XI. AUXILIO INESPERADO
Transcurrió todo el verano sin que la existencia del capitán Álvarez se viese turbada por ningún incidente notable.
Hacía la vida de un oficial vulgar en tiempo de paz. Pasaba horas enteras en el café, murmuraba de sus superiores y de todo cuanto saltaba en la conversación sin fijarse bien en lo que decía; en el cuarto de banderas lucía su ingenio de un modo gracioso hasta el punto de hacer sonreír a los jefes más adustos y seguía mereciendo aquel apodo de Séneca a los ojos del regimiento que lo consideraba como una de sus glorias.
Sólo en alguna noche rompía sus habituales costumbres y era para acudir a aquella casa misteriosa donde le había visto entrar su asistente. Allí veía algunas veces al general Prim, y otras, con conspiradores tan conocidos como el coronel Moriones, el periodista Carlos Rubio o el agitador Muñiz se ocupaba en los trabajos preparatorios de una revolución.
Haciendo esta vida le sorprendió el otoño. El tiempo que, según Voltaire, es el gran consolador, había desvanecido algo en el ánimo del capitán aquel recuerdo amoroso que tanto le dominaba algunos meses antes.
La imagen de Enriqueta Baselga, sólo muy de tarde en tarde, vigorosa, con luz fantástica y los contornos casi borrados surgía en su imaginación, y el capitán se preguntaba:
—¿Qué hará ahora esa chica?
Sus trabajos revolucionarios, con los que exponía su carrera y hasta su vida, le preocupaban demasiado para permitirle, como otras veces, entregarse a románticas ilusiones, y de aquí que su antiguo amor estuviese amortiguado, aunque no por esto se hubiese borrado por completo.
Una mañana el capitán, cansado por algunas horas de ejercicio en el campo de maniobras, regresó a su casa en busca del almuerzo, y al entrar en su habitación vio sentada a la puerta de ésta a una mujer que conversaba amistosamente con la patrona.
Álvarez, ante la mirada de respetuoso cariño que le dirigió aquella mujer, detúvose un instante, al mismo tiempo que su patrona sonreía por hacer algo.
El capitán se fijó en ella. Tenía un aspecto vulgar y vestía modestamente, pero su mantilla y su traje, aunque algo ordinarios, eran flamantes, y demostraban cierta rumbosidad. Estaba ya la mujer rayando en la vejez, pero era alta y robusta, su cabello tenía el negro mate del plumaje del cuervo, y sus ojillos destacábanse vivos y maliciosos sobre las prominencias grasosas de su cara. En su apostura había algo de resuelto y varonil que la hacía simpática. Al ver que Álvarez la miraba, levantose de la silla sonriendo de un modo franco, y dijo sin demostrar cortedad:
—Usted no me conoce, señorito, pero yo hace mucho tiempo que lo quiero. Vengo a buscar a su asistente Perico, y lo estoy esperando.
—¡Ah…! —exclamó Álvarez por decir algo—. Perico no tardará en venir.
—Usted debe conocerme, porque algunas veces me habrá nombrado mi sobrino. Soy la señora Tomasa; la tía de Perico.
Álvarez sonrió con espontánea amabilidad. Efectivamente, conocía de nombre a aquella buena mujer, a aquella aragonesa todo corazón que se desvivía por su sobrino cuidando de llenarle el bolsillo y que algunas veces le había enviado regalos a él mismo, agradecida por lo bien que trataba a su asistente.
Al capitán le resultaba muy simpática la tía de Perico, y además encontraba en su apostura marcial y resuelta ciertas reminiscencias de su madre, aquella heroica navarra que pasó la luna de miel entre los peligros de la guerra carlista, sin llegar a saber con certeza lo que era el miedo.
—Entre usted en mi cuarto. Ahí está usted mal. Dentro esperará a su sobrino.
Cuando Tomasa tomó asiento en la habitación del capitán, rompió a hablar inmediatamente, pues no era mujer que pudiera permanecer callada. Se enteró minuciosamente de si el chico cumplía sus obligaciones y de si daba algún pesar a su amo y ensalzando con pintorescas comparaciones el inmenso cariño que el asistente profesaba a su señorito.
—Yo, francamente, don Esteban, algunas veces tengo celos al ver lo mucho que ese muchacho le quiere a usted. Crea que le tiene una ley de dos mil demonios, y que si algún día se casa no ha de querer tanto a su mujer. Cuando una habla con él está inaguantable, pues siempre sale con la misma solfa. Que si su amo por aquí, que si su señorito por allá, que si el capitán Álvarez es el más guapo del regimiento, que si es el que sabe más… crea que si Perico fuese mujer, haría usted un buen negocio casándose con él.
Al capitán le hacía mucha gracia la charla francota de aquella aragonesa, y acogía sus palabras con sonrisas.
—Yo le tengo mucha ley al pobrecito; ya puede usted considerar: él sólo es mi única familia, y además apenas si ha conocido a su madre. Yo soy, fuera de usted, la única persona que le quiere, y si al morir dejo un duro para él será. Además, el chico podrá ser muy bruto, pero es dócil y sencillote y se deja llevar por donde una quiere sin decir una mala palabra ni perder nunca su buen humor. Mi gusto sería que saliese del servicio que yo ya me encargaría de buscarle un buen acomodo, pero él, erre que erre, encaprichado con su señorito y antes reventará de puro viejo que dejará de ser el asistente del capitán Álvarez… ¡Qué alegría va a tener el pobrete cuando me vea!
—Ahora recuerdo que estaba usted fuera; se lo he oído a Perico varias veces. ¿Y no sabe él su llegada?
—¡Qué ha de saber! Quería sorprenderlo y por eso ha sido para él mi primera visita: llegamos anoche. Mi señor, con toda su familia, ha vivido algunos meses en una de sus posesiones.
Calló Tomasa, y durante algunos instantes reinó el silencio.
—Usted no cambia —dijo al fin la aragonesa, que no era amiga de permanecer silenciosa—. Está ahora tan guapo como la última vez que le vi en la calle. A mí no me gusta alabar a nadie, pero crea que es de los militares más templados que se pasea por Madrid. De seguro que con usted no andarán con remilgos las mujeres. Debe usted tener muchas novias.
Y la tía de Perico acompañaba estas francoterias con ruidosas risotadas que hacían reír también a Álvarez algo ruborizado.
—Y luego esos trajes tan majos que caen tan bien a los buenos mozos. Mire usted, yo siempre he tenido ley a los soldados y los he mirado bien en mis tiempos porque aunque ahora sea ya un vejestorio capaz de meter miedo al más valiente, no por esto he dejado de tener mis veinte y llamar la atención como cualquier prójima.
Al capitán le hacía mucha gracia aquel carácter ingenuo y chusco a fuerza de ser franco y de aquí que fomentase su charla y le dirigiese en tono festivo algunos cumplidos de su repertorio soldadesco.
—¡Bah! Me conozco y hace años que soy abuela; pero en mis tiempos he llamado la atención y hasta sargentos bien portados se han parado para decirme ¡buenos ojos tienes! Mire usted si a mí me ha gustado la gente de uniforme, que hasta en París cuando estaba con mis antiguos amos, tuve un novio que era eso que allá dicen gendarme y que llamaba la atención por lo bien plantado y por sus bigotazos, que eran poco más o menos, como los de usted ¡Valiente perro era el tal gabacho! Con él me enseñé a mascullar un poco la jerga francesa, pero supe que el gran pillo era casado y con hijos y lo planté en la puerta. Eso sí; no he visto gente más lista de manos y de más malas intenciones que todos ustedes, con perdón sea dicho.
Álvarez seguía muy entretenido por la charla de Tomasa y la dejaba hablar mientras se despojaba de una parte del uniforme para que después lo cepillase Perico.
—Mi amo también fue militar en su juventud, y le aseguro que a buen mozo y bien portado, pocos le ganarían en su época.
—¿En qué casa sirve usted?
—Sirvo al conde de Baselga. Soy el ama de llaves y vi nacer a su esposa, así como he visto nacer a los hijos.
Poco faltó para que Álvarez que acababa de sentarse, diese un salto en su silla. ¡Cómo! ¡La tía de Perico era la criada de confianza en casa de Enriqueta y él no lo sabía hasta aquel momento! Aquello resultaba casual, pero no podía ser más cierto. Álvarez oía hablar continuamente a su asistente, de su tía y del señor a quienes servía, sin que nunca en su indiferencia se le ocurriese preguntar su nombre. Ahora las palabras que acababa de decir la aragonesa habían producido en su interior un nervioso sacudimiento y como si una mano misteriosa hubiese abierto la atrancada puerta de los recuerdos desparramábanse por su memoria todos los incidentes de su pasión amortiguada; el encuentro en el Retiro, los paseos por la calle de Atocha, los galopes ridículos por la Castellana y las furiosas miradas de la tía.
Por un extraño fenómeno la imagen de Enriqueta que antes se extendía ante su imaginación vaporosa e incierta surgía ahora en su memoria vigorosa y viviente como si un cuerpo real acabase de pasar frente a sus ojos envuelta en nimbos de luz.
Por algunos instantes Álvarez estuvo tan turbado a causa del repentino descubrimiento, que no supo qué decir, pero al fin con el deseo de saber algo cierto sobre la mujer amada determinose a excitar la charla de Tomasa.
—He oído algunas veces hablar del conde. Vive retirado del gran mundo y tiene dos hijos, ¿no es cierto?
—Sí; los señoritos Ricardo y Enriqueta, dos ángeles que me recuerdan a su madre, que santa gloria haya.
—En Madrid se habla de su gran fortuna. Son ricos y tienen los dos un brillante porvenir.
—Sí: ¡buen porvenir te dé Dios! Si él desde el cielo no arregla esto; y hace que el demonio se lleve a la baronesa de Carrillo, esa hermanastra arrastrá que tanto martiriza a los dos, es posible que éstos no pasen de ser dos desgraciados.
—¿Tan mal los trata la baronesa?
—¡Calle usted! ¡Si aquello es para enrubiarse y echarlo todo a rodar! Figúrese usted que los dos pobrecitos son como todos los jóvenes, alegres, bulliciosos y amigos de ver mundo y divertirse; pues a pesar de esto, la tal doña Fernanda con sus consejos y los de los curas que continuamente la visitan, ha conseguido que los dos se conviertan en dos beatos y que hablen del mundo como si fuesen unos viejos cansados de él. Quien más lástima me produce es el señorito Ricardo. ¡Ver un niño de doce años con deseos de hacerse fraile cuando ya debía ir pensando en echarse una novia! Antes no era así, y le aseguro que en punto a alegre y amigo del bullicio le ganaba a su hermana; pero desde que lo metieron en el colegio de los padres jesuitas ha cambiado completamente, y como si ya fuese un cura se pasa las horas enteras entregado al rezo, y anda y mira del mismo modo que si llevase ya la sotana. Este verano lo ha pasado con nosotros en el campo, y hasta su mismo padre, el señor conde, se mostraba algo disgustado por las aficiones de su hijo. Y hay que tener en cuenta que mi señor, desde la muerte de la infeliz doña María, se ha hecho también un beato ceñudo y malhumorado, con el que no se puede hablar. En fin, aquella casa es un convento, y si no fuese por la ley que le tengo al conde y a los niños, hace tiempo que no estaría allí, pues yo soy enemiga de las beaterías, tanto más cuanto que sé por experiencia lo que son los jesuitas.
—¿Y la señorita Enriqueta también es aficionada a la devoción?
—¡Oh! Ésa no hay cuidado que por su propia voluntad abandone el mundo. Le gusta mucho la vida de señorita elegante, y cuando su padre, después de pensarlo mucho, se decide a ponerse sus condecoraciones y su uniforme del gentil-hombre, y la lleva a un baile de Palacio, la pobrecita tiene para contar durante semanas. Su hermanastra quiere hacerla monja, pero ella aunque dice que sí por evitarse disgustos, se halla muy lejos de gustar la vida de convento. ¡Buena monja te dé Dios! Ella sí quería ser monja, pero sería, como dicen en mi tierra, «monja de Santa Clara, de las que duermen con cuatro zapatos bajo la cama».
Y Tomasa celebraba sus propias agudezas con ruidosas risotadas. El capitán estaba impaciente por hacer hablar a la aragonesa antes de que llegase su asistente, así es que continuó preguntando:
—A mí me han dicho que es muy hermosa la señorita Enriqueta.
—En eso no le han engañado, y crea usted que en Madrid hay muy pocas jóvenes que le puedan disputar la fama de hermosa. Es el vivo retrato de su madre y aun me atreveré a decir que es más guapa que ésta, pues tiene en su porte mucho del señor conde que aunque viejo es todavía un real mozo.
—Es extraño que con tales condiciones no haya sido requerida de amores por ningún hombre.
—La pobrecita vive tan pegada a las faldas de su hermanastra, y de tal modo la vigila ésta, que no es fácil que pueda tener amoríos con nadie. Y a ella… ¡por qué negarlo!, le gustan los hombres como a cualquier mujer, y no le haría ascos a un novio. En las fiestas a que la lleva su padre siempre encuentra algún mocosuelo tísico de la aristocracia que le hace carantoñas, pero la niña es tan dócil y tiene tal miedo a su padre y a la baronesa que responde ariscamente a todos los floreos que la dirigen, lo que no impide que después venga a contarme todo lo sucedido con ese aire satisfecho de las jovencitas cuando se ven atendidas y obsequiadas.
—¿Es posible que ella no haya encontrado entre esos ridículos polluelos de la aristocracia un hombre que le guste?
—Así es. El que la produjo alguna impresión fue un militarote que este invierno pasado la hizo el amor. ¡Diablo de hombre! ¡Qué tenaz y pesado era!
El capitán Álvarez quedó frío al oír estas palabras y hasta pensó que Tomasa lo sabía todo y con aquel aire inocente se estaba burlando de él. A pesar de esto no tardó en reponerse y con afectada indiferencia, exclamó:
—¡Ah! ¿Con que era muy pesado el tal pretendiente? ¿Y le vio usted?
—No llegué a conocerle a pesar de que tenía ganas de ello; pero el tal galanteador produjo en la casa un zipizape de mil diablos. La baronesa, cada vez que veía al militar paseando por la acera de enfrente, poníase como una furia y reñía a la señorita, llegando algunas veces a querer golpearla, como sí la pobre tuviese la culpa de ser tan hermosa que los hombres se enamoran de ella inmediatamente. El conde al principio tomó la cosa con indiferencia y hasta llegó a reírse al ver la rabia que producía en la baronesa la terquedad de aquel importuno; pero un día en que salió a caballo con su hija volvió a casa como un loco y echándolo todo a rodar. También a él le enfurecía el militarote, que a lo que parece, les había seguido a caballo cometiendo mil imprudencias que llamaron la atención de los paseantes. El conde hablaba de dar unos cuantos latigazos a aquel cargante diciendo que se había detenido por temor a un escándalo, y tan preocupado estaba por el suceso que al día siguiente nos dio a toda la servidumbre las órdenes oportunas para hacer los preparativos de viaje. En una de sus posesiones hemos estado desde entonces y vea usted como las imprudencias de un pretendiente pesado han obligado a toda la familia a permanecer mucho tiempo lejos de Madrid.
—Y la señorita Enriqueta —dijo el capitán después de reflexionar un rato sobre los resultados que había producido su conducta—. ¿Qué piensa ella de aquel adorador? ¿Nunca ha dado a conocer a usted su opinión?
—Es tan callada la señorita, y tan tímida y retraída la ha hecho la educación que la da su hermanastra, que es muy difícil adivinar lo que piensa. Pero yo tengo buen ojo y si he de decir lo que creo aquel militar no le parecía mal. Ella no me ha hablado nunca de él como de los otros mozuelos que la hacían el amor en los salones, pero muchas veces la he visto pensativa y como esto fue desde que el tal militar le rondó la calle, creo que en él y sólo en él pensaba cuando se mostraba tan distraída. Sólo un día habló de él y fue en la capilla de la casa solariega del conde donde hemos pasado tanto tiempo. Mirando un cuadro de San Miguel volvióse a mí y me dijo que tenía cierto parecido con el guapo militar que tan tenazmente la perseguía.
—¿Parecido a San Miguel? —dijo Álvarez con extrañeza.
—No sé si será así, aunque aquel santo era rubio y barbilampiño y el amoroso militar, según mis informes, llevaba bigote como usted. Pero esto me prueba más aún que la señorita siente interés por el tal sujeto; pues es una verdad aquello que «es propio de enamorados ver su amor en todas partes».
Esto convenció al capitán quien, dejándose llevar de un risueño optimismo, creyó ya que Enriqueta la amaba.
Tan absoluta fue su confianza que se sintió tentado a revelar toda la verdad a la tía de su asistente.
Aquella mujer le servía de mucho para sus planes amorosos, pues con su cooperación podía llegar hasta la mujer amada.
Además, el carácter franco y sencillo de Tomasa dábale confianza y comprendía que por el cariño que profesaba a Enriqueta y el odio que sentía contra la baronesa, era capaz de ponerse a sus órdenes, aunque esto le hiciera correr el peligro de ser despedida de una casa que consideraba ya como su propio hogar.
Álvarez sintió impulsos de espontanearse y dar a entender a Tomasa que él era el militar en cuestión pidiéndola su auxilio como intermediaria en sus amores.
Iba a hablar el capitán, iba ya a decir: ¡ese militar era yo!, cuando con ademán respetuoso entró su asistente en la habitación y apenas lo vio su tía se arrojó en sus brazos.
Álvarez calló dejando para más adelante la conquista de aquella intermediaria.
XII. DECLARACIÓN DE AMOR
No tardó mucho el capitán Álvarez en revelar a Tomasa lo que deseaba.
La fiel aragonesa, pocos días después de su entrevista con el amo de su sobrino, se enteró de que era el mismo militar que había hecho el amor a Enriqueta y que había excitado las iras de la baronesa.
Tomasa se alegró. Es verdad que algún disgusto le produjo al principio el pensar que protegiendo aquella pasión, podía disgustar a su señor, el conde; pero pudo en ella más el deseo de mortificar a la odiada baronesa y de favorecer al capitán, por el cual éste recibió la promesa de ser auxiliado por la vieja criada…
Ésta era más práctica en amores de lo que prometía su rusticidad. Tenía el convencimiento de que su señorita recordaba algunas veces al hombre que había sido el primero en hacerla el amor de un modo tan franco y se proponía avivar el fuego que pudiera arder aún en su corazón.
Así que la aragonesa, conmovida por las súplicas del capitán, accedió a servirle de intermediaria, púsose inmediatamente en campaña comenzando a sondear el ánimo de su señorita.
¡Con qué destreza supo ir despertando los recuerdos que en ella quedaban de aquel asedio amoroso!
Hablole de la casualidad que le había hecho conocer al militar que tanto amor la manifestaba, y aprovechó todas las ocasiones que tenía de hablarla a solas para hacerla saber lo que de ella decía el capitán y lo mucho que crecía su amor.
Enriqueta acogió aquellas revelaciones ruborosa y con temor, manifestando al principio un leve disgusto. La mortificaba aquella pasión que tanto había indignado a su padre y temía que llegase a tener noticia de sus confidencias con Tomasa la terrible baronesa, que era muy capaz de golpearla en un rapto de furor. Pero tenían para ella tal encanto aquellas conversaciones con la vieja ama de llaves en el oscuro extremo de un corredor o entre dos cortinajes del salón, siempre en zozobra, con el oído atento para evitar una sorpresa, que, aunque algunas veces se mostraba arrepentida de su imprudencia al dar oído a aquellas sugestiones amorosas, volvía poco después en busca de Tomasa fingiendo escaso interés; pero en realidad anhelante por saber algo íntimo de aquel hombre que decía amarla tanto.
El capitán, aunque procurando no llamar la atención como en otras ocasiones de la austera familia de Enriqueta, buscaba ocasiones para ver a ésta recatándose con la timidez de un colegial que teme comprometer con su presencia a su amada.
Enriqueta, que pocas veces burlando la vigilancia de doña Fernanda conseguía asomarse al balcón, siempre que pegaba su interesante rostro a las vidrieras de aquél veía pasar por la acera de enfrente al capitán Álvarez, afectando el aspecto frío de un transeúnte, pero mirando por el rabillo del ojo a los levantados visillos entre los cuales distinguía las hermosas facciones de la joven.
Habíase establecido entre los dos una comunicación misteriosa propia de los héroes de las leyendas. A ciertas horas de la tarde Enriqueta experimentaba una extraña conmoción que conmovía la red de sus nervios e inmediatamente se decía con el convencimiento de quien habla de una cosa infalible:
—¡Va a pasar!
Y efectivamente, apenas se colocaba tras los vidrios del balcón, Álvarez, con la mano en el puño de su espada y contorneándose con toda la gallardía de un arcabucero de los tercios de Flandes, pasaba por frente a la casa mirando de soslayo y sonriendo de un modo gracioso.
Aquello era amor, y aunque Enriqueta no quería confesarlo, Tomasa se mostraba cada vez más convencida de la naciente pasión de su señorita y la asediaba con más ahínco para que calmase las ansias del capitán.
El amor soñoliento y fantástico que muchos años antes en el barrio más tranquilo de París había profesado María Avellaneda al conde de Baselga, volvía ahora a renacer en la hija aunque no tan extremadamente romántico.
La persona de Esteban Álvarez había impresionado a Enriqueta que estaba en la plenitud de una adolescencia apasionada excitada más aún por una educación monjil y que sentía verdadera hambre de amor.
En sus ensueños siempre figuraba el gallardo militar como el personaje que ocupaba el primer término del fantástico cuadro, y cuando obligada por doña Fernanda pasaba horas enteras leyendo en alta voz las lamentaciones de amor místico encerradas en devocionarios con tapas de tafilete y cantos dorados, su imaginación volaba hacia el hombre que tan profundamente la había impresionado y cada vez que de su boca salían las palabras: ¡Oh dulce Jesús mio! ¡Oh amadísimo señor de mi alma y de mi cuerpo!, pensaba en Álvarez pareciéndole el gallardo militar más digno de estas exclamaciones que aquel hombre macilento, desnudo y desgreñado que clavado en un madero figuraba en todas las láminas de sus libros.
A las pocas semanas de cuchichear con Tomasa siempre sobre el mismo tema, y de contemplar al capitán haciéndola el amor de un modo tan prudente al par que apasionado, Enriqueta se dio por vencida. Seguía temiendo la explosión colérica de su padre y el incesante tormento de que era capaz su hermanastra; pero el amor podía más e, inconscientemente, sin reparar en los peligros, se decidía a aceptar los consejos de la vieja ama de llaves que la empujaba a acoger benévolamente el amor de Álvarez dándole algunas esperanzas, aunque fuesen débiles.
Además, desde que el capitán volvía a hacerla la corte de aquel modo prudente, su familia de nada se había apercibido y esto la hacía confiar en que sus futuros amores quedarían en igual misterio.
Enriqueta estaba ya decidida y bastó que en una entrevista con Tomasa se decidiera a decir que creía amar al capitán y que al día siguiente contestase desde su balcón a las miradas apasionadas de aquél con una graciosa sonrisa, para que inmediatamente Álvarez saliese de su actitud puramente expectativa y diese lo que él consideraba el gran paso.
Tomasa, una tarde que el conde estaba de paseo y la baronesa parecía muy ocupada en conferenciar a puerta cerrada con su director espiritual, llamó con gran sigilo a su querida señorita y sonriendo maliciosamente como para quitar importancia al acto que realizaba, le entregó una carta sin querer decir quién la enviaba, aunque con picarescos guiños se esforzaba en dar a entender su procedencia.
Enriqueta quedóse perpleja con la carta en la mano sin saber qué hacer. Un resto de su antiguo miedo la hacía detenerse antes de aceptar aquello que indudablemente era una declaración de amor e intentó devolver la carta a la aragonesa; pero tan persuasiva fue la charla de ésta, con tal colorido supo describir el inmenso dolor que experimentaría el apasionado capitán al verse despreciado de aquel modo, que se decidió a aceptarla.
—Léala usted al menos, señorita —decía la vieja criada—. Indudablemente le dice a usted cosas hermosísimas… cosas del otro mundo. Yo sé bien lo que son estos asuntos y lo que dicen tales cartas y daría cualquier cosa por verme en el lugar de usted, no por ser joven y rica sino por tener un amante tan guapo y tan apasionado. ¡Y cómo escribe! ¡Virgen santa! ¡Si tiene una mano para decir ternezas…! El otro día fui a verle y como si yo fuese usted misma me leyó unos versos de los muchos que ha escrito sobre esa personita.
Crea usted aquello era tan tierno, tan bonito que… ¡vamos!, la ponía a una carne de gallina. Ese don Esteban está chiflado por usted y es tan sensible, que si mi señorita lo despreciase, el pobrecito sería capaz de pegarse un tiro.
Enriqueta se sintió conmovida en su infantil sencillez al saber que un hombre era capaz de matarse por sus desdenes, y esta figura retórica de la aragonesa fue lo que la decidió a guardarse prontamente la carta.
La caprichosa charla de su hermano Ricardito que por algunas dolencias de su organismo enfermizo no había ido todavía a seguir sus cursos en el colegio de los jesuitas, impidió a Enriqueta leer aquella carta que había escondido en su virginal seno y que con su contacto parecía abrasarle la fina epidermis.
La esperanza de que a la noche conseguiría leerla no calmaba la impaciencia y la zozobra que de ella se había apoderado.
¿Cómo serían las cartas de amor? Pronto iba a saberlo, así que todos se retirasen a sus habitaciones y ella quedase sola en su gabinete.
Aquella noche, en la soledad de su dormitorio, cuya puerta había cerrado, rodeada de infinitas preocupaciones y conmoviéndose asustada al menor ruido lejano que llegaba a sus oídos, se reveló el amor a un corazón joven con todo el perfume condensado y el estallido de brillantes colores de una rosa que rompe el apretado capullo.
Leyó y releyó un sinnúmero de veces aquellas cuatro páginas, en las cuales las exclamaciones de una verdadera pasión surgían ingenuas y conmovedoras sobre el papel envueltas en conceptos románticos y algo rebuscados, y cuando la bujía que esparcía su luz sobre la mesilla de laca comenzó a agonizar, haciendo danzar un tropel de sombras sobre las blancas colgaduras del virginal lecho, Enriqueta lloraba sin poder explicarse el motivo, experimentando un dulce placer al derramar aquellas lágrimas.
La luz que mortecina se agitaba ya al extremo del candelero y que iba a hacer estallar la arandela, causaba hondo pesar a Enriqueta, pues la privaba de que prolongase el placer de aquella lectura. Nueva Josué hubiera querido tener poder para sostener aquella luz y leer una vez más el papel que tenía en sus manos y que besaba apasionadamente sin darse cuenta de ello; pero la llama, después de revivir con fuerza algunos instantes, se apagó, y la hermosa joven tuvo que desnudarse a oscuras.
La cama crujió dulcemente al recibir el peso de aquel cuerpo, que exhalaba un ambiente de fragante frescura, y en toda la noche no turbó la calma del aristocrático dormitorio otro ruido que los suspiros de Enriqueta, la cual durmió inquieta y nerviosa, despertándose con frecuencia, y como si temiese que el sueño la hiciese traición, y que con lucidez sonámbula repitiese en alta voz el contenido de aquella carta que ya casi sabía de memoria.
Los primeros rayos de luz matinal que se filtraron por los extremos del pesado cortinaje de la ventana hicieron que Enriqueta saltase de la cama.
En sus horas de vigilia, había pensado en la necesidad de contestar a aquella carta. El pobrecito se lo pedía, se lo rogaba con la mayor humildad, y ella no se sentía con fuerzas para permanecer muda ante aquella rendida solicitud.
Colocando su mesilla junto a la ventana, escribió tan nerviosa y alarmadamente como leyó en la noche anterior. Cuatro renglones de trémula letra y femenil ortografía, fueron la contestación a la carta del capitán, y aquel mismo día se encargó Tomasa de llevar la respuesta a Álvarez que, como todos los hombres en casos semejantes, se consideró el más dichoso de los mortales.
Desde entonces se entablaron entre los dos jóvenes unas relaciones puramente platónicas, que se desahogaban por medio de miradas rápidas desde la acera al balcón, y cartas interminables que Tomasa entregaba diariamente y con rigurosa puntualidad a ambas partes.
Enriqueta se creía feliz, experimentando emociones que hasta entonces le habían sido desconocidas.
En un cofrecillo maqueado que perteneció a su madre, y que le servía para guardar algunos juguetes de su niñez, y ciertas chucherías propias de una joven aristocrática, que sólo de tarde en tarde se presenta en el mundo elegante, y que son por tanto, recuerdo de agradables y deslumbradoras fiestas, encerraba las cartas y las poesías que le enviaba su novio, y que por la frecuencia con que llegaban amenazaban convertirse en colosal montón que se desbordara por toda la habitación.
Encerrarse en ésta, abrir el cofrecillo e ir releyendo por centésima vez aquellas epístolas amatorias en que con diversas palabras se hacían siempre los mismos juramentos e idénticas promesas, y besar después con instintivo arrebato aquellos pliegos de papel manoseados por continuos exámenes, era el mayor placer de aquella adolescente cuya vida la llenaba el amor.
XIII. EJERCICIOS PIADOSOS
Una mañana del mes de febrero, cuando en la casa del conde de Baselga todavía no se habían levantado de la cama los señores, Tomasa, apoyada en la chimenea del comedor, hablaba con una muchachuela que en su feo rostro tenía cierta expresión hipócrita y que era la doncella de doña Fernanda.
Ésta profesaba gran cariño a su servidora íntima por ser fea y gran amiga de murmuraciones. La primera condición la tenía en gran estima, pues por la ley del contraste, al lado de aquella cabeza chata, deprimida y terrosa, adquiría cierto brillo de hermosura su rostro rubicundo y narigudo. En cuanto a lo de chismosa, nada gustaba tanto a la baronesa como hablar largo rato con su doncella haciendo que ésta le contara todo lo que ocurría en la casa, así como cuanto sabía de las otras señoras devotas que figuraban con ella en las juntas de cofradía e instituciones benéficas.
En esto último salía perdiendo doña Fernanda, pues su doncella, tan dominaba estaba por el afán de murmurar, que apenas la dejaba libre su señora corría en busca de Tomasa, complaciéndose en contarla todas las interioridades de su señora.
Entre la ama de llaves y la doncella reinaba gran intimidad, y aunque ésta, en punto a charlar, no guardaba fidelidad a nadie, siempre se mostraba más pronta, por simpatías propias de clase, a revelar los secretos de su ama a Tomasa que a contar lo que esta decía a la baronesa.
Aquella mañana la chismosa, por complacer a Tomasa, a la que convenía tener favorable, pues de este modo su bondadosa autoridad consentía ciertas salidas nocturnas, se ocupaba en encender la chimenea del comedor, y en cuclillas ante el hogar colocaba cuidadosamente los leños, avivando con furiosos resoplidos la llama que se obstinaban en rechazar los verdes y húmedos troncos.
Tomasa oía con gran atención lo que aquella muchacha, tosiendo a cada instante por el humo que se le metía en la garganta, e hinchando sus enrojecidos carrillos, le decía casi a sus pies.
La baronesa había pasado una noche pésima privando a su doncella del sueño con continuos llamamientos. Había para reventar —según decía la doncella—, estando al cuidado de aquella perra, que con todos sus aires de señora y de devota era… una de tantas. Ahora le daba por vomitar, por sentir vahídos, por decir a su querido director, el padre Felipe, que estaba muy malita; —y la doncella, al decir esto, remedaba grotescamente los dengues de doña Fernanda, haciendo reír al ama de llaves.
Bien empleado le estaba —al decir de la aragonesa— y esto la enseñaría a no pasarse la tarde entera encerrada con aquel jesuita que era un sinvergüenza capaz de conmoverse ante una escoba con tal que llevase faldas.
Tomasa no era cruel, pero se entusiasmaba pensando en el escándalo que iba a producir el estado de la baronesa así que éste se manifestase claramente, y saboreaba ya de antemano la vergüenza que esto iba a producir a su enemiga.
—Mira tú —decía a la doncella—, que oponerse a que la Señorita Enriqueta sea como todas las jóvenes y tenga un novio que la quiera bien y ella en cambio procede como una perdida deshonrando esta casa tan respetable con las conferencias que a puerta cerrada tiene con el padre Felipe. Ahora pagará en junto todas sus perrerías y no será flojo el escándalo que se armará cuando todo Madrid sepa que la señora baronesa de Carrillo, a quien los papeles públicos llaman todas los días dama virtuosísima y a la que ensalzan los jesuitas en sus sermones, está en estado interesante por obra y gracia del querido que le ha destinado la Compañía. No me gusta el mal de nadie, pero en esta ocasión chiquilla, estoy más alegre que si me hubiese tocado el premio de la lotería. A ver si de este modo esa tal aprende a tratar a los pobres con la cortesía que se merecen y no nos aturde más a todos los de esta casa con sus mandatos y sus palabrotas.
—Anoche —dijo la fea doncella—, me encargó que avisara al padre Claudio para que viniera a hablar con ella lo antes posible. Quería indudablemente pedirle consejo para evitar que la gente se entere de lo que la ocurre.
—Pues como no le abran la tripa y le saquen lo que tiene dentro —dijo Tomasa con brutal jocosidad—, no sé cómo podrá arreglárselas para que nadie en esta casa se entere del producto de las tales conferencias a puerta cerrada.
—Anoche hablaba de lo conveniente que sería para su salud pasar una temporada en el campo. Tal vez piense irse a cualquier parte donde no la conozcan y allí echar al mundo el cachorro del padre Felipe.
Las dos sirvientas hablaron largamente sobre la baronesa y sus dolencias salpicando su conversación de terribles sarcasmos, y al fin tuvieron que separarse al oír que repiqueteaba furiosamente la campanilla de la habitación de la baronesa.
Aquella mañana doña Fernando envió por dos veces a su doncella a la residencia del padre Claudio y aguardó con marcada impaciencia la llegada de éste.
Eran ya las doce cuando el vicario de la Orden en España entró en la habitación de la baronesa deshaciéndose en excusas por su tardanza. ¡Eran tan apremiantes y continuos sus quehaceres! ¡Le llamaban tan a menudo a Palacio para consultas de la reina, cuando ésta no se creía suficientemente asesorada por sor Patrocinio, la monja de las llagas! La impía revolución se mostraba cada vez más imponente, el espíritu popular hostil a los reyes y a la Iglesia crecía por momentos y era preciso que la Compañía de Jesús empuñase sus misteriosas armas y pusiera en juego los ocultos resortes de su monstruosa organización secreta para de este modo librar el trono en peligro.
No tenía tiempo para ocuparse de los asuntos de escasa importancia, de mezquinas cuestiones de familia que quedaban al cuidado de sus subalternos; pero apreciaba tanto a la baronesa, que consideraba como hija suya, tan agradecida le estaba la Compañía, que él se apresuraba a acudir a su llamamiento.
Doña Fernanda, muy lisonjeada por las palabras corteses de aquel hombre cuyo poder inmenso le era conocido, contestaba con sonrisas de agradecimiento ruborizada como una jovencita al oír los primeros piropos.
La puerta del gabinete de la baronesa se cerró con gran dolor para Tomasa y la doncella que rondaban por las inmediaciones deseosas de oír aunque sólo fuera algunas palabras de aquella conferencia.
Más de una hora duró ésta, y las dos mujeres, aplicando el oído a la cerraja de la puerta, sólo pudieron escuchar los sollozos de la baronesa y algunas palabras sueltas como deshonra, escándalo y otras de idéntico significado.
Cuando las dos sirvientas escaparon despavoridas al notar que la conferencia terminaba y la puerta se abrió, el padre Claudio, que salía llevando impreso en el rostro un gesto malhumorado al notar que en la habitación inmediata estaban Tomasa y la doncella, afectando una completa indiferencia recobró rápidamente su sonrisa amable y dijo en voz alta:
—La salud de usted, señora baronesa, reclama muchos cuidados. No sea usted niña y procure no extremarse en esa vida agitada que lleva en pro de la religión y la caridad. Sería de muy buen efecto que pasara algunos meses en el campo y para esto le recomiendo el punto que ya le he indicado. Dígaselo al conde a quien ruego salude de mi parte. Yo no me puedo detener, pues me llaman mis ocupaciones.
El padre Claudio pasó por delante de las dos criadas y como de costumbre las dió a besar su mano sin adivinar que, a pesar de su exterior grave y compungido, se reían interiormente de la enfermedad de la baronesa y de las recomendaciones del jesuita. Ellas sabían el porqué de aquel viaje al campo.
Aquel mismo día doña Fernanda llamó a su padre, y el conde, a pesar de que sentía gran repugnancia de hablar con ella particularmente y eran muy contadas las veces que había entrado en su habitación, acudió al llamamiento.
Oyó en silencio la rotación que le hizo su hija de sus extrañas dolencias e inmediatamente la dio permiso para que fuese a pasar unos cuantos meses en los alrededores de Bayona, que era el lugar que la había recomendado el padre Claudio.
¡Valiente cosa le importaban a él los asuntos de aquella mujer a la que no podía ver sin que inmediatamente acudiesen a su memoria recuerdos que despertaban su odio! Conocía las costumbres de su hija y mirándola fijamente adivinaba la verdadera causa de aquellas dolencias.
En su concepto hacía bien en ir a Bayona. Allí existía un gran centro de jesuitas, y las recomendaciones del padre Claudio servirían para encubrir el remate de aquella enfermedad que nadie podía explicar mejor que el atlético padre Felipe.
Al día siguiente la baronesa hizo todos sus preparativos de viaje, y tres días después, sin otra compañía que la de su intrigante doncella, emprendía el viaje. Antes de partir, ya el padre Felipe se había hecho cargo de Ricardito, llevándolo nuevamente al colegio.
Con el viaje de doña Fernanda, la casa de Baselga quedó, como decía ama de llaves, convertida en una balsa de aceite.
La ausencia de la baronesa hacía imposibles todas aquellas escenas violentas, aquellos gritos descompasados y reprensiones continuas a que tan aficionada se mostraba doña Fernanda.
Tomasa, disponiendo y mandando como autoridad superior, estaba en sus glorias, y Enriqueta se consideraba feliz al no tener que vivir con aquella zozobra a que le obligaba su hermana con su astuta vigilancia. El poder escribir cartas a Álvarez a cualquier hora del día sin tener que encerrarse en su habitación y temblar al menor ruido, era para la joven una dicha inmensa.
—Ya verá usted, señorita —decía la aragonesa—, qué rica vida vamos a llevar ahora que no está aquí su hermana endemoniada. Desde que puedo pasearme por la casa sin temor de encontrarme con aquella cara de vinagre, al pasar una puerta me siento otra y hasta parece que me he quitado de encima una docena de años. El capitán ya sabe que la baronesa se fue ayer, y no puede figurarse cuan grande es su alegría, pensando que ahora podrá verla de cerca. Saldremos a paseo todos los días, pues hora es ya de que usted no pase la vida de monja profesa a que quiere acostumbrarla la baronesa. Don Esteban vendrá algunas veces con nosotras, pasearemos por donde nadie nos vea y yo… me haré la ciega y la sorda, aunque el papel sea poco grato, para que ustedes puedan decirse cuanto gusten. Vamos… que algo tendrán ustedes que decirse después de amarse tanto tiempo sin haber hablado nunca.
El conde de Baselga no era obstáculo para aquel plan que Tomasa se proponía realizar. Seguro de la fidelidad de su ama de llaves a la que consideraba como de su familia, dejaba a Enriqueta por completo a su cuidado y continuaba su vida aislada pasando los días encerrado en su despacho sin otro recreo de vez en cuando que un paseo por los más desiertos alrededores de Madrid.
Baselga se había transfigurado con aquel método de vida.
La soledad en que le obligaba a vivir su misantropía, habíale aficionado al estudio, y en su despacho que antes sólo tenía por adornos armas de todas clases, amontonábanse ahora los libros.
Las lecturas literarias y filosóficas le repugnaban. El misterioso influjo que el padre Claudio ejercía sobre su conciencia había desarrollado sus sentimientos religiosos creando en él una susceptibilidad fanática que se irritaba a la más leve indicación contra aquel dogma en el que creía a ojos cerrados. Esto le obligaba a mostrarse tan preocupado en sus lecturas como en su vida y a circunscribirse a determinados libros, pues la revolución rugía contra lo existente, y a despecho de las medidas y censuras del Gobierno, hasta en la más inocente obra literaria se deslizaban ataques sobre los ideales que tan entusiásticamente profesaba el conde de Baselga.
Este ante todo era militar. La guerra constituía la principal afición de su carácter, y de aquí que al buscar un remedio al fastidio que le devoraba su vida aislada y casi frailuna, se entregase en cuerpo y alma a la lectura de obras militares. Cuanto se había escrito tanto en España como en Francia acerca del arte de la guerra, fue coleccionándolo el conde en su biblioteca.
Aquel hombre, en su juventud tan insolente, despreciador de la ciencia, que después había hecho la guerra como soldado valiente, pero ignorante, que cree que la fuerza y el arrojo es todo cuanto necesita un guerrero para ser un vencedor, mostrábase ahora avergonzado por su estupidez y se dedicaba al estudio con el ansia del que quiere recobrar el tiempo perdido.
Baselga se sentía ahora agitado por el afán de gloria. Muchos de sus antiguos compañeros de la Guardia Real, eran ahora generales ilustres y estaban en todo el apogeo de su celebridad, y él, aficionado nuevamente a la milicia, miraba con envidia la posición de sus antiguos amigos. Los millones que poseía, sus títulos, todo cuanto era lo hubiera dado por mandar una división y haber asistido con ella a la guerra de África o a otra de aquellas campañas tan gloriosas como descabelladas que para labrarse su propia gloria a costa de la nación llevaba a cabo su antiguo amigo D. Leopoldo O’Donell.
El conde, a fuerza de hojear a los tratadistas militares y de leer obras de fortificación, acabó por concebir un plan que produjo sobre su cerebro una verdadera obsesión.
Ya tenía el medio de hacerse célebre. En Baselga, a pesar de su exterior rudo, había algo de poeta: la imaginación era su principal facultad, y esto hacía que revistiese de cierto aire romantesco y místico todas las ideas que se fijaban en su cerebro.
Comenzó a madurar la idea de apoderarse por sorpresa, y mediante un golpe de mano, de Gibraltar, y se dedicó con ahinco a estudiar todo cuanto se había escrito sobre el famoso sitio que los españoles pusieron a la inexpugnable plaza inglesa en el siglo pasado.
Aquella empresa excitaba los dos entusiasmos que Baselga podía sentir: el patriótico y el religioso. Como soldado español, estremecíase al pensar que la bandera de su patria llegaría a ostentarse desplegada en el mismo punto donde ahora ondeaba el pabellón inglés, y cómo católico fanático sentíase dominado por una beatífica emoción, considerando que con la conquista de Gibraltar se privaba de la mejor de sus plazas a Inglaterra, una nación protestante enemiga de los santos y que se reía del Papa, aquel vicedios que dirigía el mundo desde Roma.
Al poco tiempo de habérsele ocurrido aquel plan, se sentía tan dominado por él, que le dedicaba toda su existencia.
Pasaba el día y gran parte de la noche inclinado ante imperfectos planos de Gibraltar y consultando notas que se había procurado acerca de la guarnición de la plaza y los puntos donde estaba acuartelada. Cuando el cansancio le obligaba a dejar aquella tarea y podía reflexionar sobre las probabilidades de éxito de su empresa, sentíase muy animado y confiaba en un completo triunfo.
Él tenía marcada su línea de conducta. Primero combinaría en principio su plan, cuidándolo hasta en sus últimos detalles, después lo comprobaría sobre el terreno, haciendo un viaje a Gibraltar, en el que ya había estado en 1823 durante su campaña en las inmediaciones de Cádiz, y, finalmente, escogería un número proporcionado de hombres de valor y de serenidad para dar el audaz golpe de mano que se había imaginado. En Navarra, y entre sus antiguos voluntarios de la guerra carlista, pensaba hallar los compañeros para aquella loca aventura en la que estaba dispuesto a gastar la colosal fortuna de sus hijos.
Él alcanzaría la inmensa gloria de devolver a España aquel rincón de la península arrancado por la traición inglesa, y si no lo lograba, perecería como un mártir patriótico digno de eterno renombre.
Y mientras Baselga en la soledad de su despacho se entregaba a interminables cavilaciones, interrumpidas de vez en cuando por risueñas esperanzas que se forjaban en su optimista imaginación, su hija y el capitán Álvarez sonreían embriagados por la dulce primavera del amor.
XIV. PRIMAVERA DE AMOR
La primera vez que Enriqueta y Esteban Álvarez se vieron de cerca y pudieron hablarse, fue algunos días después de emprender su viaje la baronesa de Carrillo.
El invierno era frío y lluvioso, pero aquel día amaneció hermoso y sereno, y la ama de llaves de Baselga, a más de las diez cuando su señor después de almorzar se encerró en su gabinete para dedicarse a sus estudios, invitó a Enriqueta a dar un paseo.
Era simplemente, como decía Tomasa, una agradable escapatoria al Retiro, que aquel día debía estar hermoso, y por esto Enriqueta se vistió modestamente, aunque con esa seductora coquetería instintiva en las jóvenes hermosas y elegantes.
El cochero recibió orden de enganchar, y media hora después, dentro de una elegante berlina, iban Tomasa y su señorita al hermoso parque que tiene Madrid.
Enriqueta sentía una agitación que tenía mucho de placentera. Iba por primera vez a hablar con el hombre adorado y no podía evitar cierta zozobra, hija del temor de aquel paso decisivo. ¡Ay, si la baronesa llegaba algún día a saber aquello!
Cuando entraron en el celebrado paseo, Enriqueta, con instintivo impulso, sacó la cabeza por la portezuela, y a lo lejos, bajo un grupo de árboles seculares, distinguió la viva mancha de color de un uniforme.
Era el capitán Álvarez, que, avisado por Tomasa, esperaba también impaciente.
Las dos mujeres apeáronse del carruaje, y dando orden al cochero para que esperase en aquel punto, internáronse en una umbrosa alameda sin mirar a Álvarez, el cual procuraba fingir una completa indiferencia mientras estuviera al alcance de las miradas del auriga y el lacayo. La ama de llaves le había recomendado mucho no cometer indiscreciones en presencia de aquellos criados aficionados al chismorreo de escalera abajo, cuyas revoluciones subían muchas veces a las habitaciones de sus amos.
Poco rato después, en una plazoleta distante, reuníase el capitán con las dos mujeres.
Quien recuerde el feliz instante en que por primera vez habló a la mujer amada, puede fácilmente imaginarse las impresiones que experimentaron Esteban y Enriqueta al verse juntos.
El capitán, aunque en su exterior mostraba cierto petulante asombro, era para ocultar mejor la turbación que experimentaba. Aquel endiablado mozo, que tan bien sabía entenderse a sablazos con los marroquíes, y que en épocas de paz llevado de su carácter batallador conspiraba contra el Gobierno, era en el fondo tímido como una doncella, y sentía gran cortedad al dirigir por primera vez la palabra a Enriqueta.
Él no era ningún niño; había tenido sus novias en todos los puntos donde estuvo de guarnición, y en el regimiento lo consideraban como chico listo, que aunque serio, sabía sacar su parte a tiempo; pero había gran diferencia entre las modistillas y señoritas cursis con que hasta entonces había tenido relaciones, y aquella joven elegante, millonaria y aristocrática, que contestaba a sus apasionadas cartas con lacónicos billetes, que aunque muy amorosos, parecían por su redacción despachos telegráficos.
Álvarez temía aparecer ridículo en la conversación y deshacer de este modo el buen efecto que en Enriqueta había producido su adoración desde lejos.
Por su parte, la joven experimentaba el mismo temor, y de aquí que ambos amantes caminasen delante de Tomasa exageradamente separados, balbuceando monosílabos, contentos con mirarse tiernamente, sonriendo ruborizados, y diciendo de vez en cuando frases estúpidas, sobre la belleza del día, la lluvia de la semana anterior y el frío que siempre hace en invierno.
Al fin la juventud y el amor desvanecieron aquellos temores; los jóvenes se avergonzaron de su conversación imbécil, y después de esperar cada uno de los amantes que el otro iniciase el amor en el diálogo, como riachuelos que hinchados por la tempestad rebosan sus ribazos y saltan sus presas destrozando todos los obstáculos, los dos comenzaron a hablar con encantadora verbosidad, al principio con cierto recelo y después con tanta confianza como si hubiesen estado juntos desde su infancia.
Álvarez se reía ahora de su sospecha de resultar ridículo. Enriqueta le amaba y él, al hablar, decía cuanto le dictaba su cariño acogiendo la joven con estremecimientos de placer aquellos juramentos de amor, extremadamente novelescos, que le dirigía el capitán.
¡Qué mañana tan hermosa fue aquella para el enamorado militar! En su pensamiento surgía el recuerdo de aquella otra en que vio en igual sitio a Enriqueta, y al contemplarse ahora al lado de la hermosa joven en intima conversación con ella se consideraba feliz, y creía que la vida no es tan mala como muchos quieren suponer.
Enriqueta llevaba un abrigo igual o parecido al que vestía aquella mañana del encuentro, y en su cabeza ostentaba la capota blanca con lazos de rosa, aquella capotita que danzaba en los ensueños de Álvarez. Aquello podía ser coquetería de la joven o casualidad; pero tal igualdad del traje contribuía a hacer más completa la felicidad del capitán.
Parecióle a éste que no había transcurrido el tiempo porque se encontraba aún en aquella misma mañana y que el año que había pasado con sus desconsoladoras excitaciones de impotente deseo y sus ensueños interminables, era un rápido centelleo de su imaginación visionaria.
Tan penetrado estaba de esta ilusión, que varias veces, con inquisitivo movimiento, volvió la cabeza al oír como crujía la arena del paseo bajo unas pisadas acompasadas. Era Tomasa, que marchaba lentamente y resignada procurando que existiera alguna distancia entre ella y la pareja para que los muchachos pudiesen hablarse con entera libertad. No era la baronesa, como se imaginaba Álvarez en su momentánea confusión que le hacía creerse en la mañana misma que vio por primera vez a Enriqueta. Doña Fernanda se hallaba lejos del Retiro y más lejos aún de creer que su hermanastra paseaba al lado de «aquel militarucho insolente», oyendo con ruborosa complacencia sus razonamientos amorosos que parecían salir de boca del galán de una comedia de capa y espada.
¡Cuán dulces fueron las emociones que experimentaron los dos jóvenes en aquella primera entrevista! Cada una de sus confianzas costábanles un sinnúmero de vacilaciones, de las que luego se reían con inocente candor. Necesitó Álvarez mostrarse cómicamente grave para que Enriqueta accediese a tutearle, como ya acostumbraba a hacerlo en las cartas, y para excusarse la joven dijo, con una franqueza adorable, que le daba vergüenza hablar con tanta confianza a un señor que tenía más años que ella.
Si Tomasa no está allí, Álvarez se la hubiera comido a besos.
Era ya mediodía y todavía la pareja, como cometa amoroso cuya cola era la ama de llaves, iba a la ventura corriendo en caprichoso zig-zag el gigantesco parque con gran desesperación de Tomasa, que comenzaba a cansarse y a sentir cierto enojo por la falta de atención de los enamorados, que no querían sentarse en ningún banco. ¡Aquellos malditos novios no llegaban a cansarse!
Esto y lo avanzado de la hora obligó a la franca aragonesa a intervenir en el amoroso diálogo.
Vamos, ¿no había ya bastante? ¿No era ya hora de retirarse a casa antes de que el conde, al dirigirse al comedor, se extrañara de la tardanza de su hija?
—Ahora mismo nos iremos —contestaba Enriqueta, y volvía inmediatamente a mirar a su novio, reanudando la interrumpida conversación y siguiendo el paseo.
Varias veces hizo Tomasa sus advertencias, obteniendo siempre idéntica contestación. No era empresa fácil separar aquella pareja embriagada por el amor y que, arrullándose con las caricias de su mirada, perdía completamente la voluntad.
Aquel paseo se hubiera prolongado hasta la noche, a no ser por la energía de la vieja doméstica, que con el rostro grave se plantó ante los dos amantes impidiéndoles el paso.
—No son ustedes razonables —les dijo—. ¡Ah, la juventud, la juventud! Todo quieren comérselo en un día aunque después se mueran de hambre. Piensen ustedes que si no se separan inmediatamente, alguien podrá sospechar lo que ocurre en vista de nuestra tardanza y ya no volverán a repetirse estas entrevistas… En fin… señorita Enriqueta; yo no estoy dispuesta a comprometerme tontamente y, si no nos vamos en seguida a casa, juro no volver a traerla más aquí.
Los novios se decidieron a separarse, y a corta distancia del lugar donde esperaba el coche, verificose la despedida.
Enriqueta, sonriendo con cierta pena en vista de la brevedad del placer, pues aquellas dos horas le habían parecido un minuto, tendió su enguantada manecita al capitán, quien la estrechó entre las suyas con energía cariñosa.
El dulce calor que transpiraba la fina cabritilla envolviendo aquella mano delicada, causó gran efecto en Álvarez, que se estremeció de pies a cabeza. Fue aquello un latigazo de esa extraña voluptuosidad que pone en tensión los nervios y embriaga el cerebro sin conmover ni una sola fibra de la carne.
Fuese alejando Enriqueta, y antes de desaparecer volvió la cabeza varias veces para enviar a su amado sonrisas de felicidad.
Aquella fue la época feliz de Álvarez, que hasta entonces no había conocido realmente el amor.
Ver a Enriqueta y hablarla era su mayor placer y la felicidad llegó a hacerle exigente hasta el punto de mostrarse mal humorado el día en que por cualquier accidente no podían las dos mujeres salir de casa y dejaban de acudir al punto de cita.
Llovía aquel año con frecuencia, y Álvarez, que antes se preocupaba muy poco de las variaciones del tiempo, dormíase ahora todas las noches pensando con inquietud en la problemática bonanza del día siguiente.
La lluvia o el frío malograban los paseos amorosos por el Retiro, y si Enriqueta y su fiel Tomasa se decidían a salir era para ir a alguna iglesia, donde los amantes sólo podían mirarse de lejos, hablándose con los ojos. Un delicioso rozamiento de dedos al ofrecer el agua bendita de la pila, era lo único que alcanzaba el capitán en aquellas mudas entrevistas en el fondo de alguna iglesia oscura y mal oliente, conmovida por el monótono rugido del canto llano y el murmullo del rezo de las beatas.
Las entrevistas en el Retiro, aquellos paseos por avenidas alfombradas de hojas secas y orladas por grupos de árboles que con cierta salvaje grandeza cortaban el cielo con su pelado ramaje de esqueleto, gustaban más a los dos amantes, y especialmente a Enriqueta, que acudía al público parque apenas el día no se mostraba tormentoso.
Aquella Arcadia amorosa que tenía por fondo un imponente paisaje de invierno, se prolongó por espacio de unos dos meses, y en este tiempo los amantes llegaron al último límite de una intimidad tan casta como cariñosa.
Horas enteras de conversación, en que las lenguas se mostraban tan activas como lánguidos los ojos, momentos de dulce abandono, sirvieron para que cada uno de ellos vaciase su memoria en el oído del otro, relatando los sucesos de su vida pasada, sus deseos y sus aspiraciones.
No había secretos ni calculadas reservas en aquella interminable charla amorosa, que tenía mucho de los caprichosos giros del gorjeo del ave; hablaba el corazón en todos los momentos, y a los pocos días cada uno conocía tan perfectamente la vida del otro, como la suya propia.
Enriqueta experimentaba un gran consuelo al tener alguien que no fuera el ama de llaves, a quien comunicar las penas que le ocasionaba su educación casi religiosa, que pugnaba con su carácter, y las exigencias imperiosas de la baronesa.
Álvarez, oyendo a su novia, sintió crecer su odio contra aquella señora que tan antipática le era.
La personalidad del conde no le inspiraba ningún sentimiento, pues el capitán la consideraba como misteriosa e indefinida.
Siempre que Enriqueta hablaba de su padre lo hacía con tal brevedad y con tanta falta de pasión, que Álvarez no tardó en adivinar que la hija de Baselga sentía hacia éste la misma frialdad temerosa, nacida de la falta de confianza.
Aquel buen señor, que hacía una vida aislada y silenciosa como la de un eremita, y que pasaba los días enteros encerrado en su despacho sin permitirse ninguna expansión ni mostrar su afecto a la familia, resultaba un ente misterioso, y Álvarez, en su imaginación de poeta, casi llegaba a representárselo como uno de los fantásticos y tétricos protagonistas de los cuentos de Hoffman.
Conforme iba conquistando Álvarez la confianza de su amada y se enteraba de las particularidades de su familia, sentíase invadido de una gran tristeza que ocultaba cuidadosamente.
Aquella baronesa orgullosa e irascible y el conde grave, inabordable y misterioso, le causaban miedo, pues comprendía que él, pobre, humilde y sin otro patrimonio que su valor y su talento, nunca conseguiría entrar legalmente en la familia siendo esposo de Enriqueta, que era lo que anhelaba más por amor que por ambición.
Aquella era la única nube que empañaba el puro cielo de su primavera de amor.
La época feliz de sus amores duraría el tiempo que la baronesa tardara en volver a Madrid
El día en que doña Fernanda regresara a casa de su padre, Enriqueta volvería a su vida semi-monacal y él tendría que contentarse en pasear la calle, sosteniendo unos amores románticos que acabarían a la puerta de un convento.
Álvarez estaba triste. Los días en que más locuaz y adorable se mostraba Enriqueta, eran en los que más sufría el capitán apenas quedaba solo y reflexionaba sobre el porvenir.
XV. EL AMIGO DE BASELGA
El conde de Baselga tenía un amigo a quien no vacilaba en dar este nombre.
Aquel misántropo que huía del trato social no buscando más compañía que la de los libros, habíase sentido ablandado de repente en su genio arisco e impenetrable, concediendo poco a poco su confianza a un joven.
Entre los pocos que visitaban aquella casa por pura cortesía y que merecían no ser comprendidos en una recepción fría y ceremoniosa, figuraba Joaquín Quirós, joven a quien ciertos periódicos nombraban siempre con el aditamento de distinguido e ilustrado y que tenía alguna reputación entre la alta sociedad de Madrid.
Estaba ya cinco años empleado en el ministerio de Estado y figuraba con cierta autoridad al frente del tropel de vizcondes y marquesitos que, expertos en dirigir un cotillón, mascullando medianamente el francés y hablando horriblemente el castellano, estaban agregados al citado ministerio donde se preparaban a representar a España tiempo adelante, en lejanas embajadas.
Joaquinito Quirós, como le llamaban en las reuniones notables, a pesar de que estaba ya en sus treinta años, era hijo único del segundón de una gran casa, que había gastado hasta su último octavo en Nápoles en ridículas ostentaciones de riqueza, para hacer ver al mundo que España elegía siempre sus embajadores entre la gente más opulenta y manirrota. Cuando no tuvo ya con qué pagar comidas a lo Lúculo y caprichos propios de Creso y hubo de ceñirse a vivir de su sueldo de embajador, creyó que España quedaría deshonrada si sobrevivía su arruinado representante, y un tiro rompió la caja de hueso que contenía aquel menguado cerebro.
Cuando aquel loco se suicidó, su hijo tenía muy pocos años y aunque estaba emparentado con la nobleza más distinguida, fue escasa la protección que recibió y hubo de amoldarse a una vida mísera que compartió con su madre. El descendiente del que en Nápoles encomendaba a Sévres una vajilla de frágil porcelana que costaba una fortuna, y a los postres la arrojaba por el balcón, riéndose del asombro de los convidados, antes de ser hombre supo muchísimas veces lo que era hambre y algunas noches se durmió envuelto en una manta apolillada, pensando que la suprema felicidad en este mundo era tener una estufa en la alcoba.
Mediante el auxilio mezquino de algunos parientes de su padre y valiéndose principalmente de su carácter flexible y adulador y de una rápida y certera intuición para apreciar las debilidades de los hombres, el joven consiguió seguir la carrera de leyes con escasa brillantez, pero sin perder un curso, y cuando tuvo el título de abogado, se lanzó al mundo haciendo valer las condiciones ya citadas.
Fue un chico amable, humilde e instruido, un muchacho juicioso, que jamás caería en las extravagancias de su padre, y las familias aristocráticas que de este modo hablaban de Joaquín Quirós, tuvieron empeño y hasta mostraron entre ellas cierta competencia por ayudar y proteger a aquel joven que con una sencillez conmovedora agradecía cuantos servicios le prestaban.
Quirós, tan humilde y tan ingenuo, se reía en su interior de la imbecilidad de aquellas gentes, que le encumbraban por parecer caritativas, y lejos de enfadarse por aquellos favores que olían a limosna, sabía acertadamente adular a unos y excitar el orgullo de otros, siempre en provecho propio, creando una rivalidad entre todos los que a porfía le ayudaban a conquistar una posición.
La miseria y los desaires sufridos en su juventud, habían quedado muy impresos en su memoria, y al par que odiaba a todas aquellas gentes que le auxiliaban, lo mismo que si se tratara de un criado simpático, digno de mejor suerte, sentía una hambre insaciable de riquezas para resarcirse de los crueles tormentos de su anterior pobreza.
Las recomendaciones de sus aristocráticos protectores, que hacían valer los servicios que a la patria había prestado el padre de Quirós, lograron que éste fuese admitido en el ministerio de Estado, donde no tardó en abrirse paso. Aquel diablo de Joaquinito, como decían las viejas señoras que le protegían, tenía un aspecto tan simpático y era tan amable que en todas partes donde entraba conseguía hacerse el amo a fuerza de cariño. Así era; pero lo que Quirós tenía principalmente en su favor, era su facultad de adulador rastrero pero hábil, que le hacía descubrir con rápido golpe de vista, las debilidades de sus superiores a los cuales sabía elogiar a tiempo, consiguiendo de ellos una sonrisa de benevolencia protectora.
Además, el joven era trabajador y sabía mostrar tan oportunamente su mediana inteligencia, que ésta parecía muy superior a su verdadero mérito. Con estas condiciones, había de sobra para abrirse paso en una oficina del Estado.
A los pocos meses de estar en el ministerio, Joaquinito siempre amable y humilde sin afectación, era el imprescindible. Los jefes más adustos y viejos, que miraban siempre con prevención a los jóvenes agregados, tenían para él sonrisas de cariño y hablaban con acento protector de su talento y laboriosidad, y en cuanto al tropel de futuros diplomáticos que en los gemelos de su camisa ostentaban un fárrago inmenso de heráldica, le reconocían voluntariamente como jefe y maestro en todas las materias.
Los futuros embajadores le consultaban convencidos de su superioridad cuando hacían algún trabajo por encargo de sus superiores y aun se mostraban más atentos y sumisos a sus consejos en materias de distinción y elegancia pues aquel muchacho que había paseado cuando estudiante sus zapatos rotos y su traje deslucido y remendado por todo Madrid, era ahora el más autorizado intérprete de la moda francesa.
El pollo Quirós, como le llamaban en el Casino, era el más acabado tipo del vividor elegante.
Aquella sociedad aristocrática que le mimaba dispensándole algunas consideraciones, tal vez lo despreciaba en el fondo considerándolo como un ser insignificante por su posición poco desahogada; aquellos marquesitos que le consultaban mirábanle en ciertas ocasiones con la superioridad que tiene el que sirve al Estado por gusto sobre el que es empleado por comer; pero Quirós a pesar de conocer el verdadero concepto que merecía a aquellas gentes continuaba como siempre y explotando la benevolencia de unos y otros, iba echando raíces que aseguraban los avances que hacía siempre en busca de la fortuna.
Los cambios políticos, esos terribles cataclismos para el empleado, que barren furiosamente el personal de las oficinas para sustituirlo por otro tan inepto como el anterior, aunque más hambriento, no conseguían atemorizar a Quirós, que se consideraba muy fuerte y seguro en el puesto que ocupaba. Empleado por los moderados en el período álgido de la brutal dictadura de Narváez y significado por sus exageradas muestras de adhesión al gobierno al subir al poder la Unión Liberal, esperaban todos sus compañeros que cayese sobre él la cesantía; pero ésta no llegó y en su lugar vino un ascenso.
Tenía amigos protectores en todos los partidos; sus superiores le querían, los títulos más linajudos le daban su protección y especialmente contaba con el apoyo del padre Claudio, a quien había conocido en el mundo elegante y el cual le apreciaba haciéndose lenguas de su talento. El jesuita había adivinado en él un hermano malogrado que de llegar a vestir la sotana hubiera prestado grandes servicios a la Orden como confesor de princesas e intrigante palaciego.
—Me río yo de los cambios políticos —decía el joven vividor con aire de hombre confiado—. Yo estoy a prueba de cesantías y mientras tenga tan buenos amigos me da lo mismo que mande O’Donnell o Narváez.
Quirós no contaba únicamente con sus cualidades de joven laborioso, amable y sencillo. Tenía otras que le hacían ser muy apreciado en la alta sociedad, especialmente por las señoras y los personajes serios.
Ante todo era un espíritu profundamente religioso. Era, según la feliz expresión del padre Claudio, un muchacho como ya no los había en este siglo de escepticismo y de incredulidad.
¡Con qué fervor hablaba Quirós en los bailes, entre un vals y un rigodón, de la santa religión católica, ante un grupo de viejas retocadas que rabiaban al tener que desempeñar papel de beatas ya que no podían hacer lo que en sus juveniles tiempos! Con tanto fuego y acento tan expresivo defendía a la religión aquel diplomático vividor, que hubo quien le comparó una vez al elocuente San Bernardo, ignorando, sin duda, que el fanático competidor de Pedro Abelardo no sostenía contiendas religiosas después de haber disertado con brillantez en una mesa del Casino, acerca de la nueva forma de los fracs y de los botones que debían llevarse en la pechera.
Donoso Cortés era el modelo de oratoria, el gran maestro para aquel intrigante aprovechado y con acento declamatorio, mirando unas veces al cielo como víctima que pide misericordia y tronando otras con acento apocalíptico, ensartaba lugares comunes para arrojarlos contra la sociedad descreída que odiaba a los sacerdotes y se mofaba del catolicismo, prediciendo un sinnúmero de catástrofes horripilantes si el mundo no se separaba de la senda de perdición a que le impulsaban las doctrinas republicanas y librepensadoras.
¡Qué talento tenía aquel Joaquinito! Lo malo era que alguno de sus aristocráticos compañeros de oficina oyéndole perorar de este modo ante unas mantas viejas y antiguos calaveras convertidos ahora en beatos, aunque ponía una cara compungida propia de un devoto indignado, se reía en su interior, recordando alegres cenas en su gabinete particular de Fornos, donde Quirós, dando besos y pellizcos a las convidadas que tenía más cerca, se esforzaba en demostrar que en el mundo todo es carne y dinero y que el hombre de talento debe excederse por alcanzar estos dos medios de felicidad, dejando para el populacho el consuelo de la religión, que él calificaba de farsa, entre las risotadas de aquellos marquesitos que pertenecían a familias muy cristianas y habían sido educados por los padres jesuitas.
—¡Valiente farsante! —decían admirados al oírle declamar a favor de la religión aquellos hijos de familia que en sus casas se veían precisados a proceder tan hipócritamente, aunque con menos talento
Quirós no se contentaba con ser un predicador de salón, pues ansioso de ganar alguna notoriedad escribía en el Boletín de las damas católicas, un periódico que pasaba por órgano del padre Claudio y cuyos números figuraban en los tocadores de las señoras de la aristocracia, manchados muchas veces por el colorete y el agua de Colonia. En aquella publicación, que era como la trompeta de la elegancia devota, llamando sin cesar a que se prosternasen a los pies de los jesuitas todas las personas de gran fortuna, Quirós publicaba artículos trascendentales sobre la inmoralidad de los tiempos o acerca de la impiedad reinante, tratando con un desdén olímpico a un joven catedrático casi desconocido que se llamaba Castelar, y que en la Universidad Central daba rudos golpes al ultramontanismo fanático explicando historia, y a un tal Pí y Margall que escribía libros sobre arte y ciencia económica, que la autoridad se apresuraba a recoger con tanta presteza, como si se tratase de combatir una invasión epidémica.
¡Qué cosas se le ocurrían al pollo cuando trataba con tan soberano desprecio a aquellos escritorzuelos impíos y con qué desparpajo se burlaba de ellos!
Aquello era escribir, según la opinión del padre Felipe y todas sus antiguas penitentes, y no lo que hacían unos libelistas que el pueblo se empeñaba en aplaudir y que sólo sabían hablar mal de la Iglesia, fiel representante de Dios.
Quirós sin perder en la alta sociedad su carácter de hombre elegante, que buscaba un acomodo definitivo, por ejemplo una esposa rica, consiguió fama de joven juicioso y de escritor notable viniendo a coronar su reputación una novela titulada: ¡Pobre Eulalia!, engendro lacrimoso y dulzón que, encuadernadito de color rosa salió de la imprenta para ser hojeado por blancas y aristocráticas manos, descansando sobre el mármol de los tocadores o en el fondo de perfumados costureros acolchados de raso. Fue aquello un éxito espantoso, una apoteosis de amables sonrisas y de encantadoras felicitaciones de un público femenino entusiasmado por la moral de aquella novela. ¡Cuánta pulcritud en el argumento! Aquella obra era un dechado de delicadeza y pregonaba el sorprendente talento del autor. Los personajes hablaban como serafines, se pasaban la vida suspirando; no conocían sino de oídas la maldad que tanto abunda en el mundo, y se movían como las figurillas de un teatro mecánico a voluntad del escritor. La protagonista, joven cándida, inocente y angelical, envuelta siempre en blancas vestiduras y tan ideal y vaporosa a fuerza de ser llorona que llegaba a dudarse si sus diminutos pies tendrían a continuación carnales pantorrillas, pasaba las de Caín perseguida siempre por el traidor de la obra, un señor que, por añadidura, nunca iba a misa y hablaba mal de los curas; pero el lector después de sufrir y llorar con las desdichas de Eulalia quedaba consolado y alegre, pues en el epílogo moría el monstruo y triunfaba la inocencia, pues hay un Dios que premia la virtud y castiga la maldad, aunque en el mundo veamos lo contrario todos los días.
Los mismos periódicos que hablaban con fruición de la caridad y las costumbres virtuosas de la baronesa de Carrillo, se hicieron lenguas de la flamante producción de D. Joaquín Quirós, «uno de los más decididos adalides de nuestra santa causa», y el joven consiguió un triunfo completo.
A los veintinueve años Quirós se acordaba algunas veces de la miseria que había sufrido en su niñez y de las privaciones terribles que para educarle se imponía su difunta madre, y al verse en la actualidad considerado en unas partes como hombre distinguido, en otras como necesario, y en todas como digno de aspirar a más altos destinos, reconocía que la suerte no le había sido esquiva y que aun podía prometerse mayores felicidades en el porvenir.
Como escritor religioso y joven distinguido figuraba en varias asociaciones devotas. Era aquel el tiempo de las cofradías, pues la sociedad elegante reflejaba las aficiones de la corte donde imperaban como consejeros supremos Sor Patrocinio y el padre Claret. El general O’Donnell, para agradar a la reina y conservar el poder, veíase obligado a ir en las procesiones de la cofradía de San Pascual, con el escapulario al cuello y el cirio en la mano, y cuando tal hacía el jefe del gobierno, inútil es decir el deseo de imitación de aquella sociedad aristocrática que amoldaba todos sus gustos y diversiones a aquellas que privaban en palacio.
Ser miembro importante de una cofradía aristocrática, de una de las asociaciones creadas con aparente fin benéfico por la incesante propaganda jesuítica, equivalía en aquella época a tener abiertas las puertas en los principales centros oficiales, ser considerado como un alto personaje revestido de cierta inmunidad, y por esto el aprovechado Quirós, que nunca se equivocaba al elegir el camino más rápido para hacer carrera, mostró gran empeño en tomar importante participación en aquella corriente religiosa y ofreció su servicio a cuantas fundaciones de tal género se iniciaron.
La directora de aquel movimiento devoto, el centro de aquel torbellino de fingida fe, era la baronesa de Carrillo, y bajo su protección se puso el aprovechado Quirós prestándose a desempeñar el cargo de secretario en cuantas corporaciones fundaba doña Fernanda.
Las ocupaciones que este cargo llevaba anexas obligaban al joven a conferenciar frecuentemente con doña Fernanda, y de aquí que visitase casi diariamente la casa del conde de Baselga, donde llegó a ser casi tan considerado como el director espiritual de la baronesa.
Los criados encontraban a don Joaquín, un señorito muy simpático, que tenía sonrisas y palabras amables hasta para el más ínfimo servidor, doña Fernanda aprovechaba todas las ocasiones para hacerse lenguas de su talento y su religiosidad, y Enriqueta era la única que lo miraba con cierta indiferencia considerándolo sin duda como un ser superficial e insignificante con ese buen golpe de vista que poseen muchas veces las niñas más inocentes.
El conde de Baselga consideró al principio del mismo modo que su hija a aquel joven tan locuaz y adulador, pero poco a poco fue interesándose por él, y de una indiferencia despreciativa pasó a un afecto que poco a poco fue creciendo y dominándolo.
Era que la astucia de Quirós había adivinado el punto flaco de aquel carácter taciturno y desconfiado, y comenzaba a explotar sus aficiones y creencias.
El afecto de Baselga, considerábalo de gran importancia para él, y de aquí que hiciese toda clase de esfuerzos para ser su amigo.
Quirós comenzó por mostrarse carlista y hacer, cuantas veces se hablaba de política en presencia del conde, apasionadas profesiones de fe en favor de la buena causa. Cada uno de aquellos ditirambos que soltaba en honor de la rama legítima de los Borbones y del absolutismo, acompañados de maldiciones a Fernando VII, valíale fijas miradas del conde que le escuchaba sin romper su obstinado silencio.
Él era carlista, y no tenía inconveniente en decirlo en todas partes, así como en asegurar que si servía al ilegítimo gobierno de Isabel II, era porque ésta, en su concepto, no tardaría en ser iluminada por Dios con la luz de la verdad, lo que haría que ésta entregase la corona a sus parientes que era a quienes pertenecía. Además, él estaba empleado en el ministerio de Estado, porque así lo exigían sus correligionarios, pues desde su puesto podía servir mejor a los intereses del partido.
Aquellas declamaciones, unidas a ciertas oportunas muestras de interés, lograron conmover al conde, que, faltando a sus hábitos de misantrópico reserva, comenzó a dispensarle cierta confianza.
Baselga, después de muchos años de aislamiento social, experimentaba la apremiante necesidad de comunicar a alguien sus pensamientos y entablar una íntima relación.
Renacía el hombre en él con todas sus naturales necesidades, y sus aficiones al estudio, así como el aventurado plan que hervía en su cerebro algo perturbado, le obligaban a buscar un verdadero amigo en quien depositar sus locas ilusiones.
Quirós fue el primero que se acercó a él, y de aquí que le concediese toda su confianza.
El joven diplomático conquistó de tal modo el afecto de Baselga, que éste no tardó en considerar como necesaria su amistad haciéndole participe de todos sus secretos.
Al principio el conde se limitó a relatarle sus estudios, complaciéndose en enseñarle, con la misma pasión del avaro al mostrar sus tesoros, la preciosa biblioteca militar que había logrado reunir; pero cuando el joven fue penetrando en su intimidad y se dedicó a visitar diariamente su gabinete de trabajo, le fue imposible a Baselga ocultar el plan grandioso a que dedicaba su existencia, y en un momento de abandono relató a Quirós su soñada conquista de Gibraltar.
El joven tenía gran dominio sobre sí mismo y sabía ocultar hábilmente sus impresiones; pero a pesar de esto, cuando el conde con una calma olímpica le fue explicando su plan, le faltó muy poco para exclamar:
—¡Este hombre está loco!
Algún oculto propósito debía tener Quirós acerca del conde, por cuanto halagó tan locas ilusiones, incitándole a perseverar en el descabellado plan. Este era el medio más seguro para conquistar por completo su confianza.
Quirós aceptó con entusiasmo las ideas del conde, y fingiendo con aquella habilidad de farsante que tan irresistible le hacía, un amor sin límites a la patria, juró que ayudaría a su viejo amigo en tan santa empresa.
Desde entonces Baselga tuvo en el joven un auxiliar apreciable, al que dio bastante trabajo, pues por un capricho propio del que se encariña en una idea y quiere poseerla por completo, le hizo sacar copia de cuantos datos existían en el archivo de Estado acerca de la cesión de Gibraltar a los ingleses.
De este modo tuvo el conde un amigo íntimo y Joaquinito Quirós fue en casa de Baselga un personaje considerado por todos, casi como miembro de la familia.
XVI. EL PADRE CLAUDIO EN CAMPAÑA
Cuando menos lo esperaban los habitantes del palacio de Baselga que vivían en una paz octaviana desde la partida de doña Fernanda, llegó un telegrama anunciando la próxima llegada de ésta, y a la mañana siguiente la baronesa, seguida de su doncella y llevando al lado al padre Felipe que había ido a esperarla a la estación, hizo su entrada triunfal en el edificio, solemnizando su llegada con destempladas riñas al portero y a la restante servidumbre por su torpeza al subir las maletas y los innumerables paquetes que formaban su equipaje.
—Ya tenemos el diablo en casa —murmuró Tomasa que perdió repentinamente su animación al ver el avinagrado gesto de la baronesa.
Aquella inesperada aparición preocupaba al ama de llaves, que con cierto fundamento esperaba que el viaje de doña Fernanda durara algunos meses más. Su mirada escudriñadora fijábase con insistencia en la persona de la baronesa buscando en ella las huellas de una dolencia. Tenía el rostro muy pálido y su rubicundez se había extinguido; pero el vientre que Tomasa miraba con descaro no presentaba ninguna señal denunciadora. ¡Y aquel viaje sólo había durado tres meses! ¿Se habría engañado la doncella de doña Fernanda, y por su afán de inventar chismes habría atribuido a su señora aquel embarazo que ahora resultaba falso?
No era el ama de llaves mujer capaz de esperar pacientemente la resolución de sus dudas, así es que al ver cómo la doncella llevaba su equipaje a su cuarto, fuese tras ella y sin preámbulos le preguntó lo que deseaba saber.
—Calle usted, señora Tomasa, que bastante hemos pasado. Los padres a quienes fue recomendada la baronesa, eran unos jesuitas franceses muy finos y alegres que se interesaron por nosotras, y tomaron a pecho el sacar a la señora de su apuro. Yo escuche tras una puerta cómo un padre ya viejo y con aire de experimentado le preguntaba un día qué prefería: tener un hijo a su tiempo y sin graves complicaciones o buscar un aborto que suprimiese aquella criatura, viviente testimonio de su falta y que algún día la podía comprometer a los ojos de la sociedad. Ya sabe usted quién es esa mujer y su alma atravesada que le permite no temblar ante los mayores peligros. Aceptó la última proposición ganosa de salir del paso cuanto antes, aunque esto le costase la vida, Y yo no sé qué diablos le darían aquellos padres tan listos, que a las pocas noches la baronesa púsose a morir, pero arrojó de su cuerpo el regalo del padre Felipe. El mes que yo he pasado cuidando a la señora, que estaba entre la vida y la muerte, no se lo doy a pasar a nadie; pero al fin se ha puesto buena y de algo me han valido mis penalidades así como mi reserva.
Y al decir esto, sonreía irónicamente la charlatana doncella
—Ahora —exclamó con acento cruel la ama de llaves—, otra vez a empezar, volviendo a las conferencias a puerta cerrada. Esa perra es insaciable y no escarmienta. ¿No la has visto llegar tan amartelada con el padrazo Felipe?
—Le telegrafió ayer ordenándole que saliese a la estación, y ese cura alegre parece estar enamorado de la señora, a juzgar por la sumisión con que la obedece.
—¡Valiente hermosura la de tu señora para enamorar a nadie!
Si la llegada de la baronesa había puesto de mal humor a Tomasa, no era menor la impresión que hizo experimentar a Enriqueta, que recibió a su hermanastra con la misma sonrisa forzada y violenta del esclavo que tras una larga ausencia vuelve a encontrar a un amo cruel.
Ella sabía lo que representaba en su vida aquel inesperado regreso de doña Fernanda. ¡Adiós los días tranquilos pasados en la casa paterna en adorable libertad, sin temor de oír la agria voz de su hermanastra, ni de obedecer sus tiránicas órdenes! ¡Adiós los alegres paseos por el Retiro apoyada en el brazo de Álvarez, y las interminables conversaciones amorosas! La educación férrea y monótona de una joven a quien se intenta dedicar a Dios, aparecía otra vez a los ojos de Enriqueta destacándose en un negro porvenir.
Desde el día en que llegó la baronesa volvió a restablecer en aquella casa el antiguo sistema de vida. El padre Felipe hizo invariablemente su visita por la tarde, otros jesuitas, por pura cortesía fueron una vez por semana a hacer tertulia a la baronesa, hablando de la maldad de los tiempos y de la necesidad de establecer el reino de Dios; el padre Claudio apareció de tarde en tarde, siendo recibido con tantos honores como un soberano; Quirós continuó sus conferencias con Baselga acerca del famoso plan, y con la baronesa sobre administración de cofradías y fundación de otras nuevas, y Enriqueta fue otra vez la sierva de su hermanastra, la víctima propiciatoria de todos sus enfados, la cenicienta de la casa, que pasaba como un ser insignificante, pronta siempre a temblar y a obedecer resignada todos los mandatos de aquella mujer que manejaba a su gusto su voluntad.
—Esa muchacha —decía siempre doña Fernanda al hablar con sus amigos, con la misma complacencia que el artista al tratar de la obra que ha modelado carece en absoluto de libertad, y sin mis consejos y sin mi dirección no sé qué sería de ella en el mundo. La pobrecita no sirve para vivir en sociedad, y el día más feliz de su vida será aquel en que haga sus votos en el convento. Dios la llama y ella es feliz al pensar que Cristo la quiere por esposa.
En aquella tertulia de sotanas y levitas de corte clerical que todas las tardes se reunía en el salón de la baronesa, era artículo de fe que Enriqueta tenía una vocación sobrehumana a la vida religiosa, y la mayor parte de aquellos señores creían proporcionar a la joven un inmenso placer llamándola la monjita, cuando por rara casualidad la encontraban en las habitaciones de su hermanastra.
La vocación de la joven fue un asunto que requirió toda la atención de la baronesa poco tiempo después de su regreso a Madrid.
Una mañana, cuando ella menos lo esperaba, se presentó el padre Claudio, que muy contra su voluntad engordaba de un modo vulgar perdiendo en gallardía lo que ganaba en majestad.
Cada una de aquellas visitas llenaba de satisfacción a la baronesa, que conocía mejor que muchos individuos de la Orden el inmenso poder que aquel clérigo tenía en sus manos y que manejado ocultamente minaba todas las clases de la sociedad.
—¡Oh! ¡Cuánto honor para mí, reverendo padre! —dijo doña Fernanda rubicunda por la satisfacción—. Hace tiempo que no veía a vuestra reverencia y temía el rogarle que pasase algún rato por aquí por miedo a turbarle en sus importantes ocupaciones.
El padre Claudio dio a besar su blanca y regordeta mano de obispo y contestó con amables sonrisas a todos los cumplidos que la baronesa le dirigía.
Cierto que por él no pasaban los años, pues aunque aquella picara obesidad le sofocaba sentíase más fuerte que nunca: y al decir esto lanzaba miradas relampagueantes y extendía impetuosamente sus brazos como si quisiera atemorizar a algún misterioso enemigo con el que venía luchando por espacio de muchos años.
El padre Claudio estaba muy preocupado hacía algún tiempo por una idea que le obsesionaba. Aquel hombre que ocultamente desde el fondo de su despacho manejaba a casi toda la nación, que intervenía en los asuntos palaciegos, y que en varias ocasiones había logrado con sus consejos derribar unos ministerios y elevar otros, juzgábase postergado y la envidia y la ambición le hacían mirar como mezquina la posición que ocupaba dentro de la Orden.
Aquel cargo de asistente o vicario de la poderosa Compañía en España, desempeñábalo desde su juventud y no podía menos de irritarse al ver que no lograba continuar la carrera de grandezas que tan fácil le había sido en sus primeros años de jesuita.
A la edad en que muchos compañeros se contentaban con ser coadjutores, él dirigía los intereses de la Orden en España como dueño absoluto y sin tener que dar cuenta de su conducta a otro poder que al general que estaba en Roma. Algunos negocios afortunados que dieron gran utilidad a la Compañía y que él llevó a cabo con una astucia y una sangre fría sorprendente, le habían valido una gran reputación en la Orden y el ser elevado a una dignidad que nunca habían desempeñado jesuitas de tan pocos años.
Tan rápida elevación había amortiguado en el padre Claudio su ambición inextinguible y transcurrieron muchos años sin que se le ocurriera al satisfecho jesuita quejarse de su suerte, pero cuando fue entrando en la vejez, cuando por su edad veía ya sobradamente justificado el cargo que ejercía, quiso ser más y escalar el último puesto que quedaba dentro de la Orden.
Un vicario general de España únicamente podía aspirar a la dirección suprema de la Compañía en todo el mundo, y el padre Claudio quiso ser General de aquel negro ejército que tenía su núcleo en Roma y sus avanzadas en todas partes.
Sabía el importante jesuita que debía ocultar sus miras ambiciosas cuidadosamente, pues el hombre que desde Roma los dirigía a todos, era un Argos de cien ojos, que mediante su misterioso poder, desde las cercanías del Vaticano, adivinaba los pensamientos del último jesuita establecido en el Japón o en las más apartadas islas de Oceanía. Una indiscreción podía perderle, pues así como el generalato de la Orden era vitalicio y nadie podía destituir al general, una vez elegido, las asistencias o direcciones de las naciones a las cuales el lenguaje jesuístico, con su tendencia de unificación universal llamaba provincias, eran puramente de gracia y el poder supremo de la Orden podía destituirlo a él del vicariato de España, apenas notara el más leve indicio de ambición o de intriga.
El General había tratado siempre con gran benevolencia al padre Claudio, haciendo justicia a sus facultades de dulce tirano y hábil intrigante, y sobre todo a aquella indiferencia en punto a procedimientos que hacía recordar a los Borgias, cuando en el entusiasmo del brindis orgiástico, deslizaban el veneno en la copa del vecino o, sonriendo como ángeles, daban de puñaladas. Nunca el General había demostrado intención de relevar al padre Claudio de su alto cargo, lo que no impedía que el vicario de España, cuando comenzó a sentir cómo se removía su dormida ambición, pensase en la conveniencia de hacer algo desde Madrid para que aquel viejo que estaba en Roma saliese del mundo de un modo más o menos trágico dejando su puesto vacante a otro más joven, que podía ser él mismo.
Pero el padre Claudio sólo optaba por los procedimientos violentos en caso apurado, pues prefería aquellos otros nacidos de su astucia y que él preparaba hasta en sus últimos detalles con el exquisito gusto de un gran artista del mal.
Él sabía algo de otros generales que habían sido envenenados por sus subordinados o expuestos al público envueltos en una sotana nueva, para ocultar las puñaladas con que el cadáver tenía rasgado el pecho; pero todos estos medios le parecían propios de tiempos bárbaros; sentía una repugnancia de damisela al pensar en la sangre, y con aire de superioridad, sonreía considerando que era más fácil y seguro esperar pacientemente teniéndolo todo preparado para lograr su deseo apenas el actual general, que tenía más de ochenta años, dejase de vivir.
El fallecimiento del general era cosa segura en plazo no muy largo, y el gallardo jesuita pensaba dar antes un golpe que le proporcionara inmenso renombre en la Orden y que le facilitara su elección en Roma.
Un negocio afortunado que hiciera ingresar en las arcas de la Compañía muchos millones, era el golpe que él necesitaba para preparar su elección de general y por esto se acordó de la fortuna de los hijos de Baselga que tanto había perseguido la avaricia jesuítica.
Lo que el padre Fabián Renard no había podido lograr, él lo conseguiría, consolidando de este modo su fama de hombre astuto e invencible en punto a procurar buenos negocios a la Orden.
Ya sabemos el sistema que el reverendo padre se proponía usar para ir despojando a los hijos de Baselga. Aquellos dos jóvenes, sobre los que tenía puestos sus ojos la Compañía, abrazarían el estado religioso y harían una donación de sus bienes a la Orden, que correspondiendo a tal merced, los tendría toda la vida alejados del mundo y encerrados en un claustro donde podrían ganar el cielo.
Agitado por tales ideas hizo el padre Claudio su visita a la baronesa.
Era preciso acelerar el negocio y hacer que cuanto antes entrase Enriqueta en un convento.
No era el gallardo jesuita amigo de preámbulos ni de artificiosos rodeos cuando hablaba con amigas tan íntimas y subordinadas fieles, como lo era la baronesa de Carrillo, así es que inmediatamente abordó la cuestión.
Enriqueta tenía ya edad para entrar en un convento y aficionarse verdaderamente a las dulzuras de la vida monástica, preparándose a prestar sus votos. ¿Qué ganaba permaneciendo en aquella casa a la cual, aunque muy santa y muy cristiana, llegaban las murmuraciones del mundo? Enriqueta, permaneciendo como hasta aquel momento en continua relación con la servidumbre, corría el peligro de saber cosas que destruyeran su infantil inocencia; y tales aspavientos hacía el jesuita al decir esto, de tal modo se horrorizaba aparentemente al pensar en la posibilidad de que alguna palabra indiscreta se deslizase en sus virginales oídos, que no parecía sino que la casa de su padre era un lugar de perdición para la joven.
Doña Fernanda, como era su costumbre, siempre que oía al poderoso padre Claudio, asentía a todo y se mostraba dispuesta a obedecer sus órdenes.
—Ya lo sabe vuestra paternidad; yo soy su sierva espiritual, su humilde penitente, y estoy dispuesta a cumplir cuanto se sirva mandarme. Realmente esa niña no está muy bien aquí, pues aunque todas las personas que visitan la casa son buenas cristianas, el mundo se halla tan pervertido que es fácil que se deslicen hasta aquí palabras y ejemplos que perturben a una joven prometida del Señor.
Y la amiga del padre Felipe, que a fuerza de rozarse con los jesuitas se había asimilado mucho de su meliflua elocuencia, aprovechó la ocasión para disertar ante su superior, sobre la corrupción de la sociedad por sus tendencias impías, asegurando que la virtud estaba desterrada, ocultándose únicamente en las personas piadosas; ella por ejemplo.
Los dos compadres en Cristo no tardaron a entenderse y quedaron perfectamente convenidos en lo que debían hacer.
Enriqueta entraría cuanto antes en el convento que designaba el padre Claudio, pero primeramente había que lograr el permiso de su padre el conde de Baselga, cosa que no creían tan fácil el director espiritual ni su penitenta.
—Yo, reverendo padre, le anticipo con harto dolor mío que nada conseguiré. Mi padre me aborrece, esto bien lo sabe su paternidad, y yo sospecho el porqué, y por tanto, no esta demanda sino otra que le hiciera, me la negaría seguramente. Ya recordará vuestra reverencia que rotundamente me dijo que no, el día que yo le indiqué la conveniencia de que Enriqueta fuese a educarse en el convento. Donde usted le ve, a pesar de sus alardes de religiosidad, yo creo que es todo un impío, y más ahora que se ha dado de lleno a los libros.
—¡Ah! ¡Los libros!… ¡Mala cosa es eso!
Y el jesuita decía esto con acento de distracción, al mismo tiempo que con la cabeza inclinada parecía reflexionar profundamente.
—Será mejor, hija mía dijo después de un largo silencio—, que yo hable al conde. Efectivamente, él no hace gran caso de la hija de su primer matrimonio y de seguro que le producirán más efecto mis palabras. Sin embargo, tratándose de un hombre como él; este asunto no debe llevarse precipitadamente. Conozco su carácter y sé que es preciso explorar primeramente sus intenciones e ir poco a poco convenciéndole de la conveniencia de dedicar a Enriqueta a la vida monástica, sobre todo si la vocación de la niña es segura.
—¡Oh! En cuanto a eso no hay cuidado. La vocación es segurísima. Enriqueta nada más hace lo que yo la mando.
La baronesa hablaba de las aficiones religiosas de su hermanastra con completa seguridad, aunque nunca había logrado de ella una contestación categórica, ni se había tomado el trabajo de consultarla sobre aquel porvenir que la preparaba… ¿Para qué? Ella, la señora de aquella voluntad, tenía el poder de atemorizarla con una mirada o con un gesto, y creía ridículo detenerse a inquirir lo que pensaba aquel ser que había educado para una vida automática.
Desde aquella conferencia y después de haber combinado su plan el jesuita y la baronesa, Baselga comenzó a sufrir un asedio del que tardó en darse cuenta.
Doña Fernanda, en la mesa o en las cortas entrevistas que ella buscaba, y de las que el conde procuraba zafarse cuanto antes, mostraba empeño en hablar del porvenir de Enriqueta en términos vagos para que su padre mostrase claramente sus propósitos, pero Baselga oía silencioso y distraído, no escapándosele nunca una palabra que demostrase su pensamiento.
En cuanto al padre Claudio, visitaba la casa con tanta asiduidad como en pasados tiempos, honor que ensalzaba la baronesa en su reunión, y del que se hacían lenguas sus contertulios, que sabían las múltiples ocupaciones que pesaban sobre el vicario de la Orden en España.
Todas las tardes iba el jesuita a fumar algunos cigarrillos en el gabinete de estudio de Baselga, el cual, no considerando las cosas como su hija mayor, tomó al principio esta distinción por una solicitud fastidiosa que le distraía en sus ocupaciones.
Para colmar su aburrimiento, el amigo Quirós, con el que hablaba todas las tardes de su gran plan de conquista, depositando en él todas sus esperanzas y risueños optimismos, desde que el padre Claudio se dedicó a hacerle cotidianas visitas, dejó de acudir con tanta regularidad pretextando ciertos asuntos que tenía que despachar con urgencia en el ministerio, y el conde hubo de resignarse a permanecer horas y más horas con aquel sacerdote que nunca tenía prisa en irse, y que siempre sonriendo le molía a preguntas.
Pero era en todas ocasiones tan amable aquel padre Claudio, oía con tanta atención sus explicaciones sobre lo que estudiaba en los tratadistas militares, manifestaba tal entusiasmo por Malborough, Montecuculi, Jomini y otros señores, que a cada instante barajaba el conde en su conversación, que al fin éste comenzó a adquirir alguna confianza y a recibir con más gusto las visitas del jesuita.
Al fin era un buen compañero, y en ausencia de Quirós, el conde experimentaba gran placer teniendo un compañero con quien hablar de su manía favorita.
Era un cura aquel oyente de aventuradas empresas militares; su ministerio, sus estudios y sus costumbres no le hacían muy adecuado para aquella clase de conferencias; pero…, ¡qué diablo!, escuchaba con gran atención, y además, Baselga adivinaba en el padre Claudio —como en otros tiempos— que había en su persona algo de caudillo, aunque de fuerzas menos ruidosas y francas que las del ejército, y en todos sus actos se traslucía la costumbre de mandar con ademanes imperiosos que no admiten réplica.
La confianza entre el conde y el jesuita fue estrechándose rápidamente. Aquella frialdad con que Baselga había tratado al padre Claudio a raíz de su llegada de Francia, fue desvaneciéndose, y aunque el conde no volvió a ser como en su juventud el admirador sumiso e irreflexivo del astuto jesuita, le dispensó cada vez mayores atenciones, y llegó en sus conversaciones apasionadas hasta a olvidarse de quién era aquel hombre y de las amenazas viles que usó para conservarlo esclavo de la Compañía.
El padre Claudio, en aquellas conferencias, con un disimulo que hacía honor a la astuta institución a que pertenecía, llevaba siempre la conversación a un mismo punto, que era invariablemente las desdichas de la patria, lo grande que ésta había sido en otros tiempos y la necesidad de luchar por la integridad del territorio reconquistando los puntos que los extranjeros nos habían arrebatado.
Un hombre más experto y observador que Baselga hubiera adivinado en su interlocutor el deseo de excitar las confianzas sobre un asunto determinado que conocía con anterioridad; pero el conde estaba muy preocupado con sus planes y los acariciaba con sobrado entusiasmo para fijarse en tales detalles.
El jesuita sonreía casi imperceptiblemente. Al fin lograba aquella confianza solicitada de tan diversos modos.
¡Cómo pintar el entusiasmo patriótico del padre Claudio! Primero quedóse perplejo, mostrando admiración y duda como si su inteligencia no alcanzase a comprender un plan tan colosal; después su rostro se animó como a impulsos de excitación inmensa, y por fin abrazó al conde con nervioso impulso, diciendo, con acento entrecortado por la emoción, que Dios y la patria sabrían agradecer una empresa tan sublime.
Baselga se enterneció ante aquel arranque de entusiasmo patriótico, y llevado de un risueño optimismo, se dijo interiormente que aquel jesuita era una buena persona que si cometía alguna mala acción era indudablemente por exigencias de la Orden.
Desde que el conde hizo tales revelaciones, no tuvo quien más atentamente se interesase por la realización de tal plan.
Todas las tardes iba, según su costumbre, a visitar a Baselga y se enteraba minuciosamente de sus propósitos, mostrando una admiración sin limites cada vez que su amigo le hacía una nueva confianza.
—¡Oh! Esto halaga —se decía el conde al quedar solo—. Esto da nuevas fuerzas para seguir adelante. ¡Si todos fuesen tan buenos españoles como el padre Claudio! Después dicen que los jesuitas no tienen patria ni se interesan por otra nación que Roma.
Por su parte, el reverendo padre aumentaba el entusiasmo de su amigo, prometiendo hacer cuanto pudiese en favor del plan. Él no sabía los servicios que podría prestar, pero tenía amigos en todas partes, y ¿quién sabe si en Gibraltar encontraría alguien que quisiera entrar en la patriótica aventura?
Transcurrieron algunos días sin que los dos amigos hablasen de otros asuntos que la atrevida reconquista del Peñón. Quirós, siempre excusándose con sus trabajos en el ministerio, iba ya pocas veces al despacho de Baselga; pero éste se mostraba tan entusiasmado y satisfecho del padre Claudio, que consideraba ya al joven diplomático como lo que era realmente. Ya no veía en él un joven serio e ilustrado, sino un pollo insustancial e intrigante que a lo más le serviría para sacar cuantas noticias deseara del ministerio de Estado.
El jesuita tenía por su parte un plan marcado que iba desarrollando lentamente, y cuando creyó poseer la confianza de Baselga, abordó una tarde resueltamente su asunto.
—Supongamos señor conde, que yo, como así lo espero, proporciono los elementos necesarios para la empresa, y encuentro gente dispuesta a dar el golpe sobre Gibraltar. ¿Quién se encargará de ponerse al frente de los que se apoderen de la plaza?
Baselga mostró en su rostro la misma extrañeza que si oyera a alguien dudar de su valor.
—¡Quién ha de ser! ¡Yo! —dijo con sencillez heroica.
—¿Y ha pensado usted bien las consecuencias que pudiera traerle un fracaso? ¿Ha considerado que en la aventura puede perder la cabeza? Las autoridades inglesas son inexorables con el que quiere arrebatarles algo de lo que poseen, y lo menos que con usted harían, si fracasaba el golpe, sería ahorcarlo.
—Nada me importa eso —contestó el conde con frialdad—. He expuesto mi vida muchas veces para que pueda sentir temor ante tales peligros. Yo iré al frente de los buenos españoles que intenten devolver Gibraltar a España, y si es que la suerte nos es adversa, ¿qué fin puedo ambicionar más glorioso que morir por mi patria aunque sea de un modo infamante?
—Muy bien, amigo mío. Sigue usted siendo un héroe, y la edad no ha amortiguado sus bríos. Pero es preciso que antes de acometer tan santa empresa, que tal vez le conduzca al martirio, piense usted en asegurar el porvenir de sus hijos.
—¡Mis hijos! Gracias a Dios no tengo que pensar en ellos. Son ricos y su porvenir está asegurado. Además, dentro de pocos años tendrán ya edad para casarse y constituir familia.
—Pero entretanto, señor conde, reconozca usted que si por desgracia pierde la vida en esa empresa que vamos a realizar cuanto antes, la situación de esos dos jóvenes solos en el mundo, pues apenas si tienen familia, será apuradísima.
—Tienen a mi hija Fernanda, que por su edad y su experiencia puede servirles de madre.
—No basta eso.
—¿Pues qué quiere usted decir?
—De Ricardo, nada. Al fin pertenece a nuestro sexo y para un hombre no es tan ruda la lucha que ha de sostenerse en la sociedad para mantenerse a cierta altura. Pero piense usted en Enriqueta. ¿Qué sería de ella al quedar huérfana?
—Sentiría mucho la muerte de su padre, mas no por esto quedaría desamparada. Tiene a mi hija Fernanda, y además una joven rica como lo es ella siempre encontraría entre mis parientes de la nobleza quien velara por ella. Esto sin contar que ya no es una niña y que dentro de pocos años estará ya en estado para casarse con quien ella elija, siempre que sea un hombre perteneciente a su clase.
—Veo, señor conde, que no quiere usted atender a lo que yo le propongo y que se forja ilusiones para no contemplar la realidad. Yo hablo del presente y del peligro que a causa del heroísmo de su carácter corre su hija de quedarse huérfana.
—¿Y qué quiere usted proponerme?
—Yo —dijo el padre Claudio preparándose a dar el golpe y revistiendo sus palabras de la mayor sencillez— pensaba poner a Enriqueta a salvo de todo infortunio y hacer que antes de que usted partiera para Gibraltar, su hija quedase en un puesto de confianza donde se ocupasen de su educación, por cierto algo descuidada, pues la baronesa, ocupada en las empresas benéficas a las que le arrastra su religiosidad, no puede pensar en la cultura de su hermana.
—Concrete más su proposición, padre Claudio —dijo Baselga con fría entonación.
—Pues bien: le propongo, haciéndome en esto intérprete de los deseos de la baronesa, que Enriqueta vaya a educarse en un convento de nuestra confianza.
El conde no era ya el mismo de momentos antes. El entusiasmo y la confianza que mostraba al jesuita hablándole de empresas militares había desaparecido y ahora escuchaba al visitante con fría reserva, lanzándole de vez en cuando una mirada escudriñadora que pugnaba por atravesar aquella astuta máscara adivinando lo que existía tras la dulce sonrisa jesuítica.
Cuando el padre Claudio formuló su proposición Baselga le miró fijamente y contestó con lentitud:
—Mi hija no será monja mientras yo viva.
—Ha comprendido usted mal —replicó con viveza el jesuita—. Lo que yo propongo no es que Enriqueta se dedique a la vida monástica abandonando su familia: conozco bien el inmenso cariño que usted la profesa y sé que no es posible que consienta usted el separarse de ella para siempre. Lo que yo propongo es que Enriqueta ingrese en un convento donde se educan otras señoritas aristocráticas para permanecer allí segura mientras usted lleva a cabo esa obra sublime tan meritoria a los ojos de la patria y a los de Dios.
—Lo que usted me propone es que mi hija entre en un convento como simple educando para convertirse después en monja profesa y no salir jamás de él.
—¡Señor conde! Me ofende esa suposición.
—Padre Claudio: ya sabe usted que nos conocemos y que hay entre los dos asuntos suficientemente graves para que no nos consideremos como unos extraños. Sé a dónde van a parar tales proposiciones, pues aunque no soy muy listo, adivino muchas veces lo que piensan las personas que me rodean.
—¿Qué quiere usted suponer?
—Aún no se ha borrado de mi memoria el recuerdo de esa mujer tan amada.
Y al decir esto señalaba el conde a un hermoso retrato de María Avellaneda, única pintura que con sus tonos brillantes alegraba las sombrías paredes del despacho y los tintes oscuros de los estantes cargados de libros. El padre Claudio afectaba no comprender a Baselga.
—Esa infeliz —continuó éste— también encontró en París quien mostró empeño en meterla en un convento. ¡Parece esto la fatalidad que pesa sobre la familia Avellaneda!
Y a continuación añadió sonriendo sarcásticamente:
—Muchas veces es una desgracia tener millones.
El padre Claudio se estremeció internamente. Aquel hombre que él creía un monomaniaco sometido por completo a su voluntad, sabía adivinar los pensamientos de su interlocutor.
—Señor conde: me ofenden esas palabras que no sé si creerlas injuriosas para mí y para la Compañía, pero aunque así sean las perdono.
Reinó un largo silencio que interrumpió al fin el jesuita, diciendo:
—Siento mucho que mi proposición le haya producido alguna molestia. Crea que yo siempre procedo guiado por mi afán de dar almas al cielo y de que no se turbe la paz de las familias.
—Gracias por el interés, padre Claudio; pero Enriqueta no necesita que se preocupe de su suerte otro que su padre.
El jesuita quedó en silencio breves instantes, reflexionando sin duda sobre lo que acababa de oír, y después dijo con severo acento:
—Un padre cariñoso debe ante todo procurar la felicidad de su hija. El conde movió la cabeza en señal de asentimiento y añadió:
—Eso no tiene duda.
—Y la felicidad de los hijos consiste indudablemente en que los padres no violenten su voluntad ni se opongan a sus deseos, siempre que éstos tengan noble y santo fin.
—Todo eso lo sé hace ya mucho tiempo.
—Lo sabrá usted, señor conde; pero permítame que le manifieste que usted se está oponiendo a una sagrada aspiración de su hija.
—¿Una aspiración de mi hija? —preguntó con extrañeza Baselga.
—Sí, señor conde. Enriqueta quiere ir al convento.
—Es la primera noticia que tengo —respondió Baselga con desdeñosa frialdad.
—No lo dude usted y si quiere convencerse de ello pregúntelo a la baronesa, que por haber educado a su hermana es la que conoce mejor su vocación. Enriqueta quiere ser monja.
—Ya va saliendo lo que esperaba. Usted mismo viene a justificar mi negativa a que Enriqueta entrase en un convento para perfeccionar su educación. Lo que yo he dicho antes; primero colegiala y después monja. No está mal urdido el plan.
—Señor conde; hace usted mal en burlarse de ese modo y más aún en oponerse a que su hija siga las inspiraciones de Dios. Yo no digo que Enriqueta quiera efectivamente ser monja, pues a su edad la vocación es poco sólida; pero lo que sí aseguro es que quiere salir de aquí, pues se siente atraída por los místicos encantos del claustro.
—¿Está usted seguro? ¿Ha consultado directamente la vocación de mi hija?
—Sé como piensa por las revelaciones de la baronesa, que es la única persona que se preocupa de Enriqueta.
—Comprendo la intención con que acentúa usted tales palabras. Algo hay en efecto que me hace merecedor de tal censura. Mi dolor eterno por la muerte de mi esposa, mi odio a la sociedad y después mis aficiones me han tenido alejado de mi hija, me han hecho ser mal padre, y he mirado con una indiferencia culpable todo lo que con ella se relacionaba; pero yo le aseguro a usted que esto no volverá a repetirse ni mereceré en adelante que se me tache de descuidado con mis hijos. Acabo de ver las consecuencias de mi indiferencia y sé el peligro que corre Enriqueta de seguir más tiempo confiada a la dirección de su hermana. Quiero que en mi casa no mande otro que yo y desde mañana voy a ocuparme de mi hija y así sabré la verdad.
—¿La verdad?… —preguntó con extrañeza el padre Claudio.
—Sí; la verdad. De seguro que cuando yo hable a mi hija no manifestará ésta tanta afición a la vida del claustro. Yo, padre Claudio, soy de los que creen que ninguna joven tiene gusto de que la entierren en vida alejándola para siempre del mundo, y del mismo modo en que si algunas infelices huyen de la sociedad y se encierran en esas casas es por contrariedades sufridas que aunque fáciles de reparar son convenientemente exageradas por gentes sin corazón que muestran empeño en robar a la nación futuras madres que podrían hacer la felicidad de otras familias y dar a la patria hijos que la honrasen y la defendiesen.
El jesuita puso en juego todo su mímico arsenal de gestos trágicos para demostrar su escándalo y su indignación, y dijo con voz balbuciente:
—¡Pero señor conde! ¿Qué dice usted? ¡Tratar de ese modo a las instituciones monásticas y a las esposas del Señor! Esas ideas son impropias de un buen católico como todos le creen a usted y únicamente estarían en su sitio en labios de uno de esos terribles revolucionarios que hoy combaten al trono y a la Iglesia. ¿Acaso usted no cree en la verdad de las vocaciones religiosas? ¿Duda quizá de que hay criaturas privilegiadas a las cuales llama Dios para hacerlas sus místicas esposas?
—No quiero discutir, padre Claudio. Soy católico y partidario de la monarquía, y esto lo tengo bien probado; pero mis ideas las tengo muy arraigadas y ni usted ni toda la Compañía de Jesús en masa conseguirían que me retractase de esto que digo. Toda la vida he tenido por un absurdo que a una joven que apenas si conoce el mundo y que no se ha separado un momento de sus padres se la encierre en un convento con el pretexto de querer librarse de los males de una sociedad que ni aun de nombre conoce. Comprendo que un hombre cansado de luchar con sus semejantes y fastidiado de las mentiras sociales, huya del trato con los humanos, y se refugie como eremita en un desierto por faltarle el valor para seguir luchando contra el mundo; pero encerrar en una tumba mística a una joven que conserva puras e intactas sus ilusiones y que empieza a vivir, es un crimen, entiéndalo usted bien, reverendo padre, es un asesinato moral del que Dios no puede menos que pedir estrecha cuenta.
El conde hablaba con acento indignado y en sus ademanes nerviosos adivinábase que estaba sintiendo aquello que decía.
El jesuita conocía perfectamente el carácter de Baselga y sabía que en tales instantes discutir ideas en él tan arraigadas equivalía a comprometerse en una discusión acalorada e iracunda que fácilmente podía tener como final el arrojarse a la cabeza, como postreros argumentos, los libros del despacho y aun los muebles.
—¿De manera —se limitó a decir el sacerdote— que se niega usted a acceder a los deseos de su hija?
—Sí; me niego y me negaré siempre. Usted, como sacerdote, cumpla su obligación trabajando para arrebatar una mujer más a la sociedad y hacerla entrar en la vida mística; yo, como padre, cumplo mi deber oponiéndome a que mi hija sea infeliz alejándose para siempre, en la edad de la inexperiencia, de un mundo en que sufrirá muchas tristezas, pero no por esto dejará de encontrar mayores alegrías. Dios crió a la mujer para que el mundo no se extinguiera y con ella estableció la base de la familia. Evitar que la mujer sea madre es ir contra Dios. ¡No olvide usted esto, padre Claudio!
El jesuita fue a contestar a estas últimas palabras, pero se detuvo y, como si una idea favorable acabase de surgir en su cerebro, púsose a reflexionar mientras Baselga le contemplaba con desdeñosa superioridad.
El hombre que por tanto tiempo se había considerado como esclavo sumiso de aquel jesuita que le mandaba con aire sonriente aunque con despótica autoridad, enorgullecíase ahora al ver cómo su tirano quedaba vencido momentáneamente.
Parecía que el padre Claudio iba a disparar su último tiro contra aquella voluntad rebelde, pues después de contraer su rostro con aquella sonrisa especial propia de los momentos difíciles y que hacía temblar a cuantos le conocían íntimamente, dijo con voz melosa:
—El señor conde, al hablar así, olvida una cosa de gran importancia.
—No sé qué cosa pueda ser.
—De seguro que el conde de Baselga no querrá romper sus relaciones con la Compañía de Jesús.
—¡Yo!…, ¿por qué?
—El señor conde pertenece a ella, pues hace muchos años figura en su clase de hermanos seglares.
—No pienso negarlo. Buena prueba de ello es que sobre el pecho llevo el escapulario que nos permite reconocernos a los hermanos aun en los más lejanos países.
—Recuerde, pues, el hermano, ya que así le place llamarse —dijo el jesuita con tono de autoridad—, que al entrar en nuestra Orden hizo voto de obediencia a sus superiores, y que yo, como su superior supremo en España, le ordeno que me obedezca para mayor gloria de Dios y en nombre de nuestro padre General.
Y el jesuita, al decir esto, se erguía en su asiento y extendía la diestra con aire bizarro adoptando una actitud lo más imponente que le permitían sus facultades de actor. Pero al conde le causó poca impresión aquel arranque de autoridad que el padre Claudio creía irresistible, pues encogiéndose de hombros se limitó a contestar con frialdad:
—¡Bien, y qué…! ¿Para qué se me recuerda mi voto de obediencia?
—Para que acate usted mis órdenes y no se oponga a la vocación de su hija.
—¿Es que la Compañía, no contenta con disponer del individuo para mayor gloria de Dios, ha de intervenir también en asuntos puramente de su familia?
—La Compañía interviene en todo, siempre que sea en bien de la religión, y puede, con perfecto derecho, como usted ya sabrá por haber leído nuestra Mónita secreta y los comentarios de nuestros más célebres escritores, aconsejar al hijo que niegue la obediencia a su padre y hasta que lo mate siempre que éste le incite a desconocer y abandonar la fe católica.
—Siempre me ha parecido eso un crimen; pero aparte de ello, en el presente caso no tienen ninguna aplicación esas leyes; yo no incito a mi hija a que abandone su religión, pues lo que hago es oponerme a que me la roben. Que ame Enriqueta cuanto quiera a Dios, que sea un modelo de religiosidad y devoción, no me producirá ninguna molestia: lo que yo no quiero es que ella sea monja.
—Pero ella quiere serlo y en tal conflicto la Compañía siempre benéfica con el débil y con la virtud debe colocarse al lado de la hija y frente al padre que quiere violentar una santa devoción.
—La Compañía se colocará donde le dé la gana —contestó rudamente Baselga que ya comenzaba a cansarse—; pero como yo soy el padre y no doy mi permiso tendrá que considerarse vencida. Si Enriqueta quiere ser monja (lo que dudo mucho) que espere a ser mayor de edad cuando no será ya indispensable mi consentimiento.
—¿Quiere usted que llamemos a la niña y a doña Fernanda? Usted mismo la preguntará sobre sus aficiones, y la contestación que ella dé será el mejor medio de que usted se convenza de la injusticia con que se opone a su vocación.
—No es necesaria esa entrevista. Conozco muy bien, padre Claudio, el sistema que se emplea para obsesionar débiles inteligencias y los risueños colores con que se presenta la vida del claustro para seducir la viva imaginación de las jóvenes. Mire usted a esa infeliz —y el conde señaló el retrato de su esposa—. Ella, en un momento de alucinación, arrastrada por pérfidos consejos, abandonó la casa de su padre y entró en un convento de París sin dejar por eso de amarme y de desear ser mi esposa. También ella pasaba como joven de vocación para el claustro y, sin embargo, bastó que su padre la permitiese ser mi esposa para olvidar inmediatamente todas las dulzuras monásticas. Mi hija presiento que debe hallarse en el mismo caso. Conozco a la baronesa de Carrillo, sé cuán terribles son sus manías religiosas y de seguro que ha trabajado mucho para decidir a Enriqueta a que abrace una vida que le repugna. ¡Quién sabe si hasta la habrá maltratado! Yo hablaré a mi hija y de seguro que leeré en su interior, adivinando lo que piensa.
—Según eso, ¿se niega usted a cumplir su voto? ¿Desobedece a la Compañía?
Y el padre Claudio, al decir esto, tomaba una actitud amenazadora que irritaba a Baselga, el cual no podía sufrir ninguna imposición.
—Sí, ¡vive Cristo! —gritó el conde—; la desobedezco ahora y siempre que intente inmiscuirse en asuntos que le son ajenos. Las cosas de mi casa sólo a mí me competen, y desde ahora digo que lo pasarán muy mal los que intenten mezclarse en mis asuntos e inciten a mis hijos a que desobedezcan a su padre.
Baselga estaba terrible al hablar, y agitaba en el espacio sus enormes manos de un modo poco tranquilizador; pero el jesuita no por esto perdió la serenidad. No era valor lo que faltaba a aquel Borgia del jesuitismo; así; es que como si no advirtiera las embozadas amenazas del conde, siguió adelante en la agitada conversación.
—Piense usted que al negarse a obedecer a la Compañía, rompe usted con ella toda clase de relaciones.
—Lo siento; pero por esto no he de cambiar en mis propósitos
—Al abandonar de tal modo a la Compañía, ésta debe corresponderle del mismo modo, y por lo tanto retirará el manto protector que había tendido sobre usted.
Baselga hizo un gesto como indicando que no comprendía qué protección era aquella.
—Usted, señor conde, tiene en su vida algo que ocultar y existen pruebas que pueden comprometerle seriamente. ¡Quién sabe lo que a usted podrá sucederle el día que nuestra Orden no esté a su lado para prestarle su protección! Recuerde cierto papel firmado por usted que de hacerse público le produciría grandes disgustos.
El conde esperaba aquello desde que la conversación tomó un giro tan hostil, pero a pesar de que la amenaza no le sorprendía, no pudo menos de murmurar:
—Ya entra otra vez en danza el maldito papelucho.
Baselga tenía ya adoptada una resolución irrevocable. ¡Vive Dios! ¿Creía acaso aquel jesuita que a un hombre como él se le tenía sujeto toda la vida y se le hacía danzar como un mono por la fuerza de un documento comprometedor suscrito en un instante de dolorosa ceguedad? ¡No y mil veces no! Ya estaba cansado de que el padre Claudio lo manejase como un recluta torpe y antes prefería la deshonra que seguir siendo esclavo de aquel tenebroso poder que comenzaba a serle odioso. Además se trataba de la suerte, del porvenir de su Enriqueta, aquella hija hermosa y delicada cuyo rostro le recordaba el de la difunta María y su deber era oponerse tenazmente a un plan que labraba su infelicidad.
En la súbita resistencia del conde, entraba también por mucho la esperanza de que aquella arma que el jesuita pretendía esgrimir contra él, resultase inservible. ¿Qué peligro podía correr si el padre Claudio entregaba secretamente a la justicia aquel documento en que se confesaba autor de la muerte de su primera esposa? Podía negar la autenticidad de su firma; podía solicitar el auxilio de la reina que le consideraba mucho (tal vez por haber sido carlista) amenazándola en caso de una negativa con hacer más públicas de lo que eran las relaciones de su padre Fernando VII con Pepita Carrillo, y finalmente se consideraba con cierta impunidad pensando que en caso de un proceso, el padre Claudio aparecería como cómplice por haber borrado del cadáver de la baronesa todas las señales de muerte violenta.
Baselga en un rápido vuelo de su imaginación, vio todas estas circunstancias favorables y se sintió tranquilizado. Aquel documento resultaba terrible cuando él era el amante de María Avellaneda y temía que ésta, al saber la trágica historia de su primer matrimonio, cambiase el cariño que le profesaba por repugnante aversión: pero ahora no eran iguales las circunstancias y el conde se reía interiormente de aquel puñal mohoso, sin filo ni punta con que pretendía amenazarle el padre Claudio.
—¿No contesta usted? —preguntó ése en vista del silencio de Baselga.
—Nada tengo que decir. Usted me amenaza en nombre de la Compañía, y yo ahora y siempre me burlo de ella y de usted cuando se trata de asuntos que únicamente a mí me competen.
—Pues allá veremos lo que sucede. Yo rogaré a Dios que no tenga usted motivos para arrepentirse de su temeraria resolución.
—Ruegue usted cuanto quiera; dispuesto estoy a sufrir cuanto venga; pero no olvide usted algunas oraciones para los que me ayudaron a ocultar con astutas artes lo que yo había hecho en un momento de obcecación.
El padre Claudio no pudo menos de reconocer que aquel golpe estaba bien dado y que el conde de Baselga no era tan simple como él se imaginaba.
Lo que él creía un cordero resultaba un león que con sus zarpas poderosas hacía retroceder al domador.
La sorpresa que experimentó el jesuita ante aquella transformación inesperada, fue grande; mas no por esto se dio por vencido y fue necesario que reflexionase largo rato para convencerse de que por el momento no disponía de ningún medio de persuasión para vencer la terquedad del conde.
¿Había él por esto de abandonar su empresa y resignarse a que los millones de Avellaneda no fuesen a parar a las arcas de la Orden? Su porvenir iba en ello y para realizar su suprema ilusión que era el generalato de la Compañía, necesitaba poner todas sus facultades en aquel negocio y salir triunfante de él como de otros más difíciles.
Abismado en sus reflexiones permaneció el jesuita mucho tiempo, mientras Baselga, satisfecho de su energía y conmovido aun por la ira que le había producido aquella discusión, afectaba una fría severidad fijando sus ojos en el libro que sobre la mesa tenía abierto.
De vez en cuando el jesuita parecía detenerse en sus reflexiones y lanzaba sobre Baselga rápidas miradas en las cuales notábase un odio inmenso contra aquel hombre fuerte, que escudado en su amor de padre, sabía resistir lo mismo las seducciones que las amenazas.
A pesar del rencor que demostraban aquellas furibundas miradas, el reverendo padre, transcurridos algunos minutos de profundo silencio, tosió como si fuese a hablar y después de pasarse las manos por la frente repetidas veces, como para ahuyentar molestas preocupaciones dijo a Baselga, con acento cariñoso:
—La verdad, señor conde; es que a pesar de nuestra edad hemos procedido como dos niños, llegando hasta insultarnos y amenazarnos en un asunto que no merece que tan antiguos amigos se enemisten.
—Usted lo ha buscado, reverendo padre.
—Admito el ser culpable del disgusto y le pido me perdone. Usted comprenderá que en nuestro estado son fáciles estas intemperancias. Nos encariñamos con la idea de servir a Dios y llevar almas al cielo aun a riesgo de enemistarnos con las personas a quienes más queremos. Además, la suerte de la hija de un amigo tan íntimo como usted lo es, me inspira un interés demasiado vivo y de aquí que yo haya estado tan imprudente. Vaya, señor conde olvidemos el disgusto y démonos la mano como verdaderos amigos.
—No tengo inconveniente en ello.
Y el conde avanzó su mano de no muy buena gana. Tenía motivos para conocer al jesuita; su rencor no se desvanecía tan fácilmente como el del padre Claudio y temía que aquel súbito arrepentimiento fuese tan hábilmente fingido como la mayor parte de sus afectos.
—Sería una falta imperdonable —continuó el jesuita—, que por cuestiones de apreciación sobre el porvenir de Enriqueta, se enfriase una amistad tan antigua como es la nuestra y más hoy que trabajamos juntos en una causa santa velando por el honor de la patria. No olvidemos que nos hemos propuesto luchar por la dignidad de España.
El jesuita excitó hábilmente el recuerdo de la reconquista de Gibraltar, empresa que, momentáneamente había olvidado el conde.
Apenas Baselga recordó aquella sublime aventura que lo dominaba desde tanto tiempo antes, desvanecióse el disgusto que la acalorada polémica le había producido y en sus ojos volvió a reflejarse aquel entusiasmo de iluminado que le rejuvenecía.
El padre Claudio comprendía indudablemente que con su actitud de superior despótico adoptada poco antes, había dado un paso en falso descubriendo prematuramente sus intenciones y se proponía volver a conquistar la confianza de Baselga, mostrando un entusiasmo sin límites por su patriótico plan y prometiendo ayudarle con más éxito que nunca.
Más de dos horas pasó el jesuita hablando de Gibraltar y animando al conde a acometer la empresa, describiéndole la plaza y sus defensas con un optimismo que hacía sonreír a su oyente. A todos gusta verse halagados en sus ilusiones, aun cuando se reconozca la falsedad de la apreciación.
Los ingleses, según el padre Claudio, tenían instintos de topo y sólo sabían minar, hasta el punto de que el Peñón era una esponja y el día en que hiciesen fuego las baterías durante algunas horas… crac, el monte se vendría abajo dejando sepultada a toda la guarnición. La cosa no era difícil y para un hombre de tanto corazón como el conde de Baselga, apoderarse de Gibraltar era una empresa sin importancia.
Parecía que por la boca del padre Claudio hablaban los autores de los antiguos libros de caballerías, y que Baselga era uno de aquellos adalides de la Tabla Redonda, que de una lanzada desbarataban un ejército o de un papirotazo echaban al suelo los muros de las plazas más fuertes.
El jesuita no se contentaba con adular, pues guiñando un ojo y moviendo la cabeza con expresión de hombre poderoso, aseguraba al conde que no estaba solo en tal empresa. La Orden tenía amigos allí donde existiesen católicos y en la guarnición de Gibraltar figuraban siempre muchos irlandeses, soldados fieles al Papa y obedientes a los representantes de Dios. Él ya estaba en correspondencia con algunos oficiales irlandeses y… ¡quién sabe lo que saldría de aquellas relaciones!
El padre Claudio daba a entender con sus gestos que había aún más de lo que decía, pero que se veía obligado a callar por no hallarse el asunto terminado.
Aquello puso de buen humor al conde. Conocía el inmenso poder de la Compañía, y sabía que si ésta le ayudaba en su empresa, conseguiría aquella adhesión de los soldados irlandeses, lo que haría que su triunfo fuese seguro.
Cuando el jesuita se despidió del conde, éste, aunque pensaba hablar a su hija de su supuesta vocación, no guardaba a aquél ningún rencor: tanto le habían conmovido las promesas de poderoso auxilio.
Diéronse las manos con el mismo afecto de siempre y hasta Baselga rogó al jesuita que fuese a visitarle con la asiduidad acostumbrada, haciendo caso omiso de aquella ligera nubecilla.
Había ya cerrado la noche y al poner el padre Claudio el pie en la calle, volvióse con movimiento instintivo a mirar los balcones del pequeño palacio y por sus ojos pasó aquel relampagueo fugaz que tan horrible le hacía.
—¡Ya las pagarás todas juntas, miserable! —murmuró—. Veremos si por mucho tiempo te burlas de la Orden y te niegas a obedecerla, comprendiendo al fin que hoy ningún mal puede causarte el papel comprometedor.
Y después de desahogarse con estas palabras masculladas como si fuesen las de una oración, se embozó en su manteo, y dijo con la tranquilidad del que prepara un negocio:
—Esta noche escribiremos a Gibraltar, al hijo de James Clark, nuestro antiguo agente.
XVII. UN TESORO DE AMOR DESCUBIERTO
El día siguiente doña Fernanda estaba furiosa, llegando su abultado rostro a un grado tal de rubicundez que parecía próximo a estallar.
El descubrimiento que acababa de hacer la ponía fuera de sí y tanta era su indignación, que cuando cansada de pasear con ademanes de fiera enjaulada por aquel salón de colorido conventual donde reunía su tertulia, se sentaba en un sofá y estrujaba con nerviosas convulsiones aquel abultado paquete de cartas, parecía la clásica y viviente estatua de Medea agitada por una rabia loca.
¡Quién iba a imaginarse aquel escandaloso hecho! ¡Quién podía pensar que una muchacha tan recatada y silenciosa como era su hermanastra tuviera tales secretos y se atreviera a sostener unos amores que deshonraban aquella santa casa!
La baronesa no podía menos de celebrar su intuición para la cual no pasaba desapercibido ningún detalle.
Aquella mañana, al dirigirse al comedor doña Fernanda, había visto a Enriqueta al extremo de un corredor leyendo atentamente un papel que ocultó apresuradamente al ver que se acercaba su hermanastra.
Esta sintió tentaciones de perseguirla en su huida para exigirle que le presentase aquel papel sospechoso; pero por un misterioso y repentino impulso prefirió dejarla escapar como si comprendiese que de otro modo malograba un precioso descubrimiento.
La baronesa almorzó con bastante intranquilidad fijando de vez en cuando su inquisitorial mirada en Enriqueta, que aquel día era también objeto por parte de su padre de una extraña solicitud. Era que Baselga buscaba un momento favorable para hablar a su hija sin que pudiera apercibirse de ello doña Fernanda.
Ésta tenía ya formado su plan que quería ejecutar cuanto antes, y encargó a Tomasa que acompañase a misa a la señorita, pues a ella, por cierto malestar repentino, le era imposible cumplir esta obligación que diariamente se imponía.
Fuese Enriqueta con la ama de llaves, metióse Baselga en su despacho, e inmediatamente la baronesa, con cierto aire misterioso y asegurándose antes de que nadie la veía, se introdujo en la habitación de Enriqueta dispuesta a registrarla con tanta escrupulosidad como un corchete del Santo Oficio.
Allí había misterio y ella pensaba descubrirlo inmediatamente. Aquel papel que tan apresuradamente había ocultado Enriqueta, era para la baronesa (sin que ella pudiera explicarse el porqué), la prueba concluyente de que en la habitación de la joven habían otras cosas que ella tenía interés en conservar secretas.
¿Habría amores de por medio?
Doña Fernanda, al pensar en esto, sintió un escalofrío de indignación. No era posible que una joven tan recatada y destinada a ser monja, cometiese la imperdonable falta de sostener amores ocultándose de su familia. Eso no podía hacerlo nunca una señorita que había recibido una educación tan escrupulosa.
La baronesa, paseando su mirada por aquella habitación que presentaba aún el desorden propio de las horas anteriores a la diaria limpieza, se tranquilizaba y sentía que sus sospechas se amortiguaban.
Nada había en aquel cuerpo que revelase el amor y el femenil deseo de agradar. La blanca cama con sus sábanas arrugadas y en desorden, que aun conservaban la huella de la durmiente, no exhalaban perfumes voluptuosos, sino el olor acre de salud, propio de un cuerpo sano rebosante de vitalidad juvenil, y sobre el mármol del tocador dos peines, una pastilla de jabón y un botecito de agua de Colonia, que apenas si contenía media docena de gotas del oloroso líquido, demostraban la pobreza que en su embellecimiento observaba Enriqueta. Aquella miseria ruda en punto a artes de hermosearse, aquella carencia completa de los mil y un objetos propios de una joven aristocrática, y que hacían parecerse a la habitación de una infeliz obrera, era, según la baronesa, el medio ambiente que convenía a una señorita que con el tiempo había de vestir estameña y abandonar a media noche las duras tablas del lecho para ir a cantar al coro.
La pobreza de la habitación la tranquilizaba e iba recobrando su confianza al no ver ninguna carta arrugada y mojada en lágrimas sobre el velador, ni tomos de poesías abiertos en los pasajes más sentimentales. Allí no había amor sino devoción, mucha devoción, como lo probaban los devocionarios y los pliegos de oraciones que se apilaban sobre la mesilla de noche al lado del candelabro de cristal.
Pero… ¿y el papel? ¿Y aquel papel misterioso que Enriqueta había ocultado presurosamente?
Doña Fernanda, después de mirar bajo la cama, en los cajones del tocador y hasta dentro de la mesilla de noche, iba ya a retirarse cuando se fijó en una cajita antigua, brillantemente maqueada, que estaba sobre el velador.
Tantas veces había visto la tal cajita, que por una distracción nacida de la costumbre no se fijaba en ella ni pensaba en registrar su interior como lo había hecho con los demás escondrijos del cuarto.
El brillo del negro barniz atrajo su mirada y entonces la baronesa, con movimiento instintivo, la tomó en sus manos, y la agitó sonando dentro de ella el fru-fru, de muchos papeles al rozarse.
La baronesa abrió desmesuradamente sus ojos para manifestar su sorpresa.
Allí estaba el misterio; aquellos papeles eran indudablemente los que ella buscaba.
La caja estaba cerrada, pero su pequeña cerraja era un insignificante obstáculo para la baronesa poco escrupulosa cuando se trataba de satisfacer su curiosidad.
Con unas tijeras hizo saltar la dorada chapa de la cerraja, y al abrirse la tapa violentamente, cayeron al suelo un gran número de cartas esparciéndose sobre la alfombra.
La baronesa no pudo reprimir un grito de júbilo. Su rostro tenía la misma expresión del inventor que, después de muchas fatigas, logra realizar un descubrimiento.
—¡Ah! He aquí lo que buscaba.
En una rápida ojeada abarcó todas aquellas cartas que estaban esparcidas a sus pies. Las había en papel de diversas clases, unas estaban amarillentas y manoseadas como delatando una tenaz y apasionada lectura y otras, que eran las menos, estaban blancas y tersas como si hubiesen sido encerradas en la cajita momentos antes.
Aquellas eran indudablemente las últimas que habían llegado, y por esto doña Fernanda, que de un golpe quería enterarse del contenido de aquellas cartas escritas todas en la misma letra, recogió la que le parecía más moderna y acercándose a la ventana púsose a leer:
Cielo mió: Ayer te seguí cuando ibas a misa con tu tía. No sé si me verías. Iba yo a alguna distancia y recatándome, pues todo se perdería si me viera ese zuavo pontificio que no deja a sol ni a sombra…
La baronesa se detuvo e hizo un gesto de extrañeza.
¡Zuavo pontificio! ¿Quién sería el tal zuavo?… ¡Ah! Ya comprendía. Era un apodo que le ponía aquel infame incógnito.
Doña Fernanda hizo un gesto horrible. ¡Ya le daría ella al insolente de tenerlo entre las manos como a sus cartas!
La devota siguió leyendo y cuando terminó la carta cogió otra leyendo en cinco minutos más de una docena.
Sentíase invadida por una terrible fiebre y la indignación le hacía leer con una celeridad pasmosa sin escoger entre las cartas antiguas y las modernas. Tan vehemente era su deseo de enterarse de los amores de Enriqueta y de saber quién era el hombre que con aquella pasión trastornaba todos sus planes.
La baronesa, al leer cada una de aquellas hipérboles amorosas o los juramentos de eterna pasión, no podía menos de torcer la boca con un gesto de rabioso desdén propio de una solterona desgraciada que nunca había merecido tales floreos.
—¡Dios mío! —murmuraba con voz entrecortada—. ¡Qué tonterías tan horribles! Sólo una muchacha tan tonta como Enriqueta puede envanecerse con tales requiebros. ¡Qué es esto! ¿Versos también? Vamos, este señor Esteban Álvarez es una alhaja. Ahora resulta poeta. Pero ¿quién será este hombre?
Y la baronesa, siempre leyendo, hacía esfuerzos por adivinar quién era el adorador de su hermana, sin que las cartas le diesen ninguna luz que satisfaciese su curiosidad.
Por fin al leer una de las cartas que por estar más ajada que las otras demostraba su antigüedad, no pudo reprimir una exclamación de sorpresa. Ya sabía quién era aquel incógnito adorador, ya había surgido de aquel fárrago amoroso que ella calificaba de variaciones sobre el mismo tema, la personalidad del hombre que había osado poner sus ojos en su hermanastra.
Nunca olvidaré, vida mía —decía aquella carta—, el feliz instante que te vi por primera vez. Hoy, paseando por el Retiro, recorriendo aquellas alamedas por las que yo iba siguiendo las huellas de tus pasos, recordaba aquella hermosa mañana de invierno en que yo iba tras de ti arrastrado por una fuerza irresistible, hasta el punto de hacer caso omiso de las furibundas miradas de tu simpática y amable hermanastra. Por cierto que aun recuerdo el piropo que me lanzó el zuavo pontificio cuando os acompañé hasta la puerta de vuestra casa.
No necesitó doña Fernanda leer más para saber quién era el adorador de Enriqueta: tenía la baronesa buena memoria e inmediatamente recordó con todos sus incidentes la mañana aquella en que un militar insolente las siguió por todo el Retiro, llegando hasta la calle de Atocha.
Estaba ya convencida de que el tal Esteban Álvarez era el capitán que tan insolente se había mostrado con ella y esto aumentaba su indignación. Lo mismo se hubiera enfurecido al saber que Enriqueta mantenía relaciones con un duque millonario; pero al pensar que un capitán de modesto origen había logrado cautivar el corazón de su hermanastra, aumentaba su rabia.
A su indignación de beata, que veía como mujer enamorada a la que pensaba dedicar al claustro, se unía el sagrado furor de una mujer noble que se enorgullecía de su bastardía y de tener sangre real en sus venas, ante un amor desigual y deshonroso para una linajuda familia.
Más de media hora permaneció doña Fernanda como clavada en el centro de la habitación y sin fuerzas para continuar aquella lectura que le producía escalofríos de furor, y por fin, como haciendo un supremo esfuerzo, se arrancó de aquel sitio y llevando sobre ambas manos en arrugado paquete las cartas comprometedoras, se dirigió a su salón esperando impaciente la llegada de Enriqueta a la que deseaba confundir.
Su indignación contra aquella mosquita muerta, como ella decía, era inmensa; pues al pesar que le producía el amoroso descubrimiento uníase el de haber sido engañada durante tanto tiempo por aquella muchacha que ella creía poco menos que idiota. Al pensar que aquellos amores duraban ya cerca de un año sin que ella hubiese llegado a apercibirse de ello, experimentaba tanta indignación como si hubiese sido víctima de un terrible engaño.
Además en su odio había mucho de despecho; pues a la solterona despreciada que durante años enteros había rodado por los salones de la alta sociedad sin llamar la atención de los hombres, le era forzosamente muy antipática una joven que apenas salida de la pubertad y a pesar de vivir en casa como en clausura, encontraba un adorador y se comunicaba con él burlando la vigilancia de su familia.
Cuando al baronesa oyó las voces de Enriqueta y Tomasa que entraban en la antesala de vuelta de misa, la baronesa experimentó el estremecimiento de voluptuosidad sangrienta que agita a la fiera antes de caer sobre su víctima.
Doña Fernanda sentía tal impaciencia, que no dejó que su hermanastra fuera a su cuarto para cambiar el vestido y la llamó con acento imperioso.
Al entrar Enriqueta en el salón, sus ojos parecieron atraídos por un magnetismo misterioso, pues se fijaron inmediatamente en las cartas acusadoras que la baronesa, a fuerza de estrujarlas en sus arranques de indignación, había convertido en una arrugada pelota.
La joven quedóse plantada en el dintel de la puerta, con aspecto tímido e irresoluto, y así recibió la primera rociada de palabras furiosas que salió a borbotones por entre los labios de la baronesa trémula de ira.
—Pase usted adelante, desvergonzada, pase usted, que ya lo sabemos aquí todo. ¡Miren qué aire de inocencia el de la niña! Cualquiera al verla pensaría que en su vida ha roto un plato, y sin embargo la señorita tiene su novio, sostiene relaciones criminales a espaldas de su familia, y está en correspondencia con un pillete insolente, escribiéndose porquerías buenas únicamente para ruborizar a toda persona honrada. ¡Es así como debe portarse una señorita honrada y cristiana, a quien todos creen destinada a tan alta honra como es ser esposa del Señor! ¿Qué es esto, di? ¿Qué significan todas estas cartas que tengo en mis manos? Explícate; defiéndete tú misma.
Buena estaba Enriqueta para defenderse. Apenas vio que la baronesa conocía su secreto, y que estaba en su poder el tesoro de amor que tan cuidadosamente guardaba en su cuarto, sintió algo semejante a si se hundiera el pavimento y el techo cayera sobre su cabeza. Las piernas le flaquearon y tuvo que agarrarse del cortinaje de la puerta para no caer, al mismo tiempo que por sus ojos pasaba una densa nube.
Todo el terror que la baronesa había infundido en aquel carácter tímido, con su educación dura, tiránica y austera, despertaba ahora y la joven experimentaba un terror cercano al espasmo.
En cambio, doña Fernanda, que sentía gran placer en prolongar aquella situación, se revestía de una alma glacial y decía con ironía:
—¿No contestas? Yo esperaba que te justificases; que me hicieras ver la posibilidad de una joven que quiere ser esposa del Señor pueda recibir cartitas al mismo tiempo de un señor distinguidísimo que tiene que vestir un uniforme para poder comer. También quisiera que me probases que el alma se salva y va una derechita al cielo leyendo todo el cúmulo de indecencias que contienen estos papelotes.
Y al decir esto doña Fernanda, que no podía fingir por mucho tiempo aquella calma irónica, y que experimentaba la necesidad de desahogar su rabia, arrojó al rostro de la joven el puñado de arrugadas cartas.
Enriqueta recibió en mitad de su cara aquel proyectil de papel que encerraba sus alegrías y que representaba muchas noches de lectura placentera interrumpida por suspiros de felicidad y besos dados a cada renglón. Ante aquella brusca agresión de su hermanastra, la joven sintió acrecentarse su miedo, y para conjurar el peligro sólo supo decir con voz entrecortada:
—He sido muy culpable, perdón.
Al oír estas palabras la baronesa ya no hizo uso de su fría ironía sino que dando salida a la explosión de su escandalosa violencia lanzó sobre la joven un torrente de injurias.
Aquello era deshonroso, y una señorita que sostenía tales relaciones perdía su dignidad y era motivo de afrenta para su familia. Además, estaba en pecado mortal una joven que era prometida del Señor y se atrevía a hablar de amor con un desconocido que sabe Dios quién sería. ¿Cómo se había olvidado tan por completo de su devoción? ¿Cómo tenía la desvergüenza de asegurar a todos los piadosos amigos que visitaban aquella casa su deseo de entrar pronto en un convento?
Enriqueta fue a contestar. Su carácter franco sublevábase ante tales mentiras, y sentía la necesidad de protestar diciendo la verdad, o lo que es lo mismo, que ella nunca había manifestado claramente su afición a entrar en un convento, siendo la baronesa, con su carácter absorbente y despótico la que se había encargado de inventar aquella vocación; pero el terror trabó su lengua y se detuvo al ver la expresión amenazadora que contraía el rostro de doña Fernanda.
La joven sólo sabía oponer sus lágrimas a las irritadas palabras de la baronesa, y con la cabeza caída sobre el pecho, llorando sin cesar, escuchaba aquella filípica que la llenaba de terror.
Más de media hora habló doña Fernanda siempre en el mismo tono, paseándose febrilmente en unas ocasiones y en otras arrojándose con ademán trágico sobre el asiento más cercano. Todo el repertorio de frases hechas que la baronesa había adquirido hablando con sus contertulios salió en la irritada peroración, sembrando el terror en el ánimo de Enriqueta. Doña Fernanda habló del diablo que a aquellas horas debía ya considerar como suya la alma de la joven por ser traidora a Dios; describió con espeluznantes detalles las penas del infierno, y acabó extendiendo sus brazos al cielo como si en un último arranque de cariño pidiera misericordia para su hermana amenazada de tremendos peligros.
Esto conmovía a Enriqueta, pues no en vano la había educado la baronesa a su gusto. Estremecíase de horror la joven al pensar en las penas del infierno y temblaba pensando en la perdición de su alma, lo que la hacía redoblar su llanto.
Por fin la baronesa, que espiaba atentamente el efecto que sus palabras causaban en su hermana, creyó llegado el momento de cesar en sus declamaciones y hacer algo útil.
La indignación que había sentido al descubrir las cartas y que era producto de la decepción sufrida por sus planes, y el odio de solterona vieja, amortiguóse un tanto al ver el terror convulsivo y el llanto interminable que sus palabras producían en Enriqueta.
Lo importante para la baronesa era cumplir las instrucciones del padre Claudio y hacer que la joven entrase en un convento.
Doña Fernanda, reflexionando sobre el suceso, comenzaba a alegrarse del descubrimiento de las cartas, pues iba a servirle para domar por completo a la joven y hacer que declarase con franqueza aquella vocación religiosa que hasta entonces sólo había sostenido por obediencia. Convenía que la joven demostrase al ser interrogada por su padre una afición sin límites al claustro, y por esto doña Fernanda dispúsose a ser clemente, aunque exigiendo ciertas condiciones.
—Eres muy culpable, no a los ojos de tu familia, sino ante los de Dios: por eso no sé si debo perdonarte. Sólo haciendo una gran penitencia podría el Señor perdonarte la gran ofensa que le has inferido con esos torpes amores. ¿Estás tú dispuesta a lavar tus culpas?
—Sí, hermana mía —gimoteó Enriqueta deseosa de no oír por más tiempo las irritadas acusaciones de doña Fernanda—. Conozco que he ofendido a Dios. Dime lo que he de hacer, que yo te obedeceré inmediatamente.
—Piensa —añadió la baronesa, que deseaba extremar el arrepentimiento de su hermana— en el gran disgusto que ocasionaría a tu padre el conocer esos amoríos a que tan ciegamente te has entregado. ¡Qué afrenta para un conde de Baselga! Ver a su hija enamorada de un militar de humilde origen, de uno de esos a quienes los presentes tiempos revolucionarios han elevado y que en otra época hubieran sido nuestros lacayos. ¿Conoces ahora cuán criminal ha sido tu conducta? De seguro que al saberla tu padre moriría del disgusto.
Enriqueta, al oír hablar de su padre, experimentaba cierto religioso temor como si se tratase de un ser misterioso y extraño que se mostraba bondadoso y humilde, pero para ocultar mejor su poder y su cólera terrible e inmensa.
La amenaza de que su padre podría llegar a conocer sus amoríos causó tal impresión a la joven, que con voz de ardiente suplica dijo a su hermana:
—¡Oh! ¡Por Dios, Fernanda mía! ¡Qué nada sepa papá; me ataría de seguro!
La baronesa mostrábase satisfecha al ver el terror de su víctima. Ya era llegada la hora de imponer condiciones a cambio del perdón y del silencio.
—Vamos a ver, ¿tus lágrimas son de miedo o de verdadera contricción? ¿Estás realmente arrepentida?
—Sí, hermana mía; perdóname y que Dios me perdone igualmente.
—Dios te perdonará si es que tu arrepentimiento es sincero y haces todo cuanto yo te diga. Por de pronto ayunaras un mes y en todo este tiempo sólo saldrás de tu cuarto cuando yo te lo mande. ¿Estás conforme?
Enriqueta hizo con la cabeza una señal afirmativa.
—Entrarás en un convento así que tengamos arreglados todos los preparativos, y entretanto, mientras llega este momento, no te acercarás a los balcones, ni saldrás nunca de casa más que en carruaje y acompañada por mí.
La joven volvió a manifestar su conformidad y la baronesa siguió exponiendo todas las condiciones.
No hablaría más con aquella grosera aragonesa, medianera de torpes amores a quien ella, la baronesa, ya arreglaría después las cuentas por ser cómplice y protectora del capitán Álvarez, según se desprendía de las tales cartas. Cuando hablase con su padre el conde aunque éste intentase disuadirla de sus aficiones monásticas, ella se resistiría tenazmente diciendo que Dios la llamaba al claustro para fomentar su vocación y ponerse a cubierto de las pérfidas sugestiones de Satán, rezaría todos los días doce rosarios y antes de dormir se arrodillaría en el desnudo suelo y besaría éste doce veces en señal de cristiana humildad.
Doña Fernanda daba gran importancia a estos detalles de la penitencia, a juzgar por la solemnidad con que los exponía, y Enriqueta manifestaba su conformidad con todo, deseosa de terminar cuanto antes aquella terrible escena.
—Además, te confesarás con el padre Claudio así que éste pueda dedicarte un momento, quitándolo a sus sagradas ocupaciones. Es un santo varón que te dará sanos consejos y a quien debes obedecer en todo si no quieres ir al infierno.
—Le obedeceré, hermana mía.
Faltaba algo grave que decir y que la baronesa guardaba para el último instante. Plantose frente a su hermanastra y con ademán imperativo le dijo:
—Para que el perdón sea completo y se borre hasta el último vestigio de esa pasión que te contamina y nos deshonra a todos es preciso que inmediatamente escribas una carta a ese… señor Álvarez.
—¿Una carta? Dijo con extrañeza la joven.
—Sí; una carta que yo te dictaré y en la cual le dirás que todo ha sido un capricho de niña, que no le amas ni amarás nunca a ningún hombre y que tu pensamiento está puesto en Dios.
Enriqueta quedóse meditabunda. Hasta entonces, con el deseo de salir cuanto antes de tan apurada situación, había dicho sí instintivamente a todas las proposiciones; pero aquello de mostrar desprecio a Álvarez le repugnaba y comenzaba a darse cuenta de que la baronesa exigía de ella demasiado.
—¿Qué es eso? ¿No contestas? —preguntó doña Fernanda con irritada impaciencia.
—Eso que me propones no es posible; sería mentir y la mentira es un pecado horrible.
—Según eso, ¿le amas? —dijo la baronesa abalanzando el cuerpo con nervioso impulso y colocando su congestionada faz junto al desolado rostro de Enriqueta.
—¿Amarle?… No lo sé.
La joven preguntábase si amaba al capitán Álvarez y no sabía contestarse a sí misma. Ciertamente que se reconocía culpable y que temía el castigo de Dios y los horrores del infierno, pues nunca en sus libros de devoción había leído que las santas que vivían en el cielo se hubiesen paseado en vida por las alamedas del Retiro llevando al lado un buen mozo a quien caía bien el uniforme; pero aquello de escribir a Álvarez despidiéndose de él para siempre, le parecía muy cruel, tanto más cuanto que se la obligaba a decir una mentira; pues ella, a pesar de sus terrores religiosos más deseos sentía de ser la mujer del capitán que esposa mística de Dios.
Además, aquella difícil situación, que duraba cerca de una hora, había desvanecido en la joven el terror experimentado en el primer momento, ante la indignación de su hermana. Por esto permaneció impasible ante las excitaciones de la baronesa.
—De modo —dijo ésta cada vez con acento más indignado— que te negarás a escribir esa carta…
—Me niego, sí; me niego porque en ella tendría que decir una mentira y es, es un horrible pecado. Yo no puedo decir que aborrezco a ese hombre.
Enriqueta dijo estas palabras sin afectación, pero con una entereza que doña Fernanda nunca había supuesto en ella. Aquello contribuyó a ponerla fuera de sí.
—Miren la mosquita muerta como va sacando ya las uñas. ¿Así te he enseñado yo a contestar, gran… pecadora? ¿Esa es la educación que yo te he dado? ¡Ah! No en balde has pasado muchas mañanas en el Retiro hablando con ese grandísimo canalla. El te ha pervertido.
Enriqueta experimentaba la necesidad de defender a su amante. En el seno de su timidez despertábase una irritabilidad que la sorprendía a ella misma, y a pesar de todo el miedo que le inspiraba doña Fernanda, sentíase impulsada a justificar a Álvarez.
Cada uno de los insultos que la baronesa dirigía a éste, causábanla el efecto de crueles latigazos aplicados a su amor propio, y al oír en toda su irritante crudeza el calificativo de canalla, irguió su graciosa figura con fiera altanería, demostrando con el instintivo arranque que en su ser había algo de aquel Baselga subteniente de la Guardia, susceptible y acometedor como un paladín andante.
—Oye, tú —dijo con insolencia mientras brillaban de furor sus ojos empañados aún por las lágrimas—. El capitán Álvarez no es un canalla y yo no puedo consentir que a un hombre honrado se le insulte de tal modo por el delito de amarme.
La baronesa experimentó la misma impresión de sorpresa que sentiría un lobo al verse mordido por un cordero. La buena doña Fernanda dudaba que aquella joven que la miraba con ojos centelleantes fuese la misma muchacha que temblaba al notar en su hermana mayor el más leve gesto de cólera. Aquella rebelión inesperada excitó su carácter irritable y agarrando a su hermanastra por las muñecas, puso su rubicundo rostro junto al de Enriqueta.
—¿Con que le defiendes? —rugió con acento tembloroso por la rabia—. ¿Con que te indignas por lo que yo digo de ese hombre? Pues bien, sufre cuanto quieras, que yo no por esto dejaré de decir que ese militarillo es un canalla, un hombre sin educación. No hay más que leer sus cartas. ¡Qué respeto! ¡Qué finura!… ¡Mire usted qué gracioso! ¡Llamarme a mí zuavo pontificio!…
En mala hora recordó doña Fernanda esta expresión de Álvarez. Al acudir a su memoria el apodo con que la designaban los amantes, experimentó una indignación sin límites, un cruel deseo de vengarse, y como si la persona que tenía agarrada fuera el capitán al cual deseaba castigar, apretó furiosa los brazos de Enriqueta. Ésta dio un grito de dolor y como si esto excitara aún más el furor de doña Fernanda, soltó su presa, e iracunda y terrible, alzo sus dos manos en el espacio y las dejó caer sobre el hermoso rostro de la joven.
La escena fue horrible y repugnante. Las bofetadas y los puñetazos llovían sobre Enriqueta, que algunas veces vaciló próxima a desplomarse por la violencia de los golpes.
—¡Toma, perra! —vociferaba aquel energúmeno con faldas.
Toma otra para que aprendas a sacarme nombres bonitos. Ahí va esa; traspásasela al granuja de tu amante, a ese que tan gracioso se muestra en sus cartas.
Y doña Fernanda seguía lanzando, con voz entrecortada, ironías espeluznantes, al mismo tiempo que Enriqueta se defendía instintivamente cubriéndose el rostro con las manos, gimiendo de dolor y gritando en demanda de socorro.
De repente la baronesa, que estaba ebria de furor y golpeaba a su hermana con la cabeza baja sin fijarse en sus lamentos, vio que algo entraba en la habitación con la violencia de una tromba y en el mismo instante sintió en sus espaldas un tremendo golpe que por poco no la derribó al suelo.
Era Tomasa, que al oír los gritos de Enriqueta, entró precipitadamente al salón. Viendo a la baronesa maltratar a su hermana, la enérgica ama de llaves enarboló una silla y la arrojó sobre doña Fernanda dándole de lleno en la espalda.
Aquello complicó aún más la situación.
A la baronesa le saltaron las lágrimas por el dolor que le producía el golpe; pero sobreponiéndose a éste y lanzando furiosos rugidos, se arrojó sobre Tomasa sin soltar por esto a Enriqueta, en cuyos brazos había hecho presa.
La escena fue vergonzosa. Tenía todo el carácter de una riña de plazuela y por lo mismo resultaba extraña en aquel salón lujoso y de tonos lóbregos que se conmovía con la violencia de la lucha.
Las dos mujeres eran de irritable carácter y fiero empuje, y una lucha entre ellas tomaba un carácter de grotesca epopeya.
El odio tradicional que doña Fernanda sentía contra el ama de llaves, encontraba ocasión para desahogarse; y Tomasa, por su parte, no sentía mejores intenciones acerca de la baronesa. El resultado de aquella enemistad antigua se manifestaba por fin en forma de crueles bofetadas, soberanos puñetazos y mordiscos frustrados, todo ello con acompañamiento de frases soeces que se les escapaban de las bocas jadeantes y un incesante tirar de las greñas que dejaba las testas de las combatientes tan horriblemente espeluznadas como la cabeza de Medusa.
Enriqueta, arrastrada siempre por su hermana, había quedado sujeta entre el grupo que formaban las dos enemigas, y asombrada, lloriqueando y oprimida por aquel paquete de carne humana, iba de un lado a otro del salón recibiendo de vez en cuando algún manotazo perdido.
La pelea resultaba ruidosa. El belicoso grupo se empujaba de un extremo a otro de la habitación; las sillas rodaban por el suelo y un vigoroso codazo de Tomasa hizo añicos con chillón estruendo todo el museo de pinturas fantásticas y estrambóticas con que un artista chino había embellecido el juego de porcelana que adornaba una consola.
Aquella lucha ruidosa, que duraba ya algunos minutos, había puesto en conmoción toda la casa.
Fuera de la habitación sonaban repiqueteantes campanillas y los pasos apresurados de gente que corría.
Nada de esto llegaba a oídos de las dos mujeres que, tercas en su odio, se hubieran hecho pedazos antes que desasirse.
De repente se sintieron agarradas por dos manazas de hierro, que a pesar de su potencia, hubieron de forcejear algo para deshacer aquel estuche de carne que asfixiaba a Enriqueta.
—¡Papá! —gritó ésta—. ¡Ya llegó papá! ¡Gracias a Dios!
Las dos combatientes, desgreñadas, sudorosas y delirantes como furias, vieron ante ellas al conde de Baselga, con sus enormes manazas nerviosamente contraídas y el ceño fruncido.
Aún no se había extinguido en ellas el furor; aún iban a reanudar aquel pugilato, del que las habían sacado las manos del conde, pero éste intervino con oratoria convincente:
—A la primera que se mueva, de un sopapo la tiendo.
Las luchadoras miraron a la puerta, y entonces el furor desapareció para ser reemplazado por la vergüenza.
El escándalo era completo.
Allí, estrechándose y avanzando la cabeza para ver mejor, estaba toda la servidumbre de la casa, desde la doncella de la baronesa al panzudo portero. El cochero y la cocinera hacían esfuerzos para no reírse y procuraban imitar el gesto de estúpida extrañeza de sus compañeros.
El conde, ante aquella curiosidad doméstica, sufrió como pocas veces en su vida.
¡Cuánto iba a reírse aquella gente! Tenían ya tela cortada para murmuraciones que durarían más de un mes.
XVIII. EL PADRE Y LA HIJA
Doña Fernanda adoptó la resolución más propia del caso.
Dio dos gritos, se retorció furiosamente las manos, revolviéronse los ojos en sus órbitas como si quisieran saltar, y arrojando espumarajos por la boca se dejó caer, revolcándose a su sabor entre los muebles derribados por la anterior lucha.
Baselga no se inmutó gran cosa.
Le era muy conocido aquel accidente nervioso, medio que la baronesa empleaba en su juventud cuando vivía María Avellaneda y ésta no quería acceder a sus peligrosos caprichos.
Sabía el conde que aquello era un medio de salir del paso como otro cualquiera, y se limitó a ordenar a la curiosa servidumbre, agolpada en la puerta, que llevase a la baronesa a su cama.
Cuando doña Fernanda, siempre agitada por sus convulsiones salió del salón en brazos de los criados y reclinando su desmayada cabeza sobre el pecho de la burlona doncella más seria que nunca, el conde fijó su severa mirada en Tomasa, que bajaba la vista esperando con resignación la cólera de su señor.
—Ya esperaba yo esto. Hace tiempo que comprendo que algún día mi hija y tú deshonraríais esta casa con un escándalo como éste. ¿Te parece bien que una mujer de tu edad y tu carácter proceda de tal modo?
—Señor —se apresuró a decir el ama de llaves—, yo no tengo la culpa, y esto no lo ha ocasionado la enemistad que yo pueda tener con la señora baronesa. Ha sido sencillamente que escuché desde el comedor cómo se quejaba mi pobre señorita, y al entrar vi cómo doña Fernanda la ponía de golpes como un Cristo, y yo… ¡vamos!, que yo no puedo ver con tranquilidad que a una cristiana se la trate de este modo, y más siendo mi señorita, y por eso agarrando lo que tenía más a mano… ¡pum!, se lo arrojé a esa indina señora. Eso es todo.
Tomasa, recordando lo sucedido, no se sentía ya cohibida ante su señor, y erguía audazmente la cabeza como orgullosa de su buena acción.
—Bueno, celebro que hayas defendido a mi hija; pero mientras la baronesa y tú estéis bajo el mismo techo, no habrá aquí tranquilidad. Ya es hora de que te retires del servicio; te estoy muy agradecido, y aunque nos abandones, yo te daré lo suficiente para que en adelante no tengas que servir a nadie.
Tomasa se estremeció. Nunca había llegado a imaginarse que algún día tendría que salir de aquella casa, así es que, a pesar de las promesas lisonjeras para el porvenir que le hacía el conde, protestó:
—Yo no quiero abandonar esta casa. Señor, piense usted que yo me considero de la familia, que vi nacer a la señorita María y también a los niños, que…
Tomasa se detuvo. Conocía muy bien al conde, y al ver que éste hacia un ademán indicándola que callase y saliese, obedeció inmediatamente; pero antes de marcharse abrazó lloriqueando a Enriqueta.
Ésta no parecía haber salido de la estupefacción producida por la anterior escena. Cuando su padre la sacó de aquella pelea que la envolvía golpeándola ciegamente, quedó asombrada como si no pudiera darse exacta cuenta de lo que acababa de suceder.
Parecíale aquello un sueño: pero para convencerse de lo contrario, sentía en su cuerpo delicado el escozor de los golpes, y todavía le duraba el convulsivo temblor producido por el miedo.
Al quedar sola con su padre, en vez de tranquilizarse sintió aumentado su terror.
¿Qué la sucedería ahora? Después de lo ocurrido con su hermanastra, le producía aún más terror aquel padre, siempre grave y silencioso, que en vez de franco cariño, le inspiraba una sumisión supersticiosa.
Baselga, al verse solo con su hija, procuró borrar de su rostro la expresión ceñuda e iracunda de momentos antes, y dijo con voz dulce:
—Aquí estamos mal. ¿Quieres que vayamos a mi despacho, hija mía? Tengo que hablarte.
Enriqueta se apresuró a obedecer a su padre con la sumisión de costumbre, pero no por esto dejó de temblar. ¡A su despacho! ¡A aquella habitación casi misteriosa, en la que apenas si había entrado dos veces! ¡Dios mío, qué cosas tan terribles iba a decirla cuando la llevaba a tan terrorífico gabinete!
Así iba pensando Enriqueta al salir del salón precediendo a su padre. Junto a la puerta, sucias y pisoteadas por la anterior lucha, estaban las cartas de Álvarez, aquel tesoro de amor que había provocado la violenta escena.
La joven, por más que quiso evitarlo, fijó su vista en las cartas comprometedoras y hasta se detuvo como dudando si debía recogerlas o guardarlas.
Su padre notó aquel movimiento y cuando Enriqueta volvió a ponerse en marcha, Baselga se agachó agarrando con su gran mano, en un puñado, todos los sucios papeles.
Aquello hizo llegar al colmo el terror de Enriqueta. Después de su hermanastra iba a saber su padre el secreto amoroso. ¡Dios mío! ¡Qué iba a sucederle! La indignación de aquel hombre misterioso y ensimismado le producía más terror que la ruidosa cólera de doña Fernanda.
Cuando entraron en el sombrío despacho, Baselga sentóse en su sillón giratorio situado junto a la mesa, y Enriqueta, obedeciendo sus mudas indicaciones, se colocó al borde de una silla con aspecto azorado y como dispuesta a escapar al primer grito amenazador.
El conde no dijo nada. Había arrojado sobre la mesa el puñado de cartas, y deshaciendo sus dobleces y arrugas, y limpiando con sus manos las manchas que en ellas había dejado un sucio pisoteo, las leyó con extremada atención.
Enriqueta estaba con la cabeza baja y temblando como si esperara un rayo que la anonadase; pero algunas veces, al levantar la vista furtivamente, le pareció que su padre, suspendiendo la lectura, la miraba fijamente.
La joven no encontraba en el grave rostro de su padre ninguna expresión de cólera; antes bien, le parecía ver impreso en él un gesto de cariñosa benevolencia; pero tal terror experimentaba ante el hombre misterioso y melancólico, que su bondad la causaba más terror que si le hubiera visto en pie y con ademán colérico avanzar hacia ella.
El conde, cuando hubo leído una docena de cartas, hizo un gesto como quejándose de la monotonía de aquellos escritos, invariables sinfonías de cariño sobre un eterno tema, que era un amor puro, ideal y saturado de un romanticismo dulzón.
Cuando terminó la lectura, fijose atentamente en su hija y su miedo, que se manifestaba con su temblor convulsivo, no le pasó desapercibido.
—Hija mía —dijo con voz de dulce gravedad—, haces mal temblando de este modo en mi presencia. Soy tu padre y nadie tiene gusto en inspirar terror a sus hijos. Tranquilízate, que tenemos que hablar de cosas muy graves.
Estas palabras produjeron en la joven una impresión de bienestar. Parecíale que veía a su padre por primera vez y que encontraba algo de que hasta entonces no había podido darse exacta cuenta; pero que le era muy necesario. Aquel personaje terrorífico que ella veía antes en el conde de Baselga, había desaparecido, y en su lugar comenzaba a entrever un padre bondadoso que la animaba a espontanearse y a confesarle sus sentimientos.
Enriqueta se sintió más dueña de sí misma, acabó de sentarse con menos recelo y se dispuso a oír a su padre.
—Lo que voy a decirte, hija mía, es muy importante, por lo mismo que de ello depende tu porvenir y espero que me contestes con leal franqueza. Yo me he ocupado poco de tu educación. La muerte de esa santa mujer que fue tu madre (y señaló el retrato de María Avellaneda), me conmovió de tal modo, que he vivido muchos años solo y aislado como un monje, huyendo hasta de tratarme mucho con mis hijos, y especialmente contigo, pues tu rostro me recuerda la inocente hermosura de esa infeliz a quien nunca lloraré bastante.
Y Baselga, al decir esto, miraba el retrato de María, que sonreía melancólicamente, alegrando la sombría habitación con el brillante negro de sus ojos y su rosada palidez.
El conde hacía esfuerzos por contener las lágrimas que producían aquellos recuerdos, y en su rostro se notaba la expresión sublime de un alma grande y amorosa que llora la perdida felicidad.
Enriqueta también lloraba, pero su llanto era por su padre, por aquel hombre desconocido que ahora se le revelaba con toda la grandeza de un mártir del amor. Los corazones jóvenes que se abren como capullos primaverales al sol del cariño, guardan siempre cierta inmensa admiración para los que sufren por haber amado mucho.
Aquella pasión que vivía más allá de la tumba, aquel amor póstumo, conmovía a Enriqueta y le hacía mirar a su padre con la adoración respetuosa que siente un artista principiante ante el genio que lucha buscando la inmortalidad.
El ogro había desaparecido, y como pasa en los cuentos de hadas, se transformaba en un amante entusiasta. Era ya viejo, pero su pasión tenía la grandeza meritoria de no ser rosa inclinada sobre el hermoso pecho de una Venus, sino melancólico sauce llorando sobre una tumba que encerraba la nada.
Enriqueta sentía ya una inmensa tranquilidad. Su padre había amado y amaba aún: su padre sabría comprenderla.
En su presencia sentía nacer una confianza que nunca había experimentado al lado de doña Fernanda, aquella solterona egoísta y malhumorada que era el ser con el que había vivido en mayor intimidad.
El exterior frío y antipático de su padre acababa de rasgarse y por el girón escapábase el fulgor de aquella pasión póstuma que ardía en el pecho de Baselga. Enriqueta se analizaba a sí misma sin darse cuenta de ello y se convencía de que aunque amaba mucho al capitán Álvarez, nunca llegaría a tal grado de apasionamiento. Esto la hacía sentir una admiración sin límites por su padre.
El conde, después de haberse frotado con fuerza los ojos como para rechazar las lágrimas que a ellos hacían afluir los recuerdos, continuó siempre con su dulce acento:
—Conozco que he obrado mal al vivir tan alejado de mis hijos, y es fácil que Dios me castigue por mi criminal desvío. Tú debes quererme poco, Enriqueta.
—Yo, papá mío —se apresuró a decir la joven—, le quiero a usted con toda mi alma.
Y Enriqueta dijo estas palabras con gran expresión de sinceridad, pues el cariño que profesaba a su padre, por ser reciente no la daba lugar a dudas.
—Pues debías odiarme —continuó Baselga—, o por lo menos mirarme con indiferencia. Apenas si he sido para ti algo más que un extraño de aspecto taciturno y antipático. Pero hoy… todo ha cambiado, y estoy arrepentido de mi dolor egoísta que me hacía huir de la familia. Quiero ser padre; deseo que mi hija no me mire como un ser extraño, y busco su cariño inmenso que me ayude y haga más llevadera mi triste vida.
El conde se había levantado de su asiento. Sus palabras habían sido acompañadas de una excitación que le hizo avanzar hacia su hija. Experimentaba la necesidad de estrecharla entre sus brazos, de besarla, de convencerse de que era suya, y que su anterior conducta misantrópico y egoísta no había desvanecido la cariñosa inclinación que aquel ser debía sentir hacia él.
Cuando la tuvo sentada sobre las rodillas y se hubo saciado del puro goce que le producía pasar su mano por entre los rizos de su adorable cabecita, retuvo las lágrimas que pugnaban otra vez por salir, y separándose un poco de aquella boca fresca e inocente que besaba sus curtidas mejillas, preguntó con ingenuidad:
—Dime, ¿piensas abandonarme y entrar en un convento?
La joven experimentó la misma turbación que cuando era interrogada por doña Fernanda.
—Habla con franqueza —dijo el padre al notar su impresión—. Eso de abandonar el mundo es una resolución de gran importancia que no puede tomarse a la ligera. La vida del claustro es pesada y para ella se necesita gran vocación. ¿La tienes tú?
Enriqueta no contestó. Después de lo que la había ocurrido con doña Fernanda, sentíase más atemorizada que de costumbre. Temía que las paredes, oyendo su contestación franca y leal, fuesen a contárselo todo a la baronesa, y que ésta repitiese sus vergonzosos arranques de poco antes. Su única contestación fue estrecharse contra el robusto pecho de su padre ocultando el rostro sobre su hombro.
Baselga adivinó la preocupación que sufría su hija.
—Comprendo tu miedo —la dijo—. Temes disgustar a alguien y tiemblas pensando en su castigo. Pues bien, yo te aseguro que nadie pondrá la mano en ti, mientras viva tu padre, y que lo ocurrido en el salón de Fernanda no volverá a repetirse.
Enriqueta, a pesar de esto, no habló, y entonces el conde dijo con su acento bondadoso:
—Veo que no tienes confianza en mí, y que tendré que ir adivinando tus pensamientos y anticipando tus contestaciones. Tú no quieres ser monja. Esas cartas que he leído me lo demuestran, y además, tengo el convencimiento de que todo es obra de Fernanda, beata maligna, que aconsejada por su tertulia de curas es capaz de meter en un convento a todos los de esta casa. ¿No es ella la que te ha hecho pensar en la vida monjil?
Enriqueta miró con azoramiento a todas partes, como si temiese ocultos espías que fuesen a contar a su hermana lo que decía, y después hizo con su cabeza un signo afirmativo.
—Perfectamente —dijo el conde—. Veo que no me había equivocado, y me felicito de que tu vocación sea falsa. Tú no quieres ir a un convento, ¿no es eso?
—No, papá mío. Amo mucho a Dios, pero no me siento con fuerzas para una vida tan dura, y prefiero… prefiero…
—El conde fue en auxilio de su hija, que no sabía cómo expresar su pensamiento.
—Prefieres ser como todas las mujeres honradas. Primero una honesta joven que goza de cuantas alegrías decentes puede proporcionar la sociedad, y después una honrada madre de familia, útil a la patria y sostenedora de la virtud en el hogar doméstico. Me alegro de ello, hija mía, yo pienso de igual modo.
Enriqueta, oyendo expresarse a su padre de este modo sentía crecer su confianza. Por esto no experimentó una gran turbación cuando el conde la dijo así:
—Ya que no quieres ser monja, cuéntame tus amores. ¿Quién es el autor de esas cartas que acabo de leer?
La joven se ruborizó; mas no por esto sintió deseos de ocultar la verdad.
Mostrábase su padre tan amoroso y complaciente, que fácil era que accediese a autorizar sus relaciones con el capitán Álvarez.
Esta dulce esperanza hizo que la joven se espontanease, y con acento confidencial, fuese relatando al conde la historia de su pasión. Ningún incidente escapó a la memoria de Enriqueta. Desde la mañana de invierno en que vio a Esteban Álvarez por primera vez, hasta la ruidosa escena de una hora antes provocada por la indignación de doña Fernanda al conocer los amores de su hermana, la crónica completa de aquella pasión fue relatada detalladamente, cuidando Enriqueta de aprovechar cuantas ocasiones se le presentaban de hacer una apología sencilla, pero completa, de su adorador.
La joven no podía menos de asombrarse de aquella confianza extremada que la dominaba, impulsándola a hacer participe a su padre de todos sus secretos. Una hora antes hubiese creído el mayor de los absurdos el pensar solamente que ella llegaría alguna vez a relatar voluntariamente sus amores al conde de Baselga.
Cuando éste supo quién era Esteban Álvarez, su rostro oscureciose un poco; pero la mala impresión fue fugaz, y reapareció aquella expresión benévola que tenía por objeto animar a Enriqueta en su confesión amorosa.
Así que ésta terminó, el padre quedóse pensativo intentando después sondear más hondamente el alma de Enriqueta.
—¿Y amas tú verdaderamente a ese joven capitán?
—Sí, papá —contestó la joven ruborizándose—. Conozco que le amo. Y… ¡la verdad es que él lo merece! ¡Si usted supiera cuán bueno es!
Y Enriqueta al decir esto miraba fijamente a su padre para adivinar el efecto que le producían sus palabras; pero el conde permanecía impasible.
—No me cabe duda alguna —continuó la joven— de que me ama honradamente. Es hombre incapaz de mentir y muchas veces me ha dicho con lágrimas en los ojos que quisiera que yo fuese pobre y de humilde origen para que nadie pudiera atribuir su pasión a un mezquino y egoísta interés.
Baselga, al oír esto, salió al fin de su mutismo:
—Piensa muy bien ese joven al hablar así, y demuestra que es un hombre honrado. Efectivamente; para un hombre tan pobre como él es, pues sólo tiene su espada, es peligroso amar a una joven noble y rica como la hija del conde de Baselga. Siendo él tu esposo, todo el mundo tendría derecho a creer que te amaba por tus millones, y eso resultaría deshonroso para él y para ti. Por eso me opongo a esos amores y te ruego, como padre cariñoso, que olvides al capitán.
Enriqueta experimentó una profunda conmoción. ¡Adiós ilusiones! Su padre también se oponía a aquellos amores, y aunque no usaba las formas rudas y brutales de la baronesa, no por esto su resolución era menos firme.
—Pero eso no está bien —arguyo con tono quejumbroso—. Esteban y yo nos amamos, ¿y por lo que pueda decir la gente nos separan?
—Hija mía, vivimos en la esfera más alta de la sociedad y ésta impone pesados deberes que todos hemos de cumplir. Tú, por el apellido que llevas, mereces un marido mejor.
—¡Pero si Álvarez es un hombre honrado, un perfecto caballero!
—Así lo creo. Leyendo sus cartas hace un instante y oyendo tus revelaciones, me he convencido de que es un buen chico, y además el empleo que hoy tiene y sus cruces le acreditan como militar valiente. No me es antipático y le perdono sus ridiculeces de aquella tarde que tanto me molestaron y que me impulsaban a darle de palos. Pero… ¡fíjate bien en esto!, no es más que un militar oscuro, un capitán pobre y tal vez sin protección, que a fuerza de años y de salvar grandes obstáculos, puede ser que a la vejez llegue a coronel. ¿Te parece bien que una joven a quien la alta sociedad de Madrid considera de las más distinguidas y ricas se case con un hombre de tan humilde condición? No, hija mía. Aún hay clases, por más que se empeña en negarlo el espíritu revolucionario de estos tiempos. Tú debes casarte con un hombre de tu alcurnia, que tenga una posición brillante que unir a la tuya. Ahora eres aún muy joven y no debes separarte tan pronto de tu padre, so pena de pasar por mala hija. Cuando llegue el momento propicio ya encontrarás un hombre digno de ti. De sobra los hay en nuestra clase que pueden hacer tu felicidad. ¡Vaya muchacha! Yo te buscaré un novio que te convenga, y te advierto que para estas comisiones no tengo mal gusto.
Baselga viendo que su negativa iba a hacer llorar a Enriqueta, reía y bromeaba, procurando quitar toda importancia al asunto y dando a su conversación un carácter trivial y ligero.
El conde se valió de todos sus recursos para que la negativa no resultase a la joven, muy dolorosa. Trazó un sonriente y hermoso cuadro de la vida que en adelante llevarían padre e hija y todas sus aficiones de la juventud volvieron a renacer al eco de sus palabras.
—Yo, aquí donde me ves —decía Baselga riendo como un niño—, he sido un calavera en mis tiempos. La muerte de tu pobre madre me convirtió en un hurón, pero en adelante te aseguro que en tu obsequio volveré a ser lo que fui. Se acabaron mis tétricas meditaciones y las largas encerronas en este despacho. Desde hoy, ¡al mundo!, ¡a divertirse! No perderás ni una sola fiesta; se acabará para siempre esa educación monjil que quería darte Fernanda; serás reina de la moda, brillarás en todas las soirées, y cuando no tengas con quien bailar, bailarás conmigo. ¡Qué diablo!, yo, aunque viejo, no estoy del todo mal y puede ser que llame la atención como en otro tiempo en los salones de Palacio. Vas a tener en mi un caballero sirviente que muchas jóvenes te envidiarán. Entonces te curarás de esa pasioncilla romántica y agradecerás a tu padre el haberte lanzado al mundo en el que todas las jóvenes ambicionan figurar.
Baselga estaba transfigurado. La idea de hacer nuevamente el galán y el hombre de mundo en los salones acompañando a su hija, le rejuvenecía, sintiendo además un secreto placer con la esperanza de que por este medio Enriqueta olvidaría sus actuales amores.
Tan contento estaba, que acompañaba sus palabras con alegres carcajadas y gestos maliciosos, interrumpiéndose muchas veces para estrechar fuertemente a la joven entre sus brazos como si quisiera ahuyentar de este modo la tristeza que de ella se apoderaba.
Enriqueta acogía con indiferencia aquellas promesas de vida alegre y brillante que quitaban a su pasión toda esperanza.
Atrevióse a protestar varias veces, manifestando que nunca podría olvidar a Esteban Álvarez; pero aquel viejo que tan dominado estaba por una pasión póstuma y sin esperanza, mostrábase escéptico con los amores de la juventud y no creía en su firmeza indestructible.
—¡Oh! Eso se dice siempre —exclamaba Baselga riendo—. La juventud es en todas épocas lo mismo. ¡Cuántas veces, cuando yo era un mozuelo, juré eterno amor, y a los cuatro días me olvidé del juramento! ¡Cuántas de esas viejas damas que tú conoces en las reuniones, me prometieron en la primavera de su vida no olvidarme nunca y, sin embargo, poco después se casaron con otros! Esas promesas de amor son muy bonitas, pero mira, yo estoy seguro de que sólo se cumplen en las novelas. El corazón a los veinte años es olvidadizo; necesita muchas emociones, y éstas sólo se encuentran cambiando mucho. Lánzate al gran mundo, obedéceme divirtiéndote todo lo que puede una joven aristocrática y bien educada, y yo te aseguro que antes de medio año te has de olvidar de tu capitán.
El conde siguió hablando en este tono, y tan ocupado estaba en pintar a su hija un risueño porvenir, que se olvidaba de su célebre conquista de Gibraltar y de la posibilidad de dejar abandonada a Enriqueta para ir a cumplir sus aspiraciones patrióticas.
La joven conocía ya completamente el deseo de su padre. Nada de ser monja ni de hacer caso de las pérfidas sugestiones de la baronesa, pero menos aún de continuar las relaciones amorosas con un hombre de tan humilde posición como Álvarez. El conde ya le buscaría para marido un general, un embajador o un grande de España, que aumentase el lustre y prestigio de la casa de Baselga. Esta no había de ir abajo como otras casas nobiliarias; antes perecer que consentir la decadencia, pues él, don Fernando Baselga, se había empeñado en que su nombre llegara a ser el primero entre toda la aristocracia española.
Enriqueta estaba en peor situación que en su escandalosa conferencia con la baronesa. Al menos en ésta, al oír cómo insultaban a su novio, había sabido defenderle y sostener su pasión; pero ahora, en presencia de su padre, carecía de tal recurso, pues el conde la hablaba con bondad y le pedía que olvidase sus amores haciendo valer sus canas y su cariño de padre.
Notaba la joven en ella misma una impresión reciente y extraña, y era que el cariño que ahora sentía por su padre, inmenso y ardiente, ejercía sobre su ánimo tal seducción, que hacía vacilar un tanto su inflexibilidad en defender su amor.
El golpe decisivo que ella esperaba por parte de su padre no tardó en llegar.
—Es preciso, hija mía —dijo el conde, acompañando sus palabras de bondadosas caricias—, que terminen cuanto antes estas relaciones que me disgustan. Nadie como tu padre querrá tu felicidad en este mundo y es preciso que me obedezcas, pues de este modo tú serás dichosa y yo me consideraré como el más afortunado de los hombres. ¿Tendrás valor para negar lo que te pide tu padre? Piensa, hija mía, que he sido muy desgraciado y que el colmo de mi infelicidad sería que mis hijos se rebelasen contra mí.
Enriqueta estaba conmovida por el acento triste y resignado con que su padre le hablaba.
—¿Y qué quiere usted de mí, papá?
—Que escribas inmediatamente a ese joven diciendo que no le amas y que todo ha terminado entre los dos.
Era una proposición igual a la de la baronesa, pero a pesar de ello no tuvo la fuerza que en aquella ocasión para negarse.
La impresionaba la presencia de aquel padre cuya alma grande y amorosa acababa de conocer, y temía rebelarse, por el inmenso dolor que esto pudiera producirle. Bastante había sufrido en este mundo para que ella fuese ahora a aumentar sus penas.
—Pero, papá —se limitó a decir, con ligera entonación de protesta—. ¡Si yo le amo!… Eso será mentir.
—Bueno. No mientas y omite el decirle en tu carta que no le amas. Dile sencillamente que todo ha concluido y que no piense más en ti. Éste es el sacrificio que te pide tu anciano padre. ¿Te negarás a ello? ¿No serás, como yo creo, una joven sencilla y buena que no quiere acibarar la vida que le queda al que le dio el ser?
Enriqueta, conmovida, levantose de las rodillas de su padre, donde estaba, y se sentó en el sillón que haba junto a la mesa.
Tenía los labios fruncidos y en su rostro adivinábase el supremo y doloroso esfuerzo que le costaba la resolución que acababa de tomar.
—Dicte usted —fue lo único que dijo, con expresión enérgica y como si pisotease su rebelde corazón.
Aquello conmovió al conde y tuvo que hacer esfuerzos para no llorar.
Después de buscar en los cajones de la mesa papel de cartas, Baselga dictó y la joven fue escribiendo sin oponer ninguna protesta ni hacer gesto alguno de desagrado:
Sr. D. Esteban Álvarez.
Todo ha concluido entre nosotros. Comprendo que nuestras relaciones amorosas nunca podrían llegar a ser formales mereciendo la aprobación de mi familia y por esto me apresuro a romperlas. Juzgue usted mi conducta como quiera, pero le ruego que no me exija explicaciones. Mi resolución es en interés de la felicidad de ambos. Usted podrá ser feliz lejos de mi y yo, después de este rompimiento, seré dichosa cumpliendo los deseos de mi familia.
Enriqueta.
—Así está bien —dijo el conde cuando su hija terminó de escribir—. Cierra la carta y dámela. Yo la entregaré a Tomasa, que se ha atrevido a ser la medianera de vuestros amores y ella se la dará a ese joven. Junto con ésta le entregará todas sus cartas amorosas que están sobre la mesa.
Enriqueta hizo un gesto que manifestaba sus deseos de protestar.
Había admitido el rompimiento resignada, pero le parecía una crueldad sin límites desprenderse de aquellas cartas, eterno poema de amor, cuya lectura podía consolarla y devolverla momentáneamente su perdida felicidad.
—No te opongas, hija mía —añadió el conde—. Es por tu bien por lo que yo quiero alejar de ti estos testimonios de tu pasión que estarán recordándotela a todas horas.
Enriqueta nada dijo. El conde recogió la carta escrita por su hija y aquella correspondencia amorosa.
—Esta misma tarde —dijo— se encargará Tomasa de llevar estos papeles a su destino y mañana tu confidente amorosa tomará el retiro. Voy a asegurarla un porvenir enviándola de administradora a mis fincas de Castilla. Así no seré desagradecido y evitaré al mismo tiempo que viva junto a nosotros esa buena Tomasa cuyos únicos defectos son reñir a todas horas con Fernanda e interesarse demasiado en tus asuntos amorosos.
Enriqueta estaba ya de pie junto a la puerta y como ansiosa por salir cuanto antes. Porque la verdad era que estaba violenta.
Aquella atmósfera, por decirlo así, la ahogaba.
Comprendía que había obrado mal no oponiéndose resueltamente a lo que su padre le propuso.
Reprochábase su debilidad.
Remordíale la conciencia porque tenía la íntima convicción del profundo dolor que había de experimentar su amante al recibir aquella carta, que únicamente en un momento de inconcebible ceguedad pudo escribir.
El conde la contemplaba fijamente.
Y tal vez llegó a leer lo que en su corazón pasaba, porque le dijo al par que la estrechaba cariñosamente entre sus brazos:
—Hija mía, para tranquilidad de tu conciencia, basta solamente que reflexiones que has seguido los consejos de tu padre y un padre sólo apetece el bien de sus hijos.
XIX. LA FUERZA Y LA ASTUCIA
Estaba el capitán Álvarez muy lejos de figurarse que Enriqueta le abandonase, así es que, cuando recibió su carta, experimentó una sorpresa sin límites.
Tomasa, que había recibido de su señor la orden para marchar a sus posesiones de Castilla, entregó al amo de su sobrino la consabida carta y toda la correspondencia amorosa en que el capitán había depositado sus sentimientos.
Álvarez sintió mucho aquella herida moral, y buscó con ahínco al que se la producía.
Conocía que aquella carta no podía ser obra de Enriqueta, y quería saber de quién procedía para descargar en él su furor.
Pronto encontró lo que buscaba, pues desde mucho antes conocía la gran influencia que el padre Claudio ejercía en casa de Baselga.
La mano jesuítica era la verdadera autora de aquella resolución fatal que él nunca esperaba de Enriqueta.
La creencia de que el padre Claudio había mediado en sus amores para estorbarlos, poníale loco de furor, y paseándose febrilmente por su cuarto, miraba de vez en cuando su sable colgado de la pared, terror de los moros en la pasada guerra, y que ahora pensaba esgrimir contra la negra y maligna chusma.
Aquella maldita carta puso enfermo al capitán.
Él, que por su gran apetito era un motivo de justa alarma para la patrona, mostróse inapetente hasta el punto de excitar la compasión de la interesada pupilera.
Perico, el asistente, no estaba menos preocupado por aquella situación extraña de su señor, cuyo secreto conocía por su tía, mujer incapaz de guardar ocultas las noticias por mucho tiempo.
El bueno del muchacho, que se mostraba triste por estarlo su señorito, con su solicitud habitual buscó un medio para impedir que el capitán pasase el tiempo encerrado en su cuarto y huyendo de la conversación de sus compañeros cuando asistía a los actos de servicio, y un día arregló, no se sabe cómo, que el alférez Lindoro fuese a visitar al amigo Álvarez.
Aquel vizcondesillo insustancial, por pertenecer a la misma clase que Enriqueta y ser amigo de su familia, gozaba gran prestigio con Álvarez y lograba que éste pasase el rato muy entretenido con su conversación.
El capitán estaba en un estado tal de ánimo, que le era indispensable confiar sus penas a alguien, y relató al vizconde cuanto le había sucedido, enseñándole la carta.
El aristocrático alférez fue de la misma opinión que su amigo.
Aquello era obra de los jesuitas, y si el mismo padre Claudio no había dictado la carta, por lo menos se había mezclado en el asunto. Esto lo aseguraba él, que como visitante de la casa, conocía la influencia que sobre toda la familia Baselga ejercía el jesuita.
—Mira, chico, créeme —continuó el vizconde—, mientras no pongas de tu parte a ese cura, no conseguirás nada absolutamente en tus amores. Si él te protegiera, a estas horas estarías ya casado con Enriqueta. Conozco muy bien el poder que tiene ese pájaro. Es capaz con su sonrisa y sus palabras melosas de trastornar el juicio de todas las muchachas, y a la más enamorada hacerla que olvide a su novio.
—De modo, ¿qué tienes seguridad que el autor de mi desdicha es el padre Claudio?
—Completa, mi querido Séneca. Si no es él, ¿quién puede ser? De Quirós, gran amigo de la casa, no puedo sospechar. Es un buen muchacho que sólo piensa en hacerse célebre y únicamente se ocupa en amores fáciles. Del conde tampoco puede ser. Aunque él es quien ha dado a la tía de tu asistente la tal carta, no debe haber sabido nada de tus amores hasta el momento del rompimiento. Aquí los que lo han descubierto todo y han destrozado tus relaciones, son, indudablemente, el famoso jesuita y doña Fernanda que están empeñados, como tú ya sabes, en meter monja a Enriqueta sin duda para apoderarse de sus millones.
Álvarez, después de reflexionar mucho y de fruncir las cejas, preguntó a su amigo:
—¿Y dónde podría yo encontrar a ese padre Claudio?
—Mira, querido Esteban —se apresuró a decir el vizconde, comprendiendo la intención de la pregunta—. Te conozco bien y por lo mismo te advierto que no hagas ninguna tontería. El padre Claudio está hoy muy alto y no es un cualquiera a quien se le dan cuatro palos así que nos estorba.
—Sólo quiero hablar con él. No estoy loco y sé que un hombre como yo no se mide con un enemigo de tal paso que dispone de la astucia como única fuerza. Dime dónde podré verle.
—Difícil resulta encontrarlo, pues es tal vez el hombre más atareado de Madrid. Sin embargo, hay una hora en que es fácil verlo. Casi todas las mañanas va a las diez a Palacio para visitar a la reina, y si el día es bueno es fácil verle a pie, pues según él dice es el único instante en que puede hacer ejercicio.
—Mañana iré.
Y efectivamente, a la mañana siguiente eran todavía las nueve y media, y ya estaba Álvarez paseando por la plaza de Oriente frente al Palacio, aguardando la llegada del jesuita.
La mañana era magnífica.
Brillaba en el cielo un sol esplendoroso que daba a los muros sombríos de Palacio un tinte rosado y alegre, embelleciendo al mismo tiempo el vasto círculo de estatuas de reyes que como un cinturón de piedra estrechaba el jardín.
Una nube de gorriones revoloteaba con infernal algarabía en torno de la ecuestre estatua del centro, y por los andenes correteaban niños y niñeras de la vecindad, estorbando a media docena de retirados o viejos sin ocupaciones, que estaban ocupados en la lectura de los periódicos.
Pequeños cochecitos tirados por cabras hacían de vez en cuando un viaje de circunvalación en torno del jardín, siendo saludadas con sonriente algazara las cabecitas infantiles que asomaban entre las cortinillas del vehículo, por los compañeros que apoyados en el aro u oprimiendo entre sus manos la pelota multicolor, miraban con envidia a aquellos excursionistas en pequeño.
Álvarez, al entrar en la plaza, fue a mirar el reloj de Palacio. Comprendió que aún tendría que esperar por mucho tiempo, y no queriendo llamar la atención, recorrió con paso lento el espacio existente entre el arco de la Armería y las caballerizas.
Parose a hablar un buen rato con un oficial de la guardia a quien conocía, y cuando el reloj dio las diez, volvió al jardincillo del centro de la plaza, plantándose frente al teatro Real.
Por allí le habían dicho que llegaba todos los días el padre Claudio, y él quería abordarlo lejos de Palacio, como si temiese que alguien pudiera fijarse en aquella extraña conferencia que preparaba.
Entraron en la plaza por el punto indicado dos o tres curas, e igual número de veces se sobresaltó Álvarez, disponiéndose a abordar al que esperaba; pero cuando estuvieron cerca, reconoció que ninguno de ellos era el terrible jesuita.
Aún esperó más de media hora; pero al fin, por la calle del Arenal, vio entrar en la plaza al padre Claudio. El capitán sólo lo había visto una vez y a pesar de esto lo reconoció inmediatamente pues también a él como al conde de Baselga en otros tiempos, le había impresionado el continente de aquel jesuita, que con su afectada modestia y humildad, no podía ocultar su aspecto de hombre enérgico acostumbrado a ser obedecido ciegamente.
Por una extraña casualidad, la mirada del jesuita fijose desde muy lejos en aquel militar que estaba inmóvil y erguido en la entrada del jardincillo. Parecía que adivinaba que aquel hombre estaba allí esperándole impaciente.
El padre Claudio, como si se sintiera atraído o supiera con anterioridad lo que iba a suceder, avanzó en linea recta hacia donde estaba el capitán, aunque bajando su cabeza con extremada expresión de humilde sencillez y mirando de reojo.
Álvarez, cuando lo tuvo casi a su lado, Llevose cortésmente una mano a su rostro, y dijo con fría urbanidad:
—Dispense usted la pregunta. ¿Es usted el padre Claudio de la Compañía de Jesús?
El jesuita mostróse algo sorprendido. Por una extraña atracción habíase fijado en el militar, mozo de bizarra figura y marcial aspecto, pero no esperaba que éste le conociese ni le dirigiera la palabra.
Sorprendido, dejó caer el embozo de su manteo de seda e hizo con la cabeza un signo afirmativo.
—Pues en tal caso —continuó el capitán—, deseo hablar con usted.
—¿Es acaso de conciencia o asunto particular? —preguntó el jesuita con la expresión resignada de un hombre que se ve forzado a ejercer su profesión extemporáneamente.
—Tengo que hablarle de un asunto particular, que es para mí de gran importancia.
El padre Claudio, por toda contestación, se dirigió a un banco de piedra y tomó asiento. El capitán Álvarez le imitó, y los dos hombres permanecieron silenciosos por algunos instantes.
—Usted dirá —dijo por fin el jesuita abarcando toda la figura del militar con el rápido relampagueo de su mirada.
—Yo soy el capitán Esteban Álvarez. ¿No me conoce usted?
—Es extraño que mi nombre le resulte desconocido; pero yo le daré detalles que refresquen su memoria. Soy el novio de la hija del conde de Baselga o sea de la hermana de la baronesa de Carrillo ¿Me conoce usted ahora?
Desde las primeras palabras se había ya imaginado el jesuita que aquel militar era el adorador de Enriqueta, el ser que removía toda la bilis de doña Fernanda, y de quien ésta hablaba siempre en los peores términos; pero al saber que efectivamente era quien él se imaginaba, no pudo reprimir un instintivo movimiento de curiosidad, y se fijó en la casta de aquel pájaro, como él se decía interiormente.
El jesuita reflexionó antes de contestar, y por fin, con aquella sencillez que tan notable le hacía, contestó:
—Efectivamente, señor… ¿cómo ha dicho usted antes que se llamaba?
—Esteban Álvarez —contestó algo amoscado el capitán.
—¡Ah!, sí, eso es. Pues como decía, señor Álvarez, el nombre de usted no me es desconocido; pero mentiría si dijera que antes de este momento lo había oído más de una sola vez.
—Según eso, ¿no me conoce usted? ¿No sabe quién soy yo?
—No digo tanto, señor capitán. Sé que usted era novio de la señorita Enriqueta Baselga; pero esto lo sé desde ayer, en que su familia tuvo a bien hacerme algunas consultas sobre tal asunto. Ya puede usted considerar que a un amigo antiguo de la casa como yo lo soy, se le dispensan siempre algunas confianzas.
—Pues precisamente sobre el mismo asunto quiero hablarle yo, haciéndole algunas advertencias saludables.
El padre Claudio hizo un gesto de extrañeza ante el tonillo amenazador con que Álvarez dijo estas palabras, y contestó fríamente:
—Hable usted. Estoy dispuesto a escucharle.
Álvarez fue breve y expuso con gran claridad lo que pensaba. Enriqueta le amaba; estaba muy seguro de ello, porque la joven se lo había jurado mil veces por la memoria de su madre y era incapaz de mentir; y a pesar de esto él había recibido una carta escrita en estilo seco y desesperante, en la que se daban por muertos los antiguos amores. ¿Era posible esto? ¿Resultaba racional? No, ¡vive Cristo!, y por esto él estaba convencido de que en el negocio andaba una mano oculta y que alguien se había encargado de dictar aquella carta que causaba su desesperación.
Álvarez no usaba de anfibologías para decir quién podía ser aquel alguien tan fatal para su amor. Era franco hasta la rudeza y manifestaba al padre Claudio sus vehementes sospechas de que hubiese sido él, el autor de aquella trama miserable que amargaba su felicidad, y en tal caso…
Ya se encargaba el gesto sombrío de Álvarez de explicar lo que él era capaz de hacer con los que de un modo tan miserable se oponían a sus amores y pretendían robarle a Enriqueta.
El padre Claudio recibió sin pestañear aquella rociada de acusaciones y de amenazas.
Estaba acostumbrado a la explosión de las justas iras que provocaban muchas veces las intrigas jesuíticas, así es, que no se conmovió con tales acusaciones, antes al contrario, comenzó a sonreírse con la superioridad benigna del que se ve injustamente atacado y no se ofende por ello.
—¿Es eso cuanto tenía usted que decirme? —preguntó a Álvarez cuando éste finalizó sus acusaciones.
—Sí, señor; eso es cuanto quería decirle y por su bien le repito que si es usted quien ha obligado a Enriqueta a escribir esa carta, deshaga todo el mal que ha producido, pues de lo contrario podría usted tener más de un disgusto.
El padre Claudio seguía sonriendo, y después de reflexionar algunos minutos, dijo siempre con tono amable:
—Usted debe tenernos a los jesuitas en muy mal concepto.
—No es muy bueno el que tengo formado de su Orden. ¿Pero a qué viene esa pregunta?
—La hago porque comprendo que únicamente uno que odie mucho a nuestra santa Compañía puede atribuirnos intervenciones oficiosas como esa que usted me achaca. No pretendo sincerarme ni tengo necesidad de ello, pues usted no tiene sobre mí derecho alguno; pero tampoco quiero que esté usted en un error tan lastimoso como ahora. Vamos a ver, ¿qué interés he de tener yo en mezclarme en los asuntos íntimos de la familia de Baselga y con qué fin he de obligar a una joven a escribir esa carta de que usted habla? El porvenir de Enriqueta no me es indiferente, pero tampoco soy su padre para inquietarme tanto por su suerte.
Entonces fue Álvarez quien sonrió con cierta expresión siniestra, y dijo maliciosamente:
—Los individuos de la Compañía de Jesús siempre tienen interés por las familias que visitan.
—¿Qué quiere usted decir? Veamos —repuso fríamente el padre Claudio.
—Quiero decir que Enriqueta tiene muchos millones, es inmensamente rica y esto, en ciertas ocasiones, es una desgracia. Tal vez por esto se quiere impedir que ella me ame y su hermana la baronesa la inclina a entrar en un convento como mil veces me lo ha dicho la misma Enriqueta.
El padre Claudio miró fijamente con aire de lástima al gallardo militar, y después dijo por toda contestación:
—Indudablemente usted es de los que han leído El Judío Errante del impío Sue.
—Sí, señor, ¿pero a qué viene esa pregunta?
—Y del mismo modo habrá leído otros libros en que se calumnia del modo más infame a nuestra santa Compañía.
—He leído algo de lo mucho que contra ustedes se ha escrito, pero no comprendo el motivo de talles preguntas.
—Las hago, hijo mío, porque me causa compasión el ver que un militar distinguido e ilustrado, como usted parece serlo, cree en las mil paparruchas que viles escritores vendidos a los judíos y los protestantes, han propagado contra la sublime obra de nuestro santo padre san Ignacio. Y el padre Claudio, al nombrar a su santo patrono, llevose reverentemente una mano al ala de su sombrero de teja.
Álvarez, en vista del giro que el jesuita deba a la conversación, no sabía qué decir, pero aquél continuó:
—Como si yo supiera leer en los corazones, adivino lo que usted piensa en estos instantes. Usted que se ha empapado en la impía novela de Eugenio Sue, cree que los jesuitas somos gente que nos introducimos en las familias ricas para apoderarnos de su dinero y está convencido de que yo entro en la casa del conde de Baselga con el propósito de hacer monja a Enriqueta y robarle sus millones. ¿No piensa usted así?
—Si, señor; así pienso y mentiría si dijera lo contrario. Toda persona ilustrada que conozca medianamente la historia, sabe lo que ustedes han sido y de lo que hoy son capaces. Nada tendría de extraño que usted y los suyos se hubieran introducido en la familia de Baselga con tal propósito, y cualquier otro en mi lugar viéndose victima de una miserable intriga, pensaría de igual modo.
—Alabo la franqueza de usted; al menos no se puede dudar de que manifiesta con claridad sus pensamientos. Pero ¡ay, hijo mío! ¡En qué error tan grande está usted! Lástima me causan su ignorancia y la ceguera de su alma. ¿Sabe usted bien lo que es la Compañía de Jesús?
Álvarez estuvo a punto de contestar: «¡Una gavilla de malvados!», pero se contuvo, prefiriendo permanecer silencioso.
—La Compañía de Jesús —continuó el jesuita en vista del silencio de su interlocutor— es una institución alejada por completo de los fines terrenales y creada únicamente para la noble empresa de combatir al demonio y a su hijo el pecado extirpando del mundo las infames herejías. ¡Cuán lejos estamos los hijos de san Ignacio de mezclarnos en las miserias de la vida social! ¡Cuán engañados están los que creen que únicamente buscamos el poder universal en lo que esto tiene de agradable, queriendo con este fin apoderarnos del dinero de todos! Nosotros somos únicamente los humildes soldados de la Fe, los obedientes servidores del Papa representante de Dios en la tierra; y así como llegamos hasta el martirio cuando se trata de defender los sacrosantos intereses de la religión,
permanecemos neutrales e indiferentes en los asuntos sociales, en los cuales nos mezclamos únicamente por casualidad. Nuestra misión es más alta y sublime de lo que cree ese mundo metalizado que en todas las acciones ve siempre un mezquino interés.
El capitán no parecía convencido por estas palabras, pero reconocía que aquel sacerdote era un actor inimitable, que sabía dar a sus declaraciones un hermoso tinte, vehemente y dramático.
—¡El dinero! —continuó el padre Claudio—. ¡Creer que el móvil de nuestras acciones es el dinero! ¿Para qué lo queremos? ¿Nuestra Orden no es pobre, porque así se lo mandan los sagrados Estatutos? ¿No hacemos nosotros al entrar en la Compañía un solemne voto de pobreza al que no podemos faltar so pena de ser perjuros y castigados por tanto en la eternidad? ¡Oh! Mienten los que nos pintan como seres rapaces que únicamente pensamos en acaparar tesoros. Nuestro género de vida nos hace estar muy por encima de las mezquinas aficiones humanas y despreciamos el dinero, ese vil metal que a los ojos de las almas grandes no tiene ningún valor.
El padre Claudio hablaba con gran vehemencia y en aquel momento tenían sus palabras una expresión de veracidad. Efectivamente, él como individuo, despreciaba el dinero; su alma únicamente tenía sed de poder, afán de autoridad y quería elevarse merced a su talento. El dinero lo despreciaba como medio vil reservado únicamente a los imbéciles para abrirle paso. Pero como individuo de la Orden no apreciaba del mismo modo el asunto, pues consideraba al dinero como poderoso auxiliar. Sabía el aprecio que la Compañía hacía de los millones que entraban en caja; conocía que una buena operación era el mejor medio de deslumbrar a sus rapaces correligionarios y buscaba por esto aquel dinero que él despreciaba y que nunca se hubiera tomado el más mínimo trabajo de conquistar para su persona.
Álvarez se sentía molestado por las palabras del jesuita y por aquellos ademanes dramáticos que fingían veracidad asombrosamente, pues estaba firmemente convencido de lo que era la Compañía y de lo que buscaba su principal agente en casa del conde de Baselga.
—Usted, padre Claudio —dijo bruscamente el militar—, dirá lo que quiera, pero esté seguro de que yo por ello no dejaré de creer que la Compañía busca los millones de Enriqueta y para ello me quita a mi de en medio.
El jesuita hizo un gesto de ira ante este brusco ataque. Sus facciones se colorearon, lució en sus ojos un fugaz relámpago de ira y fue a contestar en tono aún más duro; pero se detuvo, y volviendo a adoptar su actitud dulce y humilde, dijo con mansedumbre:
—Piense usted cuanto quiera de malo que yo le perdono. Humilde siervo soy del Señor y las injurias van siempre muy bajas para que toquen en mi corazón, puesto a todas horas en Dios. No guardo rencor a los que me atacan, pues me basta con la satisfacción de mi conciencia tranquila. Ya lo he dicho antes y lo vuelvo a repetir. Yo no tengo con la familia Baselga otras relaciones que una amistad puramente espiritual. En otros tiempos confesaba a la baronesa y ahora me limito a darla algún consejo sobre la dirección de su conciencia siempre que me lo pide. A Enriqueta la considero como una niña, y apenas si mi amistad con ella pasa de ese cariño que tenemos siempre a las personas que hemos visto nacer. Nunca me he mezclado en el asunto de su vocación religiosa y si sabía antes de esta conversación, que tenía amores con un militar, fue porque ayer me lo dijo doña Fernanda en una conferencia que tuve sobre la creación de una nueva asociación religiosa.
—¿Y no tiene usted arte ni parte en la tal cartita? —preguntó sarcásticamente el militar.
—No, señor. Se lo aseguro a usted con todo mi corazón.
El padre Claudio, tan acostumbrado a mentir, cuando le tocaba afirmar por casualidad una cosa cierta, sabía hacerlo con un acento que no daba lugar a dudas. Por esto Álvarez se convenció de que en la tal carta no tenía participación el jesuita.
—Lo creo —continuó—; pero si el rompimiento de mis relaciones no es obra de usted, la preparación sí que será debida a su consejos. Esa idea de hacer monja a Enriqueta, la reconozco: es producto de los consejos jesuíticos. Doña Fernanda la defiende, y por tanto no es aventurado afirmar que es idea del padre Claudio.
—¡Dios mío! Me marea usted con sus sospechas. ¿Y qué empeño he de tener yo en hacer monja a una muchacha que ha tenido novio hace pocos días?
Álvarez sonrió, y dijo con sorna:
—Vamos, padre Claudio, que el meter unos cuantos millones de pesetas en las arcas de la Orden, sería un buen golpecito.
El padre Claudio perdió su aplomo. Experimentó la misma impresión de ira que poco antes, pero esta vez no se detuvo, y mirando fijamente al joven, dijo recalcando las palabras:
—¡Ya están los millones otra vez en danza! A juzgar por lo presentes que están en su memoria, cualquiera diría que usted es quien les tiene afición y quiere hacerlos suyos casándose con Enriqueta.
El golpe era de maestro; uno de aquellos golpes brutales, pero terribles, que el padre Claudio daba cuando comenzaba a perder su habitual calma. El efecto fue inmediato.
Nada lograba sublevar de un modo tan terrible el carácter caballeresco y susceptible de Álvarez como la creencia de que aquel amor que tanto le dominaba fuese una miserable especulación. Muchas veces, en sus horas de reflexión, sentíase conmovido al pensar que alguien pudiese confundirlo con uno de esos explotadores del amor que aprecian a las mujeres por sus fortunas. Ver a Enriqueta pobre y abandonada para entonces amarla más aún era la ilusión que muchas veces acariciaba como la suprema felicidad, y se sentía capaz de aplastar con toda la indignación de un hombre honrado, al miserable que osara dudar del desinterés de su pasión.
Con movimiento nervioso levantose del banco, y clavó una mirada amenazadora en el padre Claudio, apretando los puños convulsamente y próximo a dejarlos caer sobre el rostro del jesuita. Éste le miraba impasible. Estaba acostumbrado a arrastrar las consecuencias de sus ataques y además se encontraba muy alto y era muy poderoso para asustarse ante la cólera de un pobre militar. Por esto miraba a Álvarez con la impasibilidad con que contempla el ídolo gigantesco las amenazas del esclavo que rebulle furioso a sus pies. Álvarez apreció la diferencia de posición que existía entre ambos y sea que temiese las consecuencias o que no quisiera abusar de su fuerza con un hombre que forzosamente había de ser de costumbres pacíficas, volvió a sentarse en el banco.
La escena había sido tan rápida que no se apercibió de ella ninguno de los que estaban en los bancos cercanos.
—Dispense usted mi arranque —dijo fríamente el militar al sentarse—. Creía que estaba hablando con un hombre como yo y me olvidaba que usted lleva faldas.
Tampoco fue mal dirigido el golpe que Álvarez asestó al jesuita con tal grosería. Aquel Borgia de la Compañía que no temía a nadie y se sentía con valor para exterminar a todo el género humano, recibió un tremendo latigazo con tan despreciativas palabras. Todos los insultos consentía él antes de que nadie le creyese débil y le recordase su estado. Él, que aspiraba a la conquista del mundo y que tenía ánimos para acometer las empresas más imposibles, se avergonzaba justamente ante aquella compasión. Hubiera preferido que Álvarez le diese de bofetadas y lo patease en medio del jardín, antes de tratarle con aquella compasión de superioridad omnipotente, propia para las mujeres y los niños.
Al recibir tal insulto, en los primeros momentos, sintió tentaciones de contestar con una bofetada, pero se contuvo y todo su furor, todo su odio, lo desahogó con una de aquellas miradas que en su despacho hacían temblar a todos sus subordinados.
Transcurrió algún tiempo sin que hablase ninguno de los dos hombres.
Álvarez, con la vista fija en unos niños que jugaban a pocos pasos, canturreaba batiendo el suelo con un pie, mientras el padre Claudio le contemplaba con mirada estúpida. A pesar de esto notábase en él que estaba reflexionando.
—Oiga usted, hijo mío —dijo por fin—. Hemos sido unos locos insultándonos de este modo. Yo no acostumbro a trabar amistad con las personas de un modo tan extraño y sentiría separarme de usted en este momento quedándonos ambos con tan malos recuerdos. Usted me ha sido simpático, no quiero que sea mi enemigo, y además, le perdono los insultos que me acaba de dirigir. ¡Ah, la juventud! Yo sé bien lo que son esas cosas, pues también he sido joven y he tenido mi sangre ardiente y mis arranques de intemperancia, como cualquier otro. Pensando en esto me siento dominado por la melancolía.
Y el padre Claudio decía esto con un acento de verdad que sorprendía al capitán. Al mirar a aquel hombre que hablaba con tanta dulzura y benignidad, dudaba Álvarez que fuese cierta la escena violenta ocurrida momentos antes.
—Yo quiero que seamos amigos —continuó el padre Claudio—. Quiero que usted no tenga ninguna queja de mí. Mire usted, sería la primera vez que se habría acercado una persona a mí marchándose descontenta de mi carácter. Esto le demostrará a usted quién es este malvado, este jesuita, como dicen ustedes los impíos con maligna entonación.
Y el poderoso clérigo reía bondadosamente al decir esto, como hombre cuya benignidad está por encima de todas las pasiones mundanales.
—Yo —continuó—, tengo empeño en ser su amigo, porque presiento en usted un gran corazón, cuyo único defecto consiste en estar emponzoñado por lecturas impías propias de estos tiempos en que ruge amenazador el espíritu revolucionario. Si somos amigos, como yo espero, ya me conocerá usted más a fondo y sabrá lo que somos nosotros los jesuitas, esos monstruos horripilantes de maldad e hipocresía que con tan negros colores pintan los novelistas enemigos de la Iglesia.
Y el jesuita seguía riendo bondadosamente como si en la inmensidad de su risueña misericordia incluyera también a los escritores enemigos de la Compañía de Jesús.
—Conque vamos a ver —dijo interrumpiéndose en su bondadosa jocosidad—, ¿qué favor puedo yo hacer a usted? ¿De qué modo debo obrar para que usted sea un amigo y no me odie? Tengo interés en hacerme simpático a usted, y no crea que esto es desinteresadamente. Tengo la ambición de conquistarlo a usted arrancándolo de las garras del diablo; no quiero que un joven digno de la mejor suerte siga encenagado en la impiedad y tenga sobre nuestra santa Compañía un concepto tan erróneo e injusto.
El capitán Álvarez sentía extrañeza ante aquella rápida mutación que había experimentado el carácter del jesuita; pero la promesa de hacer por él cuanto pudiera, le deslumbró hasta el punto de que miró ya con más simpatía al padre Claudio. Álvarez recordó lo que mil veces le había dicho su compañero el vizconde, y tenía la seguridad de que si el jesuita le ayudaba, podría llegar a ser el esposo de Enriqueta. Los jesuitas eran mala gente, y de ello estaba el bien convencido, mas no por esto desconfiaba del padre Claudio. Éste podía sentir por él una repentina simpatía: tal vez le hubiese impresionado favorablemente su carácter vivo y arrebatado, y ademas… nada perdía solicitando su protección.
Estaba el capitán Álvarez en uno de esos instantes en que el hombre se siente predispuesto a la esperanza y en que acariciando con empeño una risueña ilusión, cierra los ojos a la realidad. No se le ocurrió, pues, desconfiar, y contestó a las promesas del jesuita:
—Lo que yo deseo de usted, ya que muestra interés en protegerme, es que no oponga obstáculos a mis amores. Yo sé el inmenso poder que usted tiene, conozco la gran influencia que ejerce sobre la familia de Enriqueta, y estoy convencido de que como usted quisiera, sería yo muy pronto el marido de la mujer que amo. Esto nada le costaría a usted, y yo sería feliz.
El padre Claudio seguía riendo bondadosamente.
—¡Ah, juventud! ¡Pícara juventud! Siempre lo mismo, el amor sobreponiéndose a todos los sentimientos. Haré cuanto pueda, hijo mío, pero lo que usted me pide es tan grave, que no sé si llegaré a realizar sus deseos.
—¡Oh!, usted puede mucho.
—No tanto como usted se figura. Si de mi dependiera que Enriqueta y usted se casasen, podía ya darlo por hecho; pero, amigo mío, está ahí el padre, el conde de Baselga, viejo como yo y por tanto testarudo y loco. Es muy difícil, por no decir imposible, que un hombre como él, apegado a las rancias tradiciones, consienta en dar su hija a uno que no es noble.
—Usted tiene sobre él gran ascendiente.
—Sí, hijo mío, excepto cuando nos tiramos los trastos a la cabeza; pero, en fin, el asunto no se perderá por mi culpa, pues haré cuanto pueda.
—Si usted cree que la familia de Enriqueta no ha de hacer caso de sus consejos, al menos logre usted por su parte, deshacer el efecto de esa carta que a mi novia la obligaron a escribir, y haga lo posible para que se reanuden nuestras relaciones. Comprendo que soy muy exigente y que usted juzgará tal vez degradante esta proposición; pero si usted fuera tan bondadoso que aceptase, le debería mi felicidad.
—Vaya, pues —dijo el jesuita siempre en tono jocoso—. Haré ese favor, aunque el papel que usted me encarga desempeñe, no sea muy honroso. Se ha de transigir algo con la juventud, siempre exigente cuando está enamorada. Aconsejaré a Enriqueta que no se deje imponer por nadie y que cumpla lo que le dicte su voluntad. Si tiene verdadera vocación será monja, y si aquella es una ficción de su hermana doña Fernanda, entonces tenga la seguridad de que ella misma desmentirá esa carta y reanudará el interrumpido galanteo. ¿Está usted contento?
Álvarez, por toda contestación, tendió una mano al jesuita que éste estrechó con efusión; pero al mismo tiempo su sonrisa tomó una expresión sarcástica de la que no pudo apercibirse el militar.
Retuvo el padre Claudio la mano del capitán, apretándola cariñosamente como para infundirle confianza, y pasado algún rato le preguntó con tierna solicitud, mirando fijamente sus ojos, como si pretendiese sondear sus pensamientos:
—¿Y cómo está usted en su carrera? ¿Tiene usted esperanzas de ascender? Me parece usted un militar de mérito.
—Yo —contestó con sencillez Álvarez— soy uno de esos predestinados a encontrar siempre de espaldas a la fortuna.
—Sin embargo, para su edad no se puede usted quejar. Es capitán y tiene la cruz de los valientes.
—Algo me costó ganarme todo esto, y haciendo lo que yo, otros serían ya coroneles. Además soy de los que únicamente se abren paso en tiempo de guerra a costa de grandes servicios; pero en la paz es imposible que logre ser favorecido, ni menos que se me haga justicia.
—¿No tiene usted protectores?
—No; ni los busco. Soy demasiado altivo para mendigar lo que en mi concepto sólo puede alcanzarse honradamente con la punta de la espada.
—¿No conoce usted ningún poderoso? ¿No es amigo de ningún general?
—Uno solo conozco, pero éste es imposible que me favorezca pues su recomendación causaría mal efecto en el ministerio.
—¿Quién es? ¿Puedo saberlo?
—El general Prim.
—¡Ah…!
El jesuita lanzó esta exclamación de un modo que alarmó a Álvarez. A éste le pareció que los ojos del padre Claudio se animaban con siniestra expresión, como si una alegría infernal le conmoviera interiormente.
El astuto clérigo, adivinando el mal efecto que aquella demostración había causado en el militar, se apresuró a corregir su imprudencia.
—No me extraña ahora —dijo con tono festivo— que usted haya perdido la esperanza de hacer carrera. Efectivamente, mala recomendación es la amistad de Prim; pero usted podía deshacer este obstáculo rompiendo toda clase de relaciones con el general y buscando mejores amistades.
Álvarez se irguió con altivez y dijo con cierta solemnidad:
—Yo sólo abandono a mis amigos cuando me ofenden, y no por un vil interés. Admiro al marqués de los Castillejos como uno de los mayores héroes que ha tenido España y lo mismo en la adversidad que en la fortuna estaré siempre a su lado.
Aquello parecía gustar al padre Claudio, a juzgar por su sonrisa y después de estar silencioso un buen rato con la vista fija en el suelo como si reflexionase, dijo así:
—La verdad es que usted obra perfectamente no separándose del valiente Prim. ¡Quién sabe si éste será el medio más rápido de hacer fortuna! Esto se va, amigo mío, soy el primero en reconocerlo, a pesar de que estoy interesado en mantener lo existente. En aquella casa —y señaló al Palacio real— el diablo anda suelto y no se hacen más que desatinos; así es que no será extraño que cualquier día el pueblo excitado por la propaganda revolucionaria, dé al traste con todo lo que hay detrás de esos muros. Si ese momento llega, Prim será el encargado de dar el golpe, y usted, de un solo salto, subiría a gran altura, porque, indudablemente, le ayudará en su empresa revolucionaria. ¿No es esto?
—Yo —contestó Álvarez con sencillez— voy siempre donde van mis amigos. Esta vez el padre Claudio fue más cauto y no se transparentó en su rostro la alegría que le causaba tal declaración.
—Aun siendo contra mis intereses —continuó el astuto clérigo—, lo reconozco. La nación está mal.
—Y tan mal —repuso Álvarez, a quien animaba tal conversación—. La mitad de la miseria que sufre España, viene de ahí. —Y al decir esto señalaba enérgicamente al Palacio real.
—Sí —añadió el padre Claudio—; y la otra mitad, de nosotros, los que vestimos sotana. ¿Le he adivinado el pensamiento?
—Así es. ¿Por qué he de mentir? En mi concepto, España sólo será un pueblo completo el día en que se emancipe de la tutela de la Monarquía y la Iglesia.
—Ah, impío —dijo el jesuita en broma y sin escandalizarse por tales palabras—. Necesario es que sea usted amigo mío, que venga a verme y que hablemos largamente para que yo limpie su inteligencia de todas esas ideas pecaminosas, adquiridas en perversas lecturas. Paso por que esa monarquía que tenemos hoy es mala, pero, la Iglesia, ¿por qué echar la culpa a la Iglesia de los males de la nación? Los pueblos nunca podrán pasar sin reyes y sin sacerdotes. Pero hablaremos de esto más despacio en otra ocasión, pues hora es ya de que entre en Palacio.
Los dos hombres se levantaron.
—Joven, ya sabe usted que le quiero y cuente con que haré cuanto pueda en su asunto. Cuando quiera verme o me necesite, me encontrará en la casa residencia de la Orden. Pregunte por mí, que para usted tengo siempre las puertas abiertas.
Cruzáronse entre los dos amistosos saludos y ofrecimientos, y después se separaron.
Álvarez iba con dirección a la calle del Arenal, pensando que el jesuitismo no era en el fondo tan malo como lo suponía, y que aquel célebre padre podría ser un malvado en otros asuntos, pero que en lo referente a la familia de Baselga no tenía seguramente ningún fin secreto ni mostraba empeño en estorbar sus amores con Enriqueta. El capitán sentía un gozo inmenso, con la seguridad de que el bondadoso sacerdote, poniendo en juego su influencia, volvería los galanteos al mismo ser o estado que antes de la malhadada carta.
Mientas tanto, el padre Claudio entraba en Palacio. Llevaba el rostro casi oculto en el embozo de su manto de seda para ocultar una risita que daba miedo, por lo mismo que era espontánea. «Se ha vendido» —murmuraba—. «Ese muchacho es amigo de Prim y conspira en la actualidad. Estoy seguro; sus palabras lo indican. Haremos que lo vigilen, y muy listo ha de ser para que no lo coja por su cuenta el ministro de la Guerra y lo envíe a Ceuta».
«¿Quién sabe si hará méritos suficientes para ser fusilado? Para esto hoy basta poco. De un modo o de otro nos libraremos de un novio romántico que estorba mis planes y ese mequetrefe aprenderá a oír con más calma, sin amenazar con bofetadas… y a no burlarse de mis faldas».
XX. EL LAZO TENDIDO
Estaba don Fernando Baselga en su sombrío despacho, ocupado en su habitual tarea de estudiar las fortificaciones inglesas de Gibraltar, cuando entró un criado anunciándole la visita del padre Claudio, a quien acompañaba un caballero.
El conde experimentó cierta emoción al oír tal anuncio.
Hacía más de dos meses que no veía al poderoso jesuita, pero aquel mismo día por la mañana había recibido la visita de Joaquinito Quirós, quien con aire misterioso, le había dicho de parte del padre Claudio que por la tarde iría éste a verle, acompañado de un caballero que acababa de llegar de Gibraltar, y que se comprometería indudablemente a tomar parte activa en la grande empresa.
Aquello alentaba mucho las esperanzas de Baselga. Este, siempre que reflexionaba en su soñada conquista del Peñón y teóricamente apreciaba sus inmensas dificultades, pensaba en el jefe de los jesuitas de España, comprendiendo que podía prestarle un auxilio poderosísimo.
Las promesas veladas, pero halagüeñas, que el padre Claudio le había hecho el día en que estuvo próximo a romper sus relaciones con él a causa de la educación que tanto él como la baronesa querían dar a Enriqueta, habían entusiasmado al conde, que con ciego optimismo se creía ya invencible si la Compañía protegía ocultamente su empresa patriótica. De aquí que acogiera con tanto júbilo el recado que Quirós le comunicó de parte del poderoso jesuita.
Baselga, ocupándose continuamente de su empresa, obsesionado por ella, había llegado a los últimos límites de la exaltación.
Cumplía las promesas que había hecho a su hija para obligarla a olvidar sus amores, y continuamente se exhibía con ella en los paseos, los teatros y los salones; llevaba la vida de un hombre elegante que quiere hacer agradable su existencia y no pierde diversión; tenía empeño en lanzar a su hija en el dorado torbellino de la sociedad aristocrática, y para animarla le daba el ejemplo haciéndose el viejo verde y mezclándose más entre los jóvenes que entre los amigos de su edad; pero todo esto no lograba borrar de su cerebro aquella idea de conquista que le perseguía hasta en el sueño y le impulsaba a fatigosos trabajos y a un cabildeo continuo.
Su regreso al gran mundo y a sus esplendorosas fiestas, en vez de distraerle, había servido para exacerbar el afán de gloria que le dominaba. En los aristocráticos salones o en los regios bailes de Palacio había encontrado a sus antiguos compañeros de la Guardia Real, que ahora eran generales famosos, políticos de gran renombre y jefes de gobierno, gozando de todas las dulzuras y satisfacciones que proporcionan el poder y el aura popular. Le habían hablado con la cariñosa franqueza que da una antigua amistad, bromeaban con él como si aún fuesen tenientes del real cuerpo y comentasen en el cuerpo de guardia las locuras de su general en jefe, el estrafalario conde de España, o las alcahueterías del complaciente duque de Alagón; pero a pesar de tantas expansiones cariñosas, Baselga notaba que entre él y sus compañeros se levantaba un obstáculo infranqueable, el de la diferencia de clase, y que él, al lado de aquellos hombres célebres, de cuya vida y actos se ocupaba toda la nación, no era más que un hombre rico, pero desconocido fuera del mundo de la aristocracia y que sólo merecía el afecto desdeñoso que se dispensa al desgraciado que ha malogrado su existencia y llega a la vejez sin haber hecho nada de provecho.
Su vida resultaba oscura y misteriosa para sus antiguos compañeros.
—¿Pero qué es lo que haces? —le preguntaban éstos con extrañeza cada vez que hablaban de su existencia—. ¿En qué pasas el tiempo? Indudablemente te limitas a gozar de tu gran fortuna y te contentas con llevar una vida regalada y oscura. Podías haber sido mucho, pero tú no conoces la ambición y eres feliz no imitándonos a nosotros, que sufrimos el eterno tormento de subir y subir a una altura que no tiene fin.
Cada vez que aquellos generales, ministros y embajadores hablaban de este modo a su antiguo amigo, éste volvía a su casa más agitado que de costumbre, y muchas veces, encerrándose en su despacho, lloraba de rabia al ver que estaba ya próximo a la ancianidad y era de todos sus amigos de la juventud quien menos había ilustrado su nombre.
¿Con que él no tenía ambición? Esta había sido su pasión dominante, y de la que no se había dado cuenta hasta verse en la vejez. Ambición era el sentimiento de bullicio y escándalo que le movió a sublevarse contra los liberales en 1822; ambición, lo que le hacía llevar a cabo tan estupendos actos de valor al frente de su regimiento carlista, y ambición lo que ahora le enloquecía y le impulsaba a realizar su aventurado plan de conquista, que de obtener completo éxito, haría su nombre inmortal.
Lo que él tenía de malo, el obstáculo en que tropezaba, es que era un incapaz, un bruto (y Baselga se aplicaba con fruición este calificativo), un hombre incompleto, que había subordinado su ambición a sus amores, y cuando no, había estado ligado al padre Claudio, siendo un ser sin voluntad, una máquina que se movía según las órdenes que emanaban de la voluntad de aquél.
Sus compañeros habían trabajado para sí, completamente sólos, sin el bagaje de amores que embrutecían, de pasiones póstumas que enervaban, y de protecciones que en vez de engrandecer anulaban al protegido, y por esto con menos esfuerzos y marchando con más arte habían conseguido escalar la cima de la fortuna. Pero aún era tiempo y él estaba dispuesto a remediar todos sus antiguos desaciertos.
Allí estaba su plan, magnífico, sorprendente, digno por lo difícil y aventurado de los romancescos tiempos el cual de un solo golpe y en muy pocos días le colocaría a mayor altura que todos sus afortunados compañeros.
La esperanza de conquistar con tan singular golpe de mano la fortuna hasta entonces esquiva, exaltaba al conde hasta el delirio.
Era rico, pero esto no le bastaba y pronto sería universalmente célebre que era lo que constituía su felicidad.
Aquella exaltación patriótica que le dominaba, había cambiado su exterior lo mismo que su carácter. Tenía en los ojos ese brillo propio de la fiebre que consume a los hombres empeñados en realizar por sí sólos una empresa que raya en lo imposible, y tan obsesionado estaba por su proyecto, que oía mal y contestaba peor cuando le hablaban de algo que no fuese la conquista de Gibraltar.
Su familia era la que mejor notaba la transformación operada en el conde; sus distracciones que muchas veces tomaban en la mesa del comedor un carácter cómico y sus terribles e injustificadas cóleras que ponían en conmoción toda la casa y que estallaban los días en que Baselga se desalentaba en su plan, convencido de los insuperables inconvenientes que se oponían a su realización.
Pretextando un viaje de inspección a sus posesiones de Castilla, para que ninguno de sus contados amigos pudiera concebir sospechas acerca del objeto de su excursión, abandonó Madrid y estuvo tres días en Gibraltar teniendo que salir forzosamente pasado este tiempo a causa de las indicaciones de la policía inglesa a quien debió llamar algo la atención las preguntas algo indiscretas y el examen interesado y detenido de cuantas obras fuertes pudo ver.
El viaje sólo sirvió para que el conde se indignase todavía más contra los ingleses que expulsaban a un español del suelo de su península y para que se convenciera de la imposibilidad de su empresa. Esto puso a Baselga de un humor endiablado, y tanto su servidumbre como su familia, sufrieron por algunos días las consecuencias de aquel viaje que les resultaba misterioso.
El apoyo prometido por el padre Claudio fue en adelante su única esperanza y esperó pacientemente a que éste le concediera el ansiado auxilio.
Tan vehemente era este deseo, que el conde, que nunca había apetecido las visitas del poderoso jesuita, cuyo verdadero carácter creía ya conocer, las esperaba ahora con tanta impaciencia como la devota baronesa, desesperándose al ver que el padre Claudio no cumplía sus promesas.
Él, tan altivo y deseoso poco antes de ir rompiendo poco a poco sus relaciones con los jesuitas, fue en busca del reverendo padre a la casa residencia de la Orden, pero en ninguna de sus visitas logró encontrar al padre Claudio. Parecía que lo había tragado la tierra o que se ocultaba intencionadamente deseando con su ausencia excitar los deseos del conde.
Por esto la alegría del conde fue grande cuando Quirós le comunicó el recado del reverendo padre y más aún cuando el criado le anunció su visita.
Entró el padre Claudio en el despacho siempre sonriente y haciendo reverencias y tras él apareció un hombrecillo moreno, de pelo rojizo, nerviosa movilidad, y una expresión en el rostro algo siniestra que pretendía corregir con una sonrisa estúpida.
Miraba a todas partes con azoramiento no exento de curiosidad y tuvo su vista fija algún tiempo en las vistas de Gibraltar que adornaban el despacho del conde, diciendo después con acento atolondrado de marcada pronunciación extranjera:
—¡Oh! Está bien; muy bien.
El padre Claudio, después de saludar a Baselga, tomó asiento con su compañero junto a la mesa de trabajo y con voz misteriosa preguntó:
—¿Estamos seguros aquí? ¿Podrá oírnos alguien?
—No acostumbran mis criados a escuchar tras las puertas, pero sin embargo, tomaremos precauciones.
Y el conde, a quien le iba gustando mucho aquel misterio, por lo mismo que le presagiaba cosas muy interesantes, levantose y salió del despacho oyéndosele cerrar una puerta lejana y viniendo después a hacer lo mismo con la de la habitación.
—Ahora —dijo volviendo a sentarse—, ya estamos seguros de que nadie nos oye. Diga usted cuanto quiera, padre Claudio.
Éste se detuvo antes de contestar como si saborease un golpe de efecto y al fin dijo, dando cariñosas palmaditas en la espalda de su acompañante que instintivamente tomaba la actitud de un perro acariciado:
—Este señor que usted ve aquí, es el capitán Patricio O’Connell, caballero inglés que está de guarnición en Gibraltar.
Produjose en el conde el efecto esperado por el jesuita. En su rostro retratose la alegría y miró cariñosamente al capitán irlandés examinando con atención su personilla.
Baselga, a pesar de que estaba dispuesto a impresionarse favorablemente, no pudo menos de reconocer con su buen ojo de soldado que aquel hombre tenía poco de militar. Era vivaracho y desgarbado en demasía y además llevaba afeitado el labio superior demasiado grueso y prolongado, ostentando unas patillejas rojas y lacias que le daban más aire de comerciante británico injertado en mercader judío, que de capitán del bravo ejército que con Wellington se cubrió de gloria en Waterloo.
Pero el conde estaba inclinado a verlo todo por su lado bueno, e internamente excusó al extranjero, diciéndose que, en el ejército inglés aunque había buenos mozos también se veían figuras raquíticas y extrañas, lo que no impedía que se batieran bien cuando llegaba la ocasión.
Baselga, algo emocionado, había murmurado un cumplido, extendiendo su mano al extranjero.
—Tanto gusto en conocer a usted, señor conde —decía el capitán con su acento extranjero que cuidaba de extremar—. El padre Claudio me ha hablado mucho de usted y de su magnífico plan y tantos deseos siento de ayudarle en su empresa, que he solicitado una licencia de mis jefes pretextando deseos de conocer las principales ciudades de Andalucía tan sólo por venir a verle.
—¡Eh! ¿Qué le parece a usted? —dijo el padre Claudio—. Le prometí ayudarle en su patriótica empresa, y aquí me tiene usted con el socorro apetecido, pues le traigo nada menos que a uno de los más valientes oficiales del ejército inglés. El capitán O’Connell cual buen irlandés, es ferviente católico como nosotros y también lo son todos los soldados irlandeses de la guarnición de Gibraltar, que pasan de ochocientos. Por esto es casi seguro que todos ellos tomarán parte en nuestra santa empresa. ¿No es así, amigo O’Connell?
—Así es, reverendo padre.
Baselga estaba entusiasmado con aquellas seguridades, y se sentía tan feliz que hasta creía estar soñando. Aquello de poder disponer de casi la cuarta parte de las tropas del Peñón, le causaba una felicidad próxima al desvanecimiento.
Una cosa le llamaba la atención en el capitán irlandés, y era la facilidad con que se expresaba en castellano.
—¿Está usted mucho tiempo en la península, capitán? —le preguntó—. Habla usted muy bien nuestro idioma.
—¡Oh! Es usted muy indulgente, pues reconozco que lo hablo bastante mal. Estoy más de un año en Gibraltar, pero yo tengo gran afición a los idiomas, y además conocía desde mi niñez muchas palabras del español. Mi padre fue también militar e hizo la guerra en España contra los franceses, a las órdenes del duque de Wellington.
Baselga, a quien preocupaba algo aquella facilidad de lenguaje, se tranquilizó, e impaciente por conocer las probabilidades de éxito de su plan, entró directamente a tratar de la conquista del Peñón, su tema favorito.
Él tenía en su imaginación ultimado todo su plan. Se había procurado todo lo escrito sobre las célebres fortalezas de Gibraltar, y sobre las costumbres militares en dicha plaza; había visto por sus propios ojos en el mismo teatro de operaciones todo lo que le había permitido la policía inglesa, y para dar el golpe, únicamente necesitaba quien estuviese en combinación con él dentro de la ciudad y le ayudase en el momento decisivo. ¿Estaba conforme el capitán O’Connell en ser su auxiliar?
Llegó para el irlandés el momento de manifestar su pensamiento que fue bien sencillo y expresado en pocas palabras. Él estaba dispuesto a todo y lo mismo que él, todos los irlandeses de la guarnición. Antes que súbditos de la Gran Bretaña, eran vasallos del Papa y fervientes católicos, y por tanto se hallaban prontos a ejecutar las órdenes que Dios dictase por boca de sus representantes directos, los jesuitas, los cuales al mismo tiempo eran muy buenos amigos de san Patricio, patrón de Irlanda. Además sentían hacia la vieja Inglaterra, su opresora, perdurables odios y les gustaba mucho quitarle una plaza de tanta importancia como Gibraltar, creándole de paso un conflicto con España.
La conjuración podía contar con ochocientos soldados esforzados, fuerza con la cual bien podía intentar un golpe de mano el conde de Baselga de cuya historia militar ya se habían enterado tanto él como sus compañeros y especialmente de sus estupendas hazañas en la guerra carlista.
Al conde resultábale extraño que su vida militar fuese conocida de los extranjeros, pero a pesar de esto sentíase halagado por las lisonjas como todo mortal y se imaginaba ya apoderándose de Gibraltar al frente de los soldados irlandeses que le aclamaban como caudillo invencible.
Baselga, cada vez más entusiasmado en vista de lo segura que era la adhesión de los irlandeses, entraba a detallar su plan y hacía preguntas al capitán, a las que éste contestaba con su habitual precipitación.
—¿Y esos ochocientos hombres forman todos un cuerpo?
—No, señor conde. La mayoría están en el batallón de rifles, o sea lo que aquí llaman batallón de cazadores, y el resto en los otros cuerpos de la guarnición. ¡Oh! El gobierno inglés tiene buen cuidado de esparcir a los irlandeses por todos los cuerpos, evitando que formen un regimiento completo, pues saben que éste se sublevaría inmediatamente.
—¿Y qué procedimiento cree usted mejor para dar el golpe?
—El que usted ha expuesto antes, es el más aventurado pero el más seguro. Aguardamos una noche en que entren de guardia en las principales fortificaciones una parte de los nuestros y en que yo pueda quedarme en el castillo. Usted al frente de los que estén libres se apodera del gobernador de la Plaza y las principales autoridades, nosotros desde arriba apuntamos los cañones a los cuarteles donde estén alojadas las fuerzas no comprometidas y el hecho queda ya realizado con éxito.
—Sí; éste es el mejor plan. Además tiene la ventaja de que las autoridades inglesas no están acostumbradas a esta clase de sucesos y es, por tanto, más fácil pillarlas desprevenidas.
—Tiene usted razón. Las sublevaciones militares son tan desconocidas de los ingleses como populares entre los españoles.
Baselga, cada vez más entusiasmado y deseoso de ultimar su difícil plan, sacó de un cajón de su mesa un plano de Gibraltar hecho por él mismo con arreglo a cuanto había visto o estudiado sobre la célebre Plaza. Había en él algunos claros que llenar y deseaba que aquel inesperado y valioso compañero le ayudase a corregir errores y le ilustrase en varios puntos que le resultaban oscuros.
El conde no obtuvo lo que deseaba. El rojo capitán con tanto aplomo como precipitación contestaba a todas sus preguntas, pero a Baselga le pareció que muchas veces hablaba sin saber lo que decía y únicamente por no demostrar su ignorancia.
—Ese mozo —pensaba el conde—, sabe menos aún que yo. Debe ser un militar ignorante como yo lo era en mis buenos tiempos. Pero esto no importa. Me doy por satisfecho con que sea valiente y sepa hacerse dueño del Peñón facilitándome la conquista de Gibraltar.
Baselga guardó el plano y la conversación continuó, mezclándose en ella el padre Claudio, que hasta entonces había permanecido silencioso y mirando a los dos interlocutores con la mayor atención, como si le interesara mucho su diálogo.
—Me decía el capitán cuando veníamos aquí —dijo el jesuita— que sería necesario que en la empresa entrasen también algunos españoles de corazón que no vacilaran al iniciar el movimiento.
—Sí, señor conde —añadió el irlandés—. Cincuenta o sesenta hombres decididos no estarían de más en el primer instante de nuestra santa revolución. Servirían para apoderarse de una guardia que pudiera estorbar nuestros planes, para desarmar una patrulla o cuando menos para guardar la persona de usted que es muy necesaria y no debe exponerse a caer tontamente en manos de las autoridades inglesas.
—Algo de eso había yo pensado —dijo el conde—. Efectivamente, no sería de sobra ese grupo de hombres con el cual se aseguraba la iniciativa del movimiento.
—La cosa no es difícil. Se tienen estos hombres en La Línea y cuando llega el día propicio para dar el golpe, se los hace entrar en Gibraltar con diversos disfraces. En cuanto a sus armas, yo me encargo de introducirlas sin que nadie se aperciba de ello.
—Lo difícil es encontrar hombres que sirvan para una misión tan delicada.
—Difícil es. Yo, como vivo en Gibraltar, conozco mucho la gente que pulula en el campo fronterizo, contrabandistas y merodeadores, y aunque son hombres valerosos aconsejo a usted, señor conde, que no se fíe de ellos. Son gente borracha y habladora, y contar con ellos es ir a la perdición, pues no saben guardar un secreto.
—¿A quién buscaríamos? —murmuró el conde con expresión pensativa.
—No es difícil encontrar la gente que necesitamos —dijo el padre Claudio—. Usted, señor conde, conserva, según muchas veces me ha dicho, sus relaciones con muchos carlistas de Navarra que hicieron la guerra a sus órdenes. Éstos, por lo regular, son gente dura y aguerrida, ¿no es eso?
—Se portaron bien a mis órdenes y tengo en ellos absoluta confianza.
—Perfectamente. Pues basta que usted les envíe una carta diciéndoles que los necesita para una empresa importante (sin decirles cuál sea), para que inmediatamente vengan aquí creyendo que van a hacer algo por el Pretendiente. ¿Está usted seguro de que le obedecerán?
—¡Oh!, segurísimo. A pesar de los años transcurridos me quieren y respetan tanto como cuando yo era su coronel. Algunos han muerto desde entonces, pero quedan sus hijos que me obedecerán de igual modo, pues los he favorecido a todos con mano pródiga, y es imposible que tan pronto olviden mis beneficios.
—Ya tenemos, pues, lo que deseábamos —dijo el capitán irlandés—. De entre esa gente escogerá usted cincuenta, los más fornidos y temerarios.
—Escribiré al tío Fermín, de Zumárraga, que fue sargento a mis órdenes y él se encargará del reclutamiento.
—Además, los armará usted convenientemente. Puede usted comprar cincuenta carabinas de repetición, de ésas que han inventado recientemente los yankées. Las tienen almacenadas aquí y ya le comunicaré yo desde Gibraltar la forma más adecuada para remitírmelas, introduciéndolas sin riesgo en la Plaza. Todo esto resultará tal vez un poco caro, señor conde.
—¡Bah! —repuso éste con ademanes de desprecio—. ¡Quién repara en dinero cuando se trata de una empresa tan grande y que redunda en beneficio de la patria!
—Muy bien dicho, amigo Baselga —dijo el padre Claudio con entusiasmo—. Y además, si el dinero faltase, aquí estoy yo, o más bien dicho, aquí está la Orden que, aunque pobre, contribuirá cuanto pueda a tan santa empresa.
El conde dirigió una mirada de gratitud al jesuita.
La conversación entre los tres hombres se generalizó, y pasaron más de una hora ocupados en examinar el plan de conquista apreciándolo hasta en sus menores detalles.
El capitán O’Connell lo aprobaba todo con entusiasmo, y mostraba a Baselga una confianza sólo comparable con la que un granadero de la célebre Guardia Imperial pudiera sentir por Napoleón.
Esto ensoberbecía al conde y atizaba aquella exaltación nerviosa de que era víctima siempre que examinaba su plan patriótico.
Sólo el padre Claudio le hacía objeciones y le oponía algunos reparos, siendo de éstos el que más molestaba al conde el empeño del jesuita en asociar otras personas a la empresa.
—Me extraña mucho, padre Claudio —decía Baselga—, que una persona tan cauta y prudente como lo es usted, se empeñe en mezclar en este asunto más personas. Recuerde usted el antiguo refrán «secreto de dos lo guarda Dios…». Aquí somos más de dos y bastante es con que conozcan el plan usted, el señor O’Connell y Joaquinito Quirós. ¿Aún quiere usted que lo conozca más gente?
Piense usted que de este modo el secreto puede desaparecer, y entonces adiós las probabilidades de éxito, pues si los ingleses llegan a apercibirse de nuestros intentos, nada podrá hacerse.
A pesar de estas razones, el jesuita no se daba por vencido, y alegaba otras para demostrar la necesidad de asociar ciertas personas a la empresa.
—Desengáñese usted, señor conde —decía con expresión de superioridad—, es preciso que personas respetables de mi mayor confianza entren también en la aventura. Para esta clase de negocios, por muchos que seamos, nunca resultaremos bastantes. No todo ha de ser combatir y conquistar. Una vez sea usted dueño de Gibraltar, conviene que forme una Junta o lo que hoy se llama en lenguaje revolucionario, un comité de patriotas que gobierne la Plaza, que entienda de todos los asuntos puramente políticos y que negocie con el Gobierno español, para que éste no tema a Inglaterra y quiera admitir el regalo que le haremos. Además es necesario mover la opinión pública en favor nuestro para que no se asuste ante tan estupenda conquista, que podría traer consecuencias internacionales y esto lo ha de hacer el tal comité, pues usted y O’Connell no han de estar en todas partes ni ocuparse de todos los asuntos, pues bastante harán con llevar adelante la cuestión militar.
El conde, después de alguna resistencia, se rindió a las razones de su amigo y accedió a la formación del comité, del que sería él mismo el presidente, y el vicepresidente un médico afamado y gran patriota, amigo del padre Claudio.
Después de quedar acordes en todos los puntos, el jesuita se levantó para retirarse, y Baselga y O’Connell se abrazaron con una efusión conmovedora. El capitán irlandés saldría aquella misma noche para Andalucía antes que nadie pudiera apercibirse de su estancia en Madrid.
Ya no podrían verse hasta el día del golpe; pero él, por conducto del padre Claudio, le tendría al corriente de cuanto ocurriese y le avisaría la fecha en que debía llegar con sus hombres a las cercanías de Gibraltar.
El jesuita se negó a que el conde les acompañara hasta la puerta de la escalera, y al pasar por la antesala y ver al ayuda de cámara del conde que le saludaba reverente, dijo con afectación a su acompañante:
—Pocas horas le quedan a usted, señor doctor, para sus asuntos, si es que quiere coger el tren de esta noche.
El criado se fijó con curiosidad en el señor doctor, y el jesuita con un ligero gesto pareció indicar que esto era lo que deseaba.
Ya estaba el padre Claudio en la escalera cuando volvió atrás y con aire distraído preguntó al criado:
—¿Me has dicho antes que la señora baronesa había salido?
—Sí, reverendo padre. Creo que hoy tiene reunión de cofradía en San José.
—Lo siento; quería presentarle al doctor O’Connell, ese sabio irlandés que viene conmigo.
El criado creyó de su deber hacer una profunda reverencia a aquel sabio que le volvía las espaldas y bajaba la escalera canturreando.
En la puerta del palacio esperaba una elegante berlina y a ella subieron los dos hombres.
Cuando el coche partió, el capitán O’Connell lanzó una carcajada sonora que hizo temblar los vidrios de las ventanillas, y dijo a su acompañante:
—¡Eh! ¿Qué tal, reverendo padre? ¿Soy buen actor? ¿Se desempeñar bien una farsa? De seguro que vuestra reverencia no esperaba tanto de mí.
—Has estado bien, Daniel Clark, y no desmientes que eres hijo del viejo James Clark, que en su tiendecita de Gibraltar se ha acreditado como el más astuto truhán que compra, cambia y presta a todo el mundo. Tenías un aire completo de militar ingles, y nadie hubiese dicho que te has pasado la vida regateando con los judíos del Peñón, prestando al doscientos por ciento o embarcando contrabando.
—¡Oh!, para fingir me reconozco con algunas facultades: puedo asegurarlo, aunque falte con ello a mi natural modestia.
—Ahora, truhán, lo que debes hacer es salir esta misma noche de Madrid. Vete a Gibraltar o al Infierno; lo importante es que aquí nadie se pueda fijar en ti. En ciertos negocios tiene más mérito que el trabajo el saber desaparecer a tiempo.
—Me iré, perded cuidado. El valiente capitán O’Connell toma el petate, o si os parece mejor, el señor doctor se va. Y a propósito, una pregunta, reverendo padre: ¿qué es eso de señor doctor?
El padre Claudio contempló el gesto de malicia con que su compañero le hacía esta pregunta, y fríamente, subrayando sus palabras con aquella sonrisa especial tan temida por alguno, le dijo:
—Señor Clark: hay cosas que muchas veces producen al que las sabe terribles daños; por tanto, hará usted muy bien en no querer averiguar el porqué le haya yo llamado así o de otro modo. He dicho señor doctor porque me ha dado la gana. Ya está usted contestado; ahora cada uno a sus negocios.