PARTE PRIMERA
EL CONDE DE BASELGA

I. UN DEFENSOR DEL ABSOLUTISMO

En la madrugada del 1.° de julio de 1822, cuatro batallones de la Guardia Real salieron a la callada de Madrid y se trasladaron al Pardo, donde, con aire omnipotente, dispusieron que su amado rey el señor don Fernando VII recobrase todos sus derechos de monarca absoluto y que cayera el régimen constitucional nacido año y medio antes con la sublevación de Riego en las Cabezas de San Juan.

Fue aquello una chiquillada valiente que costó la vida a muchos infelices y en la que se dieron a conocer don Luis Fernández de Córdova y otros futuros generales que entonces eran simples tenientes o más bien dicho, pollos militares recién salidos del cascarón.

En aquella jornada preparada en honor del absolutismo monárquico, sonó por primera vez el nombre de don Fernando Baselga, conde de Baselga, que era un rapaz recién salido de la escuela militar, vivo de genio, despierto de mollera en lo tocante a travesura, gran amigo de los placeres y con el alma un poco atravesada, según decían sus compañeros; pero a quien se le dispensaban sus faltas, que no eran pocas, en gracia al alegre carácter y a la distinción caballeresca que sabía dar hasta a sus actos más ruines.

El subteniente Baselga, de la Guardia Real, era una esperanza para

Aquella corte de Fernando que se sentía molestada bajo la influencia liberal de la situación y deseaba el restablecimiento del absolutismo, lo que significaba la vuelta de aquellos tiempos de Godoy y Carlos IV, donde cada mañana se comentaban los escándalos palaciegos ocurridos en la noche anterior, sucesos capaces de ruborizar a un cuerpo de guardia y se rendía homenaje al querido de la reina, la que por su parte cambiaba de amante cada semana.

¡Aquellos fueron los buenos tiempos!, y no los que habían sobrevenido después de 1820, en aquella inaudita época constitucional donde los mismos revolucionarios que trastornaron a la nación en las Cortes de Cádiz, aquellos plebeyos insolentes y deslenguados, enemigos de Dios y de la propiedad, como eran Arguelles Martínez de la Rosa, García Herreros, y otros no menos nombrados, pisaban las alfombras del regio palacio con el carácter de ministros e iban a deslucir con sus casacas mal cortadas aquel brillante golpe de vista que presentaban los salones del rey, repletos de dorados uniformes, faldas de vistosos colorines y sotanas rojas o moradas.

Cuando el joven subteniente se hacía estas consideraciones, sentíase acometido de un furor sin límites. Aquello no era corte; el palacio real no pasaba de ser un campamento del pueblo, la ola democrática lo invadía todo y era preciso que los buenos servidores del rey se agrupasen a su lado para barrer a todos los negros y devolver al palacio su antiguo esplendor.

El condesito de Baselga experimentaba la misma desesperación del artista convencido de que posee condiciones para hacerse inmortal y que, sin embargo, no encuentra medios para darse a conocer del mundo.

El joven subteniente tenía la firme persuasión de que él podía ser el más brillante adorno de una corte, y se desesperaba al pensar que por culpa de los liberales, allí no había bailes, saraos, ni ninguna de las grandes diversiones de los antiguos tiempos, pues el rey se pasaba la mayor parte del año en sus posesiones campestres huyendo de los motines, asonadas y manifestaciones con acompañamiento de pedradas y palos que siempre venían a terminar frente a las ventanas de Palacio.

¡Si él hubiera nacido en otros tiempos…!

Ya se lo había dicho el revoltoso y viejo conde de Montijo el mismo que el año ocho acaudillaba, vestido de chalán y con el nombre de el tío Pedro, el motín de los lacayos y trajineros contra el favorito Godoy.

—Muchacho tú hubieras hecho una gran carrera, de vivir en la corte de Carlos IV.

Él no era ambicioso, no quería medrar; únicamente deseaba divertirse, y divertirse mucho, y para ello necesitaba un escenario digno de sus facultades, una corte donde menudearan las fiestas, las damas fueran traviesas, se tuviera alguno que otro duelo, y desde el rey para abajo todos fueran galanteadores.

Para eso había entrado él en la Guardia Real, y como tenía la completa seguridad, por informes fidedignos, de que Fernando pensaba de igual modo y se veía obligado a reprimirse por culpa de los vencedores liberales, de aquí que profesara a éstos un odio más vivo e inextinguible que el que pudieran inspirarle sus tradiciones de rancia nobleza.

Por esto olvidando momentáneamente el vino, la baraja y unas relaciones nada platónicas que más por amor propio que por pasión había contraído con una duquesa casi cincuentona, dama de honor de la reina, hízose hombre serio, metióse a conspirador y entendiéndose con su compañero de armas, el inquieto Córdova que era quien se avistaba continuamente con el rey y estaba en el secreto de la gorda que se preparaba contra los liberales, encontrose a los veintiún años convertido en terrible sedicioso, aunque no dejando por esto de ser tan superficial como de costumbre.

Aquel condesito de Baselga era un hermoso ejemplar de la especie de fatuos dañinos; y honraba tanto en lo físico como en lo moral a su privilegiada clase demostrando que en la nobleza no todas las familias degeneran a pesar de los incesantes cruzamientos entre individuos de idéntica sangre.

Su familia tan cargada de blasones y pergaminos como escasa en peluconas, habíase mantenido hasta entonces pegada al terruño en lo más aislado de Castilla la Vieja, odiando a la corte y considerando únicamente como iguales a los individuos de aquella nobleza rústica, que no doblaba el espinazo ante los favoritos de los reyes, nobleza que guardaba encerradas en sus casas solariegas las tradiciones de los feudales tiempos y que se comía sus cosechas al calor de la blasonada chimenea, teniendo por única ocupación la caza y por exclusivo esparcimiento la diaria misa mayor, las vísperas y alguno que otro rosario.

La guerra de la Independencia por un lado y las Cortes de Cádiz por otro, removieron toda la nación; los franceses a cañonazos y los diputados con leyes y decretos sacaron de su marasmo a clases que permanecían tan quietas como la momia de un Faraón en lo más hondo de la Pirámide, y aquellos restos semifeudales de la nobleza castellana fueron arrojados de sus vetustos caserones por el azar de las circunstancias y entraron en plena vida para contaminarse como todas las otras clases con el ambiente social.

Entonces, como tronco que arranca y arrastra el torrente de una inundación, el joven conde de Baselga fue desgajado del riñón de Castilla donde había crecido y llegó a Madrid contando como único capital el puñado de duros que cada seis meses le enviaba el cura de su pueblo como administrador de sus reducidos bienes señoriales y especialmente aquellas prendas físicas que, según testimonio de los expertos en achaques de corte, le harían ir muy lejos.

Sus progenitores habían muerto al terminar la guerra; su padre a consecuencia de fatigas experimentadas en la lucha contra los franceses, pues había querido organizar una guerrilla y de la campaña sólo había sacado escasa gloria, muchas penalidades y bastantes golpes, y su madre a causa de los numerosos sustos que la habían producido las continuas fugas y ocultaciones para no caer en manos de los invasores.

El condesito no tenía a los dieciséis años otro arrimo y amparo que el del duque de Alagón, gran señor de la corte con el que le unía un lejano parentesco, pero en esto le favoreció la suerte, pues llegó a Madrid en 1815 o sea cuando estaba en su período álgido la reacción, cuando el pueblo era feliz gritando: ¡vivan las cadenas y la Inquisición!, y España entera adoraba una trinidad tan respetable como la católica, compuesta por Fernando el Deseado, el exaguador Chamorro, bruto con suerte que tenía el privilegio de provocar la carcajada real relatando chuscadas del Matadero y el citado duque de Alagón, personaje respetable y necesario para la felicidad del Estado, cuyas funciones consistían en llevar la cuenta de los conventos de monjas que esperaban la visita de S. M. y acompañar al monarca en sus excursiones nocturnas a casa Pepa la Naranjera o alguna otra notabilidad manolesca que tenía el privilegio de distraer el fastidio de aquel a quien los predicadores de la época ponían en parangón con Dios.

Bajo la poderosa protección de tan digno personaje hizo el joven conde sus estudios.

Cerca de cuatro años invirtió en abrir un resquicio en su mollera a un escrúpulo de matemáticas y un poquillo de táctica y estrategia, pero como en aquel entonces tener un padrino como el duque de Alagón, equivalía casi a ser pariente del Espíritu Santo, pronto ingresó en la Guardia Real con el grado de subteniente y fue presentado al rey y a las principales damas de la corte.

No fue pequeño el efecto que causó en palacio, atendida la insignificancia de su posición. El monarca, que a la sazón andaba muy preocupado con la Constitución que acababa de jurar y las crecientes pretensiones de los liberales, desarrugó, sin embargo, el entrecejo y le dispensó una sonrisa y algunas chuscadas de su repertorio, con las cuales demostraba conocer las aventuras del joven subteniente, y en cuanto a las damas de la corte, señoronas de carne hinchada, mascarilla de colorete y peinado de tres pisos, le dedicaron las más insinuantes sonrisas y recogieron sus pomposos vestidos para que se sentara a su lado aquel nuevo manjar sano y apetitoso que llevaba en su interior la energía vital de cien generaciones libres de la anemia de las capitales y fortalecidas por la vida del campo.

En verdad que Baselga merecía tan afectuoso recibimiento.

Era el más hermoso animal que en muchos años había entrado en la corte para satisfacción del capricho femenil de las grandes damas.

Su esqueleto podía figurar por su tamaño y fortaleza en un museo y sobre sus huesos de gigante llevaba un apretado tejido de músculos y nervios capaz de desarrollar la fuerza del atleta y refractario a la enfermedad y a la fatiga. Su rostro tenía una expresión ceñuda que al sonreír se convertía en maligna; llevaba con mucha gracia el recortado bigote y las patillas a la rusa en moda entre los militares de entonces y a tantos encantos físicos se unían los de una educación distinguida, pues manejaba el sable como un cosaco, bebía sin caer, como un arriero, miraba con desprecio a todo hombre que no llevaba uniforme y jugaba con privilegio de ganar siempre, ya que todas sus fullerías sabía sostenerlas después como un matachín con la punta de su espada.

Los cuartos que le enviaba el cura, su corta paga, algún que otro socorro que le dispensaba su protector el de Alagón y las trampas en el juego, le permitían vivir con más boato que muchos de sus compañeros de armas y hasta se susurraba entre éstos que la duquesa madura cuidaba de su brillante aspecto renovándole el uniforme cada tres meses, con el fin de que se presentara como el oficial más elegante y apuesto de la Guardia.

Sus calaveradas y rasgos de carácter eran uno de los temas obligados en las tertulias elegantes, y hasta absolutistas tan ceñudos y malhumorados como el duque del Infantado y el padre Cirilo Alameda, reían a carcajadas al saber que Baselga se disfrazaba de majo e iba a las Cortes para tener el gusto de arrojar a los diputados cortezas de naranja, o se emboscaba al anochecer con algunos compañeros en la Plaza de Palacio, embozado hasta los ojos y con el sable desnudo, para emprenderla a cintarazos con los mozuelos y mujeres que se colocaban bajo las ventanas del regio alcázar llamando a Fernando «feo narizotas, cara de pastel».

Todas estas hazañas las consumaba el joven subteniente como en muestra de agradecimiento al rey y al duque de Alagón y para desahogar la rabia que sentía contra aquellos liberales que, con sus costumbres puritanas, impedían que fuera la corte lo que en los buenos tiempos y que en ella pudiera lucirse un descendiente de los héroes de la reconquista que se llamaba don Fernando de Baselga.

La fama de los despropósitos que continuamente cometía el calavera subteniente fue haciéndose tan grande, que llegó a oídos de Fernando, y éste, que entonces se ocupaba en urdir la conspiración número mil y tantas contra la Constitución que voluntariamente había jurado, en uno de los conciliábulos que a altas horas de la noche celebraba en su alcoba con Alagón, Infantado y el joven Córdova, habló a éste de la necesidad de interesar en el plan a Baselga.

—Señor —contestó Córdova con el desprecio que los hombres de genio guardan para los fatuos—, ese hombre será útil para cuando demos el golpe; pero, entretanto, puede comprometernos.

—No importa; háblale de mi parte. Es un bruto que sabrá animar a la gente y te evitará descender a ciertos trabajos.

El joven subteniente a quien el soberano había agraciado con tan hermosa calificación, recibió con el mayor placer las indicaciones de su compañero de armas, y estuvo a punto de desmayarse de satisfacción al saber que S. M., había pensado en él para tan delicada empresa.

Desde aquel momento se olvidó de todo para dedicarse exclusivamente a la vida de conspirador.

¡Qué actividad la suya! ¡Con qué elocuencia sabía hablar a sus compañeros para decidirles a que desenvainaran su espada contra el gobierno! A los amigotes de riñas y francachelas pintábales con arrebatada oratoria la necesidad que había de cortar a los liberales esto, aquello y lo de más allá; a los que sentían sus mismas aficiones entusiasmábalos describiendo lo que sería la corte así que la Guardia echara abajo la maldecida Constitución, y a los que se mostraban tímidos e irresolutos intentaba atemorizarlos diciéndoles con aire de matoncillo que así que triunfase la buena causa se procuraría hacer en las horcas una buena cuelga de aquellos que en los momentos de peligro no querían defender los sagrados derechos del rey.

Pronto tuvo Baselga terminados sus trabajos de preparación, y no debió hablar mal de ellos Córdova al rey, pues éste dirigía bondadosas sonrisas al subteniente siempre que lo veía en Palacio.

Por fin, llegó el momento de dar el golpe.

Con motivo de ciertas manifestaciones de desagrado que el pueblo hizo al rey, en 30 de Junio, cuando se retiraba a Palacio, después de asistir a la clausura reglamentaria de las Cortes, hubo sablazos y culatazos entre la Guardia y la milicia nacional, con el consabido acompañamiento de corridas y cierre de puertas.

Baselga comenzaba a estar en su elemento, y varias veces propuso a sus compañeros el dar allí mismo el grito de ¡viva el rey absoluto!, y volviendo a las Cortes, fusilar a todos los diputados.

Quería acelerar el movimiento con un acto disparatado, y ya que no pudo lograrlo en aquel momento, por la tarde lo consiguió, pues a las puertas del mismo palacio real, y por consejo suyo, unos cuantos soldados hicieron fuego por la espalda sobre don Mamerto Landaburu, capitán de la compañía de Baselga y a quién éste odiaba por sus ideas liberales.

Después de un crimen de tal importancia realizado al grito de ¡viva la monarquía absoluta!, ya no cabían vacilaciones.

La milicia nacional, la guarnición de Madrid afecta al gobierno y el pueblo caerían inmediatamente sobre los agresores y la conspiración quedaría desbaratada, lo que obligó a tomar a los conspiradores una resolución definitiva.

Cuatro batallones de la Guardia Real salieron aquella misma noche de Madrid, mandados por oficiales jóvenes y de poca graduación, pues el que más era capitán.

El conde Baselga iba al frente de medio batallón, contento de la aventura y con todo el empaque de un ilustre caudillo.

II. El 7 DE JULIO

Al anochecer del día 7 de julio, entre las gentes de alta estofa reunidas en los salones del palacio real, reinaba una alegría no exenta de zozobra.

Se esperaban graves acontecimientos para dentro de muy breves horas.

El rey, bajo frívolos pretextos, mantenía a su lado a los ministros liberales; los cortesanos comenzaban a tratar a éstos más como vencidos y prisioneros que como gobernantes, y fuera de las doradas cámaras, en las antesalas, escalinatas y patios, vociferaban los soldados de la Guardia que no habían seguido a sus compañeros en la insurrección, y permanecían allí para guardar la persona del soberano.

Aquellos pretorianos, actores indispensables de la tragedia que se preparaba, eran tratados como canónigos por la servidumbre de Palacio, que se extremaba en llenar sus estómagos para que así adquirieran nuevas fuerzas y supieran batirse firmemente con los liberales.

Los platos humeantes, recién salidos de los fogones, los fiambres costosos, las frutas raras, los helados exquisitos y los vinos, que hacía ya muchos años dormían en las bodegas de Palacio bajo espesa capa de telarañas y polvo, salían a borbotones por la puerta de las cocinas en brazos de diligentes pinches, y eran distribuidos entre aquellos mocetones uniformados, tan gallardos como brutales, que con el fusil bajo el brazo recogían el regalo del rey y lo partían alegremente con sus amigas, alegres mujercillas que habían llegado de los barrios más extremos de Madrid al olor de la fiesta.

Las antecámaras estaban convertidas en comedor, y cada rincón o hueco de escalera era un burdel.

La licencia soldadesca se posesionaba a sus anchas del regio alcázar, y el rey y sus cortesanos lo veían, pero callaban.

Convenía acariciar y sufrir antes de la pelea a aquellos perros de presa que iban a ser arrojados contra la Constitución.

A intervalos aparecía en los tejados del Palacio una gran linterna roja que se movía con señales de telegrafía misteriosa, y a la que contestaba allá a lo lejos con idénticos movimientos otra del mismo color desde las alturas del Pardo, que ocupaban los batallones insurrectos.

Aquello, según las gentes enteradas de los secretos de Palacio, era la señal convenida entre el rey y sus pretorianos para que éstos cayeran sobre los liberales que defendían Madrid, y que se mostraban descuidados y muy ajenos de esperar ataque alguno.

La contestación que marcaba el farol del Pardo, produjo en los regios salones la más grata impresión.

Los cortesanos se felicitaban mutuamente, y los frailes y clérigos estrechaban las manos de los grandes de España y generales de salón, dándose plácemes por el próximo triunfo que devolvería a las clases tradicionales sus antiguos privilegios desterrando de la nación los demonios de la libertad y del progreso.

—¡Van a venir! —decía con gozo un obeso canónigo a un acartonado gentilhombre.

—Pronto tendremos absoluto a nuestro señor don Fernando.

—¡Absoluto! —exclamaba con alegría casi frenética y frotándose las manos el esférico prebendado—. ¡Absoluto! Eso es; y que podamos arrojar lejos de nosotros la polilla liberal.

Fernando, en tanto, rodeado de sus inseparables duques de Alagón y del Infantado y de otros cortesanos íntimos, celebraba con su chusca risa de canalla la mala jugada que les preparaba a los liberales.

Los cuatro batallones de la Guardia no anduvieron perezosos en cumplir lo prometido por medio de aquel extraño telégrafo óptico.

Seis días de inacción, de crueles indecisiones, y de ver que en toda España nadie se levantaba a secundar el movimiento, conforme el rey había prometido, destruyeron un tanto la disciplina militar e introdujeron el desorden en las filas.

Córdova hacía esfuerzos para que no se malograra aquella empresa de la que él era el alma.

Los liberales por una extraña apatía habían dejado a los guardias que permaneciesen tanto tiempo sublevados en los alrededores de Madrid; pero era de esperar que de un momento a otro cayeran sobre ellos, aplastándoles con el peso de su superioridad, y por esto los directores del movimiento decidieron tomar la ofensiva presentándose inesperadamente en la capital y poniendo de su parte la gran ventaja de la sorpresa.

El condesito de Baselga ayudó mucho a Córdova en la tarea de decidir a los compañeros a caer sobre Madrid.

Aquel matoncillo de corte deseaba con ansia tomar parte en una función de guerra y hacer contra la libertad algo más serio que darse de sablazos con los milicianos en la plaza de Palacio o de bofetadas con los patriotas que aplaudían en la tribuna de las Cortes.

El deseo de los más levantiscos se impuso a la cautela de los más prudentes, y los cuatro batallones emprendieron la marcha a las diez de la noche.

Baselga mandaba una compañía, y muchas veces volvió la cabeza durante la marcha para contemplar el ciento de altas gorras de pelo que en correctas líneas se movían detrás de él entre el bosque de cañones de fusil que brillaban al fulgor misterioso de un cielo sin luna, pero poblado de estrellas.

Allá abajo debía estar Madrid, el antro donde se guarecía el monstruo liberal que aquellos caballeros andantes del absolutismo iban a exterminar; y los guardias miraban ansiosamente hacia adelante como queriendo entrever los contornos de la población en la semioscuridad de la noche.

Cuando los cuatro batallones llegaron a las tapias de Madrid, apoderándose fácilmente de un portillo y entraron en la capital.

Cambió entonces el aspecto de aquellas fuerzas. Algunos de los reclutas de la Guardia, entusiasmados por el buen resultado de la sorpresa, gritaron: ¡viva el rey neto!, pero las escasas voces fueron ahogadas por los veteranos, soldadotes duchos en la guerra que llevaban sobre su pecho, en forma de cruces, el recuerdo de las más célebres campañas de la Independencia y a quienes la gente llamaba los barbones de Ballesteros por la gran afición que demostraban a dejarse crecer los pelos de la cara.

Había que caer por sorpresa sobre los liberales, era preciso no avisarles con gritos ni disparos, y por esto los batallones, a la desfilada y rozando las casas, fueron deslizándose a lo largo de las calles.

Aquellos paladines de la legitimidad monárquica avanzaban con la vil cautela del asesino que va a caer sobre el enemigo descuidado.

Pronto cesó tal situación. Al volver la cabeza del primer batallón una esquina, encontrose frente a una patrulla liberal que recorría vigilante la ciudad. Sonó un tiro, después una descarga y los vivas a la Constitución y al absolutismo se confundieron con el tremendo rugido de la fusilería.

Había ya empezado el combate y Madrid despertó de su sueño.

La milicia corrió a las armas, elevose en las calles un rumor semejante al bostezo de la fiera que despierta sorprendida por el primer tiro de los cazadores, y en los puntos más céntricos de la capital fueron reuniéndose los batallones de la milicia nacional y los patriotas armados que deseaban luchar por la libertad.

La plaza Mayor era el punto cuya posesión más interesaba a los insurrectos realistas y allí se dirigió la Guardia Real en varias columnas y siguiendo distintas rutas.

Baselga, sin separarse de Córdova, al que profesaba tanto respeto como admiración, púsose al frente de los quinientos hombres que iban a atacar la plaza por el callejón llamado del Infierno y denodadamente comenzó a avanzar.

Aquel truhán palaciego era valiente y tenía la audacia del bandido cuando se ve en peligro.

El tiroteo que se inició en la calle de la Luna había puesto en guardia a los defensores de la plaza Mayor, y al extremo de aquella angosta y oscura callejuela, bajo el amplio arco que daba acceso a la plaza, destacábanse, al rápido resplandor de los fogonazos, los enormes chacós de los milicianos terminados en orondos pompones y las figuras bizarras, aunque poco militares, de aquellos tenderos, abogados y oficinistas, que en días tranquilos jugaban a soldados con infantil complacencia y que en aquella noche, por uno de esos fenómenos raros que surgen en la historia cuando menos se les espera, se disponían a morir como héroes.

La espesa granizada de balas de fusil rugía en la estrecha garganta de la callejuela, salpicando las paredes, acribillando puertas y ventanas y derribando a los acometedores de los cuales muchos avanzaban apoyados a los muros y amparándose en sus huecos y salientes, mientras que otros, situados en el centro de la angosta vía, hacían fuego a pecho descubierto o desafiaban a la muerte, siguiendo adelante sin otra defensa ante su pecho que la punta de la bayoneta.

Baselga atacó con el ardor de un granadero. En el primer empuje se vio próximo a la sombría arcada, cuyas negras fauces se iluminaban con el instantáneo relampagueo de la fusilería; casi llegó a tocar con la punta de su espada aquellos grupos de azules capotes, charreteras encarnadas y gigantescos morriones que cubrían, como animada barricada, la entrada de la plaza; pero inmediatamente tuvo que retroceder, pues se encontró solo. Ninguno de aquellos guardias de tan reconocida bravura había conseguido avanzar tanto.

Los audaces estaban tendidos en el suelo y los demás se replegaban al fondo de la callejuela hostigados por las incesantes descargas de fusilería.

El condesito volvió a donde estaban los suyos y allí encontró a Córdova que, con el rostro contraído por el furor y los ojos saltando de sus órbitas, arengaba a los soldados y se disponía a cargar a la bayoneta, forzando de este modo la entrada de la plaza.

Formose la columna. Agitando sus espadas pusiéronse al frente los oficiales y aquella masa de hombres y de hierro que por bajo era monstruo de innumerables y veloces piernas y por arriba confusa aglomeración de bayonetas y colosales gorras de pelo, partió con arrolladora furia sobre el montón de milicianos que servía de inexpugnable muralla a la arcada y que esperaba el ataque con el frío y terco valor del hombre pacífico a quien el entusiasmo convierte en soldado.

La granizada de plomo no detuvo al monstruo de hierro en su precipitada carrera, el suelo de la calle tembló bajo tan uniformes y aceleradas pisadas, y sobrevino el choque, brutal, ensordecedor y furioso como el tremendo topetazo de dos bestias prehistóricas.

Las bayonetas de una y otra parte se cruzaron, buscando con rabia los enemigos pechos, los fusiles, todavía humeantes, voltearon sobre las cabezas esgrimidos como mazas de combate, y a las respiraciones jadeantes acompañaron rugidos de rabia, gemidos de dolor y vivas a la libertad y al absolutismo.

El brutal encuentro duró sólo algunos instantes. Pugnaron ambas masas por repelerse mutuamente; las filas de la milicia parecieron abrirse un tanto con los movimientos de la lucha y un gran número de guardias, aprovechando el claro, introdujéronse en la plaza con la audacia del que comienza a sentirse vencedor.

Un nuevo obstáculo vino a cerrarles el paso. Allí estaban hasta entonces inactivos los jinetes de Almansa, aquel terrible regimiento de caballería cuyos soldados y oficiales eran el núcleo de todas las sociedades secretas, y el principal elemento de las algaradas revolucionarias y que ostentaban el lema de Libertad o Muerte.

Cayó el tropel de caballos con arrolladora furia sobre la manga de guardias que iba introduciéndose en la plaza y éstos viéronse arrollados y obligados a retroceder.

Aquellos terribles liberales sabían pegar recio con sus sables, y cuantos intentaron oponerse a la carga cayeron acuchillados por los centauros de la revolución.

Deslizábanse los viejos soldados por entre los grupos de caballos pugnando por llegar al centro de la plaza; pero por todas partes encontraban cerrado el paso y tenían que retroceder esquivando con el fusil un diluvio de tajos y estocadas.

Baselga había sido de los primeros en penetrar en la plaza y quiso resistir antes que ser empujado por la caballería nuevamente al callejón.

A los sablazos de los jinetes contestó con toda su habilidad de consumado espadachín; pero en una de las ocasiones que levantó su espada, un sable resbalando a lo largo de ésta cayó sobre su hombro derecho arrancándole media charretera y rompiéndole la clavícula.

Cayó inútil el brazo a lo largo del cuerpo, su mano abandonó la espada y se consideró próximo a perecer entre aquel torbellino de hombres, caballos y sables que vertiginosamente le envolvía.

Afortunadamente para él la fuga de los guardias lo arrastró y con toda la vaguedad de un sueño vino a recordar cuando volvió a encontrarse en el fondo de la callejuela, lo que le había ocurrido en la plaza y cómo salió de ella entre empujones, golpes y bayonetazos esquivados, por aquella arcada tan valientemente defendida por los milicianos.

Baselga, al verse con los suyos que habían vuelto a rehacerse, recobró su habitual energía y para demostrar con cierta pueril complacencia que no hacía gran caso de la herida, creyó muy propio proferir algunas interjecciones contra aquella gentecilla de la milicia que tan dura era de pelar y con tanta tenacidad defendía su alabada Constitución.

Para ser unos tenderillos —como decía Baselga despreciativamente—, se batían muy bravamente aquellos milicianos que juzgaban la Constitución del 12 como el arca santa en cuyo interior se encerraba el tesoro de todas las verdades y la suprema felicidad.

Ni por un instante decaía el entusiasmo de los defensores de la plaza Mayor y nadie se hubiera imaginado horas antes que aquellos batallones de la milicia a los que daban cierto aspecto ridículo los honrados burguesillos de rostro bonachón y abdomen prominente haciendo esfuerzos por tomar dentro de su uniforme un aire marcial, pudieran llegar a tal grado de heroísmo.

Mezclados entre los milicianos que vivaqueaban desde el anochecer en la plaza, figuraban los principales personajes de la revolución, los que gozaban de más grande popularidad.

Riego, vestido de paisano y presentándose como un simple diputado, animaba a los milicianos con marcial elocuencia e interrumpía su peroración para coger el fusil de un herido y dispararlo contra los asaltantes.

El general Morillo, el héroe de las guerras de América, con aquel gesto avinagrado que le era característico, dirigía la defensa sin bajar de su caballo presentando fácil blanco a los tiros de los asaltantes.

El jefe de la milicia era el brigadier Palarca, aquel médico toledano que en la guerra de la Independencia abandonó la curación de enfermos para matar franceses y que a fuerza de seguir la original táctica de las guerrillas llegó a convertirse en un completo y popular caudillo y poco después en ardiente liberal.

Estos tres personajes mezclados con un sinnúmero de generales, diputados, periodistas y oradores de club, que eran la representación más genuina de aquella época revolucionaria, constituían el núcleo de la defensa, siendo como el alma de aquel gigante de hierro y fuego que alargaba sus brazos relampagueantes y estremecedores por todas las avenidas de la plaza.

La defensa en vez de decrecer con el tiempo, iba en aumento conforme transcurrían las horas, pues los liberales recibían nuevos refuerzos de los extremos de la capital.

Las columnas de la Guardia Real, lejos de manifestar debilidad al ver aumentado el peligro, redoblaban su empuje semejante al toro que se enfurece pugnando por derribar con la testa un resistente obstáculo.

Pronto tuvieron los sediciosos que luchar con un nuevo y terrible enemigo.

Los guardias desde el fondo de las tres calles por donde dirigían sus ataques, vieron rodar bajo las arcadas bultos informes e inanimados que arrastraban los defensores de la plaza produciendo sordo ruido.

Al poco rato ya no fue la fusilería únicamente la que barrió las calles. Un fogonazo más intenso que los anteriores enrojeció las sombras, sonaron detonaciones ensordecedoras y la metralla rasgó rugiendo el espacio para ir a incrustarse en aquellas masas de carne que se amontonaban, preparándose a un nuevo ataque.

Los cañones daban una terrible superioridad a los liberales y los guardias reconocían que era preciso apoderarse de ellos o resignarse a morir despedazados por aquella lluvia de hierro.

Preparáronse a hacer el último esfuerzo y ser a morir si necesario era antes que retroceder y ser barridos por aquel vendaval de plomo. Había que hacer callar a las bocas de bronce aunque tuvieran que obstruirlas con sus propios cuerpos.

Sin otro guía que la desesperación, rugiendo de rabia, en completo desorden y viendo abiertos a cada instante nuevos claros en sus filas, partieron veloces las columnas como si quisieran aplastar aquellas barricadas de hombres y cañones.

Estos redoblaron sus rugidos y pronto tuvieron junto a sus fauces de bronce el tropel de desesperados que buscaban la muerte aclamando al rey que a aquellas horas estaba en su palacio si no tranquilo bastante descansado.

Aquella lucha furiosa hasta llegar a la demencia tomó un carácter tan grandioso como el de los combates homéricos.

Los continuos fogonazos raspaban en lívidas fajas la densa oscuridad y a su instantáneo resplandor destacábanse los movedizos contornos de aquel gigantesco montón de hombres tenaces en su idea de permanecer firmes o de avanzar.

Con la fantástica y atropellada rapidez de las visiones del delirio, vislumbrándose en los instantáneos focos de luz que producía la pólvora, las casacas azules de los guardias con sus rojas franjas sobre el pecho a modo de alamares, las amplias levitas de los milicianos, las rojas charreteras en desorden, los rostros contraídos por el furor o ennegrecidos por la pólvora con la horripilante expresión de una imagen dantesca, las gorras granaderas y los morriones pugnado y entremezclándose y más encima un bosque centelleante de espadas y bayonetas, machetes y escobillones de artillería que se agitaban buscando la presa sobre quien caer.

Los cañones hacían fuego a quemarropa. Cada vez que rugían trazábase en la apretada masa de hombres un surco rojizo, retrocedía aquella con instintivo movimiento y en el claro que existía por un momento, tendidos en el suelo o pugnando por sostenerse, como espectros de una pesadilla, veíanse seres mutilados y horribles que se retorcían con las contorsiones de infernal dolor.

Aquello ya no era el combate de soldados civilizados, era la apoteosis de la guerra, desprovista de toda conveniencia y mostrándose en su salvaje desnudez. La pasión política y la desesperación convertía a los combatientes en fieras. Un poeta al describir la nocturna batalla la hubiera comparado en tal momento a un canto con estrofas de hierro y fuego entonado en loor de la brutalidad de los hombres.

No podía durar por mucho tiempo aquella hecatombe tan espantosa.

La Guardia más por irreflexivo espíritu de conservación que por miedo, retrocedió recibiendo por la espalda el fuego de sus enemigos; pero como avergonzada de su fuga apenas se reconcentró al extremo de las calles, volvió otra vez al ataque con furia todavía creciente.

Aquellos jóvenes oficiales, calaverillas de la guerra que habían efectuado la insurrección de la Guardia con la misma ligereza que una aventura amorosa, comprendían ya la terrible situación en que voluntariamente se habían colocado, veían claramente el compromiso terrible contraído con sus soldados a quienes llevaban a la muerte y con su rey que aguardaba al triunfo, y se arrojaban decididos sobre el enemigo pensando más en la muerte que en la victoria.

Hay que hacer justicia a aquellos jóvenes fanáticos del realismo absoluto, que acometieron la loca aventura del 7 de julio y ensalzar el valor heroico que desplegaron por tan despreciable causa.

El condesito de Baselga estaba fuera de sí.

Sentíase avergonzado y loco de rabia al pensar lo que dirían al día siguiente las duquesas de la corte sabiendo que los tenderos de la milicia, habían derrotado a los valientes y dorados mozalbetes de la Guardia; y esta idea horripilante le arrastraba al suicidio.

Ya no pensaba en penetrar en la plaza; tan sólo quería morir abrazado a uno de aquellos cañones que tanto daño causaban y que vinieran después las hermosuras cortesanas y hasta el mismo rey a contemplar el cadáver de tan glorioso mártir del absolutismo.

Guiado por tal idea, mostrábase bravo entre los bravos, marchando el primero en la columna a pesar de que sólo con gran dificultad podía mover su brazo derecho.

La metralla pasaba rozándole y hacía caer a los que más cerca estaban; pero ni una sola vez se desviaba para tocar a aquel insensato que le llamaba a gritos. Los rugidos de las cañones parecían a Baselga sarcásticas carcajadas de la muerte que se burlaba de un amante tan porfiado.

Varias veces llegó a tocar con su brazo casi inútil el bronce de aquellos cañones, y otras tantas retrocedió arrastrado por el reflujo de los asaltantes, que sólo por algunos instantes podían permanecer batiéndose cuerpo a cuerpo y recibiendo las descargas a quemarropa.

En más de una ocasión la bayoneta de un miliciano pudo atravesar su pecho con solo un ligero empuje; pero los defensores de la portalada le respetaron, admirando su valor y tal vez compadecidos de su juventud.

Iba ya acercándose el amanecer, las sombras eran cada vez menos densas y la Guardia, extenuada por tan gigantescos esfuerzos y cada vez más combatida por sus enemigos, convencióse de que era inútil su empeño.

Apenas esta convicción se extendió por las filas, aquellos bravos batallones, en los que figuraban los más aguerridos veteranos del ejército español, declaráronse en fuga.

Comenzaba el cielo a empaparse con la claridad de los rápidos crepúsculos del verano; esa luz azulada y vaga propia del amanecer, coloreaba los objetos, y los guardias, como horrorizados del desolador aspecto del campo de batalla, y aun del que ellos mismos presentaban, desordenáronse y apelaron a la fuga con dirección al palacio real en busca de asilo, como los facinerosos de las épocas de fanatismo que, huyendo de la justicia, se acogían al sagrado de las iglesias.

Los oficiales intentaron detenerlos; pero se vieron desobedecidos, arrollados, arrastrados por aquella vertiginosa corriente de hombres, y pronto los batallones, pocas horas antes de tan brillante aspecto, corrieron azorados, revueltos y en espantoso desorden, perseguidos de cerca por los defensores de la plaza Mayor.

Al entrar en la calle del Arenal, aguardábales una tremenda sorpresa.

Las fuerzas liberales que ocupaban la Puerta del Sol, acababan de recibir tres cañones del Parque y enviaron un certero golpe de metralla a aquel tropel de fugitivos.

Baselga marchaba de los últimos, avergonzado de tal huida y corría tan sólo para detener a sus soldados, que eran sordos a las voces de mando.

Cuando sonaron los metrallazos desde la Puerta del Sol, vio caer a dos soldados que iban delante, y al mismo tiempo sintió en una pierna un golpe semejante al de un tremendo garrotazo.

Miró… y estaba lleno de sangre. Algo entre angustia y asfixia subió de su estómago a la cabeza, parecióle que el suelo tiraba de él, y tambaleándose como un borracho, fue a tenderse con dolorosa voluptuosidad en el umbral de una gran puerta.

A través de la nube sangrienta que empañaba sus ojos, vio Baselga pasar por el centro de la calle con la rapidez de una tromba a los batallones de la Milicia y del ejército liberal, que, con la bayoneta calada, iban en persecución del enemigo.

Después, todo quedó a su alrededor desierto y silencioso.

Un rápido y creciente entumecimiento invadía el cuerpo de Baselga, y sus facultades se amortiguaban gradualmente.

Cuando estaba ya próxima a extinguirse en él la noción del ser, le pareció que alguien tiraba de sus hombros y lo arrastraba.

«¿Será esto la muerte que llega?» —pensó el destrozado realista.

E inmediatamente su cerebro quedó inmóvil, sumergiéndose en la sombra.

III. LA CASA MISTERIOSA

Desde principios del siglo, que llamaba la atención de los vecinos de la calle del Arenal y aun de los que no siéndolo pasaban a menudo por dicha calle, un gran caserón situado frente al antiguo convento de San Felipe Neri que tenía ese aspecto enigmático y terrible de los edificios sobre los que pesa una leyenda terminada en su correspondiente maldición.

Ancha puerta eternamente cerrada y casi revestida con las pellas de barro que sobre ella iban arrojando sucesivas generaciones de muchachos; largos y panzudos balcones aprisionando entre el labrado hierro de sus balaustradas espesas capas de polvo y telarañas que se extendían hasta cubrir las rotas vidrieras; paredes pintadas al fresco con escenas mitológicas y atrevidos aleros con canalones terminados en boca de dragón que en los días de lluvia arrojaban un verdadero diluvio sobre los transeúntes: éstos eran los detalles más llamativos y principales de aquella fachada que bajo la máscara de su decrepitud inspiraba horror a todos los vecinos.

En las rendijas de la gran puerta crecían bosques en miniatura que movían mansamente sus verdes cabelleras al pasar un transeúnte por cerca de aquella, y las ninfas y dioses olímpicos pintados en el muro, estaban descoloridos por la lluvia y los vientos y ostentaban con ademán triste unas carnes enfermizas y amarillentas que habían surgido muchos años antes sobradamente rosadas del pincel de un artista italiano.

Allí se encerraba un misterio; algo sobrenatural, algo gordo; que haría sin duda, estremecer de horror hasta erizar el cabello; pero aunque resulte triste el confesarlo, no andaban muy conformes las tradiciones del barrio acerca del terrible suceso ocurrido en aquella enigmática escena.

En tal caserón, lo mismo podía haber vivido algún maldito hereje que vendiendo su alma al demonio fue arrastrado por éste a la hora de la muerte con rayos, truenos y nubes de azufre a estilo de comedia de magia, que algún marido que terminara las adúlteras relaciones de su esposa dando de puñaladas a la amorosa pareja, y marchando después a un convento, no sin antes dejar bien cerrada la casa para que nadie pisara más el lugar del espantoso crimen.

Todas las leyendas de aquellos tiempos de fanatismo, credulidad y afición a lo absurdo, podían haber ocurrido en el caserón, incluso la de haber servido de fábrica a monederos falsos, que era lo que opinaba un barbero de la vecindad, hombre de cierta despreocupación y de eterno sentido práctico, que en punto a sus suposiciones se adelantaba algunos años a sus contemporáneos.

Sea cual fuere la historia de aquel caserón por todos desconocida y que a causa de esto cada cuál lo relataba a su modo, lo cierto es que en el barrio y en las gradas del fronterizo convento de San Felipe, lugar del célebre mentidero, era objeto de muchas conversaciones y de cierta preocupación respetuosa. Las viejas al pasar junto a él, hacían la señal de la cruz, los muchachos sólo en un arranque de audacia se atrevían a ensuciar su frontera arrojándola pellas de barro, y al cerrar la noche, más de un transeúnte al acercarse al tétrico edificio lo contemplaba con recelo y apresurado paso.

Por desgracia para los espíritus inquietos y amigos de novelería, pronto cesó aquel misterio, pues una mañana aparecieron abiertos los antiguos balcones mientras que por el ya franqueable portón entraban y salían a cada momento para arreglar las diligencias propias de una instalación laboriosa, unos cuantos criados entre los que se distinguían dos enormes negros y un vejete de aspecto tan ruin como repulsivo que miraba a todos con airecillo de superioridad.

Ocurrió esto a mediados de 1819, cuando la primera reacción anticonstitucional estaba ya próxima a terminar y los absolutistas se iban alarmando en vista de las muchas conspiraciones liberales que se descubrían y las inequívocas muestras de revolución que se notaban en las provincias.

Estaba entonces la curiosidad de las gentes más excitada que nunca, así es que a los pocos días ya sabían los vecinos de la calle del Arenal, quién era la persona atrevida que iba a habitar una casa de tan malos antecedentes.

Era la baronesa de Carillo, joven señora americana, viuda de un alto funcionario, muerto en Méjico por los insurrectos, y que venía a España para salvar su vida y la de muchas peluconas que constituían su fortuna, de los riesgos que pudieran correr entre el torbellino de la revolución.

Esto lo supieron los vecinos de boca de uno de aquellos negrazos a costa de pagar algunos vasos de vino en la taberna más cercana, y también lograron tener la certeza de que la tal señora era muy buena católica, y temerosa de Dios, pues en su viaje la había acompañado un sacerdote y eran muchos los curas que la visitaron en todas las poblaciones de importancia que atravesó en su viaje desde Cádiz a Madrid.

Esta última circunstancia tranquilizó a los curiosos vecinos y desterró de su ánimo toda sospecha de complicidad diabólica.

Una señora que estaba en tal intimidad con las gentes de la Iglesia, no podía tener ninguna relación con los malos espíritus que hasta poco antes, habían habitado aquella misteriosa casa.

Los sucesos públicos que a poco sobrevivieron, el ruidoso triunfo de la revolución y las agitaciones propias de un pueblo que al verse en posesión de su libertad experimentaba idéntica impresión que con un muchacho con zapatos nuevos, borraron muy pronto en los vecinos de la calle del Arenal la curiosidad que les producía todo lo que se relacionaba con el célebre caserón y sus habitantes.

Las algaradas continuas, los motines a diario, los frecuentes paseos nocturnos del retrato de Riego a la luz de las antorchas y las agitadas sesiones de los clubs patrióticos, eran motivo de pública preocupación y más que suficientes para que la gente se olvidara de los chismes y enredos de vecindad que poco antes constituían su delicia y eran el tema obligado de conversación.

Poco a poco en el transcurso de año y medio, el misterioso caserón de la calle del Arenal, a pesar de que su puerta sólo se abría varias veces cada día y de que la señora que la habitaba tenía cierto empeño en dejarse ver poco, se convirtió en una casa vulgar incapaz de llamar la atención de nadie

Si los compadres del barrio no hubiesen estado tan ocupados en los asuntos políticos y en vez de asistir por las noches a las tumultuosas sesiones de La Fontana de Oro, a oír los revolucionarios discursos de Alcalá Galiano, o a las Juntas organizadoras de la Milicia Nacional, hubiesen permanecido, como antaño, tomando el fresco a las puertas de sus casas, de seguro que hubiesen visto algo digno de ser comentado y discutido.

Casi todas las noches el postigo de la gran puerta se abría lenta y silenciosamente, casi al mismo tiempo que por la parte de Palacio aparecían en la calle dos hombres altos y recios que, a pesar de estar ya bien entrada la primavera de 1822, iban embozados en largas capas, semejantes a las usadas por los majos del Matadero.

Los dos embozados caminaban con afectada naturalidad hasta llegar a la casa, pues así que estaban junto al entreabierto portón, miraban a todos lados rápidamente y con alarma, acabando por desaparecer en la negra abertura que inmediatamente quedaba cerrada.

Aquellos dos hombres y alguno que otro cura, de aire humilde y sonrisa seráfica, eran los únicos visitantes de la señora de la casa.

Aunque en el calle no dominara, por causa de las circunstancias, el mismo espionaje que antes, no por esto faltaban comadres curiosas que se hicieran pronto cargo de tales visitas.

Una vez conocidas éstas, la curiosidad se interesó en averiguar más, y pronto hizo un gran descubrimiento.

En una corta temporada que la familia real residió en los jardines de Aranjuez, las nocturnas visitas quedaron interrumpidas.

La consecuencia que la curiosidad sacó de tal hecho, fue inmediata. Los dos embozados pertenecían a la corte y eran, sin duda, condes o duques que se rozaban con las personas reales.

Dos años antes, cuando el grito nacional era ¡vivan las caenas!, y la aspiración de todo buen español ser un gran servil tal descubrimiento hubiera bastado a aplacar la curiosidad de las vecinas, pues el deseo de saber lo que no las importaba, podía hacerlas dar con sus huesos en la Galera; pero no en balde se estaba en pleno período revolucionario y dominaba el deseo de conocer todos los secretos de los de arriba para hacerlos públicos y que el pueblo supiera qué clase de gentes eran aquellos nobles que se tenían por seres privilegiados.

Noches enteras pasaron las buenas vecinas tras las ventanas y rejas, espiando a los dos embozados, por si lograban distinguir sus rostros.

Pero fue inútil su intento, y no consiguieron distinguir la más pequeña parte de sus caras, cubiertas por las alas del sombrero, el embozo de la capa y la sombra de la noche.

La casualidad vino a satisfacer, por fin, los deseos de las curiosas.

Una noche (pocos días antes de la sublevación de la Guardia Real), el postigo se abrió como siempre y los embozados aparecieron al extremo de la calle, justamente cuando por la parte de la Puerta del Sol llegaba un mozalbete, a quien la sobra de alcohol hacía andar en zig-zag y que daba rienda suelta a su buen humor cantando con largos intervalos y algún relincho la copla liberal de 1813:

Un realista en un mesón,

llamaba porque le abrieran,

y tanto y tanto llamó

que le abrieron… la cabeza,

Los dos embozados, al ver aquel inoportuno transeúnte, procuraron evitar su encuentro marchando por el centro de la calle; pero el borracho con la tenacidad imprudente propia de los que están en tal estado, puso especial empeño en manejar sus poco obedientes pies, de modo que fuera a tropezar con aquéllos.

Yendo de un lado a otro de la calle, los unos por evitar el encuentro y el otro buscándolo, vinieron por fin a chocar.

El mozalbete dio con su barriga un fuerte golpe al más alto, y elevó su aguardentosa cara a la altura de su embozo, pugnando por deshacer éste, al mismo tiempo que exclamaba con ronca voz:

—¿Quién eres tú? Si tienes mucho frío, ven a echar unas copas.

El importuno se vio pronto sacudido por los dos embozados, que, sin preocuparse de que dejaban sus rostros al descubierto, le agarraron con sus manos, y después de moverlo en todas direcciones, le arrojaron al suelo.

El borracho cayó sentado, conmoviendo el suelo con sus posaderas, y en tan cómica actitud permaneció mucho rato, siguiendo con vista asombrada a los dos embozados, el más alto de los cuales reía estrepitosamente, procurando ahogar las carcajadas con el embozo.

Cuando ambos hubieron penetrado en el viejo caserón, el borracho, sin abandonar su acritud, rascose la frente, como quien duda, y al fin murmuró, con la satisfacción del que se despoja del peso de un secreto:

—Que me maten si esos no son Narizotas y su alcahuete.

Las vecinas que habían presenciado en sus escondites la anterior escena, oyeron estas palabras, que fueron para ellas una completa revelación.

Efectivamente; de los dos personajes, el más bajo tenía todo el aire del duque de Alagón, favorito de Su Majestad y autor de servicios semejantes a los que el jefe de los eunucos presta al Gran Sultán, y en cuanto al más alto, era sin duda, el ser privilegiado cuyo retrato, por la gracia de Dios, figuraba en todas las monedas.

En la puerta de dicha casa fue donde cayó herido el conde de Baselga.

IV. EL SEÑOR ANTONIO

De ser poeta el gallardo subteniente de la Guardia Real, el tiempo que permaneció sin volver a la vida le hubiera proporcionado tema suficiente para componer un poema describiendo las vaporosas fantasías de la nada.

Hubo un instante en que, perdió la noción de ser; pero este estado negativo desapareció, y del mismo modo que se sale de un sueño, no para despertar, sino para entrar en el ensueño, Baselga comenzó a sentir y a pensar, sin volver por esto a la vida real, pues entró de lleno en las nerviosas fantasías del delirio.

Sus oídos zumbaban como si fueran cañones conmovidos por ensordecedores disparos; le parecía que su cuerpo se hundía en un lecho de espuma de jabón, cuya profundidad no tenía término, y por encima de sus ojos que veían estando cerrados, destilaba una interminable procesión de Seres vaporosos de color azulado y formas grotescas, a fuerza de ser extravagantes, que en la confusa memoria del subteniente despertaban el recuerdo de los célebres cartones dibujados por Goya, inagotable almacén de raras imaginaciones.

Algunas veces entre aquel extravagante desfile de visiones, contorneábanse rostros conocidos, aunque desfigurados por diabólicas sonrisas y ¡cosa rara!, siempre eran aquellas fantásticas caras las de seres que tenían motivos más que suficientes para odiar a Baselga. Dos o tres muchachos de la Guardia, a quienes el subteniente había señalado con su sable por quejarse de sus fullerías en el juego, desfilaron haciendo visajes de alegría por encima de sus cerrados ojos, y tras ellos, pálido, ensangrentado y llevando en los labios el nombre de su mujer y de sus hijos, pasó el desgraciado Landaburu, aquel mismo capitán a quien por sus ideas liberales había echo asesinar Baselga el día en que los batallones iniciaron su sublevación en la plaza de Palacio.

Aquellos fantasmas despertaban en el ánimo del atolondrado subteniente algo semejante a un remordimiento y los contemplaba con miedo como temiendo su venganza ahora que él se encontraba débil e incapaz de defensa.

Pronto experimentó algo que le hizo estremecer y dar gritos de miedo y de dolor. Los terribles fantasmas le rodearon, con sus invisibles manos comenzaron a arañar en sus heridas, excavando hondo como si buscasen algo, y cuando se cansaron de ver correr la sangre, las oprimieron con sus pesados brazos, causando al infeliz un dolor que le estremecía de pies a cabeza.

Un calor insufrible se apoderó de todo su cuerpo; a Baselga le pareció que el cerebro hervía dentro del cráneo y que éste iba a estallar de un momento a otro, y tornó a abismarse en la sombra del no ser.

Cuando volvió a recobrar cierta noción de existencia, no fue para delirar, pues abrió los ojos y se convenció de que estaba en el uso de sus facultades, aunque éstas estuviesen amortiguadas de un modo alarmante.

Lo primero que vieron sus ojos fueron otros, grandes, saltones y de un blanco amarillento, que le miraban muy de cerca y que correspondían a un rostro negro como el carbón, adornado con una boca de labios hinchados y coronado por una cabellera crespa y enmarañada.

Baselga, como buen realista y católico, era supersticioso, y lo primero que a su debilitado cerebro se le ocurrió pensar fue que había muerto y que aquella cara negra y horrible que casi rozaba la suya era la del diablo en persona.

Pronto se tranquilizó, reparando, a continuación de tal rostro, el cuello de una casaca galoneada propia de un servidor de casa grande, pues repasando rápidamente en su memoria las leyendas piadosas y los cuentos de cuartel en que el diablo aparece bajo las mas distintas formas, recordó que éste en sus raptos de buen humor sólo, había descendido a disfrazarse de fraile, pero nunca se le había ocurrido vestirse de lacayo.

No tardó en salir de dudas, pues la cara negra habló, y arrastrando las sílabas con ese acento meloso de los americanos, preguntó al subteniente:

—¿Cómo se siente el niño?

A Baselga no se le ocurrió hablar y por toda contestación se sonrió de modo lúgubre.

—Hace bien el niño en no hablar —continuó el negrazo con acento cariñoso—. Los hombres malos le han hecho mucho daño y en casa todos temíamos que iba a morir. Yo y el negro Juan fuimos los que bajamos a por el niño esta mañana cuando estaba casi muerto en la puerta.

El subteniente, impulsado por el reconocimiento, quiso incorporarse para dar la mano al negro; pero inmediatamente sintió agudas y estremecedoras punzadas en el hombro y la pierna, donde tenía las heridas.

Fijó su atención en estas partes de su cuerpo y notó que las tenía oprimidas con fuertes vendajes que le causaban cierta angustia.

—No se mueva el niño; —dijo el negro con su acento indolente—. No se mueva, y si quiere algo pídalo que yo se lo traeré.

Separose el negro al decir esto de la cama y entonces notó Baselga que junto a ésta y sobre una mesita ardía un quinqué con una pantalla verde, objeto que entonces era de reciente novedad y que sólo se permitían usar las gentes acomodadas.

Aquella luz acabó de traer al herido a la realidad.

—¿Qué hora es? —preguntó con voz desfallecida después de hacer un gran esfuerzo.

—El reloj de San Felipe ha dado las nueve hace muy poco.

—¿Desde cuándo estoy aquí?

—Desde esta mañana, señor. La niña, desde el balcón, vio caer a su merced junto a la puerta y nos mandó bajar para que le entráramos en casa y no lo remataran los hombres malos. Toda esta noche pasada hemos estado oyendo los tiros, la niña no ha dormido, y el negro Pablo, que soy yo, quería ir, como en Méjico, a disparar contra los enemigos del rey.

Estas palabras acabaron de despertar los recuerdos en la memoria de Baselga, hasta entonces embotada. Aquello de enemigos del rey hizo hervir en el subteniente la pasión de conspirador absolutista y rápidamente acudieron a su mente los recuerdos de todo lo ocurrido en la noche anterior y al amanecer de aquel mismo día.

Baselga experimentó ansiosamente el deseo de saber cuál había sido la suerte de sus compañeros de armas, y preguntó con voz angustiada:

—¿Qué ha ocurrido en Madrid desde que caí herido?

—No sé, ciertamente, cuál ha sido la suerte de la Guardia. Negro Pablo no ha salido de casa en todo el día, porque la señora no ha querido que fuera yo en busca de un médico. El señor Antonio ha sido el encargado de traer al cirujano esta mañana y al volver le he oído hablar con la niña de graves sucesos que han ocurrido en la Plaza de Palacio. Lo único que sé de cierto, es que los hombres malos pasan a grandes grupos por la calle, cantando y dando vivas a eso que llaman libertad.

—No hay duda —murmuró Baselga, dejando caer la cabeza con desaliento—, esos tenderillos nos han vencido.

En aquel momento, amortiguados y como si provinieran de larga distancia, llegaron hasta la alcoba centenares de voces que con bastante discordancia cantaban el himno de Riego y daban vivas a la Constitución.

Era el pueblo liberal que todavía celebraba con alegres manifestaciones el triunfo de la mañana.

Baselga, a pesar de su debilidad y postración, se agitó como para huir de aquellas voces que llegaban hasta él con sonido debilitado por muros y cortinajes, y cerró los ojos.

—Señor —dijo el negro—. La niña y el señor Antonio me han encargado les avisara apenas recobrara usted los sentidos.

—¿Quién es la niña? —preguntó Baselga con extrañeza.

—Es mi ama, niña Pepita, la señora baronesa de Carrillo, viuda del gobernador de Acapulco.

—¿Y ese señor Antonio?, ¿quién es?

—Es el señor; pero digo mal… no es el señor, pero poco le falta. Es como si dijéramos el amo de todos los que aquí vivimos menos de la señorita.

—Será el administrador.

—Administrador, no, señor; pero sí una cosa parecida. Algunas veces —continuó el negro, sonriéndose con cierta malignidad—; da consejos terminantes a la niña, que ésta sigue aún contra su gusto.

—¿Es joven tu ama?

—Casi como usted, y crea que si aquí se dejara ver tanto como en Méjico, había de encontrar a cientos los adoradores.

—Es guapa, ¿eh? —dijo Baselga, que a pesar de su triste estado comenzaba a preocuparse de niña Pepita, llevado de sus eternas aficiones galantes.

—Pronto la verá usted y podrá juzgar. Muchas señoras miro cuando salgo por Madrid; pero pocas he encontrado que puedan comparársele.

—Bueno; la veré y daré con justicia mi opinión.

Baselga, después de decir esto con displicencia, cerró los ojos como para indicar al negro su cansancio y ladeó un poco la cabeza, huyendo del reflejo de la luz.

El negro Pablo quedóse un rato mirándolo con estúpida fijeza y únicamente se movió cuando le pareció oír pisadas que lentamente se acercaban.

Fuese el negro a la puerta de la alcoba, y sacando la cabeza por entre los cortinajes, reconoció al recién llegado.

—Señor Antonio —dijo con voz queda—, el niño se ha despertado ya. He hablado con él y ahora mismo acaba de cerrar los ojos.

Apartose el negro y entró en la alcoba el señor Antonio.

Su figura era extraña, y atendida la época resultaba un espantoso anacronismo.

Ocurría aquella escena a mediados de 1822. Las modas igualitarias y democráticas inventadas por la Revolución Francesa hacía ya bastantes años que imperaban en España, y sin embargo, aquel hombre vestía como en los tiempos de Carlos III, que, sin duda, fueron los de sus mocedades.

Llevaba el pelo largo, recogido con una cinta sobre la nuca y trenzado en coleta, y su traje componíase de casaca chupa y calzones de paño negro, raído, manchado y polvoriento; camisa con guirindola, medias de color indefinible y zapatos con hebillas, holgados como pantuflas.

Tenía el rostro apergaminado y surcado por innumerables arrugas que al menor gesto titilaban y se ponían en movimiento semejantes al oleaje de un mar alborotado, y sus ojos hundidos y pequeños apenas si marcaban la pupila verde, inmóvil y gatuna, tras el empañado cristal de unas enormes gafas con pesado armazón de plata.

En el porte de aquella persona original, percibíanse detalles que a primera vista conocíase eran característicos, y de éstos los más notables eran el gran pañuelo de hierbas asomando siempre sus mugrientas puntas por entre los faldones de la casaca; el rosario, de cuentas gastadas por el uso, escapando su extremo por uno de los bolsillos de la chupa, mientras que del otro colgaba, sirviendo de cadena del reloj, una rastra de medallitas terminada en esa cifra cabalística que designan los devotos con el título de Nombre de María.

El señor Antonio, tal vez por ser pequeño de estatura y falto de carnes, no andaba encorvado humildemente como muchos de su clase; pero a falta de tal rasgo de servil amabilidad, disponía de una sonrisa, que aunque afeaba más aquel rostro chato, propio de una momia, le daba cierto tinte de seráfica inocencia.

Baselga, que al notar la presencia del recién llegado había abierto los ojos, contempló con atención a aquel personaje de exterior tan raro, mientras que éste le miraba dulcemente con sus ojos claruchos de un modo que parecía pedirle perdón por la molestia que le causaba.

El señor Antonio, después de vacilar, se decidió a ser el primero en hacer uso de la palabra, y buscando en los registros de su voz el tono más melifluo y humilde, preguntó:

—¿Cómo se siente usted, caballero?

—Mal, muy mal —contestó Baselga, a quien causaban gran incomodidad los apretados vendajes.

—No lo extraño. Ha perdido usted esta mañana mucha sangre y además, las heridas son de consideración. A pesar de esto, tengo la satisfacción de manifestarle que su vida no corre peligro.

—¿Ha visto bien mis heridas el cirujano?

—Perfectamente. Es un hombre tan cristiano como inteligente, amigo de la casa e interesado en salvar la vida de todo buen defensor del rey y nuestra sacratísima religión. Cuando le extraía las balas esta mañana, murmuraba oraciones para que Dios librara pronto a usted de aquel espantoso delirio, en el cual creía ver fantasmas que le arañaban las heridas.

Baselga recordó entonces sus atroces pesadillas de las cuales aun quedaba rastro en su memoria. Las manipulaciones del cirujano le habían parecido en estado tan anormal, crueles tormentos de seres fantásticos.

—Hay que reconocer —continuó el señor Antonio—, que Dios ha querido poner hoy a prueba la paciencia de los suyos destruyendo la obra de los buenos.

—¿Es usted de los nuestros? —preguntó Baselga mirando ya con cierta simpatía a aquel hombre que por su aspecto extraño le había sido antipático a primera vista.

—¿Y quién no lo es, caballero oficial? —contestó el vejete con enfática solemnidad—. Todo buen español debe ser enemigo de esos hombres desaforados, sin conciencia ni respeto a las leyes divinas y humanas, que no tienen más santos ni santas que Riego y la Constitución, que quieren la perdición de la Iglesia y de sus sagrados e inviolables derechos, que han arrojado a los buenos padres jesuitas que nuestro señor don Fernando VII había vuelto a España para que labrasen nuestra felicidad, y que si Dios no lo remedia acabarán igualmente con el rey, pues a nombre de esa libertad que siempre tienen en los labios, aspiran a que desaparezca todo lo antiguo y más digno de veneración. ¡Locos! ¡Infelices! ¡Mentecatos! ¿Pues no hay entre ellos quienes hablan de eso que llaman democracia y hasta quieren poner en práctica aquí las infernales doctrinas de aquellos bandidos que hicieron el noventa y tres de Francia? ¡Imbéciles! Como si las naciones pudieran existir sin reyes que las gobiernen y frailes que las eduquen.

Y el vejete que hablando al principio en tono natural había ido exaltándose poco a poco, paseaba nerviosamente al decir las últimas palabras y cada uno de los epítetos que dirigía a los liberales lo marcaba con iracundas patadas que daba contra el suelo como si bajo de sus pesados zapatos tuviera a la Fontana de Oro, y a todos los clubs revolucionarios que funcionaban en Madrid.

Baselga comenzaba a mirar con admiración a aquel hombre.

El subteniente, a pesar de todo su entusiasmo monárquico, era incapaz de hilvanar un párrafo realista de elocuencia tan conmovedor como aquel, y confesaba su pequeñez intelectual ante el vejete que poco antes le parecía despreciable.

El señor Antonio era, sin duda, un sabio tan eminente como el canónigo Ostólaza u otro de los frailes de la camarilla de Fernando, y el condesillo de Baselga comprendía que podía recibir de sus labios enseñanzas con que deslumbrar, el día en que se encontrara restablecido, a sus compañeros de batallón.

Estuvo el subteniente mucho rato silencioso por si el viejo quería seguir hablando sin tener él la imprudencia de interrumpirle el curso de la peroración, y en vista de que no decía nada más contra la situación política, se abrevió a preguntarle con la cortedad de un discípulo al dirigirse a su maestro:

—Diga usted, ¿qué ha ocurrido esta mañana al llegar los batallones de la Guardia a la plaza de Palacio?

—Un cosa inaudita. Los campeones de la Fe han sido derrotados y acuchillados por esos herejes. Dios, como antes he dicho, ha querido probarnos. Los batallones llegaron a la plaza, y allí se detuvieron. Sus perseguidores, los liberales, llegaron poco después y también descansaron las armas impuestos por ese respeto que inspira la mansión de los reyes. Entraron en tratos Morillo y los demás generales del gobierno con el rey nuestro señor para ajustar las condiciones con arreglo a las cuales habían de rendirse los guardias, pero éstos, no queriendo pasar por tal deshonra, volvieron a tomar las armas y bajando al Campo del Moro huyeron de enemigos tan superiores en número.

—Y entonces ¿qué sucedió? —preguntó Baselga con ansiedad.

—La caballería liberal y sobre todo el maldito regimiento de Almansa, cuyos individuos son todos francmasones o comuneros, aprovechándose del terreno llano, cargó a los cuatro batallones, y antes de que pudieran éstos formar el cuadro los acuchilló a su gusto, dejando el campo sembrado de cadáveres.

—¿Y el rey? —volvió a decir el subteniente con impaciencia—. ¿Qué hacía el rey?

—El señor don Fernando asomado a un balcón de su palacio azuzaba a los liberales contra los guardias, gritando: —¡A ellos, hijos míos! ¡Qué se escapan! ¡No dejéis uno con vida!

—Eso es una gran canallada —dijo Baselga irreflexivamente dejándose llevar de su indignación.

El señor Antonio quedóse mirándolo fijamente por algún tiempo, y al fin, dijo con frialdad y calma:

—Caballero: el rey no se equivoca nunca, ni obra jamás como un canalla. Es un representante de Dios en la tierra, y sus actos son indiscutibles. Hay que analizar bien los hechos para atreverse a calificarlos. ¿Quién le asegura a usted que don Fernando no veía en lontananza amenazada su existencia por los vencedores liberales y únicamente para congraciarse con ellos, dio aquellos gritos? ¿Valen unas palabras sin importancia, la existencia de un rey? Nuestro monarca tiene el deber de vivir para que sea feliz su pueblo, e hizo muy bien en asegurar su existencia con unas palabras que esos liberales podrán interpretar como gusten, pero que no tienen importancia.

El ínclito Baselga quedó aplastado por aquella lección de realismo, y miró al vejete aún con más admiración.

—Además, caballero —continuó el señor Antonio—, en todos los asuntos hay que guiarse por los consejos de la sabiduría ¿Cree usted que los padres jesuitas son los hombres más sabios del mundo?

Baselga no tenía motivos para contestar; pues en su corta vida nunca había tratado a ningún discípulo de Loyola; pero recordando elogios que muchas veces había oído, y guiándose por sus aficiones reaccionarias, creyó muy del caso hacer un gesto como extrañándose de que hubiera quien pusiera en duda tan terminante verdad.

—Celebro que usted lo reconozca —dijo el vejete—. Pues bien, los jesuitas enseñan que para lograr un fin no hay que reparar en los medios, y el señor don Fernando no ha hecho más que seguir tan sabia máxima al obrar esta mañana del modo que ya he dicho.

El herido asintió a tales razonamientos, y como aunque le gustaban mucho las palabras del vejete, sentía cada vez más imperiosamente la necesidad de descansar, deseó que acabara pronto aquella conferencia para él fatigosa, y cerró los ojos.

—Comprendo que usted necesita mucho descanso, pues su estado, aunque no peligroso, es bastante grave. Me retiro, pues, y le advierto que apenas necesite el más leve auxilio, aquí tiene a Pablo que está por completo a su servicio y que dormirá a la puerta de su alcoba.

El negro afirmó las palabras del señor Antonio con una estúpida sonrisa. Baselga, que comenzaba a sentir invadido su cuerpo por una atroz calentura, preguntó con interés:

—¿Ha dicho el cirujano cuánto tiempo tendré que permanecer de este modo?

—¿Tiene usted mucha prisa en abandonar esta casa?

—Siento impaciencia por ir a participar de la misma suerte que aquellos de mis compañeros que no hayan muerto.

—Pues siento decir a usted que tendrá que resignarse a permanecer mucho tiempo aquí, aun cuando se encuentre bueno, a menos que quiera morir en un cadalso.

—¡Un cadalso…! ¿Tan cruelmente piensan los liberales castigar nuestra sublevación?

—Es que usted no es sólo reo de insurrección, sino de haber ocasionado la muerte de su capitán, a las mismas puertas del palacio real.

—¿Cómo sabe usted eso?

—Señor conde de Baselga —dijo el vejete, irguiéndose con cierta majestad—, cuando se forma parte de instituciones poderosísimas, aunque sólo sea como humilde átomo, se sabe mucho y se tiene conocimiento de todos los hechos de importancia y de quiénes son sus autores. Yo sé quién es usted, conozco su vida hace algún tiempo y además los grandes servicios que ha prestado a la buena causa de Dios y el Rey.

El desmesurado amor propio de Baselga sintióse halagado por aquellas palabras de tan entusiasta realista, y, a pesar de su calentura, vio con dolor que el buen viejo se alejaba.

—¡Buenas noches! —le dijo, haciendo un ceremonioso saludo—; que usted descanse. Y en cuanto a ti, Pablo, ya sabes que estás aquí para obedecer las órdenes de este caballero.

Estaba ya el señor Antonio en la puerta de la alcoba, cuando Baselga, incorporándose cuanto pudo, le dijo, procurando reproducir el tono galante que había aprendido en los salones del regio palacio:

—Salude usted en mi nombre a la señora de la casa, y hágala patente mi profundo agradecimiento por su auxilio.

Volvióse el señor Antonio y dijo con expresión respetuosa:

—La señora baronesa de Carrillo, a pesar de su juventud y hermosura, es tan católica como juiciosa, y está aún más interesada que nosotros en defender los sagrados privilegios del rey.

V. NIÑA PEPITA

Era ya el octavo día que Baselga estaba en aquella cama, que a pesar de ser mullida, monumental y de interminable anchura, resultaba para el joven potro inquisitorial que le producía las mayores desazones.

Nunca había permanecido él tanto tiempo acostado, y su sangre juvenil, a pesar de estar debilitada, enardecíase con aquella larga inercia, impulsando al subteniente a adoptar locas resoluciones. Varias veces estuvo tentado de abandonar la cama, a pesar de las heridas.

El cirujano que le asistía estaba maravillado. Nunca había visto una encarnadura tan privilegiada como la de aquel hermoso animal, para quien las heridas graves eran insignificantes rasguños, a juzgar por la facilidad con que se cicatrizaban y la poca molestia que le producían.

A los ocho días Baselga estaba ya poco menos que bueno, y su único mal consistía en la gran debilidad que experimentaba a causa de la mucha sangre que perdió.

La herida del hombro estaba casi cicatrizada, y la de la pierna, aunque no tan adelantada, la tenía ya próxima a curarse.

Baselga, obligado a permanecer inmóvil, distraía su fastidio dejando vagar su imaginación por el espacio de las ilusiones, y como la política sólo ocupaba en las aficiones del subteniente un lugar secundario, claro está que su pensamiento había de reconcentrarse en el objeto de todos sus apetitos; la mujer, y que esta mujer había de ser la baronesa de Carrillo, aquella niña Pepita, de que hablaba el negro tantas veces como se acercaba a la cama y de cuya hermosura hacía los más hiperbólicos elogios.

El joven, a excepción de los ratos que hablaba de política y de los sucesos del día con el señor Antonio, pasaba todo el tiempo conversando con el negro Pablo, sondeándole y excitando su afición a charlar para ir recogiendo entre la hojarasca de una palabrería bárbara e insustancial, detalles interesantes sobre la vida y el modo de ser de aquella beldad desconocida que ocupaba su pensamiento.

Conocía ya el subteniente hasta en sus menores detalles la historia de la baronesa y la clase de belleza que poseía.

Guiándose por las revelaciones del negro sabía que niña Pepita era morena, que sus ojos negros tenían un mirar tan pronto grave como picaresco, y que su cuerpo poseía toda la majestad de una reina de teatro.

Su vida era vulgar, aunque salpicada de alguno que otro lance novelesco.

Su padre fue el barón de Carrillo, criollo descendiente de uno de los compañeros de Hernán Cortés y que gozaba en Méjico de una fortuna sin limites consistente en tierras que se encargaban de hacer productivas, animados por las caricias del látigo, innumerables cuadrillas de esclavos.

Solterón huraño e incorruptible, aquel noble americano parecía nacido únicamente para las intrigas y las luchas que creaban el fanatismo religioso y el deseo de cimentar el poder universal de la Iglesia. Los jesuitas disponían a capricho de su persona y bienes, pues el barón de Carrillo cifraba todo su anhelo en aparecer como el soldado de la intolerancia más decidido y audaz de cuantos seguían el estandarte de Loyola.

Al expulsar Carlos III de España y sus dominios la negra polilla jesuítica, el de Carrillo por inspiración propia o siguiendo los consejos de los dueños de su conciencia, protestó con las armas en mano contra la pragmática del rey e inició una revolución de fanáticos en la que le siguieron los ignorantes indios de tres rancherías. Pero el movimiento no tomó cuerpo y los jesuitas viéronse arrojados de Méjico, mientras que el barón, vencido por las tropas del gobierno, fue encerrado en una fortaleza y contempló confiscada por la justicia, toda su enorme fortuna.

Aunque el tribunal encargado de juzgarlo le consideró como traidor al rey, por ciertas consideraciones le perdonó la vida y como premio a su afección por los jesuitas fue condenado a eterna prisión, así como a la pérdida de todos sus bienes.

La calma de la cárcel y el fastidio que produce la soledad, arraigaron en aquel hombre adusto, fanático y casi autómata, un afecto hasta entonces desconocido; pues el barón con la salud profundamente quebrantada y casi próximo a la muerte, se enamoró como un loco de la hija del comandante de la fortaleza donde vivía encerrado. La muchacha correspondió a su pasión y el resultado de tales relaciones fueron un casamiento y la venida al mundo de niña Pepita, que no conoció a sus padres, pues éstos murieron cuando tenía poco mas de dos años.

La hija única del barón de Carrillo quedaba pobre y casi desamparada, pues la inmensa fortuna de su padre al ser confiscada por el Estado, se había deshecho en manos de éste; pero a pesar de ello nada faltó a la niña cuyo progenitor era considerado por muchos como un mártir de la causa de Dios.

Un poder superior parecía velar por el bienestar de aquella niña de cuya educación se encargó un señor Antonio García, comerciante de Veracruz, hombre cristiano y honrado —según decían sus amigos—, y que manejaba en su tráfico enormes capitales que nadie sabía de dónde procedían, así como tampoco persona alguna podía averiguar dónde iban a depositarse las pingües ganancias que le producía su incesante comercio.

El ocuparse tal persona y algunas más de idéntica clase y profesión de la suerte de la criatura, hizo pensar y aun decir a ciertos incrédulos, que el jesuitismo no había desaparecido de Méjico, pues aunque los Padres con sotana habían sido barridos por la pragmática de Carlos III, aún quedaban allí los jesuitas de hábito corto valiéndose del inmenso poder de su tétrica asociación para monopolizar el comercio y toda clase de industrias; pero tales palabras no pasaron de insignificantes murmuraciones y la baronesa de Carrillo creció siempre amparada por oculta protección, hasta que a los dieciséis años se casó o la casaron con el nuevo gobernador de Acapulco, noble español, algo ya entrado en años, tan licencioso y calavera en la juventud como devoto en la madurez, y a quien el gobierno envió a Méjico para que robando con su alto cargo a indígenas y europeos pudiera tapar las brechas que en su fortuna habían hecho el vicio y la disipación.

Acapulco era entonces puerto de gran importancia, del que partían los convoyes marítimos a Filipinas, y el gobernador, su joven esposa, y aquellos comerciantes misteriosos que habían amparado a ésta en su infancia, supieron exprimir bien el jugo de tal feudo que derramaba por los abiertos poros, de tributos, derechos de aduana y gabelas, chorros interminables de peluconas.

Por desgracia para niña Pepita llegaron los tiempos en que a los indígenas les pareció muy pesado vivir unidos a una nación que les explotaba dispensándoles el gran favor de tenerlos en perpetua barbarie y comenzó la insurrección a levantar cabeza obligando al gobernador de Acapulco a ejercer de guerrero saliendo a campaña en busca de los rebeldes.

Algunos años permaneció indeciso el éxito de la lucha; pero por fin la fortuna púsose de parte de los insurrectos, y como el esposo de la baronesa había demostrado su religiosidad y buen celo realista fusilando a cuantos revolucionarios caían en sus manos, le tocó a su vez desempeñar el papel de víctima, y al caer prisionero de sus enemigos fue macheteado de suerte que su cadáver, al ser encontrado, sólo pudo identificarse por algunos indicios.

Quedó la bella Pepita viuda a los veintiséis años, sin familia libre, y como no era prudente permanecer más tiempo en aquel país, donde la revolución ganaba por instantes y se corría peligro de que se cumpliera el refrán de lo mal ganado se lo lleva el diablo, la baronesa púsose en camino para España, llevando en su compañía la fortuna adquirida en Acapulco y aquel señor Antonio, su eterno protector, que abandonó los negocios por la misma razón que su protegida.

Esta historia fue conociéndola Baselga a trozos, por boca de aquel negro que la relataba de un modo incoherente y teniendo el joven necesidad de llenar con su imaginación algunos claros que resultaban en lo narrado.

El romántico nacimiento de niña Pepita —como llamaba el negro a su ama siguiendo la costumbre de los de su raza—, el país de donde procedía y el afán de lo desconocido, excitaban en el condesito el deseo de ver de cerca a aquella hermosura de un género para él completamente nuevo, pues toda su crónica amorosa reducíase a las duquesas y marquesas de Palacio, señoras elegantes y distinguidas, pero de edad ya algo madura, gastadas como meretrices apenas se mostraban con intimidad y afligidas por dolencias que dejaban en sus cuerpos indelebles rastros.

Aquella mujer, en cuya casa estaba, había de ser algo muy diverso a las ya por él tratadas; en su amor encontraría algo nuevo y original que hasta entonces ignoraba, y esto le hacía desear con ansia el conocerla.

Baselga amaba ya a una mujer sin haberla visto; si es que amor puede llamarse la brutal pasión con mezcla de curiosidad que dominaba a aquel atleta a pesar de su postración física.

Había además en aquella mujer un nuevo atractivo y era algo de misterioso en su vida, pues el condesito que tenía en su memoria el catálogo de todas las mujeres jóvenes, hermosas y elegantes que residían en Madrid y que sabía al dedillo sus nombres y aun las familias a que pertenecían, no recordaba haber visto nunca en el paseo del Prado, en el teatro del Príncipe ni en ningún otro punto de reunión de la sociedad distinguida, aquella baronesa de Carrillo que por otra parte no debía tener gran deseo de ocultarse del mundo, pues habitaba una casa con honores de palacio en una de las calles más céntricas de la capital.

Cavilando Baselga continuamente sobre la incógnita hermosura pasose los días de su curación y tan preocupado llegó a estar, que en sus diarias conversaciones con el señor Antonio ya no se cuidaba de hablar de política ni de preguntar por la situación del rey y la suerte de Córdova y demás compañeros de la Guardia, pues hábilmente quería hacer recaer siempre la plática sobre la señora de la casa; pero el astuto vejete, que miraba al subteniente desde una altura inmensa, sabía desbaratar con una sola palabra todas las artimañas preparadas por aquél para hacerle hablar.

El señor Antonio tenía buen cuidado en decir al joven todos los días que la señora baronesa se interesaba por su salud, que deseaba su pronto restablecimiento y que ya tendría el gusto de saludarlo tan pronto como se lo permitieran las conveniencias sociales; pero en el resto de la plática no nombraba más a su señora, y además, adivinando los pensamientos del joven, procuraba que éste tampoco trajera su recuerdo a la conversación.

Llegó por fin el día en que el cirujano, después de examinar minuciosamente las heridas, viéndolas perfectamente cerradas y limpio de calentura al paciente, le permitió que se levantase de aquel lecho que tanto le atormentaba.

Baselga no tardó en aprovechar el permiso, y calándose una bata del señor Antonio que le presentó el negro, salió de la cama para dar algunos pasos vacilantes por la habitación e ir, por fin, rendido por tal esfuerzo y la falta de costumbre, a sentarse en un sillón colocado junto a la única ventana de aquella estancia.

A través de los verdosos cristales veíase un patio de paredes negruzcas, cuyo extremo superior estaba bañado por el sol refulgente propio de una mañana de verano.

El subteniente, obligado por el cansancio a permanecer en aquel sillón, distinguía, mirando arriba, un pedazo de cielo azul impregnado de esa luz viva y deslumbradora que embellece hasta los lugares más tristes y la hermosura de la naturaleza penetraba hasta el fondo de su pecho, produciéndole gran alegría y despertando en su cerebro un mundo de risueñas ideas.

Baselga se sentía feliz. Experimentaba la misma impresión que el náufrago que, después de luchar con las impetuosas olas y sentir bajo sus pies el abismo, pisa el firme suelo de la playa y se considera a salvo.

Sus heridas, la proximidad de la muerte y la terrible tragedia del 7 de Julio, le parecían terribles ensueños de la noche anterior; su debilidad de convaleciente era lo único que le recordaba tales sucesos; pero en cambio sentía su pecho repleto de la satisfacción que le causaba la vida, encontraba el mundo más hermoso que nunca, mostrábase orgulloso de su juventud y de su fuerza, y en su imaginación revolvía mil planes de futura felicidad.

Parecía que uno de los rayos de aquel sol que brillaba allá arriba se había deslizado en el interior del cráneo de Baselga, para dar a todas sus ideas un color de rosa.

No pudiendo resistir el joven su satisfacción, y deseoso de demostrarse a sí mismo que la debilidad de la convalecencia no había de causarle tan gran cansancio, se levantó del sillón, irguióse con arrogancia como si estuviera en una formación de la Guardia frente a Palacio, y con paso que quiso hacer marcial, encaminóse a un gran espejo que ocupaba casi un lienzo de pared y se miró en él de pies a cabeza.

¡Vamos! Había que reconocer que la cara no estaba del todo mal. La tez la tenía descolorida y el pelo estaba enmarañado; pero esto le daba cierto aire interesante y romántico muy propio para causar impresión en una mujer de carácter novelesco.

Baselga satisfecho de su rostro, bajó su vista para examinar su cuerpo y… ¡gran Dios!, no pudo contener un grito de sorpresa y de furor al verse en tan ridícula catadura.

La bata del señor Antonio ya le había parecido, al ponérsela tan desteñida, sucia y mugrienta como todos los trajes del vejete; pero ahora contemplaba en el espejo lo mal que caía sobre su cuerpo y sentía impulsos de romperla en menudos pedazos.

Aquella pieza confeccionada para un cuerpo poco robusto, resultaba estrecha y corta puesta sobre las carnes del gigantesco condesito, y éste no podía ver sin sentir escalofríos de rabia; sus piernas robustas y vellosas que asomaban por bajo de la bata para ocultar sus extremos en unas pantuflas viejas tan grandes que a cada momento se escapaban de sus pies.

¡Dios de Dios! ¡Cuán ridículo estaba! Ahora lo único que le faltaba es que a la linda baronesa de Carrillo, se le ocurriera entrar a visitarlo para burlarse gentilmente viéndole en tal facha.

Solamente la idea de que esto pudiera ocurrir, le helaba la sangre al fatuo subteniente, que sólo temía en el mundo al ridículo ante las mujeres; pero aun vino a hacer más grande su terror el oír de repente cierto roce de cortinas y el sonido de una carcajada femenil a duras penas contenida.

El condesito quedó como petrificado, y durante algunos momentos no se atrevió a moverse ni a volver su vista hacia la puerta; pero no tardó en revivir en él su instinto de conquistador, y rápido cual un relámpago lanzose a la entrada de la alcoba, tras cuyo tapiz le observaban indudablemente.

Cuando llegó a tal punto y levantó la cortina, no encontró a nadie, pero pudo oír el rumor de unos pasos ligeros que se alejaban y aun le pareció distinguir en la puerta fronteriza a la que él ocupaba, el extremo de una flotante falda azul que desapareció con la rapidez de momentánea visión.

Baselga no dudó ya. La hermosa baronesa era quien le había observado tras aquel cortinaje y esto le puso de un humor infernal.

Nunca, ni aun en los días de mayor desesperación, había llegado él a imaginarse que una mujer hermosa debía contemplar al más guapo de la Guardia en el mismo traje de un avaro de saínete, envuelto en viejos trapos manchados de grasa y con las piernas al aire.

Después de tal suceso, ¿cómo iba él a enamorar a una mujer que había tenido que reírse al verle en tan grotesca catadura?

Baselga, enterrado en su monumental sillón, pasó junto a aquella ventana un día de perros, y cuando el negro Pablo entró con su pucherete de enfermo, sintió la necesidad de desahogar su rabia y casi estuvo tentado de tirarle los platos a la cabeza.

Para colmo de tristezas, el joven, al dar algunos pasos por la estancia, notó que su pierna derecha, aquella en que había recibido el casco de metralla, no funcionaba con regularidad y al andar le obligaba a balancearse sin gracia alguna.

Estaba cojo y el descubrimiento hay que decir que espantó a aquel valiente.

El que no había temblado durante el terrible combate de la plaza Mayor, se horrorizó de pensar que su hermoso físico acababa de ser afeado por un defecto visible.

No era muy de notar aquella cojera. Algún descuido de la curación, algún tendón interesado por la herida; pero lo cierto es que el subteniente ya no podría andar con aquella gallardía que tanto le distinguía en la corte.

Otro detalle para que se malograra la conquista de aquella Pepita que era su continua preocupación.

Acabó esto por poner a Baselga de un humor endiablado, y después de rasgar de dos manotazos la mugrienta bata del viejo se metió en cama al anochecer, echando maldiciones a la Constitución de 1812, a Riego y a todo liberal, como si en ellos residiera la culpa de lo ocurrido en aquel aciago día.

Soñando en faldas azules que se escapaban ligeras, en carcajadas burlonas, en batas sucias que le oprimían como corazas de hierro y en batallones de guerreros cojos, pasó el joven toda la noche presa de nerviosa inquietud, y cuando un rayo de sol le despertó traspasando los vidrios de la ventana y posándose en sus ojos, lo primero que éstos vieron en una silla cercana, fue algunas prendas de ropa interior de fino hilo y un uniforme nuevo y vistoso de oficial de la Guardia Real.

Baselga para convencerse de que no soñaba, saltó inmediatamente de la cama, y cuando tocando aquellas prendas flamantes y ricas se convenció de que estaba despierto, sintióse dominado por infantil alegría y comenzó a ponérselas con la satisfacción del muchacho que viste por primera vez su traje de hombre.

Cuando el condesito acabó de abrocharse su casaca azul, fue a mirarse en el gran espejo y experimentó una alegría sólo comparable por lo grande, al disgusto del día anterior.

Sin salir de la habitación encontró todo lo necesario para lavarse y acicalarse y con fruición deleitante usó de aquellos artículos de perfumería puestos sobre una consola dorada y que eran reconocidos por el joven como procedentes de un tocador femenil.

En Baselga, el estómago era el órgano que más parte tomaba en todas las impresiones; así es, que cuando el negro entró con un enorme canjilón de chocolate y una pirámide de bollos de Jesús, devoró el contenido de los dos platos en un santiamén, y después con aire satisfecho encendió un cigarrillo y se preparó a preguntar al criado algo sobre su señorita.

Pero el negro Pablo le ahorró tal trabajo; pues con aire confidencial, dijo casi al oído del subteniente:

—Hoy va a tener usted una visita. Niña Pepita vendrá a verle.

—¿Cómo lo sabes?

He oído cómo se lo decía al señor Antonio preguntándole si estaba ya aquí el uniforme que hace unos días encomendó. El otro uniforme tuvimos que tirarlo, pues estaba roto y sucio de sangre.

—¿Y sabes si tardará mucho la visita?

—No puedo asegurarlo. Niña Pepita tiene mucho que hacer por las mañanas. Ahora está en misa y después tendrá que hablar con los padres que vienen a verla casi todos los días.

—¿Qué padres son esos?

—Niña Pepita conoce muchos curas; ellos y dos señores que vienen algunas noches, son las únicas visitas de la casa.

El subteniente iba a preguntarle más; pero en esto se oyó un lejano campanillazo y el negro recogió apresuradamente los platos y salió diciendo:

—La señora vuelve de misa. Ya está ahí.

Baselga quedó paladeando la alegría que le causaba saber que de un momento a otro iba a presentarse allí aquella mujer que, aunque desconocida, era la señora de sus pensamientos.

Algunas veces acudió a su memoria el recuerdo de lo ocurrido en la mañana anterior, y esto le hizo experimentar cierta turbación, pero inmediatamente renacía su antigua osadía de conquistador y ansiaba la llegada de la incógnita beldad.

La impaciencia devoraba al condesito. Habían dado ya las nueve en el reloj de San Felipe y la baronesa no venía; y no fue esto lo peor, sino que la campana fue marcando las diez y las once sin que la deseada beldad diera señales de vida.

El subteniente estaba con el oído atento, y cada ruido de pasos lejanos que llegaba a su habitación, le parecía ser la baronesa que se acercaba; pero al sufrir nuevas decepciones aumentaba su impaciencia.

Levantose del sillón repetidas veces, entretúvose en golpear con los nudillos los vidrios de la ventana tarareando cuantas marchas militares conocía y acabó por plantarse ante el espejo y abismarse en su propia contemplación que era lo que más le distraía.

No estaba mal. El nuevo uniforme le caía a las mil maravillas y únicamente se notaba en él la falta de charreteras. Pero… ¡al fin! ¡Para ostentar el distintivo de simple subteniente…!

Hacíase estas reflexiones por centésima vez ante el espejo, cuando oyó aquellos mismos pasos ligeros del día anterior que rápidamente se aproximaban.

Ahora sí que era ella.

Baselga estiró su casaca, agitó sus piernas para limpiar el blanco pantalón de arrugas y se apoyó en la dorada consola, tomando una actitud estudiada y escogida entre todas las posturas que puede tomar un hombre interesante.

Levantose la cortina y entró la baronesa de Carrillo haciendo un gracioso saludo.

Baselga, no se sintió cegado por tanta hermosura como sucede a los héroes de las novelas, ni cayó de rodillas a los pies de la dama. Limitóse a examinar rápidamente a la baronesa con ojos de experto conocedor, la encontró soberbia y contestó al saludo con una respetuosa reverencia.

Niña Pepita no era hermosa sino guapa. Era alta y maciza de carnes, sin carecer por esto de esbeltez. Su tipo de belleza no había que buscarlo en los perfiles ideales de una Venus griega, sino en aquellas figuras bizarras, carnosas y excitantes que llenas de vida y de fuego salieron del pincel de Rubens.

Su rostro moreno y con tendencia a la graciosa redondez, tenía el tinte ligeramente moreno de la perla, y sus dos principales adornos eran unos ojos grandes, negros, tan pronto soñadores como interrogantes, y una boca fresca, sonrosada y de labios algo gruesos, siempre entreabierta para ostentar la dentadura admirable. Una nariz que en su extremo se levantaba con cierta audacia, y algunos graciosos hoyuelos que aún se marcaban más al sonreír, completaban aquel rostro que a poco de ser observado ofrecía una mezcla extraña de aficiones a la alegría y a la devoción.

Baselga, aunque inclinado, miraba con el rabillo del ojo la mujer que tenía delante, y hacía de toda ella un detenido inventario desde la negra cabellera agolpado sobre ambas sienes en escalonados rizos según la moda de la época, hasta los pequeños, pero robustos pies que asomaban sus zapatitos de tafilete bajo la falda que era de las llamadas de medio paso.

El vestido de seda color de rosa, estrecho, escurrido, rígido con el talle bajo el pecho, conforme a la moda entonces dominante, dejaba adivinar un tesoro de embriagadoras formas, y Baselga, que sentía renacer en su interior la bestia carnal, miraba con ojos casi saltones la deliciosa y atrevida curva de un pecho espléndido, y las magnificencias que parecían vibrar a cada paso bajo aquella falda semejante a una tela mojada según la fidelidad con que se amoldaba a los contornos.

Aquella buena moza parecía no saber lo que era cortedad, ni haber experimentado rubor más que cuando a ella le conviniera; así es, que miraba con cierta lástima al subteniente que, a pesar de toda su fama de calavera, estaba turbado y balbuciente como un colegial al hacer su primera declaración.

La baronesa tomó asiento en el sillón ocupado hasta poco antes por Baselga, y le indicó que se sentara a su lado.

El condesito vaciló. Iba a descubrir su cojera si no andaba con tiento, y por esto movióse con embarazo aun conociendo que haría una figura muy ridícula.

—Ande usted con franqueza —dijo la baronesa riendo como una loca—. Ya sé que ha tenido usted la desgracia de quedarse cojo y no es caso de que sufra por ocultarme un defecto.

El escopetazo era tremendo y Baselga quedó como dudando si había oído tales palabras.

¿Qué mujer era aquella que con tal frescura se expresaba?

El condesito reconoció que ante aquella beldad que pretendía conquistar, él quedaba muy pequeño y que para nada le valdrían sus experimentadas artes de calavera.