PARTE CUARTA
JUVENTUD A LA SOMBRA DE LA VEJEZ

I. LA VIUDA DE LÓPEZ

A las ocho de la mañana estaba ya vestida, encorsetada y tomando su chocolate, junto al velo y los negros guantes colocados sobre la mesa del comedor indicando una próxima partida, la señora doña Esperanza Mora, viuda de López, ministro del Tribunal de Cuentas, según rezaban sus tarjetas de visita, de las cuales, raro era no encontrar un ejemplar en todas las antesalas de la aristocracia rancia y linajuda, aferrada al pasado y refractaria a todas las locura de la elegancia moderna.

Era doña Esperanza una buena moza a pesar de hallarse próxima a los cincuenta, y aunque según confesión propia se había dejado caer y no observaba con su persona otro cuidado que el de apretarse el talle, sin duda para que resaltase más la curva de su prominente seno, todavía sus hermosos cabellos rubios en los que las canas se disimulaban, sus ojos lánguidos que la edad no empañaba, y su perfil arrogante, le daban cierto aire bizarro de diosa destronada que en sus ratos de melancolía aún podía paladear muy dulces recuerdos.

Mientras tomaba el chocolate, ajustaba cuentas con la criada, que acababa de llegar del mercado, y daba sus disposiciones como dueña de casa hacendosa y económica. Vendría a comer a las seis; ya sabía pues a qué hora debía poner el puchero al fuego. ¡Ah! Se le olvidaba advertirle que tuviese más cuidado al limpiar el salón. Acababa de notar que la urna de San Ignacio estaba muy sucia de moscas y esto era una vergüenza en casa de una señora como ella, que en la época en que vivía su marido gozaba justa fama por su curiosidad.

¡La curiosidad! Ésta era la eterna manía de doña Esperanza, la palabra que pendía eternamente de sus labios, y a pesar de esto, su casa era la imagen del desorden a causa de que era para ella como un mesón, como un punto de parada, en el que sólo se la podía encontrar a las horas de dormir, pues aun en las de comer muchas veces estaba ausente, ya que nunca rehusaba las invitaciones de sus amigas y protectoras en cuyas mesas aparecía algo mejor que el clásico y empalagoso puchero.

La vida que llevaba desde que enviudó, sus aficiones predilectas, su afán de servir a todas sus numerosas amigas y su prestigio como hábil agente en todas cuantas obras de carácter religioso emprendía la aristocracia de Madrid, le absorbían todo su tiempo y convertían su existencia en un perpetuo movimiento, del que ella jamás se fatigaba; antes bien mostrábase muy gustosa y satisfecha de ser como la indispensable para todas aquellas encopetadas señoras.

Desde la mañana hasta la noche estaba agobiada por ocupaciones tan insignificantes como precisas y resultaba en Madrid un tipo muy conocido; pues se la veía en las calles a todas horas con su velo de viuda y sus andares de buena moza; tan pronto en un coche de punto atestado de compras que le encargaban sus amigas, como en las sacristías, hablando confidencialmente con los sacerdotes más conocidos, y con la misma familiaridad entraba en un establecimiento de ropas a hacer compras de lienzo barato en representación de cualquiera de las sociedades benéficas de que era secretaria, como en una agencia de domésticas, para encargar una doncella de confianza con destino a alguna de sus aristocráticas amigas.

Ninguna de éstas había oído jamás a la viuda de López la palabra no, y la elogiaban y querían por lo mismo que les resultaba como una sirvienta, bien educada, inteligente y cariñosa, que estaba por completo a sus órdenes. No había comisión por molesta que fuese que no aceptase, ni gestión humillante que se negara a desempeñar, con tal que se le pidiera sonriendo y como haciendo justicia a sus merecimientos.

De este modo la viuda, que de ser hombre hubiese resultado un reporter inimitable, pues tenía el afán de la noticia y del chisme para divulgarlos inmediatamente esparciéndolos a todos los vientos, iba adquiriendo gran importancia en la alta sociedad devota, y no perdía con esto nada; pues a lo que le daba el Estado en concepto de viudedad, podía añadir las migajas que le arrojaba la amistad de sus benévolas protectoras, que no eran pocas.

Nadie recordaba cómo aquella mujer de la clase media, casada con un político de última fila, que a fuerza de humillaciones en los despachos ministeriales alcanzó la entrada en el Tribunal de Cuentas, había logrado introducirse en el alto y privilegiado círculo de una aristocracia meticulosa que no admitía a otros plebeyos que los que vestían sotana.

Tal vez fue la protección oculta de algún sacerdote poderoso o el afecto que supo captarse de los padres jesuitas, lo que le abrió el camino o también pudieron ser sus propios méritos reconocidos por alguna persona inteligente; pero lo cierto era que se encontraba entre la clase encopetada como en su elemento natural y que por momentos iba aumentando en prestigio y utilidades.

Aquella mañana tenía doña Esperanza muchas ocupaciones, según costumbre.

Acabó de tomarse el chocolate, su criadita le ayudó a ponerse el velo, calzose los guantes y se fue a la calle pensando en escalonar sabiamente los diversos quehaceres que tenía y cuidando de no olvidar ninguno.

Ante todo debía ir a San José a oír la misa de nueve, que decía invariablemente el padre Bernardo, un sacerdote íntimo amigo suyo, que por su pobreza y humildad le era muy simpático y al que ella protegía dándole todas las misas en sufragio de almas que le encargaban sus amigas.

Después de santificar de este modo su día y rogar a Dios que le saliera todo bien, iría desempeñando todas sus comisiones. Lo primero que había de hacer era pasarse por la Librería Católica a ajustar cuentas.

Doña Esperanza era publicista, aunque publicista en pequeño, como ella decía modestamente y procurando ruborizarse; lo que no impedía que cuando alguna revistilla devota le dedicaba un bombo, preguntase a sus amigas con aire escandalizado qué les parecía aquello, y que por la noche leyese el laudatorio suelto a su criadita para que así la respetase más y se convenciera de que tenía el honor de servir a una persona notable.

La viuda de López tenía una gran facilidad de asimilación. Sin darse cuenta de ello, imitaba perfectamente todas las exterioridades de estilo de lo último que acababa de leer y además era notable por su facilidad de palabra y su desparpajo, lo que le hacía pasar por indiscutible oradora en las Juntas Benéficas de señoras, donde con ademán olímpico dejaba caer su voz sobre unas cuantas docenas de cabezas rellenas de crepé por fuera y tal vez por dentro.

Doña Esperanza tenía su ambición, que consistía en brillar como una eminencia sin rival en un género de literatura extravagante, fundado en un simbolismo tan loco como ridículo, y que tenía por objeto la salvación de las almas por medio de una predicación estrambótica.

Ella era la autora de unas hojitas tamañas como la mano, que se vendían a gruesas en las librerías religiosas a las personas que deseaban propagar la santa verdad, repartiendo tales esperpentos literarios. Algunas de aquellas diminutas obras habían alcanzado gran fama en los conventos y asilos y se la llamaba ya por antonomasia en los periódicos del gremio «la ilustre autora de la Receta para confitar almas», hojita notabilísima en la cual se marcaba el medio de llegar al cielo, con procedimientos de confitería.

Aquello de decir que se cogiera una calderita de purísima conciencia, y si estaba empañada, se le echase un poco de vinagre y sal de propio conocimiento, y con un estropajito de diligente examen se limpiase con la gracia sacramental, resultaba para las monjas y beatas que leían la colección de «Hojas Místicas», publicadas por doña Esperanza, sublimes rasgos de ingenio, inspiraciones casi divinas para la salvación de los humanos; y la admiración del crédulo público aun iba en aumento cuando leía el resto de la obra, o sea, todos los elementos que entraban en la célebre receta para confitar almas. En ella figuraban artísticamente combinados el azúcar de la confianza en la bondad de Dios; la mansedumbre que podía ser comprada en abundancia en la droguería de Vita Christi; el agua de doloroso llanto; las parrillas de prudente disimulo; el fuego del amor de Dios; la ceniza de verdadera humildad para envolver las brasas; la cucharadita de virtuosos afectos; la espumilla moteada de la presunción; el lienzo de rectísima intención; las cuñitas de madera de negación del propio juicio y de negación de la propia voluntad; y así, en espantoso galimatías, la autora de la Receta iba amontonando imbecilidades, hasta que al final, decía textualmente hablando del alma que quería someterse a las prescripciones de tal confitado:

«Todo esto hecho, póngase sobre la calderita una cobertera de oportuno silencio; y déjese que vaya hirviendo al fuego de las tribulaciones de esta presente vida, y que poco a poco se vaya apaciguando, dulcificando y confitando, hasta que tenga un punto de perfección tal, que agrade al Dueño que la ha de comer».

Y esta obra maestra, de la inteligente viuda de López, habíale valido a su autora, que modestamente se ocultaba tras el incógnito, los más apasionados elogios de parte de la prensa católica y de los padres jesuitas, y sus ejemplares, comprados a miles por las damas benéficas, eran repartidos como cédulas de salvación en las escuelas y colegios, y en las viviendas de los pobres, a quienes se daban bonos de pan, a cambio de cumplir escrupulosamente las exterioridades del Catolicismo.

Pero doña Esperanza no era un talento de esos que sólo por una vez inflama la inspiración. La Receta no era su única obra maestra. Habíanle rogado encarecidamente sus encopetadas amigas y los sabios padres jesuitas que no dejase dormir la brillante pluma destinada a hacer en las clases ignorantes una propaganda salvadora, y ella había vuelto inmediatamente a la tarea, animada por la sobrehumana fe de aquellos Santos Padres, a quienes el mismo Espíritu Santo en persona les ordenaba que escribiesen.

Su segunda obra maestra fue, ¡quién lo pensara!, una tarifa de ferrocarriles; sólo que esta tarifa no era de aplicación a ninguna de las vías férreas de España. Su título era Ferrocarriles de Ultra-Tumba. Lineas del Paraíso y del Infierno en combinación con las de la muerte y del juicio. Indicaciones para los viajeros de ambas líneas. Y a continuación, con una seriedad sublime, iba marcando los precios del pasaje en las líneas del Paraíso y del Infierno, haciendo distinción entre primera, segunda y tercera clase.

¡Oh! ¡Sublime! ¡Hermosísimo! Toda aquella tarifa, con sus numerosas advertencias, tanto en una línea como en otra, resultaba muy ingeniosa y hacía sonreír de gusto, lo mismo a las monjas, que la leían en el fondo de sus celdas, que a los sacristanes, que la comentaban, encontrándola muy chusca. Sólo un ligero defecto tenía la obra: un pequeño descuido, que pasó desapercibido para la inspirada autora, y que le hizo notar la inocente malicia de un acólito. El precio del ferrocarril del Infierno, en primera clase, era la impiedad, y en tercera, el indiferentismo; y, según afirmaba el inocente comentador, convenía más ser impío que indiferente, pues de este modo, en el viaje al lugar del eterno tormento, se iba en clase más distinguida y se gozaban de mayores comodidades.

Pero las tales «Hojas Místicas», a pesar de las sangrientas burlas con que las acogían los periódicos avanzados, propagandistas de doctrinas infernales, proporcionaron a su autora, si no grandes ganancias a causa de lo insignificante de su precio, sí inmensa consideración entre aquella gente ilustre que la protegía, y el desempeño de ciertos cargos, en los cuales, según ella decía, a la par que iba poniendo piedrecitas al camino que la conduciría al cielo, sacaba también para los garbanzos.

Únicamente por el prestigio que le daban sus obras, había conseguido ser secretaria de casi todas aquellas sociedades piadosas y benéficas, de las cuales era presidenta perpetua la baronesa de Carrillo, y figurar como elemento indispensable en las colectas y fiestas de beneficencia, cuyos productos, al pasar por sus manos, siempre dejaban escurrir algún ochavo en su bolsillo.

¡Ay, si su pobre marido, aquel señor infatuado y pedante que la miraba a ella como un ser inferior, incapaz de comprenderle, levantase ahora la cabeza! De seguro que quedaría asombrado al ver que su Esperanza servía para algo más que para ir a los Ministerios, como en su juventud, a alcanzar los ascensos del marido con graciosas sonrisas y lánguidas miradas de promesa. Desde que era viuda y podía agitarse libremente y por su cuenta, se sentía grande, ilustre, y en camino de llegar a inmensa altura. Bien era verdad que las amigas aristocráticas le hacían pagar su protección con humillantes servicios y la mandaban como a una criada bien vestida, sin consideración a sus glorias de publicista; pero estaba en su carácter entrometido y servicial, aquello de hacer servicios siempre que se le pedían como favores, y además, le consolaba en esta degradación el pensar que los más eminentes escritores del siglo de oro habían tenido a mucha honra el llamarse en las dedicatorias de sus libros, criados de tal o cual grande, que eran sus mecenas.

Además, su instinto servicial y su facilidad para adaptarse a todo, le valía el agradecimiento pródigo de aquellas ilustres gentes criadas en la abundancia, y ella, que a pesar de su visible carácter generoso e ideal, era en el fondo terriblemente avara, sabía explotar a sus amigas, y en su afán de pedigüeña, cuando no sacaba dinero, les arrancaba con graciosas sonrisas los vestidos pasados de moda, los abanicos ligeramente ajados, y otras prendas de más valor, que, después, como conocedora de estas industrias ocultas que, alimentadas por el espíritu de imitación y de falsa opulencia, existen en el seno de la sociedad, lograba revender hábilmente.

De este modo, según ella murmuraba, iba preparándose una vejez digna y tranquila.

Todavía encontraban sus cabellos rubicanos y su perfil de diosa, ojos que los mirasen con marcada codicia; aún la seguía alguno por las calles como en sus buenos tiempos, admirando aquel talle sólido y airoso, y aquellas caderas movidas por antigua costumbre, con airoso contoneo; era «una jamona que estaba muy fresca», según decían sus propias amigas; pero a pesar de estos homenajes tributados a su belleza en decadencia, fuertemente excitante, y con un esplendor sobradamente vivo, como los últimos rayos del sol que muere, doña Esperanza se mostraba sorda a todos los requiebros y las proposiciones que al paso le salían.

Su corazón era cruel para cuantos pantalones intentaban cerrarle la marcha en los salones y en las calles. Sabía ella demasiado para comprometer su porvenir y su prestigio con una tontería, como la más inexperta de las pollas.

Aborrecía los pantalones, y sin duda por esto sólo se mostraba alegre y comunicativa con los amigos que tenía en el clero, y que eran casi todos los sacerdotes de Madrid.

De ella eran estas palabras:

—¡Oh! ¡Los hombres! Hay que temer su lengua más que la de las mujeres. Los triunfos de amor les amargan si no pueden publicarlos, y una mujer que se estime no puede ser amable sin temor a comprometerse. Si tomaran ejemplo de los curas que callan por propia conveniencia, entonces yo sería más generosa.

Su esquivez inquebrantable con los pantalones y de la cual no sabemos si se libraban las sotanas, valíale el aprecio de todas sus protectoras que la tenían en elevado concepto de virtud. Esto hacía que la viuda, a pesar de sus genialidades de publicista y de su carácter risueño y decidido, fuese recibida con entera confianza aun en el seno de aquellas familias rancias y vetustas como sus pergaminos, y que en su horror al siglo sólo abrían las puertas de sus casas a contadísimas personas.

Doña Esperanza, al par que la agente de todos los negocios de dichas familias, era la depositarla de todos sus secretos, la que daba el consejo decisivo en las situaciones apuradas y la que mejor se captaba el afecto de las hijas de la casa (si es que las había), seduciéndolas con su graciosa charla, y halagando sus pasioncillas.

De aquí que tanta atención, tanto encargo, tan abrumadoras y continuas muestras de confianza, la trajesen muy atareada absorbiéndola todas las horas del día sin dejarla un momento de descanso.

Aquella mañana no era su tarea más sencilla que en los otros días.

Después de oír misa en San José y de arreglarle las cuentas al librero católico, se hundió de lleno en la confusa red de una interminable serie de visitas y de correteos por las calles de Madrid, yendo muchas veces de un extremo a otro de la capital para cumplir un pequeño encargo. Subía en los tranvías con una ligereza extraña en sus años y en sus carnes; tomaba un coche de punto cuando la carrera por lo larga bien se merecía el gasto de una peseta, y en cuantos vehículos ocupaba hacía siempre la misma operación. Del gran limosnero de cuero negro que llevaba pendiente del puño, sacaba disimuladamente algunas hojitas de papel impreso y las dejaba sobre los bancos del tranvía o los raídos almohadones del simón. Eran ejemplares de Ferrocarriles de Ultratumba. Ella aprovechaba todas las ocasiones favorables para repartir su obra, tanto por el afán de hacerla popular, como para lograr por tales medios la salvación de las almas y el arrepentimiento de los pecadores.

Tenía ya completado su plan para aquella mañana. Cuando terminase sus encargos, o sea allá a la una, iría a visitar a su gran protectora, la baronesa de Carrillo, en cuya casa entraba casi con tanta franqueza como en la suya propia.

La eterna presidenta apreciaba mucho a la perpetua secretaria, que no perdía ocasión para adularla del modo más rastrero. Doña Esperanza a cambio de esta humildad, tenía al palacio de la calle de Atocha como su propia casa, y comía allí cuando le parecía, encontrando siempre abierta la bolsa de doña Fernanda.

Junto a esta diosa de la beatería, que daba el tono a toda la aristocracia piadosa, la viuda de López desempeñaba el papel de favorita, y no acudía la baronesa a fiesta o reunión de cofradía, sin que llevase al lado a su inseparable doña Esperanza.

Ahora era más necesaria que nunca la presencia de la secretaría al lado de la presidenta que estaba desconsoladísima.

Dos días antes había recibido la baronesa la noticia de que su hermano, el padre Ricardo, de la Compañía de Jesús, joven sacerdote que prometía ser la honra de la familia, había muerto.

¡Pobre padre Ricardo! El tierno corazón de doña Esperanza quedaba oprimido y las lágrimas asomaban a sus ojos, cuando recordaba lo mucho que en aquellos días hablaban los periódicos sobre el triste fin del joven sacerdote, víctima de sus santos deberes.

Desde que se había ordenado, sus superiores esforzáronse en reprimir y contener aquella santa vocación que le impulsaba al martirio.

Pero no había para esto medios humanos. Dios le llamaba, sentíase con vocación de santo y su afán era corresponder a la predilección del Altísimo, haciendo en su honor el sacrificio de la vida.

¡Con qué entusiasmo relataban los periodistas católicos la vida de aquel santo joven, que reproducía en pleno siglo XIX siglo de descreimiento e impiedad, la firmeza heroica de los primeros cristianos! ¿Y aún decían los impías que la Compañía de Jesús no servía para nada? ¿Aún negaban que de ella podían salir héroes sublimes, los cuales, yendo a difundir la verdad y la civilización por países apartados, alcanzasen la palma del martirio?

Todos los hechos del padre Ricardo Baselga eran repetidos por cuantos periódicos católicos existían en la tierra, y los creyentes de todos los países estaban ya tan enterados de su vida como la misma baronesa. Triste era su muerte, pero ¡oh, qué honor para la familia! De aquella fama, a figurar en los altares, solo había un paso que la Compañía ya se encargaría de salvar, por el egoísmo de añadir un nombre más a la lista de sus santos.

De niño, en el colegio del noviciado, había hecho milagros; después, en un rasgo de sublime humildad, regaló su enorme fortuna a los pobres (aquí los periódicos callaban que el único pobre que participó de tal largueza había sido la Compañía), y por fin, al ordenarse sacerdote y faltando muchas veces por su exagerado celo religioso a la obediencia prescrita en la Orden, pedía a sus superiores con lágrimas en los ojos que lo enviasen, como al heroico Javier, a los países infieles, a predicar la verdad evangélica entre los indígenas y a ofrecer su sangre en prueba de la verdad de la doctrina. Por fin, los superiores cedieron, y el padre Ricardo Baselga fue al Japón, a aquel país terrible, donde otros misioneros, tan entusiastas como él, habían encontrado la muerte.

Los apologistas del reciente mártir no decían que aquellos superiores, al dar su bendición al joven catequista, sabían perfectamente que iba como una res al degolladero, e igualmente callaban, tal vez por no saberlo, que esos mismos superiores eran los que por medios torcidos e indirectos, habían hecho germinar en su inteligencia la idea de ser misionero, deseando convertir en un mártir sublime a un fanático que para nada les servía y proponiéndose por este medio aumentar el prestigio de la Sociedad de Jesús.

Desembarcó el joven padre en el Japón y a los dos meses escasos, los fanáticos del país lo hacían trizas con sus sables a las puertas del templo de uno de sus más queridos ídolos. La santa audacia de aquel iluminado era la principal causa de su muerte.

Los que cantaban las glorias del joven mártir indignábanse y arrojaban las más terribles maldiciones sobre aquellos diabólicos japoneses que tan bárbaramente trataban a los enviados de Dios; pero al hablar así no pensaban que no lo pasaría muy bien un brahaman indio que entrando en una aldeílla vascongada derribase al suelo y patease el santo patrono del lugar. El fanatismo es lógico en todas partes, y lo que harían los fanáticos españoles con cualquier sacerdote de una religión extraña, que viniera a turbar su culto, lo hicieron los fanáticos japoneses con el joven jesuita que entró en un santuario a insultar y golpear su ídolo, para demostrarles con el ejemplo que aquel monigote carecía de todo poder sobrenatural.

Dona Fernanda estaba inconsolable por la pérdida trágica del hermano, que era el único ser de su familia al que había profesado verdadero cariño.

Sentía un vehemente y franco dolor; pero al mismo tiempo, por un extraño fenómeno propio del humano carácter, a su pesar se asociaba cierta satisfacción íntima y profunda, por el prestigio que daba a la familia el haber producido un mártir y futuro santo.

Pero a los ojos de la sociedad, doña Fernanda estaba inconsolable, y por esto la viuda de López tenía verdadera prisa en llegar a casa de su presidenta, para animarla un poco con aquella elocuencia sentimental que todos le reconocían.

Además no tenía en el estómago otra cosa que el chocolate de la mañana e iba pensando en que, llegando a la hora del almuerzo, no le faltaría un asiento en aquella mesa bien servida, propia de una solterona vieja, a la que no le era lícito otro placer que el de la gula.

II. EL SOBRINO EN LA CALLE Y EL TÍO EN LA CASA

Cuando el carruaje de alquiler que conducía a doña Esperanza llegó a la calle de Atocha, tuvo que detenerse antes de llegar a la puerta de casa de doña Fernanda, pues una elegante berlina con ruedas amarillas le cerraba el paso.

La viuda, al bajar de su carruaje, vióse envuelta por un tropel de estudiantes de Medicina que salían de las clases, y subían calle arriba, con la algazara propia del que se ha librado, por el resto del día, de una esclavitud enojosa.

Aguantando miradas de insolente fijeza y oyendo con frialdad los floreos que le dirigía aquella juventud bulliciosa que pasaba por su lado, doña Esperanza ajustó su cuenta con el cochero y como propina le entregó algunos papelillos de los que almacenaba su limosnero. El auriga quedóse cómicamente sorprendido y con las hojas místicas en la mano, y al enterarse de lo que eran, él, que esperaba por lo menos un real de propina, correspondió al regalo con unos cuantos juramentos que hicieron apresurar el paso a la viuda de López. Buen modo de hacer propaganda.

Rompiendo con trabajo la contraria corriente de estudiantes, fue avanzando doña Esperanza, y al llegar a la gran puerta de casa de la baronesa, se detuvo para lanzar una mirada de curiosidad a la berlina detenida a pocos pasos.

La conocía bien: era la del doctor. Sin duda doña Fernanda había vuelto a experimentar sus terribles ataques de nervios.

Entrábase ya la viuda por el portal, cuando llamó su atención un joven, parado en la acera de enfrente, y que medio escondido tras el tronco de un árbol cambiaba señas con alguien que estaba en el interior de casa de la baronesa.

Era un muchacho bien vestido que parecía ser estudiante, y llevaba en la mano un grueso cuaderno de notas.

Doña Esperanza le miró fijamente, intentando en vano conocerle, y después levantó sus ojos a la fachada para ver quién era la persona que correspondía a las señas del estudiante.

No vio nada, pues todos los balcones tenían cerradas las vidrieras, y sin duda la persona a quien dirigía el joven sus señas estaba medio oculta tras algún cortinaje.

Subió doña Esperanza la ancha escalera de mármol; en la antecámara vio pendiente del perchero la chistera del doctor, y entró en un gabinete, el mismo donde la difunta Enriqueta había pasado la noche anterior al 22 de junio.

Estaba ya sentada en una otomana, esperando que volviese la doncella encargada de noticiar su llegada a la baronesa, cuando se percibió de que no estaba sola en aquella habitación.

Vio moverse uno de los ricos cortinajes de la ventana y adivinó la presencia de una persona que, oculta por aquéllos, miraba a la calle. A los pocos momentos asomó una linda cabeza que exclama con hermosa voz de soprano:

—¡Ah! ¿Es usted, doña Esperanza?

Y la sobrina de la baronesa, la pollita de la casa, como llamaba la viuda a María Quirós, avanzó al centro del gabinete procurando ocultar su turbación.

Doña Esperanza sonrió con la maternal benevolencia que tan simpática la hacía a los ojos de todas las jóvenes cuyas casas frecuentaba.

Ya había aclarado el misterio y esto la llenaba de gozo, pues lo que más le placía era poseer secretos ajenos. María tenía amoríos con un estudiante de la inmediata escuela de Medicina. Esto, a primera vista, carecía de importancia; relaciones inocentes, galanteos de balcón a calle, homenajes, en fin, insustanciales que desean todas las jóvenes y que son muy pocas las que dejan de conseguirlo; pero tratándose de una sobrina de doña Fernanda de Carrillo, la cosa variaba de aspecto y aumentaba en importancia, pues la devota señora era capaz de indignarse de un modo terrible, al saber que María andaba en amoríos con un estudiante.

La viuda de López se fijó con insistencia en la hermosa muchacha que tenía delante.

¡Mire usted que no haberse fijado hasta entonces en aquella belleza picaresca y graciosa, que forzosamente había de trastornar a los hombres! ¿Qué de extraño tenía, que a una joven con un palmito así, le hiciesen el amor a pesar de que la mayor parte de los días los pasaba en la iglesia o encerrada en casa? Por algo decían que el buen paño hasta en el arca se vende, y lo que es la muchacha había que confesar que era paño amoroso, del mejor y más fino, capaz de secar las lágrimas del mayor desesperado del mundo.

Ningún día la encontró doña Esperanza tan bonita como entonces, y mirando aquel cuerpo hermoso en el cual dieciocho primaveras habían aglomerado todas sus suavidades, sus perfumes y sus colores delicados, y aquella cabeza de un perfil correcto y gracioso como un camafeo griego, animada por dos ojazos de mirada atrevida y terminada por un moñete lindo, en el que todos los peines no lograban domar la subversiva protesta de un rizado natural, encontraba que nada tenía de extraño que se enamorasen de una joven así y hasta que llegasen a hacer por ella verdaderas locuras.

Doña Esperanza se ratificaba ahora en sus anteriores predicciones. ¡Oh! Aquella muchacha, lista, algo insurgente, que tenía su alma en su armario y cuando le parecía contestaba a los sesudos consejos con alguna fina impertinencia, daría mucho que hacer a la santurrona de su tía, que hubo un tiempo en que pensó hacerla monja.

¡Vaya una monjita! Bien se acordaba doña Esperanza de aquello del colegio… de aquello de la azotea con el vecinito de al lado; y no quería decirse más a sí propia, pues no le gustaba murmurar de nadie ni aun interiormente.

Lo que ella aseguraba, era que la tal niña se casaría, o de lo contrario daría muchos disgustos a la baronesa.

Tenía la publicista católica una razón de peso para creerlo así.

«Es de mala sangre —se decía interiormente—. Forzosamente ha de parecerse a su padre, aquel revolucionario infernal cuya historia tantas veces me ha contado la baronesa. Hará muchas cosas sólo para justificar que lleva la sangre de su padre».

Ella, como depositaría de los secretos de su presidenta, estaba al tanto del origen de María, y tenía el convencimiento de que ésta, aunque muy linda, había de dar poco de sí en punto a fervor religioso.

—¡Vaya, polla! ¿Qué hacíamos en la ventana?

María había recobrado su serenidad, y al ver la sonrisa maliciosa de doña Esperanza, le contestó con aquel gestecillo impertinente que sabía usar cuando le hacían preguntas inoportunas.

—Nada. Me divertía mirando la calle.

—Yo también he mirado bien antes de subir aquí. Sobre todo a la acera de enfrente.

—¡Sí!, ¿eh? Pues me alegro mucho.

—Vamos, picaruela; no te hagas la desentendida con ese gesto de inocencia, que parece que en la vida has roto un plato.

—Doña Esperanza; no la entiendo a usted.

—Vamos, no tengas reparo en hablarme. Lo sé todo.

—¿Sí? ¿Y qué sabe usted?

—Lo que he visto. Que un joven que parece estudiante de San Carlos te hace el amor desde la acera de enfrente.

—¡Oh! ¡Hay tantos que me hacen el amor!…

Y la joven dijo estas palabras con tan graciosa petulancia, que la viuda no pudo menos que acogerlas con una sonrisa.

—¡Qué picara eres, Maruja! No es extraño que desde aquí, encerradita en casa y burlando la vigilancia de tu tía, vuelvas locos a los hombres. Además, cada día te encuentro más guapa.

—Muchas gracias, doña Esperanza. Pero usted también es guapa.

—¡Quién!, ¿yo?… Lo era, hija mía; lo fui en otros tiempos, pero ahora sólo quedan los restos. ¡Ay, quién tuviera tu edad!

Y la viuda lanzó un suspiro de jamona sensible que llora los pasados tiempos, y en la frialdad de su situación, todavía se conmueve viendo los ardores de la juventud.

—Vamos, niña; cuéntamelo todo. Me gusta ayudar a la juventud en sus asuntos, y gozo viendo cosas que me recuerdan mis tiempos de polla. No tengas cuidado; habla.

—¡Quia! Buena consejera está usted. Es amiga íntima de mi tía, y por lo tanto de las que creen que la felicidad de las chicas es meterlas monjas.

—Eso es; ¡buena monja estarías tú! Nunca he creído que llegaras a serlo, y en cambio, tengo la firme esperanza de comer los dulces de tu boda. Vamos, dime, ¿quién es ese muchacho que te hace señas?

—Un hombre.

—¡Ah picarilla! Te pregunto por su nombre, por su posición.

María quedó por algunos instantes como perpleja y, por fin, dijo con repentina resolución:

—Mire usted, doña Esperanza. Se lo diría a usted todo, pero como es tan amiga de mi tía, temo que llegue a oídos de ésta, y la verdad, me asusta solamente al pensar que ella pueda saber algún día mis secretillos.

—¿Por quién me tomas, mujer? ¿Crees tú que voy yo a delatarte?

Y la viuda se deshizo en excusas, para demostrarle que ella no revelaría el secreto de la joven. La quería mucho y deseaba servirla, porque ella les tenía mucha ley a las muchachas y sentía un gran placer en ayudarlas, sin duda porque esto le recordaba sus buenos tiempos.

María llegó a tranquilizarse con estas muestras de adhesión y por fin se decidió a espontanearse.

—Pues bien, doña Esperanza; ese muchacho es un estudiante de Medicina y se llama Juan Zarzoso.

—¿Es pariente acaso del célebre doctor que visita a tu tía?

—Sobrino carnal.

—¡Tiene esto gracia! De modo que mientras el tío está aquí dentro, el sobrino hace el amor desde la calle. ¿Sabe algo el doctor de estas relaciones?

—Nada. El buen señor, según cuentan, tiene el genio algo rudo y no consiente a su sobrino la menor distracción en los estudios. Juanito teme al doctor tanto como yo a mi tía.

—¿Y está muy adelantado en su carrera ese joven?

—Termina en el año próximo. Tiene un brillante porvenir, pues sucederá a su tío en el ejercicio de la profesión. Será un sabio como el doctor Zarzoso.

—¡Vaya, hija mía! Da ganas de reír ese tonillo de mujercita juiciosa con que hablas. ¿Qué sabes tú lo que significa un brillante porvenir? Distráete dejando que ese muchacho te haga el amor, pero no adoptes el aspecto de mujer enamorada, pues algún día tendrás forzosamente que olvidarle.

—¡Olvidarle… imposible! He de ser su esposa.

—¡Quién!…, ¿tú? Vamos, niña; estás loca. ¿Te parece que una sobrina de la baronesa de Carrillo, la bella condesita de Baselga, millonaria y perteneciente a la más distinguida nobleza, puede ser la esposa de un médico, por más célebre que éste sea? Tú no conoces lo que es la sociedad ni te has parado a pensar en la desigualdad de clases. De modo que a pesar de ser tú condesa y millonaria, bastaría que cualquiera, yo misma por ejemplo, me sintiera algo enferma, para arrebatarte inmediatamente al esposo que tendrías a tu lado. Piensa bien en lo extraño que esto resulta.

Y María, efectivamente, se abismaba en profunda reflexión, como si por primera vez tropezase con inconvenientes que hasta entonces no había visto.

—Sí, es verdad —dijo por fin a la viuda—; pero todos estos inconvenientes están resueltos sencillamente con que Juanito no ejerza su profesión y se dedique a ser sabio y a escribir libros de ciencia. De este modo podré casarme con él.

—¡Bah, hija mía! Tú estás reservada para algo más que ser la esposa de un rebuscador de librotes. Cuando tu tía se convenza de que eres una joven como las demás, para lo cual falta poco, y de que deseas casarte, ya te buscará un marido que esté en consonancia con tus merecimientos y tu alcurnia.

—Pero yo quiero casarme con Juanito —dijo María con sonsonete de niño mimado.

—Pues no lo lograrás, hija mía. Procura no forjarte esas ilusiones. ¡Buena se pondría tu tía si llegara a conocer tus amoríos con el sobrino de don Pedro!

Iba María a contestar, pero un ruido le llamó la atención y dijo a doña Esperanza:

—Es el doctor que se marcha…

E inmediatamente se dirigió a la antesala seguida de la locuaz viuda.

El doctor Zarzoso era para ella una persona muy simpática, sencillamente por ser tío de su novio. El afecto que profesaba a Juanito venía a reflejarse en aquel hombre rudo, que se esforzaba en ser amable con aquella joven que le trataba con un cariño que él no sabía a qué atribuir.

En la antesala fue donde encontraron al doctor Zarzoso, tomando del perchero su chistera y el bastón.

La edad no había conseguido debilitar aquel corpachón de combatiente, y únicamente como para dejar recuerdo de su paso, el tiempo arañó su rostro, haciendo más profundas las arrugas del entrecejo, que delataban una característica terquedad.

María, al acercarse a él, le preguntó cómo encontraba a su tía.

—No está grave. Le dura la agitación nerviosa producida por la noticia de la muerte de su hermano. La cosa es natural, pues también cuesta disgustillos una honra tan grande como es tener santos mártires en la familia.

Y don Pedro decía estas palabras sin el menor acento de zumba, pero miraba a doña Esperanza, la beata intrigante a quien él conocía bastante, como mujer que se mezclaba en todo.

La viuda de López adivinaba la ironía en aquellas palabras. ¡Ah, maldito ateo! ¡Y pensar que siendo tan pecador era tan sabio, que hasta las personas más creyentes no podían prescindir de él en caso de enfermedad!

El doctor enumeró a María todas las precauciones que se debían tomar con la baronesa, para combatir y evitar los ataques de nervios que en tan espantoso estado la ponían.

Doña Fernanda, mientras tanto, estaba en el fondo de su gabinete, donde se pasaba las horas envuelta en un grueso chal, no saliendo más que para ir al comedor cuando el ataque no la retenía en la habitación.

El doctor se despidió, dando antes su mano a María con una afabilidad extraña en él y que hubiese asombrado a los practicantes de San Carlos.

A doña Esperanza sólo la saludó con una ceremoniosa inclinación de cabeza. Decididamente le cargaba aquella jamona, explotadora de la piedad, e intrigante y aduladora de un modo que al doctor le causaba náuseas.

—Dime —exclamó la viuda cuando don Pedro estaba ya en la escalera—. Ahora va a encontrarse en la calle con su sobrino, y es capaz, si adivina lo que hay, de dar un escándalo y hasta de pegarle con el bastón. ¡Oh! Conozco mucho a ese tío.

—No lo encontrará. Se iba ya Juanito cuando notó que usted se hallaba en el gabinete.

—Bueno, querida: vamos a ver a tu tía, que estará solita. Ella no saldrá hoy al comedor, ¿verdad? Pues me quedo a almorzar contigo: no quiero que estés sola y fastidiada, pichoncita mía.

Y la gorrona viuda se entró salas adentro, con la misma confianza que si fuese la dueña de la casa.

III. LO QUE FUE DE MARÍA AL SALIR DEL COLEGIO

Fácil es imaginar el recibimiento que la baronesa de Carrillo haría a su sobrina, cuando ésta, recién salida del colegio, llegó a Madrid.

Doña Fernanda no quiso ir a por ella. La carta de Sor Luisa de Loreto le produjo una impresión terrible. Después de furiosos transportes de indignación, sintióse avergonzada como si ella misma fuese la sorprendida en la azotea del colegio en brazos de un muchacho, y no se decidió a ir ella misma en persona a buscar a su sobrina, como si temiese que las monjas fuesen a echarle una reprimenda por ser la tía de María.

Fue a por ésta un viejo criado de la baronesa, especie de administrador con aspecto de sacristán, que los padres jesuitas le habían recomendado como hombre en quien podía depositar toda su confianza.

María, a pesar de todos sus bríos de muchacho con faldas, entró temblando en la casa de la calle de Atocha, que le pareció más lóbrega aún y fatídica que el colegio de Nuestra Señora de la Saletta.

Contra todo lo que ella esperaba, la cólera de la baronesa no se desbordó como terrible tempestad. Limitóse a dirigirle unos cuantos insultos, y después, con aire de verdugo, afirmó que no tardaría ella en arrepentirse de aquella ligereza que había deshonrado a la familia.

La vida que desde entonces hubo de hacer María fue horripilante para un carácter como el suyo, siempre dispuesto al bullicio y a la agitación.

Ya no pudo, como en el colegio, corretear por todas las habitaciones de la casa; allí no había una azotea donde entregarse a melancólica contemplación, dejando pasar rápidas las horas, y se veía obligada a permanecer durante todo el día como pegada a las faldas de su tía.

Por las mañanas, vestida con una modestia que casi rayaba en tacañería, iba con la baronesa, unas veces a pie y otras en el más pobre carruaje de la casa, a oír misa en la iglesia donde oficiaban los padres jesuitas, y allí permanecía en su asiento, aburrida por la monotonía del espectáculo, más de dos horas, hasta que por fin la tía se decidía a volver a casa. Inmediatamente había de agarrar las labores en que tan torpe se mostraba, y hasta la hora del almuerzo permanecer al lado de la baronesa, con las manos en continuo movimiento, la vista baja, el aspecto encogido, siempre dispuesta a ser advertida en la menor distracción, con un tirón de oreja de su enojada tía, que se había propuesto martirizarla, contrariando todos los naturales impulsos de su carácter, incompatible con la inercia.

Por la tarde comenzaban las visitas, si es que doña Fernanda no tenía que asistir a alguna junta de cofradía.

La tertulia de la baronesa no había variado. Eran los mismos visitantes que en tiempo de Enriqueta, aunque todos más maltratados por la edad; como aquel gran salón que en conjunto era también el mismo de antes, aunque bastante ajado por el polvo de los años, que despertado y barrido por los diligentes plumeros de los criados, volaba a refugiarse en las cornisas y molduras del techo, formando una espesa pátina sobre los grupos mitológicos que el conde de Baselga hizo pintar cuando estaba en la luna de miel.

Al principio, aquellas tertulias de la tarde distrajeron algo a María. No era muy agradable la conversación, pero al menos veía gente y se animaba algo la soledad monástica en que parecía envuelta aquella casa.

Variaba poco el personal. Regularmente y con ciertas intermitencias en la asiduidad de los visitantes, la tertulia se reducía a una media docena de condesas y marquesas, que habían sido amigas de doña Fernanda cuando eran jóvenes y ahora estaban tan arrugadas y malhumoradas como ésta; y a otros tantos caballeros, pertenecientes a la más rancia nobleza y que usaban los trajes cortados a la moda de veinte años atrás, con ricos chalecos de colores vivos e irguiendo el cuello apergaminado y tendonoso, sobre grandes corbatas con alfiler de perlas. La intrigante y aduladora viuda de López no faltaba nunca a la tertulia, pues por muy ocupada que estuviese, siempre tenía tiempo para asomarse y echar un vistazo, muy oronda y satisfecha por tratarse con aquellas momias que olían a agua bendita y que eran la quinta esencia, el extracto de la alta sociedad creyente y partidaria de la buena causa. Algunas veces aparecía también en el salón el padre Tomás; pero sus visitas eran muy raras a pesar del inmenso agasajo con que se le recibía, de las deferencias de que era objeto, y de la revolución que producía con su presencia.

A María, maliciosilla y burlona, le divertían tales fachas cuyo exterior anacrónico no se escapaba a su buen sentido. No; aquellas gentes de seguro que no eran como las demás; parecía como que olían a muerto, eran nadadores testarudos que se empeñaban en ir contra la corriente social, y agarrados al peñasco de la intransigencia, resistían el oleaje continuo, protestando y quejándose a cada onda que batía sus cuerpos e intentaba arrastrarles.

Reinaba en el salón de la baronesa de Carrillo una intransigencia política y religiosa que llegaba hasta la ferocidad; a esto iba unido una educación y una pulcritud de las que parecían enamorados los mismos actores, pero que, seguramente, habría hecho reír al primer transeúnte que se hubiese colado de rondón en aquel santuario de las veneradas tradiciones, donde nunca se apagaba, como fuego sagrado, el amor al tiempo que pasó.

Cristalizados en un momento de su vida, o sea en el de la juventud, cuando aún eran respetadas e imperaban las ideas que consideraban santas, para aquellas personas no había transcurrido el tiempo, y se trataban del mismo modo que si aún tuvieran veinte años.

María hacía esfuerzos para no reírse cada vez que a la hora de tomar el tradicional chocolate, costumbre que se conservaba en la casa como todas las antiguas, veía cambiarse dengues y monadas entre las viejas marquesas y los pollos del año treinta y tantos. Un día la baronesa púsose roja de indignación, al ver que su sobrina contenía una carcajada, porque uno de aquellos respetables señores la llamaba Fernandita, como en sus buenos tiempos.

Para aquella tertulia de reaccionarios biliosos, cuyo bello ideal hubiese sido parar todos los relojes, volviendo las manecillas hacia atrás, el progreso no existía ni aun dentro de su clase, y con el furor de la imbecilidad pretenciosa que no consiente a su alrededor nada que la sobrepuje, odiaban a todos los que, participando de sus ideas, transigían con el espíritu del siglo.

Trataban con el mayor desprecio en aquella tertulia, a sus parientes y amigos que pertenecían a la aristocracia en activo; a ésa que brilla, se divierte, es religiosa sólo porque esto resulta de buen tono, y aturde al mundo con sus ruidosas fiestas.

Todo se acababa; hasta la fe y la dignidad de clase. ¡Qué gente, Señor! ¡Qué tiempos! Y la tradicionalista tertulia hablaba con horror de los grandes de España que hacían política y figuraban en partidos llamados liberales, aunque con el aditamento de conservadores; de las familias que no tenían otra religión que la moda y ponían en práctica todas las extravagancias llegadas de París, sin temor al escándalo, no asistiendo a los templos más que en las grandes solemnidades, cuando se hacía buena música, o había un predicador que llamaba la atención; y no trataba con mayores consideraciones a los descendientes de los héroes de la Reconquista, que después de vender a los anticuarios los espadones y las armaduras de sus gloriosos antepasados, para pagar sus deudas en la ruleta del Casino o ir de juergas flamencas con los toreros, se casaban con la hija de un bolsista enriquecido a fuerza de pilladas, o con la viuda de un contratista del Estado, dando sus inmaculados pergaminos a cambio de algunos millones, adquiridos Dios sabe cómo.

¡Qué tiempos, Señor; qué tiempos! Había para morir de pesar. Si de tal modo se envilecía la aristocracia, ¿qué iba a quedar después? Y aquellas momias, que en el semioscuro salón se movían como esfinges que encerraban todas las putrefactas grandezas del pasado, envolvían en las maldiciones que arrojaban resignadamente al progreso y a la civilización, a sus mismos parientes, a sus familias, que transigían e iban mezclando su sangre con clases más inferiores, a las cuales la revolución había elevado, recibiendo sus desprecios como única recompensa.

Aquel sanedrín odiaba la fama y el prestigio que proporciona la inteligencia, como algo que oliese a demagogia. Ser célebre, era para tales personas igualarse a los oradores revolucionarios, a los generales de pronunciamientos, a los rojos de club. Hablar de una persona los periódicos que no eran de la comunión de los fieles, equivalía para la tertulia de la baronesa a un certificado de impiedad y progresismo.

Despreciaban a cuantos se distinguían en algo y metían ruido, y de aquí que mirasen con desvío, u olvidasen por completo a los mismos que más se habían esforzado en defender los ideales a que la tertulia rendía ferviente adoración.

Aparici y Guijarro era, para aquellas gentes, casi un revolucionario, que por el hecho de haber disentido en las Cortes con los liberales se había infeccionado forzosamente con su virus de impiedad; el canónigo Manterola inspiraba poca confianza, pues en su concepto debía haber permanecido en su cabildo sin meterse a vociferar en un Congreso revolucionario; y en cuanto a Donoso Cortés, sólo lo conocía y se acordaba de él uno de aquellos señores que tenía sus puntos y ribetes de literato.

Nada encontraban bien; todo se habla maleado, en su concepto, al contacto del siglo; hasta la monarquía. ¿Ir a Palacio, ellos, que eran fieles representantes de un pasado tan lleno de grandezas como de ceremonias? ¡Imposible! La aristocracia que sabía respetarse no podía asistir a las fiestas de un Palacio contaminado por los vientos revolucionarios, hasta el punto de que los reyes, salidos de la Restauración de Sagunto, habían abolido la moruna costumbre de tutear a todos sus súbditos, y hablaban con más amabilidad a un Cánovas o a Martínez Campos, plebeyos elevados por la fortuna, que a un Grande de España, cuyos blasones se perdían en las tinieblas del pasado.

¡Aquellos tiempos de Isabel II! Cuando en Palacio se trabajaba por revestir la vida del mismo aparato que en el anterior siglo, y cuando la reina trataba a todos con tan despótica familiaridad, como si fuesen lacayos. Aquello ensanchaba el alma y daba claras muestras de que la monarquía vivía por sus propias fuerzas, y no por las concesiones del espíritu revolucionario.

Al principio de la restauración, a aquella tertulia de ultrarrealistas les quedaba alguna esperanza, simbolizada en la persona del pretendiente Don Carlos; pero poco a poco fueron desvaneciéndose sus ilusiones. También el representante de la buena causa, del sano y respetable pasado, se contaminaba del espíritu moderno, y daba al traste con la tiesura tradicional de la majestad. A sus oídos llegaban noticias sobre la vida del pretendiente en París y sus calaveradas, hijas de un espíritu ligero, que sólo a la fuerza se amolda a las ceremonias de su rango.

Y luego aquellas aventuras escandalosas; los derroches de dinero, las fiestas de húngaras: cosas eran todas éstas sobradamente importantes para horripilar a tanta persona grave, que aunque en su juventud no habían hecho vida muy santa, por esto mismo la vejez les había blindado con la más austera virtud, y la más asustadiza hipocresía.

En fin, que aquella tertulia era una verdadera reunión de demagogos blancos, que en nombre del pasado pedían la completa destrucción de lo existente, que nada encontraban bueno, y que como astros muertos bogaban por el ambiente social de su época, repelidos de todas partes, y sin sentir la menor atracción de simpatía.

Eran revolucionarios a su manera, y de seguro que al tener en sus manos un poder irresistible, hubiesen destruido toda la obra del siglo. Por aquello de que los extremos se tocan, miraban con lástima y horror a los hombres de ideas avanzadas, pero no pasaban de ahí; y en cambio guardaban todo su odio, su desprecio sin límites, para los llamados monárquicos liberales que, transigiendo eternamente, y escépticos en el fondo, pretendían amalgamar el pasado con el porvenir.

Aquella tertulia era invariable e indestructible. Eran muy pocos los neófitos que lograban introducirse en ella, y menos aún los que desertaban. Permanecía inmóvil, con la inercia de una momia, que tenía fijos sus muertos ojos en el pasado.

Al entrar en el salón y contemplar los rostros apergaminados, contraídos ligeramente por una sonrisa de aristocrático desdén, podía decirse, como Hamlet: Algo hay aquí que huele a muerto

Era aquello una charca inmóvil, en cuyo fondo dormían todos los putrefactos ídolos del pasado.

Tan firmemente estaba convencida la tertulia de la baronesa de sus creencias, tan intransigente era con su época, tan alejada se hallaba de lo existente, que la sorprendía de un modo terrible alguna palabra del padre Tomás, de su ídolo; palabra que como piedra veloz caía en el pantano ultrarrealista, produciendo ondulaciones de asombro que duraban muchos días.

La sorpresa conmovía a las momias hasta el punto de que a sus deslustrados ojos casi asomaban las lágrimas.

¡Oh Dios! Hasta la Compañía de Jesús comenzaba a abandonar la buena causa para transigir con el siglo. El padre Tomás, aquel hombre que en casa de la baronesa resultaba una divinidad, sólo aparecía de tarde en tarde en la majestuosa tertulia, y en cambio, visitaba a la aristocracia a la moda, a las familias que, renegando de su pasado, se mezclaban en el movimiento de la época. ¡Qué más!… Hasta recomendaba la tolerancia con lo existente, y el afecto a la nueva situación política, diciendo que era necesario transigir para salvar los intereses de la religión.

Esta conducta asombraba a los ultrarrealistas; pero acostumbrados a acoger con la mansedumbre del esclavo todas las palabras del padre Tomás, no osaban en su presencia hacer la menor objeción, limitándose a lamentarse en su interior de aquella presunta defección que les hería en sus sentimientos.

Rodeada de este ambiente que olía a tumba, era como María pasaba todas las tardes del año.

Sentada al lado de su tía tiesa como una vieja con alto corsé, y con los ojos fijos en el suelo, que sólo se atrevía a levantar muy contadas veces, había de permanecer unas cuantas horas aburrida por una charla ceremoniosa y lenta, cuyas lamentaciones no entendía.

Este quietismo después de la bulliciosa movilidad del colegio, atormentábale de un modo horrible y sentía impulsos de levantarse de su asiento y cometer alguna diablura; pero las frías miradas de su tía la tenían como clavada en la silla.

Algunas veces aquel señor que hablaba de Donoso Cortés, en un rapto de genialidad, se atrevía a hablar de las cosas de la Corte de Fernando VII, cuando estaba en Aranjuez, y aunque comenzaba por vía de exordio, con palabras confusas y guiños que sustituían a las palabras, no tardaba en oírse la voz de la baronesa diciendo con acento imperioso:

—Niña; vete fuera.

Y María salía del salón sin sentir curiosidad alguna. ¡Valiente cosa le importaban las anécdotas de aquel señor!

Siempre relataba las mismas, y ella las había oído la primera vez que fue despedida de la tertulia, quedándose escondida tras los cortinajes de la puerta.

Pero esta indiferencia ante los chistes del viejo y aristocrático narrador no impedía que ella se alegrara mucho así que comenzaba a iniciar sus trasnochadas relaciones. De este modo se veía libre de la engorrosa tertulia y podía pasar las horas que transcurrían hasta el final de la tertulia charlando con la doncella de su tía, o mirando a la calle y buscando en esto distracción, como ya en otro tiempo lo había hecho su madre.

Aquella casa, construida por el conde de Baselga para nido de sus amores, era la cárcel en que había languidecido la juventud de su hija y la de su nieta, bajo la austera y rabiosa vigilancia de la baronesa de Carrillo.

Por las noches María rezaba con su tía un rosario interminable, pues a él se unían oraciones y jaculatorias para casi todos los santos del almanaque, y a las diez ya estaba en la cama, martirizándola el sordo ruido que producían los coches en el pavimento de la calle, y que por un salto propio de su imaginación viva, evocaban ante los ojos de su espíritu un tropel de hermosas jóvenes vestidas de brillantes colores, y saliendo del fondo de confortables berlinas para entrar en el teatro, pasando por entre los grupos de elegantes que les enviaban saludos y frases galantes.

La cruel realidad que había sucedido a sus ilusiones de colegiala producíala un furor, propio de su carácter varonil, cuando se encontraba a solas en su cuarto.

Para ser un adorno mudo de las vetustas tertulias de su tía, para convertirse en un monigote que sólo podía hablar cuando su tía le concediera permiso, bien estaba allá en el colegio donde al menos tenía una relativa libertad. Ahora no podía menos de reírse amargamente de las ilusiones que en el colegio se había hecho acerca de la vida que llevaría en Madrid.

Así transcurrieron los dos primeros años de su estancia al lado de la baronesa.

Por fortuna, pasado este tiempo comenzó a notar en su tía alguna variación. Se había amortiguado en la baronesa el recuerdo de la aventura que había ocasionado la salida de su sobrina del colegio y conforme se desvanecía la memoria de un suceso que a ella le resultaba horripilante, María gozaba de mayor libertad y su tía la trataba con más consideración.

Conocíase en doña Fernanda el propósito de hacerse agradable a su sobrina y de captarse su voluntad y hacerse obedecer más por la simpatía que por el terror.

Adivinábase que en su pensamiento germinaba una idea que iba a exponer de un momento a otro y que sólo era una preparación hábil aquella amabilidad realmente extraña en ser bilioso y atrabiliario como doña Fernanda.

Pronto se despejó la incógnita. La baronesa no renunciaba a la idea de tener una monja en su familia. Ya que ésta contaba con un futuro santo como Ricardo, no era justo que la línea femenina se excluyera de la sublime misión de dar al cielo bienaventurados.

Asunto era éste del que hablaba con el padre Tomás siempre que podía encontrarlo, pues el poderoso italiano, aunque seguía interesándose bastante por la familia Baselga, se sentía atraído a otros círculos sociales por la necesidad de las circunstancias.

Además, el astuto jesuita no se mostraba tan seguro como doña Fernanda de la facilidad con que la joven abrazaría el estado monástico.

En sus visitas a la baronesa había tenido ocasión para estudiar con ojo certero el carácter de María, y además sus hazañas de la niñez, de las que estaba enterado por las religiosas del colegio de Valencia, le daban a entender cuál era el verdadero temperamento moral de la joven; pero resultaba en doña Fernanda una preocupación tradicional el creer que bastaba que a ella se le ocurriera una cosa para que inmediatamente pensasen lo mismo los individuos de su familia.

Ella deseaba que María fuese monja y no había ya más que hablar; María lo sería.

Pronto experimentó una decepción. María tenía en sus venas la sangre del belicoso Álvarez y su carácter varonil no se doblegaba con momentáneas concesiones como el de la infortunada Enriqueta.

La baronesa creíase segura con aquellos dos años de reclusión y obediencia automática a que había castigado a su sobrina.

—No dude usted, padre Tomás —decía siempre al italiano—, que María me obedecerá. Es toda una jaquita brava; más bien dicho, lo era, pues antes resultaba idéntica al bandido de su verdadero padre; pero ahora, desde que yo la he sometido al régimen del silencio y de la obediencia, es mansa como una cordera y hará cuanto yo le diga.

Y la baronesa así lo creía, viendo aquella niña tímida en apariencia, que acogía todas sus palabras con los ojos bajos y el aspecto encogido.

Por esto su asombro fue inmenso cuando, a las primeras indicaciones que le hizo acerca de las bondades de la vida monástica, María, como el que abandona un disfraz se despojó de aquel exterior de mansedumbre y dijo con resolución:

—No, tía. Está usted muy engañada. Yo no seré nunca monja y si usted cree que va a hacer conmigo lo que con mi pobre madre, está en un error muy grande. ¡No, no y siempre no!

Y dijo estas palabras con una energía, cuya fuerza ya se notaba en sus ojos brillantes y fijos en los de su tía, con insolencia de reto.

Sin duda en sus conversaciones con la lenguaraz y antigua doncella de la baronesa, había llegado a conocer algo de la historia de su madre y de las desavenencias entre ésta y su hermanastra, cuando doña Fernanda se empeñaba también en meterla en un convento.

La enérgica resolución de la joven despertó las crueldades de carácter de la baronesa, y las escenas violentas de otros tiempos volvieron a ocurrir en el palacio de Baselga. Pero esta vez doña Fernanda tenía que habérselas con un carácter de hierro, que no mostraba el menor temor ante sus violencias y que a los golpes y a los insultos contestaba con el estoicismo propio de un carácter vigoroso o con miradas de ira, que algunas veces lograban detener el brazo de la baronesa.

Duró esta situación violenta cerca de un año. Empleó la tía cuantos medios se le ocurrieron para domar la enérgica resistencia de María; pero todo fue en vano, pues la joven oponía siempre su varonil protesta. Esta situación de continua violencia había hecho perder también bastante terreno a la tía; pues desde el momento en que la joven, para resistir y protestar, había tenido que despojarse de su actitud sumisa y su aspecto gazmoño, ya no quiso recobrar la máscara hipócrita y se tomaba libertades dentro de su casa sin que le intimidasen en lo más mínimo las furibundas miradas de la baronesa.

La represión de ésta y sus violencias estaban en razón directa de las insolencias de María, que se hacía más atrevida conforme su tía se indignaba y apelaba cada vez con más tenacidad a los procedimientos enérgicos.

Doña Fernanda casi se confesaba vencida en presencia de sus íntimos.

—Pero esa niña es el mismo diablo, padre Tomás. ¡Cómo se conoce de quién es hija! De tal palo, tal astilla. Es imposible hacer de ella nada bueno, como Dios no obre un milagro.

—Calma, señora baronesa —contestaba siempre el italiano—. No hay realmente prisa en decidir sobre el porvenir de la niña. Si ella no quiere ser monja ya buscaremos el medio de que salve su alma sin violentar su voluntad ni obligarla a entrar en un convento.

Y era que el padre Tomás, menos dispuesto que su antecesor el padre Claudio a acudir a medidas decisivas ni a violentar la marcha de los acontecimientos buscaba ya en su astucia, y creía haberlo encontrado, un medio que asegurase el ingreso en la caja de la Orden de los millones que restaban de la herencia de Avellaneda.

En cuanto a la viuda de López, siempre que era consultada por doña Fernanda sobre el porvenir de María, contestaba de idéntico modo:

—Señora baronesa, no logrará usted su deseo. Me basta mirar a una persona para conocerla; me precio de ello, y le aseguro que a esa niña lo que le atrae es el matrimonio y no las tocas monjiles. Además, sus antecedentes no son los más propios para que se sienta inclinada a la vida del claustro; acuérdese usted de aquello del colegio que varias veces me ha relatado.

Y al decir esto, callaban las dos viejas, dejando que en su imaginación se amontonase un cúmulo de maliciosas suposiciones.

Todas las perversidades de la pasión las admitían antes que la verdad de lo ocurrido.

Su malicia de beatas no podía conformarse con la ingenua inocencia de aquella velada en la azotea del colegio.

IV. REANÚDANSE LOS AMORES

Algunos meses antes de recibirse la noticia del martirio del padre Ricardo, experimentó María una gran sorpresa.

Por las mañanas, aprovechando los descuidos de su tía o sus salidas de casa por asuntos de devoción, una de sus más predilectas distracciones era mirar a la calle en las horas que los estudiantes de Medicina entraban o salían en el inmediato Hospital de San Carlos.

Así vio un día a Juanito Zarzoso, del cual, aunque se acordaba algunas veces, no guardaba ya más que un recuerdo lejano y borroso, como amortiguado por el tiempo y por aquel régimen austero a que la sometía su tía y que parecía influir en su parte moral…

Cuando ella vio a un joven vestido de luto, parado en la acera y mirando con insistencia al balcón, sin hacer caso de las pullas de los compañeros que seguían adelante, sintióse molestada por la curiosidad de aquel importuno y casi estuvo tentada a retirarse; pero de repente encontró en aquella figura algo que parecía serle conocido y que atraía sus ojos, y entregándose entonces a un fijo examen, no tardó en reconocer a su tímido novio de la época de colegiala.

Estaba tan desfigurado el estudiante que era difícil conocerlo. Había crecido mucho, aunque perdiendo bastante de su primitiva robustez; sus facciones habíanse fijado definitivamente, formando un rostro inteligente y simpático, y una barba corrida y fuerte daba aspecto varonil a aquella cara de niño. Sus ojos, cuya luz parecía amortiguada por el estudio, brillaban tras unas gafas de oro.

María permaneció inmóvil, como asustada por la aparición, y en su aturdimiento, únicamente supo contestar con sonrisas ingenuas, que demostraban su placer, a los saludos que le dirigía el estudiante.

Desde entonces, todas las mañanas los dos jóvenes, aprovechando el uno los intervalos entre dos clases, y valiéndose la otra de los descuidos y ocupaciones de la tía, se veían de lejos, cambiaban saludos y se sonreían con esa plácida estupidez de las personas que se consideran felices únicamente con contemplarse.

Pronto no les bastó con esto y ambos experimentaron la necesidad de una comunicación más expresiva y amplia que las miradas que se lanzaban de lejos, bien a través de los vidrios del balcón, o en las calles cuando María salía en compañía de la baronesa.

La intrigante doncella de ésta fue la que, por puro amor al arte de chismear y por el placer de jugar una treta a su señora, a la que odiaba en el fondo, a pesar de muchos años de servicio, se encargó de poner en comunicación a los dos antiguos novios.

Ella fue la que entregó a María la primera carta de Juanito y así supo la joven que la madre de su novio, aquella infeliz señora casi ciega a la que, sin conocer, amaba con respetuosa simpatía, había muerto algunos meses antes y que al ocurrir esta desgracia, el doctor Zarzoso había ido a Valencia para llevarse a su sobrino a Madrid, trasladando su matrícula a la escuela de San Carlos.

Juanito manifestaba además, con una satisfacción casi infantil, sus notables progresos en la carrera, los premios que había alcanzado y lo contento que estaba su tío al ver que iba a tener un sucesor digno de su fama.

Desde entonces se entabló una correspondencia continua y apasionada entre los dos novios, volviendo a renacer aquel amor que, aunque veloz como una ráfaga, les había unido durante algunos días, allá en los tejados de Valencia.

María pasaba las angustias de un ladrón que intenta hacer invisible el fruto de sus rapiñas, para ocultar las plumas y el papel que le servían para escribir a Juanito, y no contentos los dos con cambiar una carta diaria, todavía aprovechaban cuantas ocasiones se presentaban para comunicarse, con señas, de balcón a calle, todas las mañanas.

Nadie notaba las relaciones amorosas sostenidas por los dos jóvenes.

La baronesa, a pesar de su astucia, no llegaba a recelar de la conducta de su sobrina, y en cuanto al doctor Zarzoso, aunque notaba que Juanito no estudiaba tanto como los primeros meses de su estancia en Madrid y que salía con más frecuencia de casa, atribuía esto a la atracción que produce una ciudad desconocida y a las necesidades de la juventud.

El doctor sonreía con malicia. Ya sabía él lo que aquello significaba: algún amorcillo. Y al decirse esto guiñaba el ojo, afectando conocer muy bien tales deslices, como si olvidase la salvaje virginidad de su juventud, ignorante para todo aquello que no fuese la lucha con la ciencia.

Los amoríos que suponía el doctor Zarzoso eran pasioncillas de un día, correrías a ciegas en busca de unas faldas para acallar los hambrientos bostezos de la carne, y de seguro que si al ser llamado a casa de la baronesa de Carrillo, para curar a ésta sus ataques de nervios, hubiese sabido que en tal vivienda estaba la mujer amada, y que ésta era aquella sobrinilla aristocrática, no hubiese manifestado tanta bondad.

El endiablado sabio, plebeyote hasta la médula de los huesos y orgulloso de su origen, estremecíase de horror ante la posibilidad de unirse por lazo alguno con cualquiera de aquellas familias elevadas, corroídas por dolencias extrañas y hereditarias, a las que él visitaba, y su indignación inmensa sólo podía compararse a la que experimentaría una princesa de las que figuran en el almanaque de Ghota, al proponerle que diera su mano a un barrendero.

Profesaba a sus distinguidos clientes el horror que siente una persona sana, robusta y egoísta, ante los apestados que pueden contaminarle.

Su frase favorita era: La aristocracia es un pudridero; y hablaba con gran elocuencia del inmenso caudal de enfermedades y gérmenes de locuras que el aislamiento de clase y el horror a cruzarse con gentes más humildes y vigorosas, había ido amontonando en aquellas familias, desde los tiempos de las extravagancias feudales y de la barbarie guerrera divinizada.

—Por algo dicen esas gentes que tienen la sangre azul. Es pura porquería lo que circula por sus venas; virus que infecciona de una a otra generación y que en nada se parece a la sangre de los demás seres. Si yo tuviera un hijo —sólo al hablar de esto pensaba el doctor en los hijos—, juro que primero lo ahorcaba que le permitía el casarse con una mujer de cuyo vientre forzosamente habían de salir generaciones de escrofulosos o de locos.

Afortunadamente, el doctor Zarzoso, para el cual su sobrino era un verdadero hijo, ignoraba qué clase de amorcillos eran los que turbaban la tranquilidad del joven estudiante.

Cuando al recibir la noticia de la muerte trágica del padre Ricardo, la baronesa sufrió una espantosa crisis nerviosa, el doctor Zarzoso fue llamado para su curación. Este suceso produjo en el estudiante gran alegría. Sería ridícula la idea, pero a él le producía cierto placer el que su tío entrase en aquella casa, frente a la cual tantas veces paseaba él, y hasta le parecía que en torno de la ruda figura del doctor, quedaba adherido algo del ambiente que creemos percibir rodeando a la mujer amada.

El suceso no causó menos impresión en María. Al saber que su tío había muerto como un mártir, a manos de los fanáticos japoneses, lloró cuanto pudo para no resultar una nota disonante en el concierto de dolor que estalló en la casa; pero, a pesar de esto, su desconsuelo fue más aparente y ceremonioso que real. No tenía grandes motivos para llorar la muerte del tío jesuita. No lo había visto jamás, y juzgando por los apasionados elogios de la baronesa y sus amigos, imaginábaselo como un hombre huraño, misterioso, desligado por completo de todo vínculo terrestre y propio para inspirar más miedo que amor.

La enfermedad de su tía sirvióle para poder dedicarse con más libertad a hacer telégrafos a Juanito con sus vivaces manos tras los vidrios del balcón.

Además, en tal circunstancia, conoció personalmente al tío de su novio, aquel personaje terrible del cual se había hablado con expresión de miedo en las tertulias de su tía, y que a ella, a pesar de tales prejuicios, le resultaba un buen señor.

El famoso sabio, con toda su ciencia y aquel conocimiento del mundo y de las personas que afectaba su fingida malicia, no podía explicarse la causa de la exagerada amabilidad con que le trataba la niña de la casa. Era un secreto para él el porqué de las sonrisas graciosas y la expresión de alegría con que le recibía la sobrina de la baronesa; pero ¡ah cándido doctor!, si no hubiese siempre marchado con la cabeza baja y preocupado por sus ideotas luminosas, de seguro que al salir de la casa se lo hubiera explicado todo al ver a su sobrino alejarse rápidamente, o esconderse en algún portal, al notar la presencia del tío.

María era la única de aquellas señoritas aristocráticas a la que no miraba con expresión de lástima y asco; no era un gatito desollado, como él llamaba a las otras.

Conocía bien la historia de la familia. Bastante le había dado que hacer la muerte del conde de Baselga en el manicomio que él dirigió en otros tiempos, y aunque estaba convencido de su locura, no dejó de preocuparle el tiro de pistola que el infeliz demente se disparó en su celda. Aquella arma fatal hacía presentir al doctor la existencia de una diabólica intención, que había intervenido en el arreglo de la tragedia. Y como era en él característico atribuir todos los males a la gente de sotana, no vacilaba en tener por culpable de cuanto había ocurrido a aquel padre Claudio, de quien ya casi nadie se acordaba en Madrid.

Además conocía algo de la historia de María, y esto amenguaba un tanto la extrañeza que le producía notar en ella un vigor y una energía serena, impropia de la familia. Él recordaba haber escuchado ciertas murmuraciones, de las cuales no salía muy bien librada la virtud de la madre ni la dignidad del padre; murmuraciones en las que danzaba el nombre de cierto célebre revolucionario.

Pero todas estas ideas sólo podían preocupar por poco tiempo a un hombre como el doctor, obsesionado por los oscuros problemas de la ciencia; así es que, apenas hubo dejado de visitar a doña Fernanda, repuesta ya de sus ataques nerviosos, olvidó por completo a la tía y la sobrina.

Los amores del estudiante y María seguían, entretanto, su curso, fortalecidos ahora por la protección de la viuda de López.

La explicación surgida entre doña Esperanza y la sobrina de la baronesa había servido para que la viuda, arrastrada por su afición a los enredos y por el afán de hacer favores, se pusiera a las órdenes de los novios.

Ya se sobreentendía que ella hacía esto únicamente porque la niña se divirtiera, porque, al fin, había que dar a la juventud lo que era suyo, y dejar que gozara cuando le llegaba su tiempo; mas no por esto creía ella que tales amoríos podían terminar en un casamiento.

Unos amores inocentes y nada más. Cosas de muchachos. ¿Qué pecado se cometía dejando que María tuviera un novio, como todas las de su edad? Más adelante ya entraría en ella la reflexión, y cuando su tía se convenciera de que la muchacha nunca llegaría a ser monja, ya le arreglarían un matrimonio digno de su posición y de su nombre.

Apoyándose en tales reflexiones, con el objeto de afrontar mentalmente el peligro que suponía para ella el ser infiel a su presidenta, la viuda de López protegía a los dos jóvenes, mesurándose muy contenta en ser su mediadora bondadosa, y dándose ciertos aires de maternidad.

Hablaba en la calle con Juanito, al que encontraba muy simpático, a pesar de la repugnancia que en las primeras entrevistas sentía al pensar que era el sobrino de un empedernido ateo, y que tal vez participase de sus doctrinas. Cada vez que el estudiante solicitaba de ella un favor, la viuda no podía menos de sentirse satisfecha, pues aquel muchacho sabía rogar de un modo que llegaba al alma, y ante el más pequeño servicio manifestaba un agradecimiento conmovedor.

Doña Fernanda, como si se hallara quebrantada por su reciente enfermedad y la muerte de su santo hermano hubiese cercenado su antigua energía y movediza actividad, mostrábase reacia a salir de su casa, y muchas veces, por no moverse de su asiento, ahogaba su curiosidad y no iba en seguimiento de María para averiguar la causa de que ésta permaneciera tanto tiempo atisbando a través de los balcones.

Este atado de doña Fernanda ocasionaba también un aumento de atribuciones y libertades en la intrigante viuda de López, del cual se aprovechaban los dos novios.

Doña Esperanza, con su bondad sin límites, era la que se encargaba de sacar a paseo a la niña y de acompañarla a las funciones religiosas cuando la tía no se sentía con ánimo para salir de casa.

De estas circunstancias se aprovechaba Juanito para hablar con María, siempre bajo la vigilancia de doña Esperanza, que se mezclaba en la conversación apenas ésta tomaba un carácter marcadamente amoroso.

La viuda de López estaba lejos de imaginarse que aquel estudiante era el mismo muchacho con quien habían sorprendido a María en la azotea del colegio. Los dos novios guardaban instintivamente su secreto, ante la indiscreta curiosidad de la viuda.

Procuraban las dos mujeres el salir a pie, pues de este modo podía unirse a ellas el enamorado estudiante. Doña Esperanza adoptaba un aire de mamá complaciente que va acompañando a su hija y al novio, y así iban los tres a la iglesia o a alguna solitaria alameda del Retiro.

Transcurrieron de este modo muchos meses, sin que nunca llegase a oídos de la baronesa la menor noticia de la traición que le hacía su secretaria.

Juanito, como si calmasen su sed amorosa aquellas conversaciones que sostenía con María, coreadas por la complaciente viuda, había recobrado su tranquilidad y volvía a dedicarse al estudio con el mismo ardor que antes.

Estaba próximo ya al término de su carrera, y veía cercano el día en que alcanzaría su título de doctor en brillante oposición, dando fin de este modo a sus estudios que le acreditaban en San Carlos como el alumno más aprovechado y que con mayor rapidez había seguido sus cursos.

La proximidad de aquel suceso, tantas veces soñado por el estudiante, llenaba de alegría a los dos novios. ¡Oh, qué dicha! Apenas tuviera su título de doctor, era preciso buscar ya una fórmula para hacer públicas sus relaciones y decidir al doctor Zarzoso a que pidiese a la baronesa la mano de María.

Todo les parecía muy fácil a los dos jóvenes, y encontrándose cada vez más fuera de la realidad, juzgaban como pequeños inconvenientes el carácter iracundo de la baronesa con sus preocupaciones religiosas y la terquedad ruda del doctor.

A doña Esperanza comenzaban a asustarle aquellos amores. Comprendía, aunque demasiado tarde, que había estado jugando con fuego y que aquellos galanteos no eran relaciones ligeras para divertirse que fácilmente podían ser rotas, pues tenían ya todo el carácter de una pasión firme e indestructible.

Conocía bien a María, y estaba convencida de que opondría una resistencia terrible cuando la despertasen del dulce ensueño de amor satisfecho en que estaba sumida.

¿Qué diría doña Fernanda cuando supiera que su fiel secretaria había sido la mediadora en tales amores?

Doña Esperanza, tan confiada y satisfecha por costumbre, mostrábase ahora temerosa y asustada al pensar en la posibilidad de que la baronesa llegase a saberlo todo. Y lo que más le desconcertaba era que tal descubrimiento, un día u otro, había de ocurrir, pues nunca faltan gentes chismosas y noticieras; o cuando no, aquellos dos jóvenes, engañados por sus ilusiones, eran capaces de cometer una barrabasada declarando a sus tíos que se amaban hacía ya mucho tiempo y que deseaban casarse.

Alguna tranquilidad le proporcionaba el saber, por declaración del mismo estudiante, que así que terminase su carrera, el doctor Zarzoso pensaba enviarlo por una regular temporada a París a perfeccionar sus estudios como ayudante de los más célebres profesores.

Si esto llegaba a ocurrir, confiaba doña Esperanza en una larga ausencia como remedio contra una pasión sobradamente viva. Pero a pesar de esta confianza, no lograba tranquilizarse.

Conocía que voluntariamente, e impulsada por su eterna manía de servir a todo el mundo, se había metido en un atolladero y buscaba un auxilio para salir de él.

El padre Tomás fue la primera persona que se le ocurrió para el caso.

V. EN EL DESPACHO DEL PADRE TOMÁS

El poderoso jesuita había recibido a doña Esperanza con una forzada sonrisa de resignación.

Aquella lagartona, con sus confidencias, sus intrigas y sus hojitas piadosas que sometía a su examen antes de darlas a la imprenta, le tenía fastidiado a pesar de lo convencido que estaba de la utilidad que prestaba a la Orden.

El padre Tomás había indicado al mandadero que le servía de ayuda de cámara, que no dejase entrar a doña Esperanza en el despacho, pues temía la conversación interminable de la locuaz jamona que venía a turbar sus ocupaciones; pero en aquel día, la viuda de López manifestó tal urgencia y tantas veces pidió que la dejasen pasar, que al fin el lego, con el permiso de su superior, permitióle la entrada.

Tan largo fue el preámbulo que la locuaz señora puso a las revelaciones que pensaba hacer, que el jesuita comenzó a arquear las cejas y a mover los dedos en señal de impaciencia, convenciéndose de que doña Esperanza, en aquella ocasión, como en las otras, iba sólo a estorbarle.

Pero pronto cambió de posición al notar que la viuda, atolondrada por tales muestras de impaciencia, entraba en lo más interesante de su consulta.

Nada calló la buena de doña Esperanza, y procurando excusar su ligereza en aquel buen deseo que le animaba y le hacía servir a todos, fue relatando cómo había tenido conocimiento de los amoríos de María y cómo también se había prestado ella a desempeñar el papel de mediadora.

El jesuita escuchaba inmóvil y silencioso, sin que en su rostro de marmórea fijeza se notase la menor expresión que delatase sus internas impresiones, y sólo cuando la viuda se detenía como indecisa y temerosa del efecto que sus palabras podían causar en el padre Tomás, éste salía de su mutismo para murmurar:

—¡Adelante!… ¿Y qué más pasó?

Doña Esperanza no se detenía e iba relatando cuanto había llegado a saber y algo más que inventaba por propia cuenta.

En resumen; que los chicos se amaban mucho, que la cosa era más seria de lo que ella en el primer momento había podido imaginarse, y que temblaba solamente al pensar que la baronesa podía saber algún día la participación que su secretaria tenía en tales relaciones. Por esto acudía en demanda de auxilio y le rogaba al padre Tomás que no la abandonase en situación tan apurada y que hiciese lo posible por remediar su ligereza. Bien sabía ella el noble interés que la Orden sentía por la familia Baselga, que tan ligada estaba por su piedad a la Compañía de Jesús, y por esto acudía al padre Tomás en demanda de saludable consejo.

El jesuita quedó silencioso y reflexionando por largo rato. Conocíase, a pesar de su frialdad exterior, que le había impresionado bastante la noticia.

Tenía sobre María formado un concepto muy distinto del de la baronesa, pero no esperaba encontrar a la joven comprometida por una pasión tan vehemente.

Por fin rompió el silencio para asegurarse de la formalidad de tales relaciones.

—¿Y dice usted, doña Esperanza, que son serios esos amores?

—¡Oh, reverendo padre! Esos muchachos se quieren de un modo que a mí me causa miedo. Es empresa difícil el separarlos, y crea usted que la baronesa tendrá que bregar mucho si quiere combatir esa pasión. Parece, al verlos tan dominados por el amor, que se conocen desde la niñez y que sólo la muerte podrá separarlos. ¡Ah, reverendo padre! ¡Si usted encontrase en su sabiduría un medio para desbaratar esa pasión que yo misma he fomentado con mi ligereza!

El padre Tomás preguntó, tras un largo silencio y con la expresión del que resuelve un problema:

—¿Sabe ese joven que María fue expulsada del colegio de Valencia por cierta aventurilla que usted creo ya conoce?

—No, reverendo padre; seguramente no tiene noticia de aquello.

Y la viuda afirmaba sus palabras con movimientos de cabeza, muy convencida de la certeza de cuanto decía. Ella estaba muy lejos de imaginarse que el protagonista de aquella aventura en los tejados, a la cual daba su malicia una importancia que no tenía, era el mismo Juanito Zarzoso, al que creía ignorante por completo de tal suceso.

El jesuita, al oír las afirmaciones de la viuda, sonrió triunfalmente.

Ahí estaba la solución; el medio de enfriar aquel amor que asustaba a doña Esperanza, después de haberlo fomentado.

Ella sería la encargada de revelar al novio la aventura de María en el colegio de la Saletta, y el jesuita tenía la certeza de que por este medio surgirían los celos y sobrevendría el rompimiento.

—Así lo haré, reverendo padre. Tan pronto como vea a ese pollo, le diré cuanto recuerdo de aquella travesura de María y no he de cejar hasta que logre que la desprecie.

El jesuita se mostraba pensativo.

Lo importante —murmuró—, es que baste esto para que abandone a la niña.

—¡Oh! Bastará, reverendo padre. Es un joven que parece muy pundonoroso, y no le creo capaz de seguir amando a una mujer después de convencerse de que en su niñez andaba por los tejados y la encontraban dormida en brazos de un muchachuelo.

—¿Conoce usted bien el carácter de ese joven?

—Creo que sí. He hablado con él muchas veces; se expresa con franqueza, y le aseguro que a mí me parece mentira que sea sobrino de un impío como el doctor Zarzoso.

—Seguramente tendrá las mismas ideas que su tío.

—Me parece que sí; aunque en mi presencia procura contenerse y no enseñar el rabo del diabólico librepensamiento. ¡Buena soy yo para sufrir impiedades!

—¿Y no le cree usted capaz, al saber la aventurilla de María, de seguir por interés haciéndole el amor?

—No entiendo a usted, reverendo padre —dijo la viuda con perplejidad.

—Quiero suponer que ese joven, después de convencerse del pasado de María, podía seguir fingiendo que la amaba, tan sólo por atrapar sus millones. Ya sabe usted que la sobrina de la baronesa es muy rica, tanto que casi toda la fortuna de que hoy goza doña Fernanda le pertenece a ella.

—En ese punto defiendo yo al sobrino del doctor Zarzoso. Podrá ser un impío, un ateo; pero gracias a Dios, las infernales doctrinas no han llegado a corromper del todo su alma y aún queda en él un gran caudal de buenos sentimientos. No, él no ama a María por sus millones, y si llega a aborrecerla la abandonará sin pensar en la riqueza.

—Le defiende usted con gran calor, doña Esperanza. ¿En qué se funda usted para tener tal seguridad?

—En lo que mil veces le he oído decir cuando hablaba con María. A ese muchachuelo republicano y librepensador le estorba que su novia sea noble, tenga un título ilustre y posea una gran fortuna. Yo misma le he oído decir, pero de un modo que no daba lugar a duda, que sería más feliz si María se convirtiera en una pobre modistilla, pues así nadie podría atribuirle en tal amor la menor sombra de egoísmo ni de ambición. Y ¡qué más!… Hasta la misma María está contaminada por tales ideas, y muchas veces he reído escuchando cómo la heredera de muchos millones hablaba con gran seriedad de los adelantos científicos de su novio y cifraba su felicidad en que éste fuese con el tiempo un médico afamado que tuviese como clientela a la gente más selecta de Madrid. Tan enamorados están esos muchachos, que han perdido ya toda noción sobre el significado de un título nobiliario y de una gran fortuna, y para ellos no hay más dinero que el que uno mismo pueda ganarse. No, reverendo padre; no es posible que ese joven ame a María con el único objeto de hacerse dueño de sus millones. En este punto le defiendo, no es de tal clase de hombres.

—Mucho mejor —dijo el jesuita, que había escuchado atentamente a la viuda—. Es más favorable para nosotros que en tales relaciones sólo haya amor sin sombra de mezquino interés. Así romperemos más fácilmente los vínculos que los unen: basta con que introduzcamos entre ellos la desconfianza.

—Lo que yo deseo, reverendo padre, es que terminen estos amoríos antes que la baronesa pueda apercibirse de ellos.

El jesuita reflexionaba.

—¡La baronesa! —murmuró—. Esa señora cree conocer muy bien a las personas y empieza por no formarse concepto exacto de los seres que la rodean, de los individuos de su propia familia. Quiere hacer monjas a todas las mujeres de su raza, sin llegar a convencerse nunca de que han nacido para casarse, como seres vulgares, y de que aun ella misma no serviría para vivir en un convento.

—Tiene un genio en extremo dominante.

—Eso la pierde, amiga mía; y lo peor es que cree que basta que ella quiera una cosa para que ésta sea inmediatamente. Se empeñó en que su hermana fuese monja, y ya sabe usted lo que ocurrió poco después de haberse suicidado el conde de Baselga; ahora quiere meter en un convento a su sobrina, y ya acaba usted de decirme el camino que ella sigue y que no puede ser más distinto del que le señala su tía.

—Efectivamente, doña Fernanda es tan ciega como tiránica.

Dijo la viuda estas palabras con la expresión de gozo del inferior que al fin encuentra ocasión para hablar mal del mismo a quien adula y sirve; pero este tono, que no pasó desapercibido para el padre Tomás, la volvió a la realidad.

Era imprudente hablar de tal modo en presencia de mujer tan chismosa e intrigante como doña Esperanza, de la baronesa de Carrillo, que al fin había sido uno de los principales apoyos de la Compañía en Madrid y en quien basaba el jesuita grandes esperanzas para el porvenir. Por esto se apresuró a hablar con el propósito de deshacer el efecto de sus anteriores palabras.

—Hay que reconocer que el deseo de la baronesa no puede ser más santo y sublime. ¿Qué mejor destino puede ambicionar para su sobrina, que hacerla esposa del Señor? Lo difícil en este asunto es que la niña no se ajusta a las exigencias de su tía, y por carácter huye de la vida tranquila y santa del convento.

—Eso es, reverendo padre. María no será monja aunque la martirice su tía. Hace ya mucho tiempo que estoy convencida de ello.

—Y yo también. Esa joven quiere casarse, siente la necesidad de amor, y si nosotros logramos que rompa sus relaciones con el doctor Zarzoso, así que se desvanezca el pesar que esto le cause, no tardará en fijar sus ojos en otro hombre. ¿No lo cree usted así, amiga mía?

—Así lo creo; hace un instante que pensaba en lo mismo.

—Hay, pues, que ser cautos en este asunto; y ya que la niña va por el camino del matrimonio, procurar que no se extravíe en él como su madre. La baronesa, empeñándose en hacer de María una monja y cerrando los ojos para todo lo que no sea esto, corre el peligro de que su sobrina caiga en manos de un hombre que en modo alguno convenga a la familia y que sea enemigo de esa religiosidad respetable que siempre ha residido en la casa de Baselga. Ya que ella, por su desmedido amor a la religión, es ciega en este asunto, nosotros seremos cautos y procuraremos salvar a María del peligro que la amenaza.

—Según eso, reverendo padre, ¿cree usted que María debe casarse?

—Así lo he creído siempre, amiga mía.

—Haría usted, pues, un gran favor a la pobre niña disuadiendo a su tía de los planes que abriga acerca de su porvenir y demostrándole que la felicidad de su sobrina no consiste en que entre en un convento.

—Así pienso hacerlo, y tenga usted la seguridad de que María se casará. Aquí lo que importa es que no venga a caer en manos de un impío como ese Zarzoso, que seguramente la apartaría de la religión. Ya nos encargaremos, cuando sea tiempo oportuno, de buscarle un marido que le convenga.

—Y mientras llega esa oportunidad, ¿qué hago yo, reverendo padre?

—Procurar que se desunan los dos amantes, valiéndose de la revelación que antes hemos acordado.

—¿Y si este recurso no produjera efecto?

—¡Oh! Seguramente lo producirá. No conozco a ese muchacho, pero por la descripción que usted me ha hecho de su carácter, adivino que forzosamente ha de producir en él un efecto terrible el saber esa aventura de María.

—¿Y si tanto le cegase el amor, que sobreponiéndose a los celos y al despecho, siguiese adorándola?

—Entonces todavía nos quedaría un medio seguro.

—¿Cuál, reverendo padre?

—¿No dice usted que el doctor Zarzoso muestra empeño en enviar a su sobrino a París? ¿Tardará mucho en verificarse este viaje?

—Antes de tres meses. Juanito terminará su carrera dentro de pocos días, y el doctor no tardará en enviarlo a París.

—Pues bien, la ausencia es el medio más favorable para combatir el amor. Ensaye usted el efecto de esa revelación que hemos acordado, y si el novio resiste, ya aprovecharemos su ausencia para convencer a María de que debe olvidar tales amores. La joven es altiva y tiene un amor propio excesivo e irritable; como logremos herirla en este punto vulnerable, seguramente que hará cuanto le digamos.

—Perfectamente. Sé ya cuál es mi obligación. Primero abrir los ojos a ese joven con la aventurilla de Valencia, y si esto no resulta, esperar a que se vaya a París dejando entonces a vuestra paternidad que obre como lo crea más conveniente.

—Otra cosa ha de hacer usted. Yo creo que no me costará mucho convencer a la baronesa de que debe resignarse al casamiento de su sobrina. En tal caso buscaré entre los jóvenes que conozco y que aman a la Compañía como una santa institución, uno que, por su nacimiento, su educación y su religiosidad, sea digno de alcanzar la mano de María.

—Eso es lo que yo había pensado muchas veces, reverendo padre. A María le conviene un esposo así, y nadie como usted puede proporcionárselo.

—Lo introduciré en casa de la baronesa sin darle otro carácter que el de amigo. Conviene que así que lo vea usted en aquel salón trabaje en su favor, es decir, que lo apoye en todos sus avances, haciendo de él grandes elogios y procurando inclinar de su lado el ánimo de María.

La viuda de López así lo prometió, y segura ya, en vista del giro que tomaba el asunto, comenzó a charlar alegremente de todos los negocios devotos por ella emprendidos con la cooperación más o menos directa de la Orden.

Acababa de librarse de aquel gran peso que gravitaba sobre su ánimo. Ya no temía a aquella baronesa en el caso de que se descubriera la participación que ella había tomado en los amoríos de la sobrina. El padre Tomás era ahora su consejero, obraría por su mandato y podía escudarse bajo su inmenso poder, si se desataba contra ella la furia de doña Fernanda.

Cansose pronto el jesuita de la charla de doña Esperanza, que ya no le interesaba, y con muestras de marcada impaciencia, le dio a entender que era llegado el momento de retirarse.

Cuando la viuda salió del despacho, el padre Tomás frotose alegremente las manos. Estaba solo, pues el padre Antonio, su antiguo secretario y cómplice, había muerto en Francia durante el período de emigración, y el astuto y desconfiado italiano comprendía las desventajas de tener siempre presente un compañero que aunque adicto, podía llegar algún día a la infidelidad. Recordaba mucho la caída espantosa que él hizo sufrir al padre Claudio, para que pudiese llegar a fiarse de autómatas que, al fin y al cabo, eran hombres.

Como estaba solo, no creyó ya preciso el disimulo, y sonriendo picarescamente, murmuró:

—Ya es hora de que volvamos a ocuparnos de la familia Baselga. Los millones esperan que vayamos a por ellos. Lo que el padre Claudio comenzó, yo lo acabaré más hábilmente. Nada de violencias… ¿Quiere casarse la niña? Pues bien, la casaremos; y por este medio, lo mismo que si entrase en un convento, su fortuna vendrá a nuestras manos.

Púsose grave el rostro del jesuita, y tras una profunda meditación, murmuró:

—Somos invencibles; cada vez me convenzo más de ello. Donde uno de nosotros cae, se levanta al punto un nuevo hermano con mayores fuerzas, y siempre avanzamos impertérritos, sin vacilar un instante, hasta que conseguimos lo que nos proponemos.

VI. CAMBIO DE DECORACIÓN EN CASA DE LA BARONESA

Llegó el momento fatal en que Juanito Zarzoso, con su título de doctor en Medicina, alcanzado con gran brillantez, obedeciendo las órdenes de su tío, al que temía tanto como amaba, hubo de separarse de María para trasladarse a París.

En los tres meses que transcurrieron, desde la conferencia con el padre Tomás hasta el día en que partió el joven médico, doña Esperanza no había logrado aminorar el cariño de los novios ni enturbiar la confianza que mutuamente se tenían.

Un día en que el estudiante esperó a la viuda en uno de los puntos que ella frecuentaba, para darle una carta con destino a María, doña Esperanza aprovechó la ocasión para abrirle los ojos, según decía.

Con afectada inocencia llevó la conversación al terreno que ella deseaba; habló de la niñez de María, de su carácter ligero, de sus atrevimientos hombrunos en el colegio, y como digno final de tanta preparación, como el que cierra los ojos para disparar el trueno gordo, sin hilación alguna… ¡paf!, la viuda espetó al estudiante la relación de cuanto ella suponía ocurrido en aquella noche célebre, cuando las monjas encontraron a la joven en el tejado, durmiendo en los brazos de un muchacho.

Al ver la viuda que Juanito se ruborizaba intensamente escuchando sus palabras, creyó que el joven iba a estallar en indignación; pero se quedó fría, cuando en vez de la emoción terrible que esperaba, púsose a reír el joven, diciendo que nunca había él llegado a imaginarse que doña Esperanza supiera tales cosas.

La intrigante viuda, que pensaba sorprender al estudiante, resultó la sorprendida, y su asombro fue sin límites cuando Juanito le dijo que aquel muchacho que amaneció en la azotea del colegio era él mismo.

El golpe había fracasado, y en vez de desunir a los novios aquella revelación, sólo había servido para convencer a la viuda de que tal amor, por lo mismo que antiguo y nacido en el dulce despertar de la pubertad, había de ser forzosamente de larga duración.

Apresuróse doña Esperanza a llevar la noticia al padre Tomás, quien, al saberla, no mostró su acostumbrada y fría indiferencia.

—Ahora resulta —dijo— más preciso que nunca apartar cuanto antes a esos dos jóvenes. Veo que la tarea va a ser más difícil de lo que al principio creíamos; pero con tal de que él marche pronto a París, todo se logrará. Es simplemente cuestión de tiempo y de paciencia.

—¿Y qué me aconseja usted, reverendo padre? —dijo la viuda—. ¿Debo seguir siendo medianera en estos amores?

—Sí, continúe usted hasta que ese joven se vaya a París. Nada adelantaríamos con que usted se negase a facilitar sus entrevistas y a llevarles sus cartas: encontrarían otro medio para cumplir sus deseos. Ya daremos el golpe cuando estén separados.

Desde que el padre Tomás supo los amoríos de María, visitó con más asiduidad la casa de la baronesa.

La tertulia de momias realistas alegrábase por esta distinción que le dispensaba el padre Tomás. Aquello era, para los visitantes de doña Fernanda, como un halagador holocausto a su terquedad reaccionaria y una demostración de que el poderoso jesuita, reconociendo que en la aristocracia transigente con el siglo sólo se encontraba miseria e impiedad, volvía al seno de sus antiguos amigos, los puros, los integristas, los que protestaban contra todo lo que no oliese al polvo del pasado.

Lejos estaban aquellos seres de adivinar el verdadero motivo que impulsaba al padre Tomás a visitar con tanta frecuencia la casa de la baronesa.

Doña Fernanda no era la que se sentía menos ufana por aquella asiduidad del poderoso jesuita. El más grave pesar, a la muerte del padre Claudio, lo había experimentado pensando que el nuevo jefe de la Orden en España no visitaría ya su casa con tanta frecuencia, y así ocurrió; por esto al ver ahora al padre Tomás casi todas las tardes en su salón, confundido entre sus habituales tertulianos y hablándole con gran dulzura, el orgullo y el amor propio satisfecho coloreaban su rostro con el rubor de la felicidad, y se sentía dichosa como pocas veces.

Su satisfacción era inmensa al pensar que en los elegantes hoteles de la Castellana, donde residía aquella aristocracia moderna, a la que odiaba secretamente, se notaría la ausencia del padre Tomás, a quien ella contaba ya como uno de sus acostumbrados tertulianos y, ganosa de retenerle, lo asediaba con toda clase de consideraciones y se mostraba dispuesta a obedecer su más leve indicación.

No le costó, pues, gran trabajo al jesuita, el inculcarle sus deseos.

Doña Fernanda, a pesar de tener su director espiritual, que era un individuo de la Compañía, quiso confesarse con el padre Tomás, arrastrada por el deseo de aparecer públicamente como penitente del célebre jesuita, que sólo se sentaba en el confesonario en muy contadas ocasiones.

Durante la tal confesión, fue cuando el padre Tomás convenció a la baronesa de que debía consentir en que su sobrina contrajera matrimonio, no violentando su carácter y las tendencias de su temperamento.

Doña Fernanda oyó con recogimiento casi religioso las palabras del jesuita, e inmediatamente se propuso obedecerle como un autómata.

Tan grande era el poder que sobre ella ejercía el padre Tomás, que sus indicaciones bastaron para derrumbar las ilusiones que la baronesa se forjaba hacía ya muchos años.

No; María no sería monja, ya que así se lo aconsejaba un sacerdote tan ilustre y digno de respeto. Ella había soñado en hacer de María una santa como su tío Ricardo; quería meter a su sobrina en un convento, creyendo que esta resolución sería muy grata a los ojos de Dios y que resultaría del gusto de los padres jesuitas, a los que ella consideraba como legítimos representantes del Señor; pero ya que un sacerdote tan respetable le aconsejaba todo lo contrario, ella estaba dispuesta a obedecer inmediatamente.

Y doña Fernanda, al decir estas palabras, extremaba el gesto y los ademanes, intentando demostrar de este modo que su sumisión a las órdenes del jesuita era inmensa.

Lo que ella pedía únicamente, lo que solicitaba a cambio de su obediencia, era que, ya que María debía casarse, fuese el mismo padre Tomás quien se encargase de buscarle un marido propio de su condición social, con la seguridad de que la elección sería acertada.

Nadie como él conocía a los jóvenes de la aristocracia. Habíanse educado todos ellos en el colegio de los jesuitas, a los más principales los dirigía el padre Tomás en los momentos difíciles de su vida y, merced al espionaje perfecto de la Compañía, conocía hasta en sus menores detalles la vida y las costumbres de cada uno.

—Casar a María —decía doña Fernanda en la rejilla del confesionario—, es un asunto tan difícil, que yo misma no me atrevo a encargarme de ello, y preferiría que usted, reverendo padre, llevado del cariño con que siempre ha distinguido a nuestra familia, se encargase del asunto. Mi sobrina es riquísima, como usted ya sabe; el título de condesa de Baselga a ella le pertenece, y ya ve usted que una joven que tales condiciones reúne, bien merece que se fije toda la atención al buscarle un esposo. ¡Oh, reverendo padre! ¡Si usted fuese tan bueno que accediera a encargarse de este asunto! Ya que María ha de tener marido, viviré ya tranquila si éste es del gusto de usted.

Y el padre Tomás fue tan bueno, que, después de exponer algunos escrúpulos sobre la incompatibilidad que existía entre su augusto ministerio y el ser agente de matrimonios, accedió por fin a encargarse de buscar un esposo para María.

Para esto era necesario, según consejo del jesuita, que doña Fernanda cambiase algo su sistema de vida, que olvidase un poco la exagerada devoción y se acordara algo más del mundo; en una palabra, que ella y su sobrina ocupasen el lugar que les correspondía por su rango, en este mundo elegante que brilla, se agita y se divierte.

Fiel doña Fernanda a los consejos de su director, desde aquel día cambió por completo de vida.

Los rancios tertulianos de la baronesa vieron con asombro que su amiga deponía una parte de su intransigencia con el mundo, y que en aquel retorno a la vida de la juventud, arrastraba a su sobrina, con gran contento de ésta.

El palacete de la calle de Atocha perdió rápidamente aquel sello conventual que lo distinguía. Parecía como que, abiertos los balcones, el viento de la calle había penetrado arrollándolo todo y desvaneciendo aquella atmósfera pesada que olía a incienso.

Los carruajes de forma antigua y modesta que usaba la baronesa para ir a la iglesia fueron cambiados por elegantes landós; los salones perdieron su aspecto conventual y sombrío, siendo adornados con nuevos muebles, y en las personas de doña Fernanda y su sobrina operose igual cambio, pues sus antiguos vestidos oscuros y de corte casi monjil, fueron reemplazados por trajes de última moda.

María se dejaba llevar dulcemente por aquella tendencia que su tía manifestaba a favor de las costumbres que poco antes anatematizaba con severo lenguaje.

Tan vehemente era el deseo de entrar de lleno en la vida de gente experimentado por doña Fernanda, que muchas veces reñía a su sobrina cuando ésta se mostraba reacia a asistir a las diversiones, sin duda porque la falta de costumbre influía en su carácter.

—Mujer, eres un hurón —decía su tía—. Es preciso que te acostumbres a esta vida agitada y de continuo goce. Por ti, hago yo también esta vida. Se acabaron ya nuestras costumbres de antaño, y es preciso que vivamos a la moderna. Otras muchachas se darían por muy contentas con tener una tía tan amable y complaciente como yo lo soy para ti, y tú parece que no quieras agradecerme lo que por ti hago. ¿No te negabas a ser monja? Pues bien, no lo serás; yo no quiero violentar a nadie que no se sienta con vocación suficiente para abrazar la vida de santidad. Ya que tu carácter te aleja del claustro, serás mujer elegante, dama del gran mundo y te casarás con un hombre que sea digno de ti. Ya ves que no puedo ser más complaciente. A ver si tienes talento para brillar en sociedad y distinguirte entre las jóvenes de tu clase.

María, con el cambio que la baronesa hacía en su modo de vivir, veía realizado aquel bello ideal que ocupaba su imaginación en Valencia, cuando soñaba en ser una señorita del gran mundo y asistir a las suntuosas fiestas, que sólo de oídas conocía, o por las relaciones de las pocas novelas que a hurtadillas leía en el colegio.

Ya figuraba en aquella sociedad tan acariciada por su pensamiento; ya asistía todas las noches a las óperas del Real en una platea de las más elegantes; paseaba por la Castellana, contestando a numerosos saludos, y hasta un día había figurado su nombre con los adjetivos de hermosa y distinguida, en una reseña que del baile de la embajada francesa hizo un periódico de gran circulación; pero estas satisfacciones, que en otra época hubiesen constituido su felicidad, no bastaban ahora para amortiguar el dolor que sufría, justamente en los días en que verificaba su iniciación en la vida elegante.

Juanito estaba ya próximo a partir.

El doctor Zarzoso lo apremiaba para que cuanto antes fuese a París, pues ya había escrito recomendándolo a los más famosos profesores de Francia, y el pobre muchacho no sabía qué excusa inventarse para prolongar algunos días más su estancia en Madrid.

El pesar que a ambos amantes producía la próxima separación era lo que hacía que María se mostrase huraña a los halagos de su tía, y asistiese a todas las diversiones con el ánimo preocupado por tristes ideas.

En el teatro, en el paseo, en las reuniones elegantes, en las suntuosas funciones religiosas, en todos los puntos de distracción donde se encontraba, la idea de que Juanito iba a partir enturbiaba todas sus alegrías.

Contribuía a hacer aún más penosa su situación, la circunstancia de que la baronesa, con su nuevo género de vida, hacía menos frecuentes las ocasiones en que María podía hablar con su novio.

La joven rara vez lograba ir de paseo acompañada únicamente por doña Esperanza, pues así que manifestaba deseos de salir, la baronesa se prestaba a acompañarla.

Fueron, pues, poco frecuentes las entrevistas de los novios en los últimos días que pasó el joven médico en Madrid, y forzosamente hubieron de contentarse con verse de lejos, como en los primeros tiempos de sus amores, y cambiar apasionadas cartas, que doña Esperanza, siempre complaciente, llevaba de uno a otro, cada vez más amable y satisfecha, conforme se acercaba el momento de partida para Juanito.

La última vez que los novios se hablaron fue en el Retiro, una mañana en que María consiguió salir a pie, en compañía de la viuda de López.

La escena fue sencilla y conmovedora, tanto que impresionó un poco a doña Esperanza. ¡Ay, Dios! Así se despedía ella de su difunto marido, cuando aún era su novio, cada vez que abandonaba el pueblo para ir a estudiar a Madrid.

Hablaron poco los dos amantes; parecía que cada palabra que salía de sus labios iba a provocar una explosión de sollozos, y se limitaban a mirarse con expresión compungida, estrechándose las manos nerviosamente.

Convinieron en la forma que debían adoptar para cartearse, sin que se apercibiera la baronesa.

Él dirigiría las cartas a doña Esperanza, que se encargaría de entregarlas a María, y recoger las de ésta, remitiéndolas a París.

Despidiéronse veinte veces, para volver otra vez a entablar una conversación incoherente y temblorosa, en la cual, las miradas significaban más que las palabras, y al fin se separaron, no sin volver a cada paso la cabeza para verse por última vez.

Al día siguiente, cuando comenzaba a cerrar la noche, María contemplaba melancólicamente el reloj de su gabinete.

Era la hora en que el exprés salía para Francia. En él se alejaba Juanito.

María creía percibir en torno de ella un espantoso vacío, que por momentos se agrandaba, y se sintió próxima a llorar.

Pero la voz de su tía vino a sacarla de esta estupefacción dolorosa.

Había que prepararse para ir aquella noche al Real. Era noche de debut; un célebre tenor cantaba Los Hugonotes, y todo el mundo elegante se había dado cita en el aristocrático coliseo para tomar parte en aquella fiesta, que iba a ser una de las grandes solemnidades de la temporada.

La baronesa callaba el interés que tenía en asistir a dicha función.

Uno de los más respetables individuos de su tertulia le había pedido permiso para presentarle en un entreacto a Paco Ordóñez, muchacho distinguido, e hijo segundo del difunto duque de Vegaverde.

VII. EN EL TEATRO REAL

Cuando la baronesa y su sobrina entraron en su platea, la representación de Los Hugonotes había comenzado ya.

El debutante, un Raúl algo aviejado, con tipo de mozo de cuerda y un poco patizambo, que según era fama le costaba a la empresa seis mil francos por noche, estaba en aquel momento lanzándole al público, ensimismado y silencioso, el famoso raconto, describiendo un primero y novelesco encuentro con la gentil Valentina.

La media voz del tenor, subiendo y bajando siempre igual, sin perder en intensidad como deslumbrante hilillo con que se tejiera una tela de plata, resonaba en medio del profundo silencio que reinaba en el gigantesco teatro, y las dos damas hubieron de entrar en un palco, casi de puntillas, por no turbar la profunda atención del público.

No les gustaban a la baronesa ni a su sobrina esos arranques de distinción de muchas de aquellas damas que estaban en los otros palcos, las cuales tomaban asiento después de producir algún estrépito para llamar la atención, atrayéndose con esto los feroces siseos de los dilletantis fanáticos que estaban en las alturas.

María, al tomar asiento, apoyó un codo en la barandilla del palco, y cogiendo sus gemelos de nácar y oro, paseó su mirada por todo el coliseo.

Presentaba el vasto teatro el mismo aspecto deslumbrador y lujoso de todas las noches, sólo que en aquélla era más perceptible el recogimiento, la expectación de un público deseoso de juzgar por sí mismo a una notabilidad, que llega precedida por el ruido de las ovaciones recibidas en los primeros coliseos del mundo.

Los palcos estaban deslumbrantes, como doble fila de dorados canastillos, dentro de los cuales brillaban montones de joyas sobre rizadas cabezas y hombros esculturales de nítida blancura; al agitarse algún torneado y desnudo brazo, dejaba tras sí el reguero de azuladas chispas que la luz arrancaba a las pulseras de brillantes; y semejantes a estrellas parpadeando en blanquecino cielo, en el centro de tersas pecheras, tiesas y crujientes como corazas, titilaban gruesos diamantes envueltos en irisados resplandores. Todo el Madrid elegante se amontonaba en aquellos palcos, y desbordado, se extendía por las infinitas butacas del patio, donde los vistosos uniformes militares y los alegres trajes de las señoras matizaban con vivos colores la sombría monotonía del frac negro.

María paseó sus gemelos por encima del patio, vasto mar de cabezas peinadas, las más en correcta raya desde la nuca a la frente, y erizadas las otras de airosas plumas y cabellos rizados que dejaban en el ambiente un grato perfume femenil.

Para completar María su examen, apuntó sus gemelos a lo alto, y entonces fue viendo los palquitos superiores para hombres solos, donde se agrupaban como pollada recién salida del cascarón, los socios de los clubs elegantes, los gomosos que a aquellas horas comenzaban su existencia diaria hasta las primeras horas de la mañana; y más arriba aún, el populacho, según decía doña Fernanda, el público anónimo, la gente sin gusto, que iba allí a oír la ópera con el silencioso recogimiento del fanatismo musical, sin fijarse para nada en aquel derroche de suntuosidad y elegancia que tenían a sus pies.

María miró al palco de la familia real y lo vio vacío, lo que no le extrañó. Sabía por las murmuraciones de salón, que para el rey Alfonso la música era el ruido que menos le incomodaba, y que cuando asistía a la ópera estaba siempre próximo a dormirse si es que no le entretenían hablándole de corridas de toros, o de juergas en las posesiones reales.

El acto primero tocaba a su fin. El tenor al terminar su raconto había recibido ya una ovación, aunque ésta había sido recelosa y en gran parte obra de la claque, como si el público no estuviera del todo convencido de la eminencia del artista y reservase su opinión para más adelante.

La baronesa, después de contestar a varios saludos que le dirigieron de los palcos vecinos, curioseaba con sus gemelos de un modo impertinente, sin fijarse para nada en el escenario, al cual volvía la espalda.

María, por su parte, después de examinar el teatro, que todas las noches le causaba idéntica impresión de deslumbramiento, miraba a la escena deseosa de distraerse y olvidar aquella idea fija que la martirizaba.

¡Ay, Dios! Aquel Raúl, que tan melancólicamente expresaba su tristeza al no ver a la mujer que se había apoderado de su corazón, a pesar de que físicamente, con su abdomen algo hinchado y su aspecto maduro, no tenía la menor semejanza con Zarzoso, forzosamente le hacía recordar al joven médico, que a aquellas horas, mientras ella encontrábase en un lugar de diversión, era arrebatado por el veloz exprés, y en el interior del vagón iba sin duda llorando, desalentado por la larga ausencia que vela en su porvenir.

Y luego aquella música de Meyerbeer, que como ninguna sabe interpretar con exacta verdad los diversos estados del alma humana, en vez de producirle placer, causaba en su corazón el efecto de una lluvia de fuego que todavía aumentaba sus sufrimientos.

La joven se sentía molesta, y casi deseaba que dejase de sonar cuanto antes aquella música que, sin que ella pudiera explicarse la causa, la entristecía hasta el punto que en los pasajes más vivos y alegres, la acometían deseos de llorar.

Cuando terminó el acto no faltaron visitantes en el palco.

La platea de la baronesa era una de las mejores del teatro, y doña Fernanda, para adquirirla, había tenido que dar una prima de algunos miles de pesetas a sus anteriores poseedores que tenían prioridad en el abono. Esto parecía dar alguna distinción a la actual dueña del palco y a los que la visitaban, lo que, unido a la hermosura de María y a su fama de millonaria, hacía que se considerase como un gran honor el ser admitido en la tertulia del palco, y el que fuesen muchos los que durante los entreactos dirigían a él los gemelos con insistencia.

El primero que entró aquella noche fue el viejo señor que en la vetusta tertulia de la baronesa hablaba de Donoso Cortés y el cual, entre la aristocracia anticuada, era respetado como un genio literario, porque en su juventud había escrito dos sonetos y cinco romances, méritos, que con el de tener un título de marqués, habían sido considerados suficientes para hacerle sentar en un sillón de la Academia Española.

El aristocrático académico, que para sostener su fama de poeta creía necesario mostrarse galanteador y pegajoso como un cadete, dirigió algunos floreos a Fernanda, asegurando, bajo palabra de honor, que la encontraba cada vez más joven y distinguida (afirmación que repetía todas las noches) y después le disparó a María unos cuantos requiebros mitológicos, mostrando al hablar así, la facha más deplorable, con su tupé teñido, su dentadura postiza que le hacía cecear y su chaleco bordado, de moda veinte años antes, y que no quería abandonar, porque, según afirmación propia, le sentaba muy bien.

Él fue quien se encargó de toda la conversación, pues su charla incesante nunca dejaba meter baza, y comenzó a hablar del tenor, repitiendo su biografía y sus anécdotas que ya conocían todos por haberlas publicado la prensa días antes.

La conversación duró hasta que los timbres eléctricos dieron la señal de que iba a comenzar el acto segundo.

El académico se levantó dando su mano a tía y sobrina, con el mismo extravagante ademán de los gomosos, cuyas costumbres imitaba.

—Adiós, baronesa; vuelvo a mi butaca. Hasta luego.

—Adiós, marqués; y no olvide usted el presentarme a ese joven de quien me habló. Tendré mucho gusto en que sea nuestro amigo: basta que sea presentado por usted.

—Paco Ordóñez también tiene deseos de conocer a ustedes. En el otro entreacto vendremos.

Y el aristocrático poeta, al ver que comenzaba el acto, salió del palco con toda la ligereza que le permitían sus gotosas piernas.

Transcurrió el segundo acto sin incidentes. El tenor hacía esfuerzos por agradar al público que le aplaudía, pero a pesar de las demostraciones de agrado con que era acogido su canto, notábase en el entusiasmo general cierto fondo de frialdad; era el convencimiento de que aquello no valía seis mil francos, reflexión justísima que acomete al público en presencia de todos esos hijos del arte, que al par son hijos mimados de la fortuna.

En el otro entreacto se presentó en el palco el marqués académico, seguido de un joven alto, enjuto de carnes, con una fisonomía a primera vista agradable, y que llevaba con una soltura sobradamente graciosa para no ser estudiada, su frac cortado tan mezquinamente como aconsejaba el último figurín.

—Baronesa. Presento a usted a mi amigo don Francisco Ordóñez, hermano del senador del reino, duque de Vegaverde.

El presentado se inclinó haciendo una reverencia ceremoniosa, copiada sin duda de algún galán amanerado de comedia.

María le examinó con esa curiosidad pronta e instintiva de las mujeres, que con una sola mirada aprecian a un individuo desde la cabeza hasta los pies.

No era mal mozo, pero encontraba en él algo que le desagradaba. Parecíale algo fatuo, y además demasiado aviejado para los treinta años que representaba. Iba peinado según la moda favorita de los gomosos, y su cabeza relamida y charolada tenía algo de bebé. Olía toda su persona a tonta insustancialidad, pero a su rostro asomaba en ciertos momentos una expresión maliciosa que le hacía antipático.

Había algo en aquellos ojos negros, moteados de pintas doradas, que no era una expresión de astucia, sino de despreocupación canallesca, y en sus facciones cuidadas y un poco embadurnadas por afeites de tocador mujeril, notábanse ciertas placas violáceas que eran como el indeleble sello de placeres buscados en los postreros estertores de la orgía y en las últimas capas del vicio.

María no comprendía el verdadero significado del exterior de aquel hombre, pero adivinaba en él algo repugnante y le resultaba antipática su presencia.

Atraída por la fuerza del contraste, hizo mentalmente un parangón entre aquel hombre, fiel representación de la juventud aristocrática, y el que a aquellas horas marchaba en el exprés de Francia y se sintió próxima a maldecir en voz alta a la fatalidad, que dejaba a su lado tipos como Ordóñez, mientras alejaba al joven doctor Zarzoso.

El hijo segundo del difunto duque de Vegaverde era bien conocido por toda la aristocracia de Madrid.

Su hermano mayor, el heredero del título de la casa, prócer sesudo, que en el Senado llamaba la atención por la manera de decir si o no en las votaciones y que desde niño había sentado plaza de hombre tan formal como imbécil, demostraba cierto rastro de buen sentido, despreciando a su hermano menor y diciendo en todas partes que era un perdido, que deshonraba a la familia; pero la sociedad elegante no le hacía coro, antes bien, encontraba que Paco era un muchacho distinguido, ligero, eso sí, pero con mucho chic.

A los veinticinco años, cuando entró en posesión de su herencia, ésta quedó entre las uñas de prestamistas y usureros, a causa de los enormes anticipos aumentados por intereses bárbaros que se le habían hecho antes de ser dueño de su fortuna.

El elegante Ordóñez se encontró arruinado y casi en la miseria, justamente cuando más agradable comenzaba a encontrar la existencia, pero no era él (según decía) mozo capaz de ahogarse en tan poca agua y siguió adelante en su vida de despilfarros y locuras, sin fijarse en el presente, ni importarle gran cosa el porvenir.

Las grandes fortunas son como esos navíos colosales, que al ser tragados por el mar, dejan sobre la superficie innumerables objetos que sobrenadan y son todavía utilizados. Ordóñez, a pesar de su total ruina y de que su fortuna entera había quedado en manos de los usureros, todavía gozaba de recursos que sobrevivían a su empobrecimiento y el principal era el crédito que le daba su apellido y sus relaciones sociales.

El hijo del duque de Vegaverde fue el tipo perfecto del aventurero aristocrático, que explota su nacimiento y vive a costa de los que le rodean, explotándolos con gran frescura como quien hace uso de un derecho y tiene por feudataria a toda la sociedad. Dio sablazos de miles de pesetas; vendió fincas que ya no le pertenecían; tomó cantidades a préstamo que nunca debía devolver, firmando para ello escrituras de depósito; importunó a todos sus amigos que él creía ricos e imbéciles, pidiéndoles favores pecuniarios con diversos pretextos; llegó hasta la estafa, y todo esto lo hizo con la mayor sangre fría, con la más asombrosa indiferencia, con una ligereza insolente y sin arrepentirse de sus acciones ni temer las consecuencias, pues, según él decía, los presidios se habían hecho únicamente para gentes sin distinción, y era imposible que llegase a entrar en ellos un individuo cuyos antecesores gozaban de la grandeza de España desde muchos siglos antes, y que, además, tenía un hermano senador por derecho propio.

Por dos veces había estado próximo a ser expulsado del Casino a causa de sus trampas en el juego; gozaba, entre la juventud elegante una fama poco envidiable; pero, a pesar de esto, ninguno se negaba a estrechar su mano y era frase corriente al hablar de él, exclamar:

—¿Quién? ¿Paco Ordóñez? ¡Lástima de chico! Tiene mala cabeza, pero en el fondo es un corazón de oro. Su defecto más capital es no tener un céntimo.

El corazón de oro consistía en que Ordóñez, en su época de opulencia, había derramado el dinero con loca prodigalidad, dejando tras sí muchos estómagos agradecidos, y en que gozaba fama de espadachín, habiendo muchas veces pagado a algún acreedor de los que se creaba en torno de la mesa de juego, primero con insultos y después con una estocada.

Además, entre la balumba de necios con quienes vivía en intimidad en el Casino, y en todos los puntos de reunión de la juventud elegante, tenía sus admiradores y llamaba la atención por la originalidad de sus maneras y la extremada novedad de sus trajes. Sus reverencias y saludos, copiados de actores, eran imitadas por su corte de gomosos, que también en el vestir se regían por aquel aventurero, que tenía, como acreedores, a los principales sastres y sombrereros de Madrid.

Ordóñez vivía en grande, gastaba como un potentado, era uno de los árbitros de la moda, ocupaba un lindo entresuelo en la calle de Alcalá, y él mismo no sabía explicarse cómo verificaba el milagro de gastar cual un potentado, sin otras rentas que el dinero ganado en la ruleta alguna noche de buena suerte.

Era muy inteligente en materia de caballos; asistía todas las noches a la Ópera sin que sus conocimientos artísticos fuesen más allá de saber que la tiple tenía buenos brazos y conocer algunas obscenas anécdotas de bastidores; y en las corridas de toros, distinguíase como furibundo aficionado, tuteándose con todos los toreros de renombre, a los cuales consideraba como compañeros de juerga.

Su mala fama no era un secreto para nadie. Sus canalladas trascendían, y aumentadas por la voz pública, eran conocidas por todas las pudibundas señoritas y severas señoras de la alta sociedad; pero a pesar de esto, no se le cerraba la puerta de casa alguna, antes bien, en las fiestas aristocráticas era muy apreciado como un hábil organizador de cotillones.

Ordóñez era hombre de suerte. También, entre las mujeres, se había fabricado una frase en honor de él y las mamás se decían:

—¡Oh! ¡Ordóñez! Un buen muchacho; algo ligero de cascos ¡eso sí!, pero muy distinguido, muy chic, y además, ya sentará la cabeza cuando se case. Esos que son tan calaveras en la juventud, después resultan maridos modelos. Lástima que esté arruinado.

Y el aventurero, con su cabeza charolada, su bigotillo erizado y su fría sonrisa de hombre audaz y fatuo seguro de su cinismo, exhibíase en todas partes, siempre distinguido y correcto, con su frac a la última moda, la camelia en el ojal y el claque apoyado en el muslo.

Las jóvenes casaderas, con el instinto propio de las mujeres, leían en su cerebro. Bailaban con él, admitían con gusto los obsequios de un hombre de moda, pero no hacían el menor esfuerzo para retenerle. Todas decían lo mismo:

—¡Oh! Ése no sirve; no hay que poner en él esperanzas. Ése busca una buena dote.

Cinco años de aquella vida de despilfarro, sin una base firme, comenzaban a agotar su ingenio y a gastar rápidamente sus hábiles procedimientos de elegante estafador. El número de acreedores era tan inmenso que le aplastaba como una inmensa mole y todas las fuentes de dinero comenzaba a encontrarlas cegadas.

Había contado, como un protector seguro, al padre Tomás de la Compañía de Jesús, que era antiguo amigo de su familia por ser el difunto duque uno de los hermanos laicos de la Orden.

El poderoso jesuita le había protegido en varias ocasiones. Nunca le pidió dinero, porque sabía el aventurero que a los hijos de Loyola los distribuyen desde Roma, sobre las diversas naciones, para que chupen el jugo de éstas, afectando siempre la mayor pobreza para ponerse a cubierto de toda clase de demandas; pero en cambio Ordóñez solicitó del jesuita lo único que éste podía hacer, que eran favores.

Cuando se veía asediado por los acreedores y su ingenio agotado no le proporcionaba recursos para salir del paso, cuando contemplaba próxima una causa criminal por sus ligerezas en tomar dinero, entonces acudía a impetrar el auxilio del padre Tomás, y el amigo del difunto duque, tocando los ocultos resortes que constituían su poder, hablando a unos y mandando a otros, lograba alejar por algún tiempo la nube amenazadora que se cernía sobre la frente del calavera.

Esta amistad con el padre Tomás, servía también al joven para dar a su persona cierto tinte de religiosidad, que no sentaba mal en los salones que frecuentaba. Podía ser calavera, tener costumbres canallescas, cometer ligerezas penadas en el Código, pero cuando en las tertulias elegantes se hablaba de religión, Ordóñez sabía ponerse serio, y con la gravedad del hombre sesudo, declaraba, cerrando los ojos, que era preciso creer en algo y de paso ensartaba cuatro lugares comunes que había leído en cualquier periódico conservador y que recordaba por casualidad.

El padre Tomás, que era quien conocía mejor su vida y sus enredos, apreciábale a pesar de esto. La audacia y el cinismo del aventurero de frac gustábanle al aventurero de sotana, y el poderoso jesuita sentía por Ordóñez la misma simpatía que en otros tiempos había profesado el padre Claudio a Quirós.

Ordóñez sentíase próximo a la ruina en la época que fue presentado a la baronesa de Carrillo y su sobrina.

Su amigo, el poderoso jesuita, no quería ya sacarle a flote en sus enredos, o no podía alcanzar nada de los acreedores para desenmarañar la situación del aventurero, y éste, a pesar de su serenidad, comenzaba a desconfiar sobre su porvenir.

Un matrimonio de negocio era su única esperanza; pero lo juzgaba irrealizable, pues las herederas ricas eran cada vez más raras, y él ofrecía pocos alicientes para encontrar una que le concediese su mano.

En esta situación fue cuando el marqués académico, otro de sus protectores a quien hacía blanco de sus aceradas burlas, sin duda despechado por lo poco que le servía, le propuso presentarlo a la baronesa de Carrillo, que era para Ordóñez casi desconocida. La casa de la baronesa, con aquel aspecto claustral que hasta entonces había tenido y la beatería que en ella se reunía ofrecía pocos alicientes para un aventurero que iba siempre en busca de gente que pudiera serle útil y a esto era debido que desconociese la existencia de tal familia; él, que se trataba con toda la alta sociedad.

La sobrina de la baronesa era una estrella mate que tímidamente se había presentado en el cielo de la elegancia y en la cual apenas se fijó Ordóñez hasta entonces. Pero cuando el académico, con ciertas palabras indiscretas que se le escaparon, dio a entender que su presentación a tal familia le había sido recomendada por una persona importante, Ordóñez pensó que ésta no podía ser otra que el padre Tomás, y esta circunstancia le interesó bastante.

Puesto que el poderoso jesuita descendía a ocuparse de un asunto tan baladí como era su presentación, resultaba indudable que sentía interés por el porvenir de su joven protegido.

Ordóñez no tardó en suponer el significado de aquel acto.

«Sin duda —se dijo—, el padre Tomás, compadecido de mí, al verme en situación tan apurada, piensa en mi porvenir y me pone en camino de hacer fortuna. Algo significa el querer que me presenten a la baronesa de Carrillo, cuya sobrina es millonaria. ¡Adelante, amigo mío! No hay que desconfiar del éxito; pues en este asunto, el reverendo padre trabajará en la sombra como él sólo sabe hacerlo».

Y Ordóñez se dejó presentar.

La baronesa le recibió con gran amabilidad. Sabía muy poco de su vida y costumbres, y el padre Tomás le había hablado con grandes elogios de aquel muchacho, que aunque algo calavera, tenía muy buen fondo, y prometía ser un hombre de provecho el día en que la edad le hiciese sentar la cabeza. Además, doña Fernanda, como la mayoría de las devotas viejas, sentía cierta inclinación en favor de los calaveras.

A invitación de la baronesa, sentóse Ordóñez entre ella y su sobrina; el académico quedó en pie apoyándose en un sillón y adoptando esa actitud rebuscada de personaje de cromo, que a él le parecía el colmo de la elegancia espiritual, y entre los cuatro entablóse una conversación animada sobre el asunto de la noche, o sea la ópera y sus intérpretes.

La baronesa experimentó gran satisfacción al ver que el joven se adhería en todo a la opinión que ella manifestaba. ¡Cuán pronto se conoce la buena y sana educación! ¡Cómo se daba a entender que aquel joven había sido educado por los padres jesuitas!

Doña Fernanda lanzaba dulces miradas a Ordóñez, cada vez que éste se manifestaba de su misma opinión, y rebuscando palabras, alambicando conceptos, ni más ni menos que si estuviera presidiendo una junta de cofradía, hablaba de la ópera y del debutante, que era el tema de conversación en todos los palcos, alternado con las noticias del día y la crítica del vestido y de las joyas de la que se sentaba en el compartimiento inmediato.

¡El tenor!… ¡Pchs! No le parecía mal a la baronesa: además ella, según confesión propia, no entendía gran cosa en apreciar el mérito de las voces. Pero… la ópera que se cantaba aquella noche, Los Hugonotes, no le merecía igual indiferencia desdeñosa.

Era un atentado contra la moral y las buenas costumbres que se permitiera la representación de óperas como aquella. No negaba ella que la música era buena, así lo afirmaban los que lo entendían, y además a ella le parecía muy bien, sobre todo, en los bailables.

Pero la baronesa de Carrillo fijaba por completo su atención en el libreto, en el argumento, y al llegar aquí se mostraba iracunda e inexorable. ¿No era una vergüenza que en un país tan eminentemente católico como España, asistiera la gente más distinguida a una representación, en la cual los protestantes desempeñaban la parte más noble y simpática, y los representantes de la buena causa, los defensores de la Iglesia y del Papa aparecían como verdugos alevosos, como asesinos dominados por el salvajismo? Aquello era inicuo y parecía imposible que un público tan distinguido no silbase a Meyerbeer, que creaba un Raúl simpático, a pesar de ser protestante, y un Saint-Bris torvo y sanguinario, sin tener en cuenta que era un señor católico.

Y luego aquel Marcelo, grosero soldadote, que siempre tiene en los labios la monótona canción del maldito Lutero; y aquella Valentina, mozuela correntona y desobediente, que a pesar de ser educada por su señor padre en los sanos principios católicos, se hace hugonote por seguir al boquirrubio de Raúl, eran personajes que irritaban a la baronesa, quien, hablando sobre la obra de Meyerbeer, resumía su opinión con estas desdeñosas palabras:

—Al fin y al cabo, la obra de un judío. A mí en óperas me gusta tanto como el Poliuto.

El académico, para dejar bien sentado su prestigio de poeta y volver por el honor de los de la clase, protestaba débilmente, limitándose a formular una sentencia tan profunda como ésta:

—Baronesa, es usted muy injusta. El arte es el arte.

Y aquí se atascaba su luminosa inteligencia no encontrando mejores argumentos.

Ordóñez acogía las palabras de la baronesa con sendas inclinaciones de cabeza, y hacía esfuerzos para demostrarle que era en un todo de su opinión.

¡Oh! Él también pensaba así. La ópera era inmoral; iba contra el catolicismo, y esto no podía consentirse, porque era preciso confesar que había algo. Y esto lo decía con tono sentencioso, mirando arriba, y con la expresión de un hombre que, tras profundísimas reflexiones, ha llegado a adivinar la existencia de la divinidad.

Además, él, arrastrado por el deseo de agradar a la baronesa, llegaba hasta la exageración, y no se contentaba con criticar Los Hugonotes, sino que encontraba la ópera en general digna de ser suprimida, como atentatoria a la moral y a las buenas costumbres. Y daba pruebas de ello. En La Africana, poníase en ridículo a la respetable clase de obispos; en La Hebrea, un cardenal resultaba padre de una judía, y así casi todas; y cuando no resultaban tales obras encaminadas a escarnecer la religión, aún era peor, pues hacían ruborizar con sus bailes inmorales y sus dúos de amor, en que faltaba poco para que el tenor y la tiple se comieran a besos a la vista del público.

Y aquel granuja a quien tuteaban todas las bailarinas del Real y que en cierta ocasión galanteó a una tiple para empeñarle los brillantes, hablaba de la inmoralidad de la ópera con un santo horror de capuchino que impresionaba a la baronesa.

Doña Fernanda, oyéndole, se afirmaba en su primitivo pensamiento. ¡Qué gran cosa era la educación de los jesuitas, cuando aquel joven, después de su borrascosa vida de calavera, todavía conservaba tan buenas ideas, tan sanos principios!

Pero el académico, más sencillo o menos crédulo, contemplaba a Ordóñez con mirada fija, y pensando en las mil perrerías que cometía todos los días, se decía interiormente, poseído de cierta admiración:

«¡Ah, redomado hipócrita! ¡Ah, grandísimo tuno! ¡Cómo mientes!».

María sólo atendía a ratos a la conversación. Ordóñez le resultaba antipático y adivinaba algo de la falsedad que encerraban sus palabras.

La proximidad de aquel hombre había servido para excitar en ella el recuerdo de Juanito Zarzoso, y la tristeza la invadía de tal modo, que, para disimularla, miraba a todas partes con sus gemelos, sin fijarse en nada.

El acto tercero había comenzado y los dos hombres seguían en el palco, pues la baronesa los había invitado a quedarse.

Doña Fernanda y Ordóñez seguían conversando sobre el tema religioso; el académico miraba a todos los palcos con expresión aburrida y María fijaba toda su atención en la escena, buscando en las sensaciones artísticas un medio para olvidar momentáneamente su dolor.

Estaba de espaldas a Ordóñez, y dos o tres veces que éste, aprovechando momentos de silencio con la tía, intentó dirigirle la palabra y hacerla sonreír con alguno de sus chistes mordaces que tanto efecto lograban entre las damas, quedó desconcertado ante la frialdad con que le contestó la joven.

María estaba conmovida. Conocía muy bien la ópera, pero en aquella noche las diversas escenas le impresionaban más que de costumbre, sin duda a causa del estado de su alma. Aquella Valentina que con el velo de desposada se escapaba de la iglesia e iba en la oscuridad nocturna buscando a su Raúl, parecíale que era ella misma, que marchaba desolada en busca de su novio, huyendo de la baronesa, que quería casarla con otro hombre; por ejemplo, con el majadero pretencioso e hipócrita que tenía al lado.

Y esta novela que rápidamente se forjaba en su imaginación, la hacía mirar con odio a aquel Ordóñez que se mesuraba obsequioso y galante de un modo que desesperaba.

Terminó el acto, y los dos hombres se levantaron para retirarse.

La baronesa ofreció a Ordóñez su casa. Ella no tenía muchos amigos, ni las reuniones en su casa ofrecían gran atracción; allí sólo entraban personas sesudas y de sanos principios, y por esto mismo tendría mucho gusto en recibir a un joven tan sensato, que por sus ideas y su modo de ver las cosas, tenía alguna antología con su difunto cuñado Quirós, el padre de María, el héroe de la causa santa en el 22 de junio, y del cual la sociedad ingrata y olvidadiza no se acordaba para nada.

Ordóñez considerose muy honrado por tal invitación y se retiró.

El académico, que se quedó en el palco, siguió hablando con la baronesa y contestando a las preguntas que ésta le hacía sobre Ordóñez.

Iba a comenzar el acto cuarto, cuando la baronesa se levantó. Estaba muy excitada por la conversación que había sostenido con el joven.

—¿Nos vamos ya, tía? —preguntó con extrañeza María.

—Sí, hijita. No me siento con fuerzas para ver ese acto, que siempre me ha repugnado; y esta noche más aún. No quiero presenciar esa infernal conjura, en la que salen revueltos frailes y monjas con el puñal en la mano. Detesto ese acto.

—¡Pero Fernandita! —exclamó escandalizado el académico—. ¡Si es lo mejor de la obra!… Además, todos esperan en el gran dúo al tenor, creyendo que en él hará prodigios. ¡Vamos, quédense ustedes!

—¡Que no! No quiero tragar bilis viendo tales impiedades en escena. Niña, ponte el abrigo.

Y las dos mujeres salieron del teatro. El académico las acompañó hasta el vestíbulo, y tía y sobrina subieron en su carruaje.

María se felicitaba de la resolución de la baronesa. Aquel dúo de amor, con sus gritos de suprema pasión y su penosa despedida, le hubiese causado mucho daño, y tal vez, haciendo estallar su comprimido llanto, habría revelado el dolor que la dominaba por la marcha de su novio. Bien había hecho la baronesa en retirarse.

Rodaba el elegante carruaje con dirección a la calle de Atocha, y las dos mujeres guardaban el más absoluto silencio.

María iba ensimismada, hasta el punto de no darse cuenta exacta de dónde estaba. La voz de la baronesa la sacó de tal situación.

—Di, niña, ¿qué te ha parecido ese joven?

—¿Quién? —preguntó azorada la joven, que aún no había salido de la sorpresa producida por tan repentina pregunta.

—¿Quién ha de ser, tonta? Paco Ordóñez, ese muchacho que nos ha presentado el marqués.

María tardó en responder, y por fin dijo con indiferencia:

—Pues me ha parecido un hombre insignificante.

Y reclinándose otra vez en el fondo del coche, cerró los ojos y volvió a entregarse de lleno a sus pensamientos, que le arrastraban lejos, muy lejos, a la infinita cinta de hierro, por donde, rugiendo y exhalando bufidos de fuego, volaba el tren que le arrebataba a su novio.

VIII. Trato cerrado

El hermano que desempeñaba junto al padre Tomás el cargo de doméstico de confianza, dijo al elegante joven que esperaba en la antecámara:

—Señor Ordóñez, el reverendo padre dice que ya puede usted pasar.

Paco Ordóñez entró en el despacho del poderoso jesuita con el mismo aplomo que si estuviera en su propia casa.

Siempre que entraba allí, su ojo certero de inteligente en materias de lujo y confort, no podía menos de irritarse a la vista de aquellas paredes polvorientas, con el papel rasgado en flotantes jirones, los muebles viejos, construidos con arreglo a la moda de principios de siglo, y aquellos innumerables armarios atestados de panzudas carpetas verdes, que apenas si lograban contener tan inmensa cantidad de papeles.

—Percibíase allí ese olor húmedo y pegajoso de sacristía que forma el ambiente de todas las habitaciones cuyos balcones se abren muy de tarde en tarde, para dejar franco el paso al aire exterior.

Ordóñez, por el instintivo impulso de la costumbre, lanzó una mirada a la larga fila de armarios que rozaba al pasar. Los estantes, arqueados por un peso que soportaban tantos años, parecían próximos a romperse, como si no pudieran sufrir por más tiempo la inmensa carga de papeles, rotulada y numerada.

«¡Diablo! —se dijo el joven—. Conozco bien lo que este archivo significa. Aquí está, como en conserva, la conciencia de media humanidad».

El padre Tomás, sentado a la gran mesa de roble, seguía escribiendo, sin levantar la cabeza, como si no se hubiera apercibido de la presencia de Ordóñez, y únicamente cuando éste, plantándose a pocos pasos de él, obstruyó con su cuerpo la luz que caía sobre los papeles en que escribía el jesuita, sin salir de su mutismo, hizo un gesto como indicándole que se sentara y esperase en silencio.

Transcurrieron algunos minutos sin que nada turbase la calma sepulcral de aquel vasto edificio, en el que se adivinaba la existencia de una omnipotente voluntad, que gobernaba sin trabas y era obedecida automáticamente.

Por fin, el padre Tomás dejó de escribir, y fijando su aguda mirada en Ordóñez, que seguía contemplando con ojos burlones el aparato anticuado y polvoriento de aquella gran sala, comenzó la conversación.

—¿Cómo va, pollo? ¿Qué tal la situación que atravesamos?

—Mal, muy mal, reverendo padre; y de seguro que si usted no viene en mi auxilio, como otras veces, y me salva del naufragio, soy hombre perdido por completo. Por eso me he apresurado a venir a verle apenas recibí su aviso, esperando que usted, con ese talento y esa bondad que nadie como yo le reconoce, sabrá salvarme.

—Lo que hoy te sucede es la consecuencia lógica de esa vida de escándalo y despilfarro que tanto amargó en los últimos años la vida de tu difunto padre. Paco, has sido muy calavera.

—Me ha gustado divertirme, no lo niego.

—Has derrochado una gran fortuna.

—Hoy, en cambio, vivo sin rentas, conservando el mismo boato que cuando era rico. Ya ve vuestra paternidad que para esto se necesita algún ingenio.

—Tienes más acreedores que todos los calaveras de Madrid juntos.

—Tampoco lo niego; pero cuento con la protección de usted, que es para mí un padre cariñoso, y que con su influencia sabe sacarme de todas las situaciones difíciles. Sin usted, ¿dónde estaría yo a estas horas?

—En presidio; no lo dudes, joven atolondrado. Has cometido verdaderas locuras; con tal de adquirir dinero, no has vacilado en firmar cuantos papeles te han presentado, sin fijarte las más de las veces en su contenido; y si yo he podido salvarte hasta ahora de la deshonra, no sé si en adelante seré tan afortunado. Por esto creo que ya es tiempo de que pensemos en tu porvenir. Ya ves que no puedo interesarme más de lo que lo hago, en beneficio de un joven pervertido, y que ningún honor proporciona al que lo protege. Este interés que me tomo, no es porque tú lo merezcas, sino porque pienso en tu padre, que fue gran amigo mío, y quiero rendir tal tributo a su memoria.

Ordóñez, que era un hábil farsante, al oír el nombre de su padre, creyó del caso conmoverse afectando profunda confusión; pero pronto recobró su aspecto natural, al ver que el jesuita no hacía caso de sus gestos forzados que fingían contener unas lágrimas imaginarias.

—Reverendo padre; yo, por mi propio interés, deseo regenerarme y encontrar un medio para salir de esta situación en que me encuentro. Estoy cansado de la agitada vida de calavera, y crea usted que con mucho gusto me convertiría en hombre honrado y de costumbres tranquilas, si es que encontrara una ocasión favorable para cambiar de estado. A mí me convendría casarme.

Dijo estas últimas palabras Ordóñez, bajando los ojos con modestia y afectando la sencillez del que habla sobre un acto que cree irrealizable; pero el padre Tomás clavó inmediatamente en él su aguda mirada, diciéndose interiormente que aquel grandísimo tuno le había adivinado y tenía prisa en llevar la conversación al terreno de su conveniencia.

El jesuita, al convencerse de que su protegido había adivinado ya parte de sus planes, no quiso divagar más tiempo, y bruscamente le preguntó:

—Y bien, ¿cómo están en casa de la baronesa de Carrillo? ¿Vas por allí con mucha frecuencia?

Ordóñez sonrió con ingenuidad y contestó con expresión intencionada:

—Desde que tanto empeño se mostró en presentarme a la baronesa, comprendí que algo bueno para mi porvenir podría encontrar en aquella casa, y desde entonces la visito con asiduidad, y encuentro que allí se pasan las horas muy agradablemente. Hay sin duda una providencia, a la que estoy muy agradecido porque vela por mí, y me señala los puntos donde puedo encontrar la salvación para mi porvenir.

Y al decir esto, el joven sonreía intencionadamente, y miraba con fijeza al jesuita, el cual, con su rostro impasible demostraba no darse por aludido.

—¿Resultas muy simpático en aquella casa? —dijo el padre Tomás—. A mí la baronesa me habló el otro día muy bien de ti.

—¡Oh! En cuanto a la baronesa todo va perfectamente. Demuestra tenerme mucha afición, y me oye con gusto. La sobrina es la que no me distingue tanto. No creo que llegue hasta serle antipático, pero por lo menos le resulto un tipo indiferente.

—Pues es un mal, querido Paco

—Así lo creo yo también. Esa indiferencia puede dar al traste con mi porvenir, con esa regeneración que usted, como protector bondadoso, ha soñado para mí. ¿No es esto, reverendo padre?

El jesuita sonrió bondadosamente.

—¡Ay qué diablo de muchacho! —exclamó—. ¡Cuán listo eres! Inútil es ya ocultarte mi pensamiento, puesto que lo has comprendido en seguida. Yo pensaba casarte con María Quirós, una buena muchacha, un ángel, al lado de la cual, forzosamente habrías de regenerarte. Además, con esta unión salvarías tu porvenir, pues la sobrina de la baronesa es muy rica; tiene una fortuna de más de nueve millones de pesetas. Por esto hice que te presentaran en la casa, y ahora que hace ya más de cinco meses que la frecuentas, deseaba enterarme por ti de los progresos que has hecho en ella. Pero veo con pesar que has adelantado poco. No me extraña. Vosotros, los calaveras, acostumbrados a las conquistas fáciles, aficionados a los amores impúdicos que nacen, crecen y mueren en el espacio de un día no sabéis interesar el corazón de una joven honrada y sencilla. Estáis corrompidos, y vuestro hábito parece como que avisa a la mujer inocente a quien os dirigís.

Ordóñez reía cínicamente al escuchar estas últimas palabras.

—¡Bah! ¡Bah! —dijo interrumpiendo sus carcajadas—. Parece, reverendo padre, que esté usted predicando un sermón. Tiene gracia eso del hábito corrompido… A un hombre como yo, le es fácil conquistar una joven como la sobrina de la baronesa. Más difíciles que ella han caído. Lo que hay, cuando me mira con tanta indiferencia a pesar de mis obsequios e insinuaciones, es que su corazón debe estar ocupado por algún otro hombre más feliz.

—Bien pudiera ser —dijo sonriendo el jesuita—. Veo que sabes apreciar las mujeres.

—Hace tiempo que estoy convencido de la existencia de un rival, y lo que me desespera es no poder adivinar quién sea éste. No hay que pensar en los otros hombres que entran en la casa, colección de vejestorios que van a hacer la tertulia a doña Fernanda. El hombre amado debe estar fuera de la casa, y yo por más que busco no puedo saber quién es. No sé por qué, me dice el corazón que esa lagartona de doña Esperanza es la que lo sabe todo; pero por más que me protege y parece estar a mi favor, no quiere hablar.

—Y no hablará, tenlo por seguro, no hablará a pesar de su locuacidad característica, hasta que se le dé permiso para ello.

—También lo creo yo así y estoy convencido de que ella sólo dirá lo que vuestra paternidad quiera, pues usted seguramente es el que sabe quién es el incógnito novio de María y el que puede lograr que yo sea el marido de la sobrina de la baronesa.

El jesuita quedó silencioso y reflexionando, con la cabeza inclinada sobre el pecho, y tras una larga pausa comenzó a hablar sin levantar los ojos:

—Mira, Paco; ha llegado ya el momento de que hablemos claro y pensemos francamente en tu porvenir. Voy a decirte cuál es mi pensamiento. Como te quiero y veo que es imposible sostenerte por más tiempo en esa vida de trampas y aventuras que llevas, pensé salvar tu situación buscando una heredera rica con quien casarte y fijé mis ojos en María Quirós. Sabía bien, al hacerte que te presentasen a la familia, que no conseguirías interesar el corazón de la joven. Ésta hace tiempo que ama a un hombre a quien conoció siendo niña, allá en un colegio de Valencia, y no era lógico esperar que abandonase su primer amor para ir a encapricharse de ti, joven gastado, de mala fama y que hasta en el rostro llevas las marcas de tus desórdenes.

Ordóñez hizo un movimiento de sorpresa y torció el gesto como ofendido por tan rudas palabras, pues tenía pretensiones de belleza y creía que ciertos afeites ocultaban en su rostro las huellas que había dejado la lepra del vicio. El jesuita no hizo caso de este movimiento y continuó:

—Mi intención al pedir que te presentasen a la familia era únicamente lograr que te hicieses simpático a la baronesa, lo cual no era difícil, y al mismo tiempo que adquirieses cierta amistad con la sobrina, mostrándote a sus ojos como un hombre enamorado hasta la locura, que a pesar de todos los desprecios y frialdades sigue resignadamente adorando el objeto de su pasión.

—Ésa es precisamente mi situación actual. La tía me adora y en cuanto a la sobrina, me considera como un ser insignificante: aunque bien considerado, allá en el fondo de su corazón, debe profesarme esa gratitud que toda mujer siente por el hombre que la ama, aunque no esté dispuesta a aceptar su pasión.

—Me alegro que así sea. Ha llegado el momento, querido Paco, de que nos entendamos. Tú serás el marido de esa joven si es que yo quiero.

—Siempre lo he creído así. Conozco el poder de vuestra paternidad y la influencia que tiene en aquella casa y sé que si se empeña, antes de unos cuantos meses habrán terminado los amoríos de María con su desconocido novio y yo podré casarme con ella. Ahora, reverendo padre, sólo faltan las condiciones, pues cuando usted plantea de tal modo la cuestión, seguramente que algunas quiere imponerme.

—Tienes el raro don de adivinar lo que uno piensa. Efectivamente, quiero imponerte condiciones, pues un hombre como yo, un sacerdote que por mi augusto ministerio estoy encargado de velar por la virtud, no puede consentir que un calavera como tú, que aunque ahora manifiestas propósito de enmienda, puedes recaer en tus antiguas locuras, se apodere de la fortuna de una joven inocente y la derroche como derrochaste el caudal que te dejaron tus padres. Mis condiciones son éstas: Al casarte con María gozarás las rentas de su colosal fortuna, y además, yo me encargaré antes de que contraigas matrimonio de poner en claro tu situación pagando a tus numerosos acreedores. Serás rico, vivirás en la opulencia, pero te guardarás muy bien de inducir a María a que retire la más pequeña parte de los millones que tiene depositados en el Banco. Mientras viva ella serás millonario y si por desgracia muriese antes que tú, entonces no has de oponerte a que su fortuna pase toda a manos de la baronesa.

—¿Y si tengo hijos? —preguntó con curiosidad Ordóñez.

—¡Bah! —contestó el jesuita con escéptica sonrisa—. Hombres tan gastados y corrompidos como tú no tienen hijos y si por un capricho de la Naturaleza llegan a tenerlos, la sangre que llevan en sus venas es suficiente para envenenar su breve existencia; quedamos, pues, en que hay que descartar esta circunstancia. ¿Aceptas mis condiciones?

El joven calavera parecía dudar, y el jesuita continuó, sin esperar su contestación:

—Hago todo esto en interés tuyo. Si no contraes este matrimonio dentro de poco, la inmensa balumba de acreedores caerá sobre ti, y tienen motivo más que suficiente para conducirte a la cárcel. Si aceptas, puedes salvar tu nombre de la deshonra y al mismo tiempo vivir con ese boato que tanto te place, gozando una posición sólida y segura. No te puedo prometer más. Sería un crimen injustificable a los ojos de Dios, el que yo no te impusiera estas condiciones, pues mi conciencia tendría que dar estrecha cuenta, después de haber entregado una joven honrada y rica, en manos de un calavera capaz, si no se le pone freno, de devorar las mayores fortunas del mundo. No puedo hacer más por ti. Piensa bien que nada pierdes al aceptar estas condiciones y que ganas mucho saliendo de tu actual situación y asegurándote el vivir en adelante en medio de la mayor opulencia. Además, si muriera María, y su fortuna pasase a manos de la baronesa, tú no te hallarías desamparado, para siempre me encontrarías a mí y a la Compañía dispuestos a protegerte. Conque decídete. ¿Aceptas?

El joven aún reflexionó largo rato. Repugnábale el aceptar de un modo tan condicional aquella fortuna, lo que equivalía a tener perpetuamente como vigilante administrador al padre Tomás; pero pensó al mismo tiempo en su situación apurada, en aquel tropel de acreedores rabiosos con que le amenazaba el jesuita, en la cárcel que podía tragarle para siempre, y deseoso de seguir gozando el halago de la riqueza, sin el cual no comprendía la vida, se decidió a aceptar, violentando su voluntad, y con la misma decisión del fugitivo que con tal de librarse de sus perseguidores se lanza en un precipicio cuyo fondo ignora.

—Acepto, reverendo padre. Queda cerrado el trato.

El jesuita estaba seguro de esta determinación, así es que no hizo el menor movimiento al ver aceptada su propuesta.

—Te casarás con María —dijo con la rígida frialdad del que está seguro de su poder—. Yo lograré romper esos amores que tanto preocupan ahora a esa joven, y poco he de poder, o también he de alcanzar que ella te ame. Quiero que seáis felices, y mi conciencia gozará de dulce tranquilidad al ver realizada una obra tan hermosa, como es regenerar a un pervertido como tú, creando al mismo tiempo una familia cristiana. Únicamente he de advertirte que estás muy equivocado si piensas engañarme en lo futuro.

—¡Yo, reverendo padre! —exclamó el joven ruborizándose, como si el jesuita hubiese adivinado su pensamiento.

—Tal vez hayas creído posible engañar mi santa previsión el día en que te encuentres casado. Entonces, aprovechando un descuido mío, podías inducir a tu esposa a que enajenase una parte de su fortuna para tus locos despilfarros, y como yo no soy miembro de la familia, ni tengo realmente ningún derecho para intervenir en estas cuestiones íntimas, gozarías de completa impunidad y volverías a repetir el juego cuantas veces lo permitiese la inexperiencia y la buena fe de María. Pero vas equivocado si crees posible tales desmanes; por tu propia conveniencia te advierto que te tendré cogido seguro y fuertemente. Conozco todas tus trampas, tus sucios negocios. Antes de un mes habré pagado a tus acreedores, pero será con la condición de utilizarlos contra ti cuando yo quiera. Has tomado dinero firmando escrituras de depósito, has percibido préstamos sobre fincas que ya no eran tuyas, has cometido toda clase de repugnantes estafas que no quiero repetir ahora por no avergonzarte, y en una palabra, con menos motivos que tú hay muchos centenares de hombres en presidio. El día en que faltes a lo convenido aquí, el día en que me irrites con nuevas canalladas, ten la seguridad de que inmediatamente lloverán en los tribunales muchas denuncias contra ti, por estafador y falsario y no confíes en el auxilio de la influencia que puedas tener por tus amigos, pues contra la Compañía de Jesús no valen recomendaciones, y si la rectitud de la justicia ha de torcerse, seguramente que será en favor de la Orden y nunca en contra. Piensa, pues, bien a lo que te expones no obedeciéndome. Si eres fiel a mis órdenes, vivirás feliz y en la opulencia; si te rebelas morirás en un presidio. Ya conoces mi carácter y sabes que cumplo cuanto digo.

Ordóñez había escuchado con marcado sobresalto estas amenazas que profería el terrible jesuita sin que se descompusiera en lo más mínimo la impasibilidad de su rostro.

Estaba en lo cierto el padre Tomás al decir que le tenía cogido fuerte y seguramente. Era imposible el ser ingrato y faltar a los compromisos después del casamiento, y forzosamente había de marchar unido a la pesada protección del padre Tomás.

Pero esto no le hizo cambiar de propósitos, pues en su situación era imposible rebelarse. Estaba decidido a casarse con María y a no faltar a las condiciones que le exigía el padre Tomás.

—¡Oh, reverendo padre! Hace usted mal en dudar de mí. Estoy demasiado agradecido a su benévola protección para que intente serle infiel. Mándeme como guste, que obedeceré inmediatamente.

Después de estas seguridades que el joven dio al jesuita, extremándose en demostrar su desinterés ya que le era imposible engañarlo, los dos siguieron conversando sobre el asunto que tanto les interesaba, o sea el lograr que María abandonase a su antiguo novio para admitir el amor de Ordóñez.

Al cuarto de hora de conversación, el joven calavera comprendió que estaba estorbando en sus ocupaciones al poderoso jesuita y se apresuró a retirarse.

—Conque quedamos, reverendo padre —dijo Ordóñez—, solucionando el estorbo de ese amante desconocido.

—Eso es. Permanece tranquilo que no tardaremos en vernos libres de ese obstáculo.

—¿Y yo qué hago entretanto?

—Seguir visitando a la baronesa y haciendo el amor a María. Ten calma, que tal vez llegue un momento en que despechada y herida en su amor propio esa joven, te recuerde tus anteriores declaraciones de amor y solicite que la hagas tu esposa.

—¡Je, je! Tendría gracia verme solicitado por una señorita. Sería el mundo al revés. Y todo es posible si usted se empeña; le reconozco poder para eso y mucho más.

—Lo importante es que al casarte no olvides que tú sólo eres un usufructuario de la fortuna de tu mujer y que si ésta muere sus millones deben pasar a la tía. Ya sabes por dónde te tengo cogido. O la obediencia ciega, o el presidio.

Ordóñez hizo un signo de afirmación, como dando a entender que estaba sobradamente convencido de que el padre Tomás era hombre que cumplía sus amenazas.

—Seré fiel a la palabra que doy, reverendo padre. Creo que no tendrá usted el menor motivo de descontento.

—Ten calma y confianza. La viuda de López te ayudará en el asunto, y además, aquí estoy yo.

Después sonrió amablemente el jesuita como si nada hubiese ocurrido, y tendió su mano al joven, que la estrechó con efusión.

—Estamos ya entendidos… ¿Trato hecho?

—Trato cerrado, reverendo padre.

IX. El vicario de España al padre general

Gustábale al padre Tomás despachar por sí mismo todos los asuntos importantes, temiendo la traición y el espionaje, bases de la organización de la Compañía de Jesús y que se encierran siempre en la persona del socius, del individuo más allegado y querido.

No quería él tener a todas horas en su despacho subordinados que en apariencia eran autómatas, pero que sin abandonar su actitud impasible, lo veían y recordaban todo, y por esto mismo procuraba, al trabajar, el aislarse por completo en el fondo de su sombrío despacho.

Pero las grandes necesidades que en sí llevaba la administración de la Orden, la inmensa correspondencia que había que sostener con la oficina central de Roma, dando cuenta al general de cuantos trabajos había realizado la Compañía durante el mes, y las apremiantes necesidades de aquel archivo secreto, en el que había que almacenar hasta el más pequeño dato de las personas que por algún concepto eran interesantes para la Orden, obligaban al padre Tomás a tener empleados más de una docena de jesuitas jóvenes, hábiles e infatigables para el trabajo de pluma; los cuales, si no le merecían una confianza completa, al menos le proporcionaban cierta seguridad relativa, a causa de la reserva de su carácter y de que se profesaban un odio mutuo, lo que impedía toda clase de inteligencia en contra del superior.

Esta oficina de escribientes con sotana funcionaba lejos del despacho del jefe, al otro extremo del viejo edificio, y el más hábil de todos los funcionarios, un joven vascongado que era quien mejor merecía la recelosa confianza del padre Tomás, estaba encargado de la correspondencia con Roma, siendo el único que, por especial favor, conocía la clave misteriosa que usaban los altos padres de la Compañía para comunicarse.

Este funcionario fue el que pocos días después de la conferencia habida entre el padre Tomás y Ordóñez, recibió de su superior el encargo de poner en cifra una larga comunicación que le entregó, dirigida al padre general, encargándole de que apenas terminase la traducción del documento, lo remitiera a Roma.

El documento decía así:

A. M. D. G.

Negocio Baselga-Avellaneda.— Recordaréis respetable padre, que desde que ingresó en nuestra Orden nuestro bienaventurado mártir, el padre Ricardo Baselga, que hizo donación a la Compañía de toda su importante fortuna, quedó pendiente de resolución el hacer que llegase a nuestras manos el resto de la herencia Baselga, empresa que ya inició en sus tiempos el difunto padre Claudio, a quien la Orden castigó por traidor.

Hace ya muchos años que yo tenía puestos los ojos en tal negocio, pues creo que la Compañía no debe iniciar nada sin acabarlo, pero permanecía inactivo comprendiendo que las circunstancias no eran propicias para reanudar el asunto.

Hoy ha cambiado la situación y creo que es llegado el momento de dar el golpe, por lo que he dado principio a las negociaciones.

Los nueve millones de pesetas que restan de la fortuna de Avellaneda, corresponden a la joven María Quirós de Baselga, nieta del difunto conde, heredera de su título y biznieta del afrancesado don Ricardo Avellaneda.

Administra actualmente esta fortuna la baronesa de Carrillo, tía de la poseedora y cuyos informes secretos obran en la sección española de ese archivo central. La baronesa es buena cristiana, muy afecta a la Compañía, y, además obediente a nuestros mandatos; y tanto se interesa por la Orden que motu proprio quiso obligar a su sobrina a que entrase en un convento haciendo antes donación de sus bienes terrenales en favor nuestro.

Pero el carácter de la joven se aviene mal con la vida religiosa, según he podido apreciar yo mismo en un estudio detenido que he hecho de su parte moral, y según consta también en los informes que sobre ella existen en ese archivo.

Como la Compañía, en los presentes tiempos, al realizar sus negocios no debe usar de violencias, como muchas veces lo ha recomendado así esa suprema dirección, aconsejando que, para provecho de la Orden, supiéramos explotar las aficiones y tendencias de cada individuo, yo no he creído prudente oponerme a los deseos de la joven María Quirós, que en vez de entrar en un convento quería casarse, y he procurado utilizar en provecho de nuestros intereses, esa tendencia que ella manifiesta en favor del matrimonio.

Nuestro negocio sería casarla con un hombre que estuviera por completo a merced de la Compañía, y de este modo, aunque tardáramos en percibir su fortuna, ésta estaría en seguridad, y en plazo más o menos largo, vendríamos a ser dueños de ella.

El plan que expongo a la aprobación del reverendo padre general, consiste en lo siguiente: Casar a María Quirós con Francisco Ordóñez, el hijo segundo de nuestro difunto amigo el duque de Vegaverde. Por los informes que de él existen en ese archivo, puede conocer el padre general sus malos antecedentes y lo obligado que está a obedecer a la Compañía en todo aquello que le mande. El se compromete, al contraer este matrimonio, a gozar únicamente las rentas de la fortuna de su esposa, sin inducirla nunca a que haga la menor enajenación, consintiendo en que si muere su esposa, la fortuna pase íntegra a manos de la baronesa, la cual, haría inmediatamente donación en favor nuestro.

Como en estos negocios conviene siempre partir de una base firme, y Ordóñez, por su carácter y sus costumbres, no presenta la menor seguridad de que una vez realizado su matrimonio cumpla lo que ha prometido, conviene sepa esa dirección que poseo el medio de tener perpetuamente asegurada la obediencia de dicho joven, pues existen numerosos acreedores que pueden entablar contra él una acción criminal por manifiestas estafas. Como la mayor parte de estos acreedores son afectos a la Compañía, ya buscaremos el medio de ajustar con ellos un arreglo ventajoso, reservándonos el derecho de perseguir a Ordóñez, si es que llegara a faltar a sus compromisos.

Este plan ofrece a primera vista el inconveniente de que el matrimonio puede tener hijos, circunstancia que desbarataría toda nuestra combinación; pero no es verosímil que un hombre gastado y corrompido por los placeres llegue a tener prole, y si la tuviera, ésta, por un vicio de origen, no alcanzaría larga vida, tanto más, cuanto que nosotros nos encargaríamos de su educación y no nos faltaría un medio hábil y disimulado para suprimir tales estorbos.

El inconveniente más serio con que actualmente tropieza este plan es que María Quirós no siente la menor simpatía por Ordóñez, y, en cambio, está enamorada de un joven médico llamado Juan Zarzoso, sobrino del famoso doctor Zarzoso, sabio de reputación universal y librepensador furibundo, cuyos antecedentes figurarán indudablemente en ese archivo, en la sección de «Enemigos temibles de la Compañía».

Este inconveniente sería fácil de destruir, si es que a vos, padre general, os parece aceptable mi plan.

El joven Zarzoso se encuentra en París perfeccionando sus estudios por mandato de su tío, y escribe cartas a María, enviándoselas por conducto de la viuda de López, a quien creo habréis oído nombrar alguna vez, pues es una publicista devota, cuya pluma y actividad emplea la Compañía para ciertos actos de propaganda.

Dicha señora, que por una imprudencia censurable propia de su carácter intrigante, protegió en un principio los amores de estos jóvenes, está hoy por completo a nuestra voluntad y hará cuanto yo le diga.

He comenzado por ordenarle que rompa cuantas cartas le envíe desde París el joven Zarzoso para su amada, y que haga lo mismo con las que le entregue María destinadas a aquél. El silencio que por este medio se establecerá entre los dos amantes, excitará su desconfianza y les hará pensar en una traición amorosa, especialmente a María, que es muy susceptible, y cuyo amor propio resulta irritable en sumo grado: antes de un mes las sospechas de infidelidad habrán acabado con la fe amorosa que ambos pudieran profesarse, y entonces será el momento oportuno para dar un golpe decisivo que acabe con ese amor.

Si a vuestra paternidad le gusta mi plan, puede encargar a cualquier hermano hábil, de los residentes en París, ese golpe decisivo en que cifro mis esperanzas.

París es la ciudad del placer, de las locas seducciones. Zarzoso es joven, y, según mis informes, inocente e inexperto en materias amorosas como hombre que ha pasado su adolescencia entregado al estudio. No sería difícil lanzarle al paso una de esas arañas de París, que le enloqueciera, arrancándole una prueba de amor, un objeto que demostrara su infidelidad y que pudiéramos aquí enseñar a María.

Esta es impresionable y susceptible, y como por otra parte se sentiría irritada por el inconcebible silencio de su novio, cuyas cartas no recibirá de hoy en adelante, es indudable que, despechada, olvidaría su amor, y en justa venganza daría su mano al primero que se presentara; a Ordóñez, por ejemplo.

Espero, reverendo padre, que os dignéis manifestar el concepto que merece mi plan.

Por si os parece propio el intentar la seducción de ese joven médico que ahora hace vida de estudiante en el Barrio Latino, os daré sus señas para que las comuniquéis a vuestros subordinados en París.

Llámase Juan Zarzoso, hace próximamente medio año que se encuentra en la gran ciudad, habita en el número 9 de la plaza del Pantheón, y asiste a la clínica del doctor Charcot, en la Salpetriere, para estudiar las enfermedades nerviosas, que es la especialidad en que tanto se ha distinguido su tío. Al mismo tiempo, por sus propias aficiones, se dedica al estudio de las dolencias de los niños, y asiste a varios hospitales.

Aguardo con verdadera impaciencia vuestras órdenes, padre general.

No sé si os agradará mi plan, pero si éste es desacertado, que conste, una vez más, mi vehemente deseo de allegar recursos para esa gran empresa que la Compañía llevará a feliz término para mayor gloria de Dios.

Vuestro siervo que os pide la bendición,

P. Tomas Ferrari

Vicario general de la Compañía de Jesús en la provincia de España