural, este libro tampoco puede dejar de lado la conexión del cine con otras manifestaciones del arte, la literatura, la música o el teatro de su tiempo. El cine dialoga con otras producciones culturales y frecuentemente se alimenta de ellas. Esta aproximación no puede ser exhaustiva en un libro de esta naturaleza, pero he buscado trazar conexiones que permitan explicar fenómenos intrínsecos del cine en paralelo a otros que se estaban dando en otras formas expresivas, incluidos el cómic, la radio o la música popular. Aunque tampoco ha sido mi prioridad, he mantenido en el hilo de mi argumentación un mínimo recorrido por el desarrollo industrial del cine español. La iniciativa de empresarios que han intentado consolidar una industria del cine en España ha estado imbricada desde muy pronto con políticas proteccionistas o de promoción puestas en marcha por el Estado. Las licencias de doblaje, las menciones de interés nacional, los anticipos de taquilla, las cuotas de pantalla, las subvenciones a proyectos de producción o el estímulo a través de la televisión han sido algunos de los mecanismos puestos en marcha tradicionalmente para que el cine español se configurara de una determinada manera. Finalmente, la propuesta de este libro incluye también un reconocimiento del cine como producto estético. Desde este punto de vista, debe contemplar una relación con el canon que se ha ido consolidando entre los especialistas. Es decir, tiene especialmente en cuenta las películas que, además de poseer un valor histórico o sociológico, representan un caso singular en el desarrollo del estilo cinematográfico. No he querido, sin embargo, que este criterio fuera el determinante en la selección de películas analizadas. De hecho, en el libro se hace referencia, a veces incluso con una extensión que puede parecer desproporcionada, al rol de filmes que nada tienen que ver con la experiencia estética. Sin embargo, me parecen decisivos para mi proyecto, como espero que se entienda al hilo de la lectura.

Detrás de las páginas que siguen se ha buscado una tesis articuladora. Expresada brevemente, se defiende la idea de que el cine español revela las tensiones de la instauración de la modernidad en nuestro país a lo largo del siglo XX. La idea de modernidad es, ciertamente, bastante laxa y en ocasiones contradictoria. En su primera acepción, tiene que ver históricamente con los cambios relacionados con la industrialización, la masificación de las ciudades, el desarrollo de los medios de comunicación y de transporte y, lo que más nos interesa aquí, el surgimiento de nuevas formas de entretenimiento y ocio ajustadas para las masas. El cine es un producto más de estas transformaciones. De este modo, recicla tradiciones, establece modas, inventa iconografías, elabora nuevas formas de narrar y también de representar el cuerpo humano, que las masas de la sociedad industrial valoran, aprecian y consumen.

Al respecto, el proceso de instauración de la modernidad creó cambios globales en los modos de vivir, en el contacto entre culturas y en la relación con la tecnología, y eso a pesar del imparable surgimiento de los nacionalismos, una consecuencia más de estas transformaciones. El siglo XX, con sus episodios de devastación, enseñó que el avance de la modernidad tenía un reverso que fue subrayado por algunos críticos culturales como Adorno y Horkheimer en su Dialéctica de la Ilustración[2]. El progreso de la técnica podía venir acompañado también de la deshumanización, de la evaporación del legado cultural clásico, de unas posibilidades de generar catástrofes y violencia capaces de eliminar pueblos y naciones, de la explotación de los recursos naturales hasta la asfixia de los entornos y la inanición de sus habitantes. Como explicó George Steiner con una convincente metáfora, los procesos de la modernidad recuerdan el destino de Judith, la esposa de Barba Azul en la ópera de Béla Bartók con libreto de Béla Balázs. Como ella, abrimos las sucesivas puertas de un castillo y lo que encontramos nos va dando premoniciones cada vez más sombrías sobre el resultado de ese impulso por acercarnos a la verdad. El proceso, sin embargo, no puede detenerse. «[A]brimos las sucesivas puertas del castillo […] porque las puertas “están allí”, porque cada una conduce a la siguiente en virtud de una lógica de intensificación, que es la intensificación de su propia conciencia que tiene el espíritu. Dejar una puerta cerrada sería no sólo cobardía sino una traición […] hecha a la postura de nuestra especie, que es inquisitiva, que tantea, que se proyecta hacia delante.»[3] El precio que pagamos por aprender más, por acercarnos más a la verdad, aunque se vaya haciendo evidente que detrás de la última puerta sólo aguarda la destrucción, es cada vez más elevado. Pero estoy enfatizando demasiado el reverso de la «dialéctica» de la modernidad. Volvamos al anverso. Al mismo tiempo, el mundo ha superado las guerras mundiales, ha sobrevivido también a una Guerra Fría que estuvo a punto de producir el apocalipsis nuclear en más de una ocasión y parece, como afirma en su último libro Steven Pinker (y demuestra con datos difíciles de rebatir)[4] que la violencia está declinando y que hay motivos para pensar que este avance sigue su proceso en las regiones más atrasadas, lo que permite que más personas vivan bajo sistemas democráticos, con más tolerancia y paz social. Todo esto también resulta inseparable del desarrollo de la modernidad y, con ella, de ciertos valores políticos y éticos que se forjaron durante la Ilustración. Dentro de estas tendencias generales, España vivió su transformación a lo largo del siglo XX quizá con más dilaciones y retrocesos que otros países de su entorno, pero también de manera imparable. Atravesó largos períodos de gobiernos totalitarios y escasos períodos de democracia, pero el flujo de las corrientes culturales internacionales, el desarrollo del comercio y la instauración de una economía avanzada fructificaron a partir de la Transición democrática, no sólo en la consolidación de un régimen democrático estable, sino también en una transformación económica que, pese a sus enormes desajustes, ha producido la homologación con los países vecinos.

Desde la perspectiva cultural, la idea de modernidad nos conduce a un planteamiento universal de estos grandes procesos de transformación. Pero algunos de sus rasgos más visibles adquirieron una fisonomía particular a través del contacto con legados históricos y tradiciones específicas. Los productos culturales, como nos han enseñado Eric Hobsbawm, Benedict Anderson, Edward Said o George Mosse, por citar sólo algunos nombres significativos, fueron esenciales en la «invención de tradiciones» y en la creación de las «comunidades imaginadas» desde la industrialización. La aparición de burgueses nostálgicos empeñados en encontrar las voces ancestrales que darían sentido a la nación moderna se topó con el desarrollo de los medios de comunicación, primero escrita (la prensa, la revista y los libros) y, progresivamente, también audiovisual. De este modo, los grupos sociales construyeron referentes compartidos, muchas veces vinculados a una lectura idealizada del pasado, del folclore y de las tradiciones, que encontraron un reflejo especial en las prácticas culturales y de distracción de la modernidad. Y esto alcanzó su cénit cuando se cruzaron además con las industrias mediáticas del siglo XX, como la radio, la prensa ilustrada y el cine. Los medios de comunicación se convirtieron en máquinas de creación de imaginarios y señas identitarias. La españolada, por ejemplo, surgió de este contexto y, en un primer momento, se definió como una síntesis cultural que marcó en gran medida la construcción de la imagen nacional española. Todos estos procesos se relacionan con lo que algunos críticos culturales, como Miriam Hansen, han denominado modernismo vernáculo. Dicho brevemente, se refieren con esta expresión al modo en que la modernidad fue adoptada por (y adaptada a) cada sociedad. La mezcla de la base cosmopolita de la modernidad con los rasgos locales se extiende así a todos los terrenos de la cultura, de las prácticas sociales y de la vida cotidiana[5].

La idea sobre la modernidad que guía este libro se opone, consecuentemente, a los planteamientos esencialistas que intentan explicar el cine desde remotas tradiciones culturales o desde las presuntas características específicas de un pueblo. Una antigua tesis nacionalista de inspiración romántica que, puesta al día, sigue vigente (e incluso diría que domina) en los estudios de historia del cine español actuales. Expresada de manera simple, la base del más interesante cine español se debería remitir a unas fuentes imperecederas, a «savias nutricias», «humus» y otras metáforas tan intemporales como atávicas, que se plasman en rasgos evocadores indistintamente del realismo de Velázquez, del humor negro, de los cartones para tapices de Goya o de la literatura picaresca y la mística de la edad de oro literaria. Pero ésta no es una idea nueva. Está latente desde las declaraciones que defendían el papel cultural y estético del cine mediante un nacionalismo trasnochado en la época primorriverista, se encuentra en el llamamiento a las Conversaciones de Salamanca («… lo nuevo debe ser llevar al cine lo que un Ribera y un Goya, lo que un Quevedo y un Mateo Alemán crearon en sus épocas. Y hacerlo nuevo respecto a los problemas de hoy, nuevos»)[6] y, como acabo de decir, sigue vigente en muchas obras académicas recientes. Este libro no comparte ese enfoque. El realismo, el humor negro o los motivos picarescos y la caricatura social no son exclusivos de la cultura española. Ni siquiera son dominantes en algunas de las películas más importantes del canon del cine español. Desde luego, sería bastante discutible pensar que los tres nombres más destacados mencionados al principio se han forjado con la sustancia de esa «savia nutricia» en mayor medida que con las corrientes internacionales de su tiempo que definen la auténtica dinámica de la modernidad.

La modernidad impone, por su propia naturaleza, una experiencia del tiempo, del espacio y de la cultura que se rige por la superación, mediante la síntesis, de barreras espaciales (naciones) y temporales (tradiciones). El cine es una de las mejores muestras de este proceso, y el cine español es un destilado, en cada momento histórico, de formas de distracción que se revelan como exitosas para el consumo del público, en las que se conjugan fórmulas locales con tendencias provenientes desde Hollywood, Joinville, Cinecittà, Babelsberg, o incluso Les Deux Magots o la sección propagandística de la Komintern. De este modo, la idea de modernismo vernáculo que acoge la tesis de este libro lo sitúa en una posición opuesta a las visiones esencialistas del cine español y, consecuentemente, el lector debe desechar que detrás de él exista el proyecto de construir una argumentación de cine nacional. La idea de lo español se desprenderá del análisis de soluciones estilísticas concretas en las tensiones que se derivan de la instalación de la modernidad: la fijación de la españolada en el momento en que el cine se asienta como el modo más popular de distracción en los años treinta, el modo peculiar de construir la propaganda nacional en el franquismo, la adaptación local de las tendencias del realismo y las formas autorales en los cincuenta, el trauma producido por el choque entre tradiciones e instalación de la modernidad en el desarrollismo, el problema de identidad y memoria del pasado en la época de la democracia. Debido a estas ideas que actúan como ejes de cada capítulo, la periodización propuesta por el índice produce necesariamente solapamientos, encabalgamientos temporales que se ajustan al desarrollo de mi argumentación. En resumidas cuentas, el proyecto de este libro consiste en analizar el modo en que la sociedad española ha construido imaginarios eficaces para reconocerse y compartir visiones sobre su realidad cotidiana, su pasado y sus expectativas de futuro a través del cine.

Hay muchos aspectos del cine español que, obviamente, han quedado fuera. Se trata de un libro que busca una síntesis de numerosos factores con el fin de construir una narrativa ajustada a su tesis. Para desarrollarla, he pensado en un lector no especializado en los debates académicos, pero que siente interés por el cine y la historia contemporánea de España. En mi aproximación he querido mantener el equilibrio entre la perspectiva general y una cierta proximidad analítica a las películas. La dinámica de escritura busca así un movimiento constante de arriba abajo, de lo general a lo concreto, de la idea a su ilustración en un ejemplo específico, plasmado a menudo en un concepto asociado a una captura fotográfica. Las imágenes de este texto son esenciales para desarrollar el comentario crítico, para establecer un correlato gráfico de mi argumentación. Unido a esto, debo añadir que, como docente de historia del cine español en mi país y también en universidades extranjeras, me he visto obligado habitualmente a explicar aspectos que para algunos de los lectores pueden resultar demasiado comunes. Pido a este tipo de lector disculpas anticipadas si le obligo a demorar por unas frases su lectura con una explicación sobre qué fueron, por ejemplo, la División Azul o el Plan Marshall. En la mayoría de los casos he buscado, de todos modos, simplificar este tipo de referencias.

El cine español fue marcado a fuego, hace más de medio siglo, por una idea defendida por Juan Antonio Bardem en las Conversaciones de Salamanca. No hay historiador del cine español que deje de hacer referencia a su famoso pentagrama: «El cine español es políticamente ineficaz, socialmente falso, intelectualmente ínfimo, estéticamente nulo e industrialmente raquítico». Este libro quiere proponer al lector que decida por sí mismo si este diagnóstico resulta adecuado. En cualquier caso, ya le confieso que, por mi parte, he asumido una posición distante, bien definida por alguien que acompañó a Bardem en la febril noche de trabajo que dio lugar a esa ponencia, Ricardo Muñoz Suay: «Conjuntamente con él la escribí [la intervención]. Eran notas que él iba a improvisar. Pero ya desde entonces me opuse a su tesis de políticamente ineficaz. Sigue pareciéndome ambigua, como la de socialmente no sé qué. Él hablaba desde dentro de la sociedad. Yo quería hablar desde fuera de la misma. El cine español siempre ha sido políticamente y socialmente apto para la sociedad española»[7].