Capítulo XX
Enterrados vivos

La situación era en extremo peligrosa: una masa de humanos que querían salir a la calle por la rampa y una jauría de muertos vivientes que bajaba en dirección contraria. Aquello podía convertirse en una auténtica ratonera para toda aquella gente. Tolo intentó estudiar la situación. Sopesaba todas las opciones, que no eran muchas y todas parecían igual de nefastas. Pero en un momento dado se encendió una luz en la oscuridad del túnel. A apenas unos metros de ellos una persona les hacía señales.

—¡Por aquí, venid por aquí! —Gritaba el desconocido con un marcado acento catalán.

Su salvador estaba escondido en el almacén de carga. Los cuatro se dirigieron hacia allí, corriendo. A solo diez metros estaban los primeros zombis. Cuando cruzaron la verja metálica, esta se cerró de golpe, con un ruido metálico sordo.

En el interior había una decena de personas. Parecían asustadas.

—Gracias, nos habéis salvado la vida —dijo Tolo, todavía resollando por la carrera. Mientras hablaba, los golpes en la barrera metálica apagaron su voz.

—¿Crees que aguantará? —preguntó.

—No tengo ni idea, pero es la única opción que tenemos —respondió el desconocido con resignación.

Al poco tiempo los recién llegados supieron que se llamaba José Manuel, que era de Barcelona y que trabajaba como técnico electrónico en una empresa de servicio técnico de balanzas. Había venido a Palma para recibir un curso de formación. Estaba comprando unos regalos en El Corte Inglés cuando sucedió la hecatombe. Corrió hasta los sótanos pensando que no habría peligro allí, pero fue en vano. Finalmente, junto a un grupo de personas, halló ese refugio.

Poco antes que a ellos, José Manuel había recogido a un joven de unos 30 años. De complexión cervecera, lucía una camiseta con la palabra Chispes. José Manuel lo presentó a sus nuevos compañeros como el Chispes.

—Me llamó Javier, Javier Marzá, aunque veo que aquí se me conoce como Chispes. No es nuevo. En Castellón los colegas con los que juego al fútbol me llaman así porque siempre llevo esta camiseta cuando jugamos.

—¿Sabe alguien qué está sucediendo ahí fuera? —Carlos, impaciente, cambió de conversación.

—Ni idea, la verdad. Tal vez un grupo de zombis se ha escapado de algún laboratorio, o Dios sabe qué —respondió Tolo—. Sea como sea, parece que los han reducido rápidamente. Ya no se les escucha aporrear la puerta, aunque todavía se oye algún grito a lo lejos.

—Es lógico. Tras el Alzamiento las medidas de seguridad anti-zombi se multiplicaron —afirmó Marcos, algo más relajado.

—Bueno, pues si no hay peligro, salgamos de aquí. Tal vez aún nos dé tiempo a ver la cabalgata de Reyes por la tele —apuntó el Chispes mientras subía la verja metálica—. Tengo ganas de llegar al hotel y llamar a mi mujer. Estoy aquí solo de paso, revisando las cuentas del nuevo hospital público y dando algunos cursillos al personal de cardiología para… ¡Mierda!

Se hizo de repente el silencio. Arrodillados, cuatro zombis se dedicaban a comerse a pedazos el cuerpo de mi hombre cuyo corazón parecía seguir latiendo aún. Los cuatro no-muertos giraron sus cabezas hacia ellos, con una expresión neutra, casi ridícula. No tuvieron tiempo de nada más. Sobre ellos cayó todo el vómito de el Chispes, que les arrojó encima litros de cerveza mezclada con jugos gástricos y algo de comida. Los bichejos aquellos no se inmutaron. Tranquilamente dejaron de lado el cadáver y se levantaron, con parsimonia. Habían encontrado carne más fresca.

—¡Joooooooder! —bramó el Chispes.

—¡Cierra de una puta vez la puñetera barrera! —gritó José Manuel con el rostro desencajado.

El Chispes intentó bajar la verja pero no pudo. Un zombi lo impedía, porque había introducido la cabeza y buena parte de su torso bajo ella. El Chispes comenzó a pisar la cabeza del zombi hasta reventársela, mientras Marcos sacaba un revólver de debajo de la americana, al igual que José Manuel. Ambos dispararon. Primero sin mucho tino, luego acertando cada vez más su objetivo. Jorge los miró con cara de pánico.

—¿Qué, algún problema? Es legal llevar armas desde el Alzamiento —explicó Marcos sin dejar de disparar.

—Esto está plagado de zombis —informó Carlos clavando en la cabeza de uno de los zombis que tenía a sus pies el asta de una bandera del Real Mallorca que acababa de comprar en la planta de deportes—, será mejor que volvamos dentro. Ahí estaremos seguros.

Cuando por fin pudieron cerrar la puerta, habían matado a varios de ellos. Pero esta vez los golpes sobre la verja no cesaron. Los zombis sabían que ahí dentro había humanos y no tenían la más mínima intención de largarse sin su preciada presa.

Tuvieron tiempo de recorrer la sala donde se escondían. Era un espacio enorme, sin puertas ni ventanas. Parecía que no había nadie más allí. Los operarios de la bahía de carga debieron de marcharse en cuanto vieron llegar a los primeros no-muertos.

—Aquí estaremos seguros —dijo Jorge.

—Sí, y aunque imagino que no tardarán en venir a buscamos, convendría echar un vistazo por los alrededores y ver qué nos encontramos que nos pueda ser útil —afirmó Tolo, que había quedado en un segundo plano pero que ahora volvía a tomar el mando del grupo.

Era evidente que era un magnífico sitio para esconderse. Era el almacén del supermercado y las estanterías, altas y amplias, estaban llenas de alimentos y bebidas.