PARTE SEGUNDA
EL PADRE CLAUDIO

I. LOS NEGOCIOS DE LA ORDEN

Fue bastante cruel en la capital de España el invierno de 1825. Los temporales sucedíanse con alarmante frecuencia; cuando no llovía, nevaba y un viento frío y huracanado limpiaba las calles de transeúntes, encargándose al mismo tiempo de llenar los cementerios esparciendo pulmonías a granel.

Parecía que la naturaleza deseaba imitar con sus furores los actos de la triunfante reacción.

A las cuatro de la tarde de uno de aquellos días, o sea cuando las sombras nocturnas comenzaban ya a invadir las calles cubiertas por espesa capa de nieve, un hombre con sotana, de pie tras los vidrios de un balcón perteneciente a una casa vieja con honores de palacio, contemplaba un grupo de voluntarios realistas que parados en el centro de la calle entonaban la Pitita bonita con el piopom… canción insustancial y ridícula que había venido a sustituir al marcial himno de Riego y que era el canto de guerra de los defensores del absolutismo.

Aquellos bravos voluntarios de la reacción no hacían mucho caso del frío, sin duda a causa de la gran cantidad de vino que calentaba su estómago y con sus ademanes grotescos, sus discusiones incoherentes, su canto monótono y sus movimientos inseguros, parecían causar gran placer al cura, que sonriente les atisbaba tras el balcón.

Era joven el curioso ensotanado, y sin embargo al primer golpe de vista tenía el aspecto de un hombre que ha llegado a la decrepitud. Su cabeza enorme que aun parecía más grande sosteniéndose al extremo de un cuello flaco y prolongado, tenía grandes manchas de calvicie, pues sólo a trechos ostentaba manojos de cabello, áspero e hirsuto, iguales a punzantes brochas de rojo esparto; su rostro estaba surcado de arrugas que por lo inmóviles y petrificadas semejaban las huellas que las continuas lluvias dejan en las cariátides de una fachada, y sus ojillos verdosos, hundidos y chispeantes, así como su boca de delgados labios, tenían una expresión que causaba miedo por lo mismo que era eternamente sonriente.

Adivinábase en aquel cuerpo flacucho, largo y un tanto encorvado, un cúmulo de malos instintos y una gran propensión a encontrar el placer en la contemplación del dolor.

Se veía en él inmediatamente el ser nacido para el mal, que de niño se divierte en atormentar a cuantos le rodean, que de hombre prepara con la fruición de un artista el ataque contra sus semejantes y que al llegar a la vejez muere poseído de desesperación por no haber tenido mano suficiente para estrujar el mundo entre los dedos.

Era uno de esos ambiciosos insaciables que sienten la nostalgia de la gloria. Pero su gloria es el triste y fatídico prestigio de los grandes criminales.

Ante la imagen de Nerón, era capaz de sentir el mismo desconsuelo que César delante de la estatua de Alejandro cuando se lamentaba de ser desconocido a la misma edad que el caudillo macedónico era ya célebre.

Gozaba con la degradación humana: le gustaba en extremo que el hombre apareciera al nivel del irracional y de aquí se sintiera idénticas impresiones que un filarmónico en un concierto, contemplando a los realistas ebrios que en medio de la calle gesticulaban grotescamente como monos.

Era malvado, y por eso aspiraba a la destrucción de todo cuanto de grande y noble había en el mundo; pero era cobarde y por esto había ingresado en la Compañía de Jesús.

Formando parte de la inmensa y misteriosa falange creada para combatir al progreso y a la dignidad humana, podía hacer uso de todas sus infames cualidades sin miedo al castigo. La solidaridad jesuítica le ponía a salvo y si le atacaban, miles de sotanas negras saldrían inmediatamente en su defensa. Además en ninguna otra parte como en el mundo creado por Loyola, podían apreciar sus brillantes facultades de bandido.

Detrás del jesuita, que seguía derecho tras las vidrieras, existía un espacioso salón que apenas si lograban alumbrar la mezquina claridad del crepúsculo que penetraba por el balcón y la luz da una gran lámpara con pantalla verde que estaba en lo más hondo de la habitación, colocada sobre una gran mesa de caoba groseramente tallada y de patas macizas, igual a las que aún hoy se ven en el atrio de las iglesias sirviendo de despacho a las juntas de cofradías.

A lo largo de las paredes y alzándose hasta tocar el techo, estaban puestos en fila grandes armarios repletos de libros encuadernados en pergamino y de ventrudas carpetas, todo clasificado y rotulado escrupulosamente a juzgar por las pequeñas tarjetas pendientes de libros y legajos con números y letras que formaban jeroglíficos enrevesados solamente comprensibles para su autor.

Tal era la abundancia de escritos en aquella estancia que parecía que por ella había pasado una inundación de papeles dejando su rastro en todas partes.

En el suelo y sobre las sillas veíanse montones de pliegos y cuadernos cubiertos de renglones apretados y alrededor de la mesa la avalancha de papeles aún era mayor, pues se erguían formando gruesas columnas que amenazaban desplomarse sobre la escribanía cubierta de capas de seca tinta y rematada por un busto de San Ignacio.

El lienzo de pared que se extendía detrás de la mesa era el único desnudo de armarios y legajos, pero estaba ocupado por un gran mapa de España hecho a mano y una gran parte del cual quedaba envuelto en la sombra.

El jesuita siempre de espaldas a la habitación con las manos metidas en los bolsillos de la sotana y chupando el residuo de un cigarrillo de papel, seguía contemplando la calle sin que lograran hacerle volver la cabeza las diabluras de un gatazo blanco, gordo y lustroso como un canónigo, que saltaba sobre un ancho brasero cuando no se entretenía en arañar estridentemente los hilos de la alambrera.

De pronto un hermoso coche que por su forma moderna y elegante parecía impropio de aquel tiempo en que todavía imperaba la pesada y antigua carroza, penetró en la calle con ligereza ahogándose el ruido de sus ruedas en la espesa alfombra de nieve.

El jesuita lo reconoció inmediatamente.

—¡Su reverencia que llega! —murmuró, e inmediatamente se retiró del balcón para ir a ocupar su asiento junto a la mesa, no sin antes dar una patada al gato por puro gusto de hacer daño.

Púsose inmediatamente a escribir en un papel colocado en el centro de la gran cartera de badana y así estuvo mucho tiempo sin levantar la cabeza, hasta que por fin oyó rumor de pasos cerca de la puerta.

Entonces levantó el rostro fingiendo admirablemente una expresión de sorpresa.

Quien entró fue el padre Claudio. Arrojó su sombrero y manteo sobre una silla, dirigió como saludo al escribiente una sonrisa protectora propia de un superior distinguido pero amable, y fue a sentarse al lado del brasero con aire mujeril, subiéndose un poco la sotana y mostrando sus ajustados zapatos con hebillas de oro y sus medias de seda negra que comprimían las pantorrillas de líneas correctas y artísticas como las de una dama.

Después de remover las brasas y de acariciar al gato que fue a frotarse cariñosamente contra sus piernas, fijó su vista en el otro jesuita que desde la llegada de su reverencia se había quedado inmóvil y con la cabeza baja como si esperara para seguir trabajando la orden de su superior.

—¿Has trabajado mucho?

—Así, así, reverendo padre. Mi voluntad es más grande que mis fuerzas—

—¿Despachaste ya el correo?

—En ello estoy, reverendo padre. Tengo ya escritas las contestaciones a las cartas recibidas ayer. No son tantas como en otros días.

—¿Llegó ya el correo de hoy?

—El hermano portero del Seminario lo trajo hace una hora. He examinado todas las cartas y aguardo vuestras órdenes para contestar.

—Bien; procedamos con orden. Primero las contestaciones a las cartas de ayer.

—Aquí están escritas y sólo esperan vuestra firma. Las copias están puestas ya en cifra en el libro de memorias.

—¿Qué le dices al superior de nuestra casa en Zaragoza?

—Lo que vuestra reverencia me indicó. Que es imposible enviarle un ochavo y que él es quien debe procurarse lo necesario para que la Orden sea rica y poderosa en Aragón y enviar además aquí cuanto pueda.

—Esa es la verdad. Los jesuitas cuando se establecen en un punto, es para sacar de los buenos devotos los medios para proseguir su campaña en bien de Dios y de la Religión y no para gastar en provecho del pueblo el dinero que la Orden atesora después con tan grandes esfuerzos. Nosotros solo somos esponjas que chupamos el zumo del país en que nos establecemos para exprimirlo después sobre nuestra caja de Roma. ¡Medrada estaría nuestra Orden si en vez de atesorar derramara su dinero en los países donde está establecida! El que piensa lo contario no es buen hijo de nuestro santo padre Ignacio.

—Lo mismo creo yo, reverendo padre —apuntó servilmente el amanuense.

—Creo, hermano Antonio, que habrás escrito en tono fuerte al superior de Aragón.

—Así es, reverendo padre.

—Muy bien. Ya pensaremos en reemplazar a ese padre por otro que sea más activo e inteligente y que no nos venga pidiendo auxilios a pretexto de los grandes daños que en nuestras antiguas posesiones causaron los revolucionarios durante su gobierno, y de la pobreza de los devotos para contribuir a su reparación. Adelante, a ¿quién más has escrito?

—Conforme a la lista que vuestra reverencia me entregó y a sus indicaciones, he contestado al alcalde corregidor de Murcia.

—Es un caballero honrado, ferviente, defensor de Dios y del rey y digno de nuestra estimación, por el afecto que siempre ha demostrado a la Orden. ¿No nos felicitaba porque el señor don Fernando había decretado nuestro restablecimiento, poniendo las cosas de la Orden, tal como se encontraban antes de la maldita revolución del 20?

—Sí, reverencia. Yo le he contestado, dándole gracias por el afecto que demuestra y rogándole cuide de favorecer y dar protección en todas ocasiones a los padres que hemos enviado a dicha provincia.

—Está bien. ¿Cuáles son las otras contestaciones?

—A James Clark, en Gibraltar, excitándole a que vigile cada vez más a los emigrados liberales y que vea el modo de impulsarlos a que intenten un desembarco en las costas de España.

—Sí; eso sería de muy buen efecto. El rey fusilaría unos cuantos de esos miserables que tanto daño nos han hecho, y los que aún piensan ocultamente en el restablecimiento de la libertad, acabarían de desengañarse y se arrojarían en nuestros brazos.

—Clark, pide dinero para seguir sus trabajos.

—Di mañana al padre Echarri que le remita diez onzas.

—Al librero Suárez, de Barcelona, le he dicho que puede enviar los dos mil ejemplares de Triunfos recíprocos de Dios y de Fernando VII.

—Es una buena obra, escrita por un fraile, que aunque no de nuestra Orden nos es muy adicto. Conviene hacerle circular, pues de este modo el pueblo odiará cada vez más a los liberales y estará por completo sumiso a la paternal autoridad de Fernando y a nuestra santa dirección. Avisa al padre Echarri para que envíe el importe de los libros y los reparta en las escuelas y entre los voluntarios realistas que sepan leer… Afortunadamente, éstos no son muchos.

—Al superior de Jaén le he excitado para que no deje de la mano el negocio de la condesa de la Fuente y que procure que el testamento se haga cuanto antes.

—Muy bien. Esa buena condesa es vieja y achacosa; su fortuna asciende a cuatro millones y justo es que nosotros seamos sus herederos, ya que durante muchos años hemos estado encargados de la administración de su casa.

—A D. José López, el secretario del obispo de Oviedo, le he escrito recomendándole que vigile bien al deán. Al deán le he encargado que no pierda de vista a D. José López.

—Muy bien. ¿Y qué más?

—A D. Nazario Erzilla, canónigo de la catedral de Oviedo, le he dicho que siga observando atentamente al deán y al secretario del obispo.

—Perfectamente. Con tres agentes distintos no es posible el engaño ni los informes falsos.

—He incitado a nuestro comisionado en Sevilla a que siga en los cafés y tabernas hablando pestes del gobierno y haciendo la apología de Riego y la Constitución.

—Eso es lo que conviene, y harás bien en escribir mañana mismo de un modo idéntico a todos nuestros agentes asalariados en las principales capitales. Conviene que, hablando como furibundos revolucionarios, echen el anzuelo, pues tal vez algunos de los que aún son admiradores de la muerta Constitución, en el calor del entusiasmo se delaten sin conocerlo. Es útil en la actual situación dar trabajo a las comisiones militares permanentes que no saben ya a quién enviar a la horca.

—Al marqués del Pino, de Córdoba, le he contestado diciendo que vuestra reverencia no olvida su pretensión y que interpondrá en Roma su influencia para que Su Santidad le conceda los honores de camarero secreto de capa y espada.

—Has hecho bien. Nada me cuesta halagar con tales nimiedades la frivolidad de ciertos seres. Además, el marqués es gran amigo nuestro y hace poco decidió a una prima suya a que hiciese testamento en nuestro favor.

—Al Patilludo le he escrito al cortijo de Sierra Morena, que ya conoce vuestra reverencia, amenazándole con nuestro desagrado si no es más puntual en enviar la mitad del producto de sus operaciones. Diez coches de posta han sido robados en el pasado mes; en ellos iba gente rica, la mayor parte indianos que habían desembarcado en Cádiz, y sin embargo, ha tenido la desvergüenza de enviarnos solamente cien peluconas.

—¿Le has escrito en tono fuerte?

—No he ido corto en amenazas.

—Así debe hacerse. Ese canalla debe saber que nuestra protección no se vende barata y que, si no envía más dinero, cualquier día haremos que el Superintendente de Policía del reino le envíe a sus guaridas de Sierra Morena una partida de caballería, y entonces no le valdrá el haberse batido contra los liberales a las órdenes del conde de Baselga… ¿Qué más hay?

—He escrito al comandante de los realistas de Haro manifestándole nuestra satisfacción por el acierto con que sabe castigar a los emigrados liberales paseando por las calles a sus esposas emplumadas, montadas en un borrico y con un cencerro al cuello, entre la rechifla y las pedradas de los buenos cristianos: igualmente doy las gracias, en nombre de Dios, al prior de los capuchinos de Castellón por el acierto con que ha sabido conquistar el alma de la esposa de un exdiputado que está en Londres, haciendo que olvide a este maldito, que deje de escribirle y que entre en una casa de religiosas, y he dicho a Antonio Ullastres, zapatero de Barcelona, que ha hecho muy bien en dar informes desfavorables en el expediente de depuración del general Castaños, pues aunque éste en el año 17 fusiló por orden del rey a un general hereje como Lacy, después no se ha mostrado muy obediente a la causa del altar y el trono y transigió, aunque encubiertamente, con el gobierno de la revolución.

—¿No hay nada más?

—Nada, reverencia. Aquí tengo apartadas todas las contestaciones que sólo esperan vuestra firma o vuestro nombre de guerra. No son tantas como en otros días.

—Ya habrás hecho en el resumen diario de trabajos el extracto de la correspondencia.

—Sí, reverendo padre. He procurado corregirme de los defectos que en mí habéis notado y el resumen va tan conciso como claro, sin confusiones ni ambigüedades.

—Haces bien, pues en tal trabajo consiste tu porvenir. Dicho resumen va dirigido a nuestro general en Roma y queda sepultado en nuestros archivos, donde existen las biografías secretas y retratos morales de cuantas personas de alguna significación existen en el mundo. Es un arma invencible que ningún rey ni potestad de la tierra posee, y juzga tú si con su ayuda podemos tener por segura nuestra victoria sobre el universo. Conviene, pues, que el diario informe vaya redactado con claridad y exactitud notables, tanto más cuanto que la mayor parte de las personas que nos escriben envían también a Roma copia de sus documentos y allí unos y otros sufren el consiguiente cotejo. Si logras hacerte notar por tu veracidad y exactitud, tu suerte está ya hecha; pero si en los informes faltas a la verdad, ya sabes cual será tu castigo. Nunca podrás figurar como un verdadero hijo de Loyola ni pronunciarás el juramento en cadáver viviente me convierto.

El hermano Antonio pareció conmoverse un tanto por esta amenaza, y como si quisiera cambiar la conversación, cogió de un extremo de la mesa algunas cartas abiertas.

—Estas son, reverendo padre, las cartas llegadas esta tarde. ¿Quiere su reverencia que le indique el contenido?

—Habla y después me dirás los informes de nuestros agentes en Madrid.

—Esta carta es del superior del colegio de Vitoria. En la ciudad se habla mucho contra un hermano coadjutor que, según dicen, intentó forzar a la hija de un militar desterrado y pendiente de depuración. La familia dice pestes contra el coadjutor y nuestra Orden, y el superior pregunta qué es lo que debe hacerse… ¿Qué contestamos?

Reflexionó un breve espacio el padre Claudio y después dijo a su secretario, que se preparaba a tomar notas de las respuestas:

—Ese escándalo es demasiado importante para dejarlo sin remedio. El prestigio de nuestra Orden exige una inmediata reparación. Al hermano coadjutor que lo envíen al colegio de Sevilla, y allí que esté durante quince días arrodillado a la hora de comer frente a todos sus compañeros, con un cartel al cuello que diga Lascivo. En cuanto a la familia de la muchacha, recomienda a la Comisión Militar permanente de Vitoria, que la vigile de cerca, y a la primera ocasión oportuna, envíe el padre a presidio o lo ahorque si le parece mejor. Así aprenderán esos impíos a no llevar en lenguas a la Compañía de Jesús.

—El agente de Salamanca, escribe que a nuestro amigo, el boticario don Leandro, lo han metido en la cárcel como autor de la muerte de tres domésticas que en diversas épocas han desaparecido de su casa. El boticario solicita la protección de la Orden y jura que es inocente.

—Nada tendría de particular que fuese verdadero el asesinato de esas muchachas. El tal don Leandro es un tuno redomado, pero hay que confesar que nadie le va a la mano en la confección de venenos. ¡Con qué lentitud y disimulo matan! ¿No es verdad, hermano Antonio?

Y el hermoso jesuita al decir estas palabras, sonreía tan malignamente, que su rostro tenía la misma expresión de esos diablos berroqueños que horripilantes y sarcásticos surgieron en los frisos de las catedrales bajo el cincel de los escultores de la Edad Media. El amanuense le imitó con una de sus más fúnebres sonrisas, y así permanecieron largo rato, como recreándose en el recuerdo de hechos pasados.

—Favoreceremos a don Leandro —dijo al fin el padre Claudio—, pues no es racional que nos privemos de tan hábil y sumiso proveedor. Mañana recuérdame, cuando vaya a Palacio, que debo hablar con D. Tadeo Calomarde, para que como ministro de Gracia y Justicia, mande al corregidor de Salamanca que ponga en libertad al boticario.

—La casa Gómez de Cádiz, anuncia que ha vendido a buen precio la partida de café que nos enviaron de Puerto Rico.

—Envía la carta al padre Echarri, nuestro administrador.

—El agente de Jabea, dice que el alijo de tabaco se ha llevado a cabo sin otra novedad que la de tender de un trabucazo a un guardia de la costa. La ganancia de esta operación pasará en su concepto de seiscientas onzas.

—Avisa también al padre Echarri, que siempre experimenta un santo gozo cuando ve aumentar el tesoro de la Orden.

—El superior del colegio de Granada, se queja de la propaganda que unos frailes dominicos hacen en aquella ciudad contra nuestra Orden. La semana pasada predicaron un sermón en el que pintaban a los jesuitas como intrigantes, sin conciencia, más amigos de los negocios que de la religión, y deseosos de avasallar al mundo.

El padre Claudio al oír esto perdió la calma. Su sonrisa desapareció y un relámpago de ira pasó por sus ojos.

—Esos frailuchos —dijo con voz algo temblorosa por la cólera—, son una canalla soez y grosera que nos hace cruda guerra, y a los que necesitamos amordazar. ¿Por qué nos combaten? ¿No los dejamos tranquilos? Durante largos siglos han estado todos ellos, y especialmente los dominicos, monopolizando un instrumento tan valioso como la Inquisición, y explotando toda Europa. Ya que han tragado bastante, que nos dejen ahora hacer nuestro agosto a los hijos de Loyola, pues lo contrario es ser soberbios, y Dios no quiere, más que servidores humildes y pobres como nosotros.

—Esa es la verdad, reverendo padre —dijo el secretario que no perdía ocasión de adular a su superior—. Vuestra reverencia habla con la elocuencia de un Bossuet.

—Yo sabré poner remedio a la osadía frailuna haciendo que toda Esparta odie a esos seres que uno de los malditos escritores de la Revolución definió graciosamente, diciendo que eran «groseros animales que asomaban la cabeza por una ventana de paño pardo».

Quedóse el jesuita pensativo como combinando un plan contra aquellos competidores que disputaban a la Orden la explotación del fanatismo, y después dijo al secretario con resolución:

—Antonio, mañana llamarás al gacetista Martínez.

—Reverendo padre, ese sujeto es un borracho del que no puede sacarse partido. Aún no ha hecho las letrillas satíricas que le encargamos contra los absolutistas templados que aconsejan al rey la clemencia con los liberales. Y eso que el padre tesorero se las pagó por adelantado.

—Cállate y no repliques —dijo el superior dirigiendo una altanera mirada al amanuense—. Llamarás a Martínez, y le encargarás que sin perder tiempo escriba un folleto, diciendo que la Compañía de Jesús ha tenido más sabios, oradores y publicistas, que todas las órdenes religiosas juntas, y que los frailes (especialmente los dominicos) son gentecilla borracha, disoluta, avarienta, mujeriega y todo cuanto de malo existe. Martínez es un exclaustrado que abandonó el hábito por su mala conducta, así es, que estará bien enterado de las hazañas de sus antiguos colegas.

—Está bien, reverendo padre. Pero ruego a vuestra reverencia que se acuerde de lo que nos ocurrió hace dos años en tiempos de la revolución, cuando le encargamos aquel folleto en el que a nombre de la libertad se pedía la santa guillotina, el amor libre y la comunión de bienes; todo para desacreditar a los liberales. Cobró el folleto por adelantado, se lo bebió en unas cuantas borracheras y esta es la hora que aún no lo ha escrito.

—En vez de llamarlo a él, avístate con su querida, la Pepa, y dale el importe del escrito. Ella es mujer capaz de acelerar la redacción del libro, dando al autor una paliza diaria hasta que lo acabe. Toma nota del asunto, despáchelo mañana mismo, y a ver si la semana que viene está ya el manuscrito en la imprenta. ¡Lástima que ese perdido tenga una pluma sangrienta de la que tanto necesitamos! Vamos a otro asunto.

—No queda más que esta carta, que es del arzobispo de Valencia.

—¿Qué quiere su ilustrísima?

—Pregunta qué es lo que debe hacerse con Ripoll, el maestro de escuela de Ruzafa.

—Grande hereje es ese maestro, y no parece sino que el diablo hable dentro de su cuerpo. Figúrate, hermano Antonio, que en todos los tonos y con la firmeza del que asegura una verdad indiscutible, afirma que la Santísima Trinidad es una farsa que la misa es un sainete, que todas las religiones son falsas y malas, sin exceptuar la católica; que el hombre no debe creer en otra cosa que en su propia razón y no sé cuántos disparates más, que apoya siempre con testimonios sacados de las endiabladas obras de Voltaire, Rousseau y demás filosofastros que formaron la endiablada Enciclopedia. ¡Bien marcharía la religión y medrados estaríamos nosotros si el pueblo creyera lo mismo que ese maestro hereje!

—El arzobispo se muestra admirado por el valor y la fuerza de voluntad del preso.

—¿Qué es lo que hace?

—Los presos, en la cárcel de Valencia, están subyugados por la humildad y los buenos sentimientos que demuestra el hereje. A sus perseguidores, los hijos de la Fe, les devuelve palabras cariñosas por insultos; con discursos halagadores anima a los presos a que sepan sobrellevar su suerte y a no encenagarse en el vicio, y varias veces se ha despojado de sus ropas en el rigor del invierno para cubrir las desnudeces de empedernidos criminales.

—En muchas ocasiones he visto, con sorpresa, cómo alguno de esos herejes, enemigos del rey y de la Religión, procedían tan santamente. Misterio es éste que me llama mucho la atención, y aún me hace creer que quien tan meritorias obras hace, es el diablo que se alberga en su cuerpo, y que con tales demostraciones quiere atraerse a los incautos y a los asombrados.

—Así será, reverendo padre. Vuestra sabiduría descubre siempre la verdad.

—¿Y pregunta algo su ilustrísima?

—Sí. Consulta a vuestra reverencia de qué modo ha de proceder para castigar a ese impío. Los buenos católicos de Valencia quieren aprovechar tan buena coyuntura para restablecer la Inquisición, quemando vivo al maestro en medio de la plaza del Mercado, y el arzobispo desea saber si puede hacerse tal fiesta en honor de Dios, sin peligro de que se queje el gobierno de su majestad.

—Difícil es eso. Nuestra aliada Francia, a quien debemos la caída de la Constitución, no quiere consentir, a pesar de todo su realismo, que vuelvan los felices tiempos de la Inquisición. Un auto de fe, en una capital tan importante como Valencia, motivaría grandes protestas de las potencias de la Santa Alianza.

—¿Qué es, pues, lo que debo contestar?

—Dile al arzobispo que se contente con ahorcar al impío Ripoll. Lo importante es librar a la sociedad de un monstruo que tan descaradamente blasfema de la religión y atenta contra los derechos de la Iglesia; lo de menos es que muera achicharrado o pendiente de una cuerda. ¿No tiene el arzobispo constituida una especie de Inquisición con el título de Junta de Fe? Pues que esa Junta se convierta en tribunal y que juzgue al maestro condenándolo a muerte. Di a su ilustrísima que no tema las reclamaciones del gobierno y que cuente con nuestra valiosa protección. Si los embajadores se quejan ya sabremos arreglar el asunto. Organizaremos otra conspiración como la de aquel Bessieres (que santa gloria haya) y diremos a las potencias extranjeras que es necesario dejar al pueblo amante del rey y de la religión que desahogue sus instintos contra los liberales y los impíos, pues de lo contrario se corre el peligro de que se subleven a cada momento los voluntarios realistas.

—Reverendo padre, vuestro inmenso talento se manifiesta en todos los asuntos.

Aquella nueva muestra de adulación rastrera, causó grata impresión al padre Claudio que permaneció durante algunos minutos silencioso, como gozándose en sus ideas.

—Además —dijo al amanuense cual si le acometiera súbita inspiración—, los buenos católicos de Valencia pueden cumplir sus deseos. La horca puede compaginarse con la hoguera. Di al arzobispo de Valencia que ahorque a Ripoll primeramente y después que arroje su cadáver en un tonel pintado de llamas. Será quemado aparentemente, pues el tal tonel vale tanto como la hoguera del Santo Oficio. Por algo se ha dicho que con la intención basta… Pasemos ahora a los informes de nuestros agentes en Madrid.

II. LA POLICÍA JESUÍTICA

Qué agentes son los que han venido hoy? —preguntó el padre Claudio a su alter ego o más bien a su socius como se dice en el lenguaje usado entre los hijos de Loyola.

—Esta tarde sólo he recibido la visita de tres: el camarero de Palacio, el oficial del ministerio de Gracia y Justicia y el empleado de la embajada de Francia.

—Empieza por el último. ¿Cuáles son sus informes?

El amanuense consultó las abiertas páginas de un grueso cuaderno en el cual anotaba las delaciones de los espías de la Compañía, y después de consultar las últimas notas con una rápida ojeada, contestó:

—El embajador piensa pedir mañana una audiencia al rey para quejarse en nombre de su gobierno del carácter brutal que reviste la restauración absolutista. Hoy a la hora del almuerzo ha dicho a algunos amigos que le acompañaban, que está harto de las barbaridades de los realistas españoles y que Mr. Chateaubriand le ha escrito autorizándole para que manifieste al rey, que Francia se cree ya deshonrada por haber favorecido con su ejército una reacción que pone a España en cultura y humanidad, más abajo que el imperio de Marruecos.

—Eso es una exageración propia de un poeta como el ministro francés —dijo el jesuita sonriendo con expresión de desprecio.

—El embajador ha dicho, además —continuó el hermano Antonio consultando de vez en cuando las notas—, que aunque su gobierno no le ordenara tal comisión, él la haría por propia voluntad muy gustoso; pues se conduele de la brutalidad de los victoriosos realistas. Además, ha dicho que de todo cuanto sucede es culpable la Compañía de Jesús y que no ha de parar hasta que acabe con el prestigio y la influencia que hoy ejerce la Orden.

—¡Eso ha dicho el botarate francés! —exclamó el padre Claudio sonriendo de un modo que causaba miedo—. Ya voy cansándome de sus continuas fanfarronadas y comprendo que es preciso librarnos de él. A ver Antonio, cómo buscas inmediatamente en el archivo la nota del embajador.

Levantose el secretario de su asiento y colocándose casi en el centro de la habitación, paseó su mirada rápidamente por los grandes estantes, agobiados bajo el inmenso peso de papeles y libros.

Después con la seguridad del can que ha olfateado el rastro, dirigiose a uno de los estantes, y sin consultar las colgantes etiquetas, sacó una abultada carpeta. ¡Ya estaba seguro aquel ratón de archivo de no equivocarse!

Descargó el pesado paquete sobre la mesa, hojeó los diversos cuadernos que contenía, y separó uno, cuya cubierta tenía este lema: Nota relativa al barón de La Tour-Royal, embajador de Francia.

—Aquí está —dijo el hermano Antonio, enseñando el legajo a su superior.

—Busca la página referente al carácter, y lee.

Pasó el secretario algunas hojas, y encontrando al fin lo que buscaba, comenzó a leer.

—Carácter del anotado. Enérgico, pundonoroso y susceptible. Como en su mocedad se batió en la Vendeé contra la Revolución, guarda ciertas costumbres militares y es incapaz de tolerar ninguna ofensa. Se ha batido muchas veces. Es hombre temible. Cree mucho en el rey y poco en Dios. Antes de la Revolución fue de los nobles que aplaudían las impiedades de Voltaire.

—No dice más, reverendo padre —añadió el lector.

—Dice bastante —contestó el padre Claudio—. Ahora mira en la sección de documentos útiles, tal vez encontrarás en ella dos cartas adheridas que nos serán de gran provecho en esta ocasión.

El hermano Antonio volvió a buscar, y al poco rato tenía en la diestra dos pequeños pliegos.

—Aquí están, reverendo padre.

—Mira la firma, y verás si son de la señora baronesa de La Tour-Royal.

—Efectivamente, reverendo padre. A lo que veo son dos cartas de amor.

—Así es. La esposa del embajador hace más de un año que tiene por amante a un gallardo oficial de la Guardia, y a él van dirigidas las tales cartas. El oficial es antiguo penitente de un padre de la Orden, y éste logró arrancárselas. Mañana las enviarás con persona de confianza y en sobre cerrado, a ese embajador tan lenguaraz, para que se convenza de su deshonra.

El secretario miró a su superior con la expresión de un discípulo ante el maestro. Con ser él un malvado sin escrúpulos ni preocupaciones, reconocíase pequeño ante el padre Claudio.

—Ahora veremos —continuó éste—, si el embajador de Francia sigue haciéndonos daño. Nuestros informes nunca mienten. Ese hombre tiene un carácter belicoso e incapaz de sufrir la más leve mancha en su honor. Se ha batido en varias ocasiones, y ahora se batirá otra vez con ese militar elegante que posee a su mujer. Si le mata el oficial, nos libramos para siempre de tan enojoso enemigo, y si él mata al amante de su esposa, el suceso causará el suficiente escándalo para que el gobierno francés le releve del cargo y lo llame a París. De un modo o de otro nos libramos de ese enemigo de los defensores de Dios.

El secretario había quedado como embelesado por la diabólica astucia del superior, pero éste no podía permanecer inactivo mucho tiempo.

—¿No tienes más noticias de la embajada? Pues a otro asunto. A ver lo que dijo el empleado de Gracia y Justicia.

—No son gran cosa sus revelaciones en comparación con las de otros días.

—¿Qué hace Calomarde?

—Nada entre dos aguas, y quiere estar bien con tirios y troyanos para hacer mejor su santa voluntad.

—Obra mal el bueno de don Tadeo siguiendo esa conducta. Eso de halagar al mismo tiempo a unos y a otros para explotarlos mejor a todos, sólo lo podemos hacer los jesuitas, y el que quiera imitarnos corre peligro de que le declaremos la guerra.

—Calomarde se permite ya tener voluntad propia y olvida que fue vuestra reverencia quien lo elevó al ministerio.

—Es un hijo ingrato. Nos sirve de buena voluntad, pero algunas veces olvida su deber. Habrá que echarle una buena reprimenda.

—Hoy mismo ha dado dos excelentes canonicatos a unos paisanos suyos, dejando para otra vacante que se presente a un recomendado de vuestra reverencia. Además en la confiscación de los bienes de los emigrados liberales se queda la mayor parte de los productos de las ventas y sólo nos envía a nosotros miserables cantidades, y esto a regañadientes. A pesar de portarse mal, se ha hecho tan desvergonzado, que en su despacho ha tenido el atrevimiento de decir que estando bien con el rey, le importa muy poco quedar mal con los jesuitas.

—¿Eso ha dicho? —exclamó con sorpresa el padre Claudio.

—Así lo ha asegurado nuestro agente, que es hombre incapaz de mentir.

—Ya arreglaremos las cuentas al ministro favorito de S. M. Saca del archivo la nota referente a la vida y actos de don Tadeo, y en la sección de documentos útiles encontrarás la carta dirigida al obispo de Sigüenza acusándole recibo de los tres mil duros a cambio de la mitra. Bien es verdad que don Tadeo destinó de dicha cantidad treinta mil reales para nuestra Orden por gastos de comisión; pero esto no consta en la carta, y ademas, el bueno del ministro se guardará mucho de decirlo. ¡Bonita sera la cara que haga S. M. mañana al enseñarle yo el documento en que el ministro favorito se delata tan claramente! Cuando el rey le eche una filípica que le ponga las orejas coloradas, don Tadeo adivinará de dónde procede el golpe, y en adelante será mas cauto y tratará con más respeto a nuestra Orden.

—¿Busco ahora la carta, reverendo padre?

—No; mañana me la darás cuando vaya a Palacio a la hora de misa. ¿Qué más hay en el ministerio?

—Nada que nos interese.

—Pasemos, pues, a las revelaciones del camarero de Palacio. Es buena persona, muy temeroso de Dios y de sus representantes, y estoy por decir que es el mejor de nuestros agentes.

—Soy de la misma opinión.

Y el hermano Antonio, después de halagar otra vez con tales palabras la vanidad de su superior, consultó las notas y comenzó a decir:

—Las noticias de Palacio son como de costumbre abundantes, aunque no de gran importancia. ¿Por dónde le parece a vuestra reverencia que comencemos?

—Di primero todo lo referente al rey.

S. M. se muestra algo preocupado por la actitud de Francia y demás potencias de la Santa Alianza, las cuales no le dejan respirar ni obrar con libertad, pues como de costumbre da una ley contra los liberales, llueven sobre él amenazadoras notas diplomáticas, en las que los soberanos le aseguran que van a dejarlo solo si se obstina en extremar la reacción. Aún se preocupa más de la falta de buenos espadas desde que Pedro Romero se retiró del arte a causa de sus achaques y de la decadencia que viene notándose en el ganado que se presenta en la plaza de Madrid.

El hermano Antonio miró de reojo al padre Claudio, y viendo que se sonreía despreciativamente, creyó muy del caso el imitarle.

—Anoche —continuó el amanuense— habló en su tertulia de la necesidad de remediar prontamente esa decadencia que deshonra a la nación, y apuntó la idea de establecer en Sevilla una escuela de tauromaquia. Calomarde se atrevió a hacerle algunas objeciones, y el rey consintió en dejar la realización de tal proyecto para más adelante.

—¿No hay nada referente a la vida secreta?

—Sí, reverendo padre. El rey muestra ahora gran afición por una manola que vive cerca de la puerta de Toledo y es hija del tío Quitapellejos, honrado dependiente del Matadero. El duque de Álagón le acompaña muchas noches a la casa de esa rústica beldad. Esta nueva conquista es en Palacio desconocida para todos menos para nuestro agente, que ha logrado descubrirla a fuerza de paciencia y astucia.

—Desconocida es tal aventura, pues ni aún yo tenía noticias de ella ¿Y qué hace el rey con la condesa de Baselga?

—La baronesa de Carrillo pasa en la corte todavía, para los que se precian de conocer los regios secretos, como la querida predilecta de S. M.; pero lo cierto es que don Fernando (q. D. g.); parece hastiado de ella, pues sólo acude a sus citas de tarde en tarde, y más por la fuerza de la costumbre que la del amor.

—Mala noticia es ésta —dijo el padre Claudio, poniendo la cara seria—. Pepita, gracias a sus relaciones con el rey, nos presta grandes servicios. Nosotros tenemos gran influencia en el ánimo de S. M.; pero aquello que éste no nos concede, lo alcanza la baronesa cuando tiene a su regio amante ebrio de lujuria entre sus brazos ¿Qué haremos si el rey abandona definitivamente a la hermosa señora de Baselga y va en busca de las manolas del Matadero?

—La noticia es tanto más grave cuanto que nuestro agente asegura que don Fernando está cada vez más enloquecido por la hermosa hija del matarife, y muchos días espera con impaciencia la noche para dirigirse a su casa.

—Lo comprendo; es la pasión senil. El último amor de un viejo, o sea la lujuria más terca y persistente. Será necesario poner en juego toda la linda locura de Pepita, y que invente nuevas gracias para atraerse al rey.

—Será inútil, reverendo padre; pues Pepita, según los informes, está también cansada del soberano y busca distracción a su tedio llamando a su casa, siempre que su marido está de servicio en Palacio, a un guapo mozo que figura como agregado a la embajada inglesa y que se llama el baronet sir Walace.

El padre Claudio, a pesar del imperio que tenía sobre sus sensaciones, mostró algún asombro ante aquella revelación que no esperaba, y murmuró con enfado:

—Ya hace tiempo que creo con razón que con mujeres nada puede hacerse. Esa Pepita es una…

Y el hermoso jesuita largó una palabra tan castellana y clásica como poco culta. Después dijo con voz más fuerte:

—Hace mucha falta en aquella casa el señor Antonio. Cuando el general de nuestro instituto me envió desde Roma la orden para que el viejo volviera a América, donde podría servir mejor nuestros intereses, presentí que pronto nos sería muy necesaria su presencia. Si él estuviera en casa de la baronesa, ni entraría ese inglés ni Pepita hubiera dejado escapar al veleidoso rey: pero está casi sola, su marido es un imbécil que no ve y oye más que cuanto su mujer quiere, y ya dice el refrán que la cabra apenas se ve suelta siempre tira al monte. Lo vuelvo a repetir, esa Pepita es una perdida digna de que la abandonemos y aun de que digamos a su marido todo cuanto hace, para que éste, que es un barbarote, la estrangule sin misericordia.

Y al decir esto el padre Claudio, brillaba en sus ojos aquella chispa maligna que transfiguraba su rostro de un modo horrible, poniéndolo en armonía con su oculto pensamiento.

—Nada se pierde —añadió el jesuita cuando pasó el primer ímpetu de su rabia—, en echar un buen sermón a Pepita que la lleve nuevamente a la buena senda. Es una loca tan inclinada a la devoción como a prostituirse, y tal vez tocando sus aficiones religiosas la arrastremos nuevamente a sufrir pacientemente las caricias del rey que en verdad no deben ser muy gratas para una mujer joven y hermosa.

—Difícil lo veo, reverendo padre. La baronesa está tan entusiasmada con el inglés, que según las revelaciones de nuestro agente, en el baile que hubo anteanoche en Palacio, iban los dos ocultándose tras los cortinajes de los balcones, buscando siempre huecos oscuros y solitarios.

—La baronesa es una mujer caprichosa nacida para cometer estupendas locuras, pero con una gran dosis de ambición. Mientras fue en Madrid una desconocida, nos obedeció fielmente, cifrando todo su empeño en agradar al rey; pero desde que conoció al conde Baselga y se casó con él, viéndose al poco tiempo dama de Palacio y uno de los más lindos adornos de la corte, ha dado por satisfecha su ambición y hoy únicamente piensa en satisfacer sus pasiones sin trabas de ninguna especie y a gusto de su variable voluntad. Mañana hablaré con ella y le haré entender que, si por creerse satisfecha no quiere servirnos, nosotros tenemos medios para deshacer lo que ella considera hoy como felicidad arrojándola en la desgracia.

—En estas notas, reverendo padre, hay algo muy interesante respecto al marido de la baronesa o sea el conde Baselga.

—Habla hermano, Antonio.

—Nuestro agente sorprendió el otro día algunas palabras de la conversación que en la antecámara de la reina sostenía la duquesa de León con otra dama de honor.

—¿Qué tiene que ver en el anterior asunto la duquesa de León?

—Vuestra reverencia olvida, sin duda, que la tal duquesa, antes que el de Baselga conociera a doña Pepita, era su querida y hasta se cree que corría con todos los gastos del gallardo militar e incluyendo la confección de sus uniformes.

—Es verdad; no recordaba tal antecedente que de seguro figura en nuestra nota acerca de la duquesa de León. ¿Y cuáles eran las palabras de ésta?

—Aunque nuestro agente no escuchó toda la conversación comprendió inmediatamente que las dos damas trataban del conde de Baselga. La duquesa hablaba de un antiguo amante que ahora se mostraba frío e indiferente por culpa de su esposa que le tenía sujeto con sus embelesos y que, en cambio, le hacía traición no con un amante, ni con dos. Cuando nuestro agente se acercó más, la duquesa hablaba misteriosamente de venganza, de abrir los ojos al mentecato y de terribles pruebas de que podía disponer.

—Eso es muy grave —dijo el padre Claudio—. Pepita puede oír nuestros consejos y volver a atrapar al rey, en cuyo caso sería un tremendo inconveniente el que su marido conociera los deslices de la baronesa, pues el tal Baselga es un gañán algo idiota que no conoce eso que en el mundo llaman honor, pero que por amor propio es capaz de no consentir como amante de su esposa ni aun al mismo rey.

Quedóse reflexionando un buen rato el padre Claudio, y al fin añadió:

—La duquesa de León es un gran peligro. La conozco bien y sé que es una mujer terca capaz de cumplir cuanto diga. Además, esas viejas libidinosas, cuando se enamoran de un hombre, no se retroceden ante ningún obstáculo. Si ella ha hablado de pruebas, es porque las tiene o piensa adquirirlas, pronto… Afortunadamente, la duquesa es penitente mía y podré dentro de pocos días su conciencia desde el confesonario.

Calló el jesuita por algún tiempo, y al fin añadió con aire de hombre preocupado:

—Sin embargo, no dejan de interesarme esas pruebas de que habla la duquesa. ¿Adivinas tú cuáles pueden ser, hermano Antonio?

—No, reverendo padre. Doña Pepita no es mujer capaz de haber escrito cartas a sir Walace ni al lindo frailecito de la Merced, que es el amante que tuvo antes del inglés y cuyas relaciones tan hábilmente supo estorbar vuestra reverencia. No existiendo cartas, no sé qué pruebas pueda tener la duquesa de León.

—Hay otra prueba más terrible y concluyente que una persona astuta como lo es la duquesa podía aprovechar si nosotros no estuviéramos alerta.

—¿Cuál es, reverendo padre?

—El testimonio de la mujer que asistió a Pepita en su parto, la cual puede citar la fecha cierta en que éste se verificó.

—Reverendo padre: esa mujer ya sabéis que es mi madre. Ella hace cuanto yo quiero y nunca traicionará los intereses de la Compañía.

—En ello confío. Ya sabes que buscamos a tu madre para tan delicada misión confiando en tu palabra, y tampoco debes olvidar que a mí me debes cuanto eres y que así como puedo encumbrarte más alto de lo que te imaginas, puedo arrojarte al suelo y aniquilarte como un insecto si es que haces traición a la Orden.

—Lo sé, padre mío, lo sé perfectamente —dijo el secretario sonriendo con afectada humildad.

Reflexionó el padre Claudio y añadió con tono imperativo:

—Dirás mañana a nuestro agente en Palacio que vigile de cerca a la duquesa de León, procurando penetrar en sus propósitos. Yo buscaré el medio de que me revele su pensamiento, y al mismo tiempo procuraré extinguir en el conde Baselga toda sospecha, si es que esa alegre vieja ha intentado ya excitar sus celos y su instinto receloso. Pasemos a otros asuntos. ¿Qué más se dice en Palacio?

—En el cuarto del Infante don Carlos se conspira y tanto su esposa doña Francisca como el obispo de León, preparan una sublevación en Cataluña, en la que entrarán todos los realistas descontentos de la política que actualmente sigue don Fernando.

—Me voy convenciendo de que estos realistas son gente más levantisca e ingobernable que los mismos liberales… Pero más vale así, pues hay que reconocer que don Carlos, príncipe piadoso amante de Dios y obediente en todas ocasiones al clero y a la Compañía de Jesús, sería más buen rey que don Fernando que, aunque adicto a la religión y sumiso a nuestros consejos, se ve tentado de continuo por el demonio de la carne y deja plantados a lo mejor a los representantes del Altísimo para irse tras la primera falda bien contorneada que encuentra al paso.

—Don Carlos haría la felicidad de España.

—Prohíbo, hermano Antonio, que te permitas tener opiniones políticas. Eso es indigno de un hombre que ha prometido dejar a sus superiores que discurran por él. Sin embargo, en esta ocasión te digo que estás en lo cierto. Don Carlos rey, sería para nosotros tan ventajoso como tener un individuo de nuestra Orden en el trono; pero su corona es hoy por hoy problemática y no es caso de que vayamos a exponer lo cierto por lo dudoso. ¿Manda actualmente don Fernando? Pues permanezcamos a su lado y dejemos conspirar a esos furibundos realistas; que si algún día llega su triunfo, tiempo tendremos para ponernos al lado de don Carlos y ser los primeros en recoger mercedes. Hermano Antonio no olvides nunca esta política, que es la que debe seguir todo buen jesuita.

El secretario acogió la lección con aire de gratitud y creyó del caso dar a su rostro una expresión de asombro, que interpretaba la admiración producida por las palabras de su maestro.

—Las noticias de Palacio han terminado ya, reverendo padre, y a los trabajos del día sólo hay que añadir la plática que he tenido esta tarde con el brigadier Chapetón, presidente de la comisión militar permanente de Madrid.

—¿Ha venido aquí ese bárbaro?

—Sí. Quería visitar a vuestra reverencia y saber de propios labios si estabais satisfecho de su conducta, y me ha dicho con aire de satisfacción propio del que cumple con su deber, que si en el mes pasado ahorcó siete liberales en la plaza de la Cebada en el presente piensa que lleguen a una docena, además de que tiene en lista unos doscientos individuos parientes hasta de sexto grado y amigos de vista de los emigrados revolucionarios, los cuales a la mayor brevedad serán enviados a los presidios de África.

—Chapetón es un partidario tan decidido de la causa de Dios y del rey, que el gobierno debía citarlo como modelo digno de imitación a esas comisiones de las provincias que sólo envían cada mes un liberal a la horca. ¡Lástima que tan perfecto campeón de la Fe sea un poco imbécil y no se le pueda confiar otro trabajo que el exterminio de los revolucionarios!

—El brigadier desea que vuestra reverencia le recomiende al rey y que éste en vista de sus nobles servicios a la causa del absolutismo le conceda un ascenso, una gran cruz o cualquiera otra distinción.

—Puede contar con ello. Hoy somos nosotros los dueños de la situación y cuanto indicamos se realiza inmediatamente.

El jesuita al decir esto inclinó la cabeza sobre el respaldo del sillón y con los ojos cerrados permaneció algunos instantes sonriendo, como el que paladea risueñas y halagadoras ideas.

—Hermano Antonio —dijo de pronto el jesuita esterneciéndose para sacudir el dulce sopor que le había acometido—. A ti te lo digo todo porque tengo confianza en tu discreción y me siento inclinado a tratarte con franqueza. Los asuntos de nuestra Orden en España no pueden ir mejor. Después de la caída de la Constitución, el rey se ha arrojado por completo en nuestros brazos y esta tarde misma al volver de su diario paseo, y en uno de los salones de Palacio, ha dicho ante la turba cortesana, en la que figuraban generales de los dominicos, de los franciscanos y de otros institutos religiosos, que sólo tiene confianza en los jesuitas, que sólo fía en nuestra fidelidad y que si antes de 1820 hubiéramos sido nosotros sus consejeros de gobierno, seguramente que no hubiera triunfado la revolución. ¿No es eso suficiente motivo para mostrarse satisfecho? ¿No te sientes orgulloso de pertenecer a una Orden que tanta admiración inspira a su rey?

—¡Oh!, seguramente, reverendo padre.

Y el secretario al decir esto no mentía, pues sus mejillas cadavéricas coloreadas por un fugaz rubor, demostraban que estaba su soberbia por tales palabras.

—Comienza ya —continuó el padre Claudio—, a brillar para nuestra Orden aquellos felices días del reinado de Carlos II en que éramos dueños de la nación y movíamos a nuestro gusto los resortes del Estado. Ya no nos veremos obligados a asustar a los reyes como lo hicimos con el impío Carlos III, enemigo de nuestra preponderancia, organizando el motín de Esquilache y enviándole anónimos en que le amenazábamos de muerte. Nadie nos arrojará de aquí; somos los amos y ya no tendremos que esgrimir pistolas ni puñales como lo hicimos en Portugal con el rey José y en Francia con Enrique III y Enrique IV. ¿Para qué…? Hoy los reyes en vez de nuestros mortales enemigos son nuestros lacayos, viven la vida que nosotros les damos y están sujetos a nuestra voluntad. En el régimen absolutista el rey es un sol cuyos rayos llegan hasta el antro más oscuro de la nación, y sin embargo, la luz de ese sol nosotros la mantenemos… nosotros que trabajamos en la densa sombra.

Y el padre Claudio al decir esto reía sarcásticamente. Su secretario le imitaba; pero esta vez no era por adulación sino porque le producía inmenso placer la completa victoria del aborto de Loyola.

—Nada puede oponerse a nuestro sobrehumano poder —continuó el jesuita levantándose de su asiento impulsado por la fiebre del entusiasmo y repeliendo al gatazo que hasta entonces había estado enroscado sobre sus piernas—. ¿Ves a don Tadeo Calomarde que se cree omnipotente sólo porque el rey le aprecia a causa de su actividad de ardilla? Pues que procure que yo no levante mi omnipotente mano, pues de un revés lo arrojaré del ministerio cuando quiera y se verá pobre y desgraciado si es que no va a morir en la horca como otros favoritos regios. ¡Y qué digo Calomarde! El mismo don Fernando caería, si alguna vez se mostrara rebelde a nuestros mandatos y no quisiera adoptar las dulces insinuaciones de la Orden. En las arcas de la Compañía hay dinero suficiente para comprar un reino y para armar un ejército ante el cual el de Jerjes parecería miserable pelotón: y en cuanto a gente que nos defendiera, demasiado sabes que en España tenemos hoy más de la que podamos desear. Mira, Antonio; mira una vez más y podrás convencerte de que España es nuestra.

Al padre Claudio, el entusiasmo y la contemplación de la grandeza que su persona representaba, poníanle nervioso y le hacían pasearse por la habitación con la impetuosidad de una fiera que encuentra pequeña su jaula.

Al decir sus últimas palabras, cogió el gran quinqué que estaba sobre la mesa y levantándolo al nivel de su cráneo, bañó en luz el colosal mapa de España que ocupaba la pared libre de armarios.

—Pasea bien tus ojos por ese mapa —continuó diciendo a su secretario—, y verás cómo España semeja un pedazo de firmamento en el que las cruces negras brillan tan compactas e innumerables como las estrellas del cielo.

Efectivamente, sobre aquel mapa destacábanse un sinnúmero de crucecillas negras de varios tamaños, que parecían esparcidas a la ventura, pero que ocupaban los mismos sitios que las ciudades, los pueblos y los lugares sin importancia, en los mapas ordinarios. Bajaban serpenteando a lo largo de las costas, saltaban a las cercanas islas, extendíanse sobre las tortuosas cordilleras, enseñoreábanse de las provincias del centro y hasta ocupaban las Canarias y las Antillas que en cuadro aparte figuraban a un extremo del mapa.

Estaban tan inmediatas las cruces, que sus aspas casi se tocaban unas con otras y formaban como una negra red que envolvía el territorio español, dándole el aspecto de un insecto enredado en fúnebre telaraña.

El padre Claudio con la cabeza erguida y la soberbia expresión de un general ante su ejército, abarcó de una mirada la colosal obra de su Orden, y sonriendo después con aire satisfecho, continuó:

—Ya sabes tú lo que representan todas estas cruces. Cada una de ellas equivale a un miembro que desde aquí puedo yo mover a mi voluntad, así como a mí y a todos los vicarios que están al frente de una nación nos maneja el general desde Roma, y como a éste lo impulsa Dios. Las cruces más grandes, representan ciudades de importancia donde hay colegios y casas profesas que hacen una continua propaganda en favor de la Orden; las medianas son poblaciones de menor importancia donde tenemos misiones permanentes; y las más pequeñas equivalen a lugares y villorrios en los que no nos faltan amigos fieles y obedientes a nuestros mandatos. España entera tiene su centro y su eje en esta habitación. Para moverla y que se alce en este u otro sentido el mismo día y a la misma hora, sólo es necesario que tú tomes la pluma y yo te dicte. ¿Hay alguien que posea tan inmenso poder? Quién es más dueño de España, ¿don Fernando VII o nosotros? ¡Ah! Si todos los reyes comprendieran de lo que la Orden es capaz y lo sujetos que los tiene, no nos concederían tanta estimación ni nos protegerían. ¿Ves cuánto se afana el infante don Carlos por quitarle la corona a su hermano? Pues todo cuanto haga será inútil si nosotros permanecemos impasibles, y en cambio dentro de un mes ocuparía el trono si así conviniera a los intereses de la Orden: para esto bastaría que yo hiciese un llamamiento a nuestros innumerables agentes.

La contemplación de su propio poder pareció calmar al padre Claudio, que recobrando su aspecto habitual, frío y sonriente, volvió a dejar el quinqué sobre la mesa, y fue a sentarse junto al brasero, mientras su secretario le miraba con admiración.

—Reverendo padre —dijo tras una larga pausa el hermano Antonio—. Cada vez me siento más orgulloso de pertenecer a la Orden de nuestro santo padre San Ignacio, y cuando os oigo hablar con acento tan inspirado, me miro con asombro, pues me parece que yo, miserable gusanillo, crezco al compás de vuestras palabras hasta convertirme en un gigante.

El padre Claudio se sonrió por aquella lisonja, y dijo a su secretario con tono protector.

—Crecerás, no lo dudes, crecerás, hermano Antonio, pero es preciso, como antes te dije, que permanezcas fiel a nuestra Orden y que jamás me hagas traición a mí, que soy tu superior. Tienes condiciones para brillar en nuestra sociedad. Eres astuto, conoces a los hombres, sabes aprovecharte de sus debilidades no reparas en los medios, y sobre todo, el bien y el mal son indiferentes a tus ojos, pues uno y otro valen lo mismo y deben emplearse en una empresa siempre que así convenga. Con tales condiciones se puede formar un excelente jesuita, y tú lo serás. Sólo te falta despojarte de ciertas preocupaciones mundanas. Todavía eres hombre y te falta algo para convertirte en un completo hijo de Loyola, que debe ser máquina inconsciente para los mandatos de los superiores, e inteligencia despierta para cuantos se encuentran a un nivel más bajo.

—Reverendo padre —dijo con humildad el jesuita—. Yo hago cuanto puedo y siento no tener más voluntad para aprovechamiento, de vuestras notables lecciones.

—Si me sigues e imitas en todos mis actos, puedes llegar a ser como mi sombra, y algún día cuando la Orden me llame a más altos destinos, ocupar tú la dirección de España que hoy desempeño. Yo siento simpatía por ti, ¿por qué he de ocultarlo?, en tus actos veo mi propia personalidad como en un fiel espejo, y reconozco que tus facultades son iguales a las mías para ayudar a la conquista del mundo en nombre de Dios, que es el fin que persigue nuestra Orden. Únicamente hay en ti defectos que afean tu mérito y que yo corregiré.

—Decid, padre mío; os escucho ansioso.

—Eres desordenado hasta el punto de que parezca que has declarado una cruda guerra al método. En esta misma habitación tienes una clara muestra de tu defecto culminante. Los papeles más importantes están archivados con el orden más caprichoso y extravagante y documentos preciosos ruedan a cada momento sobre sillas y mesas, sin método alguno. Tú te entiendes y sabes guiarte en tal dédalo, pero esto no impide que te agites en un caos incomprensible para los demás, por lo mismo que tú eres su único creador. Te parecerá nimia tal vez esta observación, pero has de saber que en un jesuita lo más esencial es un orden rígido e inmutable, al cual debe sujetar su persona y sus actos. Su vida debe ser semejante al reloj de la alta torre, que lo mismo en los días serenos que en medio de la tempestad, deja oír sus horas impasible y con igual indiferencia. El desorden es indicio de carácter propio, y el jesuita debe perder todo lo que le sea personal y le emancipe de las reglas de la Orden. Mírame, estudia mis actos, y verás cómo la pulcritud y el orden que siempre acompañan a la verdadera astucia, facilitan mucho el éxito de las empresas.

El hermano Antonio escuchaba atentamente la lección de su superior, quien continuó con su acostumbrado aire de protección:

—Además, tu terrible defecto al par que te hace desmerecer como buen secretario, te pierde como campeón de nuestra Orden. Como eres desordenado, gustas de los golpes ruidosos y de efecto, y muchas veces atacas antes de hora, lo que facilita la defensa del enemigo. Tu odio es terrible, pero tiene el tremendo inconveniente de que puede ser leído en tu rostro mucho antes de que estalle. Imítame a mí que me encubro ante el contrario bajo la forma más agradable. Si cuantos me rodean me conocieran bien, temblarían en el instante que yo sonriera más placenteramente.

Quedó unos instantes silencioso el lindo padre acariciando con aire distraído al gato que había vuelto a colocarse sobre sus piernas, y de repente agarró una de las patas delanteras del felino y extendiéndola, dijo al secretario:

—Aquí tienes la verdadera imagen del perfecto jesuita. Este animal acaricia con su fina mano, toma un aire humilde que atrae y cuando menos se espera hace valer sus afiladas uñas que oculta cuidadosamente. Nosotros somos los gatos que nos tendemos humildemente a los pies de la sociedad, pidiéndola su calor y su protección; el que se deje acariciar por nosotros que tenga por seguro el arañazo.

El secretario púsose a reflexionar sobre la metáfora de su maestro, pero cuando estaba en lo mejor de sus reflexiones fue llamado a la realidad por tres rudos golpes de timbre que sonaron dentro de la casa, aunque algo lejanos.

—¡Tres toques! —dijo el padre Claudio—. Una carta es. Antonio marcha a recogerla inmediatamente, pues traída a estas horas, debe tratar de asuntos interesantes.

III. EL LOBO DE PARÍS AL LOBO DE MADRID

Carta es, reverendo padre —dijo el secretario al volver a entrar en el salón.

—Acaba de traerla el portero de nuestro colegio y dice que aún no hace un cuarto de hora se la ha entregado el correo de Burgos, el cual ha llegado con retraso a causa de las nieves que obstruyen el paso del Guadarrama.

—¿De dónde viene la carta?

—A juzgar por el sobre, procede de París.

—Ya hacía tiempo que no teníamos noticias de nuestros hermanos de Francia. A ver, hermano Antonio, rompe el sobre, y dame su contenido.

El padre Claudio acercó su sillón a la luz y recibiendo el pliego que su secretario le tendía respetuosamente, paseó rápidamente su vista por él.

Estaba escrito en latín con caracteres menudos y erizados de caprichosos rasgos.

Decía así:

A. M. D. G.

El vicario General de Francia al Vicario General de España; Salud y la bendición de Cristo.

Respetable hermano: Conviene a los intereses de nuestra Orden que a la mayor brevedad enviéis informes completos acerca de la vida de don Ricardo Avellaneda y una relación detallada de todos los bienes que posee en España en concepto de legítimo administrador de su hija María, único fruto de su difunta esposa.

El señor Avellaneda fue de los españoles que en 1808 se unieron a Napoleón y su hermano José Bonaparte y a quienes el pueblo llamaba afrancesados. Desempeñó altos cargos en la corte del rey intruso y cuando éste tuvo que huir a Francia, él siguió a su soberano y desde entonces vive en París no queriendo volver a España a pesar de las amnistías, por miedo a los insultos de liberales y reaccionarios. Su mujer fue patriota y se separó de él por no seguirle en la traición. Como los cuantiosos bienes eran de esta señora que hizo bastantes donativos para el sostenimiento de las tropas españolas, las llamadas Cortes de Cádiz respetaron su fortuna y no la confiscaron como hicieron con otras familias afrancesadas.

Dichos bienes ascienden a unos quince millones de francos según nuestros informes.

Enteraos vos ahí para ver si estamos engañados y decidnos el resultado de vuestras gestiones.

El asunto es de gran interés para nuestra Orden, pues se trata de que los quince millones ingresen en nuestro tesoro. Tan gran fortuna sólo tiene derecho a percibirla una niña que en la actualidad cuenta ocho años de edad y que nació aquí cuando la esposa del señor Avellaneda se decidió a hacer paces con su marido y vivir con él en París.

La señora de Avellaneda murió hace un par de años, su esposo esta algo resentido en su parte moral, y al paso que va pronto caerá en completa imbecilidad. En cuanto a la niña, tiene aficiones a la vida monástica, que nosotros nos encargaremos de fomentar. Hemos conseguido introducir en la casa a uno de nuestros hermanos, que es español, el cual ejerce gran influencia sobre la hija, y es probable que también logre conquistar al señor Avellaneda.

El día en que la joven sea mayor de edad y pueda disponer, con arreglo a las leyes, de su colosal fortuna, estará ya en un convento, y entonces la Compañía será su heredera, pues María, al abrazar la vida monástica, renunciará antes sus bienes terrenales a favor nuestro. Vuelvo a recomendaros la urgencia en los informes que os pedimos, pues ya veis que el asunto es de importancia. Que el corazón de Jesús sea con vos y os conceda largos años de vida.

Fabian Renard (S.J.)

Cuando el padre Claudio hubo terminado la lectura de la carta, quedóse pensativo y murmuró:

—No es mal golpe el que preparan nuestros hermanos de París. Quince millones de pesetas son un bocado que aquí en España sólo muy de tarde en tarde se ofrece a nuestra voracidad.

El jesuita dio después la carta a su secretario para que a su vez la leyera, y cuando hubo terminado, le dijo:

—Buscarás mañana mismo esos informes que se nos piden de París.

—No es tarea fácil, reverendo padre. En nuestro archivo sólo hay notas muy incompletas sobre el señor Avellaneda, pues éste figuró en España cuando nuestra Orden estaba expulsada, y marchó al extranjero antes de nuestra restauración.

—Irás mañana, en nombre mío, al ministerio de Hacienda y el señor López Ballesteros nos proporcionará los datos que deseamos acerca del valor y calidad de los bienes de Avellaneda. En cuanto a la carta del vicario de Francia debes unirla a la nota del señor Avellaneda, pues tal vez algún día tengamos los jesuitas de España relaciones íntimas con dicho señor. Si los sesenta millones de reales llegan a escaparse en Francia de nuestras garras, aquí los buscaremos hasta apoderarnos de ellos.

El secretario se levantó para buscar en el archivo; pero en el mismo instante volvió a sonar la campanilla de antes, sólo que ahora dio cinco toques con diferentes intervalos. Aquello era una especie de telegrafía acústica que comprendieron perfectamente los dos jesuitas.

—Es una visita —murmuró el padre Claudio—. ¿Quién podrá ser a estas horas? Hermano Antonio, sal a recibir al que llega. Debe ser un amigo, ya que lo deja pasar nuestro portero.

IV. LOS PESARES DE BASELGA

—El señor conde de Baselga —dijo Antonio, volviendo a entrar en el despacho.

Más allá de la puerta sonaban pasos ruidosos y desiguales que se acercaban rápidamente acompañados del metálico retintín de unas espuelas. Al fin, don Fernando Baselga entró cojeando en la habitación.

El campeón del 7 de julio estaba algo desfigurado. Tres años habían sido suficientes para robarle mucha de su antigua gallardía, y tanto la cojera como una prematura obesidad, encubrían con cierto aire de pesadez su antiguo aspecto marcial.

Atento siempre a presentar un continente interesante, el gallardo soldado del absolutismo, que tanto se distinguía en paradas, ejercicios y guardias, marchando con varonil contoneo al frente de su compañía, no podía ahora conformarse con la necesidad de marchar cojeando a la vista de las damas palaciegas y de sus mismos subordinados, así es, que cuando Fernando VII, restablecido en su trono de monarca absoluto, quiso premiar los servicios de tan excelente partidario dándole las charreteras de comandante, Baselga solicitó la merced de pasar a servir en la caballería de la Guardia, con la esperanza de que, puesto su airoso cuerpo sobre un inquieto corcel, nadie notaría aquel tremendo defecto físico, que aún le hacía odiar más encarnizadamente a los liberales.

Cuando el comandante, después de besar reverentemente la mano del padre Claudio y accediendo a las indicaciones de éste, se sentó frente a él al amor del brasero, paseó sus ojos con curiosidad por toda la habitación, demostrando a la vista de tan gran cantidad de papeles el asombro propio del que tiene la lectura y escritura por necesidades de último orden y sólo muy de tarde en tarde hace uso de ellas.

—Ante todo —dijo Baselga, después de satisfacer un poco su curiosidad—, debo pedir a usted, padre mío, mil perdones por la libertad que me tomo al venir a buscarle a este sitio sin su permiso.

—Querido hijo; usted ya sabe el cariño que, tanto yo como toda la Orden le profesamos, y que puede buscarme en todas partes así como necesite de mi humilde persona.

—He estado en la casa profesa a preguntar por usted, manifestando que tenía alguna urgencia en verle, y el padre Echarri me ha encaminado a esta casa, en la que sólo admite usted las visitas de muy contadas personas; distinción que, en el caso presente, me honra sobremanera.

—Los negocios son muchos, querido conde; el tiempo muy limitado, y hay que aislarse un poco para huir de las estorbosas visitas de los importunos. Por esto ocupo esta casa, antigua mansión de los marqueses de Orduña, personas devotísimas que en el siglo pasado la cedieron a nuestra Orden. Cuando don Carlos III (a quien Dios perdone) nos expulsó de España, esta casa quedó cerrada, guardando el archivo que ahora ve usted y que no lograron descubrir los alcaldes del rey, pues eran pocas las personas que conocían su existencia, así como tampoco que fueran jesuitas los que vivían en el viejo palacio. Aquí han vivido y trabajado mis antecesores en la dirección de la Orden, y aquí estoy yo, que rodeado de tan preciosos documentos y evocando los pasados recuerdos, trabajo con más fe y me siento más fuerte y hasta con mayor confianza en las bondades de Dios.

Permanecieron silenciosos los dos interlocutores después de tales palabras; Baselga mirando con atención la parte de los armarios a donde llegaba la luz de la lámpara, y el jesuita contemplando con aire interrogador al comandante, como esperando que éste manifestase el objeto de la visita.

Por fin, el padre Claudio notó que Baselga miraba con cierto recelo al hermano Antonio, el cual había vuelto a sentarse junto a la mesa y escribía con la indiferencia de un autómata.

El jesuita comprendió que la presencia del secretario estorbaba al conde, y dijo con acento de superioridad benévola:

—Hermano Antonio, retiraos que ya habéis trabajado hoy bastante. Salió el secretario después de saludar con dos reverentes cortesías, y apenas se hubieron perdido sus pasos a lo lejos, Baselga dio un suspiro, que tenía algo de mugido, y con expresión infantil exclamó, inclinando su gigantesco cuerpo sobre el jesuita:

—¡Padre mío! Soy muy desgraciado.

—¡Desgraciado usted! —dijo el jesuita con extrañeza—. Señor conde, eso es insultar a Dios, que le concedió a usted toda clase de felicidades. Es usted esposo de una mujer modelo de virtudes, tiene una hija encantadora que es su propio retrato, la paz del cielo reina en su casa, goza en Palacio de una envidiable posición, ¿qué más puede usted desear?

—No me quejo de mi suerte —contestó Baselga con aire contrito—. Dios me ha dado mucho más de lo que yo merezco. Mi infelicidad no consiste en mi mayor o menor fortuna sino en mi esposa, que parece empeñada en hacerme desgraciado.

—¿Falta acaso a sus deberes la señora condesa? —preguntó el jesuita con cierta alarma.

—No, padre mío. Pepita es honrada y aunque alguien quiera hacerme sospechar de su fidelidad, no tengo el menor dato para dudar de ella.

—¿Cuál es, pues, la causa de su pena?

—Pepita no me ama.

—¿No le ama su esposa? ¡Ella que tantas veces ha asegurado que sentía una loca pasión por usted! ¿Cómo puede ser eso?

—Hace usted bien en extrañarse. También experimento yo igual impresión cuando considerando el pasado, contemplo ese cambio radical que hoy me entristece. Es verdad que Pepita me amaba mucho antes y que correspondía con agrado a mi cariño, pero hoy me acoge en todas ocasiones con el más terrible desvío, y comprendo que ya no soy para ella el mismo que en otros tiempos. Su antiguo amor ha desaparecido.

—Permítame usted, conde, que le indique que muchas veces un exceso de amor puede hacer ver desvío en donde no existe. El amor es pasión desigual que aunque no se desvanece se amortigua con el roce, y además la esposa cristiana debe profesar a su marido una pasión tranquila y cercana a la pureza, pues el amor tempestuoso e insaciable sólo es propio de impúdicas cortesanas. Debe usted pensar además que la señora condesa tiene una pequeña hija, la linda Fernanda, y que forzosamente el lugar que ésta ocupa en el corazón de la madre priva al esposo de una parte de cariño.

—¡Ay, padre mío! ¡Cuán satisfecho estaría yo con que el desvío que noto en Pepita fuera motivado por su cariño a nuestra hija! Pero desgraciadamente la pequeñuela es víctima igualmente del desvío de mi esposa y apenas si de vez en cuando logra recibir de ella una mirada. La infeliz niña no tiene otro amor que el mío y yo soy quien con más asiduidad cuida de ella. Pepita hace más de un año que está preocupada a todas horas por un pensamiento desconocido. No sé cuál pueda ser la causa de tal preocupación, pero de seguro que no somos ni mi hija ni yo.

—Eso es grave —murmuró el padre Claudio involuntariamente, mostrándose después como arrepentido de que se le hubieran escapado tales palabras.

—¡Y tan grave, padre mío! —respondió inmediatamente Baselga—. En mi ánimo nunca había arraigado la sospecha, pero hoy casi me siento inclinado a dudar de la que lleva mi nombre.

—¿No se ha quejado usted nunca a su esposa por tal desvío?

—Más de una vez; pero ella se vale de la superioridad que ejerce sobre mí y a todas mis palabras responde burlas que me enardecen la sangre.

—¿Tan escaso dominio ejerce usted sobre la condesa?

—Padre Claudio, es deshonroso para un hombre de mi clase confesar tan vergonzosa debilidad, pero debo manifestarle que Pepita ejerce sobre mí tan completa dominación, que en punto a libre voluntad estoy yo al lado de ella a más bajo nivel que el último de sus criados. Cuando la declaré mi amor me impuso por condición el que abdicara mi voluntad poniéndome por completo a merced de la suya, y desde entonces soy un infeliz esclavo de sus caprichos y carezco de libertad aun para quejarme. No sé cómo es, pero yo que como usted sabe muy bien, no tengo miedo de nada, y no me atemorizo ante el más grande peligro, en presencia de Pepita enojada tiemblo como un niño y sólo sé hablar para formular excusas y pedir perdón.

El padre Claudio oyendo las expresiones de aquel infantil gigante, pensaba interiormente en que Pepita era una buena discípula que honraba a sus maestros y muy digna de vestir la sotana jesuítica por la habilidad con que sabía dominar ajenas voluntades.

Pero otro sentimiento era el que en aquel instante agitaba al discípulo de Loyola.

Consideraba la debilidad de aquel gigantazo, rendido ridículamente cual otro Hércules por el amor, y a la vista de aquella pusilanimidad sonreía soberbiamente apreciando mejor su propia voluntad férrea e inquebrantable que le hacía vivir independiente de las seducciones mujeriles.

El padre Claudio era incapaz de caer nunca víctima de un amor apasionado. Tenía una castidad casi salvaje, pues en aquel cerebro ocupado por completo por una ambición sin límites, no quedaba el más pequeño rincón para ningún tierno afecto.

Podría el hermoso padre, agitado por el aguijón de la carne, ceder ante las seducciones de elegantes devotas, pero enamorarse hasta abdicar la propia voluntad, era imposible.

Un hombre como él necesitaba para sus fines de una completa independencia. Para sostenerse en las alturas a que le empujaba su soberbia, era preciso estar libre de pasiones que con su peso le arrastrasen al abismo del descrédito. Una mujer era un bagaje pesado que podía causar su perdición.

No amaba el jesuita porque con esto tendría que pasar a ser esclavo el que ansiaba llegar a dueño del mundo. De aquí que el padre Claudio considerase con el desprecio que se guarda para los seres ínfimos a los que acudían a él en demanda de consejos, dominados por despótica pasión.

Pero el jesuita después de recrearse en la superioridad que le daba su falta de afectos, goce que se transparentó rápidamente en sus ojos con una llamarada de satánica soberbia, creyó del caso acudir a sus intereses y con acento meloso dijo a aquel campeón del fanatismo cuya conciencia tenía bajo sus órdenes:

—¡Vamos, hijo mío! Veo que todas sus sospechas carecen de fundamento. Algo hay de cierto en cuanto usted manifiesta, y es que la condesa, a juzgar por las anteriores revelaciones, le trata con algún desvío; pero la mujer es ser caprichoso y variable que muchas veces sin motivo alguno cambia inesperadamente de conducta y aborrece las cosas por un momento para quererlas después con más grande pasión. Pepita es algo voluble; la conozco hace mucho tiempo, sé apreciar sus excesos de imaginación que la arrastran a locos caprichos; pero fundándome en esto mismo, puedo asegurarle que su amor apasionado de otros tiempos renacerá cuando menos lo espere, y entonces usted podrá considerarse nuevamente como un ser feliz. No hay, pues, motivo para que usted sospeche de su fidelidad, de lo que yo me congratulo mucho.

Calló el jesuita y estudió atentamente el rostro de Baselga para apreciar el efecto que le causaban sus palabras, pero quedóse intranquilo al ver que el conde seguía con el semblante fosco y como preocupado por una dolorosa idea que no se atrevía a exponer:

—¡Cómo, hijo mío! —dijo entonces el jesuita con acento dulce y atrayente—. ¿No está usted convencido de la inocencia de la condesa? ¿No la cree usted fiel a sus deberes de esposa?

El comandante permaneció silencioso algunos instantes como si dudase en expresar su pensamiento, pero al fin se decidió.

—Padre mío —dijo con voz lenta y como haciendo grandes esfuerzos de voluntad para hablar—. Mucho me cuesta decirle lo que realmente pienso de mi esposa, pero al fin para ello he venido aquí y debo hablar aunque esto me produzca gran dolor, pues por primera vez me atrevo a tener voluntad y a hablar contra la que lleva mi nombre.

—Hable usted, hijo mío, sin ningún reparo. Para quitarle todo escrúpulo le oiré en confesión como en otro tiempo hice.

—Sí así será mejor. Dirigiéndome al sacerdote me será menos difícil el hablar que si lo hiciera al amigo.

Y Baselga, con voz algo temblorosa, y poseído del respeto que le inspiraba el joven jesuita, comenzó a relatar sus relaciones con la duquesa de León desde la época en que comenzaron hasta el mes de julio de 1822 en que los sucesos políticos le hicieron conocer a la que ahora era su esposa.

El padre Claudio le escuchaba con atención a pesar de que cuanto decía lo tenía por muy sabido, y únicamente de vez en cuando mostraba alguna impaciencia al notar que el conde se separaba de lo importante del relato para hacer digresiones con el solo objeto de justificar sus deslices amorosos a los ojos del sacerdote.

—No veo, señor conde —dijo el jesuita cuando el comandante hubo terminado de referir sus amores con la duquesa—, qué relación hay entre esa pasión pecadora y la fidelidad de su esposa. Hasta ahora sólo encuentro que ésta es la más indicada para sospechar de la fidelidad de usted.

Bajó Baselga la cabeza como abrumado por el peso de la encubierta recriminación y dijo humildemente:

—Es verdad, padre mío; mi esposa, si se fija en mi vida pasada, tiene motivos para sospechar y no estar segura de mi fidelidad conyugal; pero también yo, si atiendo a las palabras de personas que dicen quererme bien, puedo convencerme de que Pepita falta a sus deberes.

—¿Quiénes son esas personas? ¿Acaso la citada duquesa?

—La misma, padre mío. Hace pocas horas he hablado con ella en Palacio, y con sus palabras ha logrado encender en mi alma un verdadero infierno.

—¿Le ha dado a usted pruebas de la infidelidad de su esposa?

—¡Ah!, ¡ojalá! Así al menos saldría pronto de dudas y no sufriría esta cruel zozobra que me consume.

—¿Qué es, pues lo que la duquesa ha dicho?

—Hace muchos días que se goza en atormentarme cada vez que me encuentra en las antecámaras de Palacio. La primera vez que nos vimos después de mi casamiento, creí que iba a ser víctima de una escandalosa explosión de celos, pues la duquesa es una mujer rara y despreocupada cuyo carácter varonil creo que usted conocerá, pero muy al contrario de lo que yo esperaba, me acogió con vulgar amabilidad y hasta con un aire de fría indiferencia que… ¡por qué no he de confesarlo!, produjo cierta impresión en mi dignidad de antiguo amante.

Sonrió el padre Claudio al escuchar estas palabras dichas con ingenuidad, le imitó Baselga con risa algo estúpida, y siguió adelante en su revelación:

—Me habló de mi mujer con indiferencia y me aseguró que su deseo era verme feliz, pues ya se había curado de los antiguos amores dándome expertos consejos para que fuera feliz en mi nuevo estado. Esta bondad me impulsó en adelante a no rehuir su trato, y la duquesa y yo siempre que nos encontrábamos, hablábamos con el amigable cariño de dos viejos que, fríos y desapasionados, recuerdan las calaveradas de sus buenos tiempos. Poco a poco y casi sin que yo lo notara, la duquesa fue cambiando de táctica en sus conversaciones. Yo no recuerdo cómo fue, pero lo cierto es que comenzó a introducir en mi ánimo la sospecha y a hacerme pensar que mi esposa podía muy bien engañarme siendo, como era, joven, hermosa y de carácter alegre. Me habló de la vida un tanto misteriosa que llevaba antes de casarse conmigo, de sus entrevistas políticas con el rey, de cierto fraile que hace algunos meses venía con frecuencia a nuestra casa, y hasta de mi hija ¡de la pobre niña!, y tal entonación diabólica supo dar a sus palabras, al parecer inocentes, que la sospecha penetró en mi alma, y tan fuertemente se arraigó en ella, que por más que lucho y me esfuerzo no la puedo arrancar.

—Señor conde. Me parece que es usted víctima de una excitación nerviosa o más claramente dicho de una loca preocupación, pues en todo cuanto me manifiesta no hay nada de particular ni que autorice a poner en duda la virtud de Pepita.

—No he terminado aún. Hace dos días, la duquesa se atrevió a decirme claramente que mi esposa me engañaba y que ella tenía razones para creerlo. Calcule usted el efecto que esto causaría en mí que cada vez estoy más enamorado de mi esposa. Hubiera dado cualquier cosa porque la duquesa se hubiera convertido en hombre para poder arrojarla por una ventana. Tal fue la rabia que experimenté. Pero debo estar en las garras del diablo ya que después del odio la curiosidad se apoderó de mi alma, y en vez de enfurecerme con mi antigua amante, descendí hasta suplicarle encarecidamente que me diera pruebas para creer en sus palabras.

—¿Y las ha dado? —preguntó con alarma el padre Claudio.

—No, padre mío. Pero hace poco acaba de prometerme que encontrará el medio de que vea yo por mis propios ojos como soy un marido infeliz. Dice que tiene en su poder las pruebas y que sólo espera una ocasión propicia para mostrármelas. Esa mujer conoce sin duda esta impaciencia que me devora y se propone atormentarme haciendo que se prolongue por mucho tiempo. Crea usted, padre mío, que daría parte de mi vida por saber ciertamente esta misma noche si son ciertas las palabras de la duquesa, pues la zozobra me agita hasta el punto de privarme del sueño y tenerme en un estado semejante a la locura. ¿Será cierto lo que dice la duquesa? ¿Qué le parece a usted, padre Claudio? Yo estoy sumido en una confusión que me abruma. En ciertos momentos me siento inclinado a creer en la inocencia de Pepita; pero en otros el recuerdo de su frialdad y del despego con que nos trata a mí y a mi hija, me acomete rápidamente y entonces adquiero el convencimiento de que tiene un amante y lo busco por todas partes. Mire usted si los celos y las dudas me tienen loco, que he llegado a sospechar del mismo rey.

Y el furibundo realista, como si se sintiera súbitamente avergonzado por esta confesión, calló, al mismo tiempo que el jesuita le decía adoptando un aire paternal:

—No hace usted bien en dudar tan a tontas y a locas de su esposa, pues ésta merece más consideración de parte de su marido que no tiene ningún motivo para creerla infiel. Y si no vamos a cuentas, señor conde. ¿Qué dato medianamente serio tiene usted para dudar de Pepita? Todas sus sospechas, se basan en las pérfidas insinuaciones de una mujer que desea vengarse de pasados desdenes y que para ello agota su ingenio dándose maña en infundir sospechas; empresa fácil, tratándose de un hombre tan crédulo y susceptible como lo es usted.

Y a este tenor siguió hablando el jesuita, aguzando su ingenio para probar a Baselga cuán desacertadamente obraba al creer en las palabras de su antigua amante.

Todo cuanto iba encaminado a desfavorecer las sospechas en el ánimo del conde no parecía causar a éste gran efecto, así es que el padre Claudio prefirió halagar la tendencia a creer en su desgracia que mostraba aquél, y le pareció salir mejor del asunto terminando su discurso de este modo:

—En fin, señor conde, usted ha venido a buscarme y a consultarme sus penas y esto basta para que yo me interese en ellas y procure con toda mi alma que usted salga cuanto antes de ese estado anormal en que se encuentra. ¿Qué es lo que usted desea? ¿Saber con certeza si su mujer le es fiel? Pues solamente le ruego que en adelante no dé más oídos a las pérfidas insinuaciones de la duquesa, que yo me encargo de averiguar lo que haya de verdad en el asunto, y demasiado sabe usted que a mí me sobran medios para esta clase de negocios. Restablecer la paz en los hogares de las buenas familias cristianas es mi deber y si me ayuda la bondad de Dios, es muy posible que dentro de poco pueda decirle con entera franqueza lo que haya de verdad en el asunto, aunque confío que de todas las pesquisas, la virtud de la condesa, groseramente calumniada, saldrá pura y sin mancha.

—¡Gracias!, ¡muchas gracias! —dijo Baselga estrechando una mano al jesuita—. Eso es lo que yo deseaba de usted y ahora me siento más tranquilo; pues confío en que pronto podré saber la verdad.

Permanecieron los dos hombres por algún tiempo hablando de cosas indiferentes, tales como de la salud del rey, de la persecución de los liberales y de las disposiciones de Calomarde, y al fin Baselga se levantó comprendiendo que con su presencia estorbaba al padre Claudio en sus importantes trabajos.

—¡Qué Dios sea con usted, señor conde! —dijo el jesuita levantándose y dando su mano a besar—. Confíe en que muy pronto cumpliré sus deseos y le pagaré esta visita yendo a su propia casa a revelarle cuanto sepa.

El padre Claudio tiró del viejo cordón de una campanilla y a su cascado timbre que sonó en lejana habitación, acudió el hermano Antonio, el cual apareció en la puerta, no sin antes anunciar su llegada con fuertes pasos, como para borrar toda sospecha en el ánimo de su superior de que hubiera podido estar oyendo la conversación.

—Hermano, acompañad al señor conde.

Salieron de la estancia el militar y el lego, y volvió a sentarse el padre Claudio, quedando profundamente pensativo.

Algunos minutos después, los pasos del secretario que volvía le sacaron de su meditación.

—¿Quiere algo su reverencia? —preguntó con humildad el jesuita desde la puerta.

—Antonio —dijo el padre Claudio con voz algo fosca—. No sé por qué me temo que en el asunto que lleva entre manos la duquesa de León, nos va a traicionar tu madre.

—¿Por qué dice eso vuestra reverencia?

—La duquesa asegura que ya tiene pruebas para advertir a Baselga de su deshonra, y como ya sabes, tu madre es en este asunto el testigo de mayor fuerza.

—Esto no prueba que mi madre vaya a hacernos traición.

—¡Bah! Tú conoces perfectamente el afecto y la adhesión sin límites que ella profesa a la duquesa. Fue doncella de ésta y la tercera en todas las escandalosas aventuras que la dicha dama corrió en su juventud, y además debe estarle agradecida por la protección que tanto a ti como a ella os dispensó. Recuerda que aun no hace diez años tu madre era casi una ramera vagabunda que arrastraba por las calles de Madrid a un pillete repugnante y sarnoso hijo de padre desconocido, que eras tú, y que la señora duquesa, en un arranque de su carácter caprichoso que tan pronto la arrastra al bien como al mal, dio a tu madre los medios para que pudiera ejercer de partera y a ti te hizo ingresar en nuestra santa casa, no parando hasta lograr que yo fijara en tu persona la atención. Tu madre está profundamente agradecida, y de seguro que la menor indicación de la duquesa la recibirá como una orden. Cree que estoy grandemente arrepentido de que el secreto del parto de Pepita lo confiásemos a una mujer como tu madre.

—Reverendo padre, mi madre no hablará. Me quiere demasiado para comprometer con tal imprudencia mi porvenir dentro de la Orden.

—Que así sea es lo que yo deseo. De todos modos nada perderás en verla mañana mismo y aconsejarla que haga por creerse ella misma que la hija de los condes de Baselga nació en el mes de Abril de 1823 y no en el de Junio. Si revelara la verdad, el conde de Baselga sabría que esa niña que considera como a hija no tiene nada de su sangre.

—Mañana mismo veré a mi madre y lograré que ésta sea muda hasta para la duquesa. Entre ésta y el hijo, a mí es a quien prefiere.

—Yo veré también a primera hora a Pepita. Tiempo es ya que vuelva a sentar la cabeza y se convenza de que yo no consiento por mucho tiempo que se emancipe de la Orden. El que entra en nuestra familia y goza de los beneficios del jesuitismo, nunca puede ya recobrar su libertad. Acuérdate siempre de esto, hermano Antonio. Los lazos con que el hijo de San Ignacio se une a la Orden, sólo pueden desligarse con la pérdida de la vida.

V. LA VÍBORA Y EL LOBO

Estaba Pepita Carrillo en las primeras horas de la mañana siguiente, leyendo en aquel gabinete donde se habían desarrollado las primeras escenas de sus amores con Baselga, cuando uno de los dos negros que la servían de criados entró a anunciarle la visita del padre Claudio.

Como en aquella época la chimenea francesa era un mueble desconocido y hasta en el real Palacio se empleaban los más vulgares medios de calefacción, la condesa de Baselga se calentaba junto a un gran brasero, leyendo al mismo tiempo la vida del santo del día en un tomo del Flos Sanctoram, mientras que de vez en cuando con aire distraído, mojaba un bizcocho en una jícara de chocolate puesta sobre la inmediata mesilla y lentamente lo llevaba a su boca.

Cuando el criado iba a retirarse después de anunciar la visita, la condesa cesó de leer y con el rostro contraído por furibunda expresión, preguntó al negro:

—¿Todavía no ha vuelto?

—No, ama mía. Desde ayer por la mañana, en que desapareció, nada hemos podido averiguar sobre su paradero.

—¿Habéis avisado a la policía?

—Hace un momento he llevado la carta de la señora condesa a la comisaría, y me han dicho que harán cuanto puedan por atrapar al negro Juan.

—Ese bergante debe haberse emborrachado en alguna taberna y allí estará durmiendo la mona. Flojos serán los latigazos que va a llevarse apenas lo encuentren. Los de ayer le parecerán delicias comparados con los que le dé apenas lo traigan. Sois todos unos canallas dignos de la horca.

Y la baronesa después de desahogar de tal modo su malhumor contra el negro Pablo y el fugitivo, dio orden para que pasara adelante el jesuita e instintivamente fue a mirarse en un espejo arreglando rápidamente su peinado bastante descuidado a aquellas horas.

Puesta aún frente al espejo, vio entrar al padre Claudio que dejó su sombrero sobre una silla, y sonriente como de costumbre, fue a sentarse junto al brasero.

—¡Gracias a Dios! —dijo Pepita riendo graciosamente—, que vuestra reverencia se digna visitar esta casa.

—Mis negocios son muchos, hija mía, para que yo pueda dedicar ni una sola hora a visitar las personas a quienes quiero bien. Y por cierto que me conduelo mucho de no poder ser más asiduo en venir a esta casa, pues de lo contrario evitaría algunos males.

—¿Qué quiere decir vuestra reverencia?

El jesuita en vez de contestar miró a la puerta con cierta zozobra, y después dijo en voz baja:

—¿Está el conde en casa?

—Salió hace más de una hora. Según me han dicho los criados vinieron a buscarlo muy temprano. Sin duda le ocupan mucho los asuntos de la Guardia. Puede vuestra reverencia hablar con entera confianza.

Pepita interesada por el aspecto un tanto misterioso del jesuita, experimentaba grandes deseos de que hablara y había ido a sentarse frente a él.

—Puesto que estamos solos —dijo el padre Claudio—, hablemos con entera franqueza. Hace tiempo que nos conocemos Pepita, y por tanto, inútil es todo fingimiento.

La condesa asintió a estas palabras con movimientos afirmativos de cabeza y el padre Claudio continuó hablando:

—Vamos a ver, ¿cuánto tiempo hace que el rey no ha venido a visitarla? La hermosa quedóse algo pensativa y después dijo con un gracioso acento de indiferencia.

—Pues… la verdad: no lo recuerdo ciertamente. Creo que hace más de un mes que el señor don Fernando no se acuerda de mí, y yo, por mi parte, si he de hablar con franqueza, debo decir que me place mucho tal ausencia, pues el rey, a pesar de toda su majestad, es un hombre que cada vez me resulta más antipático.

Y Pepita al decir las últimas palabras reía como una loca sin parar mientes en la seriedad del jesuita.

Este lanzó una severa mirada a la alegre condesa y dijo con voz lenta como para que ésta le entendiera mejor:

—No son ésas las instrucciones que yo tuve a bien el dar a usted atendiendo a los intereses de la Orden. Usted debía tener al rey sujeto a su voluntad y no dejar que fuera a ponerse a los pies de otras mujeres.

—¿Pero qué he de hacer yo, reverendo padre? ¿He de ir acaso como una ramera a mendigar sus caricias y a decirle, ámame porque así le conviene al padre Claudio? No, reverendo padre; han pasado ya aquellos tiempos en que podía hacer sin deshonra cuanto la Orden me exigía; pues hoy la dignidad me impide obrar como en pasadas épocas cuando no tenía una hija, ni llevaba un nombre tan limpio y honroso cual es el de Baselga.

Pepita, al decir esto, miraba descaradamente al jesuita como retándole a que arguyera algo contra sus palabras, pero éste se limitó a mirarla con desprecio y decir en voz baja:

—¡Siempre farsante! ¡Siempre amiga de mentir!

Quedó un tanto desconcertada la condesa con estas palabras, pero rápidamente recobró su aplomo y dijo con tono compungido como de niña a quien regañan injustamente:

—¿Por qué dice usted eso, padre mío? ¿Cree usted acaso que no debo velar por el buen nombre de mi esposo? Imposible parece que sea usted quien me aconseje lo contrario.

—Lo que parece imposible —dijo el jesuita con voz algo temblona por la ira—, es que sea usted embustera hasta el punto de venir alardeando de virtud con una persona que ha tanto tiempo la conoce. ¿A qué hablarme de su hija? ¿Acaso no sé yo tan bien como usted que su padre no es Baselga, sino el señor don Fernando? ¿Y a qué decirme que no puede seguir faltando al hombre que le ha dado su mano, si yo sé perfectamente que después del rey han sido ya varios los que han sostenido con usted adúlteras relaciones? Tales excusas son inútiles, para librarse de los santos compromisos que con nosotros tiene usted contraídos.

La condesa pareció quedar anonadada por estas palabras y sólo supo disculparse con voz temblorosa:

—No es verdad padre mío. A usted le han informado mal. Mi único amante ha sido el rey.

—¡Embustera como de costumbre! ¿No recuerda usted al lindo frailecillo que yo alejé de esta casa y que compartía con usted locos placeres mezclados con actos de devoción? ¿Cree usted acaso que yo no conozco a un baronet agregado a la embajada inglesa que se llama sir Walace?

El jesuita vio que estas últimas palabras producían en la condesa un tremendo efecto y continuó diciendo con acento cada vez más severo.

—Nuestra Orden lo sabe todo y desde mi despacho tengo yo noticia exacta de cuanto hace la señora de Baselga, mujer ingrata que paga los beneficios con desaires, olvidando sin duda que los mismos que la encumbraron tienen poder para arrojarla al precipicio. Tiene usted amantes, falta a cada momento a sus deberes de esposa ¿y aún se atreve usted a hablarme de honor para eludir el cumplimiento de las dulces obligaciones que le han impuesto la Orden? ¿Dónde están aquellas promesas de eterna adhesión que usted nos hacia en otro tiempo? ¿Qué se ha hecho del agradecimiento que demostraba, cuando gracias a nuestros esfuerzos la baronesa aventurera Pepita Carrillo, se convirtió primero en poderosa manceba del rey y después en esposa del conde de Baselga?

Cada una de las palabras del jesuita, dichas lento e intencionadamente, causaban tal impresión en el ánimo de la hermosa, que ésta quedó mucho tiempo cabizbaja y pensativa, no atreviéndose a mirar de frente al airado acusador. Por fin pareció adoptar una resolución y levantando el rostro, fijó sus ojos en los del padre Claudio, diciéndole con aspereza:

—¿Qué es lo que usted desea de mí?

—Así la quiero ver a usted: franca y resuelta sin apelar a escandalosas mentiras. La Orden necesita que usted vuelva a atraer al rey para que no perdamos nuestra antigua influencia. A usted le sobran medios para ello; estoy convencido de que el rey la ama y que si la abandona momentáneamente, es sólo porque nota desvío y frialdad. Hoy don Fernando, en busca de una mujer sumisa a sus caprichos, desciende hasta los barrios más bajos y de seguro que volverá al lado de usted en cuanto sepa que no encontrará una mujer fría e indiferente que se entrega por deber y no sabe fingir pasión. ¿Está usted dispuesta a obedecer a la Orden siendo para el rey lo que era en otros tiempos?

—No —contestó resueltamente la condesa.

En el rostro del jesuita pintose una mezcla de asombro y de rabia, pero esto sólo fue momentáneamente, pues sus labios volvieron a mostrar la acostumbrada sonrisa.

—¿Dice usted que no…? ¿Y por qué?

—Porque yo amo a un hombre y he jurado con toda mi alma serle fiel y no mentir con otro la pasión que por él siento.

—De seguro que ese hombre no será su esposo.

—Es verdad. Pero el que no sea mi esposo, no impide que yo esté loca por él.

—¿Ese afortunado mortal será sin duda sir Walace?

—El mismo. Le amo hasta el punto de que yo misma me asusto ante la inmensidad de mi pasión.

—¡Hermosa frase! —dijo irónicamente el jesuita—. Sin duda usted decía lo mismo hace pocos meses y también se asustaba ante la inmensidad del amor que profesaba al frailecito.

Pepita acogió estas palabras con una graciosa sonrisa, y en tono de broma contestó:

—Tal vez. Debo confesar que al hombre que nombra vuestra reverencia, también lo amé mucho.

—Lo mismo dirá usted dentro de poco de ese inglés a quien tanto cariño profesa y que no tardará en ser sustituido.

—Todo puede ser. Conozco bien mi carácter, y sé que mis pensamientos son tan mudables, que ni yo misma mando en ellos.

El padre Claudio, a pesar de su sangre fría, mostróse un tanto asombrado ante la cínica franqueza de Pepita.

—Acabemos pronto, hija mía —dijo adoptando aquel tonillo dulce, insinuante y familiar que guardaba para las grandes ocasiones—. ¿Cuándo le digo al rey que lo espera impaciente y que piensa en él a todas horas? ¿Cuándo quiere recibirle?

—Nunca —contestó Pepita haciendo un mohín de desprecio—. El tal don Fernando es un ente repugnante, y por añadidura algo viejo. Yo estoy ya en los treinta, y a mi edad sólo se siente simpatía por la juventud hermosa y robusta.

—¡Franca confesión de prostituta! —murmuró el padre Claudio.

El jesuita quedóse perplejo como buscando el medio mejor para vencer a la terca condesa, que contestaba a todas sus indicaciones con cinismos, y sonriendo cada vez más placenteramente, la preguntó:

—¿Cree usted que su marido cuando se enfada es terrible?

—Ya lo creo, mi marido…

—Dígalo usted con franqueza. El señor conde es un bruto.

—Eso es. Le conoce usted muy bien.

—Él la ama a usted cada vez con pasión más fogosa.

—Así es, y debo confesar a vuestra reverencia que me incomoda con sus caricias. Es un infeliz digno de que se le quiera, yo soy la primera en reconocerlo, pero tiene la desgracia de estar unido a una mujer loca como yo lo soy y a quien gustan todos los hombres menos el legítimo. Sus caricias me causan náuseas, y hay momentos en que me aburre, hasta el punto en que me dan tentaciones de revelárselo todo y gritarle: «¡Márchate animal! En otro tiempo creí que te amaba, pero hoy estoy convencida de que puedo querer a todos, menos a ti… y al rey». Cada vez que le veo acariciar mi hija, me escarabajea en la lengua el deseo de decirle que es tan hija suya como del Gran Turco, sólo por el placer de ver la cara de idiota que pondría.

—Muy bien, hija mía. ¿Y qué le parece a usted que haría el conde si se convenciera de que su mujer le engaña? ¿Hasta dónde llegaría su cólera cuando supiera que sus compañeros se burlan a sus espaldas y le tienen por un marido digno de lástima?

La condesa se estremeció, y por su rostro extendióse momentáneamente palidez, mientras que el jesuita cada vez más sonriente, decía con acento melifluo:

—¿Cómo le parece a la señora condesa que su marido procederá cuando lo sepa todo? ¿Dando de puñaladas como los protagonistas de las comedias, o estrangulando como un gañán?

Pepita era cobarde y además impresionable a causa de su temperamento nervioso. Las palabras del padre Claudio, dichas con una calma que aterraba, lograba desvanecer su afectada serenidad, y su imaginación reproducía con exactitud las amenazas que el jesuita apenas si indicaba. La condesa se vio ya lívida y estrangulada, con el rostro golpeado y la amoratada lengua asomando en los dientes, o tendida sobre un charco de sangre y destrozado el pecho a puñaladas, teniendo al lado como imagen de la venganza al iracundo Baselga, poseído de un furor gigantesco.

Estos fantasmas que pasaron rápidamente por su imaginación le produjeron un terror que el jesuita adivinaba mientras permanecía silencioso y lento, deseando prolongar la agitación de la rebelde adepta.

Esta no tardó en ir recobrando su serenidad, y deseosa de tranquilizarse a sí misma, dijo al jesuita con tono triunfante:

—Afortunadamente. No hay pruebas que demuestren a mi esposo cual es mi conducta.

—Las hay, Pepita, y la persona que las posee tiene interés en mostrárselas al conde.

—¿No será usted esta persona?

—No; pero algún ascendiente tengo sobre ella y puedo hacer o evitar que el conde sepa toda la verdad.

Sonrió la condesa al oír estas palabras, y el jesuita adivinó que aquella mujer experta dudaba de la veracidad de sus amenazas.

—¿Cree usted que lo que digo es una mentira inventada por mi para lograr mi objeto?

—Todo pudiera ser; ya sabe vuestra reverencia que nos conocemos hace tiempo.

—Pues bien, hagamos la prueba, si a usted le parece bien. Niéguese usted a obedecer mis indicaciones, que yo permaneceré inactivo, dejando que la persona que posee las pruebas las entregue al conde, y antes de veinticuatro horas tal vez éste se convencerá de hasta dónde llega su deshonra.

Dijo esto el padre Claudio con tanta firmeza, que Pepita se persuadió de que sus amenazas eran ciertas, y reflexionó largo rato sobre la resolución que le convenía adoptar.

Estaba Pepita demasiado ligada a la tenebrosa Orden y había tomado gran parte en sus tramas para dudar del poder de los jesuitas. El padre Claudio era la cabeza visible de la Orden, y desobedecerle era lo mismo que ponerse en pugna con la institución más poderosa de su época, que sabría vengarse de un modo tan oculto como seguro.

La hermosa condesa tembló ante la perspectiva de crearse tan tremendos enemigos, y de tal modo perdió la serenidad, que mirando al impasible padre Claudio con aire propio de quien pide compasión, le dijo humildemente:

—Estoy dispuesta a cumplir las órdenes de vuestra reverencia.

—Así la quiero ver, hija mía. Permanezca usted siempre fiel a nuestro glorioso instituto, y no dude que Dios y nosotros nos encargaremos de darla toda clase de felicidades. ¿Está usted dispuesta a recibir al rey?

—Le recibiré cuando quiera vuestra reverencia.

—Bueno. Ya avisaré oportunamente a la señora condesa. Por de pronto anuncio a usted que he de poder poco o el conde no sabrá nada de los deslices de su esposa.

Pepita inclinó la cabeza y ocultándola entre sus manos, comenzó a llorar. El padre Claudio la contempló con la indiferencia del que esta acostumbrado a tal clase de arranques, y únicamente preguntó al poco rato por pura cortesía.

—¿Qué le ocurre a usted, Pepita?

—Soy muy desgraciada, padre mío.

—¡Desgraciada!… Todos lo somos en este mundo; pero usted es de las que menos derecho tienen a quejarse, pues las felicidades de la tierra le sonríen y alcanza honores que otras le envidian.

—¡Vaya un honor! ¡Ser la querida de un rey, gotoso, feo y de carácter antipático! ¡Ay, Jesús mío!… ¡Soy muy desgraciada!… ¡Y pensar que yo he nacido para amar a un hombre que nunca se fija en mí!…

Y al decir esto, Pepita levantó la hermosa cabeza, que bañada por las lágrimas, resultaba más interesante, y con sus ojazos empañados por el llanto, lanzó una diabólica mirada al bello jesuita.

No se necesitaba ser tan sagaz como el padre Claudio para comprender la significación de aquello. Además, no era la primera vez que la hermosa condesa pretendía inflamar con tan claras indirectas al almibarado padre.

La esclava del jesuita quería convertirse en dominante señora, y para ello pretendía encender en él una pasión. Apoderándose de la parte de hombre que encerraba aquel negro hábito, podía dominar la parte de autómata teocrático que ocultaba.

Pero el jesuita comprendía la importancia de las amorosas demostraciones, sabía que aquello no significaba más que el deseo de arrojarse en brazos de un hombre joven que era dueño de su voluntad para librarse de las caricias de un ser que le repugnaba a pesar de su condición regia, y como esto no convenía a los planes del padre Claudio, de aquí que éste para librarse de la tentación que le ofrecía aquel cuerpo hermoso, al par que exuberante de robustez y vida, se apresurase a desaparecer.

Púsose en pie, tomó el sombrero y se despidió de Pepita, diciéndole con tonillo jovial, aunque algo autoritario:

—Conque quedamos en que usted será obediente y buena hija de nuestra Orden. ¡Buenos días!, y que el Sagrado Corazón le guarde.

Salió el jesuita rápidamente de la habitación, y Pepita, secándose las lágrimas con dos rudos estregones, fijó su centelleante mirada en la puerta, y dijo con voz colérica:

—¡Imbécil! Huye como el casto José de una mujer hermosa. No quiere comprometerse por miedo a que dominen su voluntad. ¡Monstruo! Sin duda en los novicios de la Orden encontrará consuelo para sus pasiones.

VI. FIAT LUX

A las ocho de la mañana el conde de Baselga andaba con paso indeciso por las calles de la coronada villa.

Si las gentes de poca monta que a aquellas horas iban a sus quehaceres a paso apresurado y soplándose las manos para ahuyentar el frío, se hubieran fijado en el marcial comandante de caballería de la Guardia, les habría llamado indudablemente la atención el desorden con que llevaba el uniforme y la nerviosidad que se marcaba en su rostro pálido y cejijunto.

A aquellas horas otros militares se dirigían al regio Palacio o a los cuarteles para cumplir sus deberes, erguidos y sonrientes, y a su lado el conde ofrecía el aspecto de un hombre que ha pasado la noche en tormentosa orgía y que se retira a su domicilio ebrio y luchando con el alcohol y el cansancio que entorpecen todos sus miembros.

Pero Baselga, en vez de dirigirse a su casa, se alejaba de ella, y no iba ebrio, sino dominado por una indecisión que le hacia sufrir cruelmente, obligándole a vagar por las calles.

La noche anterior había salido del despacho del padre Claudio dispuesto a no ocuparse más del asunto de su esposa, dejando a cargo del jesuita el averiguar lo que hubiese de verdad en las pérfidas insinuaciones de la duquesa de León. Pero ¿quién es capaz de cortar el curso de los celos una vez se apoderan éstos del corazón del hombre?

Baselga, como de costumbre, no pudo dormir en toda la noche. La posibilidad de que su esposa le engañase y que él fuese objeto de oculta mofa entre las gentes de Palacio y sus compañeros de armas, le producía tan extremada excitación, que en algunos momentos creía volverse loco.

Toda la noche la pasó de claro en claro, y cuando poco después de amanecer un criado le entregó una carta que acababa de dejar en el patio un mandadero público, sin saber por qué se apresuró a levantarse de la cama y a leerla.

Bien recordaba Baselga el contenido del papel que ahora estrujaba furiosamente en lo más hondo de un bolsillo.

Iba sin firma; pero el conde conocía de antiguo aquellas letras enrevesadas agrupadas con arreglo a una ortografía fantástica que tenía para su uso la duquesa de León.

«Tengo ya las pruebas. Ven cuando quieras que desde este momento te aguardo. Marido infeliz, tarda cuanto quieras en convencerte».

¡Ira de Dios! Una carta así era para encender la sangre de cualquier cristiano o moro, y más si era tan ardiente y pronta a entrar en ebullición como la del enérgico Baselga.

Con la rapidez de una exhalación se vistió éste y se arrojó a la calle, marchando en línea recta hacia el caserón solariego de la duquesa que estaba en los alrededores de Palacio; pero cuando se encontraba ya muy cerca de él, retrocedió, pues como todos los que se ven próximos a la desgracia tuvo miedo de llegar y saber toda la verdad.

Ocurre siempre al que está próximo a convencerse de algo que le produce inmenso dolor, que semejante al náufrago que al hundirse para siempre en el abismo busca instintivamente algo sólido a que asirse, en el convencimiento de su desgracia apela a la duda y antes de recibir el golpe procura retardarlo, consolándose con la posibilidad de que no resulte cierto el mal que le amaga.

Esto mismo sucedía a Baselga. El día anterior y aún momentos antes de salir de su casa, sentía una impaciencia sin límites por convencerse de su deshonra y el no conocer ésta con certeza le producía inmenso desasosiego; pero ahora que podía ver y tocar su deshonra, ahora que una mujer celosa y desdeñada se ofrecía a mostrarle su desgracia y con toda claridad, sentía miedo de seguir adelante y hubiera dado diez años de su vida o su caballo favorito y hasta se hubiera hecho liberal únicamente porque el padre Claudio le saliera al paso gritándole: —No sigas, hijo mío. No es necesario que vayas a visitar a la duquesa de León. Todo lo he averiguado y tu mujer es inocente.

Él se hubiera convencido o no. Lo más regular es que al día siguiente hubiera vuelto a sus antiguos celos, a sospechar más tenazmente de su esposa y a desear las pruebas de su deshonra; pero al menos por el momento se habría librado del terrible trance de saber la verdad, experimentando un bienestar semejante al que producen ciertos medicamentos que calman momentáneamente los sufrimientos aunque inflamando más las heridas.

Esto parece absurdo; pero es perfectamente humano.

Baselga seguro ya de convencerse de la culpabilidad de su esposa, por extraña observación quería forjarse la esperanza de que ésta resultase inocente, así como el día anterior cuando aún era problemática su infidelidad se empeñaba en tenerla por culpable.

Buscaba afanosamente en su imaginación todas las probabilidades que racionalmente podían aceptarse para creer a Pepita inocente y casi se inclinaba a tenerla por un dechado de virtud y fidelidad. Porque… vamos a ver: ¿no podía ser muy bien que aquella duquesa a quien él conocía perfectamente y que era una dama alegre, poco escrupulosa y tan amiga de amoríos como de intrigas, furiosa de que su antiguo amante la abandonase, hubiese forjado una calumnia con visos de verdad para vengarse de él y perder a una mujer más hermosa y más joven que ella? Esto también podía ser y era probable que se pretendiera exagerar cualquier ligereza insignificante, propia del vivo carácter de Pepita para hacer ver lo que no existía.

Pero apenas la imaginación de Baselga formulaba tales optimismos, la duda le mordía cruelmente y tal era la fuerza con que la sospecha se apoderaba de él, que hasta le parecía que algunos transeúntes le miraban con ojos compasivos como adivinando su desgracia.

El recuerdo de la noche en que sorprendió al rey en íntima conversación con Pepita, el desvío que ésta le mostraba desde poco después de casarse y algunas palabras sin importancia que muchas veces se escapaban en su conversación, pero que ahora eran apreciadas por su instinto celoso como claros indicios de culpabilidad, pasaron rápidamente por la imaginación de Baselga y acabaron de convencerle de que su esposa había atentado contra su honor y se había burlado de él, haciéndolo su marido para ocultar mejor sus devaneos.

Pensando en esto último, la susceptibilidad de Baselga, ya de suyo irritable, se excitó hasta un límite inconcebible, y semejante al desesperado que tiene prisa en acabar su existencia, murmuró sombríamente:

—¡Lo que haya de ser, que sea pronto! ¡No tardes en convencerte de tu deshonra!

Emprendió Baselga apresuradamente la marcha hacia el palacio de la duquesa, y al atravesar el anchuroso patio, recibió un respetuoso saludo del portero, que cesó de barrer y siguió con ojos asombrados la ascensión del señor conde por la vetusta y anchurosa escalera, no pudiendo explicarse cómo el antiguo amante de su señora, de quien ésta hablaba pestes delante de los criados, volvía a la casa tan inesperadamente y a tales horas.

Cuando Baselga entró en las antesalas de la duquesa, a pesar de su preocupación, detúvose algo sorprendido al ver sentado en un banco, con rostro macilento y ojos hinchados, a un sujeto a quien él conocía mucho.

Era el negro Pablo, el mismo que Pepita hacía buscar en aquellos instantes por la policía.

Tenía todo el aspecto de un hombre que ha estado ebrio por mucho tiempo y que todavía lucha con la postrera y abrumadora influencia del alcohol.

Al otro extremo de la antecámara, y como evitando todo contacto con el embriagado negro, estaba una mujer vestida con limpia pobreza, pero en cuyo rostro demacrado leíase una larga serie de padecimientos.

La sorpresa de Baselga al encontrar el negro, fue más grande que la que éste experimentó al verse ante su antiguo amo.

Apoyándose sobre los pies vacilantes e inseguros, irguió el negro su gigantesco cuerpo, y con estropajosa lengua comenzó a murmurar algunas excusas que ni él mismo pudo entender.

Baselga, dominado como estaba por un loco furor, necesitaba descargarlo contra alguien; así es que aprovechó la ocasión que le deparaba la presencia del negro, y levantó la mano para golpearle; pero en el mismo instante y cuando la mujer se levantaba ya asustada, como buscando por dónde huir, abrióse una puerta inmediata y asomó un colosal peinado a la moda y después un rostro que en otro tiempo habría sido hermoso, pero que ahora, para presentarse, necesitaba una gruesa máscara de colorete.

—¡Ah! ¡Estás ahí! Entra, conde; tenemos mucho que hablar.

VII EL JESUITA PIERDE LA PARTIDA

Estaba el padre Claudio de vuelta de casa de los condes de Baselga, sentado a la gran mesa de su despacho y manejando un sinnúmero de papelotes con una atención posible únicamente en un hombre como él, para quien la vida sólo era un eterno y enrevesado negocio.

Cuando su reverencia papeleaba, ya se sabía en la casa que quedaba como aislado del mundo, y el portero o cualquiera de los novicios escogidos que servían en la casa en calidad de ayudantes, se guardaban muy bien de entrar a estorbarle, aunque fuera para darle un recado del Papa o del mismo general de la Compañía, que es como si dijéramos del vicepresidente del cielo.

El hermano Antonio, era el único que, por ser como el cúter ego de su reverencia, tenía el privilegio de entrar en el despacho estando el padre ocupado, aunque con la condición de no hacer ruido ni dirigirle pregunta alguna.

Justamente aquella mañana el socius del padre Claudio faltó a la consigna escandalosamente, pues entró en el despacho sin recatarse de hacer ruido y arrojando furiosamente su sombrero de tela sobre una silla, fue audazmente a colocarse junto a la mesa donde respirando jadeante comenzó a limpiarse con un sucio pañuelo de hierbas, el sudor que a pesar de la fría estación, corría por sus mejillas más arreboladas que de costumbre.

El padre Claudio al notar la sombra que sobre los papeles proyectaba el cuerpo del recién llegado, levantó rápidamente la cabeza y con las cejas fruncidas y gesto avinagrado, dijo al irreverente secretario:

—¿Qué hay? ¿Por qué entras de un modo tan irrespetuoso?

El hermano Antonio fue a hablar y tantas cosas parecía querer decir de una vez, que no sabía por dónde iniciar su discurso; pero al fin exclamó con voz trémula:

—Reverendo padre, todo se ha perdido.

—¿Qué se ha perdido?

—El asunto de la condesa de Baselga.

El jesuita irguió su cuerpo nerviosamente al oír esto. La zozobra que le era cosa casi desconocida se pintó en su rostro y dijo lanzando al secretario una mirada terrible.

—¿Has visto a tu madre como te encargué?

—De ello vengo y he podido saber que la duquesa de León nos ha ganado la mano y que el conde de Baselga lo sabe ya todo.

El padre Claudio quedóse por algunos instantes fatalmente impresionado por tal noticia, pero no tardó en recobrar su serenidad y dijo al azorado Antonio:

—Calma, hermano. Te desconozco al verte tan impresionado por una mala noticia. Recobra la calma y dime clara y brevemente el resultado de tu comisión.

—Cuando fui a casa de mi madre, ésta había salido ya hacía más de dos horas, según me dijeron unas vecinas. Por los informes de éstas comprendí que había ido a casa de la duquesa de León y allí me dirigí apresuradamente. A la misma puerta la encontré cuando ella salía y juzgue vuestra reverencia cuál sería mi sorpresa y mi irritación, al ver que comenzaba a llorar apenas le indiqué la necesidad de que no dijera una palabra de lo mucho que sabía sobre el parto de la condesa de Baselga. Entre lágrimas y suspiros me contó la escena que había ocurrido momentos antes en las habitaciones de la duquesa y yo quedé tan irritado como sorprendido de la habilidad y paciencia con que esta mujer sabe preparar sus venganzas. Figúrese vuestra paternidad que para convencer al conde de las infidelidades de su mujer, no sólo se ha valido de mi madre (de la que ahora me convenzo que puede disponer a su antojo), sino que durante mucho tiempo por medio de su mayordomo ha estado conquistando a uno de los dos negros que doña Pepita trajo de Méjico, incorregible borrachín que por dinero y por convites ha consentido en huir de su casa para ir a la de la duquesa y allí servir de testigo a las afirmaciones de ésta. El conde ha ido hace pocas horas a casa de la duquesa…

—¿El conde?… —interrumpió con extrañeza el jesuita.

—Sí, reverendo padre. El conde ha acudido obedeciendo un aviso que le envió la duquesa de buena mañana.

—¡Parece imposible! —murmuró el padre Claudio—. ¡Y yo que creía ser dueño de su voluntad!

—Los celos, reverendo padre, cambian mucho a los hombres. Él le prometió a usted anoche permanecer impasible dejando a vuestra reverencia el encargo de averiguar la conducta de su esposa; pero han sobrevenido las pérfidas insinuaciones de la duquesa y ésta ha podido más que los consejos del director espiritual.

—Continúa, hermano Antonio.

—La duquesa con gran abundancia de detalles ha relatado a Baselga todas las aventuras de su esposa, y para evitar toda duda ha empleado como testigos a mi madre y al negro. El conde ha sabido que doña Pepita era la querida del rey antes de casarse y que después ha seguido siéndolo, y la duquesa no ha querido tampoco que ignorara las relaciones con el frailecito y con el baronet de la embajada inglesa. La paternidad de la niña tampoco ha quedado en el misterio y ésta es la más cruel puñalada que ha sufrido el conde, pues hay que confesar que amaba a la niña con delirio. Para demostrar que ésta es hija del rey y que nació dos meses después de lo que Baselga creía, la duquesa se valió de mi madre que declaró el día y la hora en que asistió a doña Pepita en el parto, diciendo que si la partida de bautismo aparecía escrita en abril o sea dos meses antes, era por obra de la influencia de la condesa que compró al cura de la parroquia. Ha sido una suerte que ni mi madre ni la duquesa, que son dos imprudentes, hayan mezclado para nada el nombre de nuestra Orden en las revelaciones, ni hayan dicho que fue vuestra reverencia quien arregló todo lo referente al bautizo. En cuanto a las actuales relaciones con sir Walace, el negrazo se ha encargado de decir la verdad. Primero tuvo cierto reparo de hablar ante su amo, al que teme con razón; pero esa duquesa de tal modo se ha apoderado de su ánimo, que al fin le hizo hablar, y el muy villano, deseoso de vengarse de su antigua ama que, como a todos los criados, lo trataba a latigazos, ha contado con todos sus pelos y señales, cómo siempre que el conde estaba de guardia o de servicio en Palacio, entraba en la casa el arrogante baronet y hasta le ha entregado una carta lacónica, pero comprometedora,

que la condesa le había dado para que la llevase a la embajada inglesa.

—¿Y el conde? —preguntó con encubierta ansiedad el padre Claudio—. ¿No sabes lo que hizo el conde al convencerse de su deshonra?

—Mi madre, cuando habló conmigo, estaba todavía asustada por la terrible explosión de cólera de Baselga. Cuando el conde se convenció de que su esposa le hacía traición, salió casi corriendo de casa de la duquesa murmurando maldiciones y amenazas con todo el aspecto de un loco.

—¡Esto es grave! —murmuró el padre Claudio, y presa de nerviosa agitación levantose del asiento y comenzó a pasear con aire meditabundo.

—¿Cuánto tiempo hace —preguntó al hermano Antonio—, que el conde salió de casa de la duquesa?

—No lo sé ciertamente; pero calculo que pronto hará una hora.

—No hay tiempo que perder. ¿Está enganchado el coche?

—Sí, reverendo padre. Es ya la hora en que vuestra reverencia acostumbra a ir a Palacio.

—No se trata de eso. Voy inmediatamente a casa de Pepita. El conde es un bárbaro, como ya te dije, capaz de toda clase de violencias cuando se encuentra furioso. ¿Quién sabe si a estas horas estará haciendo alguna de las suyas?

—Malos celos tiene el señor de Baselga, pero creo que no haría mal vuestra reverencia en dejar a doña Pepita completamente sola en manos de su esposo. Es una rebelde que desde que está en lo alto, desprecia a la Orden que tanto la ha favorecido y se niega a obedecerla.

—¿Quién te mete a ti a dar consejos? Pepita ha vuelto al redil y nos conviene defenderla para que siga prestándonos buenos servicios. Además en sus tormentosas explicaciones con el conde, puede ser que para sincerarse delate nuestra complicidad en sus relaciones con el rey, con lo que cesaríamos de dirigir la voluntad del conde. Es preciso que yo vaya pronto allá y el corazón de Jesús quiera que no llegue tarde.

VIII. LA CÓLERA DE BASELGA

No era operación trivial el peinado de una dama en aquella época.

En todos tiempos ha sido el tocado de las cabezas femeninas empresa dificultosa que ha necesitado mucho tiempo y no pocas meditaciones, pero en la última época del reinado de Fernando VII, la tiránica moda llevó el peinado a la más estupenda exageración en punto a complicado y gigantesco.

Pepita estaba ante el espejo de su gabinete ocupada en arreglar sus cabellos con el mayor arte posible, cuando oyó agitados pasos en la habitación vecina y poco después la puerta de la estancia, que estaba entornada, tembló al recibir un fuerte empujón, y girando rápidamente, fue a chocar contra la pared con atronadora violencia.

Volvió la bella condesa su cabeza asustada por tal estrépito y vio parado en medio de la puerta al gigantesco Baselga que tenía un aspecto poco tranquilizador.

Pepita estaba tan acostumbrada a tratar despreciativamente a su esposo y tan grande era su convencimiento del dominio que ejercía sobre su voluntad, que no se inmutó al notar la expresión horrible de aquel rostro ceñudo en el cual destacábanse horriblemente los ojos centelleantes, sanguinolentos y que parecían próximos a salirse de sus órbitas.

Hizo la hermosa un mohín que lo mismo podía expresar sorpresa que desprecio, volviendo a mirarse en el espejo, dijo con su tono meloso e indolente:

—Pero hijo mio, ¿qué te sucede para que tan descortesmente penetres en el gabinete de tu mujer? Las costumbres del cuartel te roban tu antigua buena crianza, y será preciso que tu esposa te eduque como si fueras un niño.

El conde pareció no oír estas palabras. Tal seducción ejercía aquella mujer sobre su ánimo que, a pesar de la indignación que le dominaba y de los terribles proyectos de venganza que se había forjado desde casa de la duquesa a la suya, se detuvo como asombrado cual si por primera vez viera a su esposa y quedara subyugado por el incentivo de sus gracias.

Baselga, a pesar de su carácter enérgico, por no decir brutal, carecía de una voluntad firmísima y la indecisión se apoderaba continuamente de su ánimo.

Algunos momentos antes pensaba en asombrosas venganzas y se sentía con ímpetu para exterminar no ya a Pepita, sino a todo el género humano; pero desde el momento que contempló a su esposa, sintióse de nuevo víctima de aquel predominio que esta sabía ejercer sobre su carácter y permaneció un buen rato como atontado, mientras que la hermosa mejicana seguía peinándose tranquilamente.

La calma de su esposa y el desdén que ésta manifestaba, sacaron a Baselga de su contemplación de idiota y avanzando al centro del gabinete, dejóse caer sobre un diván, diciendo con voz cavernosa:

—Pepita; tenemos mucho que hablar. Siéntate aquí y mirémonos frente a frente.

—Habla cuanto quieras —contestó la hermosa con su tonillo indolente—, habla que ya te oigo y no es necesario que deje de peinarme para escucharte.

Baselga se incorporó y con la mirada centelleante y la misma actitud que si estuviera mandando su escuadrón, gritó imperativamente a su esposa:

—¡A sentarse… y pronto! Yo lo mando.

Volvió su cabeza la mujer con aire de asombro al ver que el antiguo esclavo se rebelaba, demostrando tener voluntad; pero fue para ella tan extraña la expresión que vio en su rostro, que obedeciendo a un impulso de conservación, abandonó su peinado y fue a sentarse en el extremo del diván que le indicaba Baselga.

—Ahora —dijo éste con terrible calma—, que los dos nos encontramos frente a frente, vamos a repasar nuestra pasada vida para que yo me convenza mejor de que he sido un imbécil y usted señora una tremenda…

Y Baselga dio a su esposa un calificativo tan justo como duro cuya crudeza disculpaba su inmensa indignación.

Pepita estaba asombrada y no sabía dónde aquello iría a parar; pero como sobre su conciencia pesaban motivos suficientes para tener miedo a su esposo y como éste se mostraba por primera vez con voluntad propia y en toda la plenitud de su carácter feroz, de aquí que la alegre condesita, a pesar de su despreocupación y su descoco comenzara a perder la serenidad

—Señora: lo sé todo. No son ya un misterio para mi los deshonrosos amoríos que usted ha sostenido antes y después de nuestro casamiento y aún los que hoy tiene con cierto individuo de la embajada inglesa al que muy pronto ajustaré las cuentas.

La condesa, a pesar del imperio que tenía sobre sí misma no pudo menos de estremecerse, detalle que no pasó desapercibido para Baselga.

—Hace usted bien en temblar. A un hombre como yo no se le engaña impunemente, pues antes quiero morir o matar que ser objeto de burla para nadie.

—Te han engañado, Fernando mío —dijo Pepita con tono zalamero—. Todo eso que dices de amantes y de deshonra son tremendas mentiras, que sin duda te han imbuido personas que desean mi perdición.

—¿Me han engañado, infame? ¿Vas a llevar tu cinismo hasta el punto de negar lo que he visto casi por mis propios ojos? Bien sabes tú que mientes. Para demostrarme lo contrario, sería necesario que me convencieses de que no existe un baronet, llamado sir Walace, agregado a la embajada inglesa y de que es falsa esta carta escrita de tu letra y en la cual le das una cita para esta misma noche en que he de entrar de guardia en Palacio.

Y al decir esto, Baselga arrojó en el regazo de su esposa el papel que poco antes le había entregado el negro en casa de la duquesa.

Pepita no lo miró. ¡Para qué! Demasiado lo conocía ella, y estaba convencida desde el primer instante de aquella escena de que su esposo lo sabía todo.

—¿No contestas? Atrévete ahora, infame, a negar que no eres la querida de Walace, así como también de la persona a quien hasta hace poco respetaba tanto como Dios, y que ahora no sé si mirar con desvío o con odio. ¡Ah, mujer miserable! ¡Ah, infame ramera! ¡Cómo te habrás reído con el rey, con ese inglés, y aun con cierto joven fraile, de la mansedumbre de tu ignorante esposo! ¡Ira de Dios! ¡Qué de burlas habréis dirigido contra el imbécil marido que tan ciego estaba!

El conde, diciendo esto, se había levantado y se paseaba como una fiera enjaulada por el reducido gabinete. Sus mejillas, a fuerza de palidecer, tomaban un tinte cadavérico, y en cambio sus ojos estaban inflamados y ribeteados de rojo cual si fuesen de cristal y transparentasen dos grandes coágulos de sangre.

Recordando el infeliz Baselga su deshonra, e imaginándose el ridículo papel que por tanto tiempo había desempeñado, él, que dos años antes se batía por una mala mirada, indignóse hasta el punto de parecer un loco; sus dientes rechinaron, una oleada de densa sombra pasó rápidamente ante su vista, y sintió una necesidad tan imperiosa de desahogar su furor, que alargó instintivamente su fuerte diestra, y al pronunciar las últimas palabras, descargó un tremendo bofetón sobre Pepita.

La fresca mejilla se amorató bajo tan fuerte golpe, la huella de la mano quedó marcada en la tersa tez, y la condesa, a pesar de ser fuerte y robusta, vaciló, llegando casi a doblarse sobre el asiento.

Pepita, llevándose las manos a la parte dolorida, púsose a llorar silenciosamente, y el conde pareció que despertaba de un horrible sueño.

Nunca Baselga se hubiese creído capaz de golpear a una mujer, al contemplar su obra, sintió tal desesperación, que casi estuvo tentado de pedir mil perdones a aquella mujer que tanto le había ofendido.

En uno de sus brutales arranques, Llevose la diestra a la boca para morderla furiosamente, como en castigo a su desacato, y siguió paseando por el gabinete, mientras que la condesa lloraba con aire resignado, sin prejuicio de pensar en su interior que una bofetada era poca cosa si con ella sola lograba salir de tan tremenda situación.

Por mucho tiempo permanecieron callados los dos esposos, y paseando el conde agitadamente, fue borrándose poco a poco de su cerebro la expresión de lástima que le había producido su propio desacato, y nuevamente los celos y la indignación excitaron su carácter violento hasta el punto de que volvió a reanudar el penoso diálogo con su esposa.

—No llore usted. Las mujeres que faltan a sus deberes deben tener el suficiente valor para sufrir las consecuencias de sus crímenes, y ya que son malvadas, que lo sean de veras sosteniendo toda la responsabilidad que sobre su conciencia se han echado.

Luego añadió, riendo sarcásticamente:

—Yo la creía a usted de más valor. Hasta hace poco estaba sometido a su voluntad, teniéndola por una mujer de gran entereza; pero ahora veo que es usted un tiranuelo sin energía, que ni aun tiene la grandiosidad de sostener sus crímenes. La creía a usted de más valor y me alegraba. Quería ver si usted, defendiendo sus crímenes, mostraba gran energía, hasta el punto de fingir un ánimo varonil, para entonces hacerme yo la ilusión de que trataba con un hombre y exterminarla, que es lo único que usted merece.

Al hablar de exterminio, Baselga se acercó a su esposa, y ésta incorporose asustada, gritando con temblorosa voz:

—Fernando mío, ¡por Dios! Perdóname; piensa que tienes una hija y que yo soy su madre.

Dudó algunos instantes Baselga entre extender sus brazos contra aquella mujer o separarse de ella, y por fin, al oír que hablaba de su hija, prorrumpió en una interminable carcajada, de sonido tan raro, que crispaba los nervios.

—¿Conque yo tengo una hija? ¿Por ella te he de respetar?

—Sí, Fernando mío; piensa en tu hija y en que yo soy su madre, y así me perdonarás. Te han engañado, han mentido para perderme… esa carta es falsa… yo no conozco a ese inglés… yo no conozco a nadie… ¿Quieres que traiga aquí a tu hija?

—No la traigas —gritó con voz tonante el conde—. La pobre criatura es inocente y no debe pagar las faltas de nadie. Si la trajeras sería capaz de estrellarla contra la pared con toda tranquilidad, pues no hay en su sangre una sola gota de la mía.

—¿Que no es tu hija? —exclamó Pepita con un asombro que le hubiera envidiado la más consumada actriz.

—Mira, Pepita; no sigas mintiendo o de lo contrario no respondo de mí. Te he dicho que lo sé todo y así es la verdad. Esa criatura no es hija mía. Ahí están para atestiguarlo la mujer que te asistió en el parto, la cual confiesa que la niña nació dos meses después de la fecha que tú me anunciaste. Tú sabrás quién es su padre, pues no se habrá borrado aún de tu memoria el recuerdo del hombre a quien te entregaste después de mi partida.

Pepita al conocer que su esposo estaba tan bien enterado, experimentó mayor turbación y sólo supo decir con la inconsciencia de un autómata.

—Mentira; todo lo que te han dicho es una falsedad. Alguien me quiere perder.

—Sí; alguien te pierde, pero es tu misma desvergüenza. Mira esa carta que aún tienes sobre las rodillas, examina bien la letra y después atrévete a negar que la has escrito tú misma para un amante que hace tiempo absorbe tus sentidos hasta el punto de olvidarte de tu esposo y de tu hija.

La condesa, no sabiendo qué contestar, apeló a la suprema razón de la mujer y volvió a llorar ocultando el rostro entre las manos.

Mucho tiempo pasó Baselga paseando por la habitación con aire meditabundo y al fin se paró ante su mujer exclamando con voz cavernosa.

—Señora; es necesario que esto concluya. Sé bien que ante los ojos de Dios, que es enemigo del pecado, tengo yo derecho a exterminar a la mujer que tan vergonzosamente ha mancillado mi honor; pero un valiente no se ensucia jamás con la sangre de un ser débil. Hace poco me sentía capaz de estrangularla entre mis manos, pero ahora me felicito de no haber adoptado tan extrema resolución que vendría a añadir nueva vergüenza a mi deshonra. Otra será mi venganza y cual corresponde a un caballero que tiene derecho a llevar alta la frente.

Dijo Baselga estas últimas palabras con tanta firmeza, que Pepita levantó asustada la cabeza y preguntó con ansiedad.

—¿Qué piensas hacer?

—Hoy mismo, señora, quedaremos separados y buscaré a ese inglés, al que usted tanto ama, para cambiar algunas balas o darnos de estocadas, pero antes iré a Palacio, pues nuestro divorcio no ha de quedar en el misterio, ni un conde de Baselga ha de abandonar a su esposa, sin que todo el mundo sepa la causa. Hablaré con la reina Amalia para que sepa la conducta de su esposo y la de una dama de su servidumbre de honor, y usted, señora, no podrá ya volver a Palacio y la alta sociedad le repudiará de su seno. Sé perfectamente que entre las gentes de Palacio hay muchas señoras que sólo de tal tienen el nombre y que proceden con sus maridos tan infamemente como usted con el suyo; pero eso no aminorará la pena que yo la destino, pues en ciertas esferas el escándalo es lo que mata y las más culpables y dignas de castigo son las que más se apresuran a abrumar con su desprecio a la compañera de pecado que no ha sabido impedir que fueran conocidas sus faltas. Soy joven; hasta hace poco era un imbécil, pero el dolor y la venganza han operado en mí una transformación y hoy veo claro cuanto me rodea, y conozco que para un carácter altanero y soberbio como el de usted, el peor castigo es verse abandonada de todos y despreciada por las mismas mujeres cuyos celos y envidias provocaba hasta hace poco. Todo Madrid sabrá que la señora baronesa de Carrillo es una prostituta sin vergüenza, una mujer infame, que su marido, el conde de Baselga, la ha abandonado por conservar limpio su honor y quiere que todo el mundo lo sepa.

Efectivamente; debía ser para Pepita muy terrible el castigo que le prometía su esposo, por cuanto temblaba y mostraba más miedo que momentos antes cuando Baselga la golpeaba.

Éste miraba fijamente a su esposa, adivinando el efecto que en ella causaban sus palabras, y para hacer mayor su tormento, añadió con cierta complacencia:

—Todo Madrid sabrá quién es usted y la escupirá en el rostro. Las altas damas de Palacio le negarán la entrada en sus casas, y cuando la encuentren en la calle si se dignan fijar en usted sus ojos, será para dirigirla miradas de desprecio; los hombres si la hablan será para decirla palabras capaces de ruborizar a la pecadora más perdida; toda persona virtuosa y de honor huirá de usted, y hasta los buenos padres de la Compañía, esos santos varones que dirigían su conciencia, se negarán en adelante a ser el sostén de una ramera con título de baronesa.

—¡No! ¡Esos no!… —exclamó Pepita involuntariamente al oír el nombre de la Orden, y fue a seguir hablando, pero de pronto palideció y bajando la cabeza sumiose en el silencio.

La condesa al ver incluido entre sus castigos el desprecio de los jesuitas, experimentó la involuntaria tentación de hablar, y hasta su lengua fue a decir que ellos eran los principales causantes de su infidelidad conyugal, pero en tal instante el recuerdo del misterioso Poder de la Orden y de lo que ésta era capaz para castigo de los imprudentes, pasó rápidamente por su imaginación y creyó prudente callar, exponiéndose a un castigo problemático como era el manifestado por su esposo para librarse del castigo de la Compañía que era más cierto.

—¿Cómo que no? —preguntó Baselga apenas su esposa dijo tales palabras—. ¿Duda usted acaso de que los jesuitas abandonaran a una esposa adúltera e infame? La Compañía de Jesús es una religión de hombres virtuosos y humildes, que sienten horrible antipatía contra el crimen y la deshonestidad, y que la abandonarán a usted apenas se convenzan de sus terribles faltas. ¿Ve usted al buen padre Claudio siempre tan atento y deferente? Pues tengo la seguridad de que apenas sepa que es usted una esposa adúltera, se llenará de santo horror, y su indignación no tendrá límites cuando yo le cuente que usted ha sido la querida del rey, logrando con sus infernales tentaciones que el monarca ungido de Dios cayese en el pecado.

Si la condesa no hubiera tenido el rostro oculto entre sus manos, tal vez se la hubiera visto sonreír sarcásticamente mientras su esposo hablaba de las virtuosas indignaciones del padre Claudio.

La rabia que sentía el violento Baselga, aquel afán de venganza brutal que no podía desahogar por miramientos de sexo, producían en el gigantesco comandante una angustia terrible, que al fin le obligó a dejarse caer sobre un sillón, donde permaneció mucho tiempo con los ojos entornados y respirando jadeante como si fuera víctima de mortal congoja.

Pepita, a pesar de que hacía tiempo miraba con indiferencia a su esposo, sentía hacia él cierta atracción desde que lo vio tan magnífico e imponente durante la terrible y brutal explosión de su rabia, y además necesitaba calmar su enojo por medio de caricias. Por esto comenzó a mirar con inquietud al conde, que parecía próximo a ser víctima de una congestión que pusiera en peligro su existencia.

Mucho rato permaneció Baselga inmóvil y como abstraído, hasta que por fin dio señales de ir serenándose, y abriendo sus ojos los fijó en su esposa con extrañeza.

—¿Aún está usted aquí? ¿Quiere usted acaso continuar mintiendo por más tiempo y engañarme con sus miserables embelesos? Salga usted inmediatamente de aquí y que no la vea durante las pocas horas que permaneceré en esta casa, de lo contrario podría caer nuevamente en la tentación de tomarme la justicia por mi mano. Diga usted a mis asistentes que preparen mi equipaje para poder salir hoy mismo de esta casa.

Con tal imperio dijo Baselga estas palabras, que la condesa se vio forzada a obedecer, y a paso lento se dirigió hacia la puerta; pero al llegar a ésta se detuvo, y adoptando una actitud resuelta, volvió al centro de la habitación.

Baselga la miró con cierto asombro.

—Yo no puedo permitir, que tú te vayas —dijo, mirando a su esposo con la misma expresión incitante que horas antes había empleado con el padre Claudio.

—¡Cómo! ¿Qué quiere decir eso?

—He dicho que no te vas y no te irás.

—¿Y quién puede impedir que yo te abandone?

—¡Yo!, o más bien dicho, mi amor.

—¡Tu amor! —exclamó Baselga con extrañeza, e inmediatamente rompió a reír con lúgubres carcajadas.

—¡Conque me amas, Pepita mía! —dijo con acento sarcástico—. No es mala la treta para abusar una vez más del marido bonachón, del bestia ridículo de quien tantas veces te has reído. Sin duda, temes las consecuencias del castigo con que te he amenazado, y te propones evitarlas intentando resucitar en mi pecho el ascendiente que hasta hace poco tuviste.

—Di lo que quieras; insúltame cuanto gustes, llámame perdida, golpéame, como a un perro, que todo esto no impedirá que te ame tanto como el primer día que nos conocimos.

Aquella mujer era una actriz tan perfecta, que su marido llegó a dudar de la falsedad de sus palabras.

Tal pasión se retrataba en sus ojos y con tanta ingenuidad hablaba, que Baselga, atropellando la lógica de los hechos y lo decisivas que eran las pruebas que tenía para considerar a Pepita como a una mujer malvada y viciosa, creyó por un momento que ésta había ido al deshonor arrastrada por su carácter caprichoso y que todavía le amaba, por lo que él se sentía dispuesto a perdonarla.

Tanto adoraba a su esposa aquel hombre tan brutal como sencillo.

Pepita, como de costumbre, adivinaba el efecto que sus pérfidas palabras producían en el ánimo del conde, y no queriendo desaprovechar tan favorable ocasión, apeló a todos sus recursos escénicos, y dijo con la entonación melancólica de una mujer que ve sus ilusiones próximas a desvanecerse:

—Yo, Fernando mío, te amo y te he amado siempre. Reconozco, si así lo quieres, que he sido traidora, que he faltado a la fe jurada; pero esto no me impide el considerar como la mayor de las desgracias verme alejada de ti, que eres mi mayor ilusión. ¿Qué ganará tu honor con que nos separemos públicamente y el mundo sepa mis faltas y tu deshonra? Quedaremos los dos solos, abandonados, como si estuviéramos en el centro de un desierto; yo seré muy desgraciada porque te amo y tú sufrirás gran pena porque me adoras, Fernando; yo así lo reconozco, a pesar de que tú haces cuanto puedes por ocultar tu pasión. El tiempo es un buen remedio para borrar de la memoria los recuerdos penosos, y no pasarán muchos meses, sin que dando al olvido el pasado, volvamos a amarnos como en más felices tiempos. ¿Qué ganas con huir de esta casa?

—Lo que tú temes —dijo el conde con expresión sarcástica—, es el escándalo y el desprecio público que caerán sobre ti apenas publique yo tu deshonra.

—No, esposo mío; lo que yo temo es verme alejada de ti. Si tal sucediera, cree que la vida sería para mí terrible carga.

Dio la condesa tal acento de sencillez a estas palabras, que Baselga se sintió ya casi desarmado. Una infame y deshonrosa conformidad comenzaba a apoderarse de su ánimo.

Los primeros impulsos de su terrible furor se habían desvanecido ya, y casi se sentía inclinado a transigir con su deshonra. Amaba a Pepita como a nadie, y comenzaba ya a pensar en lo pesada y monótona que sería para él la vida así que se viera alejado de su esposa y tuviera que mirarla en la calle como una mujer extraña y de posesión imposible.

La astuta condesa, que sabía la mágica Influencia que ejercían sus gracias corporales sobre aquel gigante, que en su corpachón encerraba los insaciables apetitos de un sátiro, apeló a las seducciones de obra para reforzar sus cariñosas palabras, y reclinándose en el diván dejó que algo más que sus lindos pies asomaran por bajo la desordenada falda, al mismo tiempo que hacía ondular su incitante pecho al impulso de una respiración agitada y angustiosa.

No tardó Baselga en fijarse en tan seductores detalles, y mientras parecía reflexionar, fijos sus ojos en los encantos de Pepita, ésta le decía con el tonillo zalamero que tanto efecto causaba en sus adoradores.

—¿Qué ganarías, hijo mío, con huir de mí? Yo comprendo que he sido muy malvada y debes castigarme. Lo deseo, lo exijo, y me consideraré feliz si extremas conmigo tu venganza hasta el punto de que quedes tranquilo y vuelvas a ser el mismo de antes. Estando junto a mí podrás desahogar tu justa rabia, tratándome como un ser odioso, mirándome con completa indiferencia. Este, Fernando mío, será mi mayor castigo, porque yo te amaba antes mucho; pero ahora te quiero hasta el delirio. Eres soberbio y sublime como un león cuando te enfadas, y te aseguro que hace un instante cuando me abofeteabas sentía tentaciones de besarte. Ninguna mujer hubiera dejado de adorarte al verte amenazante y magnífico como un dios. Pégame cuanto quieras, condéname a los mayores castigos que puedas imaginar; pero ámame, pues de lo contrario, yo misma me daré muerte.

Sólo le faltaba aquello al sencillo Baselga para que inmediatamente su terrible furor viniera al suelo como un castillo de naipes.

Quería permanecer algún tiempo afectando un odio irreconciliable; pero en su interior estaba ya resuelto a perdonar, y por esto, instintivamente y sin darse exacta cuenta, avanzó algunos pasos hacia su esposa sin poder ocultar en su rostro la impresión que sentía favorable para Pepita.

Esta, que fingiéndose distraída por su apasionamiento, se fijaba en cuanto hacía su esposo, comprendió que había ya ganado su afecto, y continuó hablando para asegurarse por completo su tranquila pasividad.

—No dudes en permanecer unido a tu esposa. Tú amas la gloria, aspiras a ser un personaje en el ejército, cosa muy justa, y nada te perjudicaría tanto en tu carrera como un escándalo que redundaría en desprestigio de las personas reales. Piensa que si permanecieras como hasta hoy cumpliendo con tus deberes y no haciendo nada que pudiera desagradar al rey, llegarías a general dentro de pocos años.

Detúvose Pepita algunos momentos como para estudiar el efecto que sus palabras causaban en el conde, y creyendo que la promesa de un porvenir glorioso en su carrera le deslumbraba, acabando de desvanecer todos sus escrúpulos, continuó:

—Además, ¿por qué has de ser tú de diferente carácter que la mayor parte de los que contigo se codean en los salones del Palacio? Tú dices que conoces bien a las gentes palaciegas; pero ni con mucho tienes formado un exacto concepto de su carácter y sus costumbres. ¿Si supieras cuántos ciegos voluntarios hay entre los cortesanos? ¿Si vieras los muchos que ven más de lo que les conviene y sin embargo callan? Es porque saben vivir y comprenden que a la sombra de un trono hay que pasar por muchas cosas para poder medrar. Imítalos tú, Fernando mío, y no te empeñes en diferenciarte de los demás a título de algunas preocupaciones que sólo alcanzan crédito entre la canalla popular. Permanece al lado de tu esposa y no te opongas a los caprichos del rey, que yo me encargo de que dentro de pocos años seas general. Nada puede costarte este pequeño sacrificio. Cuando eras soltero ¿no consentías que ese vejestorio que lleva el título de duquesa de León, atendiera a todas tus necesidades a pesar de ser esto deshonroso? Pues confórmate ahora a ser un poco complaciente y algo ciego, y piensa que, a pesar de lo que diga la gente, ser querida de un rey es un honor que no todas alcanzan. Debes pensar en que podemos encumbrarnos bajo la protección del monarca y en que muchos envidiarán tu suerte, pues quisieran tener una esposa que manejase a su gusto la voluntad del amo de España.

La condesa no pudo seguir. Había avanzado demasiado haciendo a su esposo tal proposición, y no tardó en sufrir las consecuencias.

Aquellas cínicas palabras causaron a Baselga el efecto de otros tantos latigazos.

Quedóse como asombrado por la audacia de su esposa, y pareció dudar de la realidad de lo que oía.

La vergonzosa proposición penetrando hasta lo más recóndito del corazón de Baselga, removió los restos que en él quedaban de dignidad y de honor.

El pasado surgió luminoso y terrible ante la interna vista del conde, y un intenso rubor se extendió como una oleada de fuego por sus mejillas, hasta entonces pálidas.

Baselga que rara vez se acordaba de sus antepasados y que a pesar de sus preocupaciones políticas y sociales, no se cuidaba de hacer alarde de los méritos de sus ascendientes, al escuchar tan infamantes propuestas, vio desfilar por su imaginación las figuras de sus progenitores tristes, cabizbajas y llorosas, como condoliéndose de aquella tremenda ofensa que se ofería a su descendiente.

La impresión era demasiado fuerte para un hombre tan enérgico e irascible como Baselga.

Sintió que la sangre subía en ardorosa erupción al interior de su cerebro produciéndole terribles escalofríos; sus ojos se oscurecieron distinguiendo únicamente en la densa sombra que ante ellos se extendió millares de chispas azuladas que bailoteaban con la infernal y caprichosa ligereza de los duendes en el aquelarre; los brazos avanzaron con arrollador e instintivo impulso y los crispados dedos agarraron algo carnoso, suave y tibio estrujando con bárbara complacencia, la finura de su superficie.

Era la garganta de Pepita.

Cuando ésta sintió sobre su cuello aquellas férreas tenazas movidas por feroz impulso, gritó agitada por el instinto de conservación, pero la voz clara y vibrante pugnando por salir, se extinguió antes de llegar a los labios convirtiéndose en un rugido horrible que tenía mucho del estertor de la agonía.

A pesar de la robustez del cuerpo de la condesa, Baselga oprimiéndole el cuello con salvaje complacencia la levantó hasta separar sus pies del suelo y la agitó en el espacio zarandeándola como el verdugo que en la horca se apresura a poner fin a la vida del sentenciado.

Aquella escena tenía un carácter tan horrible como repugnante.

El conjunto que formaban aquellos dos cuerpos tan terriblemente unidos, agitábase furiosamente por la habitación. La condesa en el estertor de la agonía agitábase desesperadamente queriendo librarse de la argolla de hierro que la estrangulaba, y agitando furiosamente los pies en el vacío, tan pronto golpeaba los muebles, como daba furiosas patadas en las piernas de su esposo. Éste, pugnando instintivamente por librarse de tales golpes y de los arañazos que en su rostro hacían las hermosas manos de la condesa, iba de un lado a otro de la habitación con su pesada carga sin dejar de oprimirla la garganta lanzando al mismo tiempo espantosos juramentos y rugidos con los que desahogaba la salvaje ansia de destrucción, que de él se había apoderado.

Esta extraña situación sólo duró algunos momentos. De pronto el cuerpo de Pepita se estremeció de los pies a la cabeza, un suspiro horrible que semejaba un rugido salió de sus labios, y el conde sintió al mismo tiempo algo húmedo, caliente y repugnante, que chocaba contra su rostro.

La nueva sensación le trajo a la realidad, y como si sintiera un asombro sin límites ante su propia obra, soltó el cuello de la condesa, cuyo cuerpo cayó inerte y sin vida sobre la alfombra.

En la mirada de Baselga se retrató un asombro abrumador. Llevose la mano a su rostro y la contempló llena de sangre, y al alzar la mirada asustose al verse retratado en el frontero espejo de un modo horrible. Su figura tenía la expresión siniestra de un asesino, y su rostro estaba desfigurado por una máscara de negruzca sangre que hacía brillar con más intenso fulgor sus ojos, semejantes a los de un león cuando va a despedazar la bestia ya inmolada a sus furores.

Entonces fue cuando se dio exacta cuenta de lo que había ocurrido, y cuando se convenció de que acababa de dar muerte a su esposa.

Baselga no experimentó ninguna sensación al darse cuenta de su delito.

Era tan grande el hecho, que por su misma inmensidad no cabía el arrepentirse de él inmediatamente, y cayó en un estado de estúpida inercia, contemplando con la cabeza baja y estúpida fijeza, el cadáver de Pepita, cuyos labios amoratados y henchidos de sanguinolenta espuma, daban un siniestro carácter a su rostro, que aún parecía más hermoso con la palidez de la muerte.

Baselga no pudo darse cuenta de cuánto tiempo permaneció en la imbécil contemplación. De pronto oyó sonar pasos en el corredor vecino, y levantando la cabeza, vio entrar precipitadamente en el gabinete a un sacerdote.

Era el padre Claudio.

Mucho dominio tenía el hermano jesuita sobre sus impresiones, y no eran pocas las escenas terribles que había presenciado en su vida, pero a pesar de esto, al abarcar con una rápida mirada el cuadro que ante sus ojos se ofrecía, no pudo impedir el volver atrás instintivamente.

Vio a Pepita, tendida en el suelo con las ropas en desorden, impresas en el cuello las cárdenas señales de unos dedos, y junto a ella, impasible, pero amenazante, la tremenda figura de Baselga, por cuyo rostro corría la sangre, destilando gota a gota por el extremo de sus patillas.

Aquel espectáculo tan horrible como inesperado, logró conmover al sectario de Loyola, y al mismo tiempo que se desvanecía su eterna sonrisa, su rostro tornábase pálido por primera vez en su vida.

Era que sentía miedo ante el iracundo Baselga y temía que la condesa antes de morir hubiese revelado a su esposo la gran participación que la Orden tenía en muchas de sus faltas.

IX. LA MORAL JESUÍTICA

Al día siguiente entraba el padre Claudio en su despacho, donde, como de costumbre, estaba el hermano Antonio encorvado sobre la gran mesa, ocupado en la inmensa labor que producían los informes y anotaciones secretas de la terrible Compañía.

El jefe de los jesuitas al entrar en aquella vasta pieza, que era como el templo erigido en honor del poderío de la Orden, exhaló un suspiro de satisfacción semejante al del peregrino que vuelve a su hogar después de un largo viaje.

El secretario, a pesar de su habitual impasibilidad, levantó su cabeza, y con aire de ansiosa interrogación, contempló a su superior.

—Por fin —exclamó el padre Claudio—, me veo aquí tranquilo y libre ya de tremendos compromisos. ¡Ay hermano Antonio, si supieras cuánto he tenido que trabajar por culpa de la ligera condesita a quien Dios tenga en su gloria y de la duquesa de León, con la cual cargue el diablo! Supongo que ya tendrás noticia de lo ocurrido en la casa de los condes de Baselga.

—Sí, reverendo padre. Recibí vuestro recado en el que me manifestabais el triste fin que ha tenido doña Pepita.

—¿Y qué se dice por Madrid del terrible suceso?

—Nada de particular, reverendo padre. La gente cree que la condesa ha muerto de un accidente repentino, y que su esposo está desconsolado sin que haya quien pueda inspirarle la resignación suficiente para sobrellevar la pérdida.

—Veo que no lo hemos hecho del todo mal y que he logrado evitar que el escándalo haga presa del tal suceso. Bastante me ha costado, pues a pesar de los grandes medios de que dispone la Orden, he tenido que agitarme mucho para poder conseguir el arreglo de este asunto.

—¿Y qué dice el conde, reverendo padre?

—El conde es ya uno de los nuestros, la independencia de su voluntad se ha desvanecido para siempre, y en adelante será un instrumento inconsciente de nuestra Orden, y tendrá que obedecer nuestros mandatos so pena de caer en manos de la justicia humana.

—¿Se ha ligado acaso a nuestra Orden con alguno de nuestros votos?

—Ha hecho más todavía. Ha firmado un papel con el que somete su porvenir y su honra en nuestras manos. Toma, hermano Antonio, lee este papel y guárdalo cuidadosamente en la nota referente al conde de Baselga. Con tal declaración su suerte esta en nuestras manos y podemos manejarlo como un instrumento que obedecerá ciegamente cuanto la Compañía se digna mandarle.

El padre Claudio sacando del bolsillo de su sotana un pliego cuidadosamente doblado, lo entregó a su secretario, quien leyó rápidamente lo siguiente:

Yo el abajo firmante, D. Fernando de Baselga, conde de Baselga, gentilhombre de Palacio y comandante de la guardia real de caballería, declaro con espontánea voluntad y ante la presencia de Dios que nos ha de juzgar a todos y que me castigará si miento, que he dado muerte violenta a mi esposa doña Josefa Carrillo, baronesa de Carrillo, estrangulándola en un rapto de furor. No intento disculpar mi crimen y por si algún día le place a la divina Providencia el descubrirme y castigarme, escribo la presente declaración de mi puño y letra, y la firmo confiándome a la misericordia de Dios.

Fernando de Baselga.

El hermano Antonio, así que terminó la lectura del documento fijó la vista en su superior y con acento de admiración que procuraba extremar para hacerse más grato al padre Claudio, exclamó:

—¡Cuan grande es vuestra reverencia y qué sabia y expertamente sabe procurar por los intereses de la Orden! ¿Cómo ha logrado vuestra paternidad, apoderarse de la persona del conde?

—Cuando contemplé el terrible espectáculo que se había desarrollado en casa de Baselga, pensé inmediatamente en nuestra máxima, de que es preciso sacar del mal todo el bien posible, y me propuse, ya que la suerte de Pepita no tenía remedio, el hacer todo lo posible para que no lo perdiésemos todo. ¿Qué hubiéramos ganado, con dejar al conde de Baselga completamente abandonado en tal terrible situación, permitiendo que su crimen se descubriera y que la justicia humana se ensañara con él como en un vulgar asesino? ¿Hubiera resucitado por esto Pepita? ¿Y por otra parte si el conde hubiese sido juzgado por los tribunales no nos habríamos expuesto a que siendo averiguadas las causas del crimen hubiese aparecido nuestra complicidad en los devaneos de la condesa? Por esto he creído más acertado el proteger a Baselga, no descuidando de paso el hacer de él un agente de la Compañía. Sé muy bien que al presente sus servicios no nos serán de gran utilidad, pues es casi un imbécil, pero como perro de presa no tiene precio, y el día en que la revolución vuelva a levantar la cabeza y necesitemos hombres que defiendan con valor los privilegios de la Iglesia y de nuestra Orden, el conde será un excelente combatiente lo mismo que si por la fuerza de las circunstancias tuviéramos que dar nuestro apoyo a los que ya piensan en sustituir al rey don Fernando, por el infante don Carlos.

—Efectivamente, reverendo padre, el conde es un excelente solado y de seguro que algún día tendremos que recurrir a su espada y quién sabe si con el tiempo llegará a ser el campeón armado de la Compañía de Jesús. Pero cuénteme vuestra reverencia si con ello no falto al respeto que se merece, cómo fue lo que sucedió cuando visteis al conde ante el cadáver de su esposa.

El padre Claudio que había ocupado su sillón habitual, frunció el ceño ante aquella muestra de curiosidad que deba su subordinado y que tan contraria era a las reglas de la Orden; pero sentía, a pesar de su carácter gran deseo de relatar lo que le había ocurrido, pues la enormidad de aquella tragedia inesperada había trastornado por completo su carácter y modo de ser.

—Satisfaré tu indiscreta curiosidad, aunque sólo sea por una vez. El conde estaba en un estado casi rayando al idiotismo y cuando yo ante el cadáver de su esposa le increpé lleno de santa indignación llamándole asesino, pareció no entenderme ni darse exacta cuenta de la enormidad de su crimen; pero de repente, y cuando más extremaba yo mis acusaciones salió de su ensimismamiento y llorando como un niño, el infeliz se arrojó a mis plantas pidiendo a gritos que le salvara de aquella situación terrible en que le ponía el resultado de su furor. Las consideraciones que antes he expuesto, pasaron rápidamente por mi imaginación y determiné salvarle, pero antes le exigí que para ponerse bien con Dios y pedirle perdón por su crimen escribiera este documento que te acabo de entregar.

—¿Y qué hicisteis para salvarle cuando el importante documento estuvo en vuestro poder?

—Lo primero era evitar que se supiera cómo la condesa había muerto a manos de su esposo, y yo mismo fui a buscar a uno de nuestros hermanos de hábito corto, el famoso doctor Rodríguez, a quien como tú sabes, hemos convertido merced a nuestra influencia y poder, en una eminencia científica, a pesar de su ignorancia y de que yo antes me dejaría morir que permitirle me tomara el pulso.

—¿Y qué hizo el doctor Rodríguez?

—Me obedeció como un buen hermano apenas me presenté en su casa y me siguió a la de la condesa, donde a pesar del gran imperio que sobre sus impresiones tiene y de su reconocida dureza de corazón, no pudo menos de conmoverse. Te digo que el espectáculo que ofrecía el cuerpo de la condesa tendido en medio de su gabinete, era para aterrorizar al hombre más feroz.

A pesar de esta afirmación, el padre Claudio hablaba con completa tranquilidad, y su voz meliflua no se alteraba con el recuerdo de aquella sangrienta escena.

Realmente el jesuita no tenía de qué condolerse. El negocio no había sido del todo malo. Bien era verdad que la Compañía con la muerte de Pepita había perdido uno de sus más útiles auxiliares, pero este accidente había servido para ligar más a la Orden a un Hércules que podía prestar en adelante muy buenos servicios.

El hermano Antonio tampoco se conmovía gran cosa. Aquella relación de un suceso espantoso estaba en armonía con sus malvadas aficiones, y parecía oírla con deleite y hasta con gustosa impaciencia, pues fijaba sus ojos en el rostro de su superior para adivinar las palabras. En algunos pasajes del relato revolvíase nerviosamente en su asiento y agitaba su cabeza como olfateando el espacio. Había en él mucho de la fiera que dilata su hocico al husmear en El viento las emanaciones de sangre.

El socius estaba horrible escuchando con tanto placer la descripción del repugnante aspecto que ofrecía el cadáver de la condesa y el padre Claudio contemplaba con agrado el espíritu infernal que se trasparentaba tras los ojuelos del mastín ensotanado que le servía de secretario.

—Era necesario como antes te he dicho —continuó el lindo jesuita—, hacer ver que Pepita había muerto naturalmente, y el doctor Rodríguez, una vez repuesto de su primera impresión determinó que la muerte de la condesa fuese a causa de una congestión cerebral. El tinte violáceo que la estrangulación había dejado en el hermoso rostro, daba algún fundamento a la suposición de tal enfermedad.

—¿Y el conde? ¿Qué hacía entre tanto, reverendo padre?

—Lloraba como un niño y se mostraba tan débil que casi no podía andar sin descansar a cada instante su cabeza sobre mi pecho. Cuando volví yo con el doctor Rodríguez, tuvimos que separarlo a viva fuerza del cadáver de su esposa, al que estaba abrazado como un loco dándole furiosos besos.

—¿Y de qué modo acabó vuestra paternidad por dar un carácter natural al suceso?

—Sabes que a mí, aunque humilde siervo del Señor, me sobran los medios para salir triunfante de todos los conflictos, y en el de ayer he tenido pericia suficiente para no dejar un solo cabo suelto ni despreciar el menor detalle que delatase la verdad de todo lo ocurrido. Lo primero y más urgente era el dar un aspecto de fallecimiento natural al cadáver de Pepita e inmediatamente pusimos manos a la obra el doctor y yo. Baselga nos dejaba hacer mirándonos con estúpida indiferencia y todo su empeño consistía en acercarse al cadáver, lo que nosotros procurábamos evitar.

—¿Y los criados? ¿Dónde estaban? ¿Qué decían?

El hermano Antonio hizo estas preguntas con el acento de un genio postergado que pilla a un colega en grave falta de distracción.

—Hermano secretario —dijo el superior con aire de ofendido—, eres un ignorante tan presuntuoso, que algunas veces te olvidas de tu posición miserable hasta el punto de querer elevarte al mismo nivel de tus superiores. La culpa la tengo yo que te concedo libertades que no mereces y te relato por pura condescendencia cosas que no debías saber. Porque te he dicho algunas veces que siguiendo como hasta el presente podrías algún día ocupar altos puestos en la Orden, te has engreído y abusas de mi confianza; pero ten presente que así como puedo elevarte puedo convertirte en polvo, y casi me dan tentaciones de abandonar al que se muestra como un soberbio e incorregible charlatán.

Bajó la cabeza el socius anonadado por tal reprimenda y apresuró a desvanecer con un nuevo rasgo de rastrera adulación el mal efecto que en su superior habían causado sus palabras.

—Reverendo padre, perdón, en nombre del dulcísimo Jesús, de cuanto haya podido decir en ofensa de vuestra reverencia. No soy yo quien he hablado, sino el demonio que muchas veces me impulsa a ser soberbio y olvidar mi humilde posición. Perdón padre mío, perdón que yo con toda mi alma me arrepiento de mí soberbia.

Y el secretario se puso de rodillas ante su superior, imitando la actitud de un niño que tiembla ante el castigo.

Aquello podía resultar degradante, rastrero y vergonzoso para la dignidad de un hombre, pero debía gustar mucho al padre Claudio, por cuanto de su rostro se borró la ceñuda expresión de desagrado y se dignó extender su blanca y cuidada diestra sobre la mugrienta cabeza del socius, diciéndole con su dulce voz al mismo tiempo que le bendecía:

—Levántate, hermano; yo te perdono en nombre de Dios, a quien has ofendido dudando de mi pericia. Porque por centésima vez te repito que los actos que nuestra Orden realiza responden a la inspiración del Eterno, y por lo tanto, peca el que pone en duda su eficacia, pues así como Dios no se equivoca nunca, jamás pueden equivocarse los directores de la Compañía que es la gloriosa milicia de Cristo. Tú dices que eres creyente y por esto siempre debes creer en nuestra santa institución. Así confío que será per ommia secula seculorum.

Amén —contestó el secretario con acento contrito, y levantándose del suelo, volvió a ocupar su asiento.

El padre Claudio, como si estuviera conmovido por tan edificante escena y no quisiera perder tan buena ocasión para estar algún rato en comunicación con Dios, cruzó ambas manos con expresión seráfica, y llevándolas a su boca de femenil contorno al mismo tiempo que entornaba graciosamente los ojos, quedóse en perfecto recogimiento y como abstraído en la contemplación de celestiales visiones.

El hermano Antonio no era hombre capaz de dejarse engañar por tales éxtasis y conocía que lo que se proponía el padre Claudio era desesperar con la larga oración, su impaciencia por saber todo lo ocurrido en casa la condesa.

Habituado el socius a la obediencia, esperó pacientemente que su superior terminase la oración, y cuando ésta acabó, no hizo la menor demostración de curiosidad, seguro de que de este modo el padre Claudio continuaría su relato.

El secretario conocía perfectamente a su superior, pues éste siguió diciendo:

—Lo primero que hicimos fue colocar a la condesa en su lecho. El doctor Rodríguez tiene gran práctica en el manejo de los cadáveres y aprovechando que el de la condesita estaba todavía caliente, y manejándolo sin ninguna contemplación y sin fijarse en el crujido de los huesos, cada uno de los cuales hacía palidecer a Baselga, consiguió darle el aspecto de un cuerpo que no está contraído por los horrorosos espasmos de una muerte violenta. El rostro de Pepita tornábase por instantes de un color espantoso. El color cárdeno habíase convertido en negruzco, los ojos parecían próximos a saltar de las órbitas, y la lengua asomaba rígida por entre los labios; pero Rodríguez no es manco para esta clase de trabajos, a los que más de una vez lo hemos dedicado, y con todo el cuidado de un artista fue transformando y retocando aquella espantosa fisonomía. Los ingredientes del tocador de la condesa, hábilmente usados, nos prestaron un gran servicio. La blanca pasta que en los saraos había embellecido el rostro de Pepita, sirvió en tal ocasión para cubrir las repugnantes manchas de sus mejillas; otros afeites lograron dar una palidez dulce a sus amoratados y sanguinolentos labios; cerramos sus ojos, arreglamos sus espeluznados cabellos, y cuando subimos el embozo de la cama hasta no dejar al descubierto más que una parte de la cabeza, quedamos satisfechos contemplando nuestra obra. La condesa no tenía a la vista la más leve señal de haber muerto violentamente.

El hermano Antonio creyó del caso hacer un gesto de admiración para adular a su superior, y éste siguió diciendo con expresión de hombre satisfecho:

—Entonces fue cuando llamé a los criados. Estos se hallaban en la antesala confusos y alarmados, pues ya momentos antes había yo salido para manifestarles que su señora estaba muy grave y enviar a uno de ellos a la botica con una receta que a toda prisa escribió Rodríguez y en la cual pedía los primeros medicamentos que se le ocurrieron. Cuando manifesté a toda aquella chusma que su dueña acababa de morir y les mostré su cuerpo en la cama, hubo los llantos y lamentaciones propios del caso; pero yo no les dejé mucho tiempo entregados a los arranques de mercenario dolor, pues fui enviando a cada uno a cumplir las comisiones necesarias en aquella situación. Al poco rato las campanas de la parroquia tocaban a muerto, en Palacio se sabía ya por orden mía el inesperado fallecimiento de la condesa de Baselga víctima de una congestión cerebral y teníamos ya en la casa un lujoso ataúd, un hábito y todo lo necesario para el tocado fúnebre de la difunta. Mientras todo esto se hacía por mis disposiciones, Rodríguez lavaba al conde la sangre que aún tenía en el rostro, hacía desaparecer de éste los arañazos que le había hecho Pepita y extendía la partida de defunción con todos los requisitos de legalidad.

—¿Y quién amortajó a la condesa?

—El doctor y yo. Llegaron al poco rato a la casa, gentes encargadas del fúnebre servicio, pero yo tanto a ellas como a los criados los despedí diciendo que la condesa momentos antes de espirar se habían confesado conmigo manifestándome con gran empeño que no quería que su cuerpo fuese profanado por manos mercenarias, por lo que rogaba al doctor y a mí que la vistiéramos el hábito de religiosa de la Virgen de la Merced, y la colocásemos en el ataúd.

—Admiro el talento de vuestra paternidad.

—Vestimos al cadáver el tal hábito, cubrimos su cabeza con la blanca toca y cuando la colocamos en el ataúd presentaba un aspecto tal, que el más hábil observador no hubiera adivinado la terrible tragedia que se ocultaba bajo aquella fúnebre estampa. El cuello de la toca ocultaba las manchas amoratadas que la estrangulación había dejado en la garganta, y la parte superior de la blanca Caperuza sombreando los ojos impedía fijarse en lo abultados que éstos parecían bajo los párpados. Al anochecer nuestra obra estaba concluida, y habíamos borrado en aquella casa todo vestigio del crimen.

—Y aunque os parezca demasiado audaz mi curiosidad, ¿qué hicisteis después, padre mío? ¿No había ya terminado vuestra misión?

—¡Oh, alma ignorante! ¿Y eres tú el que en ciertos momentos te atreves a darme lecciones? Imposible parece que a una penetración tan exquisita como quiere ser la tuya, se le escapen ciertos detalles. Los vestigios del crimen se habían borrado ya en la casa como te he dicho antes, pero estaban permanentes y acusadores sobre el cuerpo de la condesa. Figúrate que durante la noche se le hubiera ocurrido a cualquiera de los encargados de velar el cadáver, levantar un poco la toca, o examinar el cuerpo de la difunta. Inmediatamente se habría descubierto la terrible verdad y aunque nuestra Orden tiene medios para librarse de peligros aun más grandes, no por esto se hubiera evitado el escándalo. Reconoce pues que yo obré sabiamente al permanecer toda la noche velando el cadáver y sin perder de vista a los que me acompañaban en tan santa operación. Así se ha podido lograr que prevaleciera el benéfico engaño y que nadie se acercara al cadáver de Pepita. De seguro que tú, soberbio fatuo, hubieras olvidado tan saludable precaución.

El hermano Antonio hizo con la cabeza una señal afirmativa aunque en su interior no considerara al padre Claudio, tan listo como él mismo se creía.

Entretanto el hermoso jesuita sacando un bordado pañuelo de batista se frotaba la cara con fruición como si la frescura del trapo desvaneciese el ardor de su epidermis, y decía con voz lastimera:

—¡Si supieras cuán cansado estoy! Las agitaciones del día anterior y la contemplación del cadáver de Pepita a quien ayer mañana vi rebosando salud y vida, no me han permitido cerrar los ojos en toda la noche, y a pesar de que soy fuerte como el hierro como tú mil veces has podido apreciar, me siento quebrantado y necesito descansar inmediatamente.

—Esta madrugada —continuó el jesuita Después de una larga pausa, mi primera ocupación ha sido avistarme con el conde de Baselga. El dolor le había rendido y estaba inerte sobre un sofá de su cuarto, respirando angustiosamente. El conde debe haber pasado una noche más dolorosa aún que la mía. Como comprenderás convenía a los intereses de la Orden el que explorase nuevamente la voluntad de ese fiero, uniéndolo aún más estrechamente a nuestra santa Compañía. Te confieso que más que los peligros que pudiera proporcionarnos la inesperada muerte de Pepita, me preocupaba lo que diría ese león furioso al despertar de su delirio del día anterior, y darse cuenta de su exacta situación examinando las cosas con frialdad.

—La conversación sería larga.

—Muy larga, hermano Antonio, y te aseguro que en los primeros momentos, el conde me causó miedo. Las terribles impresiones y la dolorosa crisis que acababa de sufrir habían cambiado su carácter y sus facultades hasta el punto de que yo quedé asombrado al oírle expresarse con una energía tan culta y un acento de tan dramática indignación, que me recordó a algunos de aquellos oradores liberales que alborotaban en las Cortes durante el maldecido período constitucional.

—Eso es un milagro de Dios tratándose de un hombre tan rudo y poco ilustrado como lo es el señor conde.

—El dolor y los terribles desengaños operan algunas veces en el hombre asombrosas transformaciones.

—Realmente en el ánimo del conde debe haberse efectuado una verdadera revolución.

—Cuando yo comencé a dirigirle las primeras palabras de consuelo, Baselga pareció despertar. Cada una de mis expresiones fue desvaneciendo una parte de las nieblas que envolvían su cerebro y al fin, como el ciego que de repente ve la luz, se pintó en su rostro una expresión de asombro y de sorpresa y dio un suspiro que tenía mucho de rugido. Acababa de darse cuenta exacta de su situación. Su figura nada tuvo de tranquilizadora cuando los recuerdos fueron agolpándose en su memoria. Paseábase furiosamente por la habitación y con voz entrecortada fue dando salida a los pensamientos que en tropel acudían a su memoria. ¡Cómo recordar yo ahora lo que allí dijo aquel infeliz para desahogar su furor! Habló hasta contra el mismo Dios; y al rey a pesar de todas sus aficiones realistas, lo puso como un trapo, apurando todos los adjetivos mal sonantes que había podido recoger en las cuadras de los cuarteles. Te digo que parecía un tribuno de aquella Fontana de Oro de triste memoria.

—La verdad es que el señor conde tiene motivos sobrados para hablar mal de S. M.

—Así es; pero si hubiera podido oírle Chaperón o cualquier otro director del moderno Santo Oficio, te aseguro que Baselga, a pesar de todos sus servicios a la causa del absolutismo estaría a estas horas en la cárcel y mañana patalearía en la horca de la Plaza de la Cebada. Mira con qué calor hablaría, que hasta yo mismo me conmoví un poco. ¡Con qué acento tan lastimero declamaba contra el rey en cuya defensa había derramado su sangre y que correspondía a tan grandes servicios arrojando la deshonra sobre su cabeza! Dijo que los reyes eran todos iguales; bestias insaciables que no reparaban en deshonrar a sus más fieles vasallos turbando la paz de sus hogares, y acabó en su furor hasta por decir que ya se iba convenciendo de que los revolucionarios tenían razón, y que los franceses del 93 habían obrado muy cuerdamente cortando las cabezas de los monarcas.

—¡Eso dijo! —exclamó el secretario con afectado asombro—. No cabe duda de que el conde deliraba a impulsos del dolor. Esas palabras sólo se comprenden en un loco.

—Has acertado: el conde estaba loco y aún me afirmo más en ello cuando recuerdo que habló de lo dispuesto que estaba a dar una puñalada al rey apenas lo viese o al menos a darle de latigazos así que encontrara ocasión.

—Eso es horrible, padre Claudio.

—Vamos, hermano Antonio. Finge un asombro menos vivo y con menos afectación. A ti que estás enterado de los secretos de la Orden y sabes los medios de que ésta se vale a veces, no te cuadra el mostrarte escandalizado del mismo modo que un imbécil realista. Piensa que si algunas veces el rey don Fernando no quisiera obedecer nuestras indicaciones y se opusiera a nuestro desarrollo y esplendor, no nos vendría mal un conde de Baselga que con su acero y su furor nos librara de tan temible enemigo. Acuérdate de Juan Chatel y de Jacobo Clemente.

Esta lección dicha en tono severo, quitó al socius el deseo de seguir fingiendo dramáticos asombros y el padre Claudio continuó hablando.

—Por fin el conde pareció calmarse, aunque sin abandonar por esto sus propósitos de venganza. Yo le hablé entonces con bastante acierto de lo necesario que era la resignación y la caridad cristiana en tales casos, y él no pareció conmoverse mucho con mis palabras.

—Difícil situación, reverendo padre.

—No desespero yo por tan poco. Tenía en mi bolsillo lo necesario para hacer que el conde desistiera de su hostilidad contra el rey, así como de su propósito de desafiar a sir Walace y darle muerte.

—¿Se refiere vuestra reverencia al papel denunciador firmado por el conde?

—Eso mismo. No necesité más que apuntar el recuerdo de que yo poseía pruebas comprometedoras, para que Baselga se mostrase dispuesto a obedecerme. Además, yo ejerzo gran ascendiente sobre su ánimo, y él está profundamente agradecido por el gran interés que me he tomado en ocultar su crimen. Le pinté el peligro que corría su persona tan sólo con que fuera a desafiar al baronet de la embajada inglesa, y le convencí inmediatamente, haciéndole ver que todo el mundo se preocuparía de tal duelo, que el escándalo se encargaría de propagar que había sido motivado por las infidelidades de la condesa y que esto podría ser causa de que muchos curiosos, con sucesivas averiguaciones, llegasen a adivinar todo lo ocurrido haciendo pública la muerte violenta de la condesa.

—¿Y qué dijo el conde?

Se convenció, aunque tardando mucho; pero al fin prometió que nada intentaría contra el rey y contra el baronet.

—Según eso, seguirá formando parte de la alta servidumbre de Palacio como hasta el día.

—No. Para un carácter violento como el de Baselga, es una prueba demasiado ruda ver a todas horas al hombre a quien odia y cuya muerte desea, teniendo que doblar en su presencia la cabeza.

—¿Pues qué piensa hacer?

—Pedirá licencia a SS. MM. por conducto mío, y se retirará a su casa solariega. Allí piensa vivir entre los recuerdos de una familia a la que apenas conoció, y espera que por este medio su dolor se disipe algún tanto.

—Entonces perderemos tan apreciable instrumento.

—¿Por qué le hemos de perder? Ese brazo de hierro lo tendremos como en reserva en un rincón de Castilla, pero el día en que le necesitemos para dar un golpe en secreto o que la Iglesia se vea precisada a hacer la guerra a la maldecida libertad, bastará un simple aviso en mi nombre para que inmediatamente venga a ponerse a las órdenes de la Compañía, a la que adora. El infeliz está tan abatido por las desgracias y tan desilusionado de la vida, que considera a la Orden como una segunda madre.

—¿Y la niña? ¿Y la hija de doña Pepita y del rey?

—El conde no ha querido verla. Cuando una camarera al conducirla al salón para que contemplara por última vez el cuerpo de su madre, la pasó por frente al conde, éste volvió la cabeza, tanto por no mirarla como por ocultar en su rostro una expresión poco tranquilizadora. Me temo que Baselga sería capaz de cometer otra barbaridad si quedara alguna vez a solas con la niña. Es demasiado vivo su deseo de vengarse del rey.

—Entonces, ¿qué es lo que va a ser de la criatura?

—Por encargo de su padre la encerraré en un convento de confianza y adicto a nuestra Orden, donde se encargarán de su educación.

—Y ¿cuándo es el entierro de la condesa?

—Dentro de pocas horas. El cadáver va a ser conducido ahora mismo a la iglesia parroquial, donde se le dirá una misa con toda la solemnidad propia de una persona de tan elevada posición. No tardará mucho la tierra en ocultar para siempre en su misterioso seno el crimen de Baselga. Todo está en regla. El cura de la parroquia ha extendido el acta de defunción sin hacer preguntas impertinentes. Le ha bastado saber que el confesor de la finada y encargado de su entierro era el vicario general de la Compañía de Jesús en España, para que inmediatamente llenara todas las formalidades necesarias sin hacer la menor pregunta ni la más leve objeción. Mucho he trabajado, pero me ha servido de consuelo apreciar de cerca la gran influencia que ejerce nuestra Orden.

El padre Claudio quedó algunos momentos silencioso, en la actitud de quien piensa en lo que todavía le queda por hacer, y dijo después con acento imperioso a su secretario:

—Prepárate a tomar unas notas. Voy a ir inmediatamente a Palacio para hablar con el rey, y quiero que a la vuelta estén ya extendidas las comunicaciones que te indicaré, para poder firmarlas.

—Reverendo padre, necesitáis descanso. ¿Por qué no dejáis la visita al rey para otro día? Perdonadme la libertad que me tomo al haceros esta indicación, pero es hija del interés que siento por vuestra preciosa salud.

—Es muy urgente lo que tengo que decir al rey. Nadie se burla impunemente de nuestra Orden, y es preciso que caiga un castigo terrible sobre los miserables que han osado desobedecernos.

—Haces muy bien, reverendo padre. Castigad con mano fuerte a los que no nos sirvan; es el único medio de sostener el poderío de la Orden.

—Voy a aconsejar al rey que castigue con destierro de la corte a la intrigante duquesa de León. Esa vieja lasciva tiene la culpa de todo cuanto ha sucedido. Le diré al rey que Pepita murió de una congestión cerebral a causa de la pesadumbre que le produjo el saber que la duquesa había revelado a Baselga todas sus relaciones con el monarca.

—Reverendo padre, os felicito por la idea. La gente de Palacio adivinará de dónde viene el golpe, y así respetará más a nuestra Orden.

—Ahora, hermano Antonio, toma notas, y a ver si cuando vuelvo están ya extendidas dos comunicaciones dirigidas al brigadier Chapetón, como presidente de la comisión militar ejecutiva encargada del exterminio de revolucionarios y conspiradores.

Preparose el secretario a anotar, y el padre Claudio, con la seguridad del que dicta una cosa bien pensada, comenzó a decir:

—La primera es pidiendo a Chaperón prenda inmediatamente a un negro llamado Juan, criado de la difunta condesa de Baselga, y lo someta a proceso como complicado en una conspiración contra los sagrados derechos del rey y a favor de la Constitución de Cádiz. Encargadle que si no halla méritos para enviarlo a la horca, lo meta al menos en presidio para toda la vida. Si necesita testigos falsos que depongan contra él, que avise, que ya le enviaré yo tres criados de nuestra casa profesa.

El hermano Antonio tomó rápidamente algunas notas.

—Ya sabes quién es ese negro —le dijo el padre Claudio—. Es el que suministró a Baselga, por orden de la duquesa, la prueba más concluyente de su deshonra.

—Conviene castigarle, y además sabe demasiado sobre las interioridades de la vida de la condesa y con sus revelaciones podría dar algún indicio que con el tiempo descubriera al conde. Y ya que estamos puestos a trabajar, incluye igualmente en esa delación al otro negro que está todavía en casa de los condes. Con la próxima marcha de Baselga quedará él completamente libre, y sabe también mucho de nuestras entradas y salidas en la casa y de las relaciones que la condesa tenía con los jesuitas. Que Chaperón se encargue de los dos morenos convertidos de repente en terribles conspiradores y los envíe a la horca o a presidio.

El socius anotó aquella nueva orden de detención, sin que en su rostro se notara la menor impresión producida por tan estupendas arbitrariedades.

—Ya está, reverendo padre —dijo a su superior.

—Bueno ahora toma nota de otra comunicación que enviarás al mismo tribunal, pidiendo el procesamiento y el envío a la galera por unos cuantos años, de una partera de esta capital llamada Manuela Gómez.

Entonces el secretario no permaneció impasible, pues su rostro palideció hasta tomar un tinte amarillento y miró con asombro y con alarma a su superior.

—Escribe —dijo éste con tono imperioso—, ¿qué es lo que te detiene?

—¡Padre mío! —exclamó el socius con trémula voz—: Esa mujer es mi madre.

—Un jesuita no tiene más madre que la Orden.

—Es el ser que más ha hecho por mí en el mundo. ¡Perdón para ella, padre mío! ¡Perdón para mi madre!

—Tú lo has dicho no hace mucho rato. Hay que ser inexorable y castigar con mano ruda a todo el que estorbe y desbarate los planes de la Compañía. Esa mujer con sus revelaciones ha producido la tragedia de ayer y es preciso castigarla. Sé, pues, consecuente, y obedece.

El miserable socius causaba lástima.

Aquel canalla de sotana mugrienta, por lo regular tan repugnante y antipático, estaba transfigurado por el cariño filial. Nunca había amado gran cosa a su madre y ésta había sufrido continuos desdenes del ser criado a costa de tantos sacrificios; pero en aquel momento al verla en peligro, el instinto filial se sublevaba momentáneamente en su conciencia, borrando, aunque sólo por un instante, las criminales aficiones que le dominaban.

Con el rostro pálido, la vista extraviada y el ademán suplicante, el hermano Antonio parecía implorar la compasión de su superior que le contemplaba sonriente afectando no comprender la causa de tal situación.

Hubo un instante en que el socius pareció dispuesto a arrodillarse ante el padre Claudio, pero se detuvo al ver que éste le dirigía una mirada fría y desdeñosa.

—Hermano Antonio —dijo el jesuita con altivez y lentitud—, sois mi secretario y tenéis el deber de hacer cuanto yo os diga. Si es que no estáis dispuesto a obedecerme, libre encontraréis la puerta. Ni la Orden ni yo necesitamos de hombres ligados al mundo por fútiles preocupaciones. Veo que me he engañado y que no sois lo que yo creía.

El espíritu de maldad que encerraba el cuerpo del socius, se agitó furiosamente al contacto de tal latigazo y todo el afecto filial se desvaneció rápidamente.

La diabólica ambición resucitó en el hermano Antonio, sus ojos brillaron y agitando la cabeza como para arrojar muy lejos tristes y abrumadores pensamientos, púsose a escribir.

El padre Claudio miró por encima de los hombros de su secretario lo que éste escribía, y al ver que anotaba la orden para enviar a su madre a la cárcel, sonrió con expresión mefistofélica y dijo al mismo tiempo que golpeaba amistosamente su espalda:

—Estoy satisfecho. Tú irás muy lejos, pues eres de la pasta de los grandes hombres. Dentro de poco harás el cuarto voto y la Compañía reconocerá en ti un modelo de jesuitas.