XI. EN EL DESPACHO DEL PADRE FABIÁN
Entrad, señor García, entrad. Tengo grandes deseos de hablaros.
—Reverendo padre, —dijo el viejo español, penetrando en el despacho después de haber anunciado su visita, sacando la cabeza por el resquicio de la entreabierta mampara—, me habéis mandado llamar y aquí estoy, como siempre, fiel a vuestras órdenes.
—Vaya, sentaos y encareced menos vuestra puntual fidelidad, pues si os dejan hablar, os tendrán por el primer servidor de la Compañía, siendo así que, aunque con mucha voluntad, pecáis de descuidado.
—¿Por qué decís eso, reverendo padre?
—Tenemos que hablar mucho sobre vuestro negocio en la casa de la rue Ferou ¿Cómo está aquello?
—Como siempre, reverendo padre. Todo marcha bien. El asunto sigue presentándose magnífico.
—¡Magnífico!, ¡magnífico! —repuso con acento irónico el padre Fabián Renard—. Parece imposible que un hombre de vuestra edad y vuestra experiencia hable con la ligereza de un muchacho atolondrado y prometa facilidades donde sólo hay dificultades ¿Cómo esta el señor Avellaneda?
—Tan supeditado como siempre a su amigo y administrador. Su voluntad es mía, o más bien dicho, es nuestra.
—¿Y su hija?
—Sigue tan aficionada, como siempre, a la vida religiosa, y es seguro que profesará en el convento que nosotros le indiquemos.
—¿Y por qué no lo ha hecho ya?
—Porque… porque… ¡francamente, reverendo padre!, esa joven experimenta lo que todas a los veinte años. Tiene aficiones monásticas; pero las pompas del mundo le atraen un poco y está dudando entre el diablo y Dios, para decidirse, al fin, por este último. Bueno es que dude, pues así el desengaño será mayor y se acogerá con más fe a la vida religiosa.
—Señor García, sois un mentecato. Yo soy quien sé por qué esa joven no entra en el convento.
—¿Por qué, reverendo padre? —contestó el vejete que correspondía al insulto de su superior con aduladoras sonrisas.
—Porque está enamorada.
—¡Enamorada! —exclamó verdaderamente sorprendido García—. ¿Y de quién?
El padre Fabián miró de pies a cabeza a su subordinado, hizo un gesto de desprecio y sin hacer caso de su sorpresa ingenua, continuó preguntando.
—¿Visita el conde de Baselga muy a menudo la casa de Avellaneda?
—Va casi todas las noches. Se encuentra solo, no sabe pasar sin mí y además en dicha casa encuentra una tertulia de buenos amigos y honesta conversación.
—¿Sois vos quién lo presentasteis en la casa?
—Sí, yo fui, reverendo padre, creo no haber faltado con ello a vuestras instrucciones.
—¡Imbécil! ¿Y quién os manda relacionar al conde con la familia Avellaneda?
—Reverendo padre. Permitidme que os diga que fue vuestra reverencia quien me encargó ser el guía del conde en París, y no creo haber faltado en vuestras instrucciones presentándolo en dicha casa tanto más cuanto que el señor Baselga deseaba tener amigos.
—Pues bien; sabedlo, hombre obcecado. María y el conde se aman y se cortejan en vuestras propias narices.
El vejete experimentó tan tremenda impresión como un devoto a quien el Papa dijera que no hay cielo.
Quedóse estupefacto por algunos instantes pero fácilmente se repuso y con sonrisita de incrédulo, contestó a su superior:
—Permítame vuestra reverencia que le diga que lo han engañado. Seré tan imbécil como vuestra reverencia quiera, pero a un hombre como yo no le pasa desapercibida una cosa de tanta importancia.
—Señor García, ¿conocéis bien los estatutos de nuestra Orden? ¿Sabéis de qué modo realizamos nuestros negocios?
—Creo que sí. No soy nuevo en la Compañía.
—Cuando a un hermano se le encarga un negocio, ¿qué es lo primero que hacemos?
—Designar a otro hermano que sea desconocido por el primero para que le vigile y dé cuenta del modo como lleva a cabo el asunto y si procede con acierto.
—Perfectamente. En esta ocasión, como en todas, el ojo de la Compañía que ve hasta en las mayores tinieblas, os ha vigilado mientras trabajabais para la mayor gloria de Dios en el seno de la familia de Avellaneda, y por este medio nos hemos convencido de vuestros desaciertos y vuestros descuidos. La vigilancia del hermano encargado de espiaros ha penetrado hasta el interior de la casa de Avellaneda, y por una de las dos domésticas de nacionalidad francesa, hemos sabido que el conde y la niña se aman, que aprovechan la menor ocasión para hablar solos y sin testigos y que diariamente y a la hora de despedir cambian una carta ante vuestros ojos de topo. Ya veis que estos datos no admiten réplica y para avergonzaros más, aun faltando al sigilo que recomienda la Orden, os digo el medio por el cual hemos adquirido tales noticias.
—Reverendo padre —dijo el viejo con desaliento aunque con el deseo de no pasar por vencido—. Eso puede ser muy bien un chisme propio de una sirvienta.
—Si esa doméstica ha mentido no puede hacer lo mismo el hermano encargado de espiaros, y éste declara que varias tardes ha visto pasear en el Luxemburgo a Baselga y a la señorita Avellaneda muy amartelados, mirándose con la empalagosa dulzura de los amantes mientras que vos, con aire de estúpido que os es el más propio ibais a pocos pasos de distancia hablando majaderías con el padre o la criada.
—Permitidme que os diga que ese hermano, a quien no conozco, puede haberse equivocado y que su deseo le habrá hecho ver cosas que sólo existen en su imaginación.
Creía el señor García que con esto lograba desbaratar todas las acusaciones de su superior, pero se quedó frío cuando éste exclamó con acento colérico:
—¡Aún encuentra vuestra imbecilidad objeciones que oponer! Pues para que os confundáis puedo enseñaros las palabras amorosas que nuestro hermano ha sorprendido paseando con aire indiferente al lado de los amantes y que tengo apuntadas en este legajo.
Y al decir esto golpeaba ruidosamente con su diestra una carpeta repleta de papeles que tenía sobre su mesa y en cuya tapa se leía este rótulo: Familia Avellaneda. Vale quince millones.
El señor García quedó anonadado y su superior, gozándose su confusión y completa derrota, continuó diciendo con colérica voz:
—¿Ya estáis satisfecho? ¿Os falta algo para convenceros de que sois un imbécil completamente inservible? En otro tiempo podréis haber sido muy bueno, pero ahora me parecéis uno de esos perros viejos que han perdido el olfato. Pensad en las consecuecias de vuestra inadvertencia, en el peligro que habéis puesto los intereses de la Orden y éste será vuestro mayor castigo.
El viejo bajó la cabeza como avergonzado por aquella justa reprimenda, y durante algún tiempo nada turbó el silencio en aquella habitación.
Reflexionó un buen rato el señor García, y arrojándose por fin a los pies del jesuita, exclamó con acento dramático:
—Castigadme, reverendo padre. Haced de mí lo que queráis. Soy un miserable que he descuidado los sagrados intereses de la orden, y merezco un severo correctivo.
El padre Fabián miró con altivez a aquel viejo que se humillaba a sus pies con el aspecto de la resignada víctima que espera el golpe, y con una brutalidad soldadesca, dijo:
—Vaya, amigo mío; levantaos del suelo y no sigáis haciendo demostraciones de un arrepentimiento que sé no sentís. Ya sabéis que no gusto de comedias.
García se levantó del suelo con aire humilde, y el superior continuó hablando:
—Afortunadamente, el asunto todavía tiene remedio. El conde es hombre de mundo que sabe bien lo que se hace; pero la hija de Avellaneda no pasa de ser una chicuela a la que os resultará fácil convencer siempre que apeléis a ciertos medios. Eso es el primer amor y su fragilidad la conozco por experiencia. Una pasioncilla que pasará como nube de verano al soplo de la primera desilusión. Quien me inspira cuidado es Baselga, que me parece un tuno redomado. Vamos a ver si en estos amores tiene su parte el interés. ¿Habéis hablado alguna vez al conde de la fortuna de Avellaneda?
—Ese señor sabe por mí que don Ricardo es rico, o más bien dicho, su hija.
—¿Pero sabe a cuánto asciende su fortuna?
—Creo que no. Baselga no se imagina, ni remotamente, que Avellaneda sea millonario.
—Acordaos bien de todos mis encargos. Ante todo, es necesario saber con absoluta certeza, si el conde sospecha lo cuantiosa que es la fortuna de María.
—Lo sabré, reverendo padre.
—Después, es preciso averiguar si Baselga está enamorado de la joven o si tal como yo me lo figuro, la quiere únicamente por atrapar sus millones. Difícil es eso, pues el conde, aunque vive conmigo con cierta intimidad, no me habla con entera confianza y sólo dice aquello que quiere. A pesar de esto, averiguaré lo que me ordena vuestra reverencia.
—Baselga es un noble español tan cargado de pergaminos como falto de dinero. No tiene para vivir otros recursos que una parte de las rentas de la hija que tiene en España, y nada tendría de extraño que quisiera enriquecerse merced al afecto que su gallarda figura haya podido causar en esa chicuela.
—Efectivamente, reverendo padre; tal vez sea lo que decís.
—Es necesario también que en un plazo breve estéis enterado de un modo cierto del estado en que se hallan las relaciones amorosas y de si esta pasión es fuerte y digna de inspirarnos cuidado. Os exijo que seáis un lince ya que hasta ahora habéis sido un bestia, que espiéis a los dos amantes que no paréis hasta penetrar en lo más recóndito de sus pensamientos. Difícil es la tarea para un hombre de tan cortos alcances, pero éste es el único medio para que la Compañía os perdone el peligro en que la habéis puesto con vuestras distracciones.
—Haré cuanto pueda, reverendo padre —contestó el vejete sonriendo con cierta malicia—, y de seguro que no quedaréis descontento en esta ocasión
—Considerad el inmenso perjuicio que causáis a la Compañía si por vuestra ineptitud María se casa, y su fortuna, esos millones que la Orden cuenta ya como suyos, pasa a manos de su marido. La religión está en peligro, la impiedad la ataca sin tregua y para sostenerse necesita dinero mucho dinero que la preste nueva vida. Si por culpa vuestra se pierde el negocio perjudicáis la causa de Dios, y éste en la hora de vuestra muerte os arrojará al infierno.
El señor García, al escuchar estas palabras, no pudo ahogar una sonrisita burlona que rápidamente contrajo sus descoloridos labios, y que no pasó desapercibida a la inquisitorial mirada del padre Fabián.
—¿No creéis en el infierno…? Bueno; pues yo tampoco. Debía castigar por vuestro excepticismo, pero me sois simpático porque tenéis sentido común. Esas farsas sólo, son buenas para la turba imbécil que nos adora
—Así es, reverendo padre.
—Pero si no creéis en el infierno —continuó el padre Fabián con el acento con que se dirigía a un camarada—, convendréis en que necesitamos mucho dinero para llevar nuestra obra adelante, y que llegue un día en que la Compañía de Jesús tome posesión del mundo, y todos cuantos formamos parte de ella seamos los reyes de la tierra.
—¡Oh! Eso sí, reverendo padre —dijo el viejecillo apresuradamente, mientras que sus ojos se iluminaban con una chispa de soberbia ambición.
—Pues bien; esos millones de Avellaneda son un nuevo grano de arena que aportamos a nuestra grandiosa obra de la dominación universal. Además, vos sois como un hijo de la Compañía; entrasteis en ella en vuestra juventud, en su seno habéis crecido, la consideráis como vuestra verdadera familia, y ninguna gloria os será tan grata como el que la Orden, en vista de que la proporcionáis quince millones, os considere como uno de sus hijos más útiles, laboriosos y dignos de eterno recuerdo.
—Sí, reverendo padre; esa es toda mi ambición.
—Excuso, pues, deciros lo mucho que habéis de trabajar para conseguir el hermoso resultado de que la fortuna de Avellaneda entre en nuestro tesoro Ya sabéis el plan. Que María no se case, que entre en un convento y que haga donación a nuestro favor de todos sus bienes. La Compañía en la actualidad es pobre. Apenas si pasa de ochocientos millones lo que en la actualidad poseemos en el mundo, y el general desde Roma sigue con mirada atenta este negocio del que depende vuestro porvenir y mi crédito. ¡Qué gloria si aumentáramos de golpe con quince millones nuestro capital!
El señor García sintió un escalofrío de felicidad al pensar en la grande honra que le proporcionaría el buen éxito de aquel negocio, y dijo con tranquilo aplomo:
—Lograremos nuestro propósito; no lo dudéis, reverendo padre.
—En esta clase de negocios ya sabéis cual debe ser siempre nuestra conducta. Separar todos los obstáculos que se opongan a la consecución del fin. Sólo los imbéciles reparan en sus empresas en la legitimidad de los medios.
—Soy de esa misma opinión.
—¿Quién nos estorba? ¿Baselga? Pues le apartaremos buenamente de nuestro camino y si no se puede por los medios pacíficos…
—Se usan otros más convincentes. Lo sé, reverendo padre.
—No olvidéis que igual conducta debe seguirse con el señor Avellaneda, con la doméstica y con toda persona que intente perjudicar nuestros sagrados intereses.
—Así debe ser, reverendo padre. Ante todo la Compañía.
—No; ante todo Dios y nosotros que somos sus verdaderos representantes.
Aquellos dos hombres al hablar de obstáculos y de medios para llegar al fin, tenían impresa en el rostro una expresión horrible.
Parecían cuervos disputándose a graznidos la posesión de su próxima víctima.
Cuando el señor García, aquel santo varón, se despidió de su superior, éste le dijo con tono de amenaza:
—Recordad que yo fui quien os encargué este negocio para que os lucierais y el que hice todo lo necesario para que el confesor de la difunta señora de Avellaneda os recomendara eficazmente, facilitándoos la amistad con la familia. La Compañía confía en vos. No la hagáis sufrir una decepción porque el castigo sería terrible.
XII. ESPIONAJE DE JESUITA
Púsose en campaña el señor García para averiguar todo lo referente a los amores de Baselga con María, y comenzó por sonsacar diestramente a todos cuantos servían en casa del señor Avellaneda.
El examen de los dos amantes lo dejó para después. Si es que éstos querían espontanearse con él, siempre tendría ocasión para enterarse de sus secretos.
Las dos criadas francesas fueron las que primeramente abordó el señor García, en la confianza de que una de ellas, que al decir del padre Fabián, estaba en relaciones con un individuo de la Orden, le proporcionaría las noticias que él necesitaba.
Nada nuevo supo el señor García, pues las revelaciones en nada se diferenciaron de lo que ya le había manifestado el superior de los jesuitas. Que la señorita y el conde se entendían, que todas las noches cambiaban una cartita en la antesala, que parecían estar muy enamorados… he aquí todo.
El señor García se convenció de que por aquella parte no podría adquirir más noticias, y adoptó la resolución de dirigirse directamente a Tomasa, pues sospechaba que ésta forzosamente había de saber mucho de lo que ocurría entre su señorita y el conde.
Al principio de su conversación con la aragonesa, la encontró muy reservada; pero sus dulces palabras hicieron mella en la tosca inteligencia, y al fin Tomasa dudó, acabando por decidirse a revelar a su viejo amigo todo cuanto sabía.
¿Por qué no había de enterarse el señor García de los amores de la señorita? ¿Aquel viejo no era una buena persona que amaba a la señorita María casi tanto como ella? No había allí nada de malo, y además, el santo varón podía prestar un buen servicio a Baselga sirviendo de intermediario a éste, ya que pensaba pedir al padre cuanto antes la mano de María.
Ella no era egoísta en aquella ocasión, ni quería atribuirse a su persona el mérito exclusivo del casamiento, así es que charló por los codos, revelando al viejo todo cuanto sabía, y rogándole que procurase hacer todo lo posible para que el señor consintiese el matrimonio de aquella pareja tan enamorada, que, según la expresión de Tomasa, se comía con los ojos.
El señor García, oyendo a la criada, se convenció de que, efectivamente, era un imbécil, tal como le decía el padre Fabián. Cuatro meses tenían ya de existencia aquellos amores, sin que él se apercibiera por sí mismo de nada, y Baselga llevaba sus asuntos tan apresuradamente, que un día de aquellos, tal vez mañana, pensaba pedir al señor Avellaneda la mano de su hija.
El viejo devoto estaba asombrado. ¡Diablo! Aquel conde a pesar de su aspecto de soldado algo rudo sabía hacer las cosas bien, y despistar aun a los más allegados. Con justicia figuraba en la Compañía de Jesús.
Propúsose García impedir el rápido desarrollo de aquellos amores y comenzó por exigir a Tomasa el más absoluto secreto de cuanto habían hablado.
—Que no sepan el conde ni la señorita —decía el viejo con la más amable de sus sonrisas—, que tú me has revelado el secreto de sus amores. Si ellos ignoran que nosotros nos entendemos las cosas marcharán mejor, y yo podré con más facilidad conseguir el consentimiento de don Ricardo. Hay que proteger a ese par de enamorados… Con que la señorita ya no quiere ser monja, y piensa en casarse… ¡Vaya! Estas niñas de hoy en día son el mismo demonio…
Y el vejete sonreía tan bondadosamente que Tomasa se sentía dominada por aquel hombre tan amable y simpático, acabando por prometerle que no diría una palabra de todo lo tratado entre los dos.
En la tertulia de aquella noche el señor García ejerció un espionaje digno de acreditarle como hombre astuto y reservado.
Afectando entregarse a ratos a absorbente meditación o sosteniendo discusiones sin objeto con el señor Avellaneda, espiaba a María y Baselga que estaban sentados junto a una ventana del comedor, logrando sorprender rápidas miradas y otros signos de amorosa inteligencia que hasta entonces le habían pasado desapercibidos.
El viejo estaba irritado por su torpeza y la rabia que le producía no haber adivinado aquella pasión que se desarrollaba en su presencia la hacía caer sobre los dos amantes que sin darse cuenta de ello se habían burlado de él ocultando tan maestramente su afecto. El señor García odiaba a aquella pareja como si se tratara de tremendos enemigos, y tenía cierto placer en pensar que desbarataría su felicidad aunque tuviera que apelar a los medios más extremos.
Cuando llegó la hora de retirarse y el conde seguido del viejo salió de la casa con dirección a la calle de los Santos Padres, ninguno de los dos hombres pronunció la menor palabra. Caminaban silenciosos como abstraídos en sus pensamientos.
De vez en cuando Baselga miraba rápidamente a su acompañante siempre cabizbajo, y en sus ojos se notaba la expresión interrogante del que duda en confiar un secreto importante.
Habían entrado ya los dos en la habitación del primer piso, y el señor García, con la palmatoria en la mano, se disponía a subir a su buhardilla después de desear al conde muy buena noche, cuando éste le detuvo con un ademán, y dijo con acento que intentaba hacer indiferente:
—Si usted no tuviera mucha prisa en subir a su cuarto hablaríamos un poco.
—Como usted guste, señor conde. Yo siempre estoy a sus órdenes. Diga usted que ya le escucho.
Y el vejete, dejando su palmatoria sobre una mesa, se sentó sonriendo amablemente.
Reinó un largo silencio. Ninguno de los dos hombres deseaba ser el primero en hablar, Baselga tenía miedo de exponer su pensamiento y el señor García no tenía prisa y aguardaba pacientemente a que el otro dijera lo que él ya sabía.
Por fin el conde rompió el silencio.
—¿No me dijo usted una vez que María pensaba ser monja?
—Sí, señor. Esa es su vocación.
—¿Y cuándo entra en el convento?
—No se ha fijado aún la fecha, pero ello será más pronto o más tarde.
—¿Y está usted seguro de que a ella le gusta la vida del convento?
—¡Oh! —exclamó el señor García por contestar algo—. Eso nadie lo puede decir mejor que la interesada.
—¿Y no podía suceder que a María le gustase más ser como todas las mujeres, casándose con un hombre a quien amase?
—Todo puede ser en este mundo —contestó el señor García, y miró a Baselga con aire interrogante como animándole a que se franqueara más.
Pero el conde parecía arrepentido del sesgo que él mismo había dado a la conversación, y se alarmó al considerar que había estado a punto de hacer público su secreto.
No; el señor García no debía saber nada. Más adelante, cuando el padre hubiera dado su consentimiento y estuviera todo arreglado para la boda, el viejo sabría lo ocurrido; pero ahora no convenía y su instinto le hacía adivinar un peligro en el señor García.
Había que cortar aquella conversación iniciada por él y que comenzaba a hacérsele pesada.
—¡Vaya, querido señor! Es ya muy tarde, usted madruga y estoy imprudentemente quitándole lo mejor de su sueño. A descansar que usted tendrá para mañana mucho trabajo. ¿Irá usted por la tarde a casa del señor Avellaneda?
El vejete no pudo menos de hacer un guiño instintivo al oír aquella pregunta. Ya comprendía él lo que aquello quería decir. El Conde pensaba sin duda ir al día siguiente a pedir a don Ricardo a mano de su hija.
—Iré, sí señor. Tengo que arreglar con el señor Avellaneda las cuentas de administración del pasado mes. Además, el pobre señor está, como ya ha visto usted, con sus dolores, y no puede salir de casa, lo que le tiene muy fastidiado. Desgraciadamente yo sólo estaré con él hasta las cuatro, pues tengo que despachar algunos asuntos urgentes al otro lado de París.
Y luego, añadió con ingenuidad asombrosa:
—Si usted no tiene mañana ocupaciones precisas podía acompañarle un rato. El pobre ¡lo agradecería tanto! Además a veces me ha dicho que le gusta mucho discutir con usted, a pesar de que odia a los carlistas.
El conde prometió que iría a acompañar al señor Avellaneda y el vejete, después de repetir sus ¡buenas noches!, comenzó a subir los noventa y cuatro escalones que separaban su buhardilla del primer piso.
Cuando poco después el mugriento levitón quedaba colgado en la percha junto a la cama y el señor García se quitaba los tirantes mascullando al mismo tiempo por la fuerza de la costumbre algunos padrenuestros al Ángel de la Guarda, cediendo a la necesidad de hablar alto, que algunas veces le acometía, exclamó interrumpiendo sus palabras con nasales risitas:
—Mañana será el trueno gordo. ¡Descuida, conde arruinado! Que cuando tú vayas a hablar con don Ricardo, ya lo habré yo arreglado de modo que te eche a puntapiés de su casa. ¡Pues no faltaba más sino que ese conde hambriento viniera con sus manos lavadas a apoderarse de los quince millones que tanto tiempo perseguimos! Ese dinero es de la Orden que cuenta ya con él, y el que intente ponerle la mano que se prepare a recibir nuestros rayos. ¡Buena se va a armar mañana! ¡Je, je, je…!
XIII. LA CÓLERA DE AVELLANEDA
Fue inmensa la impresión que experimentó Avellaneda cuando su amigo y administrador le reveló los amores de María.
Aquel anciano vivía fuera de la realidad. Sus manías y preocupaciones que algunas veces hacían dudar de su razón, daban cierto espíritu vago y fantástico a sus ideas; todo lo miraba por el prisma de su propia personalidad; porque se encontraba débil y viejo no creía que en el mundo hubiera juventud y nunca se le había ocurrido pensar que María pudiese casarse.
Era su hija y, por lo tanto (en concepto de Avellaneda), lo natural es que María viviese íntimamente unida a él sin conocer otro cariño que el filial.
Júzguese cuál sería su impresión al escuchar aquella tarde las revelaciones del señor García.
Después del almuerzo, y mientras María, junto a los rosales de una ventana leía las seductoras Orientales, el viejo devoto se encerró con don Ricardo en el despacho de éste, y comenzó a llevar poco a poco la conversación a donde él deseaba.
Presentó las cuentas de su administración en el pasado mes, palotes que Avellaneda apenas sí miró, y después el taimado viejo comenzó a hablar de lo rica que era María y de la necesidad de evitar que su fortuna sirviera de cebo a algún hombre egoísta y vicioso.
Don Ricardo no manifestaba afectarse gran cosa por tal peligro. ¡Valiente susto le producían a él aquellos temores que García parecía tener empeño en exagerar! ¿Acaso María no era su hija? ¿Quién podía venir a separarlo de ella; a llevársela con el propósito de enriquecerse? Eso eran absurdos que únicamente se le podían ocurrir a su devoto administrador, enemigo del mundo y empeñado en exagerar sus maldades.
Pero el bueno de don Ricardo se quedó frío al oír que su viejo amigo quería revelarle un secreto que estaba pensando sobre su conciencia, y con tanta atención como pudo fue siguiendo las revelaciones del señor García que eran bastante embrolladas y dificultosas sin duda para hacerlas más interesantes.
Lo que sacó en limpio Avellaneda haciendo el resumen de una charla que duró más de media hora, es que el señor García, por el hecho de haber presentado en la casa al conde de Baselga, no quería cargar con ninguna responsabilidad, y se apresuraba a poner en conocimiento del padre que el tal señor había conseguido enamorar a María y que ésta estaba loca de pasión por aquel noble que, bien considerado, por su pobreza y su expatriación forzosa no pasaba de ser un aventurero.
Era tan enorme aquello, que el señor Avellaneda se resistía a creerlo ¡María enamorada! ¡María dispuesta a casarse!
—¡Bah!, señor García —dijo el afrancesado después de una larga meditación—. Tal vez esté usted en un error y su exagerado celo por la niña le haya hecho ver un peligro donde no lo hay.
—Don Ricardo, puedo asegurarle a usted y aun jurárselo por lo más sagrado que María y el conde se aman.
—Amores propios de una chiquilla. Caprichos que desaparecerán a la menor reprimenda del padre.
—Está usted equivocado. La cosa es más seria. María está enamorada como una heroína de las novelas que ahora lee ocultándose de nosotros.
Avellaneda, al ver la seguridad con que hablaba su amigo, comenzó a dudar.
—Lo más acertado será llamar a María para que confiese francamente lo que ocurre. Ella no sabe mentir, y así sabremos las cosas con certeza.
—No haga usted tal, pues nada adelantaremos. María negará como todas las niñas hacen en su caso. Además, ¿quiere usted convencerse? Pues dentro de poco tiempo, tal vez esta misma tarde, vendrá el conde a pedirle la mano de su hija. Lo sé de cierto, pues leo perfectamente en el pensamiento de Baselga.
Aquello dio al traste con la paciencia de Avellaneda, que se indignó y, a pesar de su carácter bondadoso y de los dolores que le obligaban a permanecer quieto en su sillón, comenzó a moverse y a proferir palabras entrecortadas por bufidos de furor.
—¡Esa es buena! De modo que ese caballerete tiene el atrevimiento de querer venir a mi propia casa para robarme mi hija ¡Canalla! Quisiera ser más joven para imponerle un correctivo, y aun así no sé si podré contenerme y dejaré de darle de bofetadas. ¡Bueno va esto! Se ha lucido usted presentando en mi casa a ese conde del demonio. No, y mil veces no. Mi hija no se casa ni con él ni con nadie. ¿Para eso la he criado yo? ¿Para que me la robe el primer zascandil que se presente…?
Y Avellaneda daba furiosos puñetazos sobre los brazos de su butaca haciéndose la ilusión de que machacaba la hermosa cabeza de Baselga.
El señor García contemplaba con aire satisfecho aquel acceso de furor pero temiendo al fin una complicación, creyó del caso intervenir, y aconsejó a su amigo que tuviese calma.
—Ya ve usted, señor Avellaneda, que no es razonable irritarse de tal modo porque a un mequetrefe se le ocurra hacer una barbaridad.
—Dice usted bien —contestó don Ricardo, y su rostro fue serenándose hasta quedar en apariencia tranquilo algunos minutos después.
Transcurrió bastante tiempo sin que hablase ninguno de los dos viejos hasta que, por fin, don Ricardo exclamó dolorosamente:
—No imaginaba yo que mi hija me diese tan gran disgusto. Creía que me amaba lo suficiente para no pensar nunca en separarse de mí, pero ahora veo que vivía engañado.
—Las mujeres son muy inclinadas a las locuras, y María no ha podido librarse de esa enfermedad amorosa que acomete a todas las jóvenes.
—Siempre me había parecido un mal hombre ese Baselga. Confieso que lo miraba con recelo. ¡Mire usted de quién va a enamorarse mi hija! De un hombre que casi puede ser su padre, de un noble matachín ignorante como un lego, y por añadidura carlista.
Y el señor García, aunque torciendo el gesto, tuvo que aguantar una verdadera rociada de denuestos que Avellaneda arrojó sobre todos los que defendían la monarquía absoluta, el fanatismo religioso y el restablecimiento de la Inquisición.
Cuando don Ricardo terminó de desahogar su indignación, el viejo devoto, que por inconsciente instinto de servilismo iba apoyando con inclinaciones de cabeza todas las palabras, dijo a su amigo:
—Hace usted perfectamente en oponerse a las pretensiones del conde. María no debe casarse. Pero para impedir ese matrimonio tendremos que luchar mucho, pues esa niña está muy enamorada.
—Yo sabré impedir esos amoríos.
—Lo veo difícil mientras María esté aquí.
—Arrojaré a ese hombre de mi casa tan pronto como se presente.
—Con eso nada impedirá usted, Baselga es hombre ducho en amores, y siempre encontrará medios para comunicarse con María, animando cada vez más su pasión. ¡Si usted hiciera caso de mis consejos…!
—¿Qué quiere usted proponerme?
—El mejor medio para lograr que se extinga en el pecho de María esa pasión que hoy la domina, es sacarla de aquí, romper con todos los lazos que la unen al conde y hacer que no viva en el mismo lugar donde ha visto nacer y desarrollarse su amor.
—¿Y dónde quiere usted que la llevemos?
—A una santa casa, a un convento de nuestra confianza cuya superiora me aprecia mucho. María en sus tiempos de niña ha tenido grandes aficiones a la devoción y allí disfrutando la paz angelical del claustro se borrará por completo de su memoria la imagen del hombre a quien hoy tanto ama. ¡Oh! ¡Tranquilícese usted, don Ricardo! No se trata de que su hija sea monja. Permanecerá poco tiempo en el convento; nada más que el suficiente para que olvide esa malaventurada pasión.
El señor García decía estas palabras con la maligna y atrayente dulzura de la serpiente bíblica cuando tentaba a la primera mujer.
Había que seguir la táctica jesuítica e ir haciendo las cosas poco a poco. Primero María entraría en un convento por una corta temporada, después ya se encargaría él de que se perpetuase el encierro, despertando en la joven sus tendencias al romanticismo religioso y haciendo que pronunciara los severos votos claustrales. Lo importante y más preciso era que el padre diese su aprobación para que ella entrase en un convento.
Don Ricardo al oír aquella proposición quedó mirando fijamente a su amigo, y después de un largo silencio, dijo con voz agresiva:
—¡Vaya usted al diablo! ¿Le parece a usted que yo soy partidario de los conventos? No quiero ver a mi hija en tales sitios y antes que verla monja sería capaz de entregársela a ese mentecato de Baselga.
El golpe había fallado, y el señor García bajó la cabeza con resignación.
Quedaron silenciosos largo rato los dos ancianos; pero Avellaneda, que en su afán de padre egoísta no podía comprender cómo se atrevía un hombre a querer arrebatarle su hija, volvió otra vez a su tema o sea a hablar contra aquel amante audaz.
—¡Mire usted que es atrevimiento! Venir a solicitar la mano de mi hija un hombre que en realidad no sé quién es. Porque ¡vamos a ver! ¿Usted sabe quién es Baselga? ¿Cuál ha sido su antigua vida? No sé por qué me figuro que debe haber hecho mal en este mundo.
—Mucho, don Ricardo; no se equivoca usted. Yo sé de él cosas horribles, y tenga usted la seguridad que, a saberlas antes, no lo hubiera presentado en esta honrada casa.
—¿Y qué se dice de él? —preguntó Avellaneda con curiosidad.
—De un modo cierto, nada. Pero se murmura que a su esposa la baronesa de Carrillo la estranguló en un rapto de celos. No conozco el suceso detalladamente, pero puedo enterarme y adquirir datos.
—No, no es necesario. Nada me importa lo de ese hombre; al fin, tan pronto como se presente aquí, lo arrojaré a la calle.
—Hará usted perfectamente.
El señor García siguió con gran habilidad haciendo odioso a aquel hombre que vivía en su misma casa y al que manifestaba en todas ocasiones un cariño admirablemente fingido.
Él sentía mucho tener que hablar contra el conde, pero la amistad y la honradez ante todo, y no quería que por culpa de sus afectos viniese a sufrir crueles decepciones un amigo tan querido como lo era el señor Avellaneda
Éste, agitándose continuamente por las punzadas de dolor que sentía en sus huesos, iba siguiendo con atención las peroraciones del vejete, y se sentía impulsado a abrazar a aquel santo varón que tanto se interesaba por el honor y el bienestar de la familia.
Cuando al dar las cuatro los relojes de la casa el señor García se dispuso a marcharse para atender a sus ocupaciones de hombre devoto, Avellaneda quedaba ya convencido de que Baselga era un conde aventurero que al enamorar a María únicamente buscaba sus millones y de que debía ponerlo en la puerta sin ningún miramiento, como si se tratase de una bestia dañina que quería introducir la desgracia en aquel hogar.
No habían transcurrido un cuarto de hora desde que el mugriento levitón del devoto había desaparecido tras el cortinaje de la puerta, cuando entró Tomasa secándose las manos con su delantal, y con la ruda franqueza que le daba su dominio en la casa, anunció a su señor que acababa de llegar el conde de Baselga.
—Viene a hacerle un rato de compañía. ¡Qué bueno es ese señorón!
Avellaneda hizo una mueca al escuchar las últimas palabras de la doméstica, la cual, sin esperar contestación, volvió a salir para llamar al recién llegado.
Cuando entró Baselga saludando a don Ricardo con aquella cortesanía franca y distinguida que le hacía tan simpático, éste apenas si contestó con unos cuantos gruñidos, casi imperceptibles.
Tenía delante al traidor, al monstruo infame que pretendía robarle su hija, y él, tan pacífico y tan humilde, sentía no ser fuerte y ágil como en su juventud para arrojarse sobre aquel mequetrefe y molerlo a palos.
La conversación fue lánguida e incolora. Baselga, como si desea retardar todo lo posible el entrar en materia, hablaba del tiempo se enteraba minuciosamente del estado del enfermo, no logrando de éste otras respuestas que secos monosílabos y gestos de malhumor.
El conde adivinaba en su viejo amigo un disgusto cuyo motivo no comprendía, y estaba temeroso de que en tal ocasión sus pretensiones iban a experimentar un tremendo fracaso.
Vacilaba el emigrado como el día en que declaró su pasión a María; pero allí se trataba de un hombre, y Baselga experimentó cierto rubor por su cobardía, decidiéndose acto seguido a explanar sus pretensiones.
—Don Ricardo: yo no soy viejo. Los rudos accidentes de mi vida me han marchitado algo, pero por mi edad y por mi vigor todavía estoy lejos de la vejez. ¿No le parece a usted así?
Avellaneda hizo un gesto de indiferencia, como para demostrar que nada le importaba aquello.
—La soledad en que vivo aquí me ha impulsado a refugiarme en el seno de la familia de usted, buscando afectos y atenciones que nunca agradeceré bastante, y este continuo roce ha engendrado en mí una pasión de la que en vano pretendo librarme.
Si Baselga no hubiera tenido inclinada su cabeza, de seguro que se hubiera intimidado ante el relámpago de ira que pasó por los ojos del anciano; pero no lo vio, y siguió hablando.
—En resumen, señor Avellaneda, María me ama tanto como yo a ella, y vengo a pedir su mano.
El golpe estaba ya dado, y Baselga, libre al fin de su carga, levantó la cabeza para mirar ansiosamente al viejo, esperando la contestación.
Avellaneda esperaba aquella demanda, y a pesar de esto, se quedó estupefacto como si le sorprendiera la petición de Baselga.
Tanto le obsesionó aquello que él llamaba atrevimiento inaudito, que por algunos minutos no supo qué contestar; pero al fin, dijo con fosca voz:
—Caballero, eso que usted pide es imposible. Mi hija no es para usted. Acaba de darme un gran disgusto y le ruego se retire.
Entonces le tocó mostrarse estupefacto al conde. ¡Cómo! ¡El padre de su amada le rechazaba de tal modo! ¿Y por qué?
Baselga estaba transformado. Aquella despedida, dicha en tono grosero, le había producido el efecto de un latigazo y resucitaban en él sus instintos caballerescos, sus susceptibilidades de matachín. Él no se iría de allí hasta que le fueran explicadas tales palabras, y así se lo manifestó de un modo enérgico a don Ricardo.
Este también había ido excitándose rápidamente y las exigencias de Baselga le pusieron fuera de sí.
—¡Cree usted que me asusta, señor conde, con ese aire de matón! ¡Ay si yo fuera más joven y no estuviera enfermo! ¿Quiere usted explicaciones? Pues bien, sepa que no le concedo la mano de mi hija porque no me da la gana; ya está usted enterado. Soy el dueño de mi casa y no tengo que explicar mis actos a quien no vive en ella.
—Pero eso es una indignidad —arguyó Baselga con gran calor—; María me ama y usted no tiene derecho para hacerla infeliz.
—¿Quién la haría más infeliz, yo negándome a que se case con usted, o el conde de Baselga siendo su esposo? Yo no sé quién es usted. Mis noticias se reducen a saber que usted fue casado hace ya algunos años con la baronesa de Carrillo. ¿Pero me puede asegurar alguien que careció de dramáticos y repugnantes accidentes su matrimonio?
Baselga se estremeció. Aquel diablo de viejo había dicho sus últimas palabras con tan marcada intención, que el conde tembló creyendo que don Ricardo conocía en todos sus detalles el dramático fin de Pepita Carrillo. Pero poco tardó en tranquilizarse. No; aquella triste página de su vida sólo la conocía el padre Claudio y era imposible que éste la hubiese revelado a nadie.
—Señor Avellaneda, permítame usted que le diga que se engaña al creer que María no puede ser feliz conmigo. Donde hay amor desaparece la desgracia, y yo amo a María hasta llegar a la demencia.
—Caballero, basta de farsas. Usted es un noble arruinado y lo que ama son los millones de mi hija.
Aquel sí que fue un golpe duro para Baselga. Estaba lejos de esperar un insulto tan atroz disparado a boca de jarro y se estremeció de la cabeza hasta los pies como si una pesada mole acabara de caer sobre su cráneo, dejándole aturdido con el golpe.
Por algunos instantes quedó inmóvil como si no se diera cuenta exacta de lo que acababa de oír; pero después se levantó de su asiento con la rápida rigidez de un resorte que se escapa y avanzó algunos pasos.
Don Ricardo le miraba con aire insolente como desafiándole a que en su propia casa intentase la menor violencia; pero pronto volvió la vista para ver quién entraba en la habitación.
María, con el cuerpo trémulo, el rostro pálido y demostrando una gran agitación, acababa de entrar, lanzando una mirada suplicante a su padre y al conde.
—¡Ah! ¿Eres tú, hija mía? Sin duda, nos escuchabas escondida tras la cortina. No está muy bien tal curiosidad; pero me alegro, pues así habrás podido enterarte de lo que le digo a este caballero. Lo despido, prohibiéndole que entre más en esta casa. ¿No te parece bien?
María bajó la cabeza como anonadada por aquel acento sarcástico que nunca había conocido en su padre. Miraba a éste todavía con el mismo temor instintivo que en sus primeros años, y no sabiendo qué contestar, encontró más propio romper en copioso llanto.
Aquello acabó de poner furioso a don Ricardo, y como si Baselga fuese el culpable de las lágrimas de su hija, se encaró con él, gritándole:
—Caballero, ahí tiene usted su obra; esas lágrimas las produce usted, gócese en ellas. Antes que el demonio le condujese a usted a esta casa, todo era felicidad y mi hija nunca lloraba; ahora ya ve usted las consecuencias de su amor. Márchese usted pronto o de lo contrario haré que venga la Policía para que lo arroje de esta casa.
Baselga no quiso permanecer por más tiempo allí sirviendo de blanco a los insultos del viejo.
Lentamente se encaminó a la puerta, y al llegar a ésta, dijo a don Ricardo con voz firme y tranquila:
—Hace usted mal en oponerse a nuestra felicidad. María y yo nos amamos, y toda la oposición de usted no logrará hacer que nos olvidemos. Podía usted ser feliz teniendo a su lado dos hijos cariñosos, y se empeña en labrar su soledad y su desgracia. No alcanzará usted nada, pues yo le aseguro que, por mi parte, jamás desistiré de ser esposo de María.
—¡Ah! Fatuo, ridículo… —exclamó Avellaneda.
Pero no pudo decir más en vista de que Baselga había desaparecido, oyéndose al poco rato un fuerte portazo en la escalera.
Padre e hija permanecieron mucho tiempo en un silencio embarazoso.
Avellaneda fue el primero en hablar, y con voz cariñosa y tranquila, como si no hubiese ocurrido momentos antes el más leve incidente, dijo a su hija:
—Ya has oído que ese hombre asegura que tú le amas. ¿Es eso verdad, hija mía?
María dudó en contestar; pero por fin, con el aspecto de una niña vergonzosa que se ve interrogada por su maestra y con la voz conmovida por los sollozos, contestó:
—Sí, señor; le amo.
—No me parece mal la franqueza. Pero al menos harás caso de los consejos de tu padre y olvidarás a ese hombre que te quiere por tu dinero. ¿Olvidarás a ese hombre, hija mía?
Esta vez tardó María en dar su contestación. Cesó de llorar, secose los ojos con sus manos, y fijando en su padre unos ojos en que se retrataba una energía salvaje por lo inquebrantable, dijo resueltamente:
—No, señor; jamás le olvidaré.
Tomasa, que comprendiendo lo que allí se trataba, andaba husmeando cerca de la puerta de la habitación, oyó un fuerte golpe que conmovió sordamente el pavimento.
Cuando la fiel doméstica entró en la habitación vio a don Ricardo tendido a los pies de su butaca, convulso, con la vista extraviada, rugiendo sordamente de dolor y arañándose el pecho encima del corazón.
María le contemplaba con asombro, y completamente aturdida no sabía qué hacer ni dónde dirigirse.
XIV. EL PADRE FABIÁN Y EL CONDE DE BASELGA
Dispénseme vuestra reverencia mi tardanza. He estado dos días fuera de casa, viviendo al otro extremo de París con un compañero de armas, y hasta esta tarde no he sabido que había usted enviado repetidas veces a buscarme.
—Yo mismo he estado esta mañana en la calle de los Santos Padres.
—¿Usted, padre Fabián? ¿Vuestra paternidad ha olvidado sus importantes ocupaciones para venir a buscarme en mi pobre vivienda?
—Sí, señor conde. Tengo que tratar un asunto de gran importancia, en el que es necesario saber la opinión de usted. Siéntese, que la conversación no ha de ser corta.
Baselga, que tenía el rostro pálido y ojeroso, y que mostraba en el traje cierto desorden, ocupó el sillón que le señalaba el padre Fabián, y tomó la atenta posición del que se prepara a escuchar.
—Lo sé —dijo el jesuita sonriendo bondadosamente y guiñando un ojo.
—¿Y qué es lo que vuestra paternidad sabe? —preguntó Baselga con cierta desconfianza.
—Es inútil el disimulo. Sé todo lo ocurrido hace dos días en casa del señor Avellaneda entre éste y usted.
—Lo habrá contado sin duda el señor García.
—El mismo.
—¡Ah, ya! El buen señor se toma mucho interés en este asunto. Más tal vez del que debía.
El emigrado dijo estas palabras con tal intención, que el padre Fabián se apresuró a contestar:
—Parece que usted duda de la sinceridad de nuestro amigo y hace muy mal. El señor García le quiere a usted mucho y está inconsolable por la decepción que usted acaba de sufrir.
No pareció Baselga muy decidido a creer en la sinceridad de aquel cariño; pero calló, dando a entender con un gesto que, después de todo lo sucedido, le importaba muy poco cuanto pudiese hacer el señor García.
—Tenía grandes deseos —continuó el jesuita—, de ver a usted para reñirle por su falta de franqueza. Varias han sido las veces que he conversado con usted amistosamente en esta misma habitación y nunca se ha dignado manifestarme el amor que le dominaba. ¿Es que usted desconfía de un amigo como yo?
—Reverendo padre; las cuestiones de amor no se revelan a nadie y menos a hombres que son representantes de Dios y por tanto están muy por encima de las cosas terrenales.
—¡Bah!, querido conde: eso no pasa de ser una excusa como otra cualquiera para disculpar su falta de franqueza. Si usted no hubiese procedido conmigo con una reserva que no creo merecer, yo le habría dado algunos consejos para evitar esa situación desairada en que usted estuvo al pedir al señor Avellaneda la mano de su hija.
—¡Cómo!, reverendo padre; ¿acaso habría encontrado ayuda en vuestra paternidad para lograr lo que tanto deseo?
—No es eso; no me ha entendido usted. Quiero decir que con tiempo le hubiera dado un buen consejo para que olvidase a esa joven que es para usted imposible.
—¡Olvidarla! ¡Jamás!
Dijo Baselga estas palabras rotundamente con el mismo acento enérgico y vibrante que si estuviese mandando un regimiento.
El jesuita le miró fijamente y como para estudiar concienzudamente la fuerza de su pasión haciéndole hablar, dijo con lentitud:
—Según eso, la ama usted mucho.
—Mire usted, padre: voy a hablarle con tanta franqueza como si me confesase con usted. Es imposible que yo olvide a esa mujer. ¡Ay, si pudiera! ¡Si lograra borrar su imagen de mí memoria! Crea usted que sería feliz. Estoy enamorado con toda la fuerza del primer amor y comprendo que acabo mi juventud por donde otros la empiezan. Usted ha sido soldado como yo y sabe que un hombre de nuestra clase siente más un insulto que una estocada mortal. Pues bien; el otro día me dejé insultar por ese viejo sin protesta alguna; le respeté solo porque era el padre de María y en vez de olvidar inmediatamente a una mujer que tales humillaciones me proporciona, su recuerdo se ha aferrado aun con más fuerza a mi memoria.
—Eso pasará, hijo mío. Conozco bien el corazón humano y sé que el tiempo tiene fuerza para destruir los recuerdos más tenaces.
—Se engaña vuestra paternidad. María no se apartará nunca de mi memoria. Durante dos días me he entregado a la vida tormentosa que la juventud alegre arrastra al otro lado del Sena. Deseando olvidar mi humillación y el amor de María, he vivido con un compañero de armas, calavera incorregible; he bebido como un loco, me he emborrachado como un miserable, me he sumido en el vicioso lecho de las cortesanas y nada, reverendo padre, ni el alcohol y ni los estremecimientos frenéticos de la carne, han logrado que se borrara en mi cerebro la pálida cabecita de María. ¡Oh!
Esa niña ha sabido agarrarme bien y comprendo que nadie podrá hacérmela olvidar.
Y el conde conmovido por su impotencia para librarse de tal amor, bajó la cabeza quedando sumido en profunda reflexión.
—Debe usted procurar, querido conde, librarse de esa obsesión amorosa. Es una locura acariciar lo imposible.
—¿Y por qué ha de tener usted por imposible que María sea mi esposa?
—Porque ella tiene contraídos sagrados compromisos que ha de cumplir.
—¿Ama acaso a otro? —preguntó Baselga con ansiedad.
—Sí; ama a Dios y ante la imagen de la sagrada Virgen ha prometido mil veces entrar en un convento para ganar el cielo con sus oraciones.
—¡Bah! —dijo sonriendo el emigrado—. Eso fue una niñería sin importancia; un capricho de joven devota. Muchas veces me ha hablado, riéndose, de la tendencia que en otros tiempos había tenido a hacerse monja.
—Señor conde —repuso el jesuita con severidad—; las promesas que se hacen a Dios nunca deben considerarse como niñadas ni como cosas de risas. María será monja.
—¡Pero si ella me ama!
—Ese amor es un capricho pasajero, una locura de niña, lo verdadero, lo cierto, lo que no admite réplica, es que María está hace ya mucho tiempo ligada a Dios.
—Yo no paso por eso —dijo Baselga con resolución.
—Pues hará usted mal en oponerse, señor conde.
Esto lo dijo el jesuita sonriendo con una expresión tan extraña que hubiera amedrentado a otro menos tenaz y enamorado que Baselga.
—María me pertenece y yo no he de cejar por un capricho de su testarudo padre.
—Pues tendrá usted que conformarse en abandonarla. Hay alguien que puede, no ya más que usted, sino que todos los enamorados de la tierra juntos.
—¿Y quién es ese? Quisiera saberlo.
La pasión volvía insolente y audaz a Baselga hasta el punto de hacerle mirar con expresión de reto a un personaje tan temible como era el padre Fabián.
Éste ante las preguntas del conde mostróse indeciso, pero al fin dejó caer con lentitud estas palabras.
—Es la Compañía de Jesús.
—¡Cómo! ¿La Compañía se opone a mi felicidad? ¿Y por qué motivo?
—Somos los representantes de Dios y hemos de procurar que éste no sufra menoscabo en sus intereses. María ha prometido ser su esposa y sería un grave pecado que nosotros favoreciéramos esta infidelidad contra el Señor de todo lo creado.
Baselga quedó anonadado.
Por experiencia propia sabía hasta dónde alcanzaba el poder de la Orden y se sentía atemorizado al saber que tendría ahora que luchar con ella para lograr la realización de sus ensueños.
El padre Fabián comprendió su desaliento y se propuso aprovechar tal situación para decidirle a olvidar su amor.
—Vamos, camarada —le dijo con acento amistoso golpeándolo familiarmente en un hombro—. No hay que entristecerse tanto porque se pierda la esperanza de ser dueño de una cara bonita. Al fin y al cabo sobradas mujeres hay en el mundo y de seguro que ni usted ni yo bastamos para todas. ¿Qué gana usted con ponerse lánguido y triste como un amante de novela? Hay que divertirse. ¡Qué diablo! La vida es la alegría y un hombre puede vivir contento siempre que tenga a su disposición una mujer hermosa. Usted puede encontrarlas más bellas que esa señorita de Avellaneda y es por tanto una bobada empeñarse en un amor que resulta imposible y que además choca abiertamente con los intereses de la Orden.
El conde a pesar de su preocupación no pudo menos de extrañarse ante aquellos consejos que hacían salir a la superficie el cinismo que indudablemente se amontonaba en el pensamiento del jesuita.
¡Y aquéllos eran los representantes de Dios! ¡Aquéllos los que trabajaban por poner todo el mundo bajo su dirección! ¡Lo que en el asunto buscaban indudablemente eran los millones de María!
Baselga no pudo seguir en sus dolorosas reflexiones que derrumbaban sus más firmes creencias, pues el padre Fabián siguió dándole cariñosas palmaditas y le dijo con melifluo acento:
—Con que quedamos en que usted olvidará a esa joven y vivirá en adelante como si no la hubiese conocido. ¿Estamos conformes, amigo mío?
El emigrado miró fijamente al jesuita y lentamente como para dar más fuerza y valor a sus palabras contestó:
—No, señor.
Entonces el rostro del rubicundo padre experimentó una radical transformación. Desapareció la seductora y bonachona sonrisa, siendo reemplazada por la impenetrable serenidad de una esfinge.
—Pues entonces, señor conde, siento manifestar a usted que en vista de su conducta deplorable y de su tenaz resistencia, la Compañía tendrá necesidad de apelar a ciertos medios.
Baselga levantó los hombros con expresión de desprecio, pero el padre Fabián no pareció hacer caso y siguió diciendo:
—Hablaré con franqueza. Permaneciendo usted en París, la señorita de Avellaneda sufrirá una continua tentación que podrá apartarla del santo camino del claustro y por tanto interesa a la Compañía que usted abandone cuanto antes esta población. No dude usted que saldrá pronto de París.
—No adivino el medio y me río de la amenaza. La Compañía no reina en Francia y como yo soy un individuo pacífico que en nada llamo la atención de la Policía, no es fácil que la autoridad me conduzca a la frontera.
—Saldrá usted de París, no lo dude. En todas partes tenemos amigos y el mismo embajador de España se encargará de pedir al gobierno francés que lo conduzca a usted a Inglaterra, a Suiza o a otra nación fronteriza acusándole de conspirador carlista y pintándolo como un continuo peligro para el gobierno español. Si usted no quiere que la Policía le pille desprevenido puede ir ya haciendo la maleta.
Dijo estas palabras el padre Fabián con tal expresión de omnipotencia, que Baselga no dudó de que las amenazas se cumplirían inmediatamente, pero a pesar de esto por pasión y por despecho continuó la resistencia.
—Haga la Orden lo que quiera, que yo no por esto desistiré de mi propósito ni prometeré una cosa que no puedo cumplir.
El conde manifestaba una resolución inquebrantable. Sabía que la Compañía podía causarle mucho daño, pero a pesar de esto, manteníase firme prefiriendo sufrir una persecución feroz antes que resignarse a olvidar su pasión.
El jesuita no parecía intimidarse por aquella resistencia. La horrible sonrisa, símbolo de la Orden, contraía cada vez con mayor violencia sus facciones y mirando a Baselga con expresión de lástima, le dijo:
—Veo que es usted un valiente a quien no intimidan las amenazas. Pero sin embargo, la Orden aún cuenta con medios para obligarle a lo que ella quiera sin necesitar valerse de la Policía francesa.
—Quisiera saber qué medios son esos —contestó con sorna el emigrado.
—Conde, hace usted mal en burlarse. Tratándose de la Compañía de Jesús, sólo puede bromear un loco o un imprudente. Tal vez se arrepienta usted demasiado pronto de saber que tengo en mis manos una prueba terrible contra usted. De seguro que esto no le dejará conciliar el sueño con tranquilidad.
—Vuelvo a repetir que quisiera ver esa prueba. Ya sabe usted, reverendo padre, que no es muy fácil asustarme.
—Pues bien, sépalo usted. De España acaban de remitirme un documento firmado por usted en el que confiesa claramente haber estrangulado a su esposa, la baronesa de Carrillo.
Baselga estaba lejos de esperar aquel golpe. Nunca se le había ocurrido que tal documento pudiera salir de la cartera del padre Claudio, al que consideraba como su mejor amigo, así es que quedó anonadado y no supo qué contestar.
El padre Fabián le miraba con ojos de águila y como para gozarse mejor en su desgracia, le preguntó con sorna:
—¡Vamos! ¿No contesta usted nada? ¿Cree ahora que la Compañía tiene poder para anonadar a los que le estorban? ¿No es usted el señor asesino que firma el documento?
Transcurrieron algunos minutos sin que Baselga contestase y al fin con balbuciente voz:
—No; ¡no es posible! El padre Claudio no puede haberme hecho tan tremenda traición.
—El padre Claudio es, como yo; un buen servidor de los intereses de Dios y un fiel agente de la Orden, y los documentos que se confían a nuestras manos no son nuestros sino de la Compañía, y todos los jesuitas pueden hacer uso de ellos siempre que así convenga a los negocios de la comunidad.
El conde se convenció. Era verdad: el padre Claudio no era más que un jesuita y resultaba estúpido buscar en aquel hermoso autómata, movido por los hilos de una inmensa trama, los humanos sentimientos de amistad y honor.
La sorpresa que en Baselga produjo el anuncio de aquel documento que ya casi había olvidado, fue poco a poco amortiguándose, pues el emigrado pensó en la inutilidad de aquella prueba acusadora hallándose él en territorio extranjero.
Aquel crimen del que él no era el único culpable, se había cometido en España y por el momento no corría ningún peligro de que la Policía francesa, a instigación de los jesuitas, lo redujese a prisión.
Pero el padre Fabián parecía leer en su pensamiento por cuanto, adivinando sus reflexiones, le dijo:
—Sé lo que usted piensa, y se engaña sobre el uso que la Compañía se propone hacer de tal documento. No ignoro que por el momento para nada serviría si yo lo presentase a los tribunales franceses.
—¿Pues qué es lo que usted piensa hacer de él? —preguntó con acento de burla el emigrado.
Ahora lo sabrá usted. Por última vez. ¿Accede usted buenamente a olvidar a la señorita Avellaneda?
—¡No! Eso no lo conseguiría nadie; aunque me matasen.
—Pues bien; mañana mismo una persona de confianza se encargará de enseñar a esa mujer que tanto ama usted, el documento en que confiesa ser el asesino de su esposa.
Esta vez el golpe fue certero, pues llegó rectamente al corazón. Un verdadero golpe de jesuita.
Baselga experimentó un estremecimiento de horror. Aquello nunca había llegado a imaginárselo; era el colmo del sufrimiento. ¡Cómo! ¿Revelar a María el espantoso drama con que terminó el matrimonio de su amante? ¿Hacer que ésta supiera que el hombre amado era un asesino que estrangulaba mujeres? No; imposible; antes rugir de pena al considerar imposible la realización de su amor, que pasar por la inmensa vergüenza de que María conociera aquella sucia página de su vida.
Ahora conocía lo terrible que era aquella Orden a la que estaba ligado, ahora aparecían justificados para él los incesantes ataques que en todo el mundo se dirigían contra la Compañía de Jesús.
Se necesitaba la fuerza de un gigante para vencer aquella sombría y colosal institución, ante la cual resultaba un pigmeo obligado a transigir.
Era ya inútil la resistencia, y había que confesarse vencido, anonadado y dar aun las gracias a aquella tiranía con sotana que no levantaba el pie para pulverizarlo de un golpe.
Como el hombre que después de luchar con una fiera siente agotada sus fuerzas y al fin cae entre sus garras deseoso de terminar cuanto antes el terrible combate y de morir, así Baselga se resignó a ser devorado, y con voz fosca, murmuró:
—Estoy dispuesto.
—Lo celebro mucho, hijo mío —contestó el jesuita con voz meliflua—. Ya sabe usted lo que la Orden desea. Procure usted olvidar que existe en el mundo la señorita Avellaneda.
—Lo olvidaré.
—En cambio nosotros olvidaremos por nuestra parte ese documento que tanto le compromete.
—Gracias.
—Y qué… ¿No está usted contento con la Compañía? ¿Cree usted que con estas dulces exigencias le causa algún daño?
El tonillo melifluo con que fueron dichas estas hipócritas palabras, produjo a Baselga estremecimientos de cólera.
Temió dar de bofetadas a aquel canalla que tenía su reputación en sus manos, y lanzando una mirada de feroz odio sobre el jesuita, salió de la habitación ciego de ira y tambaleándose como un borracho.
El padre Fabián seguía sonriendo.
XV. EL JESUITA PRÓXIMO A TRIUNFAR
En casa del señor Avellaneda reinaba gran confusión.
El orden que regulaba los actos todos de aquella familia habían desaparecido dejando paso a esa confusión propia de todo hogar donde la enfermedad penetra.
El señor Avellaneda estaba enfermo de gravedad.
Después de aquella crisis nerviosa que experimentó al terminar su tempestuosa conferencia con Baselga, había caído en un angustioso abatimiento que le convertía en un ser despojado de voluntad.
Los dolores de la enfermedad de gota que sufría habían desaparecido y ni un solo estremecimiento agitaba su empobrecido y débil cuerpo, pero en cambio comenzaba a indicarse en él una dolencia extraña que ponía en extremo pensativo y preocupado al médico de la casa.
La hinchazón que continuamente tenía su pie izquierdo había subido hasta más allá del tobillo y crecía rápidamente amenazando invadir el resto del cuerpo.
El médico examinaba aquel fenómeno con sorpresa y movía la cabeza con aire de duda, mostrándose poco seguro de su ciencia.
Varias veces preguntó a María y a la vieja criada si el señor sufría del corazón, y sólo pudo conseguir contestaciones vagas y contradictorias, decidiéndose al fin a recetar digital, haciendo caso omiso de la hinchazón que consideraba únicamente como superficial manifestación de un mal muy grave.
Don Ricardo abandonó el sillón de su cuarto y tendido en la cama pasaba las noches, quejándose unas veces con resignación y otras con furor sin límites, asegurando que tenía dentro del pecho algo que le quemaba y le oprimía el corazón.
María pasaba las noches en vela, sentada a la cabecera del lecho de su padre, y a pesar de las continuas fatigas experimentaba una inefable delicia al ver que aquél, olvidando la expresión ceñuda con que la miraba en los primeros momentos, comenzaba a tratarla con el mismo cariño que cuando era niña y la llevaba a pasear al Luxemburgo.
Algunas veces don Ricardo cesaba de quejarse y extendía un brazo para acariciar aquella hermosa cabeza inclinada sobre él y atenta a la menor indicación para cumplirla inmediatamente. Había en aquella caricia tal expresión de melancólico dolor y se retrataba tan claramente en los ojos del enfermo el convencimiento de que pronto iba a morir, que María, adivinando lo que pensaba su padre volvía rápidamente el rostro para ocultar sus lágrimas.
Aquella casa que de continuo estaba alegre con las carcajadas y las canciones de María y las palabrotas de Tomasa riñendo a las otras dos criadas, había quedado silenciosa y como envuelta en ese ambiente tétrico de los lugares donde la vida lucha con la enfermedad y la muerte anuncia su próxima presencia. La luz del sol filtrándose a través de los pesados cortinajes bañaba las habitaciones con una turbia claridad que dejaba los objetos en incierta penumbra y el silencio monacal que imperaba en toda la casa sólo era turbado por los dolorosos lamentos del enfermo y la argentina vibración de la cucharilla agitando el vaso de medicamento. Aquella atmósfera estaba impregnada de todos los olores de una botica.
El amable señor García faltaba muy pocas horas a aquella casa ¿Cómo había él de abandonar a su amigo querido, a su protector, ahora que le veía tan gravemente enfermo?
Comía fuera de la casa, pues el cuidado del enfermo no permitía el regalo de tiempos pasados, pero así que quedaba libre de sus numerosas ocupaciones acudía inmediatamente, y su primer cuidado era preguntar a Tomasa, que le abría la puerta, cómo se encontraba el enfermo.
No había que hacerse ilusiones. Don Ricardo iba de mal en peor y aquella terrible enfermedad que el médico no se atrevía a diagnosticar claramente y que le hacía mover la cabeza de un modo intranquilo, iba de mal en peor.
—Esa maldita hinchazón —decía Tomasa indignada contra aquella dolencia traidora—, nos va a dar que sentir. Sube y sube como si tuviera prisa en devorar a mi pobre señor. Ayer sólo estaba en la pantorrilla; ahora empieza a extenderse por la pierna y no parará hasta que le llegue a la cabeza y ponga a don Ricardo hecho un monstruo. ¡Cuánto mejor era la gota que aunque nos diera más que sentir nos tenía más tranquilos!
Le digo a usted señor García, que es cosa de desesperarse y maldecir a esos médicos que no tienen medios para combatir el mal.
Por lo regular todas estas conferencias que comenzaban en el rellano de la escalera y terminaban en el comedor, tenían por final las lágrimas de Tomasa que no podía conformarse con la idea de que don Ricardo iba a morir y los consejos angelicales del señor García que hablaba de Dios y de la resignación cristiana que debe mostrarse en la última hora.
Avellaneda ya no pasaba las veladas quejándose y en pleno dominio de su razón, pues a altas horas de las noches sentíase invadido por una terrible fiebre y deliraba de un modo alarmante hasta el punto de que tenían que sujetarlo a viva fuerza para que no se arrojara de la cama.
Su delirio era extraño y siempre estaba agitado por idénticas imágenes que le arrancaban palabras tan terribles que hacían llorar a María. El enfermo en su delirio, creía hablar con Baselga, y le amenazaba con darle de palos acusándolo de estar de acuerdo con su hija para envenenarlo con las medicinas que le daban. Aquella idea se había fijado tenazmente en el cerebro de Avellaneda.
Cuando estaba tranquilo y tenía clara la inteligencia demostraba a su hija el mayor cariño y acogía todos sus cuidados y atenciones con sonrisa de gratitud; pero apenas la fiebre del delirio invadía su cerebro volvía a gritar desaforadamente que le querían envenenar y acusaba a María de los más horrendos crímenes.
El señor García, que quedándose a velar al enfermo presenció algunas de aquellas locas agitaciones, sabía aprovecharlas hábilmente en favor de sus planes.
Llamaba aparte a María y la sermoneaba usando todos los tonos lo mismo el paternal y benigno que el de indignación propio de un hombre que ha sido engañado.
¿No veía el triste estado en que se hallaba su padre? Pues ella era la verdadera culpable puesto que aquella enfermedad era un castigo de Dios, justamente ofendido por la infidelidad de la joven que había prometido ser su esposa y que después se enamoraba del primer pisaverde que encontraba al paso. Aquello no tenía remedio, pues la cólera de Dios no reconoce obstáculo, y la pecadora, la infiel, iba a sufrir muy pronto el más tremendo dolor viendo morir a su padre.
María lloraba con el mayor desconsuelo oyendo las amenazas que el autor del universo le dirigía por boca de aquel viejo mugriento. A la voz del anciano devoto todas sus antiguas aficiones religiosas comprimidas hasta poco antes por la pasión amorosa volvían a desatarse y a dominar su inteligencia, y María volvía a ser la muchacha mística y visionaria de otros tiempos que leyendo El Año Cristiano, de Croisset, se sentía dominada por romántica admiración ante las hazañas de los santos o lloraba desconsolada con los tormentos de los mártires.
Sí, era verdad; ella había olvidado sus sagrados juramentos y Dios la castigaba con sobrado motivo. ¡Oh! Si las cosas pudieran hacerse dos veces. ¡Si no fuera ya tarde, cómo sabría ella enmendar su falta!
Apenas decía esto entre suspiros y lágrimas demostrando un arrepentimiento completo, el señor García cambiaba de entonación y de aspecto y con acento paternal hablaba de la misericordia de Dios que no tiene límites y de que no quiere el castigo del pecador sino que éste se arrepienta.
—Aún es tiempo, hija mía —decía el beato con benevolencia—. Aún puedes remediar la grave ofensa que has hecho a Dios. Todavía estás a tiempo para cumplir tus promesas; y si es que sientes la misma vocación por la vida religiosa que en otros tiempos, debes entrar en la santa casa que ya conoces. Verías, si esto llegabas a hacer, cuán pronto sanaba tu padre, si es que Dios con su omnipotente voluntad quiere que viva y se arrepienta.
A las pocas conferencias María estaba ya convencida. El romanticismo religioso había vuelto a manifestarse en ella y pensaba con inefable delicia en que merced a su sacrificio conseguiría devolver la vida a su padre. Dios se apiadaría de su nueva esposa y le concedería cuanto le pidiese.
Además, don Ricardo era un impío, según decía el señor García a sus espaldas, un hombre que no asistía a ningún acto religioso, que leía continuamente a Voltaire y que se burlaba graciosamente del catolicismo ¡Qué gran gloria para su hija el lograr mediante oraciones que Dios se apiadara de él y al morir le reservara un puesto en la gloria!
María manifestó a su antiguo preceptor que estaba dispuesta a ir al convento así que él se lo ordenase; pero le suplicó que la permitiese estar en aquella casa al menos hasta que perdiera su gravedad la dolencia que sufría su padre. Estaba tan resignada María a ser de Dios, que hasta esta súplica la hizo en tono débil mostrándose dispuesta a cumplir todas las órdenes del señor García, aunque éstas desgarrasen sus más íntimos afectos. ¿No acababa de matar aquella pasión que tan feliz la había hecho? ¿No había prometido olvidar al hombre amado? Después de tan inmensas concesiones bien podía sacrificar en holocausto a Dios sus afectos de buena hija.
Cuando en aquella tarde el señor García, después de hacer repetir varias veces a la joven su deseo de entrar en un convento, salió de la casa para comer en su modesto restaurante, iba muy alegre y caminaba con la viveza de un joven.
Tan contento estaba que murmuraba exclamaciones de gozo, y el tan sesudo y circunspecto en la calle, tenía el aspecto de un loco o de un borracho. Tenía motivo sobrado para bailar en medio de la acera, y hasta para entonar un himno en loor de la santa Compañía de Jesús, que iba a vencer y a hacer suyos quince millones de pesetas metiendo a María en un convento.
Pero el viejo jesuita, a pesar de todo su entusiasmo, no perdía el instinto receloso y escudriñador propio de los suyos; así es, que no pasó desapercibido para él el movimiento de sorpresa, y la precipitada fuga de un hombre que estaba en la plaza de San Sulpicio apoyado en la esquina de la calle Ferou y mirando de lejos las ventanas de casa el señor Avellaneda.
El vejete sólo pudo verlo un instante; pero a pesar de la distancia y de su mirada cansada lo reconoció inmediatamente. Era Baselga que sin duda espiaba en aquel sitio esperando una ocasión para enviar una carta a María o tal vez para subir a la casa aprovechando la enfermedad del padre.
Aquello puso de muy mal humor al señor García.
¿Con que tales atrevimientos se permitía el señor conde? Había que vigilar muy atentamente para impedir que Baselga volviera a avistarse con María. ¡Quién sabe los inmensos perjuicios que a la Orden podía causar una nueva entrevista de los amantes! Las mujeres son caprichosas, con facilidad mudan de pensamiento y era muy posible que las aficiones monásticas creadas por continuas y convincentes explicaciones se desvaneciesen rápidamente al más leve arrullo del amante. Era necesario, pues, impedir que Baselga rondase la casa de su amada, tanto más cuanto que así se lo había prometido tres días antes al padre Fabián.
Mientras en el cerebro del señor García se agitaban estos pensamientos, el vejete habíase detenido y, al fin, como quien toma una resolución definitiva, volvió sobre sus pasos y atravesando la rué Ferou por su parte alta se dirigió a la de Vaugirard.
—Vamos a contárselo todo al padre Fabián —murmuraba el devoto.
A las nueve de la noche ya estaba el señor García sentado junto a la cama de su amigo Avellaneda.
La enfermedad se agravaba por momentos. La hinchazón había deformado por completo la pierna y se extendía sobre el abdomen amenazando con invadir el pecho.
Don Ricardo respiraba trabajosamente y sufría un delirio sin tregua. Con la mirada extraviada y los brazos agitados por un temblor convulsivo, agitábase en el lecho y varias veces el señor García tuvo que abandonar su asiento para sujetar al enfermo y evitarle una caída.
El devoto se daba a todos los diablos al ver el estado en que se hallaba su amigo, no porque sintiera gran interés por éste, sino porque aquel delirio le hacía perder lastimosamente un tiempo precioso y le impedía la realización de sus planes.
Acababa de hablar largamente con el padre Fabián y necesitaba cuanto antes poner en ejecución los consejos que éste le había dado. ¡Y aquel condenado cerebro que no se equilibraba y no sabía más que crear imágenes de envenenamientos!
Por fin, transcurrida una hora, el delirio comenzó a calmarse y el señor García fue ya acariciando la esperanza de que pronto podría hablar a su amigo.
La ocasión era propicia, pues María y Tomasa dormían en sus habitaciones esperando la hora en que el vejete se retiraba y entraban ellas al cuidado del enfermo.
Hizo Avellaneda un rápido movimiento, cesó de suspirar y quedó mirando fijamente a su amigo con cierta expresión de asombro.
El delirio había pasado y era preciso aprovechar aquel corto espacio de lucidez.
—¡Eh! Don Ricardo, ¿me oye usted? —preguntó el vejete con cierta angustia como si temiese que su amigo volviera otra vez a delirar.
—Sí, amigo mío, me siento algo aliviado. ¿Cómo me encuentra usted?
—No está usted mal. Me parece que el caso no es grave.
—Eso creo yo algunos ratos; pero en otros… El médico dice que la cosa no va mal, pero creo que esto es tan sólo por no asustarme.
—Cree usted mal. El médico dice la verdad, pues usted no morirá de ésta.
—¿Lo cree usted así? ¡Si supiera cuán duro es pensar que la muerte se aproxima! Ya le llegará su mal rato, y pronto, porque usted es ya muy viejo.
—Espero tranquilo confiando en la misericordia de Dios.
—¡Bah!… No haga usted esas muecas de beato, sino me pongo más enfermo.
Calló el vejete como arrepentido de haber causado enfado a su protector y sólo transcurridos algunos minutos se atrevió a decir, dando la mayor expresión de veracidad a sus palabras:
—Esté usted seguro de que no morirá de esta enfermedad. Su convalecencia, según dice el médico, sería larga y penosa, pero la salvación de la vida es segura.
—¡Viviré!, ¡oh, viviré! —y aquel hombre casi moribundo decía estas palabras con una alegría sin limites, agarrándose con las esperanzas del desesperado a aquellas palabras de su amigo.
—Sí, vivirá usted, don Ricardo, porque Dios, que todo lo puede, no querrá que usted muera.
—Yo no temo la muerte por mí. Es verdad que la idea de morir me agrada muy poco, pero pienso que al fin todos hemos de pasar por tal trance y esto me consuela. Lo que más pavor me produce es el pensar que a mi muerte María quedaría completamente sola en el mundo.
—¿Y yo, amigo mío? ¿No soy nadie para ella?
—Usted, pobre señor García, aunque está todavía sano y ágil, el día que menos lo espere saldrá también de este mundo.
—Fácil es; pero esto no impide que mientras viva proteja a María, tanto más cuanto que ésta se halla amenazada por serios peligros.
—¡Eh!, ¿qué dice usted? —preguntó con sorpresa Avellaneda.
—Esta tarde, al salir de aquí, he visto al conde de Baselga apostado en la esquina, espiando esta casa. Desconfíe usted, señor don Ricardo, pues ese hombre es muy audaz y lo creo lo bastante atrevido para subir aquí sin que usted lo sepa.
Aquello desvaneció la débil tranquilidad de Avellaneda, y por unos instantes creyó el devoto que el delirio iba a reaparecer. ¿Con que aquel aventurero que se le aparecía en las visiones de su loca fiebre como un miserable envenenador, se atrevía a intentar el entrar en la casa de donde él le había arrojado? La idea que Baselga burlándose de todas sus prohibiciones volviera a avistarse con María le causaba gran furor y en su cerebro debilitado buscaba un medio para evitar el peligro.
—¡Qué hacer, Dios mió! ¡Qué hacer! —murmuraba el enfermo.
El señor García miró dulcemente a su amigo y creyendo que había ya llegado la oportunidad para dar un golpe decisivo, dijo con calma:
—Realmente es un peligro tener aquí a María. Tomasa tiene ocupaciones sobradas para poder ocuparse de ella, y yo sólo estoy aquí a ciertas horas. No es fácil, pues, evitar que un día u otro hable con ese hombre al que ama.
—¿Qué haría usted en mi situación, señor García?
—Pues yo comenzaría por sacar a María de esta casa.
—¡Separarme de mi hija! Eso jamás lo consentiré, y más hallándome en un estado tan grave. ¿Quién me cuidaría?
—¡Bah!, señor don Ricardo; el miedo a la muerte le hace a usted exagerar. No está usted tan grave como se imagina, y además Tomasa y yo nos sobramos para cuidarle en su convalecencia.
Avellaneda pareció reflexionar. Tan grande era el odio que profesaba a Baselga, que a pesar del inmenso cariño que sentía por su hija, no rechazaba con la misma indignación que otras veces aquella idea de hacerla abandonar la casa por algún tiempo. Bien considerado, ¿qué mal había en ello? María gozaría de mayores ventajas yendo a vivir durante algún tiempo lejos de la rue Ferou, y su salud no muy fuerte dejaría de sufrir el continuo quebranto que ocasiona el cuidado de un enfermo. La idea comenzaba ya a gustarle y únicamente le detenía a dar su consentimiento un importante detalle que se apresuró a exponer.
—Y diga usted, señor García. ¿Dónde iba a vivir la niña durante el tiempo de mi enfermedad?
—¡Oh!, descuide usted, amigo mío. Tengo un punto de la mayor confianza, y usted puede descansar en la firme seguridad de que María no corre ningún peligro ni es fácil que el conde logre encontrarla. La llevaré si usted quiere al convento de Santa Isabel; una santa casa en la que se educan las hijas de las primeras familias de Francia. Es el convento que goza de mayor fama entre la noble sociedad del barrio de San Germán.
Este detalle propio para deslumbrar a un tendero enriquecido, no causó gran impresión en Avellaneda. ¡Valiente cosa le importaba a él que se educaran en el tal establecimiento religioso las señoritas nobles! Al fin, un convento como todos, y él antes prefería entregar su hija, no a Baselga, sino al primer perdido harapiento que se le presentase, que consentir fuese a encerrarse en uno de aquellos serrallos espirituales que era el calificativo que le merecían los monasterios.
No estaba conforme; desechaba la idea, y bien claro lo dio a entender a su devoto amigo con marcados gestos de desagrado.
El jesuita comprendió que su presa iba a escapársele si no extremaba sus medios de persuasión, y abrumó a don Ricardo bajo una tremenda avalancha de palabras. Hacía mal en no adoptar el plan propuesto por él. Se exponía con ello a que su hija no olvidase aquel amor tan odioso para el padre, y hasta a que, aprovechando la enfermedad, la deshonra penetrase en aquel honesto hogar, mientras que accediendo a lo propuesto podía entregarse tranquilo a la convalecencia de su enfermedad sin tener que preocuparse de la seguridad de María.
Además, ¿por qué había de indignarse de tal modo ante la idea de que su hija fuese a pasar una corta temporada a un convento? ¿Es que las casas religiosas eran un lugar de perversión donde ninguna joven podía penetrar sin peligro para su honor? El padre no creía en la religión, pero estaba cierto de que existía Dios y seguramente que la hija al entrar en un convento y dedicarse a la oración conseguiría que el Ser Omnipotente se apiadase de don Ricardo y le concediera la necesaria salud.
Avellaneda seguía sin conmoverse, y toda la elocuencia del señor García se estrellaba ante su inflexible terquedad. Había dicho que no y estaba lejos de retractarse. Su hija seguiría en casa y a su lado, pues era una verdadera locura separarse de aquel ser que constituía toda su familia y enviarlo al convento.
Pero el jesuita no era menos tenaz, y abusaba de su superioridad sobre el abatido enfermo, martirizándolo con el incesante martilleo de un chorro interminable de palabras.
Pronto se resintió el cuerpo enfermo y debilitado de aquel tormento moral.
Abrumado Avellaneda por la charla de su amigo y sus exhortaciones dichas en tono sibilítico, volvió la cabeza a la pared procurando esconderla bajo la sábana; pero a pesar de esto todavía la voz del señor García siguió estrellándose en sus oídos monótona y majestuosa.
Los peligros que corría María permaneciendo en aquella casa cien veces repetidos y expuestos hasta en sus menores detalles, llegaron a impresionar a Avellaneda que, por otra parte, comenzaba a experimentar cierto embotamiento en sus sentidos y otros síntomas que anunciaban la reaparición de la fiebre.
La idea del convento le parecía más tolerable. Bien considerado aquella vida monástica de María sería muy breve, pues él no moriría de aquella enfermedad, según le aseguraban todos, y apenas se encontrase repuesto sacaría del convento a la joven, que además estaría ya curada de su pasión.
Casi estaba convencido, pero le faltaba hacer la última objeción.
—¿Y cree usted que mi hija estará conforme en entrar en un convento, aunque sólo sea por una corta temporada?
El jesuita se estremeció de alegría comprendiendo que tenía ya en su bolsillo la voluntad de aquel hombre. No le habló de las aficiones monásticas de María, pues esto hubiera agrandado ciertos recelos en Avellaneda, siempre temeroso de la influencia que la religión ejerce sobre las jóvenes, pero afirmó sobre su palabra de honor que por haber educado a la niña conocía perfectamente su carácter y sabía que no consideraba desagradable pasar una corta temporada en un convento pidiendo a Dios que devolviese la salud a su padre. Había más aún; él la había consultado antes de hablar con don Ricardo y la niña se conformaba a todo cuanto la mandasen.
Avellaneda suspiró angustiosamente. Convencido por su amigo, todavía acariciaba un resto de esperanza y ésta era que María se negase a ir al convento; pero en vista de lo dicho por el devoto, tuvo que conformarse, y decir con acento doloroso:
—Puesto que ella consiente, sea. El culpable de todo es ese canalla de conde que me persigue y asedia viéndome enfermo.
El enfermo hizo un brusco movimiento como si buscase en su cama a Baselga para desahogar su indignación, y tras un largo silencio, dijo con desfallecimiento.
—Puede usted llevarse a María cuando guste.
—Para eso es necesaria una pequeña formalidad.
—¡Oh! ¿Un esfuerzo todavía, después que tanto sufro?
—No es nada. Sólo se trata de que firme usted un consentimiento que ahora mismo escribiré.
El señor García se dirigió a una mesa que estaba en un ángulo de la habitación y en la cual escribía el médico sus recetas.
Con rapidez nerviosa escribió en un pliego unas pocas líneas, en las cuales Avellaneda manifestaba su consentimiento para que su hija entrase en el convento de Santa Isabel.
La tarea de firmar fue muy trabajosa para don Ricardo. Incorporado en el lecho, hacía esfuerzos para que la pluma no se escapase de sus dedos embotados y al fin, ayudado por su amigo, pudo trazar un garabato tembloroso, que tenía cierto aire de familia con la firma que hacía en tiempos normales.
Cuando el señor García metió en un bolsillo de su levitón aquel papel tan codiciado, experimentó una alegría sin límites. El negocio estaba ya terminado. La niña quedaría al día siguiente encerrada en el convento, el padre no tardaría en morirse y María, cediendo a los consejos de su protector, cedería sus millones a la Compañía de Jesús.
Había para volverse loco de alegría y el jesuita saboreaba con placer el horrible crimen, dando gracias a Dios, que protege siempre a sus servidores y representantes en la tierra.
Aquel triunfo dio aún mayor locuacidad al señor García, el cual entretuvo agradablemente a su amigo haciéndole los mayores ofrecimientos y jurándole que nunca le abandonaría, siendo para él como un hermano mayor dulce y cariñoso.
Aquella charla agravó el estado del enfermo y la fiebre volvió a aparecer.
A medianoche cuando María, fortalecida por algunas horas de sueño, entró a cuidar a su padre, éste deliraba y se movía furiosamente en su lecho, como si quisiera huir de las terribles imágenes que le perseguían.
El jesuita dijo a la joven que al día siguiente tenía que hablar con ella de asuntos muy graves, y después abandonó la casa.
Por la calle, y a aquellas horas en que eran escasos los transeúntes, marchaba erguido y majestuoso con la expresión de un caudillo victorioso.
Engreído con su triunfo, miraba las casas oscuras y silenciosas como si tuviera un poder absoluto sobre los miles de seres que las habitaban, y se conmovía pensando los elogios que la Compañía de Jesús le dedicaría al conocer el buen término de su negocio. Nada le enorgullecía tanto como el pensar lo que diría el padre Fabián aquel superior violento y malhumorado que había llegado a compararle a un perro viejo sin olfato. Ahora vería él si era todavía el agente listo y astuto de otros tiempos.
Cuando llegó a su casa y respondiendo a su tirón de la campanilla se abrió la puerta de la escalera, quedó algo sorprendido al ver a la vieja portera a la puerta de su cuchitril con una luz en la mano.
—¿Cómo es esto, señora Magdalena? ¿Todavía no se ha acostado usted? ¿Sabe qué hora es?
—¡Ay, señor! Tengo cosas muy graves que decirle.
El viejo hizo un gesto para indicar que estaba dispuesto a oír.
—Al señor español del primer piso se lo han llevado.
—¿Quién? —La policía. Ha venido a las ocho el comisario del barrio con algunos agentes, y después de registrar la habitación se han llevado al señor Baselga a la prisión de Mazas. ¿Por qué será esto, señor García? Dígamelo usted, porque yo estoy muy intranquila. ¿Es que el señor se ocupaba en cosas malas?
El jesuita levantó los hombros para indicar que no sabía nada, y después de tranquilizar a la vieja con cuatro frases comunes subió lentamente a su buhardilla saboreando mentalmente el suceso.
¡Oh! La cosa iba bien y no podían arreglarse los sucesos más perfectamente. El padre Fabián había cumplido con prontitud lo prometido en aquella misma tarde, y el conde estaba ya en la cárcel por conspirar contra el gobierno de España.
Teniendo él en su bolsillo la autorización de Avellaneda poco le importaba que el conde rondase la casa, pero de todos modos no era malo que el audaz aventurero pagase con la cárcel su desobediencia a la Compañía.
El vejete estallaba de satisfacción. Aquello era un día completo, y a ser menos incrédulo en el fondo, había motivo sobrado para rezar un buen rosario a la estampa de Jesús que tenía arriba en su cuartucho.
XVI. EL OLFATO DE TOMASA
La vieja criada de casa Avellaneda estaba dominada por una continua preocupación.
La enfermedad de su señor se agravaba por momentos, y el delirio le dominaba hasta el punto de no dejarle más que muy breves ratos de lucidez, pero no era ésta precisamente la causa del malestar experimentado por Tomasa.
Las desgracias se sucedían sin interrupción y la antigua doméstica parecía olfatear el ambiente de la casa presintiendo con su fino instinto de mujer burda, pero astuta, que allí se cernía alguna fatalidad extraña o alguna horrible traición.
Por la mañana el señor García se había llevado a la señorita de la casa en un coche de alquiler sin más equipaje que una pequeña maleta.
Tomasa sabía lo que aquella salida significaba. En las primeras horas de la mañana el señor García mantuvo una larga conferencia a puerta cerrada con María, y cuando el vejete se marchó diciendo al despedirse que antes de una hora estaría de vuelta, la niña, avergonzada y temerosa, pero arrastrada al mismo tiempo por el afecto a su amiga, la confesó que iba a salir inmediatamente de la casa para encerrarse en un convento.
Al ver la estupefacción dolorosa de la criada que al fin se resolvió en gemidos y lágrimas, la joven, para consolarla, dijo que aquella ausencia sólo duraría muy poco tiempo; pero el engaño en aquellos labios poco acostumbrados a mentir no lograba revestirse de veracidad y al fin lo confesó todo y Tomasa supo con asombro que su señorita pensaba encerrarse en el convento para siempre.
La pena que aquella declaración produjo en la criada no podía borrarse con ningún consuelo, y fue en vano que María le dijese que esto no impediría que fuesen tan amigas como antes y que se viesen con frecuencia, pues Tomasa podría ir dos veces por semana al convento de Santa Isabel, y tal vez la superiora la dejase entrar hasta en los mismos claustros.
La enérgica aragonesa estuvo tentada de pedir auxilio como el desventurado que ve cómo los ladrones le arrebatan su fortuna; pero creyó más fructuoso amenazar a la señorita creyendo que ésta iba a realizar tan loca resolución, sin permiso de su padre.
—No irá usted al convento, señorita. Se lo diré a su padre y como él se opondrá, no será usted tan mala que se atreva a darle tal disgusto. ¡Pues no faltaba más sino que se marchase usted de esta casa, ahora que su padre está casi en la agonía! Este disgusto acabaría de matarle.
—Tomasa, mi padre lo sabe todo.
—¿Y consiente…?
—Sí —contestó María lacónicamente, experimentando gran compasión ante el asombro de Tomasa.
—¡Parece imposible!, y de seguro que alguien habrá arreglado esa monstruosidad. ¿Ha sido el señor García?
Al ver el signo afirmativo de María, la criada dio rienda suelta a su indignación. Todos sus sentimientos sufrieron un completo trastorno y la antigua simpatía que profesaba al viejo devoto, trocose rápidamente en salvaje odio.
Las injurias salieron atropelladamente de su boca sin fijarse en que María las escuchaba con aspecto tan pronto compungido como escandalizado.
Los peores epítetos fueron arrojados como balas rasas sobre aquel beato indecente que venía a robar a ella que se consideraba ya de la familia, y al infeliz padre el cariño y la presencia del único ser querido ¿Y no había un presidio para tales hombres? Ya se lo diría ella con todas sus letras así que se presentase el viejo… pero no; sería una imprudencia y resultaba mejor dejarlo para más adelante cuando un escándalo no pudiese agravar el estado en que se hallaba el señor.
Tomasa para detener a su señorita intentó apelar al amor y recordó hábilmente al conde de Baselga. ¡Pobre señor!, ¡cuán enamorado estaba! Justamente la tarde anterior, al salir de casa para ir a la botica lo había encontrado en la calle, y relataba toda su conversación, el interés con que el conde se enteraba de las dolencias del enfermo y de la salud de María, lo conmovido que se mostraba al recordar de tal modo sus infelices amores, y además la criada, por su parte, detallaba el aspecto quebrantado y melancólico que tenía Baselga.
Una viva llamarada pareció pasar por los ojos de María. El recuerdo de aquel hombre hábilmente evocado, resucitaba en su pecho la pasión que en vano quería olvidar; pero la joven no dejó que la dominase por mucho tiempo la impresión. Recordó la cólera de Dios y la indignación del señor García, pensó que del sacrificio de su felicidad dependía la salud de su padre, y bajó la cabeza con aire resignado.
Aquello quitó a Tomasa toda esperanza. Le habían robado la niña, pues el maldito viejo era dueño absoluto de su voluntad.
Cuando una hora después tembló el suelo de la solitaria calle bajo las ruedas de un carruaje y Tomasa adivinó por algunos golpes de tos que el señor García subía la escalera, fue a esconderse en la cocina temiendo dar un escándalo, pues conocía que en presencia del viejo era muy capaz de arañarle.
La despedida en la alcoba del enfermo no fue tan dolorosa como esperaba el jesuita. Don Ricardo, que después de muchas horas de incesantes sufrimientos estaba sumido en un pesado letargo no dio señales de sentir los besos que la sollozante María depositó en su frente sudorosa.
La partida fue rápida, precipitada como si la joven estuviese ansiosa de salir cuanto antes de aquella casa para evitar una reacción de su voluntad que le impidiese cumplir lo prometido.
Tomasa, escondida en la cocina, permanecía inmóvil acariciando todavía la esperanza de un rápido arrepentimiento en su señorita; pero cuando llegó a sus oídos el golpe de la puerta de la escalera al cerrarse, y poco después alejarse de la solitaria calle el ruido del coche en marcha, sintióse dominada por la desesperación y se acusó furiosamente de torpe y de imbécil por no haberse opuesto a que su señorita abandonase la casa.
Más de una hora permaneció la fiel sirviente entregándose a raptos de desesperación desagradables muchas veces para su propio cuerpo, pues se traducían en tirones del pelo y puñetazos en la cara; pero por fin cansose la varonil aragonesa de gemir y atormentarse y se propuso tomar una resolución.
El recuerdo de Baselga acababa de pasar por su memoria, y Tomasa creyó lo más útil en aquellas circunstancias avisar al conde de cuanto ocurría.
Entró en la alcoba del enfermo, vio que seguía dominado por el sopor y salió de la casa después de encargar a una de las criadas francesas que velasen a don Ricardo.
La tenaz aragonesa marchó rectamente a la calle de los Santos Padres, pues conocía la habitación de Baselga a causa de haber ido algunas veces a darle avisos de parte de Avellaneda o cartas amorosas de María.
Tenía Tomasa alguna amistad con la portera, así es que al entrar en el portal se dejó detener por ésta, y como de costumbre entabló conversación.
La sorpresa que experimentó la sirvienta fue imponderable al saber que el conde había sido reducido a prisión por la policía.
Al ver que la portera no daba una explicación satisfactoria de tal accidente ni sabía cuál pudiera ser el verdadero motivo del arresto, Tomasa experimentó un vago sentimiento de sospecha que poco a poco fue agrandándose.
La fiel aragonesa no podía encontrar una aclaración a tal misterio, pero adivinaba que todas aquellas desgracias que ocurrían seguidamente eran obra de una mano misteriosa, de un poder oculto, interesado en separar a los dos amantes.
La inesperada marcha de María al convento y la prisión del conde, eran dos sucesos que unidos hacían sospechar con algún fundamento que eran el resultado de un plan preconcebido.
Tomasa sospechaba del señor García. El repentino odio que le había cobrado desde que arrebató a María, la impulsaba a hacerle responsable de todas las desgracias y por esto, después que saliendo de la antigua casa de Baselga volvió a la calle Ferou, iba por el camino murmurando imprecaciones contra el viejo beato, al que se sentía muy capaz de exterminar.
Cuando entró en la habitación de Avellaneda éste acababa de salir del sopor que por tanto tiempo le había dominado y hacía varias preguntas con voz desfallecida a la criada francesa que estaba junto a su lecho.
Ésta salió al ver a Tomasa que tomó asiento junto a la cabecera y preguntó con interés a su señor cómo se sentía.
—Mal; muy mal, Tomasa. Esto va cada vez peor. La hinchazón del vientre aumenta por instantes y me temo que la muerte no tardará en llegar. ¿Y María, dónde está?
Tomasa quedó estupefacta ante esta pregunta formulada con gran naturalidad.
—¿Cómo es eso, señor? ¿Usted me pregunta por la señorita? ¿Ignora acaso que esta mañana se la llevó el señor García para meterla en un convento?
La sirvienta dijo esto ansiosa y apresuradamente con la esperanza de que el permiso paternal que había alegado María al marcharse resultase falso, en cuyo caso se prometía marchar inmediatamente al convento y deshacer la trama del señor García; pero su decepción fue tremenda cuando oyó que su señor exclamaba con desaliento:
—¡Ah!, es verdad. Ese diablo de señor García ha logrado convencerme. Es raro que yo hubiese olvidado un asunto tan grave.
Y luego añadió con tristeza:
—¡Tanta falta que me hace mi hija! Tomasa, no te ofendas, tú me quieres y me cuidas mucho, pero me parece que vivo solo en esta casa desde que María se ha marchado.
—Señor, usted ha hecho una locura consintiendo que la señorita abandonase esta casa para siempre ahora que se encuentra usted tan grave. ¡Y pensar que la pobre niña va a consumir su juventud encerrada en un convento y entregándose a una vida propia de vieja! Eso es un crimen, sí, señor; una tremenda locura de la que tendrá usted que dar cuenta a Dios.
Avellaneda miró con asombro a su criada, como si no comprendiese el valor de sus palabras.
—¿Has dicho que la señorita se fue de esta casa para siempre? ¿Quién te ha contado tal mentira? Estás equivocada: yo sólo he dado permiso al señor García para que mi hija fuese al convento por una corta temporada, o más bien dicho, hasta que me cure de esta enfermedad, lo que va siendo ya difícil.
Entonces le tocó asombrarse a la criada que comenzó a ver algo claro en la cuestión. La malicia del señor García aparecía manifiesta desde el momento, en que había dicho una cosa a su amigo para hacer en la práctica lo contrario, y la criada relató a Avellaneda todo lo ocurrido entre ella y María poco antes de que ésta marchase al convento.
Avellaneda, a pesar de su estado y de la debilidad que sufría su cerebro, adivinó lo que significaba aquel misterio.
Su amigo García se convirtió repentinamente en su pensamiento en un tuno de la peor especie, y comprendió que había inclinado a su hija a la vida religiosa, y al mismo tiempo había mentido para lograr del padre el necesario consentimiento.
Tomasa, adivinando la impresión que en su señor producía tal descubrimiento, creyó del caso relatarle todo cuanto ocurría, y aun a riesgo de disgustar a don Ricardo, puso en su conocimiento la prisión de Baselga, así como las sospechas que le producía este extraño hecho.
Avellaneda torció el gesto al oír el nombre del conde, pero a pesar de esto siguió con atención el relato de la criada.
No cabía dudar. Baselga era víctima de la misma persecución que María, y resultaba indudable la existencia de un poder oculto interesado en separar a los dos amantes para que la joven fuese a enterrarse en un convento y que empleaba como un arma las preocupaciones del padre.
El señor Avellaneda adivinaba el verdadero móvil de aquella sorda conspiración dirigida contra la tranquilidad de su familia. La colosal fortuna de su hija era el objetivo a donde se dirigían los esfuerzos de aquel oculto poder.
Ante la idea de que María le había sido robada y que jamás volvería a verla, don Ricardo estremecióse de terror primeramente y después su ánimo se sublevó, disponiéndose a deshacer todo lo hecho y consentido en un momento de obcecación.
La posibilidad de que fuera ya tarde para desbaratar los planes del señor García le desesperaba, y como si Tomasa fuese una inteligencia privilegiada capaz de encontrar el medio para salir del atolladero, le preguntaba con acento angustioso:
—¿Qué hacer en esta situación? ¿No se te ocurre ningún medio para deshacer la trama de ese beato? ¡Ay! ¡En que mala hora firmé el maldito consentimiento!
Tomasa, que también deseaba encontrar una solución al conflicto, quedóse pensativa largo rato, y por fin dijo con resolución:
—Yo en lugar de usted llamaría a la policía.
—¿Para qué?
—Para relatar todo lo sucedido y hacer que sacase a María del convento.
—Pero… ¿y mi consentimiento?
—El que concede una cosa creo que puede retirarla, y más si ha sido engañado como usted en esta ocasión.
Avellaneda, con una corta reflexión pareció apreciar el valor de la proposición de su criada, a la que dijo después:
—Sí; eso que me propones es lo mejor. Marcha al momento y busca al comisario del barrio. No pierdas tiempo, trae aquí a ese funcionario sin perder tiempo, y piensa que de esto depende la suerte de María.
Tomasa apenas si escuchó las últimas palabras, pues salió velozmente de la habitación.
Mientras corría a la oficina de policía iba pensando en la posibilidad de que todo quedase arreglado en breve plazo.
Después de lo ocurrido, don Ricardo no sentiría tanto odio contra Baselga, y era fácil que María olvidase sus aficiones monásticas tan pronto como supiera que su padre accedía a consentir sus amores.
El punto negro que todavía se marcaba en aquel horizonte feliz, imaginado por Tomasa, mientras corría en busca del comisario, era la prisión de Baselga y el motivo por ella ignorado que le había conducido a la cárcel de Mazas.
XVII. SE DESHACE LA TRAMA
El comisario de policía del barrio de San Sulpicio era un buen señor, bajo de estatura, algo ventrudo y de rostro bonachón, lo que no impedía que llevase con bastante majestad el fajín tricolor y que en algunas ocasiones sus ojuelos tras los cristales de las gafas brillasen de un modo imponente.
Más de dos horas tuvo que aguardarlo Tomasa en la oficina de policía, pues estaba ausente por asuntos del servicio; pero apenas al volver escuchó los ruegos de la criada, marchó directamente a casa de Avellaneda a pesar del cansancio que manifestaba.
Al entrar en la habitación del enfermo y contemplar el aspecto de don Ricardo, movió la cabeza de un modo triste. Estaba muy habituado a ver enfermos e instintivamente adivinaba la aproximación de la muerte.
Con benévola complacencia escuchó las palabras entrecortadas de Avellaneda, dichas con acento débil, y lo que el funcionario sacó como consecuencia, fue que María había sido arrebatada del hogar paterno con engaño y que era necesario ir cuanto antes al convento de Santa Isabel para sacarla de él.
El comisario dirigiose a su secretario, un pobre diablo raído y macilento en quien el rollo de papeles bajo el brazo parecía haberse convertido en un nuevo miembro de su cuerpo y le hizo extender una diligencia propia del caso.
Después salió prometiendo que no tardaría en volver trayendo a María.
Tomasa le esperaba junto a la puerta de la escalera con ademán suplicante y tímido como para excusar la pregunta que iba a dirigirle.
La criada deseaba saber el motivo de la detención de Baselga y lo preguntaba humildemente al comisario. Éste apenas si recordaba el suceso. ¡Tantas prisiones hacía todos los días! Los detalles que le dio Tomasa desvanecieron un tanto su olvido y al fin, mientras comenzaba a bajar la escalera, dijo con el acento del hombre que recuerda un suceso insignificante:
—¡Ah! Sí; creo que fue ayer cuando detuve a un conde español, en la calle de los Santos Padres. Sí, eso es. Se llama Baselga ¿no es verdad?
Y ante los signos afirmativos de la aragonesa dijo cuando ya estaba en un rellano inferior:
—Ha sido denunciado por la embajada de España como conspirador carlista y lo llevamos a Mazas. No es cosa importante, tal vez salga mañana mismo, pero será para que la gendarmería lo conduzca a la frontera.
Cuando el comisario desapareció, Tomasa, segura ya de la suerte de María, se preocupó únicamente de Baselga que indudablemente iba a ser víctima de la malicia del señor García, porque la doméstica no vacilaba en creer al viejo devoto el causante de todas las desgracias.
Ella sabía que el conde tenía en París numerosos amigos, compañeros de emigración, y que estaba relacionado con las principales familias del barrio de San Germán; daba como seguro que todos ignorarían la desgracia de Baselga y se proponía avisarlos para que con sus poderosas gestiones impidiesen que fuese expulsado de Francia, pero apenas formulados estos pensamientos se detenían ante un obstáculo tan insuperable como era el que ella no conocía a tales personas e ignoraba sus domicilios, siendo una empresa imposible buscarlos a ciegas en una ciudad inmensa como París.
Pero Tomasa así que adoptaba una resolución no se detenía ante ningún obstáculo y se propuso, mientras el comisario volvía con María, buscar en los hoteles del barrio de San Germán alguna de aquellas nobles que conociesen a Baselga.
Difícil era la tarea y más tratándose de gentes inabordables por su posición, pero Tomasa se proponía sufrir toda clase de humillaciones y hostilizar con preguntas a todos los porteros y criados del barrio aristocrático hasta encontrar lo que deseaba.
El estado cada vez más grave de su señor le producía ciertas dudas al adoptar la decisiva resolución; pero pudo más en ella el deseo de hacer la felicidad de los dos amantes, y aprovechando la visita del médico, que como de costumbre hizo concebir al enfermo lisonjeras esperanzas que él después contradecía con tristes movimientos de cabeza, salió a la calle.
Comenzaba a oscurecer y las calles de París estaban envueltas en esa confusa penumbra que reina en los instantes que muere el día, y los encargados del alumbrado público se retrasan en encender los faroles.
Tomasa emprendió su marcha a paso rápido y al ir a desembocar en la plaza de San Sulpicio tropezó con un hombre que venía en opuesta dirección.
La criada experimentó la misma impresión que sí se viese en presencia de un aparecido.
—Señor conde —exclamó por fin con voz emocionada y temblorosa—. ¿Es usted mismo? ¿Cómo se encuentra libre?
Efectivamente aquel hombre era Baselga que se dirigía a colocarse en la esquina de la calle Ferou para espiar la casa de Avellaneda con la esperanza de encontrar a la criada y saber de María.
Tomasa experimentaba una alegría inmensa por el encuentro y oyó con la mayor atención el relato de cuanto le había ocurrido al conde.
Apenas éste se vio encerrado en Mazas, envió una carta a uno de sus amigos franceses persona influyente con el ministro del Interior, y el cual en pocas horas había conseguido anular la detención y librarle de ser conducido a la frontera logrando que el embajador español declarase que había sido víctima de una equivocación al pedir que fuese expulsado el conde de Baselga.
Una hora antes había sido puesto en libertad, y después de subir a su casa con un agente de policía que le devolvió todos los papeles y objetos ocupados en el registro, se apresuró a ir a la calle Ferou, en cuya esquina le ocurrió el casual encuentro con Tomasa.
Cuando ésta le relató lo que había ocurrido en su casa desde la última vez que se avistó con él, Baselga mostróse indignado y desahogó su cólera profiriendo algunas expresiones mal sonantes contra el señor García.
Cuando los dos acabaron de manifestarse todo cuanto sabían, reinó un largo silencio que al fin interrumpió Baselga.
—¿Y qué piensa hacer tu señor?
—Don Ricardo está indignado contra su antiguo amigo que ha pretendido robarle la hija para apoderarse de sus millones.
—Esto no impedirá que siga odiándome.
—¡Quién sabe! Hace poco cuando hablé de usted para relatar su prisión, no manifestó tanto enfado como en otras ocasiones. La mala acción del señor García ha modificado bastante sus ideas.
—¿Está ahora solo don Ricardo?
—Sí; hace poco rato se fue el médico, y en cuanto a ese pícaro devoto no ha vuelto desde esta mañana en que se fue a acompañar a la señorita al convento. ¡Ah! ¡Qué alegría la mía cuando vea la cara de condenado que pondrá ese viejo al saber que se le ha escapado la presa y que la señorita vuelve a estar entre nosotros!
El conde había adoptado una resolución. Deseaba tener una entrevista con don Ricardo, repetirle otra vez sus pretensiones amorosas y darle a entender el verdadero móvil de aquella sorda conspiración que se cebaba en todos ellos.
Sabía bien Baselga a lo que se exponía relatando a Avellaneda los secretos de la Compañía, y poniendo en su conocimiento las artes de que ésta iba valiéndose para apoderarse de los millones de su hija; pero en la situación en que se encontraba estaba dispuesto a todo y no vacilaba en arrastrar las iras del jesuitismo.
Éste le había declarado la guerra con aquella prisión que era obra del padre Fabián, y le acababa de robar la mujer amada; no era, pues, el instante propicio para contemplaciones y para salvarse y realizar sus aspiraciones amorosas, necesariamente había de torcer la voluntad del moribundo diciéndole toda la verdad.
Tomasa no encontró mala la idea de la entrevista, y volvió a casa seguida del conde, al que dejó en el comedor, entrando inmediatamente en la habitación del enfermo.
Había que preparar a don Ricardo y evitarle la impresión demasiado fuerte que le produciría la inmediata presentación del conde.
Cuando un cuarto de hora después Baselga entró en la alcoba del enfermo, notó que éste le recibía mejor de lo que él esperaba. En su rostro desencajado veíase una expresión de bondad que tranquilizó al conde.
Tomasa, valiéndose del ascendiente que tenía sobre su amo, le había sermoneado bastante y éste por su parte reflexionó lo suficiente para que algunas de sus antiguas preocupaciones fuesen desvaneciéndose.
¿Por qué se había él opuesto a aquellos amores? Únicamente por los terribles celos que le producía el pensar que un hombre le privase de la presencia de su hija; pero desde que el señor García había intentado robarle a María para siempre, Avellaneda comenzaba a mirar a Baselga con más simpatía. Al fin éste buscaba a su hija para hacerla su esposa feliz, mientras que el viejo devoto, con sus ocultos auxiliares, quería arrebatársela para robarla sus millones y hacerla morir de tristeza en el fondo de un convento.
Además, la persecución de que era objeto Baselga a causa de sus amores, despertaba forzosamente en el ánimo del viejo una especie de agradecimiento al hombre que tales desgracias sufría por el cariño que profesaba a su hija.
Aquellas horas pasadas sin la presencia de María y que resultaban tristes y monótonas para el padre, hacían más agradable la presencia del emigrado, pues el anciano experimentaba junto a él una impresión parecida a la que siente el amante al rozarse con los seres que viven en intimidad con la mujer amada. Hasta le parecía al buen don Ricardo que en el conde había algo del perfume virginal de María.
La conferencia fue tan afectuosa como lo permitían las dolencias del enfermo, que de vez en cuando le arrancaban quejidos de dolor.
Baselga lo contó todo. Sus conferencias con el padre Fabián, la oposición que la Compañía de Jesús había hecho a su matrimonio y el deseo de que María fuese a morir en un convento, y, por fin, el afán que sentía el jesuitismo por apoderarse de los millones de María.
Cuando Avellaneda supo que su amigo García era un jesuita que durante tantos años había permanecido en el seno de su familia, siendo considerado como un individuo de ella, y pagando tanto cariño con un continuo espionaje y la preparación lenta, pero segura, del robo de la fortuna de su hija, sintió miedo e indignación a un tiempo.
Entonces las ideas del pasado se agolparon rápidamente en el cerebro de Avellaneda, y profirió terribles palabras contra aquellas sabandijas de la religión, que durante siglos enteros trabajaban por apoderarse de toda la autoridad y toda la riqueza de la tierra.
Don Ricardo comenzó a sentir cierta compasiva simpatía hacia aquel hombre que tanto cariño demostraba y que tan francamente exponía sus ideas.
Cuando Baselga volvió a manifestar su pretensión de ser esposo de María, Avellaneda le interrumpió con acento bondadoso:
—No siga usted adelante. Se casará usted con mi hija. Yo, a pesar de cuanto dice el médico, conozco mi situación y comprendo que esto se va. No quiero morir dejando a mi hija desamparada y bajo las garras de esos jesuitas que buscan sus millones. Será usted el marido de María, y ojalá que sea pronto, pues conozco que mi vida no da mucho de sí.
Baselga estrechó con efusión la descarnada mano del enfermo, y Tomasa, que siguiendo una antigua costumbre, escuchaba la conversación escondida tras el cortinaje de la puerta, creyó del caso entrar para demostrar al señor su agradecimiento con algunas lágrimas.
En aquel instante el ruido de un carruaje en marcha, que conmovía el adoquinado de la calle, cesó frente a la casa, y momentos después sonó la campanilla de la escalera con nerviosa y prolongada vibración.
Tomasa se estremeció, y dejándose llevar de un irreflexivo instinto, gritó palmoteando de alegría:
—¡La señorita! ¡Es la señorita!
XVIII. LA FELICIDAD DE BASELGA
María era la que llegaba.
Entró con timidez en la alcoba y casi temblando, como arrepentida de la locura que había cometido en un momento de alucinación mística abandonando a su padre cuyo estado fatal conocía, pero su turbación aún aumentó más al ver a Baselga de pie junto al lecho del enfermo.
¿Cómo era aquello? ¿Qué hacía allí su amante? La joven al ver al hombre amado sintió que renacía en su pecho la amortiguada pasión y se felicitó de que la policía hubiese ido a sacarla de aquel convento en el cual desde por la mañana la perseguía el recuerdo de su padre moribundo y casi abandonado.
El jefe de policía siempre seguido de su fiel can y secretario, estaba en el dintel contemplando la escena y gozando con la alegría que le producía al enfermo la devolución de su hija. Escenas tan tiernas como aquellas eran las únicas satisfacciones que le proporcionaba su oficio.
Llegó el momento de las explicaciones.
—Señor Avellaneda —dijo el comisario—, mi misión está cumplida. Le devuelvo a usted su hija y me retiro ya si es que nada más tiene que pedirme.
El digno funcionario miró a María y a su padre con tal expresión, que la joven venció su timidez y gimiendo se arrojó sobre el lecho del enfermo, estrechando entre sus brazos la cadavérica cabeza de don Ricardo.
Éste sollozaba de felicidad al sentir el contacto de aquel ser querido y todos los que presenciaban la escena mostrábanse conmovidos a excepción del secretario del jefe de policía que contemplaba aquel acto con la indiferente frialdad de un autómata.
—Todo está bien —dijo el comisario con aire satisfecho—, y ahora con el permiso de ustedes me retiro si es que no tienen que pedirme otro servicio.
Don Ricardo hizo con la mano una señal para que el funcionario se acercara a su lecho y allí fue a situarse aquél seguido siempre de su apéndice el secretario.
Los dos amantes y la sirvienta comprendieron que su presencia podía ser molesta y se retiraron al fondo de la habitación junto a la ventana, quedando envueltos en la penumbra que formaba la llama de una pequeña lámpara batallando con las densas sombras a las que sólo podía expulsar de un reducido espacio.
Avellaneda contó al comisario todo cuanto acababa de saber por boca de Baselga. Los jesuitas conspiraban contra la libertad de su hija para apoderarse de sus millones y era preciso ponerla a salvo de tales asechanzas. Convenía, pues, casarla cuanto antes con el conde de Baselga que la amaba, pero este acto no podía verificarse inmediatamente y él se sentía próximo a morir inquietándole mucho la idea de que su hija iba a quedar sin el apoyo de un marido por lo cual solicitaba el consejo del comisario.
Este escuchaba con gran atención desde que oyó que los jesuitas estaban mezclados en el asunto.
La monarquía de Luis Felipe, como nacida de una revolución, era muy poco afecta a la Compañía de Jesús y además la prensa republicana hacía una continua campaña contra la Orden a la cual no sin fundamento atribuía la mayor parte de los males que afligían al país.
Estaba, pues, interesado el comisario como agente del gobierno en combatir a aquella tenebrosa asociación que penetraba en todos los hogares y buscaba apoderarse de todas las fortunas, y de aquí que prometiese a Avellaneda prestarle toda su ayuda.
El enfermo, ante esta promesa, comenzó por pedirle le indicase qué es lo que podía hacer para asegurar la suerte de María hasta que llegase el momento de casarse.
—Lo único que puede hacerse en esta ocasión —contestó el comisario—, es que conste de un modo formal que usted da su consentimiento para que la señorita contraiga inmediatamente matrimonio. Si por desgracia muere usted, yo quedaré encargado de activar el casamiento y de impedir que esos negros enemigos de su tranquilidad intenten algo contra su hija. Mi deber, como funcionario, consiste en oponerme a las tramas de jesuitismo al que usted no debe temer estando en Francia. La Compañía podrá tener gran poderío en España, pero aquí nuestro gobierno le ha declarado la guerra y crea usted que tendría un verdadero placer en que la policía tuviese que entenderse con algunos de sus individuos.
Avellaneda admitió el consejo del comisario y éste despachó a su amanuense para que fuese en busca de un notario que vivía en el mismo distrito.
Transcurrieron algunos minutos sin que nada viniera a turbar la calma que reinaba en aquella habitación.
Los dos amantes de pie junto a la ventana y velados por la sombra, se entregaban a una conversación sin fin, y, con ese egoísmo propio de enamorados, forjábanse los más hermosos ensueños, sin acordarse de que a pocos pasos de ellos se encontraba don Ricardo amenazado de muerte; Tomasa, sentada cerca de la pareja los contemplaba con cariño, y de vez en cuando acudía al cuidado del enfermo; éste gemía dolorosamente, y el comisario estaba inmóvil en su silla, con ademán distraído y como repasando en su memoria los asuntos que le ocuparían al día siguiente.
En esta situación se encontraban los cinco, cuando sonó la campanilla de la escalera.
—¡El notario! ¡Ya está ahí el notario! —dijo María con alegría.
—¿El notario? —murmuró el policía—. No sé; pero me parece demasiado pronto.
Sonaron pasos en la habitación vecina, y un hombre entró sin que la densa sombra le permitiera ser reconocido.
Cuando llegó al espacio iluminado, todos, a excepción del comisario, profirieron una exclamación.
Era el señor García.
Éste, por su parte, no se manifestó menos asombrado. Miró al comisario y palideció algo al fijarse en su fajín, signo de autoridad; pero cuando sus ojos, profundizando en las sombras, adivinaron, a pesar de su miopía, a Baselga y su amada de pie junto a la ventana, perdió aquella serenidad que le caracterizaba y quedó estupefacto.
Con la rapidez del rayo pasó por su cerebro un torbellino de asombrados pensamientos. Ni remotamente podía habérsele ocurrido al entrar en aquella casa, que iba a encontrar a María, a la que había dejado en el convento algunas horas antes. ¿Cómo era aquello? ¿Cómo habían accedido las buenas madres del convento de Santa Isabel a soltar la rica presa que él les había entregado en nombre de la Compañía?
El asombro le quitaba aquella cínica audacia de jesuita, que era su principal arma, y experimentaba una turbación y una sorpresa sin límites.
La voz débil de Avellaneda le sacó de su asombro.
—Adelante, canalla —le gritó el enfermo—. Pasa adelante, y sufre al ver que la maldad no ha triunfado y que todas tus tramas acaban de ser desbaratadas. ¡Ah, miserable!, ¡qué sería de ti si yo pudiese saltar de este lecho!
Esta exclamación de Avellaneda fue acompañada del choque que produjo un objeto de cristal al estrellarse en el pavimento, a los mismos pies del jesuita. El enfermo, con mano débil, le había arrojado a la cabeza un vaso de medicamento que tenía sobre la mesa de noche.
Aquella agresión, último arranque del carácter de Avellaneda, tímido en la juventud y atrabiliario en la vejez, sacó a Baselga de la estupefacción en que estaba.
Acordose de lo mucho que María y él habían sufrido por culpa de aquel repugnante viejo, sintióse dominado por su terrible cólera, y avanzó precipitadamente y con la diestra levantada sobre el señor García.
Éste no esperó la agresión. Sabía bien de lo que era capaz aquel coloso, y con movimiento instintivo corrió hacia la puerta, no tan pronto que se librara de un puntapié que le hizo apresurar su marcha.
El conde quiso ir aún en su seguimiento, pero el comisario, a quien tal escena había sacado de su impasibilidad, cerró el paso a aquél, y gracias a este auxilio el jesuita pudo salir de la casa sin otro detrimento que el dolor que sentía más abajo de la espalda, a causa de la furiosa patada de Baselga.
Volvió a establecerse la calma en aquella habitación, pero el enfermo no recobró el estado de relativa que antes tenía.
La ruda impresión que había experimentado con la presencia del señor García, le produjo una agitación nerviosa que anunciaba la próxima aparición del delirio.
Todos temían que éste sobreviniese antes de la llegada del notario, y contaban los minutos ansiosamente examinando el estado del enfermo.
Por fin llegó el depositario de la fe pública y todavía hubo tiempo para que don Ricardo, con sano juicio, pudiese manifestar su voluntad de que María se casase con Baselga, nombrando tutor de la joven al comisario de policía, que se prestó gustoso a ello.
Después, mientras que el notario dictaba a su escribiente, cumpliendo las formalidades de la ley, el enfermo entró en un furioso delirio, interrumpido por alaridos de dolor.
El médico, que llegó poco tiempo después, limitose a mover la cabeza con expresión fúnebre, y dijo que allí nada le quedaba que hacer.
A las dos de la mañana don Ricardo Avellaneda exhaló su último suspiro.
María y su amante presenciaron su agonía, y hasta muy entrado el día estuvieron velando el cadáver.
Era la primera noche que pasaban completamente juntos los dos amantes.
La felicidad se mostraba a Baselga bajo una forma fúnebre.
XIX. EL FIN DE UN JESUITA
Eran las once de la noche y desde las ocho el señor García, sentado en un sillón del despacho del padre Fabián, esperaba pacientemente la llegada de éste.
El cerebro del viejo devoto era un hervidero de pensamientos.
La derrota que acababa de sufrir, aquel rápido desmoronamiento de la obra construida a costa de largos años y de inagotable paciencia, le producía una cólera sorda que se traslucía con gruñidos y nerviosos estremecimientos.
La catástrofe le había sorprendido en los momentos en que más victorioso se creía y esto aumentaba aún más su pesadumbre.
Lo que más le aterraba era lo que pudiera decirle el padre Fabián al saber todo lo ocurrido.
Conocía muy bien a su superior y adivinaba cuan terrible iba a ser la explosión de su cólera.
Poseído de mortal angustia, el viejo deseaba salir cuanto antes de la cruel incertidumbre y esperaba ansioso la llegada del jesuita, pero al mismo tiempo temblaba siempre que algún ruido exterior le hacía creer en la proximidad del padre Fabián.
Cuando cerca ya de medianoche sonó un gran estrépito en la habitación cercana al despacho y se oyó la voz colérica del padre Fabián riñendo con destempladas palabras a uno de sus fámulos, el viejo púsose en pie y bajando la cabeza con expresión humilde, aguardó temblando.
Entró el jesuita con precipitado paso, abarcó con una terrible mirada la encorvada figura de su agente, y después arrojó sobre un sofá su sombrero de teja y la hopalanda de seda que llevaba sobre la sotana.
El silencio que reinó durante algunos minutos, producía más impresión en el viejo que los más furiosos insultos. El señor García comprendía que aquel silencio anunciaba para el algo más terrible que un tropel de iracundas acusaciones.
El padre Fabián dio varios paseos a lo largo de la habitación con el rostro congestionado y respirando con cierta dificultad, y por fin tomó asiento frente al viejo que seguía de pie en actitud humilde.
—¿Desde cuándo estáis aquí?
—Desde las ocho, reverendo padre.
El jesuita volvió a quedar silencioso y el señor García creyó que debía aprovechar la pausa para darle cuenta de lo ocurrido.
—Reverendo padre, tengo que manifestaros que…
—No sigáis. Estoy enterado perfectamente de cuanto ha ocurrido en casa de Avellaneda. Sois un miserable, un canalla, un imbécil, pues con vuestra torpeza no sólo habéis impedido que adquiriese quince millones la Compañía, sino que la acabáis de poner en peligro.
El señor García no intentó defenderse y sufrió impávido todas las injurias de su superior.
—A no ser por mí, que he sabido a tiempo antes que vos mismo lo ocurrido en casa de Avellaneda y la intervención que la policía tomaba en el asunto, a estas horas el suceso sería público y mañana esa maldita prensa liberal relataría en todos los tonos que los jesuitas habían arrebatado a una joven del hogar paterno para encerrarla en un convento y apoderarse de sus millones. Gracias a mi actividad y a las grandes relaciones de la Orden se ha podido echar tierra al asunto y evitar a nuestros eternos enemigos la satisfacción que les hubiese producido el resultado de vuestra torpeza.
El viejo seguía confuso y cariacontecido, oyendo la filípica de su superior.
—¿Esa es la portentosa habilidad que poseéis para arreglar los negocios que se os encomiendan?
—Reverendo padre, os juro que yo no soy culpable. He llevado el negocio tan bien como he podido y a no ser por la fatalidad que se ha cruzado en mi marcha…
—¿Habláis de la fatalidad? —le interrumpió furioso el jesuita—. ¿Qué tiene que ver la fatalidad con esto? Vuestra torpeza es la culpable y nadie más.
—Yo no puedo explicarme, reverendo padre, el mal éxito de esta operación. Cuando todo estaba ya seguro; la niña en el convento y el novio en la cárcel, llego a la casa y me veo a los dos amantes en amorosa plática y a un comisario de policía junto al lecho. Esto por lo repentino e inesperado parece obra del diablo. Dígame vuestra reverencia que como de costumbre estará mejor enterado, quién ha deshecho tan rápidamente toda mi obra. Tengo un deseo rabioso de saberlo y horas enteras he permanecido aquí buscando en mi imaginación al verdadero autor de tal prodigio.
—¡Ah repugnante imbécil! ¡De qué os sirve tener ojos si no veis a los que están a vuestro lado, y por qué pasáis por listo si no conocéis a las personas que os rodean! La criada del señor Avellaneda, esa mujer ruda y zafia, según mis informes, es la que se ha burlado de la Orden deshaciendo toda la trama.
—¿Ha sido Tomasa? No puedo creerlo, reverendo padre.
—Siempre seréis un necio confiado. Ya sabéis que dentro de la casa tenemos muy buenos espías cuyos informes no mienten. Esa Tomasa ha sido, y vos, obrando como un hombre hábil y como buen miembro de la Orden, debíais haber comenzado por haceros dueño absoluto de su voluntad.
—Lo era, reverendo padre. Tomasa me quería y hacía caso de todos mis consejos.
—Vuestra fatuidad os hacía creer que erais dueño de una voluntad, sobre la que no tenéis ningún ascendiente. En la Compañía ya sabéis que nadie se considera dueño de otro hasta que ha anulado su voluntad, de modo, que quede convertido en un cadáver automático.
El señor García quedó anonadado por tal lección, pero con el afán de congraciarse con su superior, dijo con acento de confianza:
—Todavía no se ha perdido todo, pues aún vive la hija de Avellaneda, y de la voluntad de ésta sí que soy dueño absoluto. Ved sino con qué facilidad la conduje al convento.
—Es tarde ya. Ahora nada podéis, pues la proximidad de su amante ha disipado sus aficiones a la vida monástica.
—Aún puede hacerse algo. Quitemos de en medio a Baselga. Métalo vuestra paternidad otra vez en la cárcel.
—No puede ser. El conde tiene amigos que le protegen, su inocencia ha quedado en claro y otra queja por conspirador no surtiría ningún efecto.
—Pues entonces —dijo el vejete levantando audazmente la cabeza y sonriendo con expresión satánica—, anulémoslo. Ya sabe vuestra paternidad que no nos faltan medios para librarnos de un hombre.
—Eso en esta ocasión sería la mayor de las imbecilidades. La autoridad está advertida, gracias a vuestra torpeza conoce el interés que nos impulsa en nuestras relaciones con la señorita Avellaneda, y la menor desgracia que ocurriera al conde Baselga, haría caer sobre nuestra cabeza una tremenda responsabilidad.
El señor García reconoció la verdad de tales observaciones y murmuró con desaliento:
—Es verdad. Forzosamente hay que respetar a ese conde, que va a hacerse dueño de una fortuna que era ya nuestra.
—Pronto será esposo de esa joven. Según los informes que acabo de recibir, Avellaneda está ya en la agonía, pero antes ha dado de un modo solemne, y ante notario, su consentimiento para que María contraiga matrimonio con Baselga lo antes posible.
Esta noticia no sorprendía al vejete, pero le produjo una diabólica irritación. ¡Oh, rabia! Ver cómo aquel conde hambriento se hacía dueño de los quince millones que él consideraba ya como de la Compañía, y no poder evitar aquello que él tenía como un escandaloso robo.
Su derrota era completa, y el mísero agente de la Compañía comprendía que ésta tenía motivo sobrado para castigarle cruelmente. Él, en lugar del padre Fabián, se hubiera ensañado con el ejecutor torpe que comprometía a la Orden y perdía una cantidad enorme cuando ya la conceptuaba segura.
Pero a pesar de este convencimiento, el señor García instintivamente buscó el mejor medio de excusarse, y dijo con humildad:
—Reconozco, reverendo padre, que he sido un miserable y que merezco ser castigado; pero no me negaréis que mi plan estaba bien urdido y que su ruina sólo ha sido motivada por esa Tomasa, que equivale a un pequeño detalle descuidado.
—En los trabajos que lleva a cabo un buen jesuita no hay detalle grande ni pequeño que merezca ser mirado con desprecio. Hicisteis caso omiso de esa sirvienta, creísteis en vuestra estúpida confianza, que no merecía ninguna atención, y por allí ha venido la muerte del negocio.
—Reverendo padre, yo era el dueño de la voluntad de María, y creía con sobrado fundamento, que esto resultaba suficiente.
—Pues creíais mal. No basta apoderarse de una persona; es preciso hacer el vacío a su alrededor, impidiéndola todo contacto con seres que puedan oponerse a nuestra voluntad. No estando seguro de la adhesión incondicional de esa doméstica, debíais haber buscado un medio para anularla, sacándola de la esfera donde podía hacernos daño.
—¿Y el medio, reverendo padre? ¿Dónde encontrarlo?
—En cualquier pretexto. Veo que sois más torpe de lo que yo creía. Cualquier medio era bueno para llegar a nuestro fin. No era necesario que por medio de hábiles murmuraciones lograseis que riñese con sus señor y abandonase la casa, pues bastaba con que, por ejemplo, la hubieseis hecho pasar por loca. Ya sabéis que a nuestro lado tenemos médicos hábiles, capaces de certificar la locura del ser más cuerdo y de meterlo en un manicomio. Esto es lo que yo hubiese hecho a no ser por vuestra estúpida confianza, que me aseguraba la fidelidad de esa criada.
El señor García quedó anonadado por esta lección de su maestro, y permaneció silencioso, mientras que el padre Fabián le contemplaba con ojos de furor.
—Bien comprenderéis —continuó el superior—, que después de este fracaso que ha comprometido gravemente nuestro prestigio, la Compañía no puede permanecer indiferente ni dejar de castigar al agente inepto, indigno, por mil conceptos, de seguir figurando en un santo ejército que marcha a la conquista del mundo. Sois un soldado cobarde, y Jesús, nuestro general, no os puede perdonar. ¿Lo creéis así?
—Sí, reverendo padre.
—¿No os parecerá muy terrible vuestro castigo?
—No. He faltado, y comprendo que la disciplina de la Orden, en la que se basan todos nuestros triunfos, no podría subsistir si se tratara con dulzura a los que delinquen. Castigad con dureza, reverendo padre; yo en vuestro lugar, haría lo mismo.
—Muy bien. Celebro que habléis de un modo tan razonable. Ved nuestro castigo: desde este instante dejáis de pertenecer a la Compañía de Jesús. Todos vuestros votos quedan anulados, y la Orden no se acordará ya más que os tuvo en su seno.
El señor García experimentó la misma impresión que si el techo hubiese caído sobre su cabeza.
Él esperaba ser sentenciado a terribles castigos personales, y se proponía sufrirlos con calma; aguardaba humillaciones sin cuento y ser despojado de aquella agradable consideración que gozaba en la Orden; pero ser arrojado de ésta, perder su calidad de miembro de la Compañía de Jesús, era un castigo terrible que nunca había imaginado llegase a merecer.
Para el hombre que desde su juventud pertenecía a la misteriosa y gigantesca institución y la amaba hasta el punto de identificarse con ella considerándola su única familia, verse forzado a abandonarla, era el peor de los tormentos.
Sin su calidad de jesuita el señor García, era un pobre diablo, un nadie, incapaz de merecer el menor respeto, mientras que unido a la Compañía sentía orgullo al considerarse una ruedecilla de la gran máquina que batía en brecha al progreso, un menudo tentáculo de la gigantesca araña negra que se proponía abarcar todo el mundo entre sus patas.
Además, dedicado toda su vida a los negocios de la Compañía, no había tenido motivo de aprender una profesión con que ganarse la subsistencia; y ahora, a la vejez, cuando estaba inútil para el trabajo y carecía de dinero, pues la Compañía había atendido hasta entonces a todas sus necesidades, ésta lo arrojaba para que muriera en medio de la calle roído por el hambre y los remordimientos.
El señor García temblaba como un reo a quien acaban de leer la sentencia de muerte. La humillación que le causaba el perder su importancia de societario de Jesús y el miedo que le producía un porvenir de miserias sin cuento, le conmovían profundamente desvaneciendo aquella audacia que hasta poco antes le caracterizaba.
No era posible que él pudiese resistir tan cruel golpe, y por esto cayó de rodillas a los pies de su superior derramando lágrimas como un niño.
—Reverendo padre —gimió—, yo no puedo resistir un castigo tan terrible. Mandadme que me mate y os obedeceré, sentenciadme a las más terribles penas, hacedme sufrir las mayores humillaciones y que sea el último criado de vuestros fámulos; todo lo arrostraré pacientemente, pero no me arrojéis de la Orden que es para mi más que mi propia madre. ¡Compasión, reverendo padre, compasión para este desgraciado!
Y el miserable viejo abrazaba las piernas de su superior con ademán desesperado bañando su sotana con lágrimas.
El padre Fabián permanecía insensible y hacía esfuerzos por repeler al suplicante viejo.
—Inútil es cuanto digáis —dijo el jesuita—, pues la Compañía piensa bien las cosas antes de decidirse y está resuelta a sostener el castigo que os impone. Hemos terminado, pues, y debéis, por tanto, daros por arrojado de la Orden.
El señor García, siempre arrodillado, pugnó por abrazar las piernas que se le escapaban y conteniendo sus sollozos, fue a hablar pero en el mismo instante recibió en el rostro un vigoroso puntapié del padre Fabián que le hizo caer al suelo.
Era un arranque característico del jesuita que había sido antes soldado.
El reverendo padre estaba furioso.
—Señor García —dijo con una frialdad terrible—, me estáis molestando con esta mojigata insustancial. La Compañía no os quiere ya y os envía a que acabéis vuestra vida en el arroyo como un perro viejo y sarnoso. Salid al momento si no queréis que a patadas os ponga en la puerta.
El viejo se levantó penosamente del suelo, limpiándose la sangre que corría por su rostro a causa del golpe recibido.
Sabía perfectamente que aquel gigante con sotana era capaz de todo.
Con paso lento se dirigió a la puerta y todavía al llegar a ésta volvióse con ademán suplicante.
—¡Salid —gritó el superior—, y olvidaos para siempre de mí! Yo, por mi parte, me guardaré en adelante de salir responsable ante el general de Roma de imbéciles como vos.
El viejo salió del despacho.
¡Arrojado de la Compañía! ¡Abandonado para siempre! No; él no podría sobrevivir a tan gran desgracia.
Ya buscaría el medio de librarse de tal humillación antes que la miseria lo atormentase.
Había sido vencido, pero sabría caer con grandeza.
En la madrugada del día siguiente los guardias municipales situados en las inmediaciones del puente de las Artes, vieron caer un hombre en el Sena, reaparecer dos veces sobre las negruzcas aguas y hundirse, por fin, definitivamente.
A las diez de la mañana los dependientes del municipio, con la habilidad propia de los que diariamente tenían que entender en sucesos iguales, habían pescado el cadáver; a los pocos minutos era expuesto éste, sucio e hinchado, en el depósito de la Morgue y antes de medio día constaba en el registro de la policía que en la noche anterior y a juzgar por los documentos que se habían encontrado sobre el interfecto, se había suicidado, arrojándose al Sena, un español de edad avanzada, llamado José García y domiciliado en la calle de los Santos Padres.
Suceso fue éste que no llegó a preocupar a media docena de parisienses, ni mereció de los periódicos otra cosa que una noticia de dos líneas. La Compañía de Jesús se había librado de un inválido que le estorbaba.