PARTE TERCERA
MARUJITA QUIRÓS

I. LA BARONESA Y LA REVOLUCIÓN

El día en que se esparció por Madrid la noticia de la batalla de Alcolea, la baronesa de Carrillo creyó morir de indignación y de miedo.

Indignación contra el destino, contra la Providencia Divina, si necesario era, pues existiendo un Señor Todopoderoso en el cielo, no podía ella comprender cómo consentía que el trono de los reyes fuese destruido por las turbas revolucionarias, enemigas de Dios y de los santos.

Miedo, porque bien debía sentirlo una dama de Palacio, aristócrata de nacimiento y bastarda real, viendo pasar por la calle aquellas bandas de hombres armados, terribles revolucionarios que comenzaban a jugar a la milicia nacional, y daban a entender su ferocidad sin límites, destruyendo las coronas grabadas en los escudos o en las puertas de ciertos establecimientos.

Aquel cataclismo era suficiente para aterrar a la más valiente baronesa. Pero ¡Dios mío!, ¿qué iba a ser de España sin reyes? ¿Qué sucedería cuando la revolución expulsase a los padres jesuitas? ¿Podría salirse a la calle cuando mandase ese Prim, que aclamaban las masas o cuando fuese un hecho la República a la que daban vivas?

La revolución sumía a doña Fernanda en un mar de confusiones, y no sabía si quedarse en su casa, tranquila como si nada ocurriese, o huir para no ser víctima del canibalismo revolucionario, el día en que las trompetas de los descamisados tocasen a comerse curas y baronesas.

Ella había vivido hasta entonces muy tranquila, sin acordarse de que aquella gente que no tenía un título, ni iba a los bailes de Palacio, podía aspirar a gobernarse por sí misma; pero ahora, en vista del resultado, se confesaba que forzosamente había de ocurrir aquello más tarde o más pronto.

Los intereses de la monarquía y de la religión habían sido mal cuidados en concepto suyo. ¡Ah! ¡Si hubiera vivido el padre Claudio!

Después de los dos años transcurridos desde la muerte del poderoso jesuita, doña Fernanda era la única admiradora que se conservaba fiel a su memoria.

Ella no era enemiga de su sucesor, el padre Tomás. Admiraba la sagacidad y la astucia del italiano, pero no encontraba en él el encanto del padre Claudio, y se decía que a no haber muerto éste y de seguir aconsejando a la reina y a los gobernantes, no hubiese triunfado la revolución, ni las personas decentes pasarían tan malos ratos como proporcionaba la vista del pueblo armado en las calles.

Tan grande era el susto de la baronesa, que de buen grado hubiese seguido en su emigración a la reina y a sus queridos padres jesuitas. No podía acostumbrarse a vivir sin su antiguo amigo, el padre Felipe, aquel confesor insustituible, que continuaba siendo un modelo de brutalidades y fortaleza, y tampoco podía transigir con aquella vida de manifestaciones a diario, y motines cada semana, propia de los períodos agitados.

Por desgracia, la situación de la baronesa, no le permitía obrar con entera libertad ni cumplir sus gustos.

Ella, que tanto había buscado el matrimonio en su juventud, viéndose condenada por su fealdad y su carácter a un forzoso celibato, encontrábase ahora convertida en verdadera madre de una niña de cinco años, que alegraba, con su presencia y sus juegos, aquella casa de la calle de Atocha sobre la cual parecía pesar una maldición desde el trágico fin del conde de Baselga.

Era su sobrina María, la hija de Enriqueta, que llevaba el apellido de Quirós.

La baronesa, cuando ocurrió aquel cambio político que tanto pavor le produjo, llevaba todavía el luto por la muerte de su hermana.

¡Infeliz Enriqueta! Después de la terrible escena que presenció desde su balcón en las últimas horas del 22 de junio, todavía vivió más de un año, si es que podía llamarse vida a aquella existencia enfermiza de la que ella misma no se deba cuenta.

En un estado rayano a la idiotez, ciega y sin reconocer a su hija, a la que tanto adoraba antes, estuvo la pobre joven hasta el instante de la muerte. Algunas veces surgían los recuerdos como fugaces chispazos en su memoria, y entonces hablaba cosas ignoradas por la baronesa y que a ésta le causaban gran impresión.

De este modo supo doña Fernanda que la enfermedad de su hermana, que ella creía a consecuencia de haber visto muerto a su esposo sobre la acera, provenía en realidad de que vio a su antiguo amante, a aquel pillete republicano detenido por las tropas del Gobierno y próximo a ser fusilado.

Aquella noticia causó gran alegría a la baronesa, que odiaba intensamente al capitán Álvarez, y para comprobar si el hecho era cierto o si resultaba un delirio de la infeliz enferma, encargó a varios amigos de influencia que se enterasen en los centros oficiales de si un insurrecto, ex-oficial del ejército, llamado Álvarez, había sido fusilado en la calle de Atocha.

Tales gestiones no dieron resultado alguno, pues en ningún centro constaba la ejecución de un insurrecto de tal nombre. Además, Álvarez era muy conocido como conspirador y su nombre era imposible que pasara desapercibido para las autoridades.

Doña Fernanda se quedó dudando sobre la certeza de aquel suceso y no supo si creer muerto o vivo al revolucionario que tan antipático le era. En vista de la ignorancia de los centros oficiales se inclinaba a creer que el tal fusilamiento era una visión de Enriqueta, delirante al ver el cadáver de su esposo; pero cuando hablaba con su hermana, en los rápidos momentos de lucidez que tenía ésta, asombrábase y se inclinaba a creerla, viendo la serenidad con que le relataba, con gran abundancia de detalles, la fuga de Álvarez y su asistente por la calle de Atocha abajo y el encuentro con la patrulla que los fusiló.

Lo del fusilamiento nunca llegó a creerlo doña Fernanda; pero tuvo por indudable que su antipático enemigo había estado en la barricada de la plaza de Antón Martín, y como no le dolía atribuir a Esteban Álvarez cuanto de malo podía imaginar, tuvo por indiscutible que él era quien había enviado el balazo mortal al infeliz Quirós.

Enriqueta, debilitándose lentamente y corroída por una enfermedad que era más moral que física, agonizó cerca de dos años, hasta que por fin murió a principios del sesenta y ocho.

La baronesa quedó como madre de aquella niña, a la cual, a pesar de su aversión a los niños, quiso un poco más que a Enriqueta en su infancia.

La fanática señora habíase creado en torno de su persona el vacío. Ricardo estaba en la Compañía de Jesús; exaltado cada vez más por sus aficiones místicas y aspirando al supremo grado de santidad, no quería sostener relación alguna con su familia. El padre Claudio, que era su más adorado ídolo, había muerto.

Quedábale el padre Felipe, aquel atleta que parecía insensible al curso de los años, pues se conservaba con su aspecto de eterna y zafia juventud; pero la vejez había apagado en doña Fernanda sus furores insaciables, y poseída ya del frío y de la indiferencia propia de su edad, comenzaba a sentirse molestada en presencia de su confesor, cuya rusticidad y grosería reconocía ahora que sus ojos estaban libres del velo amoroso.

Aquella soledad extremose al sobrevenir la revolución. Algunas de las damas con quienes estaba más en relaciones marcháronse a Francia para ponerse al lado de la destronada reina y comer con ella las trufas de la emigración llorando en París, con sus millones, las penas de un voluntario destierro; la mayor parte de las cofradías dejaron de funcionar momentáneamente, hasta ver en qué paraba aquello; la juventud dorada de los salones, que se burlaba del pueblo y leía al padre Claret después de salir de los burdeles, se ocultó, no se sabe dónde, y la baronesa encontrose sin amigas, sin entretenimiento, sin contertulios, y lo que es peor, sin poder seguir a los que se iban; pues por el momento no se decidía, a causa de aquella niña, cuya salud era delicada y a la que se había propuesto cuidar por sí misma.

Los jesuitas huyeron. La baronesa vio al padre Tomás el mismo día de la revolución, y le pareció muy trastornado a pesar de la serenidad que se esforzaba en fingir. Dijo que tras aquellos tiempos calamitosos no tardarían en sobrevenir otros mejores, pero al día siguiente, con toda la comunidad formada en grupos sueltos, tomó en camino de Francia, no parando hasta Bayona. A dicho punto fue también el novicio Ricardo Baselga, a quien la Compañía, cada vez tenía más empeño en presentar como futuro santo.

Doña Fernanda quedó sola en Madrid, y tan aislada como si de golpe hubiese trasladado su casa a la capital de Rusia.

Parecía que le habían arrojado de un empujón en un mundo nuevo, y su vida era un continuo gesto de extrañeza.

Leía los periódicos reaccionarios, aquellos que antes la entusiasmaban con sus artículos, en favor de la intolerancia religiosa y de los privilegios, y los encontraba ahora partidarios incondicionales de la revolución victoriosa, encomendándose a cada paso a la trinidad del día: Prim, Serrano y Topete.

Los nombres de políticos nuevos que surgían con una fecundidad alarmante no la extrañaban menos. ¿Quiénes eran aquellos señores que constituían la Junta revolucionaria de Madrid? ¿De dónde salían aquellas gentes a las que ahora daban vivas y que ella nunca había oído nombrar? Dos o tres años antes, en su tertulia, hablábase de un tal Castelar, que hacía discursos en el Ateneo, y de otro tal Pi y Margall, que escribía en La Discusión artículos socialistas que espeluznaban a las personas decentes; pero ella siempre había tenido a estos hombres y a otros como míseros pelagatos, que el Gobierno debía enviar a Ceuta, y por esto no podía comprender las aclamaciones de que constantemente eran objeto en las calles de Madrid, y lo mucho que de ellos hablaban los periódicos.

Había que huir de un país en que tales absurdos ocurrían. De aquello a degollar una mañana a todas las personas que en Madrid llevaban camisa limpia, no había más que un paso.

Cada una de las manifestaciones que hacía el pueblo de Madrid, costaba un susto a la baronesa.

Apenas oía vivas en la calle y rumor de gente que con banderas bajaban hacia la estación de Mediodía para recibir a algún personaje de la situación, la baronesa palidecía y temblaba, y si no corría a esconderse en el último rincón de la casa, era por la dignidad de clase, pues en su predisposición a imaginarse peligros y enemigos, creía que los criados eran terribles descamisados, que aunque la servían con el mismo respeto de siempre, fraguaban en su interior horrorosos planes de venganza: si ella demostraba poca entereza y falta absoluta de valor, eran capaces de degollarla una noche en la cama y poner en práctica la liquidación social, repartiéndose su dinero y alhajas.

Doña Fernanda vivía en perpetua alarma; no salía a la calle ni aun para ir a la iglesia y se estremecía de horror sólo al oír los títulos que voceaban los vendedores de impresos, y las canciones de los chiquillos.

Todos tenían en aquella época algo que escribir o que cantar contra la p… de Isabel y sus compinches, el padre Claret y Sor Patrocinio; y cuando la baronesa pensaba que por sus venas corría algo de la sangre de aquélla, y que al mismo tiempo había sido gran amiga del cura palaciego y de la monja milagrera, estremecíase de horror creyendo que sus relaciones con aquellos caídos no podían conservarse en el secreto.

Para colmo de desdichas, el tabernero que vivía enfrente se tragaba todas las noches el contenido de las hojas y folletos que publicaba el ciudadano Roque Barcia y otros escritores de menos nombre, y ansioso de hacer algo contra aquellos nobles y privilegiados que tan furibundos anatemas merecían a las plumas democráticas, había fijado su ojos en la baronesa santurrona que tenía por vecina, y aunque el pobre hombre no era capaz de hacer daño a una mosca, poníase rojo de satisfacción cuando todas las mañanas detenía en la acera a la chismosa doncella de doña Fernanda, para decirle, ahuecando la voz, que pronto se vería un 93, y que todas las algaradas presentes, no eran más que preludios de la gran cuelga en los faroles que iba a hacerse de cuantos nobles y curas se encontrasen a mano.

Estas expresiones del sanguinario tabernero las transmitía textualmente la doncella y el portero a su atribulada señora, la cual se estremecía de horror cada vez que atisbando tras los visillos del balcón veía tras el mostrador el mofletudo y bondadoso rostro del tabernero, incapaz de otros crímenes que no fuesen el aguar el vino de sus toneles.

Por fortuna, para la atribulada baronesa, a los dos meses de agitación comenzó a cansarse el pueblo de tanta bullanga sin objeto y la revolución «entró en caja», como decían los periódicos sensatos. Con esto, doña Fernanda gozó de una relativa tranquilidad.

La nación se pasaba sin reyes, y no temblaba la tierra ni se venía abajo el cielo: funcionaba ya un Gobierno presidido por Serrano, al que la baronesa conocía de la época, en que joven, gallardo y con el apodo de El general bonito, disponía como dueño en Palacio y era el único que tenía imperio sobre la caprichosa Isabelita.

Dona Fernanda comenzó a encontrar más tolerable la situación y hasta reanudó su vida de antes, consolándose, con frecuentes visitas a las iglesias, de la fuga de sus amados padres jesuitas. Las cofradías comenzaban a funcionar y los antiguos compañeros de asociación volvían a encontrarse y a reunirse, para echar sendos párrafos sobre la impiedad de los tiempos y las desgracias de España, desde que en ella no reinaban los Borbones.

Ya comenzaba a encontrar la baronesa algo tolerable aquella vida en período revolucionario, cuando un suceso vino a sumirla nuevamente en la intranquilidad.

Desde que Paco Serrano reinaba, con el título de jefe del Gobierno Provisional, se sentía más sosegada, confiando en su protección, y de aquí que ya no le importasen gran cosa las amenazas del descamisado tabernero, ni procurara atisbar tras los balcones las actitudes de aquel Nerón, enemigo irreconciliable… del vino puro. Pero una mañana en que levantó el cortinaje de una ventana para ver qué tiempo hacía y decidirse a salir a pie o en carruaje, inmutose al ver un hombre parado en la acera de enfrente y mirando con fijeza la fachada de la casa.

Era un militar que en su bocamanga llevaba los galones de comandante y que a pesar de ser joven, tenía en su bigote y en la cabeza algunas manchas de canas.

Doña Fernanda creyó reconocerlo más con el corazón que con los ojos, pero se detuvo, no queriendo admitir una idea absurda.

¡Dios mío! ¡Qué ilusión más completa! Parecía el mismo; pero no, no podía ser. Aquel otro había muerto fusilado casi en aquel mismo sitio, según el testimonio de la pobre Enriqueta

La baronesa, embargada por la emoción del que ve levantarse un muerto de la tumba, intentaba convencerse de que era absurda su suposición, y buscaba en aquel militar algún rasgo que le demostrase cómo no era el mismo que ella se imaginaba.

Pero resultaba inútil. Las canas y ciertas arrugas prematuras eran lo único de nuevo que encontraba en aquel rostro; en lo demás, la misma expresión e idénticos ademanes.

Doña Fernanda iba ya creyendo que aquello era una aparición de ultratumba, una visión fantástica que surgía ante sus ojos en pleno sol y en medio de una calle grande y transitada, cuando el militar, que permanecía inmóvil y con la mirada fija enfrente, abandonó su actitud para alejarse calle arriba con lento paso.

Doña Fernanda, al verle moverse y codearse con los transeúntes que venían en dirección contraria, ya no dudó más.

No era una aparición. Aquel militar era Esteban Álvarez, el antiguo amante de Enriqueta, el verdadero padre de María… el fusilado el día 22 de junio.

II. LO QUE FUE DEL REVOLUCIONARIO ÁLVAREZ

Cuando el ex-capitán Álvarez, sentado en el café de Madrid, sito en el boulevard Montmartre y el más frecuentado por los españoles residentes en París, contaba, a sus compañeros de emigración, sus hazañas del 22 de junio, lo que más excitaba la atención y torturaba la curiosidad de todos, era la última parte de la jornada o sea lo que le ocurrió después de disparar el último tiro en la barricada de la plaza de Antón Martín.

¡Oh! ¡Qué gran cosa resulta la amistad cuando es verdadera! ¡Cuán poco debe uno guiarse por las apariencias! Muchas veces el amigo que se desprecia y que en menos se tiene es el que presta el servicio supremo que con más emoción se recuerda durante toda la vida.

Huían Álvarez y su asistente de la barricada que acababa de tomar la tropa, cuando al pasar por frente a la casa de Enriqueta, detúvose sorprendido viendo a ésta en un balcón. Hízola una señal de adiós, y apremiado por el peligro, volvió a emprender su precipitada carrera; pero ya era tarde para salvarse.

Al pasar frente a una bocacalle, los dos fugitivos viéronse envueltos por un grupo de guardias civiles y les fue imposible resistir. Para escapar con más ligereza habían arrojado las armas y era inútil que intentasen resistir a aquella docena de guardias que les apuntaban con sus fusiles.

Dejáronse, pues, conducir por aquellos hombres que en lo ceñudo de sus rostros y en sus miradas iracundas daban a entender propósitos poco tranquilizadores.

Álvarez y su asistente, ennegrecidos por el humo del combate, con las ropas rotas y en desorden y sin sombreros, tenían un aspecto poco distinguido, y sin duda por esto, los guardias se abstenían de hacerles preguntas, tomándolos por dos revolucionarios vulgares y únicamente les dirigieron la palabra para llamarlos bandidos y canallas con otras lindezas por el mismo estilo.

Amo y criado habían sido arrojados contra una pared, y allí, cogidos de la mano, y erguidos con sublime jactancia, aguardaban la descarga con que les amenazaban una docena de fusiles apuntados a sus pechos.

Álvarez, próximo a recibir la fatal caricia del plomo, miró a aquel balcón en el que había visto a Enriqueta como una aparición momentánea. Allí estaba ella aún, casi doblada sobre la balaustrada y próxima a desvanecerse, y Álvarez la vio caer, al fin, pesadamente y golpeando su cabeza en los hierros.

El amante apenas se impresionó, pues en aquel día los sucesos terribles se seguían con una rapidez tan asombrosa que abrumaban su pensamiento.

Iba a morir, y preocupado por esta idea, sólo atendió al presente. Por un rasgo de coquetería varonil, semejante al que sentía Mural cuando al ser fusilado gritaba: ¡No tiréis a la cara!, Álvarez se cubrió el rostro con un brazo y esperó la descarga.

Álvarez oyó los pasos de mucha gente, voces imperiosas, y quitando el brazo de sus ojos vio a un pelotón de soldados de infantería que desembocaba por la misma bocacalle.

Un teniente joven, con el sable en la mano, cuestionaba con el sargento que mandaba el pelotón de guardias civiles:

—¡Se están ustedes deshonrando! —gritaba el joven militar—. No son ustedes nadie para fusilar a los prisioneros. Para eso están los consejos de guerra.

Los guardias estaban furiosos contra los revolucionarios. Muchos de los suyos habían caído atravesados por los certeros tiros de las barricadas y ansiaban vengarse con esa vehemencia rabiosa de los soldados viejos, entre los cuales el compañerismo es el mayor de los deberes.

El sargento intentó resistirse al mandato del oficial, pero éste se le impuso con el prestigio que la superioridad proporciona entre las gentes de armas.

La guardia civil bajó sus fusiles, y los dos prisioneros pasaron a poder del teniente que se comprometió a conducirlos al Principal, donde iban amontonándose los insurgentes cogidos con las armas en la mano.

Álvarez experimentó verdadera rabia al enterarse de aquel suceso. Sabía lo que significaba el ser conducido al Principal. Su persona sería identificada, tendría que comparecer ante un consejo de guerra que le aburriría con sus preguntas, y al fin sería fusilado, ni más, ni menos, que como ya iba a serlo por las armas de aquellos guardias.

Ganaba algunas horas más de vida, pero también se prolongaba su agonía y tenía que luchar con sus negros recuerdos.

Irritado contra el oficial que le había arrancado de manos de los guardias, lanzole una mirada que demostraba su falta de agradecimiento. El militar no se fijaba en él y le volvía la espalda con ese desprecio que el vencedor siente hacia el caído.

Aquella rápida mirada sirvió a Esteban para hacer un descubrimiento. En el cuello de los soldados que le rodeaban, ostentábase el mismo número del regimiento a que él había pertenecido. Una nueva desgracia que caía sobre él. Sus guardianes no tardarían en reconocerlo a él y a su antiguo asistente, y sería imposible el impedir la identificación de personalidad que tan terrible había de serle.

A Álvarez le pareció adivinar en aquellos soldados ennegrecidos y transfigurados por el combate, algunos de los individuos de su antiguo batallón, y aunque ahora se fijó más atentamente en el oficial que los mandaba, le fue imposible reconocerlo, pues marchando al frente del destacamento le presentaba la espalda.

Una gran parte de aquella compañía, de la que estaba encargado el teniente por haber muerto el capitán en aquella mañana, siguió por la calle de Atocha arriba, para reunirse con las demás fuerzas que ocupaban la barricada de la plaza de Antón Martin; la guardia civil quedó detenida en la esquina y el joven oficial, con unos veinte soldados que llevaban entre sus bayonetas a los dos prisioneros, emprendieron la marcha por la calle del Fúcar.

Anochecía, y como en aquella zona de Madrid no era posible encender el alumbrado público hasta que se recompusieran los destrozos causados en las cañerías de gas por los insurrectos al levantar las barricadas, en las calles estrechas reinaba una oscuridad que hacía caminar a los soldados con bastante precaución.

El oficial, que iba al frente, fue acortando su paso, hasta quedar al nivel de los prisioneros y colocarse al lado de Álvarez.

Seguía en su actitud indiferente y desdeñosa y entonaba, entre dientes, los toques de corneta que había estado oyendo durante todo el día. Álvarez, a pesar de su triste situación, sentíase muy molestado por la petulancia de aquel oficialito, que pegado a él, parecía hacerle fisga con su monótono canturreo.

De pronto se estremeció al oír, entre un toque a la bayoneta y otro de alto el fuego, una voz conocida que le hablaba muy bajo.

—Te he conocido en seguida, querido Séneca. Ya me figuraba yo que era muy posible el encontrarte metido en esta zambra… ¡Eh! ¡No te inmutes! No me hables: podían apercibirse estos muchachos y lo echaríamos todo a perder.

Álvarez no volvió la cabeza e hizo esfuerzos para que no se conociera la sorpresa que experimentaba. Había reconocido al oficial; era su antiguo amigo, el vizconde del Pinar, aquél a quien llamaban en el regimiento el alférez Lindoro, y que durante la emigración de Álvarez había ascendido.

Perico, que marchaba a la derecha de su amo, casi pegado a él, oía perfectamente tales palabras y más sereno que aquél, no hizo el menor gesto de sorpresa. Él había reconocido al teniente desde que se puso al lado de los prisioneros, pero se callaba aguardando algo bueno de aquel encuentro.

El vizconde seguía hablando, aunque miraba a otra parte, sin mover los labios y como si tal cosa no hiciera; habilidad que había adquirido en los salones para decir cuanto quería, sin que se apercibiera otra persona que la interesada, y de la que él se mostraba siempre muy orgulloso.

—¡Buen día nos habéis dado con vuestra maldita revolución! Te digo que aquellos guardias tenían motivos de sobra para haberos fusilado. ¡Diablo!, y si no llego yo, de seguro que os despachan a ti y a tu asistente. Te he conocido en seguida a pesar de que te tapabas la cara… ¡Bien!, ¿y ahora qué?… La verdad es que no hemos adelantado gran cosa librándote yo de los fusiles de aquellos energúmenos. Vas a ser fusilado, querido Séneca, a pesar de toda tu filosofía, y lo mismo le ocurrirá a ese bruto de Perico, que comete la locura de seguirte a todas partes. Mi deber es conducirte al Principal, allí no faltará alguien que te reconozca, y no te digo si tendrán ganas de meterle plomo en el cuerpo a un conspirador como tú, que lleva revuelto el ejército arreglando pronunciamientos. Pero… ¡con mil demonios!, estate quieto. ¡Anda como si nada te dijera! No vuelvas la cara ni intentes hablarme… Ya veremos de arreglar esto en el camino.

Y aquel buen muchacho inclinó la cabeza ocupado en pensar cuál sería el medio más seguro y acertado para salvar a su amigo.

Reflexionó largamente, y la única consecuencia que pudo sacar es que se había metido en un lío terrible, y que no le quedaba otro remedio que comprometerse gravemente o llevar a su amigo al degolladero.

El vizconde sentía que algo que dormía en el fondo de su vano cerebro se sublevaba ante la idea de que Álvarez fuera entregado por él mismo en el Principal, de donde saldría para ser fusilado con otros muchos prisioneros. No; esto no ocurriría, pues sería para él un eterno remordimiento.

«Yo creo en la Providencia —pensaba— y ¡qué diablo!… cuando las cosas han venido de modo que siendo tan grande Madrid, he sido yo el destinado a hacer a Álvarez prisionero, es que la suerte me designa para que sea su salvador. Y le salvaré… ¡sí, señor!, le salvaré».

El teniente, convencido por esta lógica, de que estaba en el deber de salvar a su amigo, aunque faltara a la disciplina y expusiera su vida, ocupábase en imaginar los medios de evasión, y de vez en cuando miraba con ojos recelosos a todos los soldados, que con el fusil al brazo y la bayoneta calada, marchaban detrás de los prisioneros. Aquel examen le tranquilizaba poco.

—Mira, Esteban —siguió diciendo a su amigo del mismo modo que antes—, veo muy difícil que tú te puedas escapar. Si fueras un desconocido, aún podría yo intentar algo con esos muchachos, diciéndoles que eres un honrado padre de familia, y que resultaría un crimen el fusilarte. Pero te conocen, Séneca, te conocen. Muchos de ellos son quintos del año pasado; pero vienen aquí dos gastadores de la época en que tú estabas en el regimiento, y hace rato que no te quitan la mirada de encima. Esos saben quién eres y las ganas que el Gobierno tiene de echarte la mano. Si te escapas de seguro que te disparan, y lo peor es que no errarán, pues son buenos tiradores. Pero… ¡con mil demonios! ¿Qué es lo que voy a hacer?

Álvarez no pudo contenerse esta vez, y a pesar de la oposición del teniente, habló con voz apenas perceptible.

—Llévame al Principal; es lo más fácil. Me importa poco vivir después de lo ocurrido.

—Por fin has hablado para decir una barbaridad. ¿Te parece, alma de cántaro, que yo, sin remordimiento de conciencia, puedo entregarte en manos de los que te han de dar la muerte?… Y el caso es —continuó con visible vacilación— que no es cosa fácil salvarte. Es fácil que un preso se escape, pero aquí sois dos y la cosa no resulta ya tan sencilla. ¿Qué haremos?

Y el teniente, que caminaba cada vez más lentamente, volvió a sumirse en una profunda meditación.

La oscuridad era cada vez mayor en las calles; la mayor parte de las casas tenían cerradas sus puertas y no se veía un transeúnte por parte alguna. Parecían las calles de una ciudad abandonada. El vecindario, aterrorizado por los combates que durante toda la tarde se habían sostenido en aquella zona de Madrid, sentía aún en los oídos el zumbido de las últimas descargas y no se atrevía a dejar libre la más pequeña rendija de su domicilio. La llegada de la noche y la carencia de alumbrado aumentaba aún más el terror.

La escolta y sus prisioneros estaban ya en la calle de Jesús, próximos a la plaza del mismo nombre, cuando el vizconde tocó con el codo a su amigo Álvarez.

—Oye, Esteban: he pensado bien lo que va a ocurrir y veo que no te queda más recurso que la fuga. Puede ser que alguno de éstos, al verte correr, te acierte y te meta una bala en el cuerpo; pero si llegas al Principal tu ruina es cierta, y muerte por muerte, más vale que tientes fortuna. Tal vez logres escapar sano. De dos hombres que huyen en distinta dirección, por lo menos uno, puede salvarse. ¿Nos oyes tú, muchacho?

Perico dio con el codo un suave golpe a su señor para indicarle que escuchaba las palabras del teniente, y Álvarez, por su parte, contestó afirmativamente a su amigo con idéntica señal.

—Está bien. Pues así que lleguemos a la entrada de la plaza, tú huyes por un lado de la calle de Lope de Vega, y Perico, por el otro. El lado de la derecha es el malo, pues conduce al Prado, donde es muy difícil sustraerse a la persecución; el de la izquierda es el mejor, pues por él puedes encontrar en las calles vecinas alguna casa abierta donde esconderte. Los dos lados son igualmente malos, si estos chicos que nos siguen tienen buen ojo y os aciertan en la oscuridad. Es inútil que os dé consejos, pues los dos sois veteranos. No hagáis caso de los tiros; la cabeza baja y a correr. Ya estamos cerca de la plaza. Séneca dame la mano sin que nadie se aperciba; así; aprieta fuerte y si te salvas, no seas tonto y no te metas en otro fandango como éste. Yo ya veré cómo salvo mi responsabilidad… ¡Créeme Esteban! El horno no está para tortas, y como esto no cambie, perderéis siempre los revolucionarios.

La escolta estaba ya en la entrada de la plaza de Jesús, cortando la calle de Lope de Vega. No había allí nadie, la oscuridad era densa, la soledad repercutía con eco agigantado las pisadas, y en las negras líneas que formaban las fachadas de las casas, brillaba luz alguna.

Perico caminaba cada vez más unido a su amo, y al llegar a tal punto, díjole al oído con acento imperioso:

—Usted por la izquierda.

Esteban se sintió violentamente empujado, y en el mismo momento, vio arremolinarse toda la escolta echándose los fusiles a la cara.

Era que el fiel muchacho, después de empujar a su amo hacia la izquierda, se había arrojado con velocidad aplastante sobre el soldado que iba a la derecha, y arrojándolo al suelo, huía por la calle de Lope de Vega con dirección al Prado.

Produjose en la oscuridad un desorden espantoso. El teniente gritó con indignación tan espontánea, que daba honor a su disimulo y los soldados apuntaron sus fusiles e hicieron una descarga cerrada sobre aquella parte de la calle.

—Creo que va herido —gritó uno de los soldados que pasaba por tener una vista portentosa; e inmediatamente más de la mitad de la escolta se lanzó en la oscura calle en persecución de Perico.

Todo esto había pasado como una exhalación a los ojos de Álvarez. El estampido de la descarga le sacó de la estupefacción profunda por la rápida fuga de su asistente; vio a los soldados de espaldas a él haciendo fuego y al mismo tiempo el vizconde mientras gritaba animando a sus soldados a la persecución, le largó un sablazo de plano, como indicándole que huyera en seguida antes que la escolta volviera de su sorpresa.

El revolucionario escapó por la izquierda de la calle corriendo junto a la pared, con la cabeza baja y el cuerpo encogido, para presentar escaso blanco por si le hacían una descarga.

Estaba ya cerca de la calle de San Agustín, cuando un soldado bisoño se apercibió de la fuga de Álvarez.

—¡Qué se escapa el otro! —gritó; y a esta voz, los pocos soldados que quedaban al lado del teniente, volvieron la cabeza hacia la izquierda de la calle. Parecíales distinguir la sombra que proyectaba en la oscuridad el fugitivo, pero ninguno pudo hacerle fuego por haber disparado poco antes sus fusiles.

Dos gastadores, los mismos que habían reconocido a Álvarez, según aseguraba el vizconde, fueron los que salieron en su persecución.

—¡No es necesario que carguéis! —dijo uno de ellos a los compañeros—. Nosotros tenemos buenas piernas y lo traeremos aquí.

Y los dos muchachotes, con el fusil colgando del hombro, salieron al escape de sus veloces alpargatas, y en la sombra se perdió el retintín que producían sus armas al agitarse con la violencia de la carrera.

Al teniente le disgustó que fueran aquellos dos hombres los que salieran en persecución de Álvarez. Sabían seguramente quién era, y por el afán de ser premiados, no dejarían de hacer los más grandes esfuerzos para apresarle.

Los dos gastadores, con su excelente vista de labriegos acostumbrados a ver en la oscuridad, distinguieron cómo el fugitivo doblaba la esquina de la calle de San Agustín.

Cuando ellos entraron en dicha calle la abarcaron en una mirada, y desde su entrada a la plaza de las Cortes, no vieron persona alguna.

Por mucho que corriera el fugitivo, y con la escasa ventaja que les llevaba, era imposible que hubiese atravesado toda la calle. En ella, pues, debía estar, y los dos la recorrieron despacio, fijándose en todas las puertas.

Una sola encontraron abierta, perteneciente a una casa antigua, de modesta apariencia, y cuyo portal era tan reducido, que la escalera comenzaba muy cerca del umbral.

Los dos muchachos se miraron sonriendo.

—Aquí está —dijo con acento de certeza uno de ellos.

—No es difícil adivinarlo; es el único refugio que ha podido encontrar. Tal vez nos estará oyendo metido entre la puerta y la pared. ¿Qué hacemos, Juanito?

—¡Bah! A éste lo fusilan si nosotros lo llevamos allá. ¿Te parece bien que maten como a un cualquiera a un hombre del que contaban tantas proezas en el regimiento? ¡Si allá en África dice que le llamaban Matamoros! Además, era el más fino de todos los oficiales cuando estaba en el regimiento, y yo le oí decir al sargento de la escuadra, que sabía más que un cura. Mira chiquio, lo que a él le pasa son desgracias que le pueden ocurrir a cualquier hombre, y esto son cosas de política en que no debemos mezclarnos. Dejémoslo en paz; para eso nos hemos encargado de seguirlo.

El llamado Juanito tenía gran ascendiente sobre su compañero pues éste se limitó a levantar los hombros en señal de conformidad.

—Vámonos… pero no, aguárdate un poco. Que conste esto que hacemos, pues ese señor de seguro que está ahí.

Y Juanito se acercó a la entreabierta puerta y la golpeó con la culata de su fusil.

—Mi capitán —dijo con voz leve acercando su cabeza al espacio que la puerta dejaba libre—. Sabemos que está usted ahí, pero no pase cuidado. Comprendemos lo que son estas cosas y para nosotros, un hombre, es un hombre.

El gastador iba a retirarse después de este rasgo de elocuencia, en que condensaba todos sus sentimientos, cuando creyó prudente añadir para que el servicio no quedase en el misterio:

—Yo soy Juan Cuesta, y mi compañero Pablo García, de la escuadra del segundo batallón, la que manda el cabo Rabiando. Somos de Belchite. Usted de seguro no tendrá el honor de conocernos, pero nosotros nos acordamos de cuando usted mandó, por una temporada, nuestra compañía. Aún me acuerdo de las dos guantadas que le atizó usted al cabo Solimán, aquel que tantas palizas les largaba a los reclutas. Parece que lo estoy viendo… ¡Qué buenos puños tiene usted!

Y el muchachote, como si temiera enfrascarse en aquellos recuerdos que le hacían sonreír, se apartó un poco disponiéndose a retirarse.

—Vaya ¡adiós, mi capitán!… Ese que iba con usted no se qué suerte habrá tenido. Creo que alguna de las chinas le habrá alcanzado. Que tenga usted mejor fortuna Capitán; procure que no le coja la policía o la guardia civil, que ahora mismo irán a la husma de los fugitivos.

Y el soldado aragonés se retiró, pero cuando ya estaba al lado de su compañero, volvió sobre sus pasos como si hubiese olvidado algo importante.

Le repugnaba retirarse sin tener una muestra de agradecimiento del perseguido, y acercando su cabeza a la entreabierta puerta, volvió a hablar:

—Mi capitán; ya que tal vez no nos veamos más, haga el favor de darme la mano. Soy un buen muchacho y tengo gusto en estrechar la mano de un valiente.

El gastador vio asomar por el borde de la puerta una mano varonil que apretó con toda la rudeza de un vehemente sentimiento.

—Bien, mi capitán; es usted todo un hombre. Da gusto hacer bien a valientes como usted. No se mueva; ahora mismo me voy.

Y volviéndose a su camarada, le llamó con un ligero siseo. —¡Eh, tú! ¡Pablico! Ven aquí, que el capitán quiere darte la mano.

El otro aragonés acudió solícito a estrechar aquella mano que surgía de la oscuridad como la de una aparición fantástica, y los dos soldados, después de sonreír estúpidamente por aquel honor, se retiraron no sin antes decir el más avispado:

—Guárdese bien, mi capitán; que no lo cojan, y si algún día cambian los tiempos y usted es algo, acuérdese de estos pobres. No lo olvide, somos de Belchite.

Los dos gastadores se alejaron, y en su apostura notábase la interna satisfacción que experimentaban.

—Ves —decía Juanico—, da gusto hacer favores a hombres que son hombres. Te digo que el dar la mano al capitán me ha puesto más contento que cuando la Pepa me regala un real para vino. ¿No piensas tú así?

El compañero afirmó con una cabezada.

—Ahora —continuó el gastador aragonés— mucho mutis. Hemos hecho lo suficiente para ir al Fijo de Ceuta. Aunque Dios baje del cielo a preguntarte, cuidado con mover la lengua.

Cuando los dos llegaron a la entrada de la plaza de Jesús, vieron reunida ya a toda la escolta, y sentado sobre un fusil que sostenían por ambos extremos dos soldados, al desgraciado Perico, que había sido herido en una pierna al escapar hacia el Prado.

Los soldados, al recogerle del suelo bañado en sangre, aplacaron su furor, y perdonándole la carrera y la alarma que les había proporcionado, le trataban con bastante consideración

La escolta púsose en marcha, y los dos gastadores, en el silencio con que el teniente acogió su declaración de no haber alcanzado al fugitivo, comprendieron que no habían obrado del todo mal.

Cuando Álvarez, oculto en aquel portal oscuro, oyó alejarse a los dos soldados, empujó la puerta tras la cual se guarecía y la cerró suavemente.

Ya estaba a salvo, aunque sólo fuera momentáneamente. Sentado en los primeros peldaños de la escalera, envuelto en aquella densa oscuridad y oyendo de vez en cuando sordos ruidos que provenían de los habitantes de los pisos superiores, pasó Álvarez gran parte de la noche, considerando aquel refugio incómodo y peligroso, como un lugar de delicioso descanso, después de las terribles aventadas de aquel día.

De vez en cuando sonaba a lo lejos el galopar de algún pelotón de caballería, y en la misma calle, se oyeron varias veces los pasos de patrullas que marchaban lentamente recorriendo la ciudad para efectuar registros en las casas sospechosas y detener a cuantos transeúntes de aspecto equívoco encontraban.

Álvarez, sumido en aquella oscuridad, presa de cruel incertidumbre sobre su porvenir, y a merced del primero que llamase a la puerta o bajase la escalera, sentía desvanecerse por momentos su presencia de ánimo.

Su situación no podía ser más crítica. Mientras había durado en él la excitación del combate, los peligros le habían parecido sin importancia; no había sentido la menor conmoción en las barricadas, ni al ver cerca de la casa de Enriqueta los fusiles de la guardia civil apuntados a su pecho: estos sucesos, así como la reciente fuga, recordábalos con toda la vaguedad de un sueño, pero ahora, al considerar fríamente su situación, sentía miedo y deseaba salir cuanto antes de tan angustioso estado.

Permaneciendo allí, estaba a merced del primero que lo encontrase en la escalera, y esta consideración le impulsó varias veces a subir para pedir a los vecinos de las habitaciones superiores que le auxiliasen; pero siempre se detuvo. Los habitantes de aquella casa, a juzgar por el portal reducido, mísero y sin portería, debían ser gentes pobres; pero aunque esto alentaba al fugitivo, por otra parte, atemorizábale la idea de encontrar arriba alguna mujer que, asustada por su presencia, diese voces que pusieran en alarma a toda la calle.

Álvarez, prefirió permanecer quieto, y allí estuvo muchas horas sentado en el duro peldaño y martirizado por la carencia de tabaco y fósforos.

De poder fumar, se hubiera distraído y alejado de sí aquella idea cruel y obsesionante de comparar su situación a la de un muerto y creerse en el fondo de una tumba, a causa de la densa oscuridad y del absoluto silencio.

Desesperado por la seguridad de que allí permanecería toda la noche y que al día siguiente sería descubierto y preso, entreteníase en contar las horas que iban sonando en todos los relojes del barrio. Así oyó desde las nueve hasta la una de la madrugada.

Daban aún tal hora los relojes más atrasados del barrio, cuando en la calle, por la que hacía mucho tiempo ya no transitaba nadie, sonaron las pisadas de una persona que se detuvo ante la puerta. Aquello hizo levantar de un salto a Álvarez, y su alarma aún subió de punto, al oír que introducían una llave en la cerradura.

Escondióse en el espacio que quedaba entre la pared y la puerta al abrirse ésta y 8oprimiéndose contra el muro, esperó.

Abrióse la puerta lentamente y un hombre entró en el oscuro portal, cerrándola tras sí. Después, en la oscuridad, el chasquido de un fósforo al ser raspado y encenderse, y una claridad rojiza se esparció por aquel reducido espacio.

Álvarez, al cerrarse la puerta, había quedado al descubierto, así es que vio inmediatamente al recién llegado y fue visto por éste.

Era un hombrecillo de enjuta y mísera figura, que tenía como rasgos más salientes en su aspecto, una nariz más que regular y una chistera mugrienta, cuyas alas daban sombra a una melena, lacia y canosa, que bajaba a cubrir de mugre el cuello de la camisa. Su levita raída a fuerza de cepillo, pregonaba una pobreza extremada pero digna, y todo en aquel vejete delataba al desgraciado que sabe llevar con nobleza su miseria y que aun la anima con algo de esa alegría serena y dulce, patrimonio de los hombres bondadosos.

Al ver a Álvarez, que sin sombrero, con las ropas rotas y el rostro ahumado, nada tenía de tranquilizador, el viejo experimentó gran sorpresa y se hizo atrás instintivamente, pero pronto se repuso y con ademán que pugnaba por ser imponente, se acercó al desconocido y empinándose sobre las puntas de los pies, al mismo tiempo que se afirmaba las gafas sobre el extremado caballete de su nariz, preguntó con voz hueca:

—¿Qué hace usted aquí, caballero?

El fugitivo contestó con voz trémula y con una dignidad que no pasó desapercibida para el viejo. Pedíale auxilio, que lo ocultase en su casa para librarse de una muerte cierta.

—¡Ah! Todo lo comprendo, caballero. Usted es sin duda de los comprometidos en esa jarana que ha aterrado a Madrid durante todo el día. Muy bien, caballero; está muy bien.

Y se quedó pensativo por algunos instantes. Álvarez no esperaba nada bueno de aquellas reflexiones y aguardaba el momento en que el vejete le ordenase salir de allí, insultándole por meterse en las casas y comprometer a las personas honradas.

Por esto su sorpresa fue grande cuando el hombrecillo señaló la escalera y con entonación propia de un personaje de drama, le dijo:

—Sígame usted, caballero. Arriba hablaremos.

Procurando hacer el menor ruido al subir los peldaños, iba el vejete delante encendiendo fósforos y casi pegado a su levita seguíale el fugitivo Álvarez, a quien después de lo ocurrido, le parecía aquel hombre la figura más simpática que había encontrado en su vida.

Vivía en el cuarto piso, en una habitación que tenía el aspecto de un desván y que ofrecía un golpe de vista raro. Había en ella más libros que muebles y más papeles que libros. El único adorno de la pared era un gran retrato al óleo de una mujer bastante fea, con soberbio marco dorado, que estaba pregonando su procedencia de la época en que el dueño de la casa había gozado de mejor posición social.

El viejo, después de enterarse de quién era Álvarez, sentía verdadero afán por corresponderle relatándole su propia vida. Aquel retrato era el de su difunta Ramona, el único ser que en este mundo le había comprendido, y había hecho justicia a sus méritos, desconocidos por el vulgo.

Él también había sido revolucionario… ¡je!, ¡je!… y miliciano nacional, aún debía tener en la cómoda como recuerdo los botones del uniforme. Las prendas las había gastado para ir por casa. ¡Jo!, ¡jo!… Y el viejo reía recordando el año 54, cuando él, en su evolución mil y tantas acerca de la utilidad de sus facultades, había pensado dedicarse a político. En el bienio progresista había perorado en los clubs, y hasta llegó a sargento furriel de una compañía del batallón de Ligeros que mandaba Sixto Cámara; pero no le llamaba Dios por el camino de la política, y la dejó para dedicarse a inventar el movimiento continuo.

Aquel D. Pedro Corrales —éste era su nombre— resultaba un ejemplar precioso de este tipo que tanto abunda en nuestra sociedad, del hombre listo que sirve para todo, que no encuentra asunto que no crea profundizar y dominar, y que, al fin, muere en la miseria sin haber hecho nada, ni servir en lo más mínimo a la sociedad.

A la muerte de sus padres era rico, y ahora estaba en la miseria. No era vicioso, ignoraba lo que eran locuras, y a pesar de esto, el dinero se le fue de entre las manos como si fuera azogue. No siguió carrera alguna porque se sentía poeta, y el genio no puede encadenarse a la monotonía universitaria. Amigo de todos los grandes hombres del período romántico, para revolucionar el teatro se metió a empresario, y perdió media fortuna; fue después editor, y su bolsa experimentó una segunda derrota; metióse en empresas industriales y acabó con su fortuna, sin que las desgracias lograsen quitarle aquella manía de hombre extraordinario llamado a transformar cuanto tocaba.

La miseria y el olvido no habían desvanecido ninguna de sus ilusiones, y oyéndole hablar se esperaba de un momento a otro que se golpease la frente y como Andrés Chenier, exclamase:

—¡Aquí hay algo!

En medio de la lástima que inspiraba a Álvarez oyéndole contar su vida tan llena de ilusiones, el revolucionario sentía por el viejo una viva simpatía cada vez que éste cortaba su relación, y mirando aquella cara fea del retrato decía con visible ternura:

—¡Oh! ¡Si viviera mi Ramona! Ésa me comprendía y sabía animarme. Sin ella me siento incapaz para todo.

El presente del buen viejo era bastante triste, pero a pesar de esto, aún hacía sonreír a aquel niño de cabellos blancos, destinado a bajar a la tumba con la virginal corona de sus primeras ilusiones. Ganábase la vida con un puesto de memorialista situado en la plaza de Isabel II, y según aseguraba, sonriendo irónicamente, no podía quejarse de su suerte; los del oficio le tenían envidia en secreto por su gran clientela, y muchas criadas iban a buscarle desde el otro extremo de Madrid, conociendo su buena mano para inventarse cartas amorosas en verso. Además, en los ratos desocupados escribía piececitas para el teatro infantil, único coliseo donde había logrado ver admitidas sus producciones. Le quedaba aún mucho de su antigua afición.

Y el vejete enumeraba las ventajas de su vida, con la misma entonación que un galán de comedia recita un parlamento.

—En fin, caballero; que lo paso ricamente, y sería un crimen quejarme de mi fortuna. Otros lo pasan peor y han tenido principios superiores a los míos. Hoy, a pesar de que la sarracina comenzó muy de mañana, he querido ir a mi cajón de memorialista, porque la puntualidad en el ejercicio de la profesión, es la base del crédito. Como hasta allí llegaban las balas, me he metido en el bodegón donde me dan de comer, y he estado en él hasta al anochecer en que he ido al café donde todas las noches me reúno con algunos amigos. No he encontrado a ninguno de ellos, el café estaba casi vacío, pero yo he pasado la noche hablando con el camarero, y no me he retirado hasta la hora de costumbre. La puntualidad; siempre verá usted en mí lo mismo, caballero.

Álvarez oía al viejo, ocupado en roer una libreta de pan bastante dura, que el viejo había encontrado registrando toda su habitación, y la mojaba en un vaso de vino rancio. El único sibaritismo de don Pedro, al hacerse viejo, había consistido en tener siempre en su casa algunas botellas del añejo que compraba en el bodegón.

El revolucionario, después de aquel día de terribles emociones, en el que apenas había comido, sentía ahora un hambre nerviosa, y procuraba aplacarla con aquellas sopas de vino.

De buena gana se hubiese tendido en la cama, que estaba en un extremo de la habitación, pues el cansancio, propio de una jornada tan agitada, entumecía sus miembros; pero el viejo, desde que sabía que su protegido era un antiguo capitán, y por añadidura ayudante de Prim, no quería que le tomase a él por un cualquiera, y hablaba sin descanso, relatando todos los incidentes de su vida. El mutismo a que le obligaba habitualmente la soledad de su vivienda, hacíale, en la presente ocasión, ser charlatán hasta el aburrimiento.

Y, aunque ahora era un pobre memorialista, había sido el amigo y el protector de todos los grandes hombres. ¡Cuánto le quería Pepe Espronceda! ¿Pues y Marianito Larra? Mayores favores le debía Pepe Zorrilla, el autor del Tenorio, y no es que él se quejase de ingratitud; pero como el otro estaba ya tan alto y él tan bajo, siempre que lo veía de lejos, don Pedro se avergonzaba y escurría el bulto, pues su timidez sublevábase con la más leve suposición de ser molesto a un amigo que podía sentir repugnancia ante su miseria.

Y el anciano seguía enumerando todos los amigos, grandes y medianos, que había tenido en su juventud, y alcanzado alguna notoriedad.

—¡Y pensar que yo que he sido dueño del teatro Español, que he tenido en la calle de la Montera la más hermosa casa editorial que se ha conocido, y que en Chamberí levanté una fábrica que asombró a cuantos la vieron, vivo en esta casa pobre y abandonado, sufriendo las impertinencias de soeces vecinos! ¡Qué vueltas da el mundo!, ¿eh, caballero capitán?

Álvarez, rendido de cansancio, y arrullado por la voz dulce de don Pedro, estaba próximo a dormirse; y si aún conservaba los ojos abiertos y contestaba con signos a la palabras del viejo, era porque tenía empeño en acabar de ablandar con vino el último pedazo de aquella libreta que tan rebelde se mostraba entre sus dientes.

Lo que mejor comprendió el capitán, es que hubiera corrido un gran peligro, si en vez de permanecer inmóvil en el patio, hubiese llamado en los pisos superiores demandando protección. ¡De buena se había salvado! En el primer piso vivía una vieja prestamista, de conciencia intranquila, gruñona, y que le bastaba oír el ruido de un ratón, para imaginarse que los ladrones forzaban su puerta y pedir socorro a los vecinos. Si Álvarez hubiese llamado a su puerta, de seguro que la vieja usurera hubiera contestado con chillidos suficientes para poner en alarma toda la calle.

En el segundo vivía una buena moza, querida de un cabo de policía, sujeto de malas entrañas, del que había que guardarse en adelante, pues era dedicado en especial a la persecución de los delincuentes políticos. La moza no era de mejores sentimientos que su amante, y de haber llamado Álvarez a su puerta, diciendo quién era, de seguro que la policía no hubiese tardado en echarle la mano.

—De todos modos, señor de Álvarez —decía el viejo con su entonación dramática y caballeresca—, más vale que tengamos vecinos de tal clase. Usted estará aquí muy seguro solamente con que tenga prudencia y no se deje ver, pues a nadie se le ocurrirá venir a registrar una casa donde vive el sabueso más listo de la policía. ¡Vaya por Dios! Alguna vez debía servir para algo esa vecindad soez que tantos disgustos me proporciona.

Y el pobre anciano, por el modo de decir estas palabras, daba a entender la repugnancia que le producía el trato con esas gentes incultas, que guardaban todos sus sarcasmos y desprecios para los pobres de levita que se ven obligados a vivir entre ellas, y a los que odian por su superioridad de educación.

La sencillez con que don Pedro se comprometía a tenerle en su casa por un plazo indeterminado, hasta que pudiera salvarse, conmovió a Álvarez hasta el punto de desvanecer la somnolencia en que estaba.

Dióle las gracias con un vigoroso apretón de manos y después sacó del bolsillo interior de su levita una abultada cartera. Tenía allí más de tres mil pesetas que eran el sobrante de los fondos que la Junta revolucionaria le había entregado para la preparación de una parte del levantamiento.

Quiso que don Pedro tomase la cantidad que juzgara necesaria para atender a los gastos que pudiera proporcionarle, pero el viejo rehusó con un gesto imponente que recordaba a los héroes de tragedia, rechazando la ciencia mortal.

—No; sería la primera vez que tomaría dinero a cambio de un favor. Guárdese sus billetes, señor de Álvarez. Aunque soy pobre, aún tengo algunos duros en esa cómoda y puedo hacer mi santa voluntad sin que nadie me ayude.

Álvarez no insistió, pues había conocido el verdadero carácter de aquel hombre.

Eran ya las tres de la madrugada, y don Pedro, excitado por aquella charla extraordinaria, no pensaba en dormir. Fumaba cigarrillo tras cigarrillo y hacía que el capitán bebiera copitas del añejo, según él decía, para que se le pasasen los muchos sustos que habría experimentado durante el día anterior.

A las cuatro, cuando ya comenzaba a romper el día se decidió a dormir, pero antes, aún quiso mostrar a su huésped lo que él llamaba el museo retrospectivo, y de dentro de un cofre viejo sacó un grueso manojo de anuncios de teatro y algunas docenas de pequeños volúmenes, encuadernados en pasta.

Los primeros eran los prospectos teatrales de cuando él era empresario y estrenaba dramas propios que vivían en el cartel una sola noche. Los libros constituían la biblioteca que él había publicado en pleno furor romántico, con el titulo de Galería de espectros trágicos y sombras ensangrentadas, colección de novelas con más prodigios que una comedia de magia y en las cuales las protagonistas ostentaban puñales y botes de veneno como quien lleva el abanico, y todos los héroes eran melenudos, de ojos satánicos y con palidez verdosa, como si todas las mañanas se desayunasen con vinagre.

La excitación de la charla y un par de copitas habían puesto a don Pedro en una situación tal, que, al contemplar aquellos recuerdos de gloria, se enterneció hasta el punto de que le saltaron las lágrimas por bajo de las gafas.

—¡Ah, caballero! —gimoteaba el viejo—; aquella fue mi grande época. Tenía dinero en abundancia, era respetado y querido por todos, se me consideraba como hombre llamado a hacer grandes cosas y sobre todo tenía a ésa —señalando al retrato—, a mi Ramona que era un dechado de perfecciones. Yo la maté, señor de Álvarez; no quiero ocultarlo, yo fui quien la maté, con mi afán de actividad y de especulaciones atrevidas. La pobrecita no pudo sufrir la ruina ni familiarizarse con la miseria. Había nacido en la opulencia y murió en el hospital. El primer día en que ella me vio en el cajón de memorialista, esperando a criadas y aguadores que entonces no venían, la infeliz cayó enferma. Era demasiado señora para sufrir aquello. Crea usted, que estos recuerdos son lo único que en esta vida me pone triste.

El anciano encerró los libros y papeles en el cofre y se dirigió a la cama, no sin beber antes otra copita, para olvidar aquello que tanto le afligía.

Los dos iban a acostarse en la misma cama, y cuando estaban ya en ropas menores, y don Pedro, dejando las gafas sobre la mesa iba a apagar el humoso quinqué, dijo al militar:

—Antes de dormir arreglemos nuestra vida, señor de Álvarez. Mientras yo esté, como de costumbre, en el cajón, usted permanecerá quietecito aquí cuidando de no cometer imprudencia alguna para que no se aperciban las gentes de abajo. Puede usted entretenerse leyendo los libros que hay esparramados por ahí; además le dejaré mi Galería de espectros trágicos y sombras ensangrentadas; se la recomiendo, hay en ella cosas muy buenas. El orden de las comidas lo arreglaremos en la siguiente forma. Yo almorzaré a las doce, en el cajón según costumbre; usted hará lo mismo con fiambres que ya le traeré a usted mañana. A las seis volveré a casa y como es la hora más a propósito para que ningún vecino curiosee, subiré yo mismo un pucherete con algo más que nos guisarán en una taberna de esta misma calle. ¿Está usted conforme?

Álvarez sonreía enternecido por la bondad de aquel viejo, que socorriendo a un desgraciado, parecía poseído de un gozo infantil.

Don Pedro apagó el quinqué, y buscando a tientas la cama, fue a acostarse al lado del revolucionario.

—Ahora a dormir —dijo con voz queda—. Estará usted mucho tiempo aquí como prisionero. Esto le será molesto, pero ¡qué diablo!, lo importante es librar la piel y aguardar que vengan tiempos mejores. Ya veremos de salir de este paso.

Calló el viejo, pero al poco rato en la oscuridad su risita infantil.

—¿Sabe usted por qué río, señor de Álvarez? Me hace mucha gracia el engañar al Gobierno teniéndole a usted aquí. ¡Ji!, ¡ji! ¡Cuánto me reiré cada vez que vea a ese groserote policía que vive abajo!

Al capitán le causaba cierto remordimiento la alegría del sencillo anciano.

—Piense usted bien lo que hace, don Pedro, socorriendo a un revolucionario. Estos gobiernos son capaces de fusilar a un viejo por haber ocultado a un desgraciado.

Reinó el silencio, pero al poco rato contestó el anciano, con voz grave:

—Me importa poco lo que pueda sucederme por hacer bien a un semejante. Aunque soy viejo, no me asusta la muerte. ¿Cree usted que si yo tuviera valor no hubiese ido hace ya tiempo a reunirme con Ramona?

Álvarez se estremeció escuchando aquellas palabras sencillas, que delataban una desesperación tranquila y un amor póstumo a toda prueba.

Los dos no tardaron en rendirse al sueño, y aquella noche Álvarez soñó que era pequeño, muy pequeño y que dormía abrazado a su padre, del cual apenas si se había acordado en mucho tiempo.

Más de un mes permaneció Álvarez en aquel escondite, haciendo la vida ordenada por don Pedro.

Éste no sólo le llevaba la comida a su huésped, sino que abandonaba su cajón y corría todo Madrid para cumplir los encargos que le hacía Álvarez.

A pesar de las precauciones que tomaban los vencidos, ocultos en Madrid, don Pedro, siguiendo las indicaciones del capitán, pudo ir enterándose de cuál había sido la suerte de cada uno.

Álvarez, seguro en su escondite, no tenía prisa en huir, convencido de que cuanto más tardase a salir de Madrid, menos obstáculos tendría que salvar en su fuga.

El embajador de Inglaterra, que había ya arreglado la escapatoria a los principales comprometidos en la revolución, era el encargado de facilitarle los medios de huida.

La policía andaba muy escamada, según decía don Pedro, que ahora hablaba más frecuentemente con el vecino polizonte, y había que esperar a que se presentase una ocasión oportuna.

Una dama inglesa, que había venido a España muy recomendada al embajador, con el solo objeto de ver corridas de toros y pintar en su cuaderno de acuarelas algunas cabezas de gitanos, fue la que se encargó de salvar al revolucionario.

Propúsole el embajador a la romántica miss, que al regresar a Inglaterra llevara hasta la frontera de Francia, en calidad de criado, a un capitán español condenado a muerte, y la descendiente de Ofelia aceptó, encontrando la aventura muy novelesca y propia para causar sensación en los salones de Londres.

Don Pedro, que servía para todo, afeitó a su protegido concienzudamente, le ayudó a vestirse un traje que había comprado el día antes, y Álvarez quedó convertido en el tipo perfecto de esos criados elegantes y respetables que constituyen la aristocracia de la domesticidad.

Aquella misma noche, a final del mes de agosto, el revolucionario llevando el saco de noche de la enjuta y huesuda miss que le precedía, atravesó el salón de espera y el andén de la estación del Norte, pasando por entre la policía que vigilaba atentamente a los viajeros.

Don Pedro, sonriendo como un ángel, contemplaba la escena desde un extremo de la estación y cuando el tren partió, lanzó un suspiro de satisfacción acompañado de unas cuantas carcajadas.

¡Je!, ¡je! ¡Cómo se la habían pegado al Gobierno y a su vecino el cabo de policía!

De este modo salió Esteban Álvarez de aquel levantamiento tan heroico como infortunado.

Al llegar a París se despidió de su protectora inglesa, que en todo el viaje no le había dirigido media docena de palabras, limitándose a mirarle descaradamente a través de su monóculo, con la misma insistencia que si fuese un bicho raro.

Los primeros días de estancia en París fueron insoportables para el emigrado. Se hallaba completamente solo y todo traía a su memoria el recuerdo de su asistente, de su fiel Perico, que había sido en aquellos lugares su inseparable compañero.

Ignoraba cuál había sido su suerte desde que el pobre muchacho le abandonó en la calle de Lope de Vega para hacer más fácil la huida de su amo.

Creía unas veces que estaría sano y salvo en Francia y hacía pesquisas para encontrarlo, pero ningún compañero de emigración había oído hablar de él y se ignoraba cuál había sido su suerte

Al mes de emigración la ansiedad experimentada por el capitán era tan grande, que resolvió escribir a su amigo, el vizconde, preguntándole por Perico. Envió la carta al Casino donde pasaba la vida el vizconde y no puso su firma, pues sabía que el Gobierno era maestro en el arte de leer la correspondencia sospechosa, sin detenerla, y él no quería comprometer a su amigo. Limitábase a preguntar qué era de Perico, y consignaba la dirección que debía dar a su respuesta.

El vizconde reconoció la forma de letra de su amigo y contestó a vuelta de correo lacónicamente, para evitarse compromisos.

Perico estaba actualmente en Melilla. Una bala le había roto una pierna en su huida. Después había sido conducido al Hospital Militar, y si no le habían fusilado, lo debía a estar herido, a las influencias que el vizconde puso en juego, y más que todo, a la serenidad que demostró negando su personalidad.

El valiente muchacho dijo en todas sus declaraciones que era francés y que tan sólo arrastrado de origen por una curiosidad imprudente había ido a las barricadas, mezclándose en la lucha. Un certificado del consulado francés que le encontraron en un bolsillo del traje, fue lo único que le salvó de ser pasado por las armas, pero esto no le evitó al supuesto francés el ser condenado a veinte años de cadena en los presidios de África, y apenas estuvo convaleciente de su herida, salió para su destino formando parte de una de aquellas famosas cuerdas en que iban a la deportación mezclados con los más abyectos criminales, algunos centenares de ciudadanos honrados, arrancados a sus familias por el delito de amar mucho a su patria.

Aquella carta conmovió al revolucionario y le hizo odiar aún con más fuerza el régimen político contra el cual conspiraba.

III. Álvarez después de la revolución

Al triunfar la revolución en septiembre de 1868, Álvarez vino a España, entrando por Cataluña con algunos generales emigrados. En Barcelona se reunió con Prim, que hacía su viaje insurreccional por las costas del Mediterráneo, y entró en Madrid formando parte del Estado mayor del célebre general, que fue acogido en la capital de España con la ovación más delirante que se recuerda.

Álvarez no olvidó a su asistente, quien a los pocos días entró también en Madrid, completamente convertido, pues a pesar de su sencillez, no dejaba de darse alguna importancia en vista de las atenciones recibidas en el camino.

Había desembarcado en Málaga con otros deportados políticos, y desde allí hasta la corte, su viaje había sido una serie de ovaciones tributadas por el pueblo a los que se habían sacrificado por su libertad. Perico quería seguir siendo para su amo un fiel asistente, pero para los demás aspiraba a los honores de personaje, y muchas noches, mientras Álvarez estaba ausente, iba él a alguno de los clubs populares que entonces comenzaban a formarse y recibía allí de los oradores los elogios destinados a los mártires, conmoviéndose hasta el punto de derramar lágrimas.

Uno de los más fervientes deseos de Álvarez era encontrar a D. Pedro Corrales, aquel inesperado y extraño protector que le había salvado la vida. Fue a la calle de San Agustín, y nadie, en aquella vieja casa, pudo contestar a sus preguntas. El policía y su moza no vivían ya allí; la vieja prestamista aún ocupaba el primer piso, pero en las conferencias que a través del ventanillo de su puerta sostuvo con el militar, no le dio noticia alguna.

Don Pedro se había trasladado hacía más de un año, no se sabe dónde. A esto quedaban reducidas todas las noticias.

Buscó Álvarez por todos lados, ganoso de encontrar a su protector, pero sus gestiones fueron inútiles. Su cajón de memorialista no existía ya.

El agitado océano de Madrid se había tragado a aquel náufrago social que con tanta dignidad y santa sencillez sabía mantenerse en su infortunio.

¿Había muerto víctima de la miseria? ¿Había cambiado su fortuna en aquellos dos años? ¿Habría encontrado por fin el valor que le faltaba para reunirse con su Ramona?

Álvarez no supo nunca nada de aquel hombre, cuyo recuerdo quedó fijo por siempre en su memoria.

Su encuentro con aquel viejo había sido de esos que ocurren en la vida, y que, a pesar de pasar fugaces, impresionan más que las amistades eternas.

El memorialista era para la vida de Álvarez un demente necesario. Le había encontrado en el momento preciso, y después el destino le hizo desaparecer. Los dos habían sido como los buques que se encuentran en los desiertos mares; se prestan auxilio, se expone al peligro el uno por el otro, y después se alejan con igual indiferencia para no encontrarse jamás.

Álvarez sólo fue ascendido a comandante, mientras que oficiales que habían permanecido en España, no atreviéndose a desenvainar nunca la espada por la revolución, saltaban ayudados por el favor, y de un solo golpe, dos o tres empleos.

Había en el infatigable conspirador; en el héroe del 22 de junio, algo que le hacía poco simpático a los ojos de aquella brillante pléyade militar que se reunía en los salones del ministerio de la Guerra, donde Prim daba audiencia a sus cortesanos de espada.

El comandante Álvarez era republicano, y a tal punto llevaba su fe política entre todos aquellos soldados de fortuna, que eran partidarios de la revolución porque a la sombra de ésta se alcanzaban entorchados, que no vacilaba en manifestar su pensamiento ante el mismo Prim, que tan justa fama tenía de poco sufrido.

Las manifestaciones monárquicas que había hecho el general al desembarcar en Barcelona le habían descorazonado. ¡Adiós, ídolo! Prim, que hasta entonces había sido para él un ser sobrenatural, un patriota sin precedentes en la historia de España, convertíase ahora ante sus ojos, en un político doctrinario incapaz de romper los moldes forjados por sus antecesores, y ansioso únicamente de ser la espada protectora, el factotum de una monarquía con ciertos visos de democracia.

Álvarez no vaciló en decir al marqués de los Castillejos la opinión que le merecía, y de aquí que las recompensas revolucionarias fuesen tan parcas para él, como exorbitantes para otros.

Prim apreciaba mucho a su antiguo agente; sabía de lo que era capaz y tenía interés en conservarlo a su lado, por lo que intentó atraerlo a sus planes políticos favorables a una monarquía democrática. Prometióle el mando de un regimiento y el fajín de allí a poco tiempo, si se declaraba adicto a la monarquía que soñaba en fundar, pero todas sus seducciones se estrellaron contra el austero republicanismo del comandante.

Él había trabajado por la revolución, y expuesto mil veces su vida en la creencia de que aquélla era para arrojar para siempre a los reyes de España; con esta idea había militado a las órdenes de Prim, pero ahora que éste se decidía en favor de la institución monárquica, él le abandonaba, y aunque la disciplina militar obligábale a ser fiel al Gobierno provisional, su corazón estaba de parte de la República federativa, de aquella República que Pi y Margall, Castelar, Orense, Garrido y otros iban predicando por todas las provincias de España.

Entre el progresismo triunfante que le ofrecía todos los honores y grandezas de la victoria, y el evangelio republicano que comenzaba a conquistar el corazón de las masas humildes y necesitadas, estaba con el último, así como unos cuantos meses antes estaba por los derechos del pueblo, contra la tiranía de los Borbones.

Álvarez rompió abiertamente con Prim.

—Ese chico es un loco —decía el general en su tertulia—. Siento que se aleje, porque es un buen amigo. Veremos qué le dan esos republicanos, a cambio del sacrificio que hace alejándose de mí.

Álvarez quedó en Madrid, aunque sin incorporarse a cuerpo alguno.

Libre de aquellas ocupaciones políticas que tanto tiempo le habían absorbido, dedicose a cumplir un deseo que hacía tiempo le agitaba.

En la emigración había sabido la muerte de Enriqueta. Leía los periódicos españoles, y especialmente de Madrid, para estar al tanto de los acontecimientos políticos ocurridos en su patria, y muchas veces tropezaban sus ojos con el nombre de la baronesa de Carrillo, eterna presidenta de cuantas cofradías celebraban fiestas religiosas u organizaban cuestaciones caritativas. A pesar del odio que profesaba a doña Fernanda, alegrábase cada vez que encontraba su nombre, pues esto parecíale que le aproximaba a la mujer amada.

Quiso enterarse varias veces de la suerte de Enriqueta y de su viudez, en la que tanta participación había tenido Perico; y aunque pensó en escribirla, nunca llegó a atreverse.

Por un periodista que fue a Amberes, donde él se encontraba con Prim, supo que Enriqueta se hallaba enferma, pero no llegó a persuadirse de la verdad de esta noticia, pues el que la daba hablábale con el tono vago e indeciso del que no se entera de cosas que le son indiferentes.

Un día leyendo en el café de Madrid, en pleno boulevard Montmartre, un número de La Época, encontrose con una esquela mortuoria que le hizo palidecer. Era la de Enriqueta. En un suelto de regulares dimensiones que el cronista del mundo elegante dedicaba a la finada, que ésta había sufrido una larga enfermedad que la tenía privada de conocimiento a consecuencia de la sorpresa que experimentó el 22 de junio, al ver a su querido esposo muerto a las puertas de su casa. El revistero aristocrático aprovechaba la ocasión para anatematizar a los feroces revolucionarios, y hacer la apología de la reina y de la nobleza de sangre. A Álvarez le hizo aquello mucho daño. Ignoraba la verdadera causa de aquella enfermedad de Enriqueta; no sabía que ésta le creía fusilado, y al leer lo que el revistero decía sobre el inmenso cariño que la señora de Quirós había profesado a su esposo, pasión que se acrecentó después de la muerte, experimentó terribles celos y se dijo con ferocidad de amante ofendido, como si la infeliz todavía viviera:

—¡Fíese usted de las mujeres! ¡Tanto como parecía quererme, y ahora resulta que muere enamorada del pillete de su marido!

La imagen de Enriqueta ya no ocupó desde aquel día el lugar preferente en la memoria de Álvarez, pero cuando éste se vio en Madrid después de triunfar la revolución, uno de sus más vehementes deseos fue el ver a su hija, a la pequeña María, que sólo había contemplado furtivamente en aquellas tardes que Enriqueta, esposa ya de Quirós, acudía a sus inocentes citas.

El comandante volvió a rondar como en otros tiempos el palacio de Baselga, pero ahora era con más aplomo y convencido de su derecho.

No iba en busca de amores; era un padre que quería ver a su hija.

Entonces fue cuando la baronesa de Carrillo le vio un día desde un balcón, y si la devota señora experimentó gran susto al creerle un aparecido, no fue menor la alarma que sintió cuando llegó a convencerse de que era un hombre de carne y hueso, o más bien dicho, que era aquel mismo pillete republicano que tantos disgustos le había proporcionado y que tan antipático le resultaba siempre.

La baronesa, con su fino olfato de beata, adivinó inmediatamente lo que significaban aquellos paseos del militar.

¡Oh! ¡No cabía el dudarlo! Álvarez era el verdadero padre de Marujita, y sin duda, sentía el deseo de verla y estrecharla entre sus brazos.

¡Y pensar que aquel miserable había mezclado su sangre plebeya con la de una familia tan aristocrática!

Pero a la baronesa no le duró mucho tiempo la indignación que le producían tales consideraciones.

Pensó en su situación actual, en la revolución que tanto horror le causaba, y en que aquel hombre odiado era de los victoriosos y debía disponer de las masas que aterrorizaban a la baronesa, con su aspecto poco distinguido.

Había que ser prudente y no hacer, como en pasadas épocas, demostraciones de desprecio a aquel ogro que la maldita revolución ponía nuevamente ante ella.

IV. Un revolucionario y una beata

En toda la noche no pudo dormir la baronesa, agitada por los pensamientos que le producían el haber visto a Álvarez la mañana anterior.

A la madrugada, cuando ya sonaba en las calles el campanilleo de las burras de leche y el cencerro de las vacas, pudo atrapar al sueño, pero no gozó de tal dicha por muchas horas.

Eran las once cuando entró su lenguaraz doncella a avisarle, con tono de alarma, que había estado a visitarla un comandante, anunciando que volvería a la una, pues tenía que hablar con urgencia a la señora.

El modo con que la doncella decía estas palabras, acabó de disipar la torpeza que invadía a doña Fernanda, bruscamente sacada de su sueño.

Adivinábase que aquella muchacha conocía a Álvarez y no ignoraba la importancia que tenía la visita.

La baronesa así lo comprendía. ¡Dios sabe de cuántas murmuraciones habría sido objeto su difunta hermana por parte de la servidumbre, gente respetuosa e inmóvil que parece no fijarse en nada, y, sin embargo lo ve todo!

Doña Fernanda, herida por la audacia que demostraba Álvarez presentándose en su casa, saltó inmediatamente del lecho y comenzó a vestirse

¡Dios mío! ¿Qué quería aquel hombre? ¿Cómo se atrevía a poner los pies en aquella casa? ¿Con qué derecho quería hablar nada menos que a una baronesa muy católica y no menos ilustre? Que se fuera a sus centros, a sus clubs, a sus logias horripilantes, donde se pisoteaba a Cristo, se cometían los mayores sacrilegios y se pronunciaban terribles palabras que mataban a una persona sólo con oírlas. ¡Mire usted que era audacia la del aquel demagogo!

Lo único que la consolaba es que ella hablaría con Paco Serrano, que la estimaba mucho, y sabría meter en vereda al audaz comandante.

Estaba resuelta a no dejarse imponer por el descamisado y dio orden terminante a la doncella para que no le permitiera la entrada.

Pero no tardó en cambiar de opinión. Parecióle sin duda indigno de ella el evadir la presencia de Álvarez, y bien fuese por imposición de su dignidad, o por no tener un enemigo en un hombre que figuraba entre los revolucionarios a quienes ella tanto temía, lo cierto es, que dio contraorden a su doncella, la cual fue autorizada para hacer entrar al comandante en el salón, así que se presentara.

Una hora después, Álvarez, vestido de uniforme, entraba en el salón de la baronesa. Ésta le hizo aguardar mucho rato, y, por fin, se presentó, vestida de negro, con rostro austero y todo el aspecto de una reina viuda.

Al ver al comandante, que se puso en pie respetuosamente, hizo doña Fernanda uno de esos gestos de extrañeza cortés que se reservan para las personas desconocidas cuyas intenciones son un problema.

Cuando los dos estuvieron sentados, el comandante comenzó a hablar a la baronesa que le escuchaba con gesto altivo y casi impertinente.

—Señora: no sé si usted me conocerá… ¿Que no? No lo extraño. Hace ya mucho tiempo que no nos hemos visto, y las circunstancias de la vida me han envejecido bastante. Sin embargo, tal vez haga usted memoria cuando sepa mi nombre. Yo soy Esteban Álvarez.

Doña Fernanda volvió a hacer con su cabeza signos negativos.

—A pesar de esto, usted me conoce, señora. Nunca nos hemos hablado, pero tengo las seguridad de que yo no soy para usted un desconocido.

Tal vez recuerde usted mejor cuando yo le diga que fui novio de su difunta hermana Enriqueta. Creo que algunas veces he tenido la desgracia de incurrir en la muda indignación de usted.

Y Álvarez dijo estas palabras sonriendo discretamente.

La baronesa ya no pudo seguir negando y acogió aquellas palabras con la expresión del que recuerda una cosa que le interesa poco.

—¡Ah!, sí, caballero. Me parece recordar que mi hermana tenía un capitán que parecía algo enamorado de ella… ¿Era usted mismo, caballero? Vaya, pues, lo celebro mucho. Ya sabrá usted que la pobrecita murió.

Y doña Fernanda sonreía desdeñosamente, envuelta en su superioridad de raza y esforzándose en darle a entender con su actitud, que el haber tenido relaciones amorosas con su hermana, no autorizaba a ningún plebeyo, y por añadidura revolucionario, para inmiscuirse en el seno de una familia de antigua nobleza.

—Sí, señora. Sé que murió Enriqueta y éste es el mayor infortunio de cuantos he experimentado. Ha sido mi único amor.

—Veo que es usted constante, caballero —dijo la baronesa con acento sarcástico—. No podría decir lo mismo mi pobre hermana si viviese, pues ya sabrá usted que ella contrajo matrimonio después de sus galanteos con usted. Se casó con un hombre distinguido y de gran talento, que murió heroicamente peleando en favor de las doctrinas de sus mayores y de los intereses del orden y de la familia. Desgraciadamente, hoy no están en moda tales esfuerzos, pues nos han salido otros héroes de nueva clase.

La baronesa profesaba gran simpatía a su cuñado Quirós, aun después de muerto, y como si no conociera las circunstancias de su desgraciado fin, complacíase en forjarse una novela sobre sus últimos instantes y en tenerlo como un héroe, que, consecuente con los principios que siempre predicaba, habíase batido el 22 de junio como un león, siendo mártir de la monarquía y del catolicismo. En todas partes hablaba de su cuñado, llamándole héroe y mártir sublime, y la sociedad que la rodeaba, creíala o fingía creerla, pues a todos interesaba el formarse dentro de su clase un grande hombre.

Por los labios de Álvarez vagó una débil sonrisa al encontrarse convertido en héroe al despreciable Quirós, pero se abstuvo de todo comentario sobre esta creencia, así como sobre las últimas palabras de la baronesa, que eran una sátira contra la revolución, y siguió como si no se hubiera fijado en tales expresiones.

—Conozco, señora, el matrimonio de su hermana, lo que esto significaba, y de igual modo, hasta qué punto era su esposo ese señor Quirós, de quien usted habla. Sólo conociendo estas cosas, como las conozco, es como yo me he limitado a callar hasta el presente y no he hecho uso de un derecho que tengo, si no valedero ante la sociedad, legítimo como el que más a los ojos de la naturaleza.

—¡Dios mío! ¡Caballero! —dijo con fina sonrisa la aristócrata—. Habla usted de un modo tan imponente, que siguiendo así llegará a aterrorizarme. Además, no sé qué derechos pudiera usted tener sobre mi hermana. ¿Qué era novia de usted? Conforme. ¿Qué se escribían cartitas y algunas mañanas se veían en el Retiro? No lo sé cierto, pero algo he oído decir y no quiero ponerlo en duda. Pero esto, señor mío, no autoriza a nada. ¿Quién no sabe lo que son amoríos a los veinte años? ¿Tienen esta clase de relaciones alguna importancia, para crear esos derechos de que usted habla en tono tan formal? Si todas las muchachas tuvieran que quedar ligadas eternamente con aquellos hombres a los que hubiesen dado palabra de fidelidad a los veinte años, le aseguro a usted que el amor, y hasta la vida, serían imposibles. Crea usted, caballero, que no entiendo lo que usted dice.

La baronesa fingíase con habilidad completamente ignorante de cuanto había existido entre Enriqueta y Álvarez, y aunque no se sentía muy tranquila en presencia de aquel hombre, empujaba hábilmente la conversación hacia un punto que excitaba su interés y que era lo que principalmente había motivado su repentina decisión de admitir al revolucionario en su casa.

Deseaba saber la verdad de las relaciones entre su hermana y Álvarez. Durante la enfermedad de Enriqueta, ésta, con palabras sueltas, le había dado a entender algo que pudo añadir a lo mucho que ya sabía sobre la aventura de su hermana y el modo con que Quirós había logrado explotarla, pero le faltaba conocer la historia con todos sus detalles, y por esto impulsaba hábilmente a aquel enemigo a que saciase su curiosidad.

Álvarez, al notar el desprecio cortés con que le trataba la baronesa y la certeza con que le negaba todo derecho sobre Enriqueta, queriendo hacerlo pasar como a un extraño, indignóse, y aunque con bastante discreción, para no herir de lleno la honra de su difunta amante, comenzó a relatar todo lo ocurrido desde el día en que la hija del conde de Baselga huyó de su casa para ir a buscarle a él en su modesta vivienda.

La baronesa le escuchaba atentamente a pesar de que fingía incredulidad conforme avanzaba la relación. En vez de indignarse, al saber la estratagema villana de que se había valido Quirós para comprometer a Enriqueta, encontró que tenía mucha gracia la intriga y ratificó interiormente el concepto de hombre de talento en que tenía a su cuñado. Lo que más estupefacción le produjo, fue la noticia de que Quirós sólo era marido de Enriqueta en apariencia, pues ésta, fiel siempre al recuerdo del que era padre de su hija, no había concedido la menor confianza al aventurero que por tan villanos medios consiguió su mano.

A pesar de la impresión que le produjo esta noticia, la baronesa protestó inmediatamente.

—Caballero; eso que usted me cuenta es abominable. Además, fácilmente se conoce que todo es pura fábula. ¿Cómo puede usted estar tan enterado, de lo que, según afirma, ocurría en esta casa? ¿Cómo conoce usted esa frialdad que supone en las relaciones de los dos difuntos esposos?

—Señora —contestó el capitán con dignidad—. Yo no miento nunca. Le juro a usted, por mi honor de soldado, que esto que le digo, lo sé por la misma Enriqueta. Ella me lo dijo al justificar su conducta cuando yo le pregunté sobre su casamiento.

—¿Y cuándo pudo usted verla? —observó con incredulidad la baronesa. Según usted acaba de decirme huyó de Madrid perseguido por las autoridades la misma noche en que mi hermana con una ligereza inconcebible, abandonó esta casa. No creo que usted haya vuelto por España, hasta ahora, estando como estaba sentenciado a muerte.

—Pues volví, señora; vine aquí para tomar parte en el movimiento del 22 de junio, algunos meses antes.

La baronesa, a pesar de que sabía muy bien que Álvarez había estado en Madrid después de su primera fuga y que en la calle de Atocha lo había visto su hermana, próximo a ser fusilado, hizo un gesto de extrañeza y luego preguntó con marcada incredulidad:

—¿Y cómo hablaba usted entonces con Enriqueta? Le advierto a usted que mi hermana ha vivido siempre muy unida a mí, y que son pocas las cosas que ha hecho, de las cuales no me haya yo enterado inmediatamente.

—¿Duda usted, señora, que yo hablase con Enriqueta después que volví ocultamente de mi primera emigración? Pues yo le daré detalles que le probarán cuanto digo. Hablé por primera vez con Enriqueta en una iglesia, cuyo nombre no recuerdo en este instante, pero en la cual predicaba entonces un jesuita llamado el padre Luis, cuyos sermones causaban verdadero furor. Era una tarde en que usted estaba enferma y Enriqueta fue sola al templo. Al terminar el acto hablamos largamente, y sin que yo la obligase a ello, me relató la vida que hacía con su esposo. Desde entonces nos vimos con gran frecuencia aprovechando todas las tardes en que usted no acompañaba a su hermana. Le juro a usted que Enriqueta supo respetar la nueva posición que ante el mundo tenía y no me permitió nunca la menor libertad en nuestras sucesivas entrevistas. Ya ve usted, señora, que doy bastantes detalles para ser creído.

La baronesa estaba convencida interiormente de la veracidad de cuanto decía Álvarez.

Sabía por las palabras que se habían escapado a Enriqueta, que su hija lo era de Álvarez, y ahora, recordando la frialdad con que su hermana había tratado siempre a Quirós, convencíase de que no era menos cierta aquella separación absoluta que en secreto observaba el matrimonio.

Pero a pesar de esto, la baronesa no estaba dispuesta a aceptar como buenas tales explicaciones. Sublevábanse sus preocupaciones de aristócrata ante la posibilidad de reconocer como pariente a un hombre como Álvarez, y acogió todas sus palabras con gesto de superioridad desdeñosa.

—Podrá ser verdad cuanto usted afirma; pero ¡Dios mío! ¡Resulta todo eso tan extraño…! Parece un capítulo de novela.

El comandante palideció al escuchar estas palabras, que equivalían a un insulto, pero se contuvo y supo dominar su cólera, limitándose a contestar que él respetaba a las señoras lo suficiente para no sentirse molestado por sus expresiones.

—Y en resumen, caballero —continuó doña Fernanda—, ¿qué es lo que usted desea? No creo que haya venido a esta casa con el solo objeto de desenterrar moralmente a mi pobre hermana, contándome una historia, que, en realidad, me ha interesado poco.

—Señora, he venido aquí impulsado por unos sentimientos que apreciaría usted mejor si fuese madre. Vengo a ver a mi hija. No tengo familia en el mundo ni seres que me amen, y esa niña constituye toda mi ilusión. Quiero ver a Marujita.

La baronesa, a pesar de que estaba preparada, y sabía que el visitante expondría tal demanda, no pudo evitar un movimiento que mostraba su intranquilidad.

—¡Oh! No se asuste usted, señora —se apresuró a decir el comandante con extremada dulzura—. No pretendo arrebatarle a usted esa niña, a la que, según tengo entendido, cuida usted como una madre. Nunca he tenido tal intención, además, me sería imposible encargarme de ella, pues mi profesión, y mi modo de vivir, me imposibilita de tener niños a mi cuidado. Usted la tendrá siempre, señora; usted la conservará a su lado: yo únicamente le pido un favor pequeño, insignificante. Sólo quiero tener libre la entrada aquí, para venir de vez en cuando a dar un beso a mi hija.

Se detuvo el comandante y después dijo con la indecisión y la timidez del que solicita una cosa indispensable y teme no se la concedan:

—¿No podría yo verla ahora mismo?

La baronesa creció en orgullo al verse solicitada tan humildemente y contestó con una mentira:

—No; ahora es imposible. La niña ha salido a pasear, en compañía de su aya. El médico ha ordenado para ella los paseos matinales.

Álvarez hizo un gesto de resignación: otra vez sería más afortunado.

Reinó un largo silencio que la baronesa empleó en preparar una pregunta que hacía rato escarabajeaba en su lengua. Desde que ella supo que Álvarez había tomado parte en la jornada del 22 de junio, con todos los demás sucesos que Enriqueta, durante su enfermedad, relataba con bastante incoherencia, la baronesa había adquirido la convicción de que aquel hombre odiado era el autor de la muerte de Quirós. No tenía más certidumbre que la que proporcionaba su antipatía, pero para ella era indiscutible que estando Álvarez en aquella revolución, forzosamente había de ser el matador de su cuñado.

Deseaba afirmarse en su creencia y por esto buscaba el medio de abordar a Álvarez, de modo que le sorprendiera, arrancándole la verdad.

Por fin, rompió aquel largo y embarazoso silencio del cual no sabía cómo salir su interlocutor.

—Diga usted, caballero. Usted debió encontrarse en la barricada que el 22 de junio levantaron ahí en la cercana plaza. Enriqueta me dijo que lo vio a usted escapar.

—¡Ah…! ¿Le dijo a usted Enriqueta que me había visto próximo a ser fusilado?

La baronesa comprendió que daba un paso en falso para su orgullo, si revelaba a aquel hombre que el espectáculo de su próxima muerte había sido causa de la enfermedad de su hermana.

Esto equivalía a darle a entender que Enriqueta le había amado hasta la muerte.

—¡Bah! Enriqueta nada vio, o al menos, nada me dijo. La pobrecita estaba impresionada por la vista del cadáver de su esposo, al que amaba mucho, aunque usted se empeñe en afirmar lo contrario. Esto fue lo que le produjo su lenta agonía. Pero conteste usted, caballero: ¿Estaba usted en la barricada de la plaza de Antón Martín?

El comandante contestó afirmativamente.

—Pues entonces usted sabrá quién mató a mi cuñado. Nadie lo vería mejor que usted.

La baronesa recalcó mucho estas palabras y Álvarez, incapaz de fingimiento, y creyendo que ella conocía la participación que su Perico había tenido en el suceso, se inmutó hasta el punto de palidecer y balbucear con visible una débil excusa.

—No, señora; no vi nada. No sé quién pudo ser el matador.

—¡Oh! —afirmó doña Fernanda con vehemencia varonil—. Lo sabe usted perfectamente. El rostro le hace traición; está usted turbado y se delata como asesino del pobre Quirós. Ya estaba yo convencida de que el matador no podía ser otro que usted.

Álvarez, absorto ante aquella acusación inesperada, sólo supo levantarse del sillón, exclamando con una extrañeza que acreditaba su inocencia.

—¡Yo, señora! ¡Yo asesino…! Usted no me conoce.

—Sí; usted —gritó doña Fernanda con la faz rubicunda por la cólera y poniéndose en pie—. Salga usted inmediatamente de aquí.

Y serenándose inmediatamente, dijo con una ironía cruel:

—A menos que en los presentes tiempos revolucionarios, los hombres como usted estén autorizados para venir a turbar la paz de una casa honrada y para insultar con su presencia a una dama respetable.

Álvarez cerró los ojos con nerviosa contracción como si acabase de recibir un latigazo en pleno rostro y apretó convulsivamente sus puños. ¡Ira de Dios! ¡Por qué aquel marimacho no había de cambiarse en hombre para tener él el gusto de pulverizarlo a golpes!

La lengua de la baronesa era demasiado expedita y sus insultos sobradamente crueles para sufrirlos con calma; pero a pesar de esto, aún hizo Álvarez un esfuerzo y se dominó, consolándose con la idea de que se sacrificaba por su hija.

—Señora, le ruego que se calme, por lo que usted más quiera. Yo no he sido nunca asesino. Profesaba a Quirós un justo odio, pero para vengarme de él, acudí a medios nobles y leales, como él podría atestiguarlo si viviese.

—¡Salga usted! ¡Salga usted ahora mismo! —repetía con tenacidad la baronesa, que deseaba aprovechar la ocasión para librarse de su enemigo.

Sabía ya de Álvarez cuanto deseaba, y ahora quería separarse cuanto antes de un hombre que le era odioso.

—¡Eh! Señora. Yo he venido aquí por un asunto que usted seguramente olvida. Quiero ver a mi hija, necesito darle un beso, después de tan larga separación. Es un consuelo que reclama un padre.

—Pues puede usted prepararse a consolarse por sí mismo —repuso con insolencia la baronesa—, pues la niña no la verá usted nunca. Salga usted… pero con la convicción de que ya nunca volverá a entrar aquí.

—¡Me arroja usted de esta casa!

—Sí, señor. Le arrojo, y si tarda usted en salir, llamaré a los criados.

—Sería inútil su auxilio si yo me empeñase —dijo Álvarez con convicción de su superioridad—. No llame usted para hacerme salir de aquí, pues les sería difícil despacharme a viva fuerza; pero tranquilícese usted; me voy, por mi propia voluntad.

Y Álvarez, tembloroso por aquel ultraje, buscó el ros que había dejado en el sofá, casi a tientas pues el furor le cegaba.

Cuando ya estaba en la puerta del salón volvióse a mirar a la baronesa, que tras una butaca y apoyando las manos en el respaldo, se erguía enorgullecida por su triunfo. Aún sabían imponerse las gentes privilegiadas a la canalla triunfante.

—Hace usted mal, señora, en ultrajarme de tal modo. Soy un hombre honrado, pero cuando me tratan tan injustamente, me siento capaz de todo. Hoy no estamos en la misma situación que hace algunos meses, y yo no tengo ya por qué ocultarme. Para algo hemos barrido la inmundicia que ustedes habían arrojado sobre la nación. Quiero lo que es mío; quiero a mi hija. Allá veremos quién gana al fin.

La baronesa torció ligeramente la boca con un gesto de desdén.

—¿Amenazas también…? No temo nada, caballero. Tengo amigos en la presente situación. Hablaré con alguien que meta a usted en cintura.

Aquello dio al traste con la forzada paciencia que se imponía el capitán. Sintió necesidad de contestar al desdén con el insulto, y sonrió cínicamente.

—Nos veremos; hija… de Fernando VII.

El origen bastardo que enorgullecía a doña Fernanda, lo recibió en esta ocasión en su verdadero valor: como un insulto; e iracunda cual una furia avanzó algunos pasos, señalando la puerta con su rígido e imperioso brazo.

—¡A la calle…! ¡Descamisado!

¡Oh! Ella también había encontrado el insulto supremo.

Durante algunas horas paladeó con fruición su victoria, pero por la tarde estaba ya arrepentida de haber excitado la cólera del revolucionario.

V. La resolución de la baronesa

La baronesa, cada vez más arrepentida de haber excitado con su altivez la cólera del comandante Álvarez, buscaba el medio de librarse de los peligros que sospechaba próximos.

El revolucionario se vengaría de ella; esto era indudable para la baronesa.

Al principio pensó avistarse con Serrano, aquel amigo Paco, que era para ella el ángel de salvación en la tormenta revolucionaria que forzosamente atravesaba; impetraría su auxilio, pidiéndole que el gobernador de Madrid cuidase de vigilar a Álvarez para evitar que robase a la niña.

Pero pronto se convenció de que esto era imposible. A un hombre como Álvarez, que tantos servicios había prestado a la revolución y que era amigo de Prim, resultaba imposible hacerle vigilar en aquella situación, y menos aún que la autoridad intentase contra él una arbitrariedad.

Nada podía hacer su poderoso amigo para salvarla de la venganza de Álvarez. Si éste le arrebataba la niña, entonces todo lo más que la autoridad podría hacer en su obsequio, sería cumplir la ley, saliendo en persecución del raptor que públicamente no tenía derecho alguno sobre la que realmente era su hija.

A doña Fernanda no le cabía duda alguna de que el militar procuraría arrebatarle la niña, aunque fuese a viva fuerza, y al mismo tiempo estaba convencida de que para nada podían servirle sus valiosas relaciones. ¡Oh! ¡Si aquello le hubiese sucedido antes de la revolución! ¡Si algunos meses antes, aquel mismo Álvarez hubiese osado insultarla, amenazándola con su venganza! Entonces le hubiese bastado una visita al Ministerio, tal vez una simple tarjeta, para que al momento, y sin alegar motivo alguno, hubiese sido arrestado el hombre que la estorbaba y conducido después a Chafarinas o Fernando Poo, en las famosas cuerdas.

¡Qué tiempos tan villanos aquellos de la revolución! Una persona distinguida quedaba al nivel de las de más baja estofa y de nada le servían las relaciones que antes le daban la omnipotencia.

Convencida la baronesa de que le era imposible luchar con aquel hombre, que tanto había despreciado, y que ahora la odiaba por recientes ultrajes, buscó un medio de salir del atolladero.

Ella no se dejaba arrebatar la niña. Antes al contrario, parecía que la quería más desde que el descamisado pretendía aparecer como su padre y participar de su cariño.

La baronesa, sola en aquella casa, que tantos recuerdos de familia tenía para ella; sin otros acompañantes que la servidumbre; alejados sus queridos consejeros, los padres jesuitas, y separada de su Ricardo, aquel futuro santo que la enorgullecía como la honra de su familia, sentía imperiosamente la necesidad de amar. Su carácter seco y áspero en la juventud habíase modificado con la edad, como esas piedras bastas y angulosas que el tiempo va puliendo hasta darles una fina tersura, y ahora, teniendo en sus brazos aquella niña de hermosa cabecita y escuchando su seductora charla infantil, sentíase arrastrada por arrebatos desconocidos y por nuevas emociones, que le hacían presentir los goces de la maternidad.

Pasó una noche terrible, agitándose nerviosamente en su lecho, cada vez que pensaba en la posibilidad de que su Marujita le fuese arrebatada, y a la mañana siguiente había ya adoptado una resolución.

Saldría aquel mismo día de Madrid y pondría a la niña en un lugar seguro y a cubierto de cuanto pudiese intentar su padre para apoderarse de ella.

Recordaba que el padre Claudio en sus últimos años de gobernar la Compañía, deseoso de abrazar por completo la educación de la juventud aristocrática, había fundado en varios puntos de España grandes colegios de niñas, que dirigían religiosas francesas, peritas en esa educación insustancial, meliflua y pedantesca, que constituye la cultura de las hermosas elegantes que bailan en los salones.

El colegio, establecido en Valencia bajo la advocación de Nuestra Señora de la Saletta, era el montado más escrupulosamente y el más estimado por el padre Claudio. La baronesa había conocido a la directora en uno de los viajes que ésta hizo a Madrid para consultar al superior de la Compañía, y a dicho colegio se propuso llevar a María.

Allí la educarían y la tendrían a cubierto de una asechanza de Álvarez, si éste llegaba a descubrir su paradero.

Además, el clima siempre benigno de Valencia sería de buen efecto para su enfermiza sobrina, y ella, libre ya de su cuidado absorbente, volvería a ser dueña de sus acciones, y cuando no le conviniera vivir en aquel Madrid perturbado por la revolución marcharía a Francia para confundirse con las personas distinguidas que estaban al lado de la reina destronada, y volvería a tratarse íntimamente con sus queridos padres jesuitas, los más principales de los cuales estaban establecidos en Bayona.

A la baronesa le pareció inmejorable su idea, e inmediatamente la puso en práctica.

A la caída de la tarde, acompañada de su sobrina, y con poco equipaje, salió de casa en el más modesto de sus coches, y se trasladó a la estación del Mediodía.

Había tomado con anticipación un reservado de primera clase, y en él se colocó, extasiándose en la contemplación del asombro que producía en la niña aquel viaje que era el primero que realizaba.

Cuando la pequeña María se cansó de mirar a través del cristal de las ventanillas, la oscura masa de los campos agujereada de trecho en trecho por alguna lejana luz, y hubo agotado toda la curiosidad que le producía la tibieza que se escapaba de los caloríferos del departamento, sentóse en las rodillas de su tía, que pasaba el tiempo rezando oraciones.

La baronesa pasó su descarnada mano por aquella cabeza ensortijada, y como si cediese a una necesidad interior comenzó a hablarla de lo que pensaba, sin fijarse en que se dirigía a una niña de cuatro años.

¿Sabía por qué viajaban las dos así tan apresuradamente? Pues era por librarla del coco, de un hombre malo que se llamaba Esteban Álvarez, y que quería agarrarla a ella, para llevársela al infierno.

La niña se estremecía abriendo con espanto sus ojazos, y con esa mezcla de curiosidad y miedo que sienten los niños por los cuentos fantásticos que les atemorizan y los deleitan, fue escuchando cuanto decía la baronesa.

Nunca se le olvidó a la niña lo que oyó aquella noche en el interior de un tren, que iluminando el espacio con sus bufidos de fuego, iba arrastrándose por las áridas llanuras de la Mancha.

—¿No olvidarás nunca su nombre? ¿Verdad, cariño mío? Se llama Esteban Álvarez. Cuídate de ese hombre; es el coco.

Claro que la niña haría esfuerzos para no olvidarse de tal nombre, y propósitos de librarse de él en todas ocasiones. ¡Flojo bandido sería aquel sujeto del que su tía hablaba con tanto terror! Aquella revelación fue la primera impresión fuerte que María recibió en su vida, y en su memoria infantil quedaron perfectamente grabadas todas las palabras.

Aquel coco era perseguidor de la familia, algo semejante a aquellos diablos disfrazados de hombres vulgares que asediaban a los santos y los martirizaban con los tormentos más crueles. Al difunto abuelito, el conde de Baselga, le había acarreado la muerte (primer movimiento de espanto de la niña); al papá lo había muerto de un tiro en medio de la calle, cuando ella aún casi estaba en la cuna (nuevo terror de María que se sentía próxima a llorar); y había sido después el verdugo de la mamá Enriqueta, pues ésta había perecido víctima del terror que le inspiraba aquel ser infernal.

La niña se abrazaba a su tía furiosamente, como si sintiera a sus espaldas las manos del monstruo, ansioso de apoderarse de ella, y tanto era su terror, que ni aun se atrevía a llorar como si presumiera que sus suspiros podían atraer al cruel perseguidor.

Pero su miedo aún iba en aumento escuchando a la tía que no parecía cansarse en inculcar en aquella criatura el odio y la repugnancia a Álvarez.

Iba a llevarla a un lugar donde estaría cuidada por unas buenas señoras, unas santas, y donde tendría por compañeras a muchas niñas elegantes y bien educadas, que la querrían mucho. Allí viviría muy bien; sería feliz, y su única preocupación debía ser guardarse mucho de aquel monstruo horrible, que tal vez fuese a buscarla en el mismo colegio, intentando apoderarse de ella.

María se durmió pensando en aquel colegio donde su vida iba a deslizarse tan feliz. Pero su sueño fue intranquilo, pues varias veces se agitó convulsa, con suspiros de terror, creyendo ver a aquel hombre terrible, a quien no conocía, y que se imaginaba con la misma horrorosa y repugnante catadura de los diablos pintados en las estampas de San Antonio.

El mismo día de su llegada a Valencia, la niña entró en el colegio de Nuestra Señora de la Saletta y aún permaneció la baronesa más de una semana en la ciudad, ocupada en arreglar a María el equipaje de colegiala.

Las buenas madres recibieron a la baronesa con grandes muestras de cariño. Sabían el aprecio en que la tenía la alta dirección de la Orden por sus servicios, y acosábanla a todas horas con esa cortesía pegajosa que las gentes religiosas tributan a los poderosos.

La niña no tenía la edad reglamentaria para ser admitida en el colegio, pero su ingreso fue asunto indiscutible, en gracia a los méritos de su tía, lo que llenó a ésta de gran satisfacción.

Doña Fernanda no ocultó a las religiosas el motivo que la obligaba a llevar su sobrina a aquel retiro, y las fue enterando minuciosamente de la historia de Álvarez y Enriqueta hablando con tanta franqueza como si se estuviera confesando con su director espiritual, y no experimentando ningún rubor en darlas a entender, aunque con términos velados, aquella debilidad de su hermana, que hubiera ella misma desmentido enérgicamente de oírla en boca de otro. La fanática señora sentía tal atracción en presencia de toda persona dedicada a la religión, y en especial, si pertenecía a la Compañía de Jesús, que no vacilaba en revelar los mismos secretos que después la ruborizaban o lastimaban su orgullo al recordarlo a solas.

Ella les decía todo aquello a las buenas madres para que viviesen prevenidas y alerta, no dejándose sorprender por el infame Álvarez. No sabían ellas bien qué clase de hombre era éste. Si llegaba a apercibirse de que la niña estaba allí, era aquel descamisado muy capaz de pegarle fuego al colegio para robar a María.

Y la baronesa iba amontonando cuantos detalles horribles le sugerían su imaginación, para hacer el retrato de su enemigo, asustando al mismo tiempo a aquellas religiosas francesas, que se figuraban al revolucionario como un monstruo apocalíptico, capaz de engullírselas a todas.

La niña, con todo el valioso y abundante ajuar comprado por la baronesa, quedó mezclada entre más de cien niñas, y encerrada en aquel gran caserón de bonitas rejas y muros de un gris claro, que estaba al extremo de la ciudad en el barrio más tranquilo y aristocrático, con una de sus fachadas próximas al río, y la otra, más pequeña y humilde, que servía de entrada, al extremo de un solitario callejón que parecía aislar el establecimiento del ruido del mundo.

María, encantada por la animación infantil del colegio, y recordando con cierto horror la quietud monástica de su casa de Madrid, no mostró gran pesar cuando la baronesa se despidió de ella.

Ya estaba libre doña Fernanda, ya no se vería obligada a vivir en Madrid tragando bilis con la indignación que le producían las manifestaciones del populacho, ni tendría que sufrir más visitas de aquel audaz militar que la había insultado en vistas de su insolente altivez.

Al prestigio religioso y político de la baronesa no le venía mal desempeñar, aunque sólo fuera por poco tiempo y de mentirijillas, el papel de víctima de la grosería revolucionaria, y con este objeto marchó a París a presentarse en el palacio Basilescki, donde vivía la desterrada Isabel II. Adhirióse a aquella mezquina corte de agradecidos, que se disgregaba y empequeñecía conforme se alejaba la posibilidad de una restauración, y tuvo ocasión de lamentarse, como los otros, de la maldad triunfante, pintándose poco menos que una María Estuardo, fugitiva, por no sufrir la venganza de la canalla revolucionaria, que conocía bien su entusiasmo monárquico y religioso.

Viviendo unas veces en París al lado de la reina destronada y otras en Bayona reanimando su trato con los principales jesuitas españoles, pasó doña Fernanda más de un año. Su hermano Ricardo apenas si la veía, cada vez más entregado a su vida de aislamiento ascético y de piadosas extravagancias, y el padre Tomás permanecía en Roma largas temporadas o entraba en España con todo el aspecto de un sacerdote pobre y vulgar, para hacer excursiones, especialmente por Navarra y las Vascongadas. El objeto de estos viajes era un secreto hasta para los individuos de la Orden; pero la baronesa esperaba muy buenas cosas de ellos, al ver cómo sonreían maliciosamente los más altos jesuitas al hablar de su superior ausente.

En cuanto al padre Felipe, su antiguo director espiritual, encontrábalo la baronesa poco menos que desconocido. El pobre no podía amoldarse a aquella emigración forzosa que le tenía oscurecido y anulado. El recuerdo de sus buenos tiempos de Madrid, cuando se lo disputaban las más aristocráticas beatas, y la indiferencia y frialdad que le rodeaba ahora en Bayona, donde la amistad le era imposible a causa del irreconciliable odio que se tenían él y la lengua francesa, habían dado al traste con su buen humor de bruto feliz, y el robusto padre languidecía y se adelgazaba, no quedándole bríos más que para maldecir a aquella cochina revolución que le había abierto la tumba, obligándolo a abandonar el campo de sus glorias.

Doña Fernanda permaneció en Francia hasta el asesinato de Prim y la entrada de Amadeo de Saboya en España.

Estos sucesos causaron en ella bastante impresión. Muerto Prim y sentado en el trono de España un rey, aunque no legítimo para ella, parecíale, con sobrada razón, a la fanática baronesa, que el espíritu revolucionario se había extinguido en gran parte y que ya podían volver a su patria las personas decentes a quienes aterraba el despertar del pueblo.

La baronesa volvió a Madrid, y tuvo la satisfacción de ser recibida por sus amigos y cofrades como un personaje político de gran importancia. Venía de París, había vivido al lado de la reina, y esto era suficiente para que la recibiesen con el respeto que se tributaba al depositario de importantes secretos, toda aquella aristocracia que por odio a la revolución de la que se reían ya como de un león con las garras cortadas y los dientes arrancados, hacían manifestaciones de chulería, que ellos creían españolismo, para amedrentar a la dinastía saboyana sostenida por los progresistas.

Doña Fernanda, aunque su carácter y aficiones la alejaban de manifestaciones bulliciosas ideadas por la juventud, tomó una parte importantísima en organizar la protesta pacífica y desdeñosa que la aristocracia hizo en el paseo de la Castellana, presentándose las damas con la tradicional mantilla blanca y la manolesca peineta, para echar en cara a la reina Victoria su condición de extranjera. La baronesa fue también de las manifestantes, pues rompiendo con sus costumbres devotas, enemigas de mundana ostentación, presentóse en elegante carruaje, y hecha un mamarracho, con la deslumbrante mantilla sombreando su rubicundo rostro y acompañada de dos jovencitas, hijas de un magistrado del Supremo, que por ser viudo y gran amigo de doña Fernanda rogaba a ésta muchas veces que se encargara de la dirección de las niñas.

Pero esta clase de manifestaciones políticas, que a pesar de su inocencia preocupaban algo al sencillote gobierno de Amadeo de Saboya, sólo apartaron por pocos días a la baronesa de sus favoritas ocupaciones. Las asociaciones piadosas habían vuelto a ponerse tan en auge como en tiempos de los Borbones; todos los enemigos de la situación se agrupaban en las cofradías para hacer algo contra lo existente, aunque sin comprometerse mucho, y la baronesa se sentía feliz al ser considerada como un personaje importante, como una madama Roland de la buena causa en aquellas juntas de la sociedad de San Vicente de Paul, donde se veían pocas sotanas, a pesar de lo cual respirábase en el ambiente un marcado olor a jesuitismo.

Nunca tuvo en su vida la baronesa época de más actividad y satisfacciones que aquélla. Su nombre rodaba incesantemente por los periódicos al antiguo régimen; toda la aristocracia femenina la consideraba como su jefe natural e indiscutible; los hombres importantes de la pasada situación, los generales isabelinos por una parte, y por otra, los diputados carlistas, la trataban casi como un colega; el padre Tomás unas veces desde Roma, y otras oculto en Madrid, en ignorado lugar, la escribía dándole instrucciones y consejos, y hasta un día, su satisfacción llegó al colmo, recibiendo un autógrafo de doña Isabel, en el cual daba las gracias a su querida Fernandita por los grandes y valiosos servicios que estaba prestando a la causa de la restauración.

La baronesa, halagada por el incienso que le atribuían los suyos, y ebria por el orgullo que le producían tantas distinciones, llegó a ilusionarse sobre su propio poder y hasta se avergonzó del miedo que en otro tiempo le habían producido las turbas populares. ¡Valiente tropel de piojosos!

Ahora todo estaba tranquilo aunque sólo fuera en apariencia. Los republicanos se agitaban sordamente y querían derribar aquel trono ocupado por un advenedizo, pero los progresistas, convertidos en perfectos gubernamentales, no se permitían el menor desahogo y la reacción iba levantando la cabeza al no ver triunfantes y libres aquellas masas que tanto miedo le inspiraban.

Cuando doña Fernanda volvió de Francia aún le inspiraba algún cuidado la posibilidad de encontrar en Madrid a Esteban Álvarez, aquel monstruo descamisado, como ella decía, sin duda para no confundirle con los monstruos de la naturaleza que deben vivir abundantes en cuanto a ropa interior.

Pasó el tiempo sin que encontrase en parte alguna al odiado perseguidor y esto en vez de tranquilizarla excitó su curiosidad, por lo que hizo cuanto pudo para enterarse de la suerte de Álvarez.

No tardó en saber la verdad. Éste, cada vez más divorciado con los que monopolizaban la revolución y más afecto al partido republicano, había tomado parte activa en la preparación del alzamiento federal de 1869. Al dirigirse a una provincia de Castilla la Vieja para sublevarla, había sido detenido, y estuvo preso algunos meses, hasta que por fin, Prim, pocos días antes de morir, lo había puesto en libertad volviendo a ingresarlo en el ejército. El célebre general no podía olvidar los servicios que le había prestado y aunque hablaba en público pestes de aquel iluso demagogo, complacíase en favorecerle secretamente, aunque cuidando de que el interesado no se enterase de dónde procedía tal protección.

Él fue también de los militares que, negándose a jurar fidelidad a Amadeo, fueron dados de baja en el ejército, y desde entonces, Álvarez, sin otros medios de vida que su pluma, llevó la vida agitada del periodista y conspirador.

La baronesa tropezaba a cada paso con su nombre en las columnas de los periódicos, y leía con complacencia los ataques que le dirigían los órganos de la situación y los reaccionarios. Juntábase, al odio político, la antipatía que profesaba ella a aquel hombre, el cual aparecía en su concepto, inspirado por el diablo según la actividad que desarrollaba al combatir la monarquía, la Iglesia y todo cuanto representaba el mundo viejo.

Un día leía la reseña de un meeting que Álvarez había organizado en provincias, para protestar contra lo existente, y a la semana siguiente tropezaba con la noticia de que la policía había detenido a Álvarez como sospechoso de conspiración o andaba en su busca.

Algunas veces era en el mismo Madrid, donde brillaba el revolucionario con su propaganda intransigente, y una tarde, el carruaje de la baronesa hubo de detenerse en la calle de Alcalá, para dejar pasar a una inmensa masa que salía de un meeting republicano, y al frente de la cual iba Álvarez casi llevado en triunfo.

Aterraba a la baronesa el gran poderío que su enemigo parecía poseer sobre aquellas masas a las que ella en algunos momentos despreciaba pero a las que también temía mucho, y lo único que lograba darle cierto consuelo era la seguridad de que la República era una utopía, y de que Álvarez no haría carrera. ¡Bah!… Aquel bandido tenía que pensar al fin en ser fusilado.

Además, alegrábase pensando que mientras Álvarez estuviese envuelto en el torbellino de la agitación revolucionaria, no se le ocurriría ir en busca de su hija, ni intentaría apoderarse de ella. Ya tenía buen cuidado la baronesa, cuando aprovechando un descanso en sus ocupaciones, marchaba a Valencia a ver a su sobrina, de preguntar a las buenas madres si se había presentado en el colegio el hombre terrible, al cual odiaban ahora por su propia cuenta las religiosas, a causa de su propaganda anti-católica.

Doña Fernanda indignábase cada vez que pensaba que había sido amante de su hermana y mezclado su sangre con la de la familia, aquel demagogo del que oía hablar con horror en los salones… ¡Un hombre que predicaba la guerra a la Iglesia, por ser ésta el eterno obstáculo de la libertad!

Aquel Álvarez era un verdadero castigo que Dios había enviado a la noble familia de la baronesa. ¡Aunque cualquier día lo fusilarían!

La baronesa se alegró cuando supo la última hazaña de su enemigo. Los republicanos, como si presintieran que Amadeo iba a abandonar el trono de España y quisieran acelerar su caída, acababan de intentar un pronunciamiento nacional, que, por falta de organización, habíase reducido al levantamiento de numerosas partidas.

Álvarez mandaba algunas de éstas en los montes de Cataluña, y se hacía notar como guerrillero audaz y afortunado. La mayor parte de las partidas habían sido disueltas por las tropas del Gobierno, y él, a pesar de que tenía en su persecución fuerzas aplastantes por su número, seguía sosteniéndose y aun encontraba medios de escarmentar de vez en cuando a sus enemigos.

La baronesa estuvo leyendo durante algunos meses en la prensa noticias en que se daba cuenta de la tenaz resistencia de aquel demagogo, y al fin, supo con dolor, que aunque sus fuerzas habían sido dispersadas, el cabecilla se había puesto a salvo pasando la frontera. ¡Vaya una suerte la de aquel bandido! Sin duda tenía empeño en no darle gusto a la baronesa dejándose fusilar.

Por algún tiempo no oyó doña Fernanda mentar el nombre de Álvarez. Sólo en las reuniones populares se hablaba de él como de un modelo de revolucionarios, y algunas veces, la prensa gubernamental dedicaba gacetillas desdeñosas o burlescas a los manifiestos y artículos que Álvarez enviaba desde la emigración a los periódicos del partido.

Pero el trueno gordo, el golpe político que parecía imposible y absurdo a la baronesa y a las gentes de su clase, estalló cuando menos se esperaba.

Amadeo, de la noche a la mañana, en un arranque sorprendente de fastidio y de impotencia, abandonó el trono, y la República quedó proclamaba en la noche del 11 de febrero.

¡La República en España…! ¡El gobierno de los descamisados en la nación de San Fernando y de otros reyes más o menos celestiales! Aquello sí que era cosa de echar a correr.

Y la baronesa, pensando así, no aguardó mucho para poner pies en polvorosa con dirección a París, a aquel palacio Basilescki, donde estaba la legitimidad representada por la reina destronada.

No quería permanecer en Madrid, a merced de Álvarez que ahora sería omnipotente. ¡Quién sabe lo que era capaz de hacer contra ella aquel malvado!

Álvarez no tardaría en ser diputado, quizás ministro, y no era racional permanecer quieta en un punto adonde pudiesen llegar sus iras.

Doña Fernanda, en la emigración dorada y cómoda que sufría, dábase mayores aire de víctima que nunca, y en las tertulias de la soberana destronada, hablaba a todas horas de su terrible perseguidor, de aquel Álvarez del cual contaba embrolladas historias para justificar el odio que le tenía.

Para ella, la República con todos sus programas terroríficos para la clase aristocrática, y las personalidades odiadas de los hombres que iban ocupando la presidencia del gobierno, simbolizábase en la persona de Álvarez sobre el cual descargaba todo el caudal de maldiciones que le sugerían su odio particular, y su indignación de monárquica ferviente.

En su concepto, Álvarez era el autor de cuanto malo ocurría en España, y un día leyó en la prensa de Madrid el resumen de un discurso suyo, que respiraba ateísmo en todas sus expresiones, arrojó el periódico al suelo, lo pateó, y no quedó contenta hasta que lo hubo llenado de salivazos.

Lo que más extrañeza causaba a doña Fernanda era la escasa representación oficial de aquel hombre que antes tanto había trabajado por el advenimiento de la República. Brillaba en las Cortes como diputado fogoso y director de un grupo de la extrema izquierda, y en uno de los primeros gabinetes de la República, había desempeñado interinamente y casi por compromiso, un cargo importante en el ministerio de Guerra. Pero no pasaba de ahí, y aunque su nombre era de los más sonados y populares, no adquiría ningún alto puesto, ni entraba a formar parte de la gobernación de la República.

Pronto tuvo la baronesa la clave del misterio a causa de la atención con que seguía en la prensa la marcha del nuevo Gobierno.

Álvarez no estaba conforme con aquella República. Le resultaba una especie de interinidad monárquica a causa de su lentitud en las reformas y de su parsimonia en cuanto a medidas revolucionarias. Federal, antes que republicano, veía con malos ojos cómo la República, con sus timideces inexplicables, mantenía el régimen unitario y centralizador de la monarquía, y aunque no era de los levantiscos, que, haciendo caso omiso de las circunstancias, fomentaban el movimiento cantonal, tampoco estaba con el Gobierno, al que combatía por su prudencia hija de la falta de valor.

Aquello hizo llegar a su grado máximo el asombro y la indignación de la escandalizada baronesa.

¿Tenía ya su República… y aún quería más aquel feroz descansado?

¡Dios mío…! Parecerle aún conservadora aquella República de gentes que no creían en Dios… ¡De qué cosas tan horrendas sería partidario el antiguo amante de su hermana!

Y doña Fernanda, a pesar de hallarse en lugar seguro, se estremecía de horror recordando que aquel hombre había estado sentado en su salón y al lado de ella.

De buena se había librado. Un hombre así, sólo debía hallarse a sus anchas después de beberse una ración de sangre azul.

VI. El colegio de Nuestra Señora de la Saletta

A la semana de encontrarse Marujita Quirós en el colegio de Valencia, encontraba muy agradable su nueva vida.

Ella, que se pasaba horas enteras al lado de su aya, en la casa de Madrid, escuchando con aire estúpido la conversación monótona propia de una vieja, o que había limitado todos sus juegos a los que le proporcionaba alguna burda criada, y esto a espaldas de la señora baronesa, que, llevada de sus preocupaciones, condenábala a eterna inmovilidad, no podía menos de alegrarse con aquella nueva vida que se deslizaba en perpetua animación en continuo bullicio en medio de un centenar de niñas, que, por ser mayores que ella y notar la gran predilección que la tenían las buenas madres, tratábanla como el bebé de la casa, asediándola con cuidados y tiernas atenciones.

María encontraba muy hermosa su vida. Levantábanse a las seis en verano y a las siete en invierno, bajaban a la capilla a oír misa y rezar a coro las oraciones, tomaban el eterno desayuno de chocolate con migas; entraban después en las diferentes clases, comían a las doce, jugaban después en el patio de recreo hasta las dos, volvían otra vez a sus trabajos hasta las seis, hora en que reaparecía el juego, pasando el restante tiempo hasta las nueve, hora de acostarse, en cenar y rezar oraciones. En las tardes de los jueves y domingos las colegialas, formadas en parejas y vigiladas por dos de las maestras más respetables, salían a paseo por los alrededores más tranquilos de la ciudad.

La niña era tan tímida en los primeros días, parecíale el colegio tan inmenso, que no se atrevía moverse del punto donde la dejaban sus maestras, como si creyera perderse en aquellas habitaciones, que le parecían inmensas, y que apenas si se decidía a recorrer con su paso vacilante, que le valía entre sus compañeras el inocente apodo de patito gracioso.

Pero poco a poco fue creciendo en audacia hasta convertirse en la más correntona del colegio. Aquel edificio era para ella un mundo desconocido, que necesitaba de continua y arriesgada exploración; y la niña, aprovechándose de la libertad en que la dejaban a causa de su pequeñez, y valiéndose de su inocencia graciosa que la libraba de castigos, se escapaba de la sala de estudios o de la de labores al primer descuido de la buena madre, que la tenía cerca de ella, acariciándola; y después que la mayor parte del personal del colegio poníase en movimiento para buscarla, encontrábanla en la terraza del edificio jugando con las flores de las enredaderas o en las más apartadas habitaciones del piso bajo que servían de guardamuebles, escondida tras un rollo de esteras, o alineando cacharros viejos con una fijeza de muchacha terca.

Aquella vida común con niñas de su misma edad había dejado al descubierto el carácter de María. Era enérgica, voluntariosa y de genio independiente; sentía animadversión a toda clase de trabas y le gustaba desobedecer a las buenas madres. Su tía era la única persona a quien temía, y en ausencia de ella le gustaba hacer por completo su voluntad.

Sus travesuras, sus infantiles rebeliones, en vez de ofender a las buenas madres, hacían gracia a todo el colegio. María era la niña mimada de aquella infantil comunidad.

Todas las colegialas la trataban con igual predilección, disputándosela como un objeto precioso. Las de once o doce años, muchachitas altas y pálidas por un repentino crecimiento, con un metro de piernas y un palmo de cintura, que movían sus faldas como si éstas vistiesen a un palo, se pasaban a Marujita de mano en mano en las horas de recreo, meciéndola y arreglando sus ropas cual si fuese un bebé automático, de los que gritan papá y mamá; las señoritas, a las que sólo les faltaba un año para salir del colegio y aborrecían de muerte el uniforme que las ponía feas, borrando sus nacientes y seductoras curvas, reíanse con ella al oírla repetir con aplomo imperturbable las malicias que le decían al oído; y en cuanto a las pequeñas, las de ocho o nueve años, constituían la eterna corte de aquel monigote adorado, que parecía llenar todo el colegio. Estas mujercillas en miniatura, mofletudas, con formas esféricas, que hacían reír, y con la boca todavía arruinada por la caída de los primeros dientes, quitaban golosinas de la cocina para dárselas, llamábanla aparte para hacerle regalo de sus tesoros, algunos botones y retales de seda recogidos en sus casas en los días de salida, o se disputaban por vestirla y desnudarla en el dormitorio, cuya mejor cama ocupaba siempre María. Hasta había una de aquellas colegialitas que se envanecía con la misión de saltar de su cama, en las noches más frías, para darle el orinal a la maliciosa mocosuela, que correspondía a tantos mimos con caprichos y rabietas de reina absoluta.

Aquella adoración continua de que era objeto la niña resultaba hija del cariño que le tenían; pero entraba también por mucho la consideración de que por el tiempo sería condesa y brillaría entre la aristocracia de Madrid; perspectiva que turbaba y envanecía a aquellas niñas, pertenecientes en su mayor parte a esa burguesía que constituye la aristocracia del dinero y que a pesar de sarcasmos y humillaciones, encuentra muy grato rozarse con la misma nobleza que antes ha criticado. Por más que resulte extraño, las preocupaciones sociales alcanzan hasta la niñez, y no son esos pequeños seres tan candorosos e inocentes, en muchas cosas, los que más exentos están de la influencia de la vanidad.

Fue creciendo la niña, encerrada en aquel colegio, y aumentando su travesura, que causaba siempre muy buen efecto en las tolerantes religiosas.

Cuando en las tardes de los jueves y domingos, María salía a paseo en la sección de las pequeñas, como éstas iban formadas por orden de estaturas, ella marchaba al frente, en el centro de la primera pareja, llamando la atención por su pequeñez y por aquel aire decidido y gracioso con que miraba a los transeúntes. Muchas veces tenían que reprenderla por sus travesuras las religiosas encargadas de la vigilancia; pero una sonrisa de la niña lograba desarmar inmediatamente su indignación.

Sólo había un medio para que las buenas madres lograsen aquietar a aquel diablillo imponiéndole un poco de calma.

Cuando más rebelde se mostraba y con más tenacidad desobedecía a las maestras, bastaba llamarla y decirle al oído que iban a llamar a Álvarez, para que inmediatamente se pintara en su rostro una expresión de terror y permaneciera quieta todo el tiempo que la permitía su afán por agitarse y molestar a los demás.

Aquello suponía para la niña la llegada del coco, y tanto era el miedo que profesaba al Álvarez desconocido, que muchas veces permanecía quieta, no atreviéndose a subir a la terraza, ni a bajar a los cuartos solitarios, temiendo que se le apareciera el monstruo horrible al que tanto temía la baronesa.

La infeliz crecía odiando cada vez más al que era su padre, y si alguna vez pensaba en la posibilidad de encontrar en el porvenir a aquel don Esteban Álvarez estremecíase de horror como el preso que piensa en la posibilidad de ser condenado a muerte.

No; ella no encontraría a tal monstruo. Le rogaría al buen Dios de que le hablaban las religiosas y al Santo Ángel de la Guarda, que apartasen siempre de su paso a tan terrible malvado, y su súplica sería atendida.

Esto era lo único que la consolaba, produciéndole gran tranquilidad.

Creció en aquel convento, sin que ocurriera en su vida otro accidente notable que los quince días que hubo de pasar fuera de Valencia, en un pueblo de la huerta, a causa del bombardeo que sufría la ciudad levantada en cantón contra el Gobierno de la República, a semejanza de otros puntos de España.

La vida campestre, y no exenta de necesidades, que llevaron durante aquellos días las religiosas y las pocas alumnas a quienes sus familias no habían sacado del colegio, divirtió bastante a María que no creía en una existencia más allá de los muros del establecimiento de la Saletta.

La vida reglamentaria y monótona del colegio borró en poco tiempo las aficiones adquiridas en aquel corto período de aire libre y agitación campestre, y cuando ya tenía cerca de nueve años y comenzaba a considerar al coco de Álvarez como un ser fantástico inventado por la baronesa y las religiosas para hacerle miedo, encontrose con aquel hombre terrible en el despacho de la directora.

VII. La primera época de colegiala

Ya sabemos de qué modo Esteban Álvarez vio a su hija en el convento de Nuestra Señora de la Saletta y cómo le recibió la asustada María.

Fugitivo de Madrid, después del golpe de Estado del 3 de enero, detúvose algunas horas en Valencia, y dejando en su hospedaje a Perico, el fiel compañero de aventuras políticas, fue al colegio a ver a aquella niña, cuyo recuerdo no le había abandonado en ninguna circunstancia.

Sabía de mucho tiempo antes el lugar a donde la baronesa había llevado a su sobrina para evitar que él pudiese verla, desde entonces había formado el proyecto de ir en busca de María; pero la vida de continua agitación y no menos zozobra que le hacían llevar las difíciles circunstancias por que atravesaba la República, impidiéronle cumplir este deseo que únicamente pudo realizar cuando, en vez de ser poderoso y respetado, veíase convertido en un fugitivo sobre el que sus enemigos podían cebarse.

Terribles impresiones había experimentado Álvarez en su vida agitada y aventurera; muchas veces se había visto a dos pasos de la muerte y sabía cómo era esa angustia terrible que se experimenta al sentir próximo el fin de la vida; pero a pesar de esto, llegó al súmum del dolor cuando contempló a su hija asustada en su presencia como si estuviera enfrente de un verdugo y temblando de pies a cabeza.

Terminó aquella violenta escena del modo que ya sabemos, y si terriblemente emocionado salió del colegio el infeliz padre, no fue menor la impresión experimentada por la niña en tal entrevista.

A pesar de que para ella pasaban los sucesos como vistas de linterna mágica, difuminándose y perdiéndose el recuerdo con la misma prontitud que las fantasmagorías, la huella de aquella escena se conservó fresca y de relieve en su memoria durante mucho tiempo.

Por fin había visto al monstruo, a aquel hombre terrible que tanto miedo le causaba a su tía la baronesa.

Cuando recordaba sus ojos llameantes por la indignación, su rostro congestionado por la ira y las iracundas palabras que con ademán amenazador arrojaba a la directora y al padre Tomás, la niña se estremecía comprendiendo lo justificado del miedo que todos parecían tener a aquel gran diablazo enemigo de Dios.

Pero había algo en tal escena que preocupaba a la niña y le hacía dudar sobre la maldad de aquel hombre: era el cariño, la ternura que le había demostrado.

Intentó besarla, estrecharla entre sus brazos con un enternecimiento visible… pero ¡bah!; ella, a pesar de su poca malicia, adivinaba lo que tales manifestaciones podían significar. Quería halagarla con su dulzura, para así arrebatarla mejor, llevándosela lejos del colegio y de las buenas madres, a sus antros horribles donde perpetraba seguramente toda clase de maldades. Pero… había hecho algo más que ella ya no podía explicarse tan fácilmente.

Aquellas miradas tristes que Álvarez le dirigió al verse obligado a retirarse; sus palabras, que demostraban un cariño melancólico y profundo; su sincero dolor, al despedirse sin atreverse a darle un beso en vista de su resistencia, eran recuerdos que conmovían a la niña sumiéndola en dudas interminables.

Además ¿por qué la había llamado tantas veces ¡hija mía!? ¿Por qué le había dicho que era su padre en presencia de la directora y del sacerdote que callaban en aquel instante?

La niña tuvo motivo para entregarse a vastas e interminables reflexiones.

Después del suceso, las más principales de sus maestras le habían hablado de aquella escena, procurando excitar en la niña la animadversión al monstruo que venía a perseguirla hasta en aquel santo lugar de recogimiento.

María oía y callaba, como poseída todavía del pavor experimentado al verse frente a aquel hombre; pero en realidad, su silencio obedecía a la confusión que en su cerebro infantil producía la gran discordancia por ella notada, entre el exterior simpático de Álvarez demostrando un dolor sincero al verse rechazado por la niña, y los horrores que a ella le habían contado de tal hombre.

Un auxiliar de las religiosas, en la tarea de ennegrecer el recuerdo del hombre que había pasado por el colegio como una tempestad de ternura y justa indignación, fue el padre Tomás, aquel sacerdote humilde y siempre sonriente, que en ciertas épocas aparecía ante los ojos de la colegiala para desaparecer inesperadamente, dejando vacía la sala que ocupaba en el establecimiento, contigua a las habitaciones de la directora.

La época revolucionaria, el tiempo transcurrido entre la revolución de septiembre y la caída de la República, fue para el poderoso jesuita el período de más agitación en su vida. Nunca había trabajado tanto en favor de los intereses políticos, a cuya sombra podía volver la Compañía a gozar su antigua omnipotencia.

Entraba el padre Tomás de incógnito en España, afectando el exterior humilde y encogido de un sacerdote pobre. Se le vio en las provincias del Norte poco antes del levantamiento carlista; viajaba después por el antiguo reino de Aragón, teniendo su cuartel general en Valencia, desde donde escribía a los caudillos de las hordas absolutistas que pululaban por el centro, y algunas veces iba a Madrid, aun a riesgo de ser conocido, para fomentar con consejos y grandes cantidades de dinero, las tentativas liberticidas que se preparaban contra la República, y que fracasaban sin que el jesuita experimentara gran contrariedad. El fruto, en su opinión, no estaba maduro todavía, pero no tardaría mucho en caer.

Jugaba con dos barajas el poderoso jesuita, según su propia expresión; y al mismo tiempo que favorecía a los carlistas, alentaba a los elementos que conspiraban contra la República, para restaurar en el trono a la dinastía caída, en la persona del hijo de Isabel II.

Había apoyado con sus poderosos medios el levantamiento carlista en su primera época, ganoso de crear obstáculos a la revolución y debilitarla con una continua lucha; pero al caer la República, después del golpe del 3 de enero, ya no era de la misma opinión, y empleaba la fuerza de la Compañía en proteger la restauración alfonsina, pues a su fino olfato jesuítico no se escapaba que por esta parte avanzaban la fortuna y el éxito.

De aquí que la noticia del golpe de Estado del 3 de enero, al sorprenderle en Valencia, le proporcionara una inmensa alegría. Ya comenzaban a marchar bien los negocios de la Orden. Ahora, que triunfase don Carlos o quedara victoriosa la restauración alfonsina que todos veían próxima, la Compañía de Jesús resultaría siempre gananciosa, pues podría regresar a España con la faz descubierta a reanudar sus antiguos negocios.

La presencia de Álvarez en el colegio de la Saletta no logró turbar su gozo, pero le hizo recordar el importantísimo negocio planteado por su antecesor, el padre Claudio. Había que terminar su obra, apoderándose de la mitad de la fortuna de Baselga, de que era poseedora aquella niña.

Ahora que la Compañía, en virtud de los sucesos políticos, iba a entrar otra vez de lleno en el goce de su antiguo poder, convenía conquistar aquellos millones que eran el complemento de la gran cantidad cedida a la Orden por el fanático padre Ricardo, el tío de María.

El único obstáculo que en el porvenir podía ofrecerse a la realización de tal plan era Esteban Álvarez, aquel hombre que conocía el móvil que guiaba a la Compañía al inmiscuirse de tal modo en los asuntos de la familia Baselga, y que algún día podía llegar hasta María para convencerla de que era su padre, y librarla, con sus consejos y su apoyo, de las pérfidas seducciones de los jesuitas.

Sabía el padre Tomás que Álvarez no podría nunca volver a España, pues la Orden se encargaría de hacer imposible su regreso sacando del olvido los procesos que se le habían formado por ciertos actos de necesaria violencia cometidos en su época de guerrillero republicano; pero cauto y previsor siempre el poderoso jesuita por si acaso el emigrado, en un rasgo de audacia, se presentaba ante su hija, procuró aumentar en ésta el odio a su padre, y ayudó a las religiosas en la tarea de pintar a Álvarez como un horrendo monstruo.

María se vio por algunos días tratada con gran amabilidad por el padre Tomás, que hasta entonces sólo había acogido a la colegialita con frías sonrisas.

La sermoneó, pintándola con negros colores el carácter de aquel hombre que, arrastrado por una locura criminal, decía ser su padre, y la perseguía; y cuando la niña mostraba más terror, él la tranquilizó asegurándole que en todas ocasiones le tendría a él y a su tía la baronesa, para protegerla.

No tardó María en olvidar aquella escena. La dulce monotonía de colegio era como una esponja que, pasando sobre su memoria, borraba todos los recuerdos no relacionados con la vida íntima del establecimiento.

La niña creció, marcándose cada vez más en ella un carácter voluntarioso y enérgico y un afán de movimiento y de bullicio propios de un cuerpo henchido de vida y por el cual circulaba una sangre rica y fuerte.

Aquel diablillo con faldas, al crecer, había adquirido gustos de muchacho, y estaba reñida eternamente con la tranquilidad y el recogimiento.

No podía permanecer quieta en la sala de estudios, y apenas la hermana vigilante dejaba de tener en ella fijos los ojos, cazaba moscas para dejarlas volar, después de colocarles en la parte posterior trompetillas de papel, o se escurría bajo los bancos para pellizcarle las pantorrillas a alguna compañera que gozaba fama de tonta y paciente. En la sala de labores, al menor descuido, escondía los trabajos de una o deshacía los bordados de otras, y hasta un día, en unión de dos amiguitas, que constituían con ella la banda de las traviesas, se atrevió a poner alfileres de punta en el sillón que solía ocupar la segunda directora, cuando vigilaba personalmente los trabajos de las alumnas.

Sus libros eran siempre los más sucios y rotos que se veían en el colegio; sus manos estaban siempre afeadas por cortes y rasguños que se hacía introduciéndose en los más oscuros rincones del edificio o intentado subir a los desvanes; y, a pesar de que la baronesa era en extremo generosa, y con frecuencia enviaba dinero a la directora para que repusiera el ajuar de su sobrina, ésta se presentaba siempre rota, polvorienta y como haciendo gala de su desprecio hacia los trapos que tanto cuidaban las compañeras.

Un vestido le duraba una semana; profesaba un horror sagrado al coser y demás labores de su sexo; las hermanas vigilantes habían de sostener con ella diarias batallas para obligarla a que peinase sus hermosos cabellos, siempre abandonados y flotantes; y muchas veces encontraban que su cama no había sido removida en una semana, pues mientras sus compañeras al despertarse, cumpliendo el reglamento, levantaban sus lechos, ella se entretenía en empujarlas para hacerlas caer, o les daba baños de impresión con el agua de palanganas.

A los once años, aquel diablazo, demasiado alto y robusto para su edad, era el bandido del colegio, y tenía su cuadrillita de amigas que, obedeciéndola ciegamente e imitándola por admiración, iban como ella con la cabeza greñuda, el vestido rasgado y las botinas rotas, aprovechando todas las ocasiones para aturdir el colegio con infernal gritería.

Las religiosas ya no podían tratar con su antigua benignidad a la revoltosa muchacha, y creían intimidarla con severos castigos; pero la niña tomaba a broma todas las medidas de rigor, y seguía en sus costumbres con la pisada indiferencia de los cerebros aturdidos.

Si la ponían de rodillas en el centro de la clase, encontraba medios de provocar la risa en todas las compañeras; si la sentaban en el deshonroso banco de las pigres, no demostraba el menor pesar, y aun burlábase con graciosos gestos a espaldas de la maestra; y una vez que, como castigo supremo y casi desconocido en el colegio, la encerraron en un cuarto oscuro del piso bajo, donde guardaban tinajas y vasijas de metal, hubieron de ponerla en libertad a las pocas horas, a causa del infernal ruido que movía haciendo rodar sobre el pavimento aquellos objetos.

Las buenas madres hablaban con cierto terror de aquella muchacha que parecía tener los demonios en el cuerpo y que revolucionaba al colegio con su carácter cada vez más revoltoso y maligno.

La directora comprendía ahora la certeza de las afirmaciones de Álvarez. Aquella niña, famosamente, había de ser hija suya. Demostraba tener en su sangre inquieta algo del espíritu diabólico que animaba al terrible revolucionario.

Pero las religiosas, a pesar de los continuos disgustos que les producía la niña, respetábanla pues en especial la directora y las madres de alguna importancia, conocían las altas miras que en ella había puesto la Compañía.

Además, María, en medio de todas sus travesuras y de su espíritu perturbador, se hacía querer por ciertos rasgos. Los días en que accedía por capricho a ser buena, entusiasmaba a las buenas madres. Su precoz talento y su facilidad para el estudio asombraba a sus maestras, que la veían, durante las cortas rachas de laboriosidad y calma, permanecer horas enteras sobre sus libros rotos y manchados aprendiendo en un solo día lo que durante muchos meses había despreciado.

Aparte de esto, tenía rasgos de nobleza que la hacían ser perdonada por todas sus anteriores faltas.

En medio de aquella graciosa y seductora tribu de colegialas, ella, imponiéndose por su carácter turbulento y el prestigio de su nombre, administraba justicia con toda la bárbara e impetuosa rectitud de un caciquillo indio.

Odiaba a las muchachas presumidas, pertenecientes a la encopetada y orgullosa aristocracia del dinero y las perseguía con crueles burlas; mediaba en todas las desavenencias que surgían a la hora de recreo, imponiéndose con su descaro y audacia hasta a las señoritas de último curso que estaban ya próximas a salir del colegio y pretendían abusar de su superioridad; no había niña tímida y humilde que, al quejarse de ser martirizada por sus compañeras, dejase de encontrar en ella decidida y valerosa protección.

Las buenas madres confiaban que la edad modificaría el carácter varonil de la niña; pero sus deseos no se cumplían, y María, a los doce años, seguía siendo aún un muchacho con faldas, que lo mismo se reía de los sermones de las religiosas que de aquellas cartas amenazantes y terroríficas que le enviaba su tía, al tener noticia de sus travesuras.

En cuanto al padre Tomás, hacía ya mucho tiempo que las religiosas no podían valerse de su auxilio, pues la restauración borbónica, por mediación del omnipotente Cánovas, había abierto a la Compañía las puertas de España, y el poderoso jesuita se hallaba en Madrid sobradamente ocupado en los negocios de la Orden, para fijarse en las travesuras de María.

Ésta, al tener doce años, fue cuando se encontró en la plenitud de aquel poder absoluto que ejercía sobre todas sus compañeras. Era la reina del colegio, y nadie osaba protestar contra su despotismo. En las horas de recreo era cuando podía gozar apreciando por sus propios ojos la grandeza de su absoluto poder.

Al terminar la hora de la comida, el silencioso patio del colegio, con uno de sus extremos bañado por el dulce sol de la tarde y el resto envuelto en la fresca y húmeda sombra que proyectaban los altos y verdosos muros, conmovíase por el pataleo y los gritos de aquel rebaño de caras sonrosadas y faldas flotantes que lo invadían.

Los gorriones, que picoteaban en las desiertas baldosas llamándose con sus piidos, retirábanse discretamente a lo alto de los muros, apenas oían a lo lejos el rumor de la invasión; pues conocían, por experiencia, la malignidad graciosa, mas no por esto menos terrible, de aquellos diablillos, ansiosos de vengarse con desenfrenados cánticos, furiosos pataleos y convulsas manotadas de las largas horas, de meditación, rezo y ojos bajos, a que obligaban las costumbres del colegio.

Apenas María, rodeada de su banda de admiradoras obedientes, aparecía en lo alto de la escalera, el recreo tomaba el aspecto de infantil aquelarre. Ella era la inventora de las más extrañas diversiones; la introductora de cuantos juegos violentos veía a los muchachos de las calles los días en que salían a pasear por la ciudad.

No parecía contenta, hasta que ella con su banda, turbaba los juegos de las demás niñas, y experimentaba cierto gozo maligno cuando alguna amiga torpe, queriendo imitarla en sus arriesgados saltos, caía de bruces y se contusionaba el rostro hasta hacerse sangre.

Ella fue la inventora de la sencilla diversión de dejarse resbalar a horcajadas por al pasamano de la gran escalera de piedra a una altura de más de quince metros, temeridad en la que muy pocas la quisieron seguir; y cuando la segunda directora, sorprendiéndola en tan peligrosa ocupación, le quitó las ganas de repetir con unos cuantos tirones de oreja, entonces dedicose a huronear por los alrededores de la habitación del portero, a quien ponía en cuidado la picardía del gracioso bandido, pues apenas se alejaba el hermano José un momento, se encontraba al volver rasgadas las estampas con que adornaba su cuarto, sufriendo con esto un cruel berrinche, pues amaba a aquellas imágenes como si fueran individuos de su propia familia.

Un día llevó la niña su audacia, hasta el punto de, al atravesar el viejo portero el patio a la hora de recreo, saltar a su espalda y dejar al descubierto su pelado y puntiagudo cráneo, arrebatándole el mugriento gorro de terciopelo que de mano en mano, como una pelota, fue de un extremo a otro. A cada una de estas hazañas conmovíase todo el personal del colegio, bramaba la austera subdirectora, miraban al cielo con aire de escandalizadas las otras hermanas, y la directora llamaba a su despacho a la terrible niña, consiguiendo con todos sus sermones que se repitiera siempre la misma escena.

María no negaba, pues era incapaz de mentir. Sí; ella había hecho aquello de que le acusaban. ¿Y por qué? ¿Por qué había cometido tal monstruosidad? A esta pregunta siempre contestaba lo mismo, con encogimiento de hombros y sonrisas picarescas. Ella no sabía explicar, aunque quisiera, el móvil de sus travesuras. Hacía aquello, no porque gozase en hacer mal, sino porque sentía en su interior un impulso irresistible a moverse y a provocar ruido, y porque en ella la acción seguía rápida e irreflexivamente al pensamiento.

No lo volvería a hacer; lo prometía formalmente a la directora y ella, en su interior, estaba dispuesta a cumplirlo; pero apenas salía del despacho con los ojos bajos y el exterior compungido, sentíase asaltada por el demonio del escándalo (como decían las religiosas), y si encontraba al paso un mueble que volcar con estruendoso ruido o una buena madre a quien clavar en el sayal un alfiler con una maza de papeles, hacíalo con tanta rapidez como lo había pensado.

Convenciéronse, por fin, la directora y sus subordinadas, de que era imposible dominar aquella travesura natural, que llegaba hasta el extremo de atar los orinales a la cola de los gatos y azuzar después a éstos para que entrasen corriendo en la capilla a la hora del rezo; y se propusieron armarse de paciencia para sufrir todas las ruidosas bromas de aquella niña.

Justamente, entonces fue cuando María experimentó un brusco cambio en su organismo que modificó su carácter.

Estaba próxima a los trece años, cuando comenzó a sentir un sordo malestar, una agitación nerviosa que la turbaba, impidiéndole hacer las locuras de siempre.

Sus ágiles miembros mostrábanse torpes como si comenzasen a experimentar una interna petrificación, y los ejercicios violentos conmovíanla hasta el punto de hacerle sufrir vahídos y bruscas alternativas de asfixiante malestar.

Quejábase de violentos dolores en las caderas que le obligaban a inclinarse como si no pudiera resistir el peso de su cuerpo, y tan visible era su fiebre, que las buenas madres la llevaron a presencia del médico del colegio a la hora en que éste hacía su diaria visita.

El médico interrogó con cierta discreción a aquella niña que le miraba descaradamente con sus hermosos ojazos, y sonrió finalmente al escuchar las respuestas, haciendo un guiño singular a la directora que estaba presente.

¡Oh! Aquello no era nada. Exceso de salud y vida; lo de siempre: la crisis que todas forzosamente habían de pasar al llegar a cierta edad.

La fiebre hizo dormir a María durante toda la noche con intranquilo sueño, y al despertarse a la mañana siguiente, incorporose en su cama con nerviosa inquietud, llevando en su pálido rostro y en sus ojos asombrados una expresión de terror.

Sentía algo extraño bajo el vientre, y todo su organismo estaba dominado por una languidez que le robaba las fuerzas.

Parecíale que durante el sueño había sido herida por una mano brutal, y notaba que la parte alta de sus piernas descansaba sobre una pegajosa humedad.

Alarmada y con miedo palpó bajo las sábanas, y, al sacar su mano manchada de sangre rojiza y oscura, púsose densamente pálida, agitó su cabeza como si el terror no le dejara aire que respirar, y lanzó un grito de angustia que resonó en todo el dormitorio.

Acudieron las buenas madres, y el miedo de la colegiala trocose en sorpresa y estupefacción, al ver que las religiosas, al enterarse de lo ocurrido, permanecían silenciosas, con los ojos bajos y ruborizadas, mientras que en los labios de algunas de ellas vagaba una débil sonrisa.

Era aquello el despertar de la pubertad, la revelación del sexo, la dolorosa y molesta iniciación de la niña que pasaba a ser mujer.

María tardó mucho tiempo en convencerse de lo que aquello significaba, y aun así, sólo adivinó a medias la importancia de la revolución que se había operado en su organismo; pues las religiosas procuraban conservar a sus educandas en la más absoluta ignorancia respecto a las funciones de la naturaleza, llegando a tal extremo de pudibundez, que prohibían a las niñas, bajo las más severas penas, el llamar por su nombre a los objetos de íntimo uso, y ponían de rodillas a la que, hablando de su camisa, le daba tal nombre, en vez de llamarla la indispensable.

Las consecuencias que tuvo para María aquel suceso, fue abandonar en el mismo día el dormitorio de las medianas para pasar al de las señoritas mayores y transformar su vestido, añadiendo algunas pulgadas más de tela a la falda de su uniforme.