Capítulo XXVII
Huida del planeta de los zombis

Día de Reyes

Manuel Ramiro era un hombre ordenado, disciplinado y, sobre todo, tranquilo. Pero en ocasiones se ponía algo nervioso cuando visitaba la palmesana librería Gotham, especializada en cómics, y lo trataban demasiado bien. El carisma no era uno de sus puntos fuertes y eso le había llevado a ser poco hablador, hecho por el cual le irritaba la conversación que Bernardo, uno de los dependientes, le daba nada más entrar.

Aquel 5 de enero había ido a última hora a la tienda. Manuel pensó que todo el mundo estaría viendo la cabalgata de Reyes, que discurría por una calle próxima, por lo que ir a comprar los nuevos tebeos de Marvel y DC parecía una buena idea. Nada más entrar, Bernardo fue hacia él.

—¡Hombre, Manuel, cuánto tiempo! El otro día nos llegó el primer Marvel Deluxe. Los Cuatro Fantásticos de Straczynski y McKone y es una maravilla, te encantará.

—Ya, ya… de todas formas yo venía a por el tomo de Crisis de identidad, ¿te ha llegado?

—Sobre esto tengo una buena y una mala noticia. La buena es que llegó. La mala… que se nos ha agotado hace poco más de una hora. Aunque, si quieres, te puedes llevar el tomo de Flash de Geoff Johns. Es una pasada.

«Será toda la maravilla que quieras, pero es un tocho de más de 1000 páginas que cuesta 60 euros y pesa un quintal. Como para que en la página 20 te des cuenta de que no te gusta», pensó Manuel mientras miraba de reojo el voluminoso tomo que le recomendaba el librero.

—No me interesa, pero gracias de todas maneras. No creo que pudiera leerlo sin un atril para sostenerlo —dijo Manuel intentando contenerse y parecer gracioso—. Me llevaré el último de Fábulas y me iré antes de que acabe la cabalgata, o me pillará todo el gentío.

Manuel se marchó de la tienda escuchando de fondo a Bernardo hablar con sus compañeros, Jaume y Miguel Ángel, sobre lo bueno que era Fábulas y el excelente trabajo que estaban realizando sus autores, Bill Willingham y Mark Buckingham, en la colección.

Mientras caminaba iba pensando en lo útil que le habían sido los cómics para aprender español cuando en 1999 había llegado a Mallorca desde su Suiza natal. Entonces tenía catorce años y sus padres se acababan de jubilar. Fue mientras estaba sumido en estos pensamientos y se iba a buscar el coche para recoger a su novia cuando escuchó varios gritos no muy lejos del lugar donde se encontraba.

Inicialmente no les prestó demasiada atención. Pensó que eran las gamberradas de algunos niños. Pero conforme caminaba hacia la Plaza de España pudo notar una cierta intranquilidad en el ambiente. Algunas calles más arriba pudo ver a gente corriendo y los gritos que escuchaba ahora parecían de auténtico pánico. Llegó entonces el primer disparo, y el segundo, y el tercero…

Junto a él, una persona de mediana edad afirmaba a su acompañante que aquello habían sido petardos. «¿Petardos?», pensó Manuel sin dar mucho crédito a aquellas palabras. Aquello había sonado a algo mucho peor. Manuel era un experto en armas y se manejaba bastante bien usándolas, especialmente si se trataba de rifles de asalto y subfusiles. Por ello sabía a ciencia cierta que aquello habían sido disparos.

Quería saber lo que estaba ocurriendo y se subió al techo de un Renault Scenic para tener una mejor perspectiva. Podía ser que todo aquello fuera una tontería, pero, del mismo modo que no le gustaban los dependientes parlanchines o los políticos que le gobernaban, tampoco era amigo de las sorpresas.

—Mierda, al final ha pasado lo que tenía que pasar —exclamó Manuel viendo a un numeroso grupo de zombis a apenas cien metros de él.

No se puso nervioso. Las artes marciales le habían enseñado a mantener la tranquilidad en los momentos difíciles. Pensó durante unos segundos. A su alrededor, la gente huía gritando como loca.

Había zombis, muchos, y lo peor era que su número aumentaba rápidamente, pues aparecían como setas por las calles adyacentes. Fuera lo que fuera que estuviera sucediendo era grave y convenía no tomárselo a la ligera. Una vez más pensó que se tendría que espabilar solo. No creía que las autoridades pudieran hacer nada para controlar aquello.

Tenía el coche aparcado no muy lejos, así que decidió dirigirse hacia allí con paso acelerado, caminando siempre pegado a la pared para evitar a la gente que corría despavorida y que podía resultar peligrosa.

De camino al coche pasó de nuevo por delante de Gotham Comics, donde su dueño, Jaume Albertí, parecía dudar entre salir corriendo o fortificarse en la tienda. Bernardo, por su parte, estaba en la puerta dispuesto a irse a casa.

—¿Zombis en Palma? Esto es imposible. Alguien debe de haberse equivocado. No debe ser más que un grupo de graciosillos aburridos gastando una broma a…

Jaume, con su siempre flemática sonrisa, le señaló el inicio de la calle, por donde aparecían ya los primeros caminantes.

—Nos vemos pasado fiestas, Bernardo.

Y cerró la puerta dando gracias por no haberse mudado finalmente de tienda y por el hecho de que el local actual no tuviera escaparates de cristal y sí una puerta maciza de madera que podía aguantar muchos embates. Jaume era un tipo previsor que nunca dejaba nada al azar. En más de una ocasión le había enseñado el amplio almacén surtido de garrafones de agua y todo tipo de conservas.

Con los zombis tan cerca, Manuel decidió acelerar un poco el ritmo. No iba a cometer la locura de subirse al coche, pero en su interior había un arma y prefería afrontar todo aquello con algo con lo que defenderse. Quién sabía si la podría necesitar para matar a algún caminante o para evitarse un sufrimiento mayor.

Dos minutos después había sacado ya una pistola con silenciador y un subfusil del maletero. Desde la Gran Plaga era habitual que los ciudadanos llevaran armas para defenderse de una nueva invasión zombi. Aquella ley había levantado grandes discusiones. Para muchos era peligroso que los ciudadanos pudieran ir armados sin control. Para otros, era una manera de sentirse más seguros. Lo que estaba claro es que esta libertad había hecho que en los últimos años el número de fallecidos por herida de bala se hubiera incrementado. Pero para los defensores de las armas ese era el precio de la seguridad.

Manuel dudó durante unos segundos sobre lo que debía hacer. Los zombis cada vez estaban más desplegados por el centro de la ciudad, amenazando con cortar las principales salidas. Y por si fuera poco, a lo lejos pudo ver a los militares huyendo por las Avenidas. ¿Qué diablos estaba sucediendo? Aquello daba igual ahora. Los enigmas se resolverían a su debido tiempo, ahora lo importante era huir para poder sobrevivir.

Marcó su objetivo: llegar hasta su casa de la zona costera de El Arenal, en la bahía de Palma, a unos veinte minutos en coche de la ciudad. Pero antes debía recoger a su pareja, que estaba en El Corte Inglés de las Avenidas. Manuel estaba muy cerca del centro comercial pero minutos después de empezar a andar vio que aquella había sido una decisión equivocada. Las calles estaban infestadas de zombis pero, además, la masa de gente que se había reunido para ver la cabalgata de Reyes y que ahora huía despavorida era un peligro mayor. Manuel vio a muchas personas morir aplastadas por la masa.

¿Qué hacer? Sobrevivir a las siguientes horas iba a resultar muy arduo en aquellas circunstancias, por lo que de nuevo decidió serenarse con la idea de pensar una solución. Con los zombis tan cerca y con miles de personas corriendo sin control, Manuel optó por encaramarse a un camión aparcado frente al edificio de Hacienda. Era muy alto y aquellas malditas alimañas no tendrían modo de alcanzarlo. Allí podría tener el tiempo que necesitaba para pensar algún plan o esperar que aquella crisis se solucionara.

Le costó mucho llegar a lo más alto. Desde aquella altura, oculto, pudo contemplar de forma privilegiada los acontecimientos. Los humanos corrían despavoridos de un lado para otro, atrapados como moscas en las angostas calles del centro del Palma en las que los zombis habían comenzado su particular cacería.

Manuel decidió quedarse allí arriba, inmóvil, en silencio, a la espera de que por una vez en la vida las autoridades competentes tomaran cartas en el asunto y devolvieran el orden a las calles.

Habían pasado dos días y Manuel empezaba a pensar que algo no iba bien. No había rastro ni de militares ni de policía ni de nada ni nadie capaz de restaurar el orden público. Desde su atalaya solo veía zombis caminando por la calle. Centenares de ellos.

No sabía qué hacer. El hambre aún se podía aguantar, pero la sed empezaba a ser agónica. No viviría mucho tiempo sin algún tipo de bebida. En un primer momento aquella había sido una buena decisión. Se había salvado de morir a manos de los zombis, pero ya era hora de hacer algo más o no podría sobrevivir.

Bajar del camión parecía una aventura imposible. Los zombis pululaban de un lado a otro, tal y como había podido ver en los documentales que hablaban sobre ellos: erráticos, sin aparente vida, sin sentido, por suerte para él, entre sus facultades no estaba la de elevar la mirada en busca de posibles presas, por lo que mientras no atrajera su atención de algún modo, estaba a salvo. En aquella calle no había muchas de estas bestias. Por un motivo u otro, en los dos días que sucedieron a la tragedia inicial los zombis parecían haber ido disminuyendo en número. Seguramente, se concentraban en algún punto, como había leído alguna vez que les gustaba hacer, empujados tal vez por un sentimiento gregario.

Iba siendo hora de abandonar el escondite si no quería morir deshidratado. Claro que una cosa era decirlo y otra muy diferente hacerlo. Primero pensó en llegar hasta El Corte Inglés para ver si su pareja aún continuaba con vida. Sabía que encontraría demasiadas alimañas por el camino y era muy peligroso. Además, no se veía con ánimos de llegar. Esa idea quedó descartada. Después pensó que una buena alternativa sería buscar cobijo en un portal. Allí alguien le daría algo de beber.

Seguido por la atenta mirada de algunos curiosos que vigilaban desde sus ventanas, recogidos en la seguridad de sus casas, descendió lentamente a la calle por la cabina del conductor. Las piernas le temblaban. Estaba abandonando la seguridad de su escondite para lanzarse a una aventura que tenía muchas posibilidades de acabar mal.

Cuando tocó el suelo notó la debilidad provocada por la inactividad de los músculos de sus piernas. Tuvo que reunir toda la fuerza de voluntad de la que fue capaz para dar los primeros pasos. Uno, dos, tres… al cuarto cayó al suelo. Las fuerzas le fallaban. A la inactividad se sumaba también el pánico. Estar en estas condiciones en la calle era lanzarse a una muerte segura.

Escondido como estaba tras el camión, frente a las oficinas centrales de Hacienda de Palma, parecía que ningún zombi había notado su presencia. O eso pensaba Manuel, porque de debajo del camión un brazo se extendió y lo agarró por el tobillo. Manuel, a pesar de ser un ateo evangelista que creía en la justicia kármica, rezó con todas sus fuerzas y se encomendó a todos los dioses que le pasaron por la mente en aquel momento para que la mano fuera la de un ser humano. Pero sus plegarias sirvieron de poco, pues al girarse pudo comprobar que los dedos que le agarraban estaban putrefactos, en descomposición o roídos parcialmente.

Aquel malnacido estiraba con fuerza y le arrastraba bajo el camión. Intentó liberarse pero no pudo. No lograba pensar con claridad. Cuando las fuerzas regresaron a sus piernas, pudo asestar dos patadas en la cabeza a aquel ser, que no se inmutó. Ya tenía medio cuerpo bajo el vehículo. Estaba boca arriba y eso le permitió ver a los mismos curiosos de antes siguiendo la escena con morbosa atención. Nadie movió un músculo para ayudarlo.

Por fin se acordó de que llevaba la pistola. En pocos segundos aquel bicho le mordería. Tenía que actuar rápido. Sin tiempo ni ganas de colocar el silenciador disparó hasta vaciar por completo el cargador. La cabeza del zombi se esparció por los bajos del camión. Un trozo de cerebro quedó colgando del tubo de la conducción del escape.

La detonación le había dejado casi sordo. Las ondas sonoras habían rebotado bajo el vehículo hasta volver a él con toda su intensidad. Se había librado de aquel cabrón, pero se había hecho notar y todos los muertos vivientes de la zona se dirigían ahora hacia él. Le costó unos segundos deshacerse de la mano, que seguía aferrada con fuerza a su tobillo. Tenía que poner tierra de por medio, ya que en cualquier momento la horda de zombis haría acto de presencia por aquellas calles y le acorralaría.

Se acercó a la entrada de la finca más cercana y tocó el interfono. Pese a que lo dudaba, el aparato funcionó.

—¿Hola? —preguntó tímidamente Manuel.

—¿Qué coño haces llamando a mi casa? Déjanos tranquilo. ¿O no has tenido suficiente con el numerito que has organizado con la pistola? Lárgate de aquí y no atraigas más la atención de esos condenados. —Era una voz de hombre, de mediana edad. Parecía realmente asustado.

—P-pero…

—Que se vaya de una puta vez o bajo ahora mismo y le pego yo mismo un tiro en la cabeza.

Manuel no tuvo ni la ocasión de pedirle que abriera la puerta. Ya llevaba demasiado tiempo ahí abajo llamando la atención. Había un grupo de cinco zombis situados a una veintena de metros que se habla fijado en él y se acercaba torpemente hasta su posición.

La desesperación le invadió tras repetir la operación con los mismos resultados en cuatro portales diferentes. Nadie parecía dispuesto a abrirle la puerta, ni tan siquiera a escucharle. ¿Hasta dónde había llegado el ser humano? ¿Hasta olvidar por completo todo aquello que lo diferenciaba del resto de animales? Estaba realmente desesperado. Caminaba agachado, ocultándose de los muertos vivientes tras los coches aparcados, pero conforme avanzaba por la calle el hedor era insoportable y las aceras estaban cada vez más cubiertas de restos humanos y sangre derramada.

Se encontraba muy cerca de la céntrica y estrecha calle Olmos, que unía en inclinada cuesta la zona de la Plaza de España con la Rambla. Poco antes de entrar en ella, comprobó como lo que hasta hacía unos días era una de las principales calles comerciales estaba ahora atestada de zombis, y no con la intención de ir de compras. Había cientos de ellos. Aquella imagen le impactó. Aquellos seres, a apenas diez metros de donde estaba, caminaban chocando entre sí.

Manuel decidió permanecer quieto y agazapado en cuclillas para pensar qué podía hacer para huir de aquella pesadilla. Pero justo en aquel momento su mirada se cruzó con la de un zombi. Le había visto. No cabía la menor duda de que aquel hijo de la gran puta lo había descubierto. El muerto viviente giró torpemente sobre su eje y se fue hacia él. Le siguieron todos aquellos que le rodeaban. Manuel giró en sentido contrario para huir, pero quedó paralizado. Una veintena de muertos vivientes subía desde la calle Olmos para merendárselo. Estaba perdido.

Dudó. Tenía el arma, pero no bastaba para acabar con todos aquellos cabrones. Además, vendrían más. Pensó en utilizar el revólver para acabar con aquel mal sueño y evitar un terrible martirio. Pero decidió luchar hasta el final. Corrió hacia las entradas de los edificios y tocó a todos los interfonos que pudo. Parecía que nadie quería abrir, nadie le quería ayudar a salvar la vida. «Malditos hijos de puta», pensó.

Cargó el arma para pegarse un tiro en la boca. El ruido sordo del proyectil entrando en la recámara le estremeció. No había otra salida. No estaba dispuesto a morir a manos de aquellos seres infames. Pero de golpe su suerte cambió. Los zombis se abalanzaban ya sobre él cuando un sonido proveniente de la puerta que tenía a sus espaldas le indicó que alguien le abría. Se lanzó sobre la puerta de un salto y en un abrir y cerrar de ojos ya estaba en la entrada, con la puerta cerrada otra vez. Subió las escaleras de tres en tres. Quería abrazar a la persona que le había salvado la vida.

Se encontraba en un edificio antiguo, sin ascensor, de unas cuatro o cinco plantas y situado frente a la antigua sede de Comisiones Obreras. En su interior olía a humedad y la oscuridad reinaba por todos los rincones.

Buscaba hacia dónde debía dirigirse cuando escuchó una puerta que se abría algunos pisos más arriba.

—Estoy en el cuarto, sube. —Era una voz masculina, ligeramente aflautada.

Manuel subió, aunque no las tenía todas consigo. Le parecía muy extraño todo aquello. En el cuarto piso, junto a la puerta, encontró la figura más bien pequeña y rechoncha de su salvador.

—Hola, me llamo Carlos, pasa.

—Yo soy Manuel. Te estoy muy agradecido. Te debo la vida.

—No he hecho nada que no hubiera hecho cualquier buen cristiano, aunque igual en estos tiempos no quedan muchos.

—Carlos, por favor, necesito agua. Llevo dos días sin beber y estoy sediento.

Poco después, Manuel se aferraba a una jarra de agua cristalina. El líquido se escapaba por las comisuras de los labios y corría entre su barba de varios días. Le debía otra a Carlos.