Capítulo XIX
Abajo, mucho más abajo

Resultaba fácil encontrar una plaza a esas horas en el parking de El Corte Inglés. Aquel año mucha gente ya había hecho las denominadas compras de última hora y estaba disfrutando ya de la cabalgata de los Reyes Magos.

Marcos, que normalmente odiaba aquel tipo de lugares, había decidido relajarse y encender un cigarrillo en el interior de su coche antes de salir. Sabía que estaba prohibido, pero ninguna norma le iba a privar de aquel placer. Se encontraba en Mallorca por casualidad. Tenía una empresa que se dedicaba a la distribución de souvenirs por toda la costa española y había decidido expandirse. Por un azar del destino —había lanzado una moneda al aire— las Islas Baleares eran su nuevo objetivo.

Llevaba unos días en la isla. Había negociado con varias cadenas hoteleras y puntos de venta turísticos las condiciones de distribución. No sabía muy bien qué pensar. Cada reunión que tenía acababa con un Ja en parlarem!, una frase que en mallorquín significaba Ya hablaremos, pero que realmente no sabía muy bien aún qué significaba. Pese a ello, era optimista y creía que estaban interesados en seguir negociando.

Tras unas jornadas de duro trabajo, ahora tocaba un poco de relax. Había contactado con un grupo de amigos de internet con los que había quedado para jugar unas partidas de airsoft al día siguiente, que era fiesta. Pero la compañía aérea le había perdido una de las maletas, por lo que necesitaba algunos elementos que a esas horas solo podía encontrar en El Corte Inglés.

Mientras pegaba una larga calada a su cigarrillo y sentía como el humo le entraba en los pulmones, hasta lo más profundo, escuchó algunos golpes a lo lejos. Al principio no prestó la más mínima atención, pero aquel sonido estridente fue aumentando su intensidad. Decidió salir del coche.

—¿Qué es ese ruido? —preguntó Marcos a un joven alto, de pelo moreno y ojos azules que salía de un coche aparcado a unos metros.

—No tengo ni idea, aunque parece gente gritando —respondió el joven que amablemente le extendió la mano—. Me llamo Jorge. Le he visto fumar, ¿no tendrá usted un pitillo? Yo normalmente fumo solo en cachimba. Por cierto, debería probarlo. Son otro mundo.

—Seguramente, aunque no es tan práctica de llevar como un paquete de cigarrillos.

—Ja, ja… muy agudo.

Jorge había dejado su pueblo, Villar del Olmo, para estudiar ingeniería de telecomunicaciones en la universidad de las Islas Baleares. Su manía de fumar con cachimba era uno de los motivos de cachondeo de sus compañeros de piso, pero esto no era razón para que dejara una de sus principales aficiones.

De repente ambos se volvieron hacia el mismo lugar. El desagradable sonido de un coche chocando interrumpió su conversación. Antes de poder decir nada escucharon un segundo accidente… y un tercero.

Se encaminaban hacia allí cuando dos jóvenes, Carlos y Tolo, se cruzaron ante ellos en sentido contrario.

—Ni se os ocurra ir hacia allá —espetó Carlos—. La zona está infectada de zombis. Algunos de ellos están ya dentro del parking.

—¿Zombis? Es imposible —quedó perplejo Jorge.

—Están bajando por la rampa —apuntó Tolo—. Y os aseguro que son muchos. Tal vez se han escapado de uno de esos camiones de transporte que los suelen llevar al zoológico «Zeta» de las narices.

—Joder, pues huyamos de aquí cuanto antes —exclamó Jorge haciendo ademán de subir a su coche.

—En coche no lo conseguirán. Las salidas deben estar bloqueadas con tantos accidentes —apuntó Marcos mientras se encendía un cigarrillo.

—Habrá que salir por la zona de las escaleras —dijo Jorge resignado mientras metía medio cuerpo en su vehículo para sacar una cachimba—. Qué te parece si seguimos a esos dos que son nativos y deben saber a dónde ir.

Los cuatro llegaron a las escaleras mecánicas, que ya habían sido tomadas por una marea de gente que huía sin dirección clara. Lo único que hacían era dificultar la evacuación.

—¡Joder, joder y joder! Hay zombis también ahí arriba —gritó Tolo desesperado mientras señalaba una figura que se movía con dificultad en la parte alta de las escaleras.

—¿Cómo han podido entrar en el edificio? —Se preguntaba Jorge con los ojos abiertos como platos, contemplando a la gente huir con demasiado desorden.

—Ni idea, pero será mejor que nos vayamos o esa marabunta nos aplastará —apuntó Marcos.

—Esto tiene muy mala pinta —ahora era la voz de Jorge, algo temblorosa.

—Llevamos ventaja sobre esta gente. O la aprovechamos o estamos perdidos —sentenció Tolo, que se había erigido en líder del grupo. Sabía que las decisiones, ahora, tenían que ser suyas—. Por aquí, seguidme.

Marcos y Jorge dudaron antes de empezar a correr, pero ante la perspectiva de ser arrollados por aquella multitud se unieron a Carlos y Tolo. Rápidamente, desanduvieron el camino recorrido poco antes. Tolo se encaminó a la zona de la entrada noroeste, la que conducía hasta la calle Aragón.

—Si la cosa está tan mal como parece, nuestros vehículos no son un lugar seguro para esconderse. Solo se me ocurre un sitio para ocultamos, aunque puede que no sea sencillo llegar hasta él —explicó Tolo a sus compañeros de huida.

Se encontraban al pie de la rampa que daba a la calle cuando se toparon con dos zombis. Detuvieron en seco su carrera.

Jorge fue el primero en reaccionar. Fuera de sí, sujetó con fuerza su cachimba y asestó un fuerte golpe en la cabeza al zombi que tenía más próximo. Luego dos, tres, cuatro… hasta que le reventó el cráneo. Tolo no tenía con qué golpear, pero asió al otro zombi por la camisa y con una llave de judo lo lanzó al suelo. Luego le pisó la cabeza hasta hundirle la frente y juntársela con la nuca.

—Soy escolta privado y practico artes marciales —se excusó Tolo ante la mirada curiosa de sus otros compañeros—. Vamos, démonos prisa a ver si logramos salir de aq…

Calló en el preciso momento que miró la parte superior de la rampa. Decenas de zombis bajaban por ahí y su objetivo no era otro que ellos. No sabían qué estaba sucediendo, solo sabían que estaban rodeados. Aquello se había convertido en una maldita pesadilla.