Capítulo XIV
El plan
Sofía sabía que si decía lo que tenía en mente la tildarían de loca, en especial doña Patri, que, aunque trataba de disimularlo, tenía el don de sacarla de quicio. Pero se lanzó por fin a explicar lo planeado.
—Si queremos que estos cabrones salgan del edificio hay que ponerles un cebo que los atraiga. Y el cebo ha de ser uno de nosotros. El plan es sencillo, pero como veis peligroso. Ante una presencia humana no dudarán en salir. A los que no salgan los podremos mata desde dentro. Tal vez os preguntéis…
—Está usted completamente loca, señorita —vociferó doña Patri.
—Tal vez os preguntéis —repitió Sofía haciendo caso omiso de las palabras de la anciana— cómo llegaremos hasta allí. Mi idea es usar la grúa de la azotea que sirve para limpiar los cristales del exterior. Alguno de nosotros puede bajar por ahí y, sin llegar al suelo, fuera del alcance de los zombis, hacer ruido suficiente para atraerlos.
Doña Patri cuchicheaba por lo bajo y ponía peros a todas y cada una de sus palabras. Cuando hubo una pausa, lo aprovechó para tomar la palabra:
—Creo que ha perdido usted la cabeza. Nadie se moverá de aquí, estamos muy a gusto en el edificio.
Y a salvo. Si ya se ha cansado de hacer tortillitas con su amiga y quiere carne fresca, búsquese la vida o alíviese sólita pensando en cualquier depravación de esas que tanto le gustan. Pero, por favor, no ponga en peligro nuestro bienestar. Usted no es nadie aquí.
Sofía miraba con una ira creciente a aquella mujer, que mantenía su peinado intacto pese a las dificultades. Las palabras de Gómez sirvieron para rebajar algo la tensión.
—La cuestión es a quién «colgamos».
—Yo lo tengo muy claro —respondió Sofía mirando a doña Patri con un destello de rabia en los ojos—. La idea ha sido mía y, por lo tanto, creo que debería ser yo la que los atrajera. Además, no quiero poner a nadie más en peligro.
Doña Patri calló de repente y sonrió con satisfacción, como si hubiera ganado aquella batalla. Aunque parecía imposible, no digo nada más. Fue Ana la que habló.
—Ni hablar. Creo que es una buena idea, pero eres la última persona que debería subirse allí.
Un rayo de furia atravesó a la pobre Ana, que no le dio la más mínima importancia. Era doña Patri, que indignada puntualizó:
—Claro, como fornican ustedes dos juntas, se defienden la una a la otra…
—Votemos entonces —cortó de raíz Ana la discusión—. Lo más sencillo será que lo elijamos por mayoría.
—Me parece lo más práctico. Que levanten la mano quienes quieran que no hagamos nada y sigamos esperando aquí.
Doña Patri levantó la mano, enérgica. Miró a su alrededor y comprobó que solo Ginart la imitaba aunque fuera tímidamente.
La votación se repitió para los que pensaban que era necesario expulsar a aquellos bichos del centro comercial. Sofía fue la primera en levantar el brazo. Lucas, Xose, Ana y Laura hicieron lo mismo. El resultado fue cinco votos a favor, dos en contra y una abstención. No se lo pensó dos veces Sofía y empezó a dar órdenes para llevar a cabo el plan. Lo primero era conocer el momento en el que El Corte Inglés se vaciaba de muertos vivientes, por lo que advirtió a Xose de que les avisara cuando esto sucediera. Acto seguido, salió a la terraza para ir preparando las grúas.
Discretamente, Xose se había acercado a Ginart. Cogiéndole del brazo, le dijo en voz baja, con un deje de incredulidad:
—Tío, no me jodas. ¿Te estás tirando a la vieja?
Ginart no contestó, solo encogió sus hombros a la vez que el color de su cara comenzaba a tornase de un rojo intenso.
—Pues que sepas que te has pasado votando a favor de la vieja. ¡Menudo cante! Qué huevos tienes, al menos podrías disimularlo. Menos mal que nadie más parece haberse dado cuenta.
—Hombre, vieja, vieja… —Se defendió Ginart—. Ya sabes, en tiempo de guerra, toda trinchera… Ya con canas y con está barriga no me veía con moral para entrar a las chicas… Y te aseguro que esta mujer no está nada mal…
—Deja, deja, prefiero no saber los detalles. Puta hipócrita, esta mujer, coño —dijo Xose.
—Ni te lo imaginas. Cada noche me deja más seco que un melón en un desierto. Debía de tener al marido en los huesos.
—Gerontofílico, no eres más que un puto gerontofílico.
—¿Y qué coño es eso?
—¿Me has tomado por un puto diccionario? Ya lo buscarás tú mismo cuando tengas un momento.