8. El presente transformado (1992-2010)
8.1. El vano ayer
Carne trémula (1997) ofrece algo poco frecuente en la obra de Pedro Almodóvar: una obvia declaración política. Previo a los créditos, un cartel nos sitúa ante el momento de arranque del filme. Estamos en enero de 1970 y se ha declarado el estado de excepción[543]. Las palabras que nos informan de ello, escritas sobre fondo negro y tipografía de documento oficial, hablan de la limitación de derechos para los ciudadanos. Un intermitente relleno de tono anaranjado (el color que domina en cada detalle del diseño del filme: vestuario, pelucas, rotulación, etc.) enfatiza algunas de estas palabras (foto 8.1). Seguidamente, pasamos a las calles de Madrid. Están desiertas, apenas un operario aparece desmontando las iluminaciones de la Navidad, en este caso una gran estrella ya apagada (foto 8.2). De repente, unos gritos desgarradores nos conducirán a una pensión donde una mujer está a punto de dar a luz. Se trata de una prostituta, Isabel (Penélope Cruz), que sale precipitadamente hacia el hospital acompañada de la dueña de la pensión, la señora Centro (Pilar Bardem). En su busca desesperada de alguna ayuda, consiguen detener un solitario autobús en el que, finalmente, la joven acaba teniendo a la criatura. Durante el accidentado parto nos topamos de nuevo con un rasgo habitual del estilo de Almodóvar: la señora Centro debe cortar el cordón umbilical con sus propios dientes. Una escena en la que el exceso dramático acaba siendo tomado como un chocante gesto de humor. En cualquier caso, la acción nos quiere emplazar de una manera elocuente ante un país lúgubre, dominado por las densas sombras de la dictadura. Al final de la escena, la cámara sale al exterior del vehículo para que observemos la salida del autobús hacia el hospital. Queda de este modo ante la vista del espectador un graffiti sobre la pared: «Libertad. Abajo el estado de escepción [sic]» (fotos 8.3 y 8.4).
Contrastando de manera muy marcada con estas expresivas imágenes del comienzo, el final del filme nos devuelve a las mismas calles veintiséis años después. En esta ocasión, están repletas de luz, de gente que se afana haciendo sus compras de Navidad y con la pareja protagonista en un taxi dirigiéndose precipitadamente al hospital porque la mujer está a punto de tener un niño. A pesar de la coincidencia temática, la escena se construye como una inversión en muchos aspectos de la del principio. Víctor Plaza (Liberto Rabal), el personaje que nació en aquel autobús y que ahora está a punto de ser padre, se dirige al vientre de la parturienta y le dice al que será su hijo unas palabras tan significativas que casi sobran los comentarios: «Por suerte para ti, hijo mío, hace ya mucho tiempo que en España hemos perdido el miedo». Acompañando esta declaración, la inversión con respecto a la escena inicial se acentúa a través de diversos elementos de la puesta en escena: la estrella decorativa de la calle que estaba apagada al principio del filme aparece brillando mientras transcurren los créditos del final (foto 8.5), la luz predomina sobre las sombras en esta escena nocturna, el taxi ha sustituido al autobús, personajes integrados socialmente en proceso de construir una familia sustituyen, además, a los tipos marginales y lumpen del principio. Incluso los emplazamientos más enfáticos de la cámara trabajan en esta construcción de opuestos: los encuadres a la altura humana o dominantemente en contrapicado del principio del filme (foto 8.6) son sustituidos por una visión desde las alturas, una angulación cenital en picado (foto 8.7) al final.
Estos dos extremos muestran una clara voluntad de condensar en imágenes las transformaciones generales del país, ese salto hacia la modernidad que Almodóvar presenta además como una experiencia generacional. Ya comenté al final del capítulo anterior que no deja de lado algunas llamativas contradicciones en la descripción de ese proceso. Las Torres KIO de Madrid (oficialmente denominadas Puerta de Europa) en construcción, un símbolo del progreso durante el cambio de milenio, conviven a sus pies con las chabolas y casas precarias como la que habita Víctor al salir de la cárcel (fotos 8.8 y 8.9). Tampoco falta la mención a los Juegos Olímpicos de Barcelona de 1992 (en este caso Paralímpicos) en los que participa como estrella del baloncesto en silla de ruedas otro de los protagonistas (foto 8.10). De hecho, el desarrollo de la historia abarca en esos veintiséis años el período de la Transición política en España, ocupando cronológicamente desde la dictadura a la democracia. Todos estos apuntes del contexto sólo forman parte de un decorado, de una atmósfera que rodea a los personajes y que, en el mejor de los casos, sirve para enfatizar algún aspecto del material narrativo, una historia de pasiones y desamores con base folletinesca que Almodóvar trata con su personal estilo. En suma, esta declaración política que abre y cierra el filme no tiene un soporte evidente en el relato, más allá de los contrastes sociales y de modo de vida que tienen los distintos personajes. Por lo tanto, el prólogo y la moraleja final parten de otra necesidad a la hora de cubrir ese tiempo histórico. Almodóvar parece reclamar el cierre definitivo de un pasado ya superado[544], presentando la apoteosis de este presente de luces de neón y normalidad pública a la que llegan los personajes desde su inicial marginalidad. Definitivamente, se ha cerrado un proceso. La película afirma una visión de la historia reciente que, en cierto modo, se había generalizado después de veinte años de democracia. Carne trémula apunta directamente, por lo tanto, varios elementos característicos de la cultura española de los últimos años: en primer lugar, la gestión del pasado histórico en relación con la experiencia personal; en segundo lugar, los conflictos de la modernización, entendida ésta como un decorado que encubre una realidad menos complaciente de lo que se muestra; por último, la elaboración de una visión del presente que ha ido perdiendo progresivamente ese tono de celebración característico de los ochenta y principios de los noventa para ofrecer descripciones más problemáticas y complejas. Son estos elementos latentes en el cine español más reciente, al que además le ha tocado convivir, al menos desde 2002[545], con un acentuado período de crisis económica que parece cuestionar muchas de las características que habían definido las transformaciones de la modernidad.
El constante retorno del pasado, las incesantes relecturas de la Guerra Civil, la Transición o la sórdida vida bajo el franquismo están presentes casi sin solución de continuidad desde el cine de la estética de la represión hasta Balada triste de trompeta (Álex de la Iglesia, 2010). Incluso podríamos decir que se han reavivado desde finales de los años noventa, y no sólo en el cine, sino en muchísimas manifestaciones culturales y también de los medios de comunicación. La serie Cuéntame cómo pasó ha sido uno de los éxitos más sonados y longevos de la televisión en España. Desde su primera temporada en 2001 hasta la actualidad ha recorrido en el marco de la cadena pública TVE los años que van desde el final del franquismo hasta la movida de los ochenta, siguiendo los pasos de los Alcántara, una familia representante de una visión estereotipada de la clase media emergente con el desarrollismo en la que un amplio sector de la población española ha encontrado múltiples claves de reconocimiento. La serie refleja en el seno de los conflictos familiares una perspectiva intergeneracional, a la que se une por las estrategias de desarrollo del argumento la presencia de diferentes clases sociales, ideologías políticas o tipos urbanos y rurales que amplían el espectro de referentes para el público. Con un tono evocador de costumbres, usos, objetos e iconografías compartidas en cada contexto histórico, Cuéntame… sabe operar sobre esa dimensión nostálgica, memorística, del pasado reflejado como experiencia vital.
El uso de la memoria como visión dominante del pasado a partir de evocaciones singulares, ya sea en su faceta edulcorada o en sus aspectos más dramáticos potenciados por los mass media, también se plasma con revivals de todo tipo producidos por las industrias culturales. En 1994 apareció el libro de Andrés Sopeña titulado El florido pensil[546], en el que se describían, con un tono irónico y a la vez nostálgico, algunos lugares comunes sobre la educación infantil durante el franquismo. Este libro llegó a conocer posteriormente una adaptación tanto cinematográfica (Juan José Porto, 2002) como teatral. Al mismo tiempo, en 1997 tuvo considerable éxito el relanzamiento de la Enciclopedia Álvarez (la primera edición se publicó en 1954), un material recurrente en la educación de aquellas generaciones formadas bajo el franquismo. Los libros de recetas de la Sección Femenina y otros memorabilia conocieron su apogeo también en estos momentos de finales del milenio. Pero, más allá de los productos de consumo masivo, desde el ámbito de la producción literaria el tema de la Guerra Civil o la vida durante el franquismo han generado montañas de páginas en los últimos veinte años. Autores como Antonio Muñoz Molina, Eduardo Mendoza, Manuel Rivas, Dulce Chacón o Ignacio Martínez de Pisón, por citar sólo unos pocos entre los más conocidos, han publicado novelas o libros de investigación de relativo éxito sobre la guerra y el franquismo. Mendoza ganó el Premio Planeta ya en el año 2010 con su novela Riña de gatos, centrada en los días previos al levantamiento de los militares contra el Gobierno de la República. La tendencia, por lo tanto, no parece haberse agotado a pesar de que ya se noten algunos síntomas. De hecho, el escritor Isaac Rosa escribió en 2007 una deconstrucción de una novela suya anterior sobre el manido tema bajo el significativo título de ¡Otra maldita novela sobre la Guerra Civil!
En muchos casos no nos encontramos, como vimos en el capítulo anterior con las exploraciones memorísticas de Basilio Martín Patino o Manuel Vázquez Montalbán, ante una generación que funde memoria personal con análisis de costumbres o iconos de la cultura popular. Muchos de estos libros o producciones audiovisuales han sido escritos y realizados por gente que no conoció la Guerra Civil y ni siquiera en algunos casos el franquismo, o al menos eran demasiado jóvenes para entender los acontecimientos descritos en sus libros muchos años más tarde. Nos encontramos ante la generación que Santos Juliá denomina los «nietos de la guerra», que de nuevo nos conduce a una lectura familiar de la sociedad española. Se trataría, en el fondo, de algo más que una reminiscencia del pasado bajo la dictadura. En realidad, gran parte de esta producción reivindicativa o evocadora de la memoria apunta hacia otro tema: la relectura crítica de la Transición a la democracia desde una actitud totalmente opuesta a la que se desprende de Carne trémula. Nos hallamos, en suma, ante una idea extendida tanto entre determinadas organizaciones civiles como en púlpitos académicos según la cual los vencedores de la Guerra Civil habrían ganado también la Transición[547], consiguiendo un pacto de olvido aceptado por todos. O, por establecer una variante de esta lectura, que la reconciliación se habría producido entre las élites políticas, pero no «entre el pueblo español en general»[548]. Implícitos reconocimientos de estos hechos se podrían reconocer en palabras como las que publicó en 2001 Felipe González en el contexto de las iniciativas emprendidas en Chile y Argentina para hacer un juicio público de sus dictaduras a través de las «comisiones de la verdad»:
Lo que nos iguala como demócratas es la búsqueda de un nosotros que se rompió violentamente un día, que nos dividió entre vencedores y vencidos, buenos y malos. Ese nosotros que nace del reconocimiento de la diferencia y fundamenta el pluralismo. Por eso, la medida del éxito de unos u otros, en el proceso de construcción de una democracia sólida, es más compleja, más sutil que la grosera aproximación de esos conversos, de esos fundamentalistas que sacan pecho de lata para dar lecciones a los demás sin haber aprendido ninguna. Nosotros, los españoles, de acuerdo con los límites que creíamos tener, quisimos superar el pasado sin remover los viejos rescoldos, bajo los cuales seguía habiendo fuego. Enfrentamos así los grandes desafíos que habían lastrado nuestra convivencia durante siglo y medio[549].
En cualquier caso, según estos planteamientos, en los últimos años, gracias a la incesante labor de zapa de la reivindicación de la memoria, las carencias derivadas de la Transición estarían siendo desenmascaradas y corregidas. Como afirma Santos Juliá: «Al rehabilitar a sus abuelos, asesinados y enterrados en fosas comunes, [los nietos de la guerra] arrojan una sospecha sobre la generación de sus padres, a la que acusan de haber optado por la amnesia y la desmemoria antes de enfrentarse abiertamente a su pasado»[550]. Determinados productos cinematográficos o televisivos reivindicarían su ubicación en esta línea. A menudo han resultado eficaces divulgadores de algunos temas pendientes, como las fosas donde están enterradas numerosas víctimas de la represión franquista (Las fosas del silencio, Ricard Belis y Montse Armengou, 2003) o los niños arrebatados a sus madres en las prisiones de la posguerra (Els nens perduts del franquisme, Montse Armengou y Ricard Belis, 2002)[551]. La plasmación pública más sorprendente de este conflicto trasladada a los medios sería la «guerra de esquelas» (2006-2007) aparecida en el contexto de la discusión sobre la Ley de la Memoria Histórica puesta en marcha por el Gobierno socialista, cuya elaboración comenzó en 2004 y que fue finalmente aprobada en 2007.
Pero esta suposición contradice lo realmente ocurrido durante la Transición, como hemos visto en el capítulo anterior. Al menos en lo que tiene que ver con el supuesto olvido del pasado pactado durante esos años. Más bien al contrario, la reflexión sobre la Guerra Civil y el franquismo ocupó una significativa parte de la producción cultural durante los años setenta y ochenta, aparte de la investigación de los historiadores. Ocasionalmente, alcanzó a públicos masivos y no sólo a través de las películas del período, sino incluso de colecciones de publicaciones divulgativas, libros de memorias, fascículos, así como abundantes y reveladores artículos en revistas generalistas (incluyendo, cómo no, Interviú) o especializadas en la difusión histórica. Ya en 1976, Juan Benet veía con pesimismo que los enfrentamientos sobre la Guerra Civil serían difíciles de superar:
Todo ello no sería lo más alarmante si 1976 viniera a ser el año del borrón y cuenta nueva, del perdón oficial y la reparación de esa incalculable injusticia histórica; lo más flagrante es la constatación de que política y socialmente esos cuarenta años han pasado en balde, tanto para unos como para otros; que los dos bandos que contendieron en 1936 siguen en sus mismas posiciones, ocupando las mismas trincheras y dispuestos a atestar […] los mismos golpes de antaño, que ni unos ni otros han engendrado ideas nuevas, a tenor de los tiempos, ni han sabido mirar en derredor suyo para tomar una lección que, por sí mismos, no pueden aprender. Tal es la España de hoy: las mismas reliquias de 1936 alimentadas por el mismo furor[552].
Afortunadamente, el negro pronóstico del novelista fue superado por los hechos y el drama no se repitió. En parte, porque con la guerra y el franquismo no se hizo «borrón y cuenta nueva», sino que fueron pensados intensamente desde esos años por los vencedores, los vencidos, los exiliados, los resistentes silenciosos, los presos, los extranjeros que vinieron a España, incluso los turistas. Como afirma otro importante escritor, Javier Cercas, «si los políticos de la Transición pudieron cumplir el pacto que ésta implicaba, renunciando a usar el pasado en el combate político, no fue porque se hubieran olvidado de él, sino porque lo recordaban muy bien: porque lo recordaban y porque decidieron que era indigno y abyecto ajustar cuentas con el pasado para tener razón a riesgo de mutilar el futuro»[553]. Y esto se intensificó durante la propia Transición, aunque para algunos historiadores todavía queda un trabajo pendiente de confrontación de estas múltiples visiones, de estas memorias divergentes[554]. Quizá, finalmente, estas posiciones confrontadas tiendan a enfocarse recientemente desde un punto de vista más poliédrico y complejo. Un libro como Anatomía de un instante de Javier Cercas (2009) es un buen ejemplo de la abundancia de estratos que se pueden observar a partir de un acontecimiento del pasado (en este caso, el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981), respetando la multiplicidad de visiones para extraer conclusiones ejemplares socialmente.
En cualquier caso, en el ámbito que nos ocupa, el cine español de los últimos veinte años ha asumido de manera bastante generalizada la visión más simplista de estas polémicas y no ha dejado de aprovecharse de ellas, a veces incluso con oportunismo. Buscando a menudo el aval de obras literarias de cierto éxito, un grupo abundante de películas ha apoyado estas recreaciones de la guerra civil y del franquismo a través de planteamientos habitualmente esquemáticos en los que se establece un diáfano enfrentamiento entre el bien (personajes intachables, con la rotunda e incontestable consistencia moral de las víctimas) y sobre todo el mal, casi siempre representado por caricaturas de militares y falangistas sádicos con bigotito, así como de curas perversos. Este planteamiento narrativo suele ser acompañado de una puesta en escena académica y un diseño de la producción[555] meticuloso en los detalles, recreando el pasado con el tono de los heritage films. Son representativas de esta línea películas como Libertarias (Vicente Aranda, 1996); La lengua de las mariposas (José Luis Cuerda, 1999), que se apoya a su vez en un texto de Manuel Rivas; Soldados de Salamina (David Trueba, 2003), basada en la exitosa novela de Javier Cercas; Tiovivo c. 1950 (José Luis Garci, 2004); Las trece rosas (Emilio Martínez-Lázaro, 2007); Los girasoles ciegos (José Luis Cuerda, 2008), basada en una colección de historias de Alberto Méndez, entre muchas otras. Quizás el rasgo que más las condiciona, como señala Vicente Sánchez-Biosca es que, en lugar de intentar articular el pasado como problema histórico o incluso como estrategia de recuperación de la memoria, estos filmes se someten a las necesidades y visiones del presente. En relación con Libertarias, por ejemplo, concluye:
[No] se trata de que los referentes tengan algo de verídico, sino de que los instrumentos del presente se imponen como anacronismos de manera tan escandalosa que ahogan la mínima emergencia, no ya de los acontecimientos, sino incluso de su misma condición de pasado. El foco de visión nace del protagonismo actual de la mujer; son mujeres de hoy en día, aunque embozadas en vestidos de antaño, como en una película de trajes […]. [Nos] hallamos de pleno en el dominio del diseño, en el que las formas de una posmodernidad que se quiere ahistórica pueden […] verterse sobre el pasado y saquearlo dejando de él tan sólo el espejismo de lo que hoy nos atrae[556].
La película fundamental de este género por su éxito de público y su amplia repercusión internacional —aparte de Tierra y libertad (Land and Freedom, Ken Loach, 1995)—, ha sido El laberinto del fauno (Guillermo del Toro, 2006). En parte, sigue el esquematismo convencional dominante en los anteriores filmes con un contraste entre intachables y abnegados maquis frente a sádicos militares franquistas. Pero este planteamiento se desdibuja y complica al adquirir también el tono de un cuento maravilloso. La irrupción de lo fantástico a la hora de tratar la experiencia del pasado no es ajena en absoluto al cine español. Ya lo hemos encontrado en El espíritu de la colmena, o en algunos detalles de las películas de Saura de los años setenta. Espectros, fantasmas y monstruos han resultado funcionales tradicionalmente para hablar de la historia y de la memoria como trauma[557]. El laberinto del fauno se focaliza principalmente en la visión de una niña a través de la cual el espectador se aproxima a una historia ubicada en 1944, cuando los maquis combaten en remotos parajes de montaña al Ejército y la Guardia Civil. A un aislado reducto militar dirigido por el cruel capitán Vidal (Sergi López) llega su esposa (Ariadna Gil), a punto de dar a luz, y su hija Ofelia (Ivana Baquero), por la que el capitán no siente ningún afecto. La película se estructura como un flashback que parte de un primer plano de la niña agonizante (foto 8.11), mientras una voice over comienza a contarnos la historia de una princesa con el habitual registro de los cuentos de hadas. Imitando a Hitchcock, la cámara penetra en el ojo de la niña para conducir al espectador a un espacio de decoración fantástica, con zigurats y altas torres fundidas con una consistencia mineral (foto 8.12). Brevemente puede percibirse la figura de una niña recorriendo ese lugar, pero la cámara lo abandona para devolvernos a otro espacio, mimético con la realidad, en el que se observan las ruinas de una población destruida por la guerra (foto 8.13). De nuevo, dos espacios contrastados, el correspondiente al universo de lo maravilloso y el plano de la ficción mimética a través de un elemento conector que es la niña narradora. En su recorrido por ese mundo maravilloso, se encontrará, siguiendo el esquema proppiano, con figuras ayudantes y oponentes, también con una imaginería fantástica (fotos 8.14 y 8.15) y una serie de pruebas que deben ser superadas. Por otro lado, en el plano de la ficción convencional, los enfrentamientos entre los maquis y el capitán franquista marcan una aproximación a los hechos basada en las convenciones habituales de este cine sobre el pasado que domina en los últimos años. El final nos devolverá al punto de partida, con la niña muriendo por un disparo de Vidal y la capacidad de trascender ese sórdido mundo de la historia con la ensoñación de un cuento maravilloso (fotos 8.16 y 8.17), un registro paralelo al de la realidad definido con iconografía entre Tolkien y Disney. Podemos observar así cómo el pastiche de géneros diversos, el oportunista reciclaje de temas de moda y el ajuste a las convenciones de la puesta en escena pueden dar lugar a un distraído y eficaz filme, pero en la medida en que se relaciona con un contexto de vindicación de la memoria, también vemos cómo puede convertirlo en un simple cuento de hadas buenas y ogros malvados. En otras palabras, donde Víctor Erice supo crear a través de lo fantástico una pervivencia traumática y compleja del pasado en el presente, Del Toro volcó sobre el pasado las convenciones del presente siguiendo la esquemática pauta de los cuentos maravillosos.
Las constantes vueltas al pasado del cine de los últimos veinte años no se centran exclusivamente en historias dramáticas de la Guerra Civil o la inmediata posguerra. Además, probablemente siguiendo el éxito de Cuéntame…, recrean las transformaciones en usos y costumbres, o la abundante iconografía de la cultura popular durante el tardofranquismo en películas que pretenden que los espectadores reconozcan claves visuales o comportamientos estereotipados que les resultan familiares. Muchas de estas películas comparten un planteamiento genérico de comedia cercano a las que fueron tan populares durante los años ochenta, mezclando diseño, contenida osadía y cierto tono despreocupado. Sin embargo, suelen acabar derivando hacia (melo)dramas enfáticos y en ocasiones angustiosos. La evocación de los sesenta y setenta estaba presente, por ejemplo, en El amor perjudica seriamente la salud (Manuel Gómez Pereira, 1996), trazando un itinerario desde la visita de The Beatles a España en 1965 hasta la España socialista en un tono de comedia agridulce. La convención de echar mano de la cultura televisiva de esos años para la construcción de la trama era fundamental, al igual que lo hacía desde el exceso tremendista Muertos de risa (Álex de la Iglesia, 1999). Por tomar una muestra representativa de un segmento de este género, particularmente interesantes resultan las películas que apelan específicamente a las pasiones cinéfilas como constructoras de memoria. En Torremolinos 73 (Pablo Berger, 2003), la historia de un cineasta amateur que acaba haciendo cine porno en súper 8 (aunque en realidad quiere emular a Ingmar Bergman) sirve para someter a revisión las fantasías del desarrollismo (foto 8.18)[558]. En ella abunda de nuevo la iconografía televisiva recuperada de esos años (foto 8.19), las referencias a El último tango en París, el inicio del destape o la banda sonora con las canciones habituales del período. Como ocurría con las películas de la Guerra Civil, gran parte de esta evocación del pasado está mediatizada por las referencias del presente, no sólo de valores o de la manera de definir las relaciones entre los personajes, sino incluso refiriendo al espectador a un casting de actualidad compuesto en parte por figuras habituales de series televisivas que desarrollan en los filmes papeles semejantes a los que les han hecho famosos[559]. En la misma línea está Los años desnudos (Dunia Ayaso y Félix Sabroso, 2008), una película que recorre la eclosión del cine calificado «S» en los setenta, con algún apunte del contexto histórico dejado caer en el decorado (foto 8.20). La película no deja de lado, en su vertiente más melodramática, la devastación producida por las drogas o el sida en aquella generación de actrices. Otra película comparable es Obra maestra (David Trueba, 2000), sobre dos perturbados cineastas aficionados empeñados en hacer a toda costa una película en súper 8 con una estrella del cine venida a menos. Aunque el arranque parezca prometer una comedia, la película toma inmediatamente la dirección de un desasosegante drama en el que, en parte, se repite el conflicto entre un mundo maravilloso (creado en la imaginación de los cineastas) y otro sórdido (fotos 8.21 y 8.22), que se corresponde a la realidad en la que no pueden encajar. Todos estos filmes suponen revisiones peculiares del pasado, en este caso mediatizadas por la cinefilia, en las que el espectador encuentra abundantes reclamos para reconstruir una época y, probablemente, reconocer algunas experiencias; aunque, una vez más, las ideas, las características de los personajes y las visiones del mundo que reflejan trasplantan en una atmósfera extraída del pasado los problemas de las incertidumbres y la vocación de pastiche del tiempo actual. El pasado es recuperable para esta generación, por lo tanto, no ya a través de la memoria individual, sino de los iconos televisivos o cinematográficos compartidos, como en una tertulia de sobremesa de viejos amigos.
Quizás el epítome de estos procesos de revisión memorística sea Balada triste de trompeta, absoluto resumen, rebasamiento y pastiche de todos los elementos de reconstrucción del pasado. La película se elabora a partir de referentes políticos y sociales que van desde la Guerra Civil a la construcción del Valle de los Caídos en los años cincuenta o el asesinato del almirante Carrero Blanco por parte de ETA en 1973. Por otro lado, recurre a algunos de los iconos más manidos de las industrias culturales y de los medios de comunicación de todos esos años, mezclándolos con los anteriores. De este modo, recorre un tremendo arco histórico con actitud enciclopédica, asentada sobre una auténtica avalancha de referentes visuales de la cultura de masas. Estos referentes aparecen fusionados indiscriminadamente, sin aparente coherencia cronológica e incluso conceptual en los sintomáticos títulos de crédito (fotos 8.23 a 8.26). En esta historia de excesos, en la que componentes heterogéneos, incluso contrapuestos, aparecen nivelados como parte de la misma pesadilla (el payaso psicópata protagonista le pregunta a los etarras que acaban de asesinar a Carrero: «¿Vosotros de qué circo sois?»), vuelven a emerger los monstruos para definir el pasado como trauma (foto 8.27), aunque en este caso moldeados con el mundo de los freaks del circo, las pasiones trastornadas y trágicas, la consistencia unificadora del diseño y la referencia cinematográfica —como Raphael cantando «Balada triste de trompeta» en Sin un adiós (Vicente Escrivá, 1970)— de la que depende el desenlace del filme. En una vuelta a la tradición del tremendismo (más que del esperpento, que puede haber sido la inspiración del director), en este caso acentuando más la vertiente grotesca que la realista, se define un final de trayecto sobre el pasado en el que la memoria, arrasada por el pastiche, deviene en delirio.
8.2. Documentando el presente
El otro ámbito temático más significativo del cine español desde los noventa se relaciona también, en parte, con un tipo de elaboración temporal. Pero en este caso no se trata de acudir a la reflexión sobre la memoria o la historia con las prevenciones de nuestro tiempo. Más bien se trata de lo contrario. Ofrece la observación detenida del presente, de las condiciones de esta modernidad definitivamente instalada, de las nuevas costumbres, de las peculiares formas de relación contemporáneas con las personas y las cosas. A través de esa observación, pretende revelar cómo surgen fracturas, emergencias espontáneas del pasado o predicciones del futuro, incertidumbres del mundo en que vivimos y, finalmente, el desconcierto que producen todos estos elementos combinados. También se trata de películas que a menudo reflexionan sobre las propias posibilidades de la creación cinematográfica, en un momento en el que las nuevas tecnologías, electrónicas primero y digitales después, han alterado definitivamente el papel del cine como modo privilegiado de entretenimiento, de conocimiento de la realidad o de acceso a experiencias durante el siglo XX.
En cierto modo, este tipo de cine del siglo XXI parece que apela a algo que no permiten los otros medios audiovisuales y las tecnologías del presente: el detenimiento en el incesante flujo imaginario, la duración de la mirada del espectador sobre las imágenes que se le ofrecen… opciones estilísticas que van a contracorriente de las generalizadas en los medios dominantes hoy en día[560]. Y podemos reconocerlas en una de las vertientes más estimulantes del cine español de los últimos años: el documental. Definido por infinidad de opciones estéticas o metodológicas, que van desde la experimentación formal hasta la inspiración en el trabajo de la antropología o la etnografía, algunos de los más interesantes documentales creativos de los últimos veinte años permiten que el espectador se enfrente, no ya a la división entre dos tiempos y dos espacios heterogéneos como en las películas vistas en el bloque anterior, sino a la dilación en un tiempo presente que, observado con atención, revela la dimensión más profunda y conflictiva de las transformaciones de la modernidad, así como de la experiencia artística.
Este tipo de cine comenzó a cobrar relevancia a partir de los años noventa, con películas orientadas hacia la reflexión sobre la propia naturaleza del medio. En cierto modo, buscaban vindicar su capacidad de contar historias o de representar la realidad en unos tiempos en los que los dispositivos electrónicos (el vídeo y la televisión) ya habían desplazado al cine como proveedor dominante de entretenimiento y de iconos para las masas. En Innisfree (1990), José Luis Guerín ofrecía una visión sobre las huellas fantasmales del cine como una forma cultural casi desaparecida. Adoptaba incluso una actitud semejante a la del arqueólogo ante vestigios remotos. La película recorría los lugares de rodaje de El hombre tranquilo (The Quiet Man, 1952), la clásica obra de John Ford. Las huellas y las pervivencias espectrales que de aquella película pudieran quedar en las localizaciones donde se filmó eran dejadas, en parte, a la imaginación del espectador. Poco después, en El sol del membrillo (1992), Víctor Erice reflexionaba de nuevo sobre la fugacidad del presente y la imposibilidad de aprehenderlo observando los infructuosos esfuerzos por captar la apariencia exacta en un momento dado del fruto de un membrillo por parte del pintor hiperrealista Antonio López. La duración de las escenas centradas en los gestos cotidianos, el detenimiento observando esa imposibilidad de trasladar el paso del tiempo a la representación artística, no pretendía, ni mucho menos, levantar la crónica de un fracaso artístico, sino más bien lo contrario. Se trataba de rehabilitar tanto el valor del acto creativo como el contemplativo por sí mismos[561]. Las obras de Guerín y de Erice mantienen una correspondencia[562] que permite pensar nuevas posibilidades creativas del cine.
En construcción (José Luis Guerín, 2001) es quizás uno de los ejemplos más destacados de esta tendencia. La película exploraba los cambios producidos en los últimos años en un sector del barrio del Raval de Barcelona. Se trataba todavía en ese momento de una zona de extracción popular, donde dominaba la inmigración, la clase trabajadora y también marginados sociales que sobrevivían con pequeños trapicheos de droga y prostitución. Guerín acudía a una pareja directamente extraída de este ambiente para focalizar una parte importante de su historia y sobre todo para cerrarla, reflejando el imparable proceso que les destinaba a quedar fuera de una sociedad en rápida transformación. Las clases medias comenzaban a asentarse en la zona y los desvencijados edificios iban siendo derribados para construir pisos nuevos y más caros. Constantemente, el filme plantea contrastes y comparaciones entre el pasado y el presente (fotos 8.28 a 8.31). La superposición de estos diferentes estratos visuales genera impresiones fantasmagóricas e incluso siniestras, teniendo en cuenta que además desvelan a menudo imágenes de muerte[563]. El verdadero centro de atención de la película es la construcción de una de estas nuevas edificaciones, que penetra en el barrio como una avanzadilla del futuro que le espera. En un momento del filme, las obras de excavación para la cimentación sacan a la luz un antiguo enterramiento. Los arqueólogos se dedican a sacar los restos humanos sistemáticamente mientras los habitantes del barrio los contemplan curiosos y comentan los hallazgos (fotos 8.32 y 8.33). Además de la pareja protagonista, una serie de personajes del barrio o trabajadores de la propia construcción van cobrando un fugaz relieve en el filme, permitiendo que surjan microhistorias como la del interés de un encofrador por una joven vecina de una de las fincas (fotos 8.34 y 8.35). Son personajes que aparecen de repente y abandonan el filme como parte de su mismo proceso, en el que el tiempo va estableciendo sus diferentes ciclos transformadores: el curso de la naturaleza en el paso de las estaciones, el curso de la historia en el proceso de demolición y construcción desde los vestigios de una cultura anterior. Una cultura que también era cinematográfica, como muestra esa visión fugaz en una televisión del barrio de otra fundamental película sobre construcciones y ruinas: Tierra de faraones (Land of the Pharaohs, Howard Hawks, 1955) (foto 8.36). De este modo, podemos comprender que los personajes que conforman el paisaje urbano siguen su curso, dejan brevemente su brumosa huella y completan un ciclo que la película sólo pretende contemplar. Al igual que ocurre con los espacios y las ciudades, el paso del tiempo actúa de manera devastadora sobre los ideales de cambio social y vital de las personas. Eso parece relatar otro importante documental contemporáneo al anterior: Veinte años no es nada (Joaquim Jordà, 2004). En su filme, Jordà vuelve a reencontrarse con los obreros de una fábrica sobre los que hizo una película a principios de los 80. Los sueños de transformación del mundo y los proyectos de vida de aquellos jóvenes han sido finalmente sometidos, con una visión tan lúcida como fatalista, por el inexorable devenir del tiempo. Quizá perviva únicamente, como dice el tango, un dulce recuerdo al que aferrarse. Sobre él orbita la película, evitando, sin embargo, caer en la nostalgia.
En una línea semejante, hay una generación de documentalistas y autores de film ensayo cuyos proyectos surgen de iniciativas independientes, a menudo contando con el apoyo de administraciones culturales o educativas. Entre los más destacados se encuentran, por ejemplo, el máster en documental de creación de la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona o el máster de documental de la Universitat Autònoma de Barcelona. Ambos han creado escuela en esta línea y permitido incorporar entre sus docentes tanto a algunos de estos cineastas como a prestigiosas figuras internacionales. Ha sido también esencial el apoyo de las televisiones públicas, sobre todo de las cadenas autonómicas (como la catalana TV3), que han permitido la puesta en marcha de muchos de estos proyectos, anticipando los derechos de emisión. Este cine que se mueve en los márgenes de la industria y de los grandes circuitos ha alcanzado, sin embargo, un notable éxito entre los críticos y varios premios en festivales internacionales. En esta línea de documental de creación se sitúa la obra de otros cineastas, como Isaki Lacuesta (Cravan vs. Cravan, 2002) o Mercedes Álvarez (El cielo gira, 2004).
8.3. Un marco transnacional para la industria del cine
La industria del cine español ha conocido un profundo cambio desde los proyectos de Pilar Miró. Los problemas vistos en el capítulo anterior en relación con la promoción de la figura del director productor intentaron ser corregidos por Jorge Semprún y posteriormente, con la llegada de los Gobiernos conservadores del PP, aparecieron nuevas estrategias de organización de la industria. Sin embargo, y dicho brevemente, el cine español ha seguido dependiendo para su supervivencia de las ayudas públicas a la producción, del apoyo de las televisiones, de las cuotas de pantalla y del papel de los Gobiernos en su promoción fuera de nuestras fronteras.
Durante los noventa, dos procesos reconfiguraron la industria audiovisual y fueron determinantes en el desarrollo del cine español. Por un lado, la aparición de las nuevas televisiones. Una vez consolidadas, su intervención en la financiación de los proyectos cinematográficos fue cada vez más importante, como ya comenté, sobre todo a través de los anticipos por derechos de emisión. Por otro lado, la reestructuración de las industrias culturales y del entretenimiento a través de la integración, fusión o absorción de empresas, creando auténticos conglomerados mediáticos, financieros y de las telecomunicaciones, que han agrupado bajo los mismos intereses a distintos campos del sector y que han traído una nueva manera de entender el negocio audiovisual en todo el mundo, comenzando por Estados Unidos y extendiéndose casi inmediatamente a Europa[564]. Además, la nueva configuración industrial ha venido acompañada de los cambios tecnológicos producidos por los medios digitales e informáticos, que han definido un panorama que ya poco tiene que ver con el de los años ochenta. Un panorama, por cierto, que cambia de manera vertiginosa. En España, estos procesos comenzaron a tomar forma a lo largo de los noventa y estuvieron relacionados con las políticas de privatización de los Gobiernos finales de Felipe González y los del conservador José María Aznar. Afectaron al reparto de canales de televisión, licencias de radio, redes de telefonía, dieron apoyo más o menos explícito a determinados grupos informativos e incluso abrieron paso a las estrategias inversoras de la banca en estas empresas. La imbricación de estos conglomerados con la lucha política quedó muy marcada a lo largo de todo este proceso[565]. Además de todo esto, la televisión fue adquiriendo un papel más relevante, hasta el punto que ella es la que puede explicar el funcionamiento industrial del cine español desde mediados de los noventa[566].
Por centrarnos en un caso bastante sintomático, me ocuparé brevemente de uno de los grupos más representativos de los noventa: PRISA. Sobre los pilares de El País, la Cadena SER, Canal Plus, su ampliación digital de canales de televisión de pago y, posteriormente, la cadena de televisión en abierto Cuatro, PRISA consolidó una estructura de producción de contenidos informativos, culturales y audiovisuales que la convirtió en un referente esencial de la sociedad española. En la segunda mitad de la década aumentó además su ámbito de influencia con la adquisición del grupo editorial Santillana (que incluía entre otras las editoriales Alfaguara, Aguilar o Taurus) y de otras editoriales menores. En el ámbito del cine, consolidó una estructura de integración vertical de los tres sectores de la industria mediante acuerdos con algunas multinacionales como Warner. La marca del grupo PRISA dedicada al negocio cinematográfico se denominaba Sogecable y se dividió en tres ramas. La dedicada a la producción (Sogecine) invirtió, según sus memorias económicas, 219 millones de euros en la producción de películas desde 1990 hasta 2002. En el año 2000, por ejemplo, su inversión total supuso una sexta parte de todo el dinero dedicado a la producción cinematográfica en España. Por otro lado, en el mismo grupo se encontraba la empresa de distribución Warner Sogefilms, dedicada a la adquisición, gestión y comercialización de derechos audiovisuales en cine, televisión y vídeo. En el ámbito cinematográfico era en el año 2000 la tercera en recaudación de películas. Por último, el sector de exhibición estaba cubierto por Warner Lusomundo Sogecable. El año 2004 acaparó el 27% de los ingresos por taquilla en España.
Parte de ese éxito del año 2004 se debió a Mar adentro, de Alejandro Amenábar, que además consiguió el Oscar de Hollywood a la mejor película de habla no inglesa. En el reparto utilizó a la gran estrella masculina actual del cine español, Javier Bardem, y a un elenco de actrices populares por sus apariciones en series de televisión, como Belén Rueda (Médico de familia, Periodistas, Los Serrano) o Lola Dueñas (Policías). Sinergias entre cine y televisión que se extendieron a otros niveles de promoción del filme como la prensa, las revistas de cine, del corazón, o diferentes programas de televisión. No hay duda de que su éxito en España se relacionó tanto con la promoción llevada a cabo por todos los medios de comunicación dependientes del grupo PRISA como, paradójicamente, por la campaña en contra de los medios conservadores y católicos por la defensa de la eutanasia que se desprendía de la historia. El estilo del filme optaba por una factura académica plegada a las convenciones del melodrama en la interpretación de los actores, el ritmo narrativo, la puesta en escena e incluso en la música sentimental. Sin embargo, este planteamiento tan conservador del estilo cinematográfico se compensaba con escenas sorprendentes por el virtuosismo tecnológico de unos efectos especiales particularmente espectaculares. Los vuelos de la cámara por las montañas gallegas hasta llegar al mar recordaban un espectáculo de cine Imax o un sofisticado videojuego de aviación. Hábilmente combinados con el avance dramático de la trama y su conclusión, generaban el contrapeso formal a la previsible representación de la historia, dándole a ésta una pátina de modernidad tecnológica. En otras palabras, esos planos de efectos especiales espectaculares en una película que, por otro lado, busca en su despliegue dramático cierta sobriedad dentro de las convenciones del melodrama son un síntoma de algo que parece definir el estilo cinematográfico de nuestros tiempos: la necesidad de recurrir a los impactos, a los momentos de particular intensidad que hagan que el espectador sienta que está viviendo una experiencia singular en la que su percepción es llevada a un límite. De la emotividad más convencional a la montaña rusa de imágenes, el espectador es transportado por estímulos intensos que definen nuevos territorios de atracción visual vinculada a la tecnología. Junto con esta atracción, es relevante el concepto de inmersión de la mirada que nos conduce a una ilustración en las nuevas tecnologías, salvando las distancias, de fenómenos presentes desde el cine de los primeros tiempos[567]. El reciente desarrollo del cine en tres dimensiones tiene que ver también con estos procesos. Lógicamente, este uso de la tecnología busca hacer del espectáculo cinematográfico algo especial para un espectador continuamente rodeado en su vida cotidiana de pantallas de ordenador, televisiones o dispositivos móviles todavía limitados para llegar a esos niveles de sofisticación.
Pero la supervivencia de la industria cinematográfica española desde los noventa ha dependido, en realidad, de fenómenos de público puntuales como Amenábar o Almodóvar y también de los éxitos de algunos productores como Enrique Cerezo o Andrés Vicente Gómez, que han diversificado sus apuestas en una gama que va desde las películas que persiguen algún prestigio cultural hasta las que buscan inmediatos réditos comerciales. De este modo, Andrés Vicente Gómez, desde su compañía Lola Films, impulsó algunas propuestas que mezclaban ambos aspectos, como El embrujo de Shanghái (Fernando Trueba, 2002, basada en una novela de Juan Marsé), Son de mar (Bigas Luna, 2001, a partir de la obra de Manuel Vicent) o la ya mencionada Soldados de Salamina. Pero, al mismo tiempo, está detrás, junto con Santiago Segura, de la aparición de la saga de películas más popular del cine español de todos los tiempos: la protagonizada por el policía Torrente. El personaje se quiere construir como parodia no sólo de referentes cinematográficos, sino también de muchos de los valores y principios que definen la sociedad española actual, definitivamente asentada en la modernidad. Su aparición en Torrente, el brazo tonto de la ley (Santiago Segura, 1998) demostró que no había límites que no pudiera superar en su capacidad de remover los tópicos de nuestro tiempo. Su obsesión por crear un personaje extremadamente negativo a través del humor grotesco permite revelar muchos de los fantasmas que perviven en la sociedad española. Aunque la base de su construcción como personaje se rija por la caricatura de un antihéroe zafio, fascista, machista y racista, Torrente ofrece un juego carnavalesco y a menudo transgresor de iconos representativos de la cultura popular y de la sociedad española, que aparecen en los filmes en incesantes cameos. Y el público parece encantado de ver a sus iconos, sus valores y referentes consumidos cotidianamente en la televisión o en las revistas ilustradas, sometidos al espejo deformante de un proclamado bufón. Como decía, no hay extremo que no pueda ser rebasado por el personaje creado por Santiago Segura. El arranque de Torrente 3: el protector (Santiago Segura, 2005) nos da una muestra de su nihilismo. Unos terroristas de aspecto árabe secuestran un avión en el que, por supuesto, Torrente se hace notar por su grosería y falta de respeto habitual. Reacciona sacando su pistola y crea el caos más absoluto: mata accidentalmente al piloto del avión, también a algún inocente pasajero y provoca que parte del aparato se desintegre y empiece a caer en picado. El avión chocará contra ese recurrente símbolo de la modernidad española, las Torres KIO de Madrid (fotos 8.37 a 8.39), reproduciendo la terrible escena del choque de los aviones contra el World Trade Center de Nueva York. Esta descarada capacidad de poner en solfa, a menudo a través del escándalo, los aspectos más sacralizados del presente colocan a la saga de Torrente en un espacio que puede producir cierto desasosiego. Quizá pueda relacionarse con esa risa catárquica referida por Freud, Jauss y otros autores, que intentaba vencer los temores ante las amenazas de la vida, en este caso los cambios del mundo en transformación. Parece bastante posible que, al igual que pasó con las películas populares de los años sesenta, sus películas sean las más relevantes para aquellos interesados en entender la cultura y la mentalidad de la España de nuestra época.
Pero esta actitud, aun siendo eficaz de cara a la taquilla, no es la dominante en el cine español actual. Tres sólidos pilares: el look transnacional, 8.37 el sólido armazón genérico (como las convenciones del cine de terror) y el recurso a estrellas internacionales permiten entender el gran éxito de Alejandro Amenábar en Los otros (2001), con la participación de Nicole Kidman encabezando un casting internacional. En una línea menos opulenta, pero no menos funcional, destaca el recurso a variaciones sobre el género del horror en las producciones de Filmax como Rec (Jaume Balagueró y Paco Plaza, 2007) y sus secuelas, un producto español que ha abierto fronteras con un éxito internacional relevante[568]. En este proceso en el que el lenguaje en constante revisión de los géneros se convierte en esperanto mientras los filmes buscan construir iconografías poderosas o marcadas por rasgos locales, uno de los casos más representativos del cine español actual es Enrique Urbizu, capaz de moverse con la misma convicción desde el registro policíaco (La caja 507, 2002) al melodrama (La vida mancha, 2003), consiguiendo siempre una factura industrial modélica[569]. En cuanto a la línea transnacional, el ejemplo más representativo es el filme dirigido por Woody Allen Vicky Cristina Barcelona (2008). En ella, además de producción privada, participaron instituciones públicas catalanas y estatales para llevar a cabo un proyecto que cumplía además una misión relevante de promoción turística de la ciudad[570]. El caso más célebre de este cine transnacional es el de la directora catalana Isabel Coixet, quien ha realizado gran parte de sus filmes fuera de España, con intérpretes extranjeros y marcando esta perspectiva cosmopolita en trabajos como Mapa de los sonidos de Tokyo (2009). También ha seguido esta línea en sus películas más recientes otra notable directora española, Icíar Bollaín, con También la lluvia (2010) o Katmandú, un espejo en el cielo (2011).
La producción cinematográfica combina actualmente, por lo tanto, este armazón genérico con una imagen transnacional que circule con fluidez por los nuevos dispositivos de acceso. En este sentido, el control del cine español por las grandes multinacionales, sobre todo americanas, resulta cada vez más patente, hasta el extremo de que alguno de sus responsables habla de que se trata de una «industria cautiva»[571]. Por otro lado, la tecnología está produciendo un cambio de prácticas creativas que interviene en la labor de los cineastas. Para Lucía y el sexo (Julio Medem, 2001) Sony ofreció al director una cámara digital de última generación y medios tecnológicos para promover su producto. Posteriormente, la creatividad de Medem sirvió para explorar sus límites incluso con beneficios estéticos[572]. Además, la transformación digital vinculada a la industria también se plasma en la exhibición: por ejemplo, Disney sufragó en 2004 un proyector digital para las salas Cinesa de la Diagonal de Barcelona con el fin de poder mostrar sus filmes en las mejores condiciones[573].
El lenguaje de nuestro tiempo en España es sin duda el del dinero, o mejor dicho, el de la falta de dinero. La crisis del cine español que comenzó una fase aguda en 2002 parece haber llevado a una parálisis de la industria. Algunas de las productoras e incluso de los conglomerados mediáticos y culturales tan boyantes hace algo más de una década han detenido prácticamente su producción. En el momento de redactar estas líneas finales de nuestro trayecto (marzo de 2012), leo en El País que los proyectos puestos en marcha en el primer trimestre de este año suponen algo menos de un tercio de los que había el año pasado (de cincuenta y ocho a veintiuno)[574]. La caída de espectadores en los últimos años parece consistente y no se ven estrategias claras para revertir el proceso. La llegada de un Gobierno conservador del PP tras las elecciones de 2011 ha abierto el debate para acabar con la tradicional política de subvenciones e intentar nuevas fórmulas, como el mecenazgo y los incentivos fiscales, pero de momento no hay definición de su posible desarrollo.
La historia cultural del cine español se escribe hoy en día exclusivamente con cifras (sobre todo digitales) y no poca ansiedad. En cualquier caso, hay una sólida tradición de películas forjada con el desarrollo de las tensiones generadas por los procesos de la modernidad y los conflictos históricos que hemos recorrido en este libro. Con mayor o menor brillantez, quedará presente en nuestro acervo cultural.