PARTE SÉPTIMA
PAQUITO ORDÓÑEZ

I. LA CLÍNICA DE LOS NIÑOS

Todas las mañanas, a las once, el portero de aquella gran casa de la Carrera de San Jerónimo experimentaba una sorda desesperación que se conocía en su rostro, al ver subir por la escalera de deslumbrante mármol, adornada en el centro por una ancha faja de fieltro rojo sujeta con doradas varillas, a toda una procesión de gente pobre, sucia y desharrapada, en su mayoría mujeres de los barrios bajos, llevando al brazo o cogidos de la mano una turba de chiquillos voceadores y mugrientos, que al mismo tiempo que ensuciaban los brillantes peldaños promovían al subir, temerosos y azorados, una verdadera tempestad de protestas, lloros y aullidos.

Era la hora en que se abría la clínica gratuita para enfermedades de niños en el segundo piso, donde vivían, instalados con gran lujo, el viejo doctor Zarzoso, catedrático jubilado de la Escuela de San Carlos y que ya no quería visitar, y su sobrino don Juan Zarzoso, médico de gran fama a pesar de su juventud, tanto por numerosas curas casi milagrosas que había realizado, como por haber permanecido cinco años en París estudiando la especialidad de enfermedades infantiles, circunstancia que no era la que menos impresión causaba en la generalidad del vulgo, que mira con cierto respeto supersticioso la ciencia que procede del extranjero.

El joven doctor era muy apreciado entre las clases elevadas de Madrid; pero este afecto no tenía comparación con la popularidad que gozaba entre la gente humilde, a causa de aquella consulta gratuita que abría todas las mañanas en su propia casa, y en la cual no sólo recetaba, sino que muchas veces, cuando se hallaba en presencia de la verdadera miseria, proporcionaba a los enfermos medios de subsistencia y de higiene.

Aquella sucia oleada de pobreza que todos los días invadía la hermosa escalera produciendo sordo rumor, malhumoraba al rígido portero y a los inquilinos de las otras habitaciones. Hasta el mismo doctor Zarzoso, el viejo, encontraba que iba haciéndose abusiva aquella clientela que aumentaba rápidamente; pero en el fondo agradábanle mucho la delicadeza y paciencia de su sobrino al socorrer a la humanidad doliente. Complacíase en reconocer que Juanito no era rudo y atrabiliario como él, que, según decían en el hospital, siempre había hecho el bien a puñetazos.

El joven Zarzoso tenía una popularidad tan grande que, de haberse presentado alguna vez en los barrios bajos solicitando algo de sus clientes, es indudable que todas las madres le hubiesen llevado en triunfo dejándose matar por él.

Su nombre corría de boca en boca por los barrios obreros, y no caía enfermo un pequeñuelo sin que faltase al momento la amiga oficiosa que se encargase de decir a la desconsolada madre que aquello no sería nada, pues bastaba que al día siguiente fuese con el pedazo de sus entrañas a casa del médico joven, como le llamaban por antonomasia; un señor muy amable, muy fino y mu cabayero, que no sólo se abstenía de sacarles pesetas a los pobres, sino que, si les faltaba algo para poner el puchero, se rascaba el bolsillo en obsequio al pobre enfermito.

La fama de aquel bienhechor corría de un extremo a otro de Madrid, y las horas de consulta gratuita eran muchas veces insuficientes para la inmensa concurrencia de madres y padres con sus correspondientes pequeñuelos, que no encontrando sitio en las antesalas ni aun para permanecer en pie, acampaban en la escalera y tomaban asiento en los peldaños de mármol, con gran desesperación del portero, que veía aumentar con esto sus tareas de limpieza.

A la gratitud vehemente y conmovedora de aquella clientela miserable, uníase cierta satisfacción de amor propio halagado, al saber que el mismo médico que curaba gratis a la gente pobre era muy apreciado entre las clases acaudaladas, a las cuales hacía pagar las visitas con bastante esplendidez.

Esto contribuía a aumentar su popularidad entre los miserables.

—Es un gran hombre —decían algunos de los filósofos con gorra de seda y blusa blanca, de los barrios bajos—. Ese cabayero sabría arreglar perfectamente la cuestión social. Les saca a los ricos cuanto puede para dárnoslo a los pobres.

Hasta las once de la mañana el portero tenía orden de no permitir la entrada a las mujeres y niños, que iban deteniéndose en la acera, y entablando conversaciones sobre las enfermedades que les obligaban a ir en busca del bondadoso médico; pero apenas sonaba dicha hora, el rebaño de la miseria asaltaba la escalera, anunciando su presencia con un confuso pataleo, y pugnando todas las madres por llegar las primeras y coger buen número, entraban en los lujosos salones de espera, donde los criados iban estableciendo el turno entre aquella pobre gente, que por su escasa educación provocaba cada instante ruidosos altercados.

Zarzoso, con algunos ayudantes jóvenes como él, y que le admiraban cual a maestro, ocupaba un gabinete por el que iban desfilando todos los niños, con el acompañamiento de sus familias, las cuales contestaban a coro a todas las preguntas del doctor y muchas veces se enzarzaban en grotesca discusión antes de dar una respuesta.

Necesitábase toda la paciencia del joven doctor y su sonriente calma para sufrir diariamente aquella consulta de algunas horas que fatigaba a sus ayudantes. Las madres, al hablar al doctor, lloriqueaban como si viesen ya a sus hijuelos camino del cementerio; los niños, temerosos y asustados al fijarse en los aparatos y objetos científicos que estaban en el gabinete, aullaban apenas el doctor les ponía la mano encima, como si temiesen que cada uno de sus dedos fuera a convertirse en un cuchillete que practicara en su cuerpo las más dolorosas operaciones; y fuera del local de la consulta, en aquellos dos vastos salones de espera, sonaba un murmullo de gigantesca colmena, producido por la impaciencia de la gente que deseaba entrar.

Algunas veces el viejo doctor Zarzoso salía de sus habitaciones y se encaminaba al gabinete de consultas, pasando por entre aquella multitud, a cuyos saludos contestaba refunfuñando, y repartiendo algunos tirones de oreja entre los chicuelos, que jugueteaban con la misma confianza que si estuvieran en la Ronda o se escondían tras los muebles.

A pesar de que le satisfacía el inmenso y conmovedor servicio que prestaba su sobrino, el viejo doctor refunfuñaba por costumbre.

—Esto es intolerable —le decía a Juan—. Has convertido nuestra casa en una prolongación de la calle. ¡Vaya una confianza la de esa gente que hace aquí lo mismo que si estuviera en su casa! Yo no critico el que cures a toda esa gente; lo que sí encuentro mal es que tengas tus habitaciones particulares tan mal arregladas, y en cambio te hayas gastado tantos miles de pesetas en amueblar esos salones que sólo sirven para que esperen en ellos las gentes más piojosas de Madrid. Ya que tienes ese capricho, al menos procura rociar con ácido fénico todos los muebles. Los criados dicen que después que se va esa gente, necesitan tener abiertos los balcones más de dos horas para que se aireen las habitaciones, y aun así, todavía queda olor. ¡Vaya una gente curiosa! Hay ahí una caterva de chicuelos tiñosos que se restregan la cabeza contra el respaldo de los sillones, y el otro día agarré a un pillete en el acto de limpiarse los mocos con una cortina de terciopelo. ¡Flojo fue el cachete que se llevó!

Y así seguía el viejo enumerando todos los abusos de aquella gente, sin que en el fondo los sintiera gran cosa, pues únicamente le servían para refunfuñar y desahogar su rudo carácter que todo lo encontraba mal.

El joven Zarzoso limitábase a sonreír en contestación a todas las quejas que con agrio acento formulaba su tío.

—Hay que dejar a los pobres —decía a sus ayudantes— que gocen de algunas comodidades, aunque sólo sea por unas cuantas horas. Es criminal y egoísta el reservarse para uno solo las ventajas que le produce su posición social.

Y con cierta coquetería de bienhechor satisfecho de sus actos, atendía al embellecimiento de aquellos salones, por los que desfilaba todo el Madrid miserable, sin fijarse en que este capricho le costaba mucho dinero.

Las respetuosas indicaciones de sus criados merecían siempre idéntica contestación.

—Señor, la alfombra del salón número 1 está ya muy ajada. La compró el señor este mismo año y sin embargo está quemada y rota.

—Avisa al tapicero y que ponga otra.

—Si me lo permite el señor, le indicaré que hay unas alfombras de fieltro más baratas y más fuertes. Así me lo ha dicho el tapicero.

—Haz lo que te digo, y que la alfombra sea de igual clase que la rota.

Y a este tenor eran todas las conversaciones entre Zarzoso y sus criados. La seda de los sillones habían de cambiarla cada tres meses, a causa de los desahogos naturales de los niños y del pringue que en ella dejaban las faldas de las madres; y no todo eran suciedades de la miseria, pues también el irritante abuso y la costumbre del delito pasaban por allí, dejando sus huellas, sin tener en cuenta la misión sagrada y santa que en aquella casa se cumplía.

Las flores de las doradas jardineras, las estatuillas puestas encima de las chimeneas y los bibelots que adornaban los rincones eran hurtados diestramente, a pesar de la vigilancia de la servidumbre.

Había entre aquella gente desharrapada muchos seres que, por costumbre o por manía, sentían removerse en su interior el instinto del robo a la vista de tales preciosidades; y a pesar de que esto era una confirmación práctica de las teorías que sustentaba el viejo doctor Zarzoso, éste juraba como un condenado cada vez que desaparecía un objeto, y afirmaba que cualquier día iba a ponerle una carta al gobernador, pidiendo que considerara aquellos salones como vía pública y estableciera en ellos un retén de policía.

La benévola calma del joven doctor era inalterable, y en vez de ofenderse con unos robos que tanta ingratitud denotaban, aún se esforzaba en excusar a los autores fundándose en su escasa educación, en el ambiente en que vivían, etcétera.

—Señor, los libros y los álbumes artísticos que puso usted en los veladores de los salones han desaparecido en su mayor parte, y los que quedan están faltos de hojas y les han arrancado las mejores láminas.

—Está bien —contestaba sonriendo— me gusta la noticia. Eso demuestra que esa pobre gente siente el afán de ilustrarse, y para aprender a salir de la ignorancia apela hasta al robo. Mañana pondremos más libros.

Y de este modo, aquel joven bienhechor que se esforzaba en servir a sus semejantes sin hacer ostentación de su virtud y sin fijarse casi en sus actos seguía acogiendo pacientemente, todos los días, a aquella turba de desgraciados, atento únicamente a hacer el bien y sin fijarse en los desmanes que pudieran cometer en su propia casa.

Era rico; los niños nacidos en elegantes alcobas y criados entre los esplendores del lujo se encargaban de proporcionarle, con sus dolencias hereditarias, cuanto dinero necesitaba para sus filantrópicos despilfarros, y bien podía él darse el gusto de derrochar miles de duros auxiliando a la clase obrera y desheredada, siendo el protector de aquellos otros niños que no sólo carecían de comodidades sino que muchas veces su enfermedad procedía de la falta de nutrición.

Su clientela pobre y el estudio de los últimos adelantos científicos constituían sus únicos placeres, y a pesar de la riqueza y del lujo que le rodeaban, hacía una vida casi austera que alarmaba a su tío, a pesar de que éste, entregado de lleno a la ciencia, no había gustado gran cosa de los placeres de la vida.

El viejo doctor tenía a veces ideas muy originales, según afirmaba su sobrino. Cada vez que se enfurecía con los desacatos de aquella clientela pobre, terminaba sus recriminaciones siempre con la misma pregunta:

—Oye, Juan; ¿por qué no te casas? La presencia de una mujer aquí pondría orden y haría que acabasen todos esos abusos que me irritan.

—¿Y usted, por qué no se ha casado, tío? —decía el joven, eludiendo la respuesta.

—Porque nunca he tenido tiempo para pensar en eso y porque no había a mi lado una persona que me lo recordase. Pero tú, que me tienes a mí, debes seguir mí consejo, y si te decides a casarte yo me encargo de buscar una mujer, que a más de las condiciones de su sexo tenga la salud necesaria y un gran equilibrio orgánico, para que vuestros hijos no sean micos como la mayor parte de los productos de la generación actual. Vamos, sobrino, decídete: me gustaría eso de tener nietos sin haber sido padre.

Pero el joven no se dejaba convencer por las palabras de su tío, a las que respondía siempre con una enigmática sonrisa.

Él ya estaba casado. Había contraído matrimonio con toda la pobreza de Madrid, y le sería fiel mientras viviese.

Esta resolución le resultaba muy extraña al tío, quien llegó a creer en ciertos momentos que su sobrino tenía amores ocultos; alguna querida a quien visitaba en secreto; pero no tardó en convencerse de la falsedad de tales suposiciones.

La ciencia y el bien de sus semejantes eran las únicas pasiones del joven doctor.

Una mañana en que caía uno de esos terribles aguaceros que convierten las calles en arroyos y dispersan rápidamente a los transeúntes que se guarecen en los portales temiendo por la integridad de sus paraguas, Zarzoso abrió, como de costumbre, su clínica a las once.

Era poca la gente que esperaba, en proporción a la de los otros días, pues sólo en uno de los salones se agrupaban algunas mujeres con sus niños.

La lluvia había acobardado, indudablemente, a muchos de los que asistían diariamente a la clínica

Fueron desfilando por la puerta del gabinete aquellos grupos de desgraciados, dejando sobre las ricas alfombras sucias manchas con sus embarrados pies, y cuando ya no quedaban esperando más que dos o tres familias, entró apresuradamente en el primer salón de espera un hombre moreno, fornido y con patillas a la inglesa, que vestía una lujosa librea.

Preguntó apresuradamente por el doctor a uno de sus criados, que le trataba con gran atención, ateniéndose a que aquel servidor, por su traje y por sus maneras, debía pertenecer a una gran casa.

Quería ver al doctor inmediatamente, y cuando el criado de éste le dijo que su señor no estaría libre hasta que terminase la consulta, el recién llegado manifestó gran alarma.

—Es un caso de urgencia —decía en voz alta, sin fijarse en la curiosidad con que le oían las gentes que aún estaban en el salón de espera—. El señorito se muere y la señora condesa espera al doctor como si esperase a Dios. Vaya, amigo —continuó dirigiéndose al criado—, haga, por Dios, el favor de decirle al señor Zarzoso que me deje entrar en su gabinete, para rogarle que venga en seguida.

Él criado entró en la habitación donde estaba su señor y momentos después volvió a salir, dejando franca la puerta al recién llegado.

Éste, cuando se halló en presencia de Zarzoso y sus ayudantes, le rogó con entrecortadas frases que le siguiera sin pérdida de tiempo.

—Tengo abajo el carruaje, señor doctor. Venga usted cuanto antes, pues la señora condesa está muy asustada en vista de la enfermedad de su hijo.

Zarzoso estaba muy habituado a aquella clase de entradas rápidas e inesperadas, en las cuales se pintaba la zozobra y la alarma, y por esto preguntó con el tono frío e indiferente del que cumple un acto de su profesión:

—¿Dónde vive la señora de usted?

—En el Paseo de la Castellana. Mi señora es la condesa de Baselga.

Zarzoso, a pesar de su carácter frío e impasible, y del gran dominio que tenía sobre sus nervios, no pudo evitar un instintivo movimiento que aquel criado tomó por una negativa.

—¡Qué!, ¿no quiere el señor venir?

Zarzoso parecía dudar y por fin contestó:

—Iré después, cuando termine la consulta.

—¡Por Dios, señor doctor! Ese retardo sería fatal; el señorito está muy enfermo y su madre, la condesa, es capaz de morirse de desesperación si usted tarda en presentarse.

—¿Es el hijo de la condesa el enfermo?

—Sí, señor doctor; su hijo, su hijo único; un niño que siempre está enfermo. La señora condesa tiene en usted gran confianza y me ha encargado que no volviera sin que usted viniese conmigo. El señor doctor comprenderá que cuando la condesa se decide a llamarle, el caso debe ser muy urgente.

A Zarzoso le pareció que el criado decía estas últimas palabras con cierta intención y hasta creyó ver en sus ojos una expresión maliciosa que subrayaba lo anteriormente dicho.

¿Llamarle a él María? ¿Pedirle que fuese a su casa para que salvase a su hijo, a aquel fruto de una unión que tanto le atormentaba? ¡Qué cosas tan extrañas ofrece la vida!

Aquella frialdad de carácter, aquel tenaz empeño de olvidar el pasado, aquella vida ascética que había caído como una losa sobre sus recuerdos, permitiéndole vivir tranquilo durante cinco años, todo se desvaneció rápidamente, y los antiguos sentimientos volvieron a reaparecer.

Zarzoso creyó sentir sobre su rostro la caricia del pasado y que un ambiente de nueva juventud le rodeaba, y hasta se creyó igual, momentáneamente, a aquellos tiempos en que todavía estudiante, iba a la calle de Atocha a esperar una ocasión favorable para ver un instante a María asomada tras los vidrios de un balcón.

—Vamos allá —fue todo lo que dijo al criado, y pidiendo a uno de su servidumbre el sombrero y el gabán salió por entre aquella clientela que miraba hostilmente al hombretón que había venido a arrebatarles su médico.

Los ayudantes de Zarzoso quedaron encargados de la clínica como era costumbre cuando éste tenía que ausentarse.

Frente a la puerta de la casa estaba parada una elegante berlina con soberbio tronco, cuyos cocheros aguantaban impávidos e inmóviles el diluvio que les caía encima

El médico y el criado atravesaron rápidamente la acera bajo aquel torbellino de agua, y Zarzoso tomó asiento en el interior de la berlina mientras su acompañante gritaba al cochero: «¡A casa!», y se colocaba después frente al doctor.

El carruaje emprendió una desesperada carrera por las calles casi solitarias, arrastrado por aquel par de fogosas bestias, a quienes cegaba la lluvia que el viento empujaba hacia sus ojos.

En el interior de la berlina el criado, con su galoneada gorra en la mano, pues no quería cubrirse en presencia del doctor, miraba a éste con sonriente fijeza.

Su voz vino a sacar de pronto al doctor de las reflexiones en que parecía sumido, mientras miraba distraídamente las gotas de lluvia que se deslizaban por los vidrios de las portezuelas.

—Creo, señor doctor, que usted no me ha conocido.

Zarzoso le miró por algunos momentos y después hizo un gesto negativo.

—Sin embargo —continuó el criado—, hace ya mucho tiempo que nos conocemos, sólo que este traje que ahora visto y los modales propios de la profesión desfiguran mucho al hombre. Míreme usted bien. ¿De veras que no me conoce?

Zarzoso volvió a hacer otro ademán negativo, y entonces el criado dijo alegremente y con expresión de confianza:

—Pues bien, don Juan; yo soy Pedro Martínez, el antiguo asistente de don Esteban Álvarez, aquel Perico que usted conoció allá en París, en la calle del Sena.

II. ¡LA FAMILIA ESTÁ COMPLETA!

Aquella mañana era de sorpresas para el doctor Zarzoso. Le llamaba la mujer a quien tanto había amado y después reconocía a un antiguo amigo en el criado que había ido a avisarle.

No le cupo duda alguna al joven doctor de que aquel hombre era el antiguo y fiel compañero de don Esteban Álvarez. Era verdad que la librea le desfiguraba mucho, pero a pesar de esto, su rostro, aunque algo modificado por el tiempo, tenía aún aquellas facciones rudas y enérgicas que, según el mismo interesado, eran el distintivo de todos los brutos que habían tenido la honra de nacer en la parroquia de San Pablo, de Zaragoza.

Zarzoso había perdido de vista al fiel Perico poco después de la muerte de su señor. Sin despedirse de otra persona que de Agramunt, desapareció de París sin decir adonde iba, y ahora se lo encontraba Zarzoso convertido en criado de una gran casa y siendo sin duda el servidor de confianza de María.

El joven doctor estrechó la mano que le tendía su antiguo y rudo amigo, el cual, comprendiendo que Zarzoso deseaba conocer la causa de aquel cambio, habló así:

—Apenas me vi solo en París, me propuse cumplir sin pérdida de tiempo el ruego que mi difunto señor el buen don Esteban me había hecho poco antes de su muerte. Prometí yo pasar el resto de mi vida al lado de su hija doña María, velando por ella y dispuesto a toda clase de sacrificios si se encontraba en un peligro, y pocos meses después de la muerte de mi señor, me vine a Madrid con la intención de cumplir lo prometido. La condesa de Baselga había vuelto ya de su viaje de novios, y su marido, que es un antiguo calavera, y que aquí entre los dos lo considero como un pillete, capaz, si le dejaran, de comerse en cuatro días la fortuna de su mujer, se estaba ocupando entonces en montar su casa al estilo más moderno y elegante. El palacio de la calle de Atocha, con ser hermosísimo y estar dispuesto con las mayores comodidades, no le parecía bien al señor, por resultar, según él decía, anticuado y sombrío, y no paró hasta convencer a su esposa y a la tía de que dicha finca debía venderse, comprando con el producto de esta venta un magnífico hotel con jardín en el Paseo de la Castellana. Así se hizo, y al mismo tiempo que mudaron de domicilio reemplazaron la servidumbre; y todos aquellos criados de la baronesa que tenían aire de mandaderos de monjas fueron despedidos y reemplazados por nuevos domésticos. Entonces entré yo en la casa sin encontrar obstáculo alguno, pues bastó presentar mis certificados acreditando que había servido mucho tiempo en París y demostrar que conocía con alguna perfección el francés, para que inmediatamente me admitiesen, pues la gente aristocrática, con su habitual extravagancia, prefiere siempre los criados extranjeros a los del país. Hace ya mucho tiempo que estoy en la casa y todo va en ella con bastante regularidad. La señora, a pesar de que ignora la sagrada misión que me he impuesto de velar por ella, me trata con gran amabilidad, y soy de todos los criados el que mejor merece su confianza. Parece que lea en mis ojos el interés que me inspira. Yo soy el hombre a quien ella acude en todos sus momentos de tribulación, y aunque nunca olvida su rango y me habla siempre con cierta altivez natural, no por esto ha dejado, en algunas ocasiones, de escapársele ciertas palabras, que demuestran su situación y el poco afecto que existe entre ella y su esposo.

—¿Cuál es la conducta de Ordóñez? —preguntó Zarzoso con marcado interés.

—El señor sigue siendo tan calavera como antes de su matrimonio. En los primeros meses se contuvo y mostraba cierto empeño en agradar a su esposa; pero desde que tuvieron el hijo y la señora estuvo muy enferma, volvió a sus antiguas costumbres, y creo que desde entonces se ocupa en derrochar las rentas de la colosal fortuna de su mujer. Como sus calaveradas en Madrid son inmediatamente del dominio público y hacen que tanto la baronesa como su inseparable consejero, el padre Tomás, le citen a capítulo y le endilguen severas reflexiones, él ha encontrado ahora el medio de ponerse a salvo de tales censuras, emprendiendo continuos viajes, con excusa de su afición a las carreras de caballos. Ahora está en Londres por un asunto de sport, y como también la baronesa se halla ausente por haber ido a ciertos famosos ejercicios en un convento que los jesuitas tienen en el Norte, de aquí que la señora, al verse sola en casa y con el niño enfermo de tanta gravedad, haya perdido la cabeza hasta el punto de llamarle a usted. Crea, señor doctor, que para la condesa supone un inmenso sacrificio eso de llamarle a usted a su casa. Se conoce que le quiere a usted muy mal. Como yo sabía sus antiguas relaciones, varias veces en la conversación he procurado sacar a plaza el nombre de usted, con la idea de ver qué efecto le producía saber la fama y la justa popularidad que usted goza en Madrid por sus beneficios; pero siempre ha puesto mal gesto y con acento enojado ha procurado desviar la conversación.

A Zarzoso producíale un efecto fatal el saber que María le odiaba, guardándole aún rencor por aquella traidora caída que ocultos enemigos le habían hecho sufrir en París, y mientras él reflexionaba sobre sus antiguos y desgraciados amores, el sencillo Pedro añadió:

—Y sin embargo, la condesa hubiese sido muy feliz casándose con usted, que de seguro no la haría sufrir como el granuja de su marido. Pero todas las mujeres son ciegas cuando se trata de su porvenir, y más aun las pertenecientes a la familia Baselga, gente altiva y orgullosa, que por escrúpulos de nacimiento abandonan siempre a los hombres que las quieren, para casarse después con verdaderos perdidos.

La veloz berlina, pasando como un rayo la calle de Alcalá, había entrado en el Paseo de la Castellana, y atravesando una magnífica verja con remates dorados, rodó por la enarenada avenida, hasta detenerse bajo una gran marquesina de cristales, en la que caía la lluvia con incesante murmullo.

El doctor y el criado saltaron a tierra y entraron en un elegante hotel construido con arreglo al arte francés del pasado siglo, sin ninguna originalidad y con esa monotonía de los edificios de moda que parecen producto de una arquitectura de pacotilla.

En el primer piso, Zarzoso se encontró frente a frente con María.

Esperaba el doctor que aquel reconocimiento tras cinco años de ausencia iba a ser terrible, y se engañó por completo.

Después de su regreso de París, Zarzoso, para conservar su tranquilidad estoica, había procurado evitar un encuentro con María y por esto huyó de todos aquellos puntos donde asistía el mundo elegante.

Creía el doctor que aquel encuentro con su antigua novia en circunstancias tan especiales le produciría una impresión profunda que vendría a reavivar el ya muerto amor; pero la entrevista sólo despertó en él una viva curiosidad no exenta de lástima.

María estaba desconocida. El dolor y la zozobra que le causaba el estado de su hijo producía algún desorden en su rostro, pero además de esto, Zarzoso notó en ella algo que forzosamente debía llamar la atención del golpe de vista de un buen médico.

Había perdido la joven aquel aspecto de salud y frescura que tanto la hermoseaba antes. Aún era bella, y sus ojos, que parecían haberse agrandado, brillaban con mayor fuego; pero, en cambio había adelgazado, perdiendo la vigorosa robustez que tan atractiva la hacía antes; su piel, que había adquirido un color densamente pálido, caía desmayada sobre el hueso, marcando rudamente todas las sinuosidades del cráneo, y la nariz, muy afilada, destacábase mucho sobre su rostro.

Zarzoso, al encontrarla tan cambiada, no pensó en su antigua pasión. Su carácter de médico se sobrepuso al amor, y lo único que se le ocurrió pensar al verla fue que María estaba muy enferma y que él tenía el deber de combatir aquella dolencia aún desconocida, que indudablemente se ocultaba en el interior de la joven y que poco a poco iba minando su organismo.

Fue realmente frío el encuentro de los dos antiguos novios.

María, por su parte, preocupada por el estado de su hijo, sólo tuvo para él una mirada de curiosidad. Le vio casi igual al último día en que entre suspiros y lágrimas se había despedido de él en el Retiro; los años transcurridos habían aumentado su aspecto de hombre grave y estudioso, y María, al verle así, dudó un momento de que aquel joven de aspecto sesudo y frío hubiese sido en París un calavera sin conciencia, que se entregaba a todas las locuras de la crápula.

Hubo un instante en que, contemplando a aquel hombre que había sido dueño de su corazón, el recuerdo de la antigua dicha surgió en ella con todos sus risueños atractivos; pero inmediatamente sobrevino en su memoria la burla que de ella habían hecho en París y el pensamiento de que su hijo estaba a pocos pasos de allí, delirando con la fiebre; y esto fue suficiente para que se repusiera y, con marcada frialdad, como si se tratara de un extraño recién llegado, dijera a Zarzoso:

—Pase usted adelante, doctor. Mi hijo está muy enfermo y toda mi esperanza la pongo en usted, que tanta fama tiene.

Zarzoso encontró al hijo de Ordóñez y de su antigua novia agitándose en su camita, víctima de una fiebre espantosa y balbuceando con la incoherencia propia del delirio.

A la vista de aquel pobre niño que tanto sufría, Zarzoso olvidó su anterior preocupación que le hacía mirar con odio al hijo de Ordóñez, y no pensó más que en ser médico y cumplir su santa misión.

En cuanto a la pobre madre, todo lo olvidó: su antigua pasión, la presencia de aquel médico a quien tanto había amado y los comentarios maliciosos que la vida podía suscitar en las personas enteradas del pasado. Comenzó a llorar silenciosamente y pugnando por ahogar sus sollozos, como si pudiera oírla aquel pobre niño enloquecido por la fiebre, y olvidada de todo, con esa suprema desesperación de la madre, capaz de las mayores locuras cuando ve próximo a perecer el pedazo de sus entrañas, sin darse cuenta exacta de lo que hacía, puso su mano en un hombro de Zarzoso y, con el mismo misterio que cuando le hablaba de amor, murmuró junto a su oído:

—¡Por Dios, Juan, sálvale! Tú sabes mucho, tú lo puedes todo; se cuentan de ti cosas milagrosas. Olvídate del pasado y piensa únicamente en mi hijo; piensa en mí, que moriré de pena si mi hijo llega a perecer.

Y poco después añadió, como si hubiese leído en el pensamiento del doctor:

—Olvida quién es su padre. Piensa únicamente en que yo soy su madre y quiero que viva. ¿Lo oyes bien, Juan? Quiero que viva; soy yo quien te lo ordeno.

Zarzoso estaba habituado a los lamentos de las madres y a sus accesos de desesperación, así es que, a pesar del tuteamiento de María y de sus súplicas ardientes, en aquel momento supremo no perdió la serenidad y procedió inmediatamente al examen del enfermito.

No necesitó hacer numerosas preguntas a la madre ni mirar mucho tiempo al hijo para convencerse de la clase de enfermedad de éste.

La hinchazón desmesurada de aquella cabeza que asomaba entre las sábanas, la terrible fiebre que consumía al raquítico cuerpecillo y un sello especial en aquellas facciones infantiles, le reveló la existencia de una meningitis aguda que había de combatir inmediatamente, pues la inflamación de las envolturas del cerebro amenazaba con un desenlace mortal.

Aquel descubrimiento sirvió a Zarzoso para ir encadenando una serie de observaciones hasta llegar a una conclusión fatal.

Miró a la madre, que ya al entrar le había parecido muy enferma, aunque se mantenía firme por un vigor nervioso, y haciendo un esfuerzo de imaginación, recordó el tipo físico de Ordóñez, a quien había visto varias veces en la calle; esto, unido al conocimiento de su vida de depravado, vino a convencerle de que la terrible tuberculosis se había apoderado de la familia.

El placer desordenado, los brutales excesos y la lepra del vicio, habían hecho nacer el terrible germen en el organismo del padre, donde, por un capricho de la naturaleza, tenía un carácter benigno que prometía largos años de lento desarrollo. Valiéndose del beso de amor, la tuberculosis habíase transmitido a la madre, donde se desarrollaba con mayor rapidez, como en un campo virgen dispuesto a acoger todos los cultivos y a desarrollarlos con inmensa fuerza, y de esta unión de seres emponzoñados por la enfermedad había nacido aquel pobre niño, organismo contagiado en el mismo vientre de su madre y que venía al mundo con el único destino de luchar algunos años contra una dolencia que al fin había de acabar con él.

Zarzoso seguía mentalmente la historia y el desarrollo de este contagio, transmitiéndose de unos organismos a otros, e inconscientemente, sin reparar en la presencia de María, murmuró, mirando la hinchada cabeza del niño:

—No hay duda, ahí se halla el terrible monstruo microscópico que tantas vidas acaba. ¡Oh! No ha sido muy escrupuloso en sus conquistas. La familia está completa.

María se alarmó al oír hablar de este modo a Zarzoso, y éste, apercibiéndose de su imprudencia, quiso remediarla, dando a la madre alguna esperanzas.

Se le había avisado muy tarde, pero aun así, tal vez se podría salvar al pequeño enfermo.

Preguntó después sobre los remedios que se habían dado al niño, y supo con sorpresa que el médico de la casa era un amigo, un protegido del padre Tomás, que parecía no dar importancia a la enfermedad, por lo cual la madre, desesperada y olvidando todo lo pasado, se había decidido a llamar al notable especialista de los niños.

Zarzoso experimentó gran sorpresa al ver que también en aquel asunto se mezclaban los jesuitas, de los cuales tan fatal memoria conservaba, desde que Judith le hizo aquellas revelaciones la misma noche en que la despidió.

El joven doctor, pasando a la habitación que servía a Ordóñez de despacho, extendió una receta, mientras que María, de pie a espaldas de él, le contemplaba fijamente.

La pobre madre, tranquilizada por las esperanzas que le daba el doctor, había recobrado la calma y ya no le tuteaba, volviendo a hablarle con la frialdad del primer momento

—Tome usted, señora —dijo el doctor ceremoniosamente, entregando la receta a su antigua novia—. Que vayan en seguida con esto a la botica.

—¿Cuándo volverá usted, doctor? —preguntó con ansiedad María, pues la presencia de aquel hombre parecía devolverle la calma.

—Antes de tres horas estaré aquí y le aseguro que no me retiraré hasta que por el momento hayamos vencido la enfermedad.

Zarzoso volvió al hotel, tal como lo había prometido, y pasó toda la noche a la cabecera del enfermito, poniendo en juego cuantos recursos le proporcionaba su ciencia y batallando con la terrible meningitis que parecía empeñada en arrojar al niño en brazos de la muerte.

María y el doctor pasaron la noche a ambos lados de la cama sin que se cruzaran entre ellos más palabras que las que arrancaban las diversas alternativas por que pasaba el enfermo.

De vez en cuando, en los momentos en que el niño parecía entrar en el período de favorable reacción, sus miradas se encontraban sin darse cuenta de ello y Zarzoso veía desaparecer poco a poco en los ojos de su antigua novia la fría hostilidad con que le había recibido aquella mañana.

Al amanecer, Zarzoso, mirando al niño, lanzó un suspiro de satisfacción. Estaba ya seguro del éxito; y la madre, adivinando en el rostro del médico tan grata noticia, volvió a llorar, pero esta vez fue de alegría.

La fiebre descendía rápidamente, el delirio había desaparecido ya, y el pobre niño, extenuado por tantas horas de atroz calentura y con cierta expresión de imbecilidad que aún hacía más conmovedora su mirada, fijaba los ojos en la pobre madre, que, enloquecida por la alegría, se inclinaba sobre el lecho abrazando a su hijo convulsamente.

Zarzoso se retiró a descansar, asegurando que volvería aquella misma tarde a las dos, y salió del hotel acompañándole Pedro hasta su casa, muy satisfecho de que la enfermedad del niño hubiese servido para que se formara cierta débil amistad entre dos seres que antes se habían amado tanto.

Aquella misma mañana, a las diez, entraba en el hotel el padre Tomás y se detenía a hablar con el portero, un guipuzcoano que él había introducido en la servidumbre de la casa, con el objeto de que le diera exacta cuenta de todas las visitas y al mismo tiempo le enterara de los secretos de la familia.

El poderoso jesuita había sabido, casualmente en la misma mañana, el estado desesperado del niño Paquito Ordóñez y acudía presuroso a enterarse por sí mismo de lo que ocurría.

Aquel niño era el ser que tal vez le interesaba más en todo Madrid y su nacimiento le había producido un verdadero acceso de furor. ¿Quién diablos iba a figurarse que un hombre corrompido como Ordóñez llegara a tener hijos? Aquel nacimiento había sido un obstáculo inesperado, un accidente con el que no había contado el padre Tomás al forjar su plan y que venía a impedir la realización de todas las esperanzas que el jesuita se forjaba acerca de la colosal fortuna de María. Por fortuna para él, el niño era digno hijo de su padre, y el médico de la casa, que estaba por completo a merced de la Compañía, aseguraba que no viviría mucho tiempo el triste retoño de un árbol podrido.

Estas seguridades eran lo único que alentaba al poderoso jesuita, el cual no perdía la confianza de que muriera de un momento a otro aquel niño a quien la medicina dosificaba con el título de candidato a la tuberculosis y cuyo organismo estaba predispuesto a adquirir las más terribles enfermedades.

Por esto, cuando en aquella mañana le dijeron el grave estado del niño, acudió presuroso al hotel con la infame esperanza de encontrar un cadáver.

—¡Qué! ¿Ha muerto ya? —preguntó ansiosamente al portero.

—No, reverendo padre. El señorito está mejor desde esta madrugada y se da ya por seguro su restablecimiento. La señora condesa ha pasado toda la noche en vela en compañía de Pedro, viendo las cosas extraordinarias que hacía para salvar al niño ese médico tan famoso que vive en la Carrera de San Jerónimo y que cura gratis a los pobres.

—¿Qué médico es ese? ¿Es que no han llamado al de la casa?

—¡Quiá! La señora condesa dice que para curar a los niños no hay nadie como el doctor Zarzoso.

El padre Tomás retrocedió un paso y se quedó mirando con asombro al portero, como si dudase de sus palabras.

—¿Dices que el doctor Zarzoso ha estado aquí?

—Sí, reverendo padre: aquí ha estado hasta esta madrugada y él es quien ha sacado al señorito de las garras de la muerte. Le he visto yo mismo: es un joven delgado, con gafas, muy serio y muy afable y simpático.

El jesuita quedó reflexionando por algunos minutos y dijo después:

—¿Ha quedado en volver hoy por aquí?

—Sí, reverendo padre; vendrá esta tarde a las dos.

—Pues bien —dijo el jesuita con acento imperioso, después de una pequeña vacilación—, cuando venga, lo haces entrar en el salón del piso bajo, diciéndole que espere un momento hasta que la señora se prepare para recibirle; yo estaré allí.

—Está bien, padre Tomás.

—Hasta luego, hijo mío; ahora tengo que despachar algunos asuntos.

Y el jesuita se alejó del hotel, sin que María se apercibiera de su llegada, pues la pobre madre, a pesar del sueño y del cansancio, no quería separarse un solo instante de la cama de su hijo.

III. LA BOFETADA

El corpulento portero se inclinó al paso del doctor Zarzoso, diciéndole con expresión respetuosa:

—La señora condesa no está visible en este momento, y me ha encargado ruegue a usted que tenga la bondad de esperarla algunos minutos.

Y diciendo esto, el criado condujo al doctor a un elegante salón del piso bajo, y después de volver a saludarle con la misma ceremonia se retiró.

Zarzoso, al verse solo, púsose a examinar aquella pieza, amueblada con exquisito gusto, ocupación que le era muy grata, pues a pesar de sus austeridades de hombre de ciencia gustábanle mucho los esplendores del lujo y los objetos elegantes que tenían cierto aspecto artístico.

Pasó algunos minutos ocupado en apreciar los originales dibujos de los cortinajes, la forma de los muebles y el mérito de las acuarelas y estatuillas que adornaban el salón, y cuando más ocupado estaba en admirar un gracioso barro de Benlliure, sintió a sus espaldas un ruido producido como por el roce de una persona que pisaba cautelosamente la alfombra.

Volvió rápidamente la cabeza creyendo encontrarse con María, y vio un sacerdote con el sombrero en la mano que, después de saludarle con exagerada finura, fue a sentarse en un sillón a corta distancia de donde se hallaba Zarzoso.

Púsose de espaldas a la luz, que entraba por las dos ventanas del salón; pero el doctor tuvo tiempo para apreciar aquel rostro anguloso y picudo que recordaba el hambriento perfil de las aves de rapiña.

No conocía personalmente al padre Tomás Ferrari, del que había oído hablar mucho; pero instintivamente, sin poder explicarse la verdadera causa, pensó que aquel cura debía ser el famoso padre de la Compañía.

El jesuita sonreía bondadosamente, fijando su mirada sencilla en el joven, y después de algunas tosecitas, como si quisiera entrar en conversación sin saber cómo, dijo al médico, que interiormente se sentía alarmado, aunque procuraba permanecer impasible:

—La señora condesa debe estar descansando, ya que nos hace esperar. ¡Pobrecita! ¡Cuán angustiosa es su situación! Sólo una madre puede resistir tantas fatigas sin decaer un solo instante.

Zarzoso se limitó a hacer un signo afirmativo, evadiendo la conversación que el sacerdote quería entablar.

—Ha sido muy notable el que Paquito se haya salvado tan rápidamente y que ahora se encuentre fuera de peligro. Ese doctor Zarzoso que le cura ha demostrado que es digno de la gran fama que goza en Madrid.

El médico, a pesar de su convencimiento de que el padre Tomás buscaba el entablar conversación con él, creyó del caso corresponder a estas últimas palabras inclinándose, al mismo tiempo que decía:

—Muchas gracias, señor.

—¡Ah! ¿Es usted el doctor Zarzoso? No tenía el honor de conocerle, aunque hace tiempo que le admiraba por los grandes servicios que presta a los desgraciados.

—Cumplo con mi deber y nada más.

—Tenía verdaderos deseos de conocerle a usted y de ser su amigo, aunque, en verdad, un hombre como usted no debe tener en mucho el afecto de uno de mi clase.

—¿Por qué, señor?

—Porque para nadie son un misterio las ideas que usted profesa ¡Lástima que un hombre tan caritativo tenga ideas tan contrarias a los dogmas religiosos!

—¡Bah! Yo soy amigo de todos sin fijarme en sus ideas religiosas. Me basta que los hombres sean honrados y probos.

Estas palabras las dijo Zarzoso con una intención que no pasó desapercibida para el jesuita y que le dio a entender que el médico le había reconocido.

—Usted me dispensará, señor Zarzoso, si me tomo ciertas libertades, pero, francamente, me apena ver a un hombre del criterio de usted alejado del gremio de la Iglesia, y desvaneciendo con su impiedad esos grandes méritos que contrae a los ojos del Señor, sacrificándose por la gente desheredada y miserable. ¡Ah, señor Zarzoso! Usted sería un santo, usted iría al cielo, si creyese algo más en Dios.

—No hago el bien con la esperanza de una recompensa futura. Para estar satisfecho de mis trabajos, me basta el agradecimiento de toda esa pobre gente cuyas enfermedades curo. La gratitud de las madres vale más, para mí, que todas las recompensas que pudiera encontrar más allá de la tumba, si es que realmente después de la muerte hay algo.

El médico dijo estas palabras con sencillez y convicción, por lo que el padre Tomás, que no quería entablar una discusión que le alejase de su objetivo, hizo caso omiso de las afirmaciones antirreligiosas del joven, y dijo variando repentinamente el tema de la conversación:

—La señora condesa debe estar muy agradecida a usted por el grande servicio que la ha prestado salvando a su hijo. Fue una resolución acertada la suya, al mandarle llamar.

Zarzoso callaba, no sabiendo adónde iría a parar el jesuita.

—Lo que extraño —continuó el padre Tomás— es que la señora condesa haya prescindido del médico de la casa, del cual no creo que tenga queja alguna. ¿No le parece a usted así?

Zarzoso hizo un gesto de irritación e impaciencia, y contestó de mal talante:

—Nada me importa eso que usted dice.

El jesuita calló durante algunos minutos y, por fin, dijo con resolución, afectando una franqueza ruda:

—Señor Zarzoso, me ha dado usted a conocer, hace poco, su nombre, y justo es que corresponda a tal franqueza. Yo soy el padre Tomás Ferrari, de la Compañía de Jesús.

—Le conozco a usted —dijo intencionadamente el médico.

—No es extraño. Aunque Dios no me ha favorecido con grandes cualidades, trabajo en su favor cuanto puedo, y mis servicios al Altísimo me han dado cierto renombre. Conozco el concepto en que ustedes, los enemigos de la Iglesia, nos tienen a los hijos de San Ignacio. En su concepto somos avariciosos, falsarios, maquiavélicos y hasta asesinos; pero esto no hace decaer nuestro ánimo, ni nos quita nuestra cristiana fe. También calumniaron al dulcísimo Jesús, y cuando el hijo de Dios sufrió pacientemente las injurias, bien podemos aguantarlas nosotros, que somos representantes indignos del Altísimo.

Zarzoso encogió los hombros con visibles muestras de impaciencia y como dando a entender que nada le importaba aquello, y el jesuita continuó:

—Yo soy un antiguo amigo de esta casa. La familia Baselga ha sido siempre muy afecta a la Compañía de Jesús, y en cuanto a Ordóñez, el marido de la condesa, soy para él como un segundo padre. No extrañe, pues, que me interese mucho por los asuntos de esta casa y que procure el velar en ella por la tranquilidad y la virtud que debe existir siempre en el seno de toda familia cristiana.

El padre Tomás, al hablar así, miraba fijamente a Zarzoso, y éste, impacientado ya, no pudiendo sufrir por más tiempo aquellas manifestaciones cuyo sentido no comprendía, pero en las que adivinaba cierta intención de molestarle, le interrumpió diciendo con expresión hostil:

—¡Bien! ¡Y qué! ¿Qué me importa a mí todo eso que usted me dice mirándome fijamente como si debiera darme por aludido? ¿Tengo yo algo que ver con las cuestiones internas de esta familia a la que visité ayer por primera vez? Yo me limito a ser médico y a prestar mis servicios cuando me llaman, dejando a usted la misión de arreglar las familias, o, lo que es más probable, de desarreglarlas.

Zarzoso estaba irritado, y como no creía necesario el fingirse amable con aquel inesperado visitante, le miraba con franca hostilidad.

—Hace usted mal en irritarse —dijo el jesuita cada vez con mayor calma, conforme se endurecía el joven—. Me he tomado la libertad de decirle las anteriores palabras, justamente porque estoy convencido de que de usted depende la futura tranquilidad de esta casa; solamente que muchas veces hacemos el mal sin saberlo, y cuando se nos reprende por ello, no podemos menos de extrañarnos.

Esto, que equivalía a una acusación, acabó de indignar a Zarzoso, quien, sin embargo, procuró contenerse, y dijo con frialdad amenazadora:

—Explíquese usted, caballero.

El padre Tomás parecía gozar viendo la creciente indignación del joven y, después de una breve pausa, se expresó así:

—Lo que usted ha hecho acudiendo a esta casa donde un pobre niño necesitaba los auxilios de su ciencia es muy santo y muy bueno; pero no lo sera tanto si usted sigue viniendo por aquí, ahora que el enfermito está ya fuera de peligro. ¿No le parece a usted que la gente podrá hacer comentarios muy desfavorables al ver que usted viene con mucha frecuencia a esta casa?

—¡Caballero! O usted no tiene muy firme la razón —dijo Zarzoso con voz temblona por la ira—, o quiere divertirse conmigo, cosa que no le permitiré. ¡Es donosa la ocurrencia! ¿Puede acaso llamar la atención de nadie el que un médico visite la casa de un enfermo? Entonces la calumnia se cebaría continuamente en nosotros los médicos, pues en un mismo día entramos en diferentes casas para cumplir nuestra sagrada misión.

El padre Tomás, sonriéndose, acercó su sillón al asiento del joven y le dijo confidencialmente:

—Eso que dice usted es verdad; pero aquí, en la presente ocasión, aunque usted se resista a creerlo, sus visitas pueden originar comentarios muy desfavorables. El pasado no es para todos un secreto.

—¿Qué quiere decir usted con eso?

—Que hay quien sabe que no es la primera vez que la condesa de Baselga y el doctor Zarzoso se encuentran, y como usted comprenderá, esto puede dar lugar a comentarios muy desfavorables. ¿Se altera usted, doctor? ¿Se ofende acaso por mis palabras?… Conozco que no es muy grato cuanto le digo, pero mi carácter de antiguo amigo de la casa me obliga a ser franco hasta la rudeza. Aún estamos a tiempo de evitar el mal; aún podemos lograr que la gente no murmure. Si usted siente algún interés por la condesa, si en algo estima su prestigio de mujer honrada, debe agradecerme lo que yo hago en estos momentos y ayudarme a evitar murmuraciones escandalosas. Señor Zarzoso, créame usted: debe alejarse usted de esta casa bien convencido de que con ello presta un gran servicio a la condesa.

—¿Le ha encargado a usted ella misma que me dijera tales palabras? —preguntó con amargura el joven.

—No. La condesa ignora que en estos momentos los dos nos hallamos aquí. Esta resolución, que usted juzgará como crea más conveniente, es mía absolutamente y está inspirada en el santo deseo de conservar la paz en una familia cristiana. Estoy plenamente convencido de que usted, señor Zarzoso, a pesar de sus ideas antirreligiosas, es un hombre honrado; pero no puedo permitir que algún malicioso, conocedor del pasado, en vista de las frecuentes visitas de usted a esta casa, dude del honor de María.

Y el jesuita se expresaba con tanta sencillez y con tal aire de hombre honrado, que el doctor iba perdiendo terreno y hasta se convencía de que algo había de cierto y prudente en los temores que manifestaba. Sin embargo, sintió la necesidad de sondear a aquel hombre terrible para saber hasta dónde llegaban sus designios.

—Algo hay de cierto en cuanto usted supone y prometo dejar de visitar esta casa apenas el niño entre francamente en la convalecencia; pero… ¿qué es eso del pasado que usted nombra?, ¿qué sabe usted de mi vida, para afirmar que mis visitas a la condesa pueden dar lugar a comentarios?

—Señor Zarzoso, lo que en este mundo se hace nunca queda en el misterio. Yo sé que usted y María se amaron hace algunos años y por esto me temo que la antigua pasión vuelva a renacer con el continuo trato.

Zarzoso, a pesar de que estaba en guardia contra la astucia del jesuita, no esperaba que éste tuviera conocimiento de sus antiguos amores, así es que quedó muy sorprendido al oír las últimas palabras del padre Tomás.

—Pero ¿cómo sabe usted eso? —preguntó el médico con extrañeza.

—¡Oh, señor Zarzoso! Nosotros, por razón del cargo de que estamos investidos, sabemos muchas cosas que los interesados creen guardadas por el más absoluto secreto. Yo conozco toda la historia de los amores entre usted y María, y por lo mismo, puedo apreciar con imparcialidad el carácter de ambos y tener el convencimiento de que es conveniente que ustedes no se vean con frecuencia. Se han amado demasiado en otros tiempos para que puedan tratarse ahora con esa tranquilidad de ánimo que es la fiel compañera de la virtud.

Y el jesuita sonreía con expresión triunfante al ver desconcertado y confuso al médico por la inesperada revelación.

Zarzoso, con la frente inclinada y muy extrañado de que el padre Tomás se atreviera a hacer tales manifestaciones, reflexionaba intentando adivinar la verdadera intención del jesuita al decir tales palabras.

—Es muy extraño —dijo Zarzoso con irónico acento— que usted, por su afecto a esta familia, se tome tanto interés en averiguar el pasado. Oyéndole es como he comprendido, hace pocos momentos, ciertas cosas que en mi época de enamorado no podía explicarme. Yo he sido muy combatido por enemigos desconocidos que se ocultaban en la sombra; yo he tenido que luchar con terribles maquinaciones cuya procedencia ignoraba, pero que ahora veo claramente. Padre Tomás Ferrari, ya que usted se ha descubierto voluntariamente, yo voy a ser también muy franco. Ya no somos aquí el sacerdote y el médico; somos dos seres iguales, dos hombres que únicamente estamos separados por una diferencia que consiste en que el uno hace todo el bien que puede y ése soy yo, y el otro se ha pasado la vida produciendo el mal, y ése es usted. Vamos a hablar con entera franqueza. ¿Tenía usted conocimiento de mis amores cuando yo aún era dueño del corazón de María?

—No acostumbro nunca a negar mis actos, y por esto no vacilo en decirle, que antes de que usted marchara a París, ya sabía yo sus relaciones con María.

Zarzoso iba contrayendo su rostro con un gesto de hostilidad, que aún resultaba más terrible en un joven que siempre se mostraba frío y correcto. La franqueza del padre Tomás le irritaba más que si hubiese mentido, pues creía ver en aquélla, como un reto a su indignación y un desprecio a su persona.

—¿Y fue usted —preguntó con voz temblona por la ira— quien hizo terminar aquellos amores?

El jesuita sonrió con expresión de mansedumbre, como despreciando las furibundas miradas que le dirigía el joven, y contestó con calma:

—Sí, yo fui.

Zarzoso, nervioso y conmovido, saltó de su asiento abalanzándose sobre el jesuita; pero la calma de éste le desconcertaba a pesar suyo, y en vez de golpearle, como era su primer deseo, se limitó a exclamar con asombro:

—¡Y tiene usted el valor de confesarlo!

—Señor Zarzoso, el hombre debe siempre decir la verdad, y si confiesa sus malas acciones, ¿con cuánta más razón debe hacer alarde de sus buenos actos? Usted no tendrá por acción meritoria el hacer que terminasen aquellos amores; esto es simplemente cuestión de apreciación, pues yo en cambio creo que presté un servicio inmenso rompiendo las relaciones que existían entre usted y María. La condesa es cristiana, pertenece a una familia que siempre se ha distinguido por su puro catolicismo y su amor a las sanas doctrinas, y yo, como servidor fiel de los intereses de Dios, no podía consentir que una joven así se uniera eternamente con un impío que podría ser muy honrado, no lo dudo, pero que es enemigo de Dios, que escandaliza a la sociedad con sus infernales doctrinas, y sobre el cual, más o menos, pronto caerá la cólera del Altísimo. Como usted comprenderá yo, que tanto amo a María, no podía permanecer tranquilo al verla marchar rectamente a su perdición.

—No está mal, jesuita —contestó el joven con acento seráfico—. No está mal hilvanada esa excusa. No quiso usted permitir que María se uniese a un hombre que no es católico porque esto podía traerle la desgracia, y en cambio la casó usted con un pillete a quien conoce todo Madrid, con un aventurero de la peor especie, a quien ninguna persona honrada puede dar la mano sin sentir rubor.

El jesuita afectaba escandalizarse por estas enérgicas palabras.

—Señor Zarzoso, piense usted bien eso que dice contra Ordóñez, pues sentiría que esta conversación fuese causa de un incidente desagradable. Ordóñez no es ningún pícaro. Ha tenido sus cosillas, propias de un joven atolondrado y rico, pero no ha traspasado los limites de la honradez y se ha portado siempre con la decencia propia de un joven que ha sido discípulo mío. Además está usted en su casa y no creo muy correcto eso de insultar al dueño que se halla ausente.

Zarzoso estaba demasiado irritado para hacer caso de las indicaciones del jesuita. Las insolentes declaraciones de éste habían enfurecido al joven, y bien sabido es cuán terribles son los hombres fríos y tranquilos cuando llegan a encolerizarse.

—Yo diré cuanto quiera —rugió Zarzoso— y no será usted quien me lo impida. ¿Cree usted acaso que me atemoriza la idea de que Ordóñez me pida cuenta de mis palabras? Yo soy un hombre que no busco las reyertas, pero que tampoco las rehusó cuando llega la ocasión, y experimentaría un placer sin límites si algún día me viera frente a frente de ese antiguo aventurero a quien odio. Lo digo y no me retractaré nunca pues estoy bien convencido de ello. Ordóñez es un canalla aristocrático que ha buscado una mujer inocente y sencilla para explotarla, y usted un miserable calumniador, que no vaciló en atacar mi dicha por los más infames medios, indudablemente con la intención de apoderarse de la colosal fortuna de María. Conozco mucho a los jesuitas y sé cuál es la principal norma de todos sus actos.

El médico se detuvo mirando fijamente al padre Tomás para apreciar el efecto que le causaban sus palabras; pero su indignación fue en aumento al ver que el jesuita permanecía callado, afectando la santa resignación del justo que se ve calumniado.

Zarzoso, a pesar de la rabia que le producían aquellas declaraciones del jesuita, quiso saber toda la verdad y siguió preguntando.

—¿Usted, indudablemente, me seguiría también con su astuta mirada hasta en París, buscando una ocasión para desconceptuarme a los ojos de María? ¿No es eso, padre Ferrari?

—Señor Zarzoso, ¿a qué seguir hablando, si esto no ha de producirle a usted más que indignación ahora y reyertas después? Somos dos caracteres distintos, dos hombres de diversas ideas que no podremos llegar nunca a comprendernos y por más que yo me esfuerce, nunca sabrá usted apreciar en lo que vale la bondad de esa conducta que le parece infame. Sí usted amaba a María, yo la quiero como a una hija y no podía permitir que perdiera su alma por toda una eternidad, uniéndose a un impío que la contaminaría con sus ideas infernales. Inútil es que usted me pregunte más. Bástele saber que he hecho cuanto he sabido y podido para romper las relaciones entre usted y María y que la muerte de su amor debe atribuirla exclusivamente a mí. Después de esto, y en pago de mi franqueza, sólo le pido que se retire cuanto antes de esta casa donde su presencia resulta fatal.

—¡Me iré, sí, me iré! —dijo Zarzoso con furor—. No quiero permanecer en una casa donde es fácil codearse con canallas como Ordóñez y su maestro y protector el padre Tomás. ¡Pobre María! ¡De qué gente estás rodeada! Pero antes de marcharme, quiero conocer en toda su extensión la vil trama de que fui objeto. Padre jesuita, conteste usted con claridad. Tenga usted el valor de los grandes bandidos que se envanecen de confesar sus fechorías. ¿Fue usted quien hizo que allá en París, una mujer fatal se apoderara de mí, con el único objeto de proporcionarse un recuerdo de mi amor con María, que sirviera para enemistarme con ésta?

—Sí, yo fui —contestó con cínica audacia el jesuita—. De seguro que usted considerará el acto como poco correcto; pero todos los medios son buenos cuando con ellos se trata de salvar un alma. El Señor escoge muchas veces los caminos más apartados para hacer el bien y por esto aquella mujerzuela de París sirvió para librar a María de la perdición eterna.

Zarzoso, que estaba en pie y a corta distancia del jesuita, habló, gesticulando como un loco, al escuchar estas últimas palabras:

—¡Ah, miserable hipócrita! ¡Reptil con sotana! ¿Conque tantos males ha hecho usted con el único objeto de salvar el alma de María? Lo que la Compañía ha buscado siempre, al vivir tan unida a la familia Baselga, ha sido apoderarse de sus millones, casando a las mujeres de esas familias con hombres miserables y sin conciencia que sirvieran al jesuitismo de instrumento. Por eso la Compañía ha perseguido a todos los que por amor han intentado unirse a las hembras de la estirpe de los Baselgas; por eso fue acosado hasta morir en extranjero suelo aquel infeliz mártir que se llamaba don Esteban Álvarez, y por eso yo también he sido víctima de traidores maquinaciones. ¡Ah, infames! Conozco la significación que en labios de un jesuita tiene esa frase de salvar un alma. Vosotros sólo salváis almas que tengan millones.

El padre Tomás no se inmutaba ante aquella indignación creciente del joven, que hacía que las manos de éste se agitasen cerca del rostro del jesuita, y aun en su cínica audacia tuvo valor para decir:

—Según lo enterado que usted se muestra de la gran fortuna que posee María, no parece sino que su indignación reconozca por causa el haber perdido la ocasión de un matrimonio que le hubiera hecho dueño de tantos millones. Siento, en verdad, haberle estorbado tan bonito negocio.

Este insultó causó tal efecto en el joven, que el jesuita se arrepintió inmediatamente de haberlo pronunciado, y se levantó con rapidez de su asiento. Pero Zarzoso, que estaba ciego por el furor y temblaba de ira, cayó sobre el padre Tomás antes que éste llegara a enderezarse, y dio al jesuita una terrible bofetada.

Recibió éste el golpe y en sus ojos brilló una iracunda expresión de furor reconcentrado, propia para infundir miedo al que supiera de lo que era capaz aquel hombre; pero inmediatamente se repuso, y apoyando en un hombro la mejilla enrojecida por la bofetada, presentó la otra al joven, diciendo con evangélica resignación:

—Siga usted pegando. Mayores humillaciones sufrió Dios por hacer el bien. Pegue usted, joven, que yo le perdono.

—¡Ah, hipócrita! ¡Hipócrita! —rugió Zarzoso con la mano todavía levantada.

Pero el aspecto de aquel hombre, que afectando humildad y resignación aguardaba el golpe sin conmoverse, le desarmó en seguida, haciéndole bajar la mano. Él no podía seguir desahogando su justo furor, a pesar de que estaba convencido de que aquella resignación era pura farsa.

Irritado porque el enemigo, a quien odiaba, no era tan audaz en sus actos como en sus palabras, y comprendiendo que de seguir allí cometería la infamia de ensañarse con un hombre que no quería defenderse, se apresuró a salir de la casa.

No quería ver más a María, y maldecía en aquel momento la hora en que a ésta se le había ocurrido llamarle, sacándole de la plácida tranquilidad en que vivía.

Marchó de espaldas hacia la puerta, lanzando iracundas miradas al jesuita, que seguía con la cabeza baja, afectando humildad; y cuando llegó a la puerta, dijo con resolución:

—Se cumplirán los deseos de usted; no volveré más por aquí, pero conste que el niño que está arriba se halla ya fuera de peligro, y si es que hay malvados que le hacen sufrir una mortal recaída, aquí estoy yo que sabré exigir responsabilidad a los culpables. Adiós, jesuita. Estamos en paz: mucho daño me has hecho, grandes dolores me has obligado a sufrir, pero al menos acabas de proporcionarme la satisfacción de que abofetee ese rostro, inmunda máscara tras la cual se oculta la doblez y la mentira.

Salió el médico de la habitación, y al quedarse solo el jesuita, permaneció algunos minutos inmóvil y ensimismado.

Después rascose la mejilla, enrojecida por la bofetada, y dijo con calma, sonriendo con expresión diabólica:

—¡Ah doctorzuelo! Caro te ha de costar este desahogo.

Inmediatamente salió del hotel, sin que la desconsolada condesa, siempre al lado de la cama de su hijo, llegase a apercibirse de lo que había ocurrido en el piso bajo, y media hora después el jesuita estaba en su despacho escribiendo un papel, que luego entregó a uno de sus secretarios, encargando que inmediatamente lo llevasen a su destino.

Era un telegrama:

Londres

Fleet Street, 5. Hotel Hig-Liffe

Francisco Ordóñez

Ven inmediatamente; asunto de honor urgentísimo. Te necesito.

Tomás Ferrari.

IV. La mansedumbre del padre Tomás

Cuatro días después, estaba ya en Madrid el elegante Ordóñez.

Había sido muy oportuno para él el telegrama del padre Tomás.

Las grandes corridas de caballos de la ciudad de Londres habían sido muy funestas para Ordóñez, pues perdió todas las apuestas que hizo, y éstas eran tan considerables que no sólo se quedó sin dinero, sino que tuvo que recurrir a pedir prestados algunos centenares de libras esterlinas a los amigos que tenía en la alta sociedad londinense.

El telegrama del jesuita sirvió a Ordóñez de pretexto para huir, antes de que terminasen las carreras, sin que sus amigos pudieran achacar este acto al temor de seguir perdiendo; e inmediatamente salió para Madrid, pensando de dónde sacaría los seis o siete mil duros que debía entregar sin pérdida de tiempo a sus aristocráticos acreedores.

Ordóñez, que nunca se había preocupado por las deudas, sentía ahora la impaciencia de pagar cuanto antes, para no sufrir menoscabo alguno en su fama de hombre opulento, pues sus amigos de Londres le creían dueño absoluto de la presente fortuna que pertenecía a su mujer.

Ordóñez tenía puestos sus ojos en el padre Tomás, proponiéndose que fuese éste quien se encargara de satisfacer la presente deuda como ya lo había hecho con otras.

¿No le llamaba con gran urgencia diciendo que necesitaba de él? Pues bien, ya que con tanto imperio le mandaba, al menos que pagase la exacta obediencia, encargándose de extraer, del peculio de María, la cantidad que el esposo necesitaba para pagar sus deudas.

Deseoso Ordóñez de arreglar cuanto antes aquel asuntillo, y de mostrarse obediente y respetuoso con el padre Tomás, fue a buscar a éste en su despacho el mismo día de su llegada.

El jesuita le recibió con la misma cordialidad fría y calmosa que si le hubiese visto el día anterior.

—¡Hola, perdido! —le dijo con benevolencia—. Por fin te has decidido a venir, abandonando ese maldito sport, que ha de ser tu ruina. ¿No has sabido la peligrosa enfermedad de tu hijo?

—Sí, un día antes de recibir el telegrama de usted me telegrafió María, y yo me disponía ya a venir, cuando recibí la orden de vuestra paternidad que sirvió para acelerar aun más mi marcha.

Ordóñez mentía, pues la enfermedad de su hijo, aunque le causó cierta impresión, no le había decidido a regresar rápidamente a Madrid. Al recibir el telegrama de María le quedaba todavía algún dinero y confiaba desquitarse en las corridas que aún habían de verificarse.

«¡Bah! —se dijo el amable vividor al recibir el aviso de su desolada esposa—. Porque yo vaya allá, Paquito no se pondrá mejor; además, las madres exageran siempre mucho. Esto no pasará de ser una enfermedad propia de la niñez y que todos hemos sufrido; el sarampión, por ejemplo. La semana que viene me iré…».

Y Ordóñez se olvidó por completo de su hijo, lo que no impedía que ahora, en presencia de su temible protector, se esforzase en demostrar que le había herido en el alma la noticia de la enfermedad del niño, y que experimentó una alegría inmensa a su llegada, al saber que Paquito estaba ya fuera de peligro.

—Vaya, no te esfuerces tanto en demostrarme lo que no sientes —dijo el jesuita, que conocía bien a su discípulo—. No niego que querrás a tu hijo, pero estoy convencido de que entre él y el Gladiateur, el Vincitor o cualquier otro caballejo de esos que corren en las carreras, te vas con los últimos.

—¡Oh, padre Tomás! ¡Qué bromas tiene usted!

—Vamos a ver. ¿Cómo te ha ido en las carreras?

Ordóñez se animó con esta pregunta. Antes de entrar en aquel despacho, estaba muy preocupado buscando el medio de abordar al jesuita para suplicarle que le librase de tan afrentosas deudas, y ahora, he aquí que era el mismo padre Tomás quien inesperadamente le ponía en camino de hacer la petición.

El aristocrático calavera adoptó un gesto de compunción y murmuró:

—Mal; muy mal, reverendo padre. He sido muy desgraciado, y la fortuna se ha burlado de mí todo lo que ha querido. No sólo perdí cuanto dinero llevaba, sino que además he contraído algunas deudas con mis amigos del Genthleleman-Club de Londres. Esto es terrible; deudas que no pueden ser más sagradas y que hay que pagar apenas llega uno a su casa, así tenga que vender hasta su última camisa.

Ordóñez se detuvo, pues como la costumbre siempre que le iba con tales demandas al jesuita, éste ponía la cara fosca, preparándose a anonadarle con un terrible sermón; pero con gran sorpresa del calavera, el padre Tomás no sólo impasible, sino que hasta le pareció a él que por sus labios vagaba una tenue sonrisa.

Buen signo era aquél. Ordóñez sintió renacer su ánimo, y su osadía aún fue en aumento, cuando el jesuita, sin hacer comentario alguno, le preguntó sencillamente:

—¿Y cuánto es lo que debes?

—Veinte mil duros —contestó sin vacilar Ordóñez y sin importarle mentir otra vez.

Veía tan bien dispuesto al padre Tomás y tan animado por una inesperada benevolencia, que juzgó muy prudente el aprovecharse de la ocasión para adquirir dinero. El jesuita, al conocer la cantidad hizo un gesto de desagrado y Ordóñez creyó que en vez de pagar sus deudas, lo que iba a hacer el jesuita, era dirigirle uno de sus terribles sermones; pero pronto se tranquilizó al oírle hablar.

—Mucho dinero es ése, y de seguro que a seguir en tu desordenada vida, pronto serán insuficientes para tus gastos las cuantiosas rentas de tu mujer.

Pero el padre Tomás pareció arrepentirse del tono con que hablaba a Ordóñez, y añadió después benévolamente:

—Pero en fin, hijo mío, ya que has contraído tales deudas, preciso es pagarlas, y no seré yo quien me oponga a ello. Al hacer aquel trato que tú recordarás, te prometí mi consentimiento para que gastases cuanto quisieras de las rentas de tu esposa, y no he de faltar a mi palabra a pesar de que noto que abusas demasiado de mi permiso. Mañana mismo hablaré con el administrador de tu esposa, y aunque creo que no anda muy sobrado de fondos, arreglaremos el asunto para que tengas cuanto antes los veinte mil duros.

Ordóñez estaba encantado por la servicial benevolencia del padre Tomás.

Ni aun influido por el mayor optimismo, podía él imaginarse que iba a serle tan fácil el adquirir la exagerada cantidad en que había fijado sus deudas.

El elegante manifestó su agradecimiento con las más expresivas palabras que encontró; pero se detuvo de pronto, y afectando gravedad, dijo a su protector:

—Perdone usted mi aturdimiento, padre Tomás. Ocupado en mis asuntos, he olvidado que usted me necesita y que por esto me envió el telegrama a Londres. ¿En qué puedo yo servirle? Mande, que inmediatamente obedeceré.

El padre Tomás puso también un gesto de gravedad y entró de lleno en el asunto que a él le resultaba más importante.

—Es verdad que hablando de tus deudas hemos olvidado el asunto principal. Te he mandado llamar porque en tu pronta venida consistía que tu honor quedase a salvo.

—¡Mi honor! —exclamó Ordóñez, que, como perfecto aventurero de la clase elevada, era capaz de cometer las mayores estafas, sin que por esto dejase de palidecer apenas se ponía en duda lo que él llamaba su honor.

—Sí, tu honor, hijo mío —continuó el padre Tomás con la expresión del que hace revelaciones importantísimas—. Durante tu ausencia han ocurrido en tu casa algunas cosas que hacían necesaria tu pronta llegada aquí.

—Hable usted, padre Tomás. Espero con impaciencia esas revelaciones importantes.

—¿Recuerdas que María, antes de concederte tu mano se mostraba preocupada y desdeñosa, hasta el punto de que tú creías que tenía ciertos amores en secreto?

Ordóñez contestó con un signo afirmativo.

—Pues bien: lo que tú sospechabas era la verdad. María amaba con delirio a un joven médico que estaba haciendo sus estudios en París, y que ahora es un doctor célebre a quien conoce todo Madrid.

—¿Cuál es su nombre? —preguntó con impaciencia Ordóñez.

—El doctor don Juan Zarzoso. Es especialista en enfermedades de niños y tiene gran fama por sus asombrosas curaciones. ¿Lo conoces?

—No lo he visto nunca; pero he leído muchas veces su nombre en los periódicos.

—Pues bien; ese hombre fue novio de María, y sus amores no eran una niñada para pasar el tiempo, pues te puedo asegurar que María lo amó como una loca y tal vez hoy la imagen de Zarzoso aún ocupa en su corazón un lugar preferente. Si la que es hoy tu mujer accedió a darte su mano, fue porque en aquel momento estaba irritadísima por una infidelidad, más o menos cierta, del hombre amado. Sé que María, por su educación y por su carácter excesivamente pundonoroso, es incapaz de faltar a sus deberes conyugales; pero tengo la certeza de que en el fondo ama más a su antiguo novio que a su marido.

Ordóñez se había preocupado pocas veces del amor de su esposa. Seguía, como antes, entreteniendo a bailarinas y disputando la posesión de las mundanas más famosas a sus compañeros en calaveradas, pero a pesar de la indiferencia con que siempre había mirado a su esposa, no pudo evitar un movimiento de despecho al oír tales revelaciones. Aquello no eran celos, sino una irritación del amor propio herido.

Con una mirada hostil, dio a entender al jesuita el efecto que le causaban sus revelaciones, y éste continuó, bastante satisfecho del resultado de sus palabras:

—Pues bien, hijo mío; ese hombre que en realidad es el dueño del corazón de tu esposa, ha entrado estos días en tu casa y ha permanecido allí una noche entera.

—¡Eh! ¿Qué es lo que usted dice, padre Tomás? —exclamó furioso y alarmado Ordóñez por aquellas palabras dichas con tan marcado deseo de molestarle.

—¡Calma, hijo mío, calma! No hagas todavía suposiciones, y espera que acabe de hablarte. María te es fiel, no ha faltado a sus deberes, pues Zarzoso entró en tu hotel llamado como médico y no como antiguo amante. Tu hijo estaba gravemente enfermo de un ataque de meningitis aguda, y María, no sabemos si aturdida o con otra intención, en vez de llamarme a mí y al médico de la casa, solicitó el auxilio de Zarzoso, el cual, justo es confesarlo, salvó al pobre Paquito después de pasar una noche entera a la cabecera de su cama luchando con la terrible enfermedad.

Ordóñez se había tranquilizado al ver el giro que tomaba la revelación, y dijo sonriendo:

—Según esto, no veo que la cosa sea tan grave. Es verdad que María ha obrado ligeramente al llamar a casa a su antiguo novio, pero una madre no repara en nada cuando se trata de salvar a su hijo que está en peligro.

—Es verdad —dijo el jesuita contrariado por la benevolencia que mostraba Ordóñez— que hasta aquí la cosa nada tiene de grave; pero ahora verás cómo cambia de aspecto. Yo fui a tu casa apenas supe el estado de tu hijo; allí me encontré casualmente con el doctor Zarzoso y supe con asombro, que él era quien curaba al niño y que por esto pasaba gran parte del día en el hotel. Ya puedes imaginarte lo que pensaría yo en presencia de aquel hombre, cuyos antiguos amores sabía. Comprendí que de conocer alguien, que no fuera yo, la historia de los pasados amores, no tardarían en surgir desfavorables comentarios en vista de la asiduidad con que Zarzoso entraba en tu casa, y por otra parte, me asustó la natural idea de que rozándose dos seres que se habían adorado tanto, no tardaría en despertar el adormecido amor, y entonces María sería capaz de olvidar sus deberes y serte infiel. ¿Pensaba bien o no? ¿Qué te parece, hijo mío?

Ordóñez contestó afirmativamente, y dio a entender al jesuita que esperaba con impaciencia el resto de sus revelaciones.

—Movido por el deseo de impedir ese peligro que veía tan próximo, hablé a Zarzoso rogándole en nombre del cielo, que no volviese más por aquella casa, con lo cual dejaría tranquila una familia y se portaría como un caballero. ¿Y cuál crees tú que fue su contestación?

El jesuita se detuvo como gozándose en la perplejidad y la impaciencia de su protegido, y añadió después:

—Debo advertirte que el tal Zarzoso es un impío, un ateo, un defensor de doctrinas infernales, que tal vez hace todos esos actos de caridad que tanto prestigio le dan, con el único objeto de engañar y seducir a la gente sencilla. ¡Qué diferencia entre ese joven y los que, como tú, habéis sido educados por la Santa Compañía en los sanos principios religiosos! En vez de respetar mis años y estos sagrados hábitos que llevo, contestó a mis cariñosas palabras, a mis mansas exhortaciones, con insultos y amenazas, acabando por darme una bofetada.

—¡Le abofeteó a usted!… ¡Y en mi casa! —exclamó Ordóñez con asombro.

—Sí, me golpeó villanamente en esta mejilla, y como si esto no le bastara para desahogar su rabia, te insultó a ti que estabas ausente, diciendo que deseaba matarte, porque en su concepto eres un canalla que le has robado a la mujer amada, añadiendo que te conocía muy bien, que eres un estafador, y qué sé yo cuántas cosas más.

Ordóñez se había levantado de su asiento, pálido, tembloroso y con el bigotillo erizado por un gesto de ira.

Revivía en él el antiguo espadachín, que valido de su superioridad en las armas, quería siempre tener razón y a los que le acusaban por sus estafas o por sus fullerías en el juego, les contestaba con estocadas.

El jesuita, aunque permanecía exteriormente impasible, debía sentir en su interior gran satisfacción, al ver el coraje que tales palabras producían en su discípulo.

—Yo no siento la bofetada —dijo con expresión de mansedumbre—. Sacerdote soy del Hijo de Dios, que recibía con la más sublime paciencia las más terribles injurias, y tengo la obligación santa de perdonar a los que me maltraten. Pero yo, hijo mío, permanecería impasible y aún daría gracias a Dios, porque así pone a prueba mi paciencia, si el que me abofeteó fuese uno de los nuestros, un buen católico que en un rapto de furor hubiese cometido tal atentado; a ése le perdonaría; pero no puedo transigir con el hecho de haber sido abofeteado por un impío, por un ateo a quien inspira el diablo. Esto es para mí intolerable, pues tengo la convicción de que ese desgraciado obró así con el afán de humillar a nuestras divinas creencias, y que al golpearme a mí no pensó en insultar al sacerdote, sino a la Iglesia entera.

Se detuvo el jesuita para apreciar el efecto de sus palabras, y viendo a Ordóñez cada vez más conmovido por una sorda irritación, continuó:

—¡Abofetear a la Iglesia!… ¿Crees tú, hijo mío, que tal atentado puede quedar impune? Yo, como campeón de Dios, no puedo transigir con la idea de que triunfe el Infierno y la Iglesia quede humillada, cosa que sucederá si ese hombre terrible no sufre un castigo digno de él. ¡Ah! ¡Si yo no vistiese estos hábitos!… ¡Si no fuese tan viejo! Mi situación es igual a la del anciano padre del Cid, después de recibir la bofetada del conde Lozano; pero en vano busco a mi alrededor quién ha de vengarme, pues no encuentro un Rodrigo dispuesto a desenvainar su espada por mí.

Ordóñez le interrumpió, como ya lo esperaba el jesuita:

—Yo seré ese vengador que vuestra reverencia necesita. Odio a ese joven, tanto por el atentado de que le ha hecho a usted víctima como por sus antiguas relaciones con María. Además, los insultos que según usted afirma me dirigió, y el haber ocurrido en mi casa la violenta escena, me autorizan para retar a ese caballero y para matarle después; pues ya sabe usted que hay pocos tan hábiles como yo en el manejo de las armas.

El padre Tomás afectaba estar conmovido por aquel rasgo que calificaba de sublime y decía con expresión de júbilo:

—Acepto tu generoso ofrecimiento, tengo la seguridad de que Dios te premiará este servicio que vas a prestar a su causa. Admito tu ofrecimiento principalmente porque estoy convencido de que saldrás victorioso. Tienes gran fama de tirador.

—¿Y ese médico no es experto en el uso de armas? —preguntó con cierta inquietud el elegante.

—No creo que sepa manejar otro acero que el del bisturí. Toda su vida la ha empleado en aprender infamias científicas, para negar a Dios y a la religión.

—Esta misma tarde le enviaré mis padrinos. Voy a ir, sin pérdida de tiempo, en busca de dos amigos de confianza. Los pillaré en casa antes de que salgan.

—Espero, hijo mío, que para nada figurará mi nombre en este asunto.

—Pierda usted cuidado, padre Tomás. Conozco de sobra lo que son estas cosas. Mi reto estará fundado en el disgusto producido por ciertas violencias que Zarzoso se ha permitido en mi casa y por los insultos que me dirigió estando yo ausente.

—¡Bravo! Eso es. Que no se mencione para nada la bofetada que me dio.

—Así se hará; tanto más, cuanto que él, como persona inteligente, podrá adivinar de dónde viene el golpe y cuál es la verdadera causa del reto.

Aún hablaron durante algunos minutos el padre Tomás y aquel protegido a quien él llamaba pomposamente el campeón de Dios, a causa de la venganza de que se había encargado.

El reloj del despacho dio las once y Ordóñez se apresuró a marcharse.

—Buena hora —dijo alegremente— para pillar a mis dos amigos en la cama. De seguro que ninguno de los dos se ha levantado todavía. Hasta mañana, padre Tomás. Antes de veinticuatro horas ese mocito habrá llevado su merecido.

Estaba ya Ordóñez junto a la puerta cuando le llamó el jesuita, diciéndole con acento bondadoso:

—Escucha, atolondrado. El que nos ocupemos de mis asuntos no es motivo para que olvidemos los tuyos. Hablaré esta tarde al administrador de la condesa para que te entregue lo que necesitas y puedas pagar tus deudas. Y mira, he pensado que en tu situación, esos veinte mil duros no te sacan de penas, pues como son para pagar deudas, te quedarás inmediatamente sin un céntimo. Lo he pensado bien, y creo que será mejor hacer un empréstito para ti de veinticinco mil duros; medio millón de reales, así la cuenta resulta más redonda.

—¡Oh, reverendo padre! Tantas bondades me confunden y no sé cómo agradecerlas. Gracias, muchas gracias; se necesita ser un impío dejado de la mano de Dios para abofetear a un hombre tan bondadoso y tan bueno.

Y Ordóñez, besando la mano de su protector, salió del despacho con aire de satisfacción y alegría.

El padre Tomás, al quedar solo, agitó su mano con expresión amenazante, como si se dirigiera a algún ser invisible que estuviese en la habitación, y murmuró:

—¡Ah, doctorcillo! Me parece que de ésta ya no darás más bofetadas.

Mientras tanto, Ordóñez bajaba la escalera de aquella antigua casa, diciéndose interiormente:

—La verdad es que el servicio no puede estar mejor pagado y que la proposición ha sido hecha del modo más correcto y diplomático, sin que pueda considerarse herida mí susceptibilidad. Veinticinco mil duros si matas a ese caballerete que me ha abofeteado; esto es en el fondo la proposición con toda su crudeza. No se puede negar que el padre Tomás se porta como hombre espléndido cuando trata de librarse de un enemigo… Pero ¡qué demonio!, si ese dinero que me va a dar es mío, puesto que pertenece a mi esposa… Reconozco en este golpe a los jesuitas. Siempre se muestran generosos y pródigos cuando disponen del bolsillo ajeno.

V. Asesinato legal

Cuando el doctor Zarzoso recibió la visita de los padrinos de Ordóñez, no experimentó gran extrañeza.

Al disiparse la ira que le había dominado durante su violenta conferencia con el padre Tomás, pensó fríamente en su situación, adivinando que un hombre tan terrible y maligno como lo era aquel jesuita, no tardaría en tomar venganza. En su concepto abofetear al jefe del jesuitismo en España era exponerse a mil iras vengadoras ocultas en la sombra y por esto se extrañaba al ver que transcurrían unos cuantos días sin notar la persecución del ofendido padre Tomás.

Los padrinos de Ordóñez era un coronel más conocido por sus jugadas en el Casino que por sus campañas, y un marqués que tenía reputación de ser el primer tirador de armas de España, y cuya intervención resultaba imprescindible en todos los duelos que se concertaban en Madrid.

Llegaron a casa del doctor a las dos de la tarde, cuando éste acababa de terminar su diaria consulta para los pobres, y después de enseñarle una carta de Ordóñez en que les facultaba para representarle en el lance, diéronle otra del mismo individuo, la cual produjo en el doctor terrible efecto.

Ordóñez exigíale una satisfacción por lo ocurrido en su casa; pero el estilo de la carta era tan despreciativo y abundaban tanto en ella las palabras irónicas y mortificantes, que Zarzoso, pálido por la ira, arrojó el papel con visibles muestras de desprecio.

—Señores —dijo a aquellos dos espadachines elegantes—, soy un hombre de ciencia y como ocupado en el estudio no he tenido tiempo para enterarme de ciertas cosas, ignoro lo que se hace en casos como el presente. Dispensen ustedes mi ignorancia; pero si yo me niego a dar esas satisfacciones humillantes que pide ese señor, ¿qué ocurrirá entonces?

—Tendrá usted que batirse con nuestro apadrinado —contestó el coronel.

Y el marqués añadió con entonación campanuda, como si hablase de una cosa santa:

—Así lo exige el código del honor.

—Perfectamente —dijo con ironía Zarzoso—. ¿Y qué más ceremonias exige ese sagrado código?

—Debe usted nombrar dos padrinos para que se entiendan con nosotros y concertar entre los cuatro las condiciones del combate. Esto se sobreentiende que será si usted se niega a dar explicaciones.

—Me niego, sí, señor. No conozco a ese caballero a quien ustedes representan, pero no sé por qué, me halaga la idea de romperme la cabeza con él. Voy a presentarles a ustedes mis padrinos.

Y el joven doctor se dirigió a su gabinete de operaciones donde aún estaban los ayudantes, esperando las órdenes del maestro, antes de retirarse hasta el día siguiente.

Escogió dos de los que le inspiraban más confianza y los presentó a los padrinos de Ordóñez, quienes los saludaron con una ceremonia grave y casi fúnebre, invitándoles a reunirse de allí a media hora en el domicilio del marqués, para concertar el duelo.

Cuando Zarzoso quedó solo en su salón, reflexionando sobre aquel suceso, vio entrar a su tío, el viejo doctor, con una expresión ceñuda y volviéndose a todos lados como si quisiera husmear algo extraño en la atmósfera.

Paseando por el salón, miraba de vez en cuando a su sobrino y gruñía sordamente, hasta que por fin se plantó ante el joven y le dijo con expresión de juez que interroga:

—Oye, hace un momento he visto salir de aquí a dos caballeros a quienes conozco. Les llamo caballeros porque esto no significa nada, pero en realidad son dos perdidos, dos tahures espadachines de esos que pululan en la alta sociedad y que sólo sirven para hacer daño a las personas honradas. ¿Qué querían esos individuos? De seguro que no venían a buscarte como médico.

El joven permaneció indeciso por algunos momentos, no sabiendo qué contestar; pero al fin se decidió a decir la verdad y habló a su tío del lance que tenía próximo, aunque procurando ocultar su verdadera causa y diciendo que consistía en ciertas palabras que se le habían escapado hablando con algunos amigos sobre un hombre muy conocido en la alta sociedad y cuyo nombre no quería revelar.

—¿Y qué es lo que dijiste de él? —preguntó el tío.

—Dije que era un canalla, un estafador y un tahúr que había apelado siempre a los más reprobados medios para ganar dinero en el juego.

—¿Y es esto verdad? ¿Tienes pruebas de ello?

—¡Bah! ¡Si esto lo sabe todo Madrid! El tal sujeto, cuyo nombre no quiero revelar, tiene la fama tan bien sentada, que no hay persona alguna que no le considere como a un pillete.

El buen sentido del viejo doctor, su lógica de hombre rudo, pero recto, sublevábase al oír estas palabras.

—¿Y vas a batirte con un hombre así? Te digo que no comprendo estas cosas y que me parece que el mundo no es ya más que una vasta jaula de locos. Comprendo que un hombre quiera matar a otro cuando éste lo insulta, atribuyéndole cosas que no ha hecho; pero hablar del honor, de la dignidad y de satisfacciones por haber sido llamado tal como se merece uno me resulta la mayor de las demencias. El pillete siempre será pillete, aunque lleve en el bolsillo un código del honor y sepa tirar a todas las armas para asesinar a los que lo llaman con el nombre que merece, y el hombre honrado será un jumento, si por respeto a esas farsas que se llaman conveniencias sociales accede a exponer su vida riñendo con aquel a quien ha insultado dándole los calificativos que merece por su infame conducta. La cosa es clara. Si esos espadachines aristocráticos que viven en sociedad como en país conquistado, no quieren verse ofendidos a cada punto en lo que ellos llaman su honor, que lleven mejor vida y sean más virtuosos y dignos, pues así se evitarán que el hombre honrado les diga la verdad. Tú le has dicho canalla a ese individuo, cuyo nombre no quieres revelarme; ahora lo que a él le toca, a los ojos de la sana razón, es demostrar que no merece tal calificativo y hacer, enseñándote pruebas, que tú lo confieses así. Conque ya lo sabes; te prohíbo que te batas. Me avergonzaría de tener en mi familia un imbécil que por lo que podrán decir cuatro desocupados, fuese a matarse con un hombre que no merece ni su estimación ni su respeto, a causa de su falta de vergüenza.

Zarzoso oía a su tío sin que sus palabras le produjeran efecto alguno. Había ya adoptado una resolución y se batiría con Ordóñez, pues odiaba a este hombre. El viejo doctor debió adivinar en la mirada de su sobrino algo de lo que éste pensaba, y para disuadirle de su tenaz propósito, se apresuró a añadir:

—Además, es una solemne barbaridad, una locura inconcebible, el batirse con un hombre acostumbrado al manejo de las armas. Eso equivale a un suicidio, a dejarse asesinar voluntariamente. ¿Eres tú acaso espadachín? ¿Has perdido mucho tiempo ejercitándote en el uso del sable y de la pistola? No, tú eres hombre de ciencia, te has dedicado a saber curar las heridas y no a abrirlas, y entre ser aprendiz de sabio o aprendiz de asesino, has preferido lo primero. En cambio, ese caballerete que te reta debe ser un consumado espadachín, pues así lo da a entender la calidad de los amigos que te ha enviado. Si es que tiene interés en librarse de ti, para que no le censures más tiempo diciéndole lo que se merece, te ensartará como un pajarillo o te meterá una bala en la cabeza. ¿Y crees tú, que tiene sentido común el marchar a la muerte voluntariamente y por un mal entendido amor propio? ¿Qué dirías tú de un hombre que débil y desarmado se metiera voluntariamente en una calle donde supiera que le aguardaba emboscado un asesino para matarle? Si ese enemigo tuyo fuese un hombre de ciencia que, como tú, se hubiese pasado la vida entregado al estudio, sin conocer el manejo de arma alguna, entonces se podría transigir con el lance, pues al menos existiría entre los dos cierta igualdad; pero ir a ponerse enfrente de uno de esos perdidos aristocráticos que apenas saben leer y que cifran todos sus conocimientos en bailar bien y tirar a las armas, es una locura que yo no puedo consentir a un sobrino mío.

Se detuvo el doctor para apreciar el efecto que causaba en el joven todo cuanto iba diciendo, y como conforme hablaba, entusiasmábase el viejo con el desarrollo de aquel tema, se apresuró a añadir:

—Tú bien sabes que la mayor de las inconsecuencias en que puede caer un hombre sabio es arrebatarle la vida a un semejante. Tú que eres médico contesta. ¿No te parece que bastantes auxiliares tiene la muerte, con esas innumerables y terribles dolencias que la Naturaleza descarga sobre la humanidad? ¿No se desangra bastante la especie humana con esas guerras que provocan los reyes y que muchas veces tienen por fundamento una ridícula cuestión de cortesía? Yo bien sé que los hombres tenemos algo de fiera y que muchas veces, alterándose nuestro sistema nervioso, se oscurece la razón y apelamos a los puños como supremo argumento. Eso está muy bien, ¡qué demonio!, y no seré yo quien pretenda corregir la plana a la Naturaleza. ¿Se insultan dos hombres? ¿Se odian por motivos particulares? Pues bien, comprendo que al encontrarse desahoguen su furor dándose unos cuantos puñetazos y hasta me parece lógico que en un arranque de su brutalidad excitada, lleguen hasta matarse. Pero lo que no comprendo lo que no concibo como la ley no lo castiga con las más terribles penas, es que dos hombres, algunos días después de haberse insultado vayan con la mayor sangre fría, casi sin odio, a matarse en el campo que llaman del honor, rodeando el crimen de un aparato ceremonioso y ridículo, propio de costumbres bárbaras, que afortunadamente pasaron para no volver. Me tiene sin cuidado que esos tontos de la aristocracia y una turba de imbéciles que quieren imitarles, cometan estas sangrientas estupideces; pero no puedo consentir que un sobrino mío, que además es sabio, caiga en un ridículo tan deshonroso.

Calló el viejo doctor y dio algunos pasos por la habitación, hasta que poco después volvió a detenerse ante el joven, e irguiendo su corpachón, dijo con cierto orgullo:

—Aquí tienes a tu tío que nunca ha llegado a caer en tales ridiculeces y, sin embargo, me tengo por más valiente que todos esos señores que palidecen de ira a la menor palabra y que hablan de acudir inmediatamente al campo del honor. A ellos, que son tan valientes, les hubiera querido ver yo bregando con los locos y quitándoles muchas veces las armas de las manos, Pues bien, yo, que no sé lo que es miedo, nunca he admitido esos ridículos, desafíos, en los que se escuda, las más de las veces, la gente que no tiene razón. Una vez, cierto doctor que tenía reputación de espadachín, ofendido por algunas expresiones que se me escaparon en el calor de una discusión científica, me envió sus padrinos diciendo que no podía vivir tranquilo mientras que yo no le diese una reparación en el terreno de las armas. Despedí a los padrinos a cajas destempladas, diciendo que si mi enemigo no podía vivir sin vengarse de mí, que viniera a buscarme solo, pues tenía un buen garrote para darle la contestación, y ésta es la hora en que todavía no lo he visto. Otra vez, un cliente me dio su tarjeta en señal de reto, y yo le contesté con unos cuantos mojicones, y por esto ha transcurrido el tiempo sin que nadie se atreviera a irle con más farsas de éstas al doctor Zarzoso. Créeme, Juanito, eso de los desafíos es un procedimiento inventado por ciertas gentes que no sirven para nada, con el fin de conservar por el terror su supremacía en la sociedad. Si todos tuviesen sentido común e hiciesen lo que yo, despreciando tan ridículas preocupaciones, ten por seguro que pronto terminaría esa ridícula costumbre apadrinada por la fatuidad francesa y que hace revivir la Edad Media en pleno siglo XIX. Conque contesta, muchacho: ¿Estás dispuesto a obrar como cualquiera de esos cabezas de chorlito que pululan en la sociedad, imponiéndole sus ridículas costumbres?

Zarzoso, mientras hablaba su tío, habíase formado su plan. Sabía que el viejo doctor no era capaz de transigir con el duelo y le impediría por todos los medios el que llegara a batirse.

El joven comprendía también la verdad que encerraban las palabras de su tío, pero aquella carta de Ordóñez que él veía blanquear en el rincón adonde la había arrojado, conmovíale y le hacía pensar con fruición en la delicia que experimentaría al verse frente al marido de la condesa con un arma en la mano. Estaba decidido a no retroceder, encontrándose, como se encontraban tan adelantados los preparativos del duelo. Adivinaba la inmensa ventaja que llevaría Ordóñez sobre un hombre que no conocía el manejo de las armas, pero al mismo tiempo pensaba que era más preferible morir, que dar lugar a que aquel hombre tan odiado se jactase ante María de haber inspirado miedo a su antiguo novio.

Esto era lo que más decidía a Zarzoso a dejar que la aventura siguiese su curso. Estaba decidido: antes morir que dar pretexto para que María le tuviese por un cobarde.

El joven, deseoso de librarse de su tío, dio a éste toda clase de seguridades. No se batiría ya que así se lo mandaba él, y prometió al mismo tiempo tenerle al corriente de cuanto ocurriera en aquel asunto.

El viejo doctor, a quien nunca había engañado su sobrino, se tranquilizó con tales promesas, y poco después lo dejó solo para ir a dar un paseo con otros dos profesores jubilados, que eran sus únicos amigos, por lo mismo que en genio rudo y en opiniones intransigentes casi llegaban a su misma altura. Los diarios paseos de aquellos tres sabios, con sus incesantes discusiones, equivalían a una continua tempestad científica.

El joven doctor permaneció en el salón reflexionando sobre la aventura de que iba a ser protagonista y ensimismado en sus ideas, pasó para él tan velozmente el tiempo, que habían transcurrido ya dos horas y comenzaba a anochecer, cuando él creía que sólo habían pasado algunos minutos.

Al volver los dos ayudantes designados por él como padrinos, encontráronlo tendido en un diván, con la mirada fija en el techo y la expresión del que sueña despierto.

Los dos jóvenes le enteraron de las condiciones concertadas con los otros padrinos.

La discusión había versado principalmente sobre la gran desigualdad que existiría entre los combatientes a causa de que el doctor era inhábil en el manejo de toda clase de armas. La pistola había resultado inadmisible a causa de que Ordóñez pasaba por uno de los mejores tiradores de Madrid, y al fin, como se había de optar por alguna arma, los cuatro padrinos decidiéronse por el sable, aunque en su manejo también se distinguía el marido de la condesa.

A Zarzoso le pareció todo muy bien, y cuando uno de sus ayudantes le propuso ir al salón de armas del Zuavo a que éste le diese algunas lecciones, el joven doctor contestó con un gesto de indiferencia.

¿Para qué? Estaba convencido de que una lección de unas cuantas horas sólo serviría para fatigarle sin proporcionar ninguna superioridad sobre el enemigo. Además, sus ayudantes le decían que en las luchas a sable, lo principal era tener coraje abrumando a golpes al enemigo, y él pensaba que si le mataba Ordóñez no perdía gran cosa, pues estaba cansado de la vida y ésta no tenía para él atractivo alguno desde que María resultaba imposible para él.

Tan indiferente le era la existencia a Zarzoso, que durmió aquella noche con bastante tranquilidad y únicamente se preocupó de que su tío no se apercibiera de que el lance iba a verificarse a la mañana siguiente.

Habían convenido los padrinos que el encuentro fuese en una posesión que el marqués, amigo de Ordóñez, tenía en las inmediaciones de Madrid, y allá fue donde Zarzoso, a las seis de la mañana, se dirigió en un carruaje acompañado de sus dos ayudantes.

En una enarenada plazoleta del jardín, que se extendía a espaldas de la villa del marqués, fue donde se encontraron aquellos dos hombres que no se conocían, y sin embargo se buscaban con el propósito de matarse.

Zarzoso sólo había visto algunas veces a Ordóñez de lejos en las calles de Madrid, y el marido de la condesa contempló por primera vez al hombre a quien aborrecía y cuya muerte le había sido pagada con tanta generosidad por el jesuita.

Los cuatro padrinos prepararon la lucha con toda la ceremoniosa liturgia propia de tales casos, y sobre la arena pusieron los sables con que aquellos hombres debían herirse.

Ordóñez y sus padrinos, aunque afectando seriedad, mostraban estar acostumbrados a actos como aquél. Zarzoso permanecía indiferente, y en cuanto a sus dos ayudantes, parecían asombrados de que con tanta frialdad se preparase la muerte de un hombre.

Después de los saludos, de señalar el puesto de los combatientes y de dejar ultimados todos los preparativos, Zarzoso y Ordóñez despojáronse de la levita y el chaleco, arremangáronse el brazo derecho y cogieron sus sables.

El joven doctor estaba decidido a no dejarse matar y a causar a su enemigo todo el daño que pudiera; pero cuando los padrinos dieron la voz de ¡en guardia!, él notó en los labios de Ordóñez una sonrisa desdeñosa y en el rostro de sus padrinos un gesto de asombro.

—Esto va a resultar un crimen —murmuraba el coronel, padrino de Ordóñez—. Ese muchacho no sabe lo que tiene en la mano y se va a dejar mechar inmediatamente.

Así era, pues Zarzoso, con el sable en la mano hacía la figura más ridícula, demostrando desconocer hasta las más rudimentarias reglas de la esgrima.

El sol de la mañana, filtrándose a través de las vecinas arboledas, iluminaba aquella plazoleta, bañando en luz el sombrío grupo de los padrinos y haciendo centellear las hojas de los sables.

Reinaba un fúnebre silencio, únicamente interrumpido por los rumores de los árboles, y en aquella augusta y silenciosa majestad de la Naturaleza, iban a exponer su vida dos hombres: el uno por el qué dirán de la sociedad, que hace cometer las mayores tonterías, y el otro obedeciendo a la sugestión de un superior y obrando como un asesino pagado.

Apenas comenzó el combate, Zarzoso avanzó sobre Ordóñez dirigiéndole golpes a diestro y siniestro, sin regla ni concierto alguno.

El joven doctor tenía buen brazo, estaba excitado por el coraje que sentía, y Ordóñez, a pesar de ser un experto tirador, hubo de retroceder en el primer instante algunos pasos para librarse de aquella lluvia de cuchilladas.

Esta impetuosidad en el ataque y tan hostil desorden en la agresión, hubiesen servido de mucho a Zarzoso tratándose de un enemigo tan inexperto como él; pero Ordóñez no tardó en reponerse, y notando que su contrario siempre le dirigía los golpes a la cabeza, limitose a ponerse a la defensiva, sonriendo con desdén.

El coronel seguía murmurando, a pesar de que su compañero el marqués le tocaba con el codo para que callase.

—Ese muchacho tiene bríos. ¡Lástima que no sepa absolutamente nada de esgrima! Ordóñez se está divirtiendo con él y así que quiera lo despachará a su gusto. Él mismo será el encargado de matarse.

Aún duró el combate unos cinco minutos.

Zarzoso, jadeante e irritado, se movía de un lado a otro, saltaba, buscando atacar a su enemigo por todos lados; pero siempre le salía al encuentro el sable de Ordóñez, parando con exactitud sus más furibundas cuchilladas.

Aquella defensa pasiva y desdeñosa irritaba aun más a Zarzoso, quien, ciego de furor, deseaba que su enemigo tomase la ofensiva y lo rematara de un golpe, pues así al menos no le serviría de objeto de diversión.

Tuvo un momento de descuido Ordóñez, en que el sable del doctor silbó cerca de una de sus orejas y entonces el rostro del elegante perdió su desdeñoso gesto para tomar un aire de ferocidad.

Los padrinos adivinaron que llegaba ya el momento supremo.

Zarzoso, más confiado y ensoberbecido por aquella cuchillada que tan cerca había pasado de su enemigo, levantó el sable, y audazmente, a cuerpo descubierto, avanzó un paso; pero en el mismo momento, rápido como un relámpago extendió Ordóñez su brazo, con el sable horizontal y rígido, y al acercarse impetuosamente el doctor, se lo clavó él mismo en el pecho.

Zarzoso, pálido y con la mirada extraviada, cayó de rodillas, al mismo tiempo que un grueso chorro de sangre manchaba su blanca camisa y caía goteando en la arena de la plazoleta.

Los dos ayudantes que se abalanzaron a sostenerle en sus brazos, al ver el sitio donde estaba la herida y la gran cantidad de sangre que manaba, cambiaron entre sí una mirada de horrible desconsuelo.

Buena mano tenía el tal Ordóñez. No era necesario que ellos abriesen su botiquín para hacer la cura. La punta del sable le había atravesado el corazón y aquellas convulsiones del infeliz médico eran el estertor de la agonía.

Cuando una hora después los dos ayudantes, auxiliados por el portero, subían el cadáver todavía caliente de Zarzoso por la lujosa escalera de su casa, la primera persona que encontraron al llegar al rellano del segundo piso, fue al viejo doctor. Estaba muy desfigurado y su rostro rudo y siempre cejijunto, parecía el de un león con fiebre.

Al levantarse aquella mañana y no encontrar a su sobrino, había adivinado toda la verdad, y furioso contra Juanito, por haberle engañado, ocultándole lo que ocurría, iba de un punto a otro de la casa, rugiendo, insultando a su ausente sobrino por lo que él llamaba su doblez y desahogando su cólera dando patadas a los muebles y a cuantos criados encontraba al paso.

Cuando vio el cadáver de su sobrino no experimentó gran emoción aparentemente. Hacía ya rato que esperaba aquello.

—¡Ah imbécil! —exclamó dirigiéndose al inanimado cuerpo—. Al fin te has salido con la tuya. Era preciso que cuatro estúpidos que ni te conocían ni te apreciaban no pudieran decir que el doctor don Juan Zarzoso no era hombre de honor, y para esto nada más sencillo que dejarse matar por un cualquiera, sin importarte gran cosa que después tu tío reviente de pena. ¡Ah pillete! ¡Ah gran infame! Ya estarás satisfecho: a ti te han matado y yo no tardaré en seguirte. Puedes estar contento de tu hazaña. Dejándote asesinar has salido del mundo con muchísimo honor, como un completo caballero a los ojos de la estupidez y como un bestia para mí.

Y el pobre viejo hablaba con voz ronca, gesticulando y braceando como un loco.

Los ayudantes y el portero permanecían inmóviles, sosteniendo el cadáver ante aquel hombre imponente en su dolor, que parecía cerrarles el paso; y como uno de ellos, en su aturdimiento, soltase la cabeza del muerto, que pesadamente hacia atrás, el viejo exclamó con ira:

—¡Tened más cuidado, animales! ¿No veis que le estáis haciendo daño? Esperad, que allá voy yo.

Y al sostener entre sus manos la helada cabeza del joven, toda su ira desapareció, e inclinándose sobre ella, estampó un beso en aquella boca lívida a la que asomaba una espuma sanguinolenta.

—¡Pobrecito! ¡Chiquitín mío! —gritó con una voz que parecía un aullido doloroso y que causó escalofríos de terror en los hombres que estaban presentes—. ¿Por qué me has engañado? ¿Por qué fuiste a morir sin acordarte de mí, que soy tu padre? ¡Ay! ¿Qué haré yo ahora, solo en el mundo, sin este muchacho que era toda mi familia?

Miró con ojos de idiota a aquellos tres hombres, como si no los reconociera, y les dijo:

—Ustedes no saben quién era mi Juanito. ¡Qué han de saber ustedes hasta dónde llegaba esta cabeza que tengo entre mis manos! De estudiante, asombraba a los profesores de San Carlos por su aplicación y su portentosa inteligencia; yo, estaba tan orgulloso que hasta me hacía la ilusión de que lo había parido; después, en París, se mostró como un portento, y si quisiera les enseñaría a ustedes cartas de Charcot y de otros sabios, en que hablan de mi niño como de un compañero, y luego aquí ha hecho curas tan grandes, que yo mismo me consideraba a su lado como un discípulo ignorante. Además… ¡tan bueno!, ¡tan sencillo!, siendo el consuelo de los enfermos pobres y el salvador de todos esos chicuelos haraposos que vienen aquí por las mañanas… Respondan ustedes: ¿Había alguien mejor que él?… Nadie; no hay en todo Madrid quien pudiera descalzarle. ¡Vaya un suceso divertido! ¡Y luego aún hay imbéciles que se empeñan en hacernos creer que existe Dios, la Providencia Divina y todas esas zarandajas, buenas para engañar a los tontos!…

El viejo miró arriba, y rechinando los dientes, rugió:

—¡Baja, bandido!…, ¡baja si te atreves, y me explicarás el porqué de esa inmensa sabiduría, que mientras consiente la muerte de un hombre benéfico y virtuoso, deja en pie a un canalla y hiere mortalmente a un pobre anciano!

El doctor seguía a aquellos hombres que iban empujando el cadáver dentro de la habitación. No soltaba la cabeza de su sobrino, y cuando al atravesar uno de los salones de espera la luz de un balcón dio de lleno en aquel rostro de lívida palidez, el viejo, con un rugido, hizo detener a los conductores.

—Mirad, mirad bien esa cara: es la misma de mi pobre hermano. Esto es intolerable, esto es inhumano; parece imposible que en una nación que se llama civilizada, los pobres viejos tengan que pasar por tan terribles agonías. Críe usted hijos, haga usted de ellos unos sabios, enorgullézcase con sus triunfos, que la ley del honor ya se encargará de enviarle un espadachín que a la primera cuchillada derrumbe todas sus ilusiones al suelo… ¡Oh, Juanito! ¡Hijo mío!

Y el viejo pudo por fin dar libre expansión a aquel dolor comprimido en su pecho, y derramando abundantes lágrimas, cayó de rodillas, descansando su blanca cabeza sobre la lívida faz del muerto.

VI. EL PORVENIR DE LA FAMILIA ORDÓÑEZ

La trágica muerte del doctor Zarzoso produjo gran impresión en Madrid.

Los periódicos se ocuparon del suceso, aprovechando la ocasión para declamar contra la bárbara costumbre del duelo y al entierro del doctor acudió toda la aristocracia de la ciencia en unión de aquella clientela pobre que adoraba a Zarzoso como un ser casi sobrenatural, a causa de sus bondades sin límites.

Durante algunos días la muerte del doctor fue el tema de todas las conversaciones en Madrid; pero al domingo siguiente, Frascuelo tuvo una cogida, y el público novelero no tardó en olvidarse del trágico desafío para ocuparse únicamente de la salud del diestro.

Dos semanas después, eran ya muy pocos los que se acordaban de la triste suerte del doctor Zarzoso, la excitación pública desvanecióse, y así no resultó difícil que Ordóñez fuese condenado únicamente a dos años de destierro, juntando con este castigo la esperanza de que el gobierno le indultaría de la pena así que, transcurridos algunos meses, se hubiese olvidado por completo el trágico suceso.

Ordóñez acogió con satisfacción aquella sentencia que le daba un pretexto para satisfacer su afición a vivir en el extranjero, y salió inmediatamente para Londres, después que el padre Tomás, muy satisfecho de su comportamiento, le prometió interponer su valiosa influencia, para que el administrador de la condesa atendiese a todas sus necesidades con frecuentes envíos de dinero.

Quedó, pues, María completamente sola en su hotel, al cuidado de su enfermo hijo, pues su tía, la baronesa, había olvidado por completo las costumbres de mujer elegante que observaba antes del matrimonio de su sobrina y en los primeros tiempos de éste, y había vuelto a sus aficiones devotas, pasando la mayor parte del año fuera de Madrid, visitando conventos y tomando parte en ejercicios religiosos y romerías que organizaban los jesuitas para levantar el espíritu católico, que, según ellos, estaba muy decaído. La viuda de López ya no ejercía de confidente de la baronesa y de María. Doña Fernanda había perdido toda su confianza en la intrigante viuda, y ésta, por su parte, cansada de servir a sus aristocráticas amigas, y habiendo ganado con sus complacencias lo que creía necesario para el resto de su vida, habíase retirado a Andalucía, dedicándose a negociar con sus ahorros en Sevilla, donde prestaba al treinta por ciento a las gentes más necesitadas.

Fue para María una época muy triste los dos años que permaneció sola en su hotel, sin otra distracción que el cuidado de su enfermizo hijo, ni otras visitas que las del padre Tomás y el médico de la casa.

Algunas veces doña Fernanda, fatigada por las correrías religiosas que le hacían viajar por todas las provincias de España, permanecía algunas semanas en el hotel; pero aquella quietud en una casa que tenía algo de hospital y cuyo ambiente apestaba con el acre olor de las medicinas, no agradaba a una mujer que era inquieta y movediza, por el instinto de la propaganda y la organización, e inmediatamente la vieja paloma mística levantaba el vuelo para continuar aquella obra que tan grata les era a los padres de la Compañía.

Mientras la baronesa permanecía en Madrid, María abandonaba su pasiva existencia de mujer resignada y triste, y obedeciendo a su tía, la acompañaba a las iglesias o a las reuniones piadosas, mostrándose entonces a los ojos de las gentes de su clase, que la creían enferma al no verla en los paseos y en los demás puntos de reunión donde se codeaban las clases privilegiadas.

La joven condesa de Baselga, por más que transcurría el tiempo, no lograba reponerse de la dolorosa sorpresa, del inmenso pesar que le produjo la noticia del triste fin del doctor Zarzoso.

Adivinaba que ella había intervenido indirectamente en aquella espantosa tragedia, en la cual su marido había desempeñado el papel más odioso, quedando su antiguo adorador con el prestigio sublime del hombre de corazón que se deja matar por haber amado mucho.

Antes de aquel duelo, miraba con indiferencia a Ordóñez, pero ahora lo odiaba, viendo en él al asesino de Zarzoso, y se sentía satisfecha por vivir alejada de su marido, pues hubiese sido un tormento horrible el tener que estar a todas horas junto al hombre que aborrecía.

El recuerdo de aquel trágico suceso producíale una melancolía incurable, y prefería permanecer encerrada en el fondo de su hotel a tomar parte en las diversiones de la vida elegante o a mostrarse simplemente en público.

Por otra parte, la continua e interminable dolencia que debilitaba a su hijo, obligábala a permanecer siempre encerrada, adivinando muchas veces que no era Paquito el único enfermo, pues ella sentía la falta de salud, y en su rostro marcábanse cada vez más aquellos signos que alarmaron a Zarzoso la primera vez que entró en el hotel y que le hicieron sospechar que la tuberculosis del padre había contagiado a toda la familia.

Cada vez que ella se quejaba de su falta de salud, presintiendo que existía en su organismo un principio de terrible enfermedad, el médico de la casa y el padre Tomás bromeaban sobre lo que ellos llamaban escrúpulos y manías de la condesa.

En concepto de dicho médico, lo que sentía María era el cansancio producido por las muchas noches en vela y la angustia que le causaba el estado de su hijo, al cual prometía él curar en plazo muy breve, a pesar de cuyas promesas la enfermedad de Paquito no dejaba de ir en aumento rápidamente.

El terrible hidrocéfalo no podía ser más visible. La cabeza del niño había ido desarrollando exageradamente su volumen de un modo lento y progresivo. La frente se había extendido, elevándose y avanzando hacia los ojos, de un modo que éstos estaban dirigidos hacia abajo y recubiertos por el párpado inferior hasta el centro de la pupila. La cabeza tomaba la forma de una pirámide con la base hacia arriba; la cara se achicaba, haciéndose pálida y huesuda; el cuero cabelludo sólo estaba cubierto por muy escasos y finos cabellos, y las venas subcutáneas de las sienes y de la frente, hinchábanse destacándose bajo la piel con marcado relieve.

A pesar de unos signos tan característicos, el doctor protegido por el padre Tomás, negaba siempre que aquello pudiera ser el hidrocéfalo y atribuía tales síntomas a todas las enfermedades, antes que a una tuberculosis encefálica.

El padre Tomás, al hablar de la enfermedad de Paquito, atribuíala siempre al exagerado cuidado de su madre y a la anormal temperatura de Madrid, asegurando que el niño se curaría así que estuviera en condiciones para entrar en cualquiera de los colegios de educación que la Compañía tenía establecidos en provincias y en el cual, con un clima saludable y un régimen reglamentario e higiénico, no tardaría en desaparecer la hinchazón del cráneo que tanto alarmaba a María.

Transcurridos los dos años de destierro a que habían condenado a Ordóñez, éste volvió a Madrid con el único fin de avistarse con sus amigos, pues le gustaba más la vida de París o de Londres que la de Madrid. En cuanto a su mujer y a su hijo apenas sí se acordaba de ellos, pues sólo de tarde en tarde había enviado a María una breve carta por pura cortesía, preguntando con marcada negligencia por la salud de Paquito.

Cuando la condesa vio de vuelta a su marido, experimentó un gran disgusto. Le era muy grato vivir sola en su hotel, sin otra compañía que la de su hijo, pues así su imaginación excitada se hacía la ilusión de que era una viuda y que su esposo había sido aquel infeliz doctor, al cual amaba ahora sin sombra alguna del antiguo despecho, desde que lo había visto morir a causa del amor que le había profesado Ordóñez, como si adivinara cuáles eran los sentimientos de su esposa, no intentó con ella la menor intimidad. Además, el aventurero sin corazón que explotaba de tal modo a su esposa, como había estado tanto tiempo ausente, notó al primer golpe de vista lo envejecida que se hallaba por las penas, y la interna destrucción que en su organismo iba operando la enfermedad, y esto era más que suficiente para que aquel hombre corrompido y sin sentimiento, que en cuanto a amor no había ido más allá de una carnívora brutalidad, rehuyese todo contacto con la esposa honrada, que por ser madre, había perdido una gran parte de su frescura y de su belleza.

La fría indiferencia entre los dos cónyuges era visible para todos cuantos entraban en la casa, y apenas sí al sentarse a la mesa, los pocos días en que Ordóñez comía en casa, dirigía éste algunas palabras a su esposa, la cual, por su parte, tampoco tenía gran interés en tratarse con un hombre a quien odiaba.

Un día Ordóñez se mostró con su esposa más insinuante y cariñoso que de costumbre.

Después del almuerzo, en vez de salir apresuradamente como lo hacía siempre para acudir a las mil citas de amigos y amigas que le asediaba desde que había llegado a Madrid, Ordóñez permaneció sentado, mostrando deseos de entablar conversación con María, a la cual inquietaba algo tan inesperada solicitud.

Hablaron primeramente del estado de su hijo, que en aquellos días parecía experimentar cierta mejoría y correteaba por la casa sin pesadez y sin mostrar esa manifiesta imbecilidad que produce el hidrocéfalo en los niños.

—Tú verás —decía Ordóñez a su esposa— como al fin no resulta nada la enfermedad de nuestro hijo. Son dolencias ésas, que cuando niños todos hemos pasado y que desaparecen al robustecerse el cuerpo y salir de la infancia. Como esa enfermedad se hará más grave, será, si tú te empeñas en tener siempre a Paquito cosido a tus faldas y rodeado de los más nimios y escrupulosos cuidados. Eso sólo servirá para que su dolencia se agrave y tú te pongas más enferma, porque ¡mira, hija mía!, voy a serte franco; tú no estás muy bien y de seguro que si te empeñas en sacrificarte tanto para cuidar a tu hijo no tardarás en morirte. Me parece muy bien que una madre cuide a su hijo sin reparar en fatigas; lo mismo hacía la mía; pero esto no impide que uno se cuide a sí mismo. Yo también estoy muy delicado y, sin embargo, me hago la cuenta de vivir muchos años, porque me preocupo mucho de lo que puede hacer daño a mi salud y procuro cambiar de aires con frecuencia, pues esto siempre es bueno. Dirás que soy muy egoísta; conforme, no lo discuto; pero con egoísmo se vive y si yo muriera, nadie de este mundo se encargaría de resucitarme. Los muchachos, ¡qué demonio!, deben acostumbrarse a vivir libres de cuidados; esto los robustece y a Paquito lo que le conviene es estar una buena temporada lejos de ti, rodeado de otros chicos que le animen y sometido a un régimen sin contemplaciones que excite su energía.

María se asustó al oír estas palabras y adivinó ya lo que su esposo iba a decirle.

—Yo he hablado del asunto con el padre Tomás y éste que, como ya sabes, es persona de mucha ciencia, cree lo mismo que yo y aconseja que enviemos a Paquito a uno de los colegios que la Compañía tiene en provincias; al de Valencia, por ejemplo, asegurando que allí sabrán robustecerlo y librarlo de toda enfermedad, hasta el punto de que antes de un año estará rollizo y sonrosado como un tudesco. Yo también pasé mis primeros años en un colegio de jesuitas y te aseguro que allí no nos iba mal, pues me crié perfectamente, y al mismo tiempo que me fortalecí supe muchas cosas que jamás hubiese aprendido metidito entre las faldas de mi señora madre. Conque ya lo sabes, María: como quiero mucho a mi hijo, por más que tú creas lo contrario, quiero que ingrese pronto en un colegio donde aprenderá a ser hombre.

Desde aquel día el porvenir de Paquito fue el motivo de todas las conversaciones que se entablaban entre los dos esposos.

María resistíase con energía a acceder a aquella separación; pero la asediaban continuamente con sus palabras, a más de su esposo, el padre Tomás y el médico de la casa, el cual hablaba de los grandes peligros del clima de Madrid, que amenazaba continuamente con una pulmonía al organismo débil y delicado del niño.

Un nuevo refuerzo tuvieron los que atacaban la resistencia maternal de María con la llegada de la baronesa de Carrillo, que vino a descansar un mes de sus tareas de propaganda y a saludar a Ordóñez, su tunante sobrino, a quien seguía profesando gran simpatía, porque sus calaveradas le hacían mucha gracia.

Doña Fernanda después de escuchar reverentemente la autorizada voz del padre Tomás, mostróse decidida partidaria de que el niño fuese al colegio.

Con su carácter dominante e irascible, atacó la resistencia de su sobrina, y llevada de la indignación que le producía tanta tenacidad, llegó a decir con imponente voz:

—Si se muere el niño, tú serás la culpable, pues te empeñas en retenerlo aquí con gran peligro de su vida, y no quieres enviarlo donde indudablemente adquirirá la robustez que le falta. Amas mucho a tu hijo, pero esto no impide que seas una mala madre.

Llegó la infeliz a imaginarse que podían ser ciertas tales palabras, y con el deseo de no causar el más leve mal a su hijo, accedió a consentir tal separación, aunque estaba segura de que esto le produciría un disgusto sin límites.

Quedó acordado que el niño iría a educarse al colegio de los jesuitas de Valencia, por ser el clima templado de esta ciudad el que más convenía al enfermizo niño.

María, deseosa de separarse de su hijo lo más tarde posible, se encargó de ser ella quien lo condujese a Valencia, y la baronesa, que cada vez estaba más dominada por su manía de viajar, prestose a acompañarla.

La joven condesa llegó hasta proyectar el traslado de su domicilio a Valencia, para vivir de este modo más cerca de su hijo, pero tuvo que desistir de tal idea ante la rotunda negativa de su esposo.

El antiguo calavera, que, según decía, comenzaba a sentirse viejo y se hallaba algo cansado de ser simplemente en sociedad un aturdido, quería adquirir el prestigio de hombre serio y distinguido, y pensaba, aprovechando la ausencia de su hijo, en arrastrar a María a las fiestas del gran mundo y presentarse en bailes y recepciones, grave y estirado con su esposa del brazo, como convenía a un hombre que aspiraba a solicitar a la primera ocasión oportuna una embajada en cualquier nación de segundo orden.

La misma noche en que María, ante su familia y sus amigos se decidió a permitir que la separasen de su hijo, llevando éste al colegio de Valencia, el padre Tomás y el médico de la casa, al salir del hotel y subir al carruaje, que les esperaba, entablaron inmediatamente conversación sobre la salud del hijo de la condesa de Baselga.

—¿Cree usted, doctor, que ese niño puede gozar larga vida?

—Lo que me extraña, reverendo padre, es que no haya muerto ya. La tuberculosis del padre contaminando a la madre, ha producido en el hijo ese hidrocéfalo tan marcado, que seguramente llevará al niño a la tumba.

—¿Y tardará mucho en morir?

—No puedo asegurarlo, pero un tuberculoso es un campo abonado para toda clase de enfermedades. Bastaría que en el colegio sufriese un ligero enfriamiento, que se expusiera a una corriente de aire después de la agitación propia de la hora de recreo en que juegan los alumnos, para que inmediatamente se declarase en él una pulmonía, que en pocas horas le produciría la muerte.

El padre Tomás sonrió en la oscuridad que envolvía el interior del carruaje.

—¿Y la condesa? —preguntó el jesuita—. ¿Cree usted que será muy larga su vida?

—También está amenazada de muerte, pues la tuberculosis hace en ella rápidos estragos. Tal vez no tarde mucho a declararse en ella la tisis.

—Pues entonces tampoco a Ordóñez le quedan muchos años de divertirse, ya que él ha sido el foco de la enfermedad que ha contaminado a toda la familia.

—¡Oh! Tal vez viva ese más años que nosotros. La tuberculosis se presenta en él en forma muy benigna. Esto le parecerá extraño a vuestra reverencia, pero las enfermedades tienen sus rarezas, lo mismo que los seres humanos. Hay quien esparce la muerte en derredor suyo y sin embargo vive muchos años gozando una relativa salud.

Callaron los dos hombres y permanecieron inmóviles en la oscuridad del carruaje, hasta que por fin la voz melosa e hipócrita del jesuita dijo:

—¡Oh, Dios mío! ¡Cuan triste es el porvenir de esa familia! Crea usted, doctor, que siento haberla conocido y que si hubiese llegado a adivinar que Ordóñez no era hombre de completa salud, me hubiese opuesto a su casamiento con la condesa.

VII. UN TELEGRAMA

Aquella mañana el padre Tomás esperaba en su despacho la visita de uno de sus subordinados, perteneciente a la casa-residencia de Sevilla y el cual había sido llamado a Madrid por orden de su superior.

El jesuita italiano, llevado siempre de su idea de hacer las cosas por sí mismo, cuando estaba disgustado de alguno de sus subordinados, no quería valerse de intermediarios para formular sus repulsas y les hacía presentarse en Madrid, donde podía vigilarlos de cerca.

El jesuita que había incurrido en su desagrado y a quien él esperaba aquella mañana para desahogar en su persona su mal humor, era un jesuita andaluz, el padre Palomo, que gozaba de cierto renombre a causa de sus aficiones literarias y de los artículos y novelas que publicaba en todo periodiquillos y revistas, más o menos subvencionado por la Compañía de Jesús.

Poco después de las once entró su criado de confianza a anunciar la llegada del padre Palomo y pasados algunos segundos, presentóse en el despacho el jesuita andaluz, al que examinó el padre Tomás con una mirada.

Era un hombre de mediana estatura, de aspecto enfermizo y de frente espaciosa y pronunciada, bajo la cual brillaban unos ojos que aunque fijos en el suelo, con la tenacidad de la costumbre, chispeaban de vez en cuando con la llamarada propia del hombre observador y de inteligencia despierta.

El padre Tomás, al notar en la figura del recién llegado cierta delicadeza de modales y un asomo de indolencia aristocrática, recordaba con su prodigiosa memoria la historia de aquel padre de la Compañía.

Su juventud había transcurrido en los salones, siendo un hombre en moda, disputado por las damas y a quien el amor había reservado grandes triunfos. Su existencia alegre y aventurera le hizo arrostrar grandes peligros, y al verse en cierta ocasión próximo a la muerte y salvar inesperadamente la vida, su imaginación de poeta excitada por el riesgo que había corrido, vio en aquella aventura la milagrosa protección de Dios y abandonó el mundo, ingresando en la Compañía de Jesús, poseído de la mayor fe.

Los jesuitas fomentaron sus aficiones literarias comprendiendo que podían proporcionar algún honor a la Compañía, que siempre muestra empeño en presentar como eminencias a aquellos de sus individuos que no pasan de ser medianías, y consiguió el padre Palomo ser en breve un escritor a quien todos los afectos a la Orden consideraban como un portento literario.

El padre Tomás tenía motivos para estar quejoso de aquel jesuita que, aunque proporcionaba cierto honor a la Compañía, hacíase objeto de censuras por la altivez con que acogía las órdenes de sus superiores y el orgullo que parecía poseerle desde que la Orden había hecho de él una eminencia.

Al entrar el padre Palomo en aquel despacho y verse en presencia del hombre poderoso que dirigía los negocios de la Orden en toda España, bajó sus ojos con la humilde expresión del esclavo y arrodillándose a los pies del padre Tomás, le besó reverentemente la mano.

El italiano mostró entonces en su rostro impasible una expresión de superioridad, y con severo acento comenzó a hablar al padre Palomo, que había vuelto a ponerse en pie:

—¿Sabe usted por qué he mandado llamarle?

—No, reverendo padre.

—El superior de nuestra residencia en Sevilla me ha dado sus quejas por la conducta de usted. El demonio del orgullo le domina a usted, reverendo padre, desde que se ve aplaudido por esa gente estólida que lee novelas; y porque sus libros han tenido alguna aceptación, que, dicho sea de paso, es debida principalmente a nuestros reclamos, se cree usted ya con suficiente mérito para despreciar a sus superiores naturales, a los que debe exacta obediencia. ¿Cree usted que los éxitos que en el mundo alcanza un jesuita corresponden a él únicamente?

—No, reverendo padre.

—Celebro que así lo reconozca usted. La gloria de un jesuita es la gloria de la Compañía entera, y si usted ha alcanzado éxito en sus libros, ese éxito es de la Compañía. El autor no es más que un simple instrumento que produce, para que todos sus hermanos gocen por igual de la gloria.

El padre Palomo, con su pasividad y su silencio, daba a entender que nada tenía que objetar contra aquella teoría puramente jesuítica que anulaba lo más notable y digno de cada individuo.

—Ha sido usted muy culpable, padre Palomo —continuó el jesuita con creciente severidad—. Merece usted un cruel y saludable castigo que le libre de ese orgullo que parece dominarle, y no sé cómo me detengo y dejo de ordenarle que vaya unos cuantos años a Filipinas a vivir entre los igorrotes, para olvidar de este modo esas aficiones literarias que han despertado su fatuidad.

El jesuita escritor permaneció inmóvil ante tal amenaza, pero con su aspecto resignado demostraba que estaba dispuesto a sufrir cuantos castigos le impusiera su superior.

—Aquí —continuó éste con visible irritación— no hacemos las reputaciones de los individuos de la Compañía para que éstos se enorgullezcan, y queremos que por encima de todas las satisfacciones que a un jesuita puedan producirle los aplausos del mundo, exista el respeto y la sumisión a todo aquel que sea superior en rango. Aquí me tiene usted a mí —continuó con creciente exaltación—, que soy el superior de la Orden en toda España y que tengo en mi vida militante hechos suficientes para mostrarme orgulloso y satisfecho de mí mismo; pues bien, si ahora entrase por esa puerta el general de la Compañía, me vería usted inmediatamente postrarme de hinojos a sus pies, y si me ordenaba él arrojarme por ese balcón, no tardaría un segundo en tirarme de cabeza. Sólo con una obediencia ciega e inflexible es como podemos realizar nuestra grande obra: la conquista del mundo para Dios.

Al padre Palomo le impresionaba algo la inquebrantable fe que demostraba su superior, y le parecía sublime en un hombre tan poderoso, aquella obediencia ciega y aquella confianza tan absoluta en todo superior.

El italiano comprendió el efecto que sus palabras producían en el literato, y como tenía sus miras acerca de éste, se apresuró a terminar la parte severa y dura de tal conferencia, para entrar después en otra más agradable y útil.

—Vamos a ver, padre Palomo: yo no tengo gusto en castigar a un individuo de la Compañía, y cuando tomo severas disposiciones con alguno, sufro tanto como el mismo interesado. ¿Está usted arrepentido de sus faltas de respeto y sus altiveces con el padre superior de Sevilla?

—Sí, reverendo padre.

—Pues bien, yo le perdono su falta, aunque con la condición de que nunca ha de volver a incurrir en desobediencia. De rodillas, padre Palomo, y solicite usted su perdón.

El escritor estaba demasiado acostumbrado a las prácticas humillantes e infantiles del jesuitismo para intentar la menor resistencia; así es que se apresuró a ponerse de rodillas, y viose entonces al mismo hombre de quien la crítica literaria hacía grandes elogios y que gozaba del favor del público, decir humildemente, arrodillado y con los brazos en cruz:

—Pido a Dios y a mi superior, el reverendo padre Tomás Ferrari, que me perdone mi soberbia, mi orgullo y mi desobediencia.

Con estas prácticas degradantes, que matan en el hombre el sentimiento de la dignidad convirtiéndolo en un autómata inconsciente, es como el jesuitismo sostiene la ruda y perfecta disciplina de sus huestes.

—Levántese usted, padre Palomo. Dios le perdona, pero para que acabe de ser vencido ese demonio del orgullo que tanto le ha dominado, es preciso que durante siete días, a la hora de comer, se arrodille usted en el refectorio de la casa-residencia y repita esas mismas palabras ante los demás padres. Es una santa humillación que conseguirá alejar del todo al espíritu malo.

El escritor elevó sus ojos con expresión de santa mansedumbre y dijo con místico acento:

—Así lo haré, reverendo padre. No me duele esa humillación, porque me la ordenan mis superiores y es beneficiosa para mi alma.

—Ahora que ya hemos hablado de asuntos particulares —dijo el padre Tomás con entonación más amable, aunque sin perder su gesto de superior—, conviene que hablemos de otros asuntos que serán beneficiosos para la Compañía. Ante todo advierto a usted, padre Palomo, que va a quedarse en Madrid.

—Haré lo que mis superiores me manden.

—Seguirá usted dedicado a sus tareas literarias, pues conviene a la Compañía, en las presentes circunstancias, el emplear las facultades que Dios le ha dado a usted, aunque advirtiéndole que no por esto debe volver a caer en su antiguo orgullo.

—Seré humilde como un buen soldado de Jesús.

—Soldado; ésa es la palabra. Va a ser usted combatiente en favor de nuestra gran causa. Hasta ahora sólo ha escrito usted novelas de puro entretenimiento, ¿no es esto?

—Sí; pero todas ellas tienen su fin: el de demostrar que la Compañía de Jesús es la institución más santa, y que todos deben ponerse bajo su dirección.

—Sí; lo sé. He leído algunas de esas obras, pero no basta eso. La Compañía necesita un libro de batalla que mueva ruido y que escandalice. ¿Antes de entrar en la Orden no pertenecía usted a esa juventud elegante que penetra hasta en lo más recóndito de las alcobas de las grandes damas, y conoce todas las miserias de la alta sociedad?

—Sí, reverendo padre. Vi el gran mundo de cerca, aprecié todas sus miserias y por esto mismo, desengañado de la existencia terrenal, entré en la Compañía.

—Pues bien, aproveche usted todos sus recuerdos, sus antiguas observaciones, para escribir un libro que sea como una sátira sangrienta contra la aristocracia. Nada de escrúpulos ni vacilaciones. Palo seco con todos, y mucha verdad en la descripción, sin temor a incurrir en una crudeza impropia de un sacerdote: ahora está en moda el naturalismo.

Calló el padre Tomás, pero como su subordinado daba a entender con su silencio que no había comprendido del todo lo que deseaba su superior, éste añadió:

—Para que usted se capacite de lo que tal obra debe ser, le explicaré el objeto que la Compañía se propone. Hoy la aristocracia, a fuerza de imitar la elegancia francesa, se ha contaminado de cierto volterianismo, y no viene ya a buscarnos como en otros tiempos, solicitando nuestra dirección. Piense usted, padre Palomo, lo que sería de nuestra Compañía, si la gente de dinero nos fuera infiel separándose para siempre de nosotros. Yo, después de varias tentativas, me he convencido de que es imposible atraer a esa aristocracia veleidosa e ingrata por medio de la persuasión y la dulzura, y no nos queda más recurso para encadenarla a nuestra dirección que apelar al terror, atemorizándola con un soberbio varapalo. Para eso quiero el libro de usted. Éste es el objeto que ha de llenar. Pondremos a la aristocracia en ridículo, describiendo todos sus vicios y miserias, y esto, al mismo tiempo que hará volver al redil a los ingratos, nos proporcionará la adhesión de la clase media, que odia a la gente privilegiada, y tal vez hará que por espíritu de partido nos miren con menos hostilidad los hombres que son nuestros irreconciliables enemigos. ¿Ha comprendido usted ya la tendencia del libro en cuestión?

El padre Palomo había ido entusiasmándose conforme su superior le exponía el espíritu de la obra, y en sus facciones coloreadas por la animación notábase el satisfecho gesto del escritor que encuentra un tema de su gusto.

—¡Muy bien! ¡Eso es! —decía el jesuita andaluz, despojándose de su actitud humilde y encogida—. La idea es magnífica y digna de vuestra paternidad. Fustigaremos a la aristocracia, que es la clase que mejor conozco, y yo le aseguro a vuestra reverencia que con las anécdotas que recuerdo y los escándalos que he presenciado en mi época de hombre de mundo, hay más que suficiente para formar una novela que mueva ruido. La titularemos Miserias, si a vuestra paternidad le parece bien.

—Me gusta el título. ¿Cuándo va usted a ponerse a trabajar?

—Mañana mismo; así que descanse de las fatigas del viaje, comenzaré a hacer mis apuntes y a clasificar mis recuerdos.

—Está bien. Vivirá usted en nuestra casa-residencia, y yo daré orden de que nadie le incomode en sus trabajos.

Hablaron aún los dos jesuitas un buen rato sobre la futura obra, oyendo el escritor con gran respeto las indicaciones del padre Tomás, y cuando el padre Palomo salía del despacho satisfecho del resultado de una conferencia que tanto había temido, entró uno de los secretarios del italiano, mudo e impasible como una estatua, según era costumbre en todos los que trabajaban en la casa, y le entregó un telegrama que acababa de llegar.

El padre Tomás rasgó la cubierta y, al leerlo, una ligera sonrisa de satisfacción vagó por sus labios.

Era el padre director del colegio de Valencia quien le telegrafiaba, manifestándole que el niño Paquito Ordóñez estaba gravemente enfermo, a consecuencia de una pulmonía.

No había resultado deficiente la gestión del padre Tomás desde Madrid, y la enfermedad llegaba con tanta precisión como él la había previsto.

Por fin, el heredero que tantos cuidados inspiraba ya no estorbaría más los planes de la Compañía.

Es preciso —se dijo el jesuita—, avisar a los padres de este triste suceso. No sé si Ordóñez estará en Madrid. El otro día me dijo que pronto iba a salir con algunos amigos a cazar en un coto de Extremadura. Vamos allá: siempre encontraré a María, y ésta es la única a quien podrá impresionar la noticia; conozco bien a toda aquella gente.

Así fue. María prorrumpió en alaridos al saber que su pobre hijo estaba enfermo de gravedad.

Medio año hacía que Paquito estaba en el colegio de Valencia, y a pesar de que el director del establecimiento le escribía frecuentemente dando noticias de su salud, la pobre madre no podía contener su impaciencia, y dos veces había tomado el tren, sufriendo las fatigas del viaje, tan sólo para estar en Valencia algunas horas al lado de su hijo, y regresar inmediatamente a Madrid.

La segunda de aquellas entrevistas le había proporcionado un inmenso placer, pues vio a su hijo con aspecto menos enfermizo, notando también que había disminuido algo el volumen de su cabeza. Esto le hizo creer en la bondad de aquellos consejos del padre Tomás y en que realmente sería beneficiosa para Paquito la estancia en el colegio, y cuando más ilusionada estaba, venía una noticia tan fatal y urgente a sumirla en la desesperación.

La pobre madre releía sin cesar aquel telegrama, como si en su conciso lenguaje pudiera encontrarse la certeza del porvenir del niño, y por más esfuerzos que hacía el padre Tomás para convencerla de que el niño podía salvarse, como ya había ocurrido cuando dos años antes tuvo el ataque de meningitis, María no se tranquilizaba, y aturdida por el dolor, sólo contestaba con gemidos y frases incoherentes.

No lograría tranquilizarla el reverendo padre. Le decía el corazón que su niño estaba enfermo, muy enfermo, y aun podía ser que a aquellas horas hubiese muerto ya.

La pobre madre desesperábase por no tener alas para volar hasta donde agonizaba su hijo, y pensaba con terror que aún habían de transcurrir algunas horas hasta el anochecer, que era cuando salía el tren correo de Valencia.

Aquella ciudad, en la que había pasado su infancia soñando tanto, y teniendo en ella sus primeros amores, y en la que ahora agonizaba el pedazo de sus entrañas, era el lugar que llenaba en tales instantes su imaginación, y por encontrarse en ella hubiese dado en dicho momento su fortuna y hasta su vida.

Estaba resuelta a salir en el correo de aquella noche, y el padre Tomás, por una complacencia instintiva o por un refinamiento de artista que desea ver su obra acabada para convencerse de su perfección, se prestó a acompañarla.

Como la baronesa estaba ausente, María, al abandonar su casa, dio sus instrucciones al criado Pedro, que era quien merecía toda su confianza.

A las siete de la tarde la condesa y el anciano jesuita subían a un reservado de primera clase en el tren que iba a salir de la estación del Mediodía.

La joven madre cubría con un velo aquel rostro antes tan fresco y hermoso y que ahora estaba consumido por la enfermedad y desencajado por el dolor.

De vez en cuando una tosecilla seca y violenta agitaba el extremo del velillo.

—Hasta las once de la mañana no llegaremos a Valencia. ¿No es eso, padre Tomás?

—Sí, hija mía.

—¡Oh, Dios misericordioso! ¡Qué noche me espera! La impaciencia de llegar es más terrible que mi dolor. Cada minuto es un siglo y únicamente me sostiene el deseo de ver a mi Paquito, a mi hijo, que tal vez esté muriendo en este mismo momento.

La pobre madre, asustada por sus propias palabras, rompió a llorar, dejando caer su cabeza sobre los grises almohadones que manchaba con sus lágrimas.

Al otro extremo del departamento iba, inmóvil e impasible, el padre Tomás, que movía sus labios como si rezase y miraba fijamente la luz del farol que oscilaba con la trepidación del tren en marcha.

VIII. LA MUERTE DEL NIÑO

A través de las vidrieras que cerraban herméticamente las ventanas de la enfermería, entraban en ésta los alegres rayos de sol, después de juguetear entre el ramaje del inmediato jardín, donde un tropel de pájaros piaba en las alturas y más de un centenar de muchachos correteaban abajo, por las enarenadas avenidas, divirtiéndose con juegos ruidosos que producían explosiones de risas y de gritos.

La animación y el ruido del jardín contrastaba con la soledad y el silencio de aquella habitación con cuatro ventanas que servía de enfermería.

Doce pequeñas camas de hierro con ropas de deslumbrante blancura alineábanse a lo largo de la pared, enfrente de las ventanas, y todas ellas estaban vacías, a excepción de la primera, sobre cuya almohada destacábase una cabeza que, por lo abultada, parecía pertenecer a otro cuerpo que a aquel pequeño tronco raquítico y menguado, que apenas si se destacaba con las convulsiones de una respiración jadeante bajo los pliegues de la cubierta.

Era el hijo de la condesa de Baselga el único enfermo que ocupaba aquel departamento del colegio.

Acababa de ausentarse el hermano lego, encargado de la enfermería, mocetón de anchas mandíbulas y aspecto de imbécil, que manifestaba gran cariño a los niños y entretenía al enfermito con cuentos milagrosos.

El niño sentíase abrumado por la espantosa soledad en que vivía.

La tuberculosis, que paralizaba en parte su cerebro, no había logrado borrar la precocidad de pensamiento que distinguía a Paquito y que parecía agrandarse conforme avanzaba el curso de su enfermedad.

Más que su dolencia, más que aquella terrible opresión en el pecho, que le hacía respirar penosamente, conmovía al niño la soledad en que vivía y el cariño frío y mercenario que le rodeaba.

Al pasear su debilitada vista por aquella vasta pieza silenciosa y fría, el niño se acordaba con dolor y envidia de la casa paterna, donde él reinaba en absoluto; de aquel elegante y confortable hotel donde vivía entre plumas y abrigos, rodeado de cuantas comodidades puede proporcionar una gigantesca fortuna y un solícito cariño.

Pero más aún que el lujo y el bienestar, lo que el pobre enfermito echaba de menos en su actual situación era su madre, aquella hermosa señora con los ojos siempre empañados por las lágrimas, que cuando él despertaba veía siempre a la cabecera de la cama, triste y llorosa como las Vírgenes que tantas veces había contemplado en la semioscuridad de las capillas.

No podía quejarse de la solicitud de que era objeto en el colegio; pero el niño, con su pasmosa precocidad, adivinaba lo mercenario de aquel cariño que cuidaba por obligación y trataba a cada uno según su riqueza y rango social.

Bien le cuidaba el mozo de la enfermería, pero sus manos rudas no podían ser comparadas con aquellas finas y suaves que allá en Madrid le manejaban con tanta delicadeza, como si su cuerpo fuese un copo de algodón. Todos los padres profesores del colegio entraban diariamente en la estancia a preguntar al niño por el estado de su salud, pero en su frías palabras y en sus impasibles rostros no se notaba el menor asomo de aquel cariño vehemente, de aquel doloroso anhelo, que la pobre madre llevaba impreso en todo su ser.

Aquel abandono moral en que le tenían, aquella frialdad que le rodeaba, era lo que entristecía al pobre niño y le hacía sumirse en un decaimiento absoluto, que favorecía el progreso de la enfermedad.

Él, que pertenecía a una poderosa familia, que no había ni aun sospechado la verdadera significación de la palabra miseria, que había vivido rodeado siempre de la riqueza, el fausto y la comodidad, y que al experimentar el menor dolor había visto inmediatamente en torno de su lecho a un gran número de solícitos sirvientes, pensaba ahora, con envidia, en los hijos del conserje de su hotel, en aquellos pobrecillos, tímidos y mal abrigados, que subían algunas veces a su cuarto para entretenerle con sus juegos.

¡Cuán felices eran aquellos miserables! ¡Cómo les envidiaba su suerte! Ellos, al menos, si caían enfermos, tendrían a su lado una madre que los cuidase, con ese cariño infatigable y heroico del que únicamente es susceptible el corazón de la mujer; y no había miedo de que se viesen como él, que por ser rico e hijo de una gran familia, se encontraba ahora en un lugar extraño, en una pobre cama, y sin ver otros seres que el rudo criado, el médico de la casa y media docena de hombres negros, cuyo rostro impasible parecía de bronce, y que a sus terribles dolores sólo sabían contestar con frías palabras, en las que no se notaba el menor asomo de afecto.

Paquito lloraba silenciosamente y sus lágrimas iban a caer sobre el embozo de su cama, que movía con vaivén de oleaje la respiración jadeante de sus congestionados pulmones.

Un pensamiento cruel obsesionaba el cerebro del niño. ¿Es que sus padres no le amaban ya y por esto habían mostrado tanta prisa en alejarlo de su presencia? El pobre niño no podía creer que dejase de amarle aquella mujer que tanto cariño le había demostrado allá en Madrid y que por dos veces, llorando de emoción, había venido a verle en el colegio; pero al mismo tiempo pensaba con amargura que los padres que quieren a sus hijos hacían como el conserje de su hotel y otras gentes humildes que él había conocido y que por todo el oro del mundo no consentían en separarse un solo día de los que eran pedazos de sus entrañas.

El infeliz ignoraba la existencia de inhumanas costumbres que la sociedad ha establecido con el carácter de suprema distinción y que hacen que los padres abandonen a sus hijos en la infancia para entregarlos a manos extrañas, justamente en la época en que más necesitan de los cuidados del verdadero cariño.

No era que el niño pudiera quejarse de haber sufrido violencias ni desprecios en aquel colegio, especie de convento de la infancia a que sus padres le habían enviado. La servidumbre le trataba con más cariño que a los otros alumnos; algunos de éstos, malignos e insolentes, que se burlaron de su timidez y de su abultada cabeza, fueron castigados rigurosamente por el director; los padres maestros le trataban siempre con las mayores consideraciones; pero a pesar de tantas atenciones el niño, criado al calor de una maternidad cuidadosa y solícita, no podía avenirse con la fría reglamentación de aquella casa y con los cuidados mercenarios de que era objeto y en los que se notaba más el impulso de la obligación que el del afecto.

No; por más que hicieran aquellos hombres para serle agradables, no podían llenar en su corazón el vacío que había dejado la ausencia de la madre.

Paquito notaba en el cariño de todos ellos algo que para él era digno de censura, por más que se fundara en la reglamentación del colegio y en la necesidad de considerar iguales a todos los alumnos.

¿Por qué en la sala de estudios habían destinado para él aquel pupitre cercano a la puerta, donde llegaban frías corrientes de aire cada vez que alguien abría la mampara de cristales y levantaba el cortinaje? ¿Por qué en el dormitorio, con el pretexto de que era el último alumno que había ingresado, ocupaba la cama más inmediata al corredor, lo que le hacía pasar las noches con el cuerpo entumecido y tosiendo dolorosamente? De seguro que, de estar allí su madre, no hubiese vivido él tan desprovisto de cuidados y la enfermedad no hubiera hecho de su cuerpo una víctima, oprimiendo con mano de hierro sus débiles pulmones.

Y mientras el niño pensaba con dolor en su desgracia al ser conducido a aquel establecimiento, escuchaba con marcada expresión de envidia el rumor que producían sus compañeros jugando en el inmediato jardín, en aquella hermosa arboleda que era la única parte del colegio a la que profesaba algún cariño.

Su madre era el recuerdo que ocupaba por completo su memoria, y pensaba en ella con la desesperación del desgraciado que ha perdido el protector en quien cifra todas sus esperanzas.

¡Oh, si ella llegase! ¡Si ella apareciese de repente en la enfermería, extendiéndole sus brazos con loco arrebato de pasión y gritando «hijo mío», con esa voz que sale del alma!

Dos días hacía que el pobre niño se hallaba enfermo en aquel lecho, y cada vez que pensaba en la posibilidad de que su madre apareciese en aquel lugar, la esperanza le reanimaba, dándole nuevas fuerzas, y hasta le parecía que, de realizarse tal milagro, no tardaría en desvanecerse la terrible opresión que agobiaba sus pulmones.

Paquito creía en la posibilidad de que su madre viniese a verle y confiaba en que, antes de morir, podría contemplar aquel dulce rostro que tantas veces había distinguido al borde de su cuna, como si fuera la buena hada de sus sueños. ¿No había ido a visitarle cuando gozaba de relativa salud? ¿Por qué había de abandonar ahora a su pobre hijo que se sentía morir?

Para el niño, era Valencia una ciudad que le recordaba su madre. Cuando le acompañó desde Madrid para que ingresara en el establecimiento de los jesuitas, la condesa, con la emoción del que recuerda los mejores años de su vida, había mostrado a su hijo la fachada del colegio de Nuestra Señora de la Saletta, en cuya terraza había experimentado las más gratas emociones de su existencia.

La idea de que su madre había respirado aquel mismo ambiente de perfumes, teniendo casi la misma edad que él, y que sobre el mismo suelo había estado sometida a una existencia reglamentada como la suya, producíale al niño una placentera emoción y afirmábale en su confianza de que, en un país que tales recuerdos guardaba, no podía menos de surgir por arte mágico la dulce figura de la condesa.

El anhelo por ver a su madre y la incertidumbre que le acometía después de permanecer algunos instantes con esta esperanza fatigaban al pobre niño y, en su enfermizo cuerpo, sólo quedaba ya vigor para pensar.

Poco a poco su cerebro fue debilitándose; una soñolencia abrumadora se apoderó de él y se cerraron aquellos ojos macilentos, que hasta entonces con tanta codicia habían contemplado los rayos de sol que se filtraban por las ventanas.

Según el testimonio del encargado de la enfermería que entró varias veces a verle, el niño deliraba llamando a su madre y pidiéndole con voz quejumbrosa que lo sacara de allí.

Así transcurrieron más de tres horas y por fin cedió un tanto el delirio y se abrieron los ojos del enfermito, justamente en el instante en que sonaba un tropel de pasos en el inmediato corredor.

Abrióse la entornada puerta y lo primero que vio el pobre niño fue al administrador del establecimiento y a un sacerdote viejo, de elevada estatura, cuyo rostro impasible y austero creyó reconocer, aunque no pudo darse exacta cuenta de quién era. Tras ellos entraban el encargado de la enfermería con su azul delantal y otro criado que le servía de ayudante; y en el centro del grupo marchaba una mujer, de la cual, por su baja estatura, sólo se veía el plumaje de la capota.

El anciano jesuita, extendiendo su brazo hacia atrás, parecía contener a aquella señora.

—Calma, condesa, mucha calma —decía con su fría voz—; una impresión demasiado fuerte podría hacerle daño.

Pero la mujer, con un violento empujón, salió del grupo y se abalanzó a la cama, arrojando atrás el velillo de su sombrero.

El pobre niño exhaló un grito ante tan súbita aparición. ¡Ya se había realizado el milagro! ¡Ya estaba allí su buena hada, con el rostro dulce, lloroso y conmovido, de virgen dolorosa!

—¡Mamá! ¡Mamá mía! —gritó el pobre enfermito, con su voz débil, pero de expresión indefinible.

Y no pudo decir más, pues ahogó su pobre voz, aquel rostro que derramando lágrimas se pegó a sus demacradas facciones cubriéndolas de besos.

La madre y el hijo parecieron formar una sola masa que exhalaba tristes gemidos, mientras que el grupo de hombres que estaba en la puerta permanecía impasible, como gente que al entrar en la asociación jesuítica había renunciado a los afectos de la familia y no podía conmoverse ante tales escenas. El padre Tomás miraba con sus fríos ojos de acero a la madre y al hijo, y mientras pensaba sin duda en que pronto iba a verse libre de aquellos dos estorbos, cruzaba las manos sobre su vientre y hacía juguetear distraídamente a sus pulgares.

Aquella emoción producida por la llegada de la madre aceleró el triste desenlace que el médico del colegio había anunciado ocurriría fatalmente en aquella misma mañana.

Sólo dos horas vivió el infeliz niño.

Su agonía fue terrible, y el padre Tomás, ayudado por otros jesuitas, tuvo que arrancar a viva fuerza a la enloquecida madre, que con la cabeza de su hijo entre sus manos y su boca pegada a la del enfermo parecía aspirar con delicia el hálito de la agonía.

La condesa dando alaridos de dolor fue conducida a las habitaciones de la dirección, cuando ya el niño se agitaba en las últimas convulsiones, buscando un aire vivificante que se negaba a entrar en su pecho.

El padre Tomás conservó su presencia de ánimo y cuando el cuerpo de Paquito era ya un cadáver comenzó a dictar todas las disposiciones propias del caso y ordenó el entierro, que había de ser digno, por su aparato, de la familia a que pertenecía el finado y del establecimiento en que había muerto.

No se separó un solo instante de la cama en que tan larga agonía había sufrido el infeliz niño, y hubo un momento en que quedó completamente solo en la vasta habitación. Los criados habían salido buscando el uniforme de Paquito para amortajarle.

El terrible jesuita, puesto en pie junto al lecho mortuorio, estuvo contemplando fijamente la deforme cabeza de aquel niño que aún parecía más horrible con el tinte violáceo de la muerte.

—Dios te tenga en su santa gloria —murmuró el padre Tomás—. La verdad es que, para ser hijo de un padre tan corrompido, has sabido resistir bravamente a la muerte. Te ha costado el caer.

Después se separó del lecho, comenzando a pasearse por la enfermería con cierto aire de satisfacción.

Llegaban hasta allí, amortiguados por la distancia, estridentes alaridos de dolor que no parecían salir de una garganta humana.

Era la infeliz madre que, abajo, en el despacho del director, entregábase a transportes de pena, rodeada de casi toda la servidumbre del colegio, que la sujetaba temiendo que se causase algún daño en una de aquellas convulsiones de loco dolor.

El padre Tomás escuchó durante algunos instantes, sin que en su impasible rostro se notara la menor emoción, y lentamente se dirigió a la puerta. Pero antes de salir lanzó una postrera mirada al cadáver y murmuró con voz casi imperceptible:

—¡Adiós, heredero!… Ya hemos enmendado el único error que tenía mi plan.