PARTE
SEGUNDA
DE COMO SE FABRICA UN JESUITA
I. RICARDITO BASELGA
Entre el centenar de alumnos con que contaba el colegio establecido por los jesuitas en Madrid, el primogénito del conde de Baselga era el que merecía mayores distinciones.
Aquel niño pálido y enclenque, de ojazos soñadores y de expresión dulce y humilde, era el predilecto de los padres maestros, y el encargado de desempeñar todos los papeles distinguidos dentro del colegio.
Cuando el padre Claudio visitaba el establecimiento, Ricardito Baselga era el colegial que merecía todas sus atenciones, y esta predilección bastaba para que en aquella casa, dominada por el más abyecto servilismo, adquiriese el aristocrático niño todos los honores de un reyecillo en pequeño.
No abusaba mucho el colegial de las preeminencias que le concedían.
Era humilde hasta la exageración, y cada una de aquellas atenciones le sonrojaba como si fuese un honor irónico y mortificante que le dispensaban.
Huía de intimar con sus compañeros, a los que trataba siempre con dulzura huraña; gustaba mucho de la soledad y si alguna vez sentía deseos de espontanearse, iba en busca de los más viejos maestros, a los que apreciaba como santos, dignos de la consideración más idolátrica.
En su primera época de colegial, cuando hacía poco tiempo que había ingresado en el santo establecimiento, y durante las vacaciones, cuando se trasladaba a casa de sus padres y jugaba con su hermana Enriqueta u oía los cuentos de la vieja Tomasa, el niño al volver, mostraba cierta precoz malicia y gustaba de todos los enredos del colegio y de las intrigas tramadas por los alumnos más revoltosos; pero poco a poco su carácter se había modificado por completo y en él iba borrándose aquella viveza e impetuosidad que apenas había llegado a iniciarse.
La tutela que su hermana, la baronesa de Carrillo, ejercía sobre aquel niño tímido y melancólico, no podía ser de más visibles afectos.
El único ser de la familia que lograba despertar algún cariño en doña Fernanda era Ricardito, quien permanecía horas enteras sentado a los pies de su hermanastra, oyéndola relatar vidas de santos en las que lo absurdo y maravilloso constituían los principales hechos.
La baronesa, con su carácter imperioso y dominante, ejercía gran influencia sobre el débil niño y tenía el poder de ir modelando a su gusto sus aficiones y tendencias.
Cuando juntándose con otros colegiales hablaban todos de lo que pretendían ser cuando fuesen hombres, el hijo del conde de Baselga manifestaba siempre idéntica aspiración.
Sus compañeros querían ser en el porvenir generales, embajadores, almirantes, todos los cargos, en fin, ruidosos y brillantes a los que la sociedad presta homenaje; Ricardito, con su sencillez y modestia, contestaba siempre lo mismo al ser interrogado: él quería ser santo.
Y en esta opinión le tenía todo el colegio en vista de su vida y costumbres; y cada vez que manifestaba el niño tal opinión en presencia de la baronesa, ésta se conmovía experimentando una satisfacción sin límites.
El padre Claudio mostraba especial interés en fomentar las aficiones seráficas de aquel niño y los maestros del colegio secundaban admirablemente los propósitos de su superior.
Aprovechábanse de las más leves faltas del niño para recordarle la misión a que Dios le llamaba y crear en él lo que pudiera llamarse orgullo de clase.
La educación jesuítica tan dulce en la forma como defectuosa e irritante en el fondo, fundábase principalmente en la odiosa división de castas.
Para combatir los defectos no se acude a la moral ni se recuerdan las leyes naturales, sino que se hace uso de cuanto puede afectar al orgullo y la soberbia o herir el amor propio.
Cuando alguno de aquellos colegiales pertenecientes a las más encumbradas familias cometía alguna falta, no se le reprendía echándole en cara lo que ésta significaba, sino que el padre jesuita se limitaba a decir:
—¡Parece mentira que un noble perteneciente a una de las más ilustres familias, haga tal cosa! Se pone usted a nivel de un muchacho del pueblo.
Esto fomentaba la división en la sociedad del porvenir y ahondaba la diferencia entre los privilegiados de la fortuna y los desheredados; pero en cambio, impresionaba mucho a aquellos muchachillos de sangre azul, que estaban convencidos de que hasta en el cielo hay jerarquías, y de que Dios creó con la mano derecha a los nobles y a los ricos para que brillasen y viviesen sin trabajar y con la izquierda al pueblo para que sufriera y diese de comer a los demás.
Con Ricardito Baselga cambiaban de táctica los buenos padres.
Pertenecía el muchacho a una ilustre familia y podían también interesar su amor propio; pero siguiendo las instrucciones de su superior, cuando habían de reprender al niño, se limitaban a decir:
—¡Parece imposible que un santito a quien tanto quiere Dios pueda cometer semejante falta!
De este modo el muchacho se iba convenciendo de que era un elegido de Dios, un predestinado a quien asistía la divina gracia, y se entregaba a las aficiones místicas que sus maestros tenían buen cuidado en fomentar.
A la edad en que todos los niños aman la agitación y el bullicio y se entregan a los más violentos juegos, él se mostraba grave y reservado, y las horas de recreo las pasaba en un rincón del patio cuando no escapaba para entrar en la desierta capilla, donde quedaba estático ante la más bella imagen de la Virgen.
A causa de estas aficiones, mientras los otros colegiales respiraban vida y vigor, él estaba pálido, enjuto y enfermizo, hasta el punto que, algunas veces, sus maestros habían de reprenderle por la inercia en que tenía su cuerpo y le excitaban a que jugase con sus compañeros, orden que el muchacho, siempre obediente, cumplía con forzosa pasividad.
Ricardito iba convirtiéndose poco a poco en un objeto de admiración que ostentaba con orgullo el santo establecimiento.
Los colegiales, obedeciendo a sus maestros, miraban al niño como un ser superior y privilegiado, digno de supersticioso respeto; y entre ellos se hablaba como de una cosa rara de su humildad a toda prueba, de la gran resistencia que tenía para permanecer horas enteras de rodillas en el oratorio y de la entonación dulce y conmovedora con que rezaba sus oraciones en alta voz.
No visitaba el colegio una familia distinguida sin que dejasen los jesuitas al punto de presentar como la mayor curiosidad de la casa, a aquel santito de cara dulce y melancólica, que se presentaba con la mayor modestia, ruborizándose al más leve cumplido.
El niño era, sin saberlo, un prospecto viviente que utilizaban los jesuitas para demostrar la santa educación que se daba en aquel establecimiento, y los maestros hablaban a las madres y hermanas de los demás colegiales, del santo entusiasmo de Ricardito, que en las noches más crudas de invierno le hacía saltar de la abrigada cama para arrodillarse desnudo sobre el frío suelo y rezar a la Virgen que se le aparecía en sueños.
La fama de aquella infantil santidad atravesaba los muros del colegio para esparcirse en el gran mundo, y la baronesa de Carrillo recibía a cada instante felicitaciones por haberle Dios deparado un hermano que sería la honra de la familia y le abriría las puertas del cielo.
Esto causaba en doña Fernanda una emoción de celestial gozo, y cuando hablaba con sus amigas decía siempre con cierta satisfacción:
—Me envanezco con mi hermano como si fuese obra mía. Yo he guiado sus primeros pasos por la senda de la devoción y le he enseñado a amar a Dios. ¡Ay!, ¿qué sería de él si yo lo hubiese abandonado al cuidado de mi padre? Es el único que honrará a la familia. Enriqueta es una casquivana de la que nunca conseguiré hacer una santa.
II. SAN LUIS GONZAGA
A los once años, le fue permitido al hijo del conde de Baselga leer en otros libros que en los de estudio.
Ricardito no se distinguía por su afición a la lectura. Los santos, por lo regular, prefieren la meditación a la ciencia.
En concepto del padre Claudio, convenía aficionar al niño a la lectura para que abandonase un tanto su tendencia estática, y por esto los maestros pusieron en sus manos varios libros cuidadosamente escogidos y que trataban de los santos pertenecientes a la Compañía de Jesús.
Convenía distraer al niño, pero no era menos importante aumentar sus aficiones místicas, excitándolas con la lectura de obras escritas con el estilo empalagoso y dulzón propio de las obras jesuíticas.
De todas aquellas obras, la vida de San Luis Gonzaga era la que más impresión le producía.
Leía las vidas de una innumerable serie de santos, los más de la primera época del cristianismo, y aunque se conmovía considerando los horribles tormentos sufridos en las arenas del Circo romano, aunque derramaba lágrimas al ver pasar ante su imaginación las ensangrentadas figuras de aquellos mártires que morían poseídos del sublime delirio de la fe, su emoción en tales instantes no podía compararse con la que experimentaba al pasar su vista por la crónica de aquel príncipe italiano, que pálido, demacrado, privándose de hasta las más insignificantes satisfacciones, y atormentado por los más nimios escrúpulos, vivió alejado de las grandezas y esplendores entre las cuales había nacido.
Había en San Luis Gonzaga algo de sus propios sentimientos, y el pequeño Baselga, al leer su vida, le parecía en ciertos instantes estar contemplando su propio rostro en un espejo.
Una simpatía inmensa, una ternura casi femenil, profesaba Ricardito a aquella figura de penitente aristocrático, que atormentada por el ayuno tenía la piel transparente y pegada al desmayado esqueleto.
Reunía San Luis muchas condiciones para ser el favorito del santito y el que éste tomara como modelo para su vida futura.
El penitente italiano procedía de una noble y encumbrada familia, y esto era algo para el joven Baselga, que muchas veces había oído expresarse a la baronesa sobre el origen casi divino de la división de clases sociales.
Había pertenecido a la Compañía de Jesús, y esto era mucho para aquel alumno de los jesuitas, convencido tenazmente de que fuera de la Orden no podía existir verdadera virtud, sabiduría, ni santidad.
Además, al carácter delicado y casi femenil de aquel niño, criado entre mujeres y poseído de una timidez ilimitada, gustábale más aquel santo que se dedicaba a martirizarse a sí mismo, y que enamorado místicamente de la belleza de la Virgen pasaba días enteros de hinojos ante ella, que toda la innumerable caterva de mártires de la edad heroica del cristianismo, que demostraban la verdad de su doctrina buscando que les desgarrasen los músculos o regando con su sangre las arenas del Circo.
¡Qué tierna emoción le producía siempre su lectura favorita! ¡Cómo su imaginación, despertada por aquella crónica de santidad, encontraba puntos de comparación entre la vida de San Luis y la suya!
El santo italiano había sido hijo de un marqués, soldado de gran valor; él tenía por padre a un conde que se había distinguido mucho en los campos de batalla.
El seráfico Luis tenía desde los siete años tan arraigadas todas sus devociones, que jamás había faltado a ellas; y él se encontraba en igual caso, pues no recordaba haber olvidado ninguna de las santas obligaciones que se había impuesto, que eran oír todas las mañanas la misa de rodillas y sin hacer el menor movimiento, rezar tres rosarios cada día, decir la salve cada hora y recitar sus oraciones todas las noches al acostarse, sin perjuicio de saltar de la cama para arrodillarse sobre el frío pavimento cada vez que algún ensueño celestial se dignaba turbar su reposo.
Otro punto de comparación existía entre su vida y la de San Luis; pero éste, en vez de causarle una gozosa satisfacción, le llenaba de confusión y tenía su alma constantemente alarmada.
El santo, en su niñez, mezclándose en el trato de los soldados que mandaba su padre, había aprendido palabras demasiado libres, que repetía sin comprender su significado, y que después fueron para él causa de continuo remordimiento, llorándolas toda su vida y haciendo rigurosas e interminables penitencias para purificarse de ellas.
Ricardo, ansioso de encontrar similitud entre las dos existencias, buscó en la suya, y también halló en su niñez algo terrible y horroroso de qué arrepentirse.
¡Cuántas veces había escuchado con maliciosa alegría a Tomasa, la aragonesa doméstica, espíritu volteriano, sin ella darse cuenta, que con gracia inimitable relataba a Ricardo y a Enriqueta, cuando la importunaban pidiéndola un cuento, relaciones algo libres en que frailes y monjes jugaban un papel que no dejaba en buen lugar la moral del claustro!
Este recuerdo de la vida pasada producía en el niño terrible impresión; y aunque él sólo era culpable de haber escuchado con cierto gozo los chascarrillos algo libres contra la gente monástica, reprochábase el gozo que había experimentado oyéndolos, y esto constituía para él un terrible remordimiento.
Acudía a las mortificaciones, a las penitencias abrumadoras, a todos cuantos santos tormentos le sugería su imaginación librarse de tan incesantes preocupaciones y recobrar su tranquilidad, lo que sería signo de que Dios le perdonaba la ofensa que le había hecho escuchando tales abominaciones; pero por más que extremaba sus tormentos físicos y morales, siempre el maldito remordimiento volvía a anidar en su conciencia produciéndole un martirio interminable.
Ahora comprendía el porqué en sus delirios místicos no era tan favorecido por la corte celestial como aquel santo al que tomaba por modelo.
A San Luis, mientras estaba en oración, hablábale la Virgen, y sentía su pecho invadido de celeste dulzura, mientras que él, por más que llamaba a las puertas del cielo, las encontraba siempre cerradas. Los santos estaban mudos para él, y en vano derramaba lágrimas, pues no lograba ablandar a Dios, encolerizado a causa de los pecados que había cometido Ricardo escuchando las libres relaciones de aquella impía doméstica.
Por esto la lectura de la vida de San Luis, al par que servía para aumentar cada vez más su devoción, causábale un continuo desasosiego y una febril agitación que hacía peligrar su salud.
Aquel niño tímido, dulce y asustadizo, a la edad en que todos cometen mil diabluras con encantadora gracia y nunca piensan en las consecuencias de sus actos, mostrábase sombrío y meditabundo, experimentando tantos remordimientos como el más terrible criminal.
Privábase de comer con la esperanza de alcanzar por medio de ayunos el perdón de aquella culpa, que a él se le figuraba horripilante; no dormía porque en su estado de perpetua agitación era imposible conciliar el sueño, y su débil organismo languidecía rápidamente combatido por tantas privaciones.
Hízose aún más misántropo, fue reservado con sus maestros, experimentando un miedo terrible cuando pensaba que éstos podían descubrir sus pecados de antaño, y contestaba con evasivas a la solicitud de los jesuitas a quienes el padre Claudio tanto recomendaba su cuidado.
Mientras los demás colegiales sólo pensaban en aprovecharse de un descuido para ponerle mazas en el rabo al gato del portero, o en cometer un sinfín de inocentes locuras, aquel niño vivía agitado por una idea eterna.
—¡Si Dios me perdonara mis pecados…! ¡Si la Virgen me hablase como a San Luis…! ¿Cómo he de llegar yo a ser santo?
III. DE CÓMO HABLÓ LA VIRGEN A RICARDO
La exagerada devoción del colegial le hacía mirar con más simpatía el establecimiento donde se educaba que la casa de su padre; y por esto, muy al contrario de todos sus compañeros, miraba con santo horror las vacaciones, porque éstas le arrancaban de aquel vasto edificio en cuyos largos corredores se explayaba su imaginación forjando las más absurdas quimeras y en cuya capilla se entregaba a raptos de desesperación, en vista de que sus delirios místicos no producían eco en el cielo.
El hijo del conde de Baselga iba por buen camino para llegar a santo, y prueba de ello era que comenzaba a adquirir ese horror a la propia familia, ese desprecio a los seres queridos que caracteriza en sus vidas a todos los elegidos de Dios.
Para servir bien al Señor había que abandonar a los padres y hermanos, había que romper todos los lazos terrenales, despreciar los más sagrados afectos; y el niño hizo todo esto, recordando la existencia de muchos de aquellos santos cuyas vidas había leído y de los cuales el detalle más saliente era haber olvidado a los que les dieron el ser para amar únicamente a Dios.
Esta repugnante ingratitud le resultaba al niño una acción honrosísima, sin duda por las muchas veces que había oído a los predicadores de la Compañía ensalzarla como el acto más sublime.
Además, Ricardo, no experimentaba ningún afecto natural e irresistible hacia su familia.
Su padre, el conde de Baselga, era para él un señor taciturno y terrible que le miraba siempre con fúnebre gravedad, y sólo de tarde en tarde le acariciaba fríamente. Ignoraba el niño que su presencia evocaba siempre en la mente del conde los más terribles recuerdos, y que él, al entrar en el mundo, había producido la muerte de su madre, mujer angelical, cuya memoria había de acompañar siempre a Baselga.
Ricardo sólo había sabido temer a su padre, aunque éste jamás llegó a dirigirle una palabra dura.
Había amado algo a Enriqueta, aquella hermana mayor que él, que jugando abusaba de su superioridad y lo manejaba como un bebé; pero este afecto puro y natural había ido desapareciendo conforme se desarrollaban sus aficiones a la santidad.
Llevado de la manía de imitar a su santo patrón, Ricardo, que seguía escrupulosamente cuanto leía en la vida de San Luis, se propuso hacer voto de castidad, sin saber a ciencia cierta a lo que se obligaba; y arrodillado ante aquella Virgen rizada, hermosa y con los ojos en blanco por el dulce éxtasis, imagen que era la depositaría de todos sus remordimientos e inquietudes, juró no presentar sus carnes al desnudo a las miradas de sus compañeros, como antes lo hacía al acostarse, y no mirar nunca a una mujer en el rostro.
Desde entonces tomó Ricardo la costumbre de presentarse ante las damas que visitaban el colegio con la cabeza baja y los ojos casi cerrados para no ver ninguna de aquellas gracias femeniles que podían turbar su voto.
El joven devoto se anticipaba a la naturaleza y huía de la mujer en la época que ésta no podía aún despertar en él ningún desconocido sentimiento.
Cuando en la época de vacaciones veíase obligado en la casa paterna a tratarse con su hermana Enriqueta, mostrábase tímido y receloso, procurando evitar el roce de aquellas faldas como si fuesen siniestra deuda bajo la cual acampaba una legión de diablos. La devoción, trastornando aquel cerebro infantil, hacía surgir en él horrendos pensamientos y suposiciones monstruosas.
Con su otra hermana, la vieja y religiosa baronesa, el aspirante a santo sentíase menos intranquilo; pero respondía con igual cortedad a todas sus preguntas y procuraba apartarse de ella cuanto antes para entregarse a sus devociones.
La vista de Tomasa, aquella relatadora de cuentos impíos, llenaba de santo terror a Ricardo, que huía de ella como del pecado mortal, mientras la franca aragonesa echaba pestes contra los picaros jesuitas y doña Fernanda, que le habían mareado al niño hasta el punto de hacerle odiar a la que podía llamarse su segunda madre.
Cuando algunos días después de haber despedido el conde a la vieja doméstica fue Ricardo a pasar un domingo a casa de su padre, el muchacho experimentó una gran tranquilidad al saber que no volvería a encontrarse con la maliciosa aragonesa.
La casa parecía haber cambiado radicalmente con aquella marcha.
El conde acarició a su hijo, mostró por él gran interés, y sin perder su tétrica gravedad, le preguntó por sus estudios y aficiones excitándolo cariñosamente a que no fuese un fanático y se preparara a ser un hombre útil a su familia y a la patria.
En cuanto a Enriqueta, manifestose a su hermano más alegre y locuaz de lo que comúnmente estaba, y sin hacer caso de su desvío huraño, le dijo que papá era muy bueno y ella muy feliz; que ahora la llevaba al Teatro Real y a los grandes bailes, que la dejaba en libertad para vestir con elegancia y que él mismo se mostraba muy alegre y decidido a gozar de la vida. Y Enriqueta, creyendo que con sus palabras despertaba un sentimiento de envidia a su hermano, que manifestaba honda tristeza, hablábale de que pronto saldría él del colegio y sería un pollo elegante que brillaría en sociedad y tendría una novia hermosa y distinguida.
El santito volvió al colegio escandalizado por el lenguaje de su hermana y dispuesto a no cruzar más su palabra con aquella que insultaba con tales suposiciones su dignidad de elegido de Dios.
Aquel fue el último día que el muchacho pasó en el seno de su familia. Apenas se vio en los sombríos corredores del colegio, aspirando aquella atmósfera mística que le enloquecía, desvanecióse la débil impresión de cariño causada por el cambio de carácter que había notado en su padre.
Ricardo volvió a engolfarse en aquella devoción que tanto le trastornaba, convirtiéndole en un niño nervioso, visionario y casi demente.
El deseo de ser santo, que aún se excitaba más con la reputación que de tal tenía en el colegio, dominábale a todas horas.
La vida de San Luis era su continua lectura, y todos los días juraba ante la Virgen imitar al santo Gonzaga en todos sus actos.
Él sería jesuita como el santo italiano, vestiría la sotana de la Orden, y olvidando que había nacido rico haría voto de perpetua pobreza entregando su fortuna a la Compañía para que la distribuyese entre los necesitados.
Este rasgo sabía él que sublimaría toda su existencia y le daría el verdadero carácter de santo.
Muchas veces el padre Claudio había dicho en su presencia que nada era tan grato a los ojos de Dios como el sacrificio que hacen los potentados que entran en la Orden despojándose de sus riquezas.
Cuando llegase el tiempo oportuno, cuando por la edad pudiese disponer del inmenso caudal que le correspondía como heredero de su madre, él sabría llevar a cabo tal rasgo de desprendimiento y se haría célebre en los santos falsos de la Compañía por su santidad, entregando antes todas sus riquezas al padre Claudio, para que éste fuese el administrador de los pobres.
Ricardo estaba resuelto a ser jesuita; pero una duda cruel martirizaba su cerebro. ¿Le llamaba Dios por tal camino? ¿Merecía él, como el seráfico Luis, vestir la sotana de los hijos de San Ignacio?
Al santo Gonzaga, el cielo se había dignado manifestarle que era su voluntad que entrase en la célebre Orden.
Estando en Madrid, en la corte de Felipe II (según rezaba la vida de San Luis, escrita por el jesuita Croisset), y cuando aún era un niño, el santo, una mañana, arrodillado ante la Virgen del Buen Consejo, escuchó cómo ésta le intimaba con frases cariñosas a que entrase en la Compañía.
Aquél era un elegido de Dios, ya que la celeste madre se dignaba darle consejos; pero él se tenía por un réprobo, por un ser maldito a causa de sus pecadillos de la primera edad, ya que no escuchaba voces sobrehumanas, ni la dulzura de la Virgen venía a calmar sus terribles zozobras.
Un día notó que dos jesuitas viejos, que entre las gentes del colegio tenían renombre de sabios, a la hora de recreo, en que todos los alumnos se entregaban a los más ruidosos juegos, le contemplaban desde un ángulo del patio con expresión marcada de lástima, y conversaban después animadamente.
Aquella misma noche vio repetirse iguales gestos en la servidumbre del colegio y en algunos de los alumnos mayores, pero el niño era tan tímido y tenía tal empeño en contrariar todos sus deseos para santificarse, que por no pecar de curioso evitó hacer la más leve pregunta.
A la mañana siguiente, el padre encargado de la dirección del colegio, y en el cual el padre Claudio parecía tener una absoluta confianza, se encargó de aclarar aquel misterio.
Cuando el muchacho estuvo en el despacho del director, este jesuita usó de mil rodeos para decirle la noticia que le había encargado su superior; habló de la voluntad inflexible de Dios, del destino de la criatura que está de antemano trazado por el Eterno y que nadie puede variar; del deber en que está todo buen cristiano de resistir los rudos golpes del destino; y cuando el muchacho, embelesado por una plática que tanto halagaba sus inclinaciones, oía con el más santo gozo aquel sermón, el jesuita soltó la noticia que hacía ya más de una hora estaba adornando del mejor modo posible para ocultar su carácter horrible.
El conde de Baselga había muerto dos días antes. El director del colegio guardose de decir que el desgraciado se había suicidado en una casa de locos, y relató al hijo la muerte del padre, asegurando que era a causa de un descuido que había tenido éste examinando una pistola cargada.
Ricardo quedó aturdido por aquella noticia.
No lloró porque los santos sólo lloran cuando recuerdan los fabulosos dolores sufridos por Dios bajo la forma de hombre; hizo esfuerzos por mostrar el estoicismo de los predestinados a la santidad, pero en lo más hondo de su pecho le pareció sentir un rudo golpe que conmovía todas las fibras de su corazón.
Aquella sequedad de su alma desapareció al desvanecerse la sorpresa causada por la noticia; y cuando el muchacho salió del despacho y se vio solo en medio de un desierto corredor, experimentó la necesidad de ir en busca de aquella devoción que en todas las circunstancias críticas de la vida lograba endulzar sus penas.
Entró en la capilla del colegio y fue a ponerse de hinojos ante el altar, donde dulce y sonriente se alzaba la imagen de una de esas Vírgenes creadas por la elegante piedad jesuita, y que tienen el aspecto de una tiple de ópera, perfumada y lánguida, que al compás de las notas pone en blanco los olas.
Un rayo de sol, filtrándose por un prolongado ventanal con vidrieras de colores, cruzaba la sombría capilla e iba a enredarse en la rubia cabellera de la Virgen, circuyéndola de una aureola en que titilaban todas las brillantes tintas del iris.
Aquellos ojos de cristal, brillando sobre las facciones de arrebolada cera como gotas de lluvia posadas en los pétalos de una flor, parecían mirar fijamente al niño, quien, poseído de una mística emoción, dio suelta a las lágrimas que antes había retenido al saber la muerte de su padre.
Era muy desgraciado, pero no se quejaba, pues aquel terrible suceso lo consideraba como un favor de Dios, que quería poner a prueba su resignación y que lo llamaba por el camino de su santidad.
Ya era completamente huérfano, y en adelante la Virgen sería su madre, su protectora, que le llevaría rectamente al cielo.
Aquél era el momento de decidir su porvenir. Desligado de todo lazo mundanal, encontrábase desnudo de terrenas preocupaciones a la puerta de la santidad, dispuesto a ponerse eternamente al servicio de Dios si éste le llamaba.
¿Por qué no había de realizarse un milagro en su favor? ¿Por qué la Virgen no había de aconsejarle que abrazase la vida religiosa, como ya lo había hecho con el seráfico Gonzaga?
Un milagro era lo que él pedía, una muestra leve que indicase cómo la madre de Dios se interesaba en su porvenir, y ansioso por alcanzar tal distinción, Ricardo miraba a la risueña imagen cuyos ojos seguían fijos en él con inanimada insistencia.
El rayo de sol iba desviándose conforme transcurría el tiempo, y se apartaba con lentitud de aquel rostro que iba hundiéndose en la sombra.
Entonces le pareció a Ricardo que aquellas sonrosadas facciones se animaban con una sonrisa de infinita benevolencia, y poseído de una exaltación frenética, se arrojó al suelo, cubriéndose los ojos con las manos, como si temiese cegar ante un esplendor deslumbrante.
Por fin llegaba el momento deseado. La Virgen le hablaba, aconsejándole lo que él tenía desde mucho tiempo antes en el pensamiento.
Sentía sonar su voz en lo más íntimo de su cerebro, y hasta le parecía que las paredes de la capilla retumbaban con el estrépito de la angélica trompetería.
Ya estaba decidido; abandonaría el mundo y abrazaría la vida religiosa. La Virgen se lo ordenaba.
Y el muchacho, a pesar de que tenía los ojos cubiertos por sus manos y el rostro sobre las frías baldosas, veía un inmenso horizonte de luz, y en el centro una brillante escalera vaga y tenue como si estuviese formada por suspiros y vibraciones de arpas. A los lados estaban los ángeles con cabelleras de sol y diáfanas vestiduras, y en lo último, llenándolo todo con su majestuosa silueta, Dios, coronado por el simbólico triángulo, que fijaba en él sus ojos y que por entre su blanca barba, que se confundía con las nubes, dejaba escapar la inmortal sonrisa, suprema felicidad de los bienaventurados.
Dos horas después, la servidumbre del colegio recogía el desfallecido cuerpo de Ricardo para conducirlo a la enfermería.
Fue aquello un accidente pasajero del que no tardó en reponerse; pero el director del colegio, que en la intimidad daba a entender, cómo bajo una sotana jesuítica puede ocultarse un espíritu volteriano, dijo, hablando de Ricardo con otro padre de la Compañía:
—La falta de alimentación le hará ver las más estupendas visiones. Carne y más carne. Éste es el mejor remedio contra las visiones celestes.
IV. EL CORAZÓN DE JESÚS, BUZÓN DE CORREO
Una duda que asaltó a Ricardo pocos días después de haberse decidido por consejo de la Virgen a abrazar la vida religiosa, fue si debía preferir la Compañía de Jesús a cualquiera de las otras Ordenes protegidas por la Iglesia.
La regla de San Francisco y la de otros santos fundadores había contado muchos bienaventurados en su seno, y no era por tanto condición precisa, para ser favorito de Dios, el pertenecer al instituto de San Ignacio; pero pronto se desvaneció tal duda en el joven por medio de aquella vida del celestial Gonzaga, cuya lectura constituía todo su recreo.
San Luis, al decidirse por el servicio de Dios, había dudado sobre el instituto religioso que debía escoger, pero al fin se había decidido en favor de la Compañía de Jesús, por varias razones que el padre Croisset tenía buen cuidado de consignar en la vida del santo.
Ricardo reproducía en su memoria todos estos motivos y los encontraba en extremo ciertos.
Él, del mismo modo que el santo italiano, entraría en la Compañía de Jesús, porque en ella reinaba la humildad, ya que se hacía voto de no admitir dignidades eclesiásticas. Y el joven creía que este rasgo de la Orden era sublime, no parándose a considerar que mal podían apetecer los jesuitas, obispados y cardenalatos, cuando son el oculto nervio de la Iglesia, que mueven a ésta a su sabor y que dominan desde el Papa hasta el último sacristán.
Gustábale además la Compañía como al seráfico Gonzaga, porque «en ella se enseña a la juventud virtud y letras»; pero Ricardo no pensaba en que esta juventud que recibía la instrucción de los jesuitas era sólo la juventud privilegiada, la perteneciente a la clase acomodada y aristocrática y que en cambio nunca la Orden loyolesca se había preocupado de educar al pueblo, interesándose porque éste permaneciese siempre en la ignorancia, medio seguro para que jamás saliese de la abyección.
Otra de las razones que atraía las simpatías del joven fanático hacia la Compañía de Jesús, era que ésta «se dedicaba a la conversión de los herejes y los gentiles, en todas las partes del mundo». Para un joven ignorante, esta misión era sublime y en alto grado civilizadora, y así lo creía él, por haberlo oído varias veces a los padres maestros del colegio, que hablaban, con entonación lírica, de las grandes conquistas llevadas a cabo por la Compañía en el mundo de la barbarie, y de las conversiones en masa, que los misioneros de la Orden habían hecho en la India y el Japón.
Podía hablarse así, con la seguridad de no ser desmentido, a una juventud ignorante que no conocía otra historia que la enseñada en los colegios de la Compañía, y que por tanto no tenía la menor duda sobre la milagrosa elocuencia de San Francisco Javier, el cual, desconociendo la lengua de los indios y por medio de la mímica, convirtió miles de indígenas. Además, era muy extraño que después de estar la Compañía de Jesús más de tres siglos predicando la buena nueva en la China y en el Japón, no hubiese conseguido la cristianización de tales pueblos, limitando todas sus conquistas al bautismo de algunas familias de naturales pobres y envilecidos, que adoraban a los misioneros más que por sus doctrinas por los puñados de arroz que les repartían en las épocas de carestía.
Pero para Ricardo era artículo de fe que la Compañía había convertido al catolicismo a casi toda Asia y a sus ojos aparecía la Orden como un instituto sublime, cuyos misioneros poseían las lenguas de fuego de los apóstoles y enternecían a los pueblos en masa, haciéndoles abrazar la doctrina del Evangelio.
Él quería ser de aquella milicia heroica. Deseaba ser soldado de aquella legión fuerte e inquebrantable cual la verdadera fe, y como todos los misioneros célebres de la Compañía, pensaba en atravesar los bosques de Asia, sin otras armas que el Evangelio ni otro equipaje que su sotana, quebrantado por el ayuno y roído interiormente por la enfermedad, siempre en busca de nuevos gentiles que convertir y dispuesto a pagar con los más horrorosos martirios su santa audacia.
Aspiraba Ricardo a desempeñar este hermoso papel de héroe santo, creado por la leyenda jesuítica, y estaba lejos de imaginarse que tales misioneros, audaces hasta la demencia y ascetas hasta la total extenuación, eran infelices autómatas que la Orden creaba para revestir sus fines de una atmósfera simpática, de grandeza y desinterés, y que sus esfuerzos por introducir el cristianismo en las naciones idólatras, sólo servían para que después los verdaderos directores de la Compañía, aprovechándose de la audacia de sus fanáticos instrumentos, estableciesen compañías de comercio en los citados países, negociando con sus productos que cambiaban por los de Europa.
De este modo el Instituto de San Ignacio de Loyola reunía en su tesoro más millones que todos los grandes banqueros juntos, y así se hacia dueño de importantes lineas férreas y tenía, con nombre supuesto, numerosas flotas de vapores en todos los mares del globo.
Decidido, Ricardo Baselga, a entrar en la Compañía, ansiaba que llegase el instante de ser admitido en su seno, y tan vehemente era su deseo, que hasta temía que los buenos padres se negaran a darle entrada en la Orden.
Desde el día en que la Virgen le habló y Dios, rodeado de su deslumbrante corte, pasó ante sus ojos como una visión fugaz, el joven no tuvo otra aspiración que la de entrar cuanto antes en la Compañía. Pero siempre que intentaba formular su deseo, sentíase cohibido y dominado por una timidez que le impedía manifestar su pensamiento.
Por fortuna para él, pronto se le presentó una ocasión para manifestar su deseo sin que hubiera de ruborizarse ni tartamudear, pensando que su demanda podía ser desechada.
La educación jesuítica aspira a conocer hasta los más íntimos pensamientos de aquellos que están sujetos a ella, y de aquí que busque los más extraños medios para penetrar hasta en lo más recóndito de las aficiones de sus alumnos.
Tienen los padres de Jesús establecido en sus colegios el espionaje en grande escala, así como entre los individuos de la Orden; a cada alumno se le inspira la idea de que es un deber sagrado celar los actos del compañero; la delación se considera por los maestros como un acto meritorio, y la benevolencia con las faltas ajenas se castiga como un grave delito contra la disciplina que debe reinar en las casas de la Compañía.
Pero esto no basta a los jesuitas para apoderarse por completo del cerebro de sus educandos y conocer los más íntimos secretos.
Necesitan saber sus más dominantes aficiones para, en consecuencia, dirigir y amoldar a placer los caracteres de sus discípulos, y para que este régimen policiaco fuera completo, el astuto padre Claudio había establecido en el colegio de Madrid la fiesta del Corazón de Jesús, invención de los jesuitas franceses, muy dados a espectáculos teatrales.
Una vez al año verificábase esta ceremonia, y los alumnos mayores, después de una gran fiesta religiosa, dirigíanse de rodillas al altar mayor, y al llegar ante una imagen del Corazón de Jesús, tendíanse cuan largos eran, y con el humillado rostro sobre las desnudas baldosas, permanecían mucho tiempo entregados a mística meditación.
Después se levantaban, y sacando un papel escrito en la noche anterior, después de largas horas de rezo y de meditación, lo introducían en una hendidura que existía en aquel corazón rojo y flameante que la imagen ostentaba sobre el pecho.
Era ridículo y sacrílego convertir el Corazón de Jesús en buzón postal, pero los jesuitas, por tal medio, conseguían conocer las verdaderas aficiones de sus discípulos, y bien sabido es que su educación consiste, no en contrariar las aspiraciones naturales de aquéllos a quienes dirigen, sino en fomentarlas y en dirigirlas con arreglo al interés de la Compañía, buscando que ésta tenga en todas partes buenos y leales servidores.
No temían los jesuitas que sus alumnos mintieran al hacer tales confidencias al Corazón de Jesús. Habíanles hecho creer que aquellas demandas escritas a la divinidad las acogía ésta con benevolencia, y que todos los deseos consignados en ellas realizábanse inmediatamente si es que así convenía al porvenir de los solicitantes. De aquí que todos los alumnos se apresurasen a estampar en el papel su más ferviente deseo, y que los padres maestros, por medio de tal estratagema, tuviesen exacto conocimiento del pensamiento dominante en sus educandos.
Llegó el día de la fiesta del Sagrado Corazón, y Ricardo Baselga, sin duda por indicaciones superiores, fue admitido en el grupo de colegiales mayores que iba a depositar su papel en el pecho de la sacra imagen.
Durante la fiesta religiosa, el joven sintió una emoción cada vez más creciente que conmovía todo su cuerpo.
Con ansiosa mirada contemplaba, a través de las azuladas nubes de incienso, aquella imagen de Jesús, sonriente y dulce, y al mismo tiempo estrujaba en su bolsillo el billete escrito en la noche anterior, después de algunas horas de oración.
Ricardo estaba tan absorto en la contemplación de aquella imagen, que no se daba cuenta de lo que le rodeaba y los alborozados cánticos del órgano sonaban en sus oídos como un zumbido molesto.
Miraba el joven a Jesús con la misma expresión humilde y resignada del pretendiente que entrega un memorial al poderoso y teme ser molesto. Se estremecía Ricardo, pensando que era indigno de pedir a la divinidad un señalado favor, y temía que la Santa imagen rechazase su súplica.
Llegó el momento de la ceremonia, y el grupo de educandos avanzó hacia el altar mayor formado en fila.
Ricardo anduvo instintivamente, y al llegar cerca de la imagen, rodeado de los principales maestros, vio al padre Claudio, que, aunque grave y meditabundo cual lo exigía la solemnidad, le contemplaba con expresión de paternal benevolencia.
Iban uno tras otro los colegiales arrojando sus respectivos billetes en la hendidura de aquel corazón rojo y deslumbrante, y por fin Ricardo quedó frente a la imagen, sin tener compañero alguno delante de él.
Arrodillose entonces, trémulo y palpitante, lanzando al Corazón de Jesús una mirada de supremo amor; arrojose después de bruces al suelo, donde permaneció algunos segundos, como si anonadado quisiera desaparecer confundiéndose con la tierra; y después, irguiéndose con timidez, adelantó una mano, en la que sostenía el papel escrito en la noche anterior.
Aquel acto le costó un esfuerzo supremo.
Así que terminó la fiesta, el padre Claudio, en la celda del director del colegio, revolvía los billetes que los colegiales habían depositado en el Sagrado Corazón, y que estaban aún sobre una mesa.
Buscaba el de Ricardo, y lo encontró; pues aunque todos los billetes iban sin firma, él conocía la letra del joven Baselga.
El jesuita, al leer sonreía con la expresión del que se convence de no haberse equivocado.
«¡Oh, Jesús mío! ¡Oh, dulce Señor! Mi deseo más ferviente, mi única aspiración, es serviros mientras viva; es pelear y morir por vuestra doctrina. Quiero ser un misionero de la fe. Haced que entre en vuestra Santa Compañía que fundó nuestro gran padre San Ignacio».
Después de la fiesta hubo gran banquete en el colegio, y por la tarde, cuando todos los alumnos se entregaban a ruidosos juegos, el padre Claudio llamó aparte a Ricardo, y poniéndole una mano sobre la cabeza, díjole con expresión paternal y solemne.
—El Sagrado Corazón no olvida nunca a sus devotos. Él ha oído tus súplicas; y yo, como mensajero de su divina voluntad, te manifiesto que la Compañía te abre sus brazos. En la semana próxima irás a comenzar tus ejercicios en la casa de novicios que tenemos en Loyola. Mañana mismo hablaré con tu santa hermana la baronesa, que acogerá tu vocación como un favor del cielo.
V. EL NOVICIADO
Salió Ricardo de Madrid, sin despedirse de la baronesa ni de Enriqueta, pues para ser buen jesuita, habíase propuesto olvidar que tenía una familia en el mundo.
Apenas entró en el colegio de Loyola, experimentó una satisfacción sin límites.
El padre director, jesuita adusto, de facciones demacradas y ojos feroces, que parecían trasparentar el chisporroteo de un oculto fuego, le ordenó que se despojara de su traje y le hizo vestir el hábito talar.
Aquella fue la mayor alegría que el joven experimentó en su vida.
Rapado a punta de tijera: embutido en una sotana estrecha, raída y de un negro amarillento; con medias de estambre y gruesos zapatos, Ricardo se confundió entre un centenar de jóvenes, pálidos, demacrados, de aspecto receloso y mirada hipócrita, que eran los novicios que en aquel establecimiento se preparaban a ingresar en la Compañía.
El hijo del conde de Baselga se oyó llamar hermano por primera vez y esto le produjo inmensa satisfacción. Era la prueba de que acababa de alistarse bajo las banderas de Cristo.
Pronto notó Ricardo la gran diferencia que existía entre la educación que se daba en el colegio y la de aquel noviciado.
En éste no existía la menor sombra de instrucción científica.
Habían terminado para el joven aquellos estudios engorrosos que contrariaban sus aficiones místicas, y con el noviciado entraba en plena vida devota.
El campo de las supersticiones, de los escrúpulos nimios, y de las mortificaciones absurdas, abría sus horizontes inmensos ante aquella exaltada imaginación perturbada por el fanatismo.
Ricardo, al pasear por aquellos claustros monótonos y sombríos que carecían del encanto artístico de los antiguos conventos, creíase a las puertas del mismo cielo, y tal era su entusiasmo, que aquellas bandas de jóvenes tétricos y ensotanados que eran sus compañeros y que se espiaban mutuamente aprendiendo a odiarse, considerábalas como legiones de ángeles destinadas a la salvación del mundo.
Dos años había de durar el noviciado según lo prescrito en las reglas de la Compañía, y tan feliz se sentía Ricardo en su nueva vida, que, a pesar de encontrarse en los primeros días, se entristecía ya pensando que el plazo era relativamente corto y que algún día había de salir de aquella casa para volver al mundo.
Aquel aislamiento semejante al de la tumba constituía la suprema dicha de un ser dedicado a la contemplación de las cosas divinas y que se estremecía al menor contacto con la sociedad.
Los ejercicios de devoción que la Orden recomendaba a los novicios eran como los múltiples engranajes de una gran máquina que tendía a anular cuanto de espontáneo y libre existe en el hombre.
Ricardo dejaba de ser un ente libre para convertirse en una molécula inconsciente de la gigante Compañía de Jesús.
Arrastrado por un anhelo noble buscaba la perfección; pero ésta era para el joven fanático el ideal de los ascetas, matar cuanto de humano existe en el organismo, aborrecer el mundo y odiar los más bellos y naturales sentimientos, todo en gracia a una suprema contemplación. Ricardo aspiraba a ser el hombre perfecto que los ascetas y los celestes visionarios han retratado con estas palabras: Tanquam ac cadaver.
El joven sentía un ardor cada vez más creciente por ser un modelo de novicios, y este deseo, que en el fondo tenía mucho de vanidad, arrastrábale a seguir de un modo minucioso cuantas instrucciones había consignado San Ignacio de Loyola en sus célebres ejercicios.
Las ideas más acariciadas en la niñez, los sentimientos más arraigados, todo desaparecía y se evaporaba conforme avanzaba Ricardo en sus piadosas prácticas.
Familia, patria, fortuna, todo cuanto significase mundo y pudiera despertar un eco humano en el corazón, todo lo olvidaba Ricardo, siempre empeñado en formarse el vacío de la santidad en torno de su persona.
Tan lejos llevaba su horror al mundo, que le parecía sublime la página veintinueve de las Constituciones de la Compañía, y releía con fruición el párrafo, que decía así:
«Para que el carácter del lenguaje corresponda a los sentimientos, es de uso acostumbrarse a decir, yo tengo padres, o yo tengo hermanos, sino yo tenía padres, yo tenía hermanos».
Estas palabras infames que mataban en vida a los seres más queridos, resultábanle sublimes al joven fanático, e imitando a sus tétricos compañeros que hablaban de sus padres como si fuesen sus tatarabuelos y se negaban a leer sus cartas, Ricardo aprovechaba las escasas conversaciones que con ellos tenía, para decir con el énfasis de un hombre que ha logrado vencer un terrible obstáculo:
—Yo tenía hermanos; yo tenía familia.
Aquella excitación que mostraba el joven a todas horas y su empeño en ser modelo de novicios, atraíale la simpatía de los padres maestros, que se hacían lenguas de su entusiasmo religioso y de la fortaleza que demostraba al pasar días enteros entregado a la oración sufriendo terribles privaciones.
La consideración de que aquel joven asceta era poseedor de un título nobiliario y de una gran cantidad de millones, impresionaba mucho a los demás novicios procedentes de clase media o de familias de labriegos acaudalados, los cuales creían en la división de castas y adoraban supersticiosamente a la aristocracia.
En torno de Ricardo se formaba el mismo ambiente de respeto y consideración que en el colegio, y todos sus compañeros le apreciaban como un ser superior destinado a empresas sublimes.
La adulación existe en la Compañía de Jesús más que en ninguna otra sociedad, por estar ésta basada en el espionaje y la mentira, y de aquí que hasta los padres maestros depusieran un tanto su ceño de ásperos instructores, para animar con lisonjas a Ricardo a que perseverase en sus aficiones ascéticas.
Llegó a decirse en aquella santa casa, que el joven hacía milagros y así lo creyeron los sencillos labriegos de las inmediaciones que se paraban en los caminos con aire reverente cuando pasaba el santito; pero hay que advertir que Ricardo no creía en su propio poder y se extrañaba de que hablasen de prodigios que él nunca había visto a pesar de ser el principal interesado.
Cada uno de los novicios dirigíase forzosamente a un determinado maestro, por estar así consignado en la regla de la Orden, y con él había de consultar todas sus acciones y pensamientos.
Ricardo tenía su consultor como todos sus compañeros, y con él sostenía largas pláticas sobre asuntos espirituales.
Muchas veces el discípulo se revolvía contra el maestro, haciendo objeciones que demostraban un fanatismo ascético, superior al de los padres más exaltados; pero esta oposición era fugaz, pues el educando acababa siempre por amoldarse humildemente a todos los consejos de su superior.
Lo que más repugnaba a Ricardo, eran las reglas establecidas en la Compañía para dar a todos sus miembros un exterior uniforme e inalterable.
El jesuitismo no se contentaba con moldear a su gusto las conciencias y anularlas, sino que extendía su poder a los rostros para reformarlos con arreglo a una expresión común.
El maestro de Ricardo, mostraba gran empeño en dar los últimos toques de exterioridad gazmoña a aquel novicio destinado a ser un santo que honraría a la Compañía.
La mirada era la principal preocupación del viejo jesuita a quien irritaba el modo de mirar franco y noble del joven.
—No debes mirar así —decía a Ricardo—. En nuestra Orden los ojos se fijan siempre en el suelo, y al hablar con un extraño el rostro debe tener una expresión de seráfica alegría. Una sonrisa sencilla e ingenua sienta siempre bien en los labios de los representantes de Dios. Mira a todos los padres de la Compañía y te convencerás de que siguen fielmente estas instrucciones. Nuestros santos fundadores ya estudiaron cuál es el aspecto que más simpatías proporciona al sacerdote, y de aquí el poder moral que ejercen los individuos de la Compañía sobre cuantas personas tratan. No basta ser santo; es necesario parecerlo.
Y el maestro de novicios dábale más detalles sobre la compostura exterior que debía guardar todo buen jesuita.
Cuando se hablara a alguien, las manos debían permanecer en una santa inacción; los ojos inclinados, los labios ni juntos ni muy abiertos y evitar ante todo los fruncimientos de cejas y las contracciones de la frente, pues esto delata ocultos pensamientos y el rostro del jesuita debe ser una máscara de piedra que no deje pasar al exterior la más leve idea. Una santa sencillez, una seráfica imbecilidad, deben encubrir siempre el tropel de ideas que se agita en el cráneo de todos los individuos que la Compañía arroja en la sociedad, para que sean instrumentos de sus planes.
La Compañía no quería ser servida por hombres, sino por autómatas, y por esto unificaba los rostros, como unificaba las conciencias.
—Nuestro santo padre San Ignacio —decía el maestro de novicios—, ya lo ordenó así, porque quería la igualdad en todo; lo mismo en el exterior que en la manera de pensar.
Ricardo, dócil a todos los mandatos, siguió fielmente estos consejos; y tanto en su exterior como en su modo de pensar, resultó el más notable de todos los educandos.
Transcurrieron los dos años de noviciado sin que nada turbase la santa calma en que vivía Ricardo.
La baronesa de Carrillo, comprendiendo sin duda que a los santos les gustaba vivir alejados por completo del mundo, se había limitado a escribirle algunas cartas en los primeros meses del noviciado, y como el joven no contestó a ellas, guardó en adelante, la piadosa doña Fernanda, el más absoluto silencio.
La única noticia que recibió el joven de su familia, diósela el maestro de novicios, quien, con expresión indiferente y con gran laconismo, le manifestó que su hermana Enriqueta se había casado con un tal Quirós y que tenía una hija llamada María.
El joven acogió aquella noticia con mayor frialdad aún que la que había mostrado el jesuita al darla.
Ricardo no tenía familia; su hermana era para él un ser casi fantástico, cuyo recuerdo no llegaba a turbar su memoria. En adelante él no reconocía otra familia que la Compañía, y sus hermanos legítimos eran los que vestían la sotana de la Orden.
De estar el joven menos obsesionado en aquella época por sus preocupaciones de fanático, hubiese comprendido el fondo de gazmoña inmoralidad que encierra la educación jesuítica.
En sus momentos de descanso, en ciertos días que el espectáculo sonriente de la Naturaleza le arrancaba un tanto de sus exageradas prácticas de devoción, Ricardo conversaba con otro joven novicio, pobre de espíritu y corto de inteligencia, por el que sentía gran simpatía.
Una tarde paseábanse los dos, acompañados de otro novicio, por ordenar las reglas de la Compañía que fuesen siempre los jesuitas en grupos de tres, y Ricardo, al escuchar una expresión ingenua de su sencillo compañero, le estrechó la mano con expresión de simpatía protectora. El tercer novicio permaneció impasible.
Aquella misma noche Ricardo fue llamado por el director del colegio y el maestro de novicios.
Su acompañante, cumpliendo los hábitos que se recomendaban a todos los educandos, había delatado aquella inocente expansión de Ricardo.
Los dos padres, con expresión ceñuda, preguntaron al joven si era cierto el hecho denunciado. Ricardo contestó afirmativamente.
—¿Y qué pensabas al estrechar la mano de tu compañero? —preguntó el maestro con una expresión que no comprendió el joven.
—Pensaba en que era un muchacho humilde y sencillo y quería manifestarle mi eterna amistad.
—¿Y no pensabas nada más?
—Nada más.
—¿Al sentir el contacto de su mano no te asaltó algún deseo?
Ricardo levantó sus ojos para mirar con extrañeza a su maestro.
—¡Deseo!… ¿de qué?
Dijo el novicio estas palabras con tal ingenuidad, que el director y el maestro se miraron para darse a entender su convicción de la inocencia de Ricardo.
Aún le hicieron los dos padres algunas otras preguntas menos discretas, en las cuales el novicio columbró cuál era su pensamiento y a qué punto se dirigían sus sospechas.
Ricardo ruborizose ante tan absurdas suposiciones, y su pureza, herida por tan monstruosas sospechas, tardó mucho tiempo en tranquilizarse.
Aquella tendencia a suponer en el hecho más insignificante, en la más leve expansión, aficiones a la brutalidad, hizo conocer a Ricardo las monstruosidades de la pasión.
A pesar de que su inocencia resultaba patente, los dos padres fueron inexorables con aquella falta que reputaban como grave, y al día siguiente, a la hora de la comida, Ricardo hubo de arrodillarse en el centro del refectorio y en alta voz pedir perdón a sus compañeros por haberlos escandalizado estrechando la mano de uno de ellos, contra lo preceptuado en las reglas de la Orden.
Esta humillación, que dolió mucho al joven a pesar de toda su santidad, no le extrañaba ya, algunos años después, cuando era jesuita profeso.
Por motivos igualmente insignificantes, vio a jesuitas ancianos tratados como niños y obligados a arrodillarse en público y a confesar sus faltas en alta voz.
La Compañía, para matar la altivez propia del hombre, y extremar la obediencia pasiva del autómata, no repara en castigos y humillaciones.
Cuando Ricardo ingresó verdaderamente en la Compañía y estudió sus reglas, comprendió la severidad de los dos padres, y el escándalo producido por un simple apretón de manos.
El deseo de conservar incólume el voto de castidad, ha llevado al jesuitismo, como a todas las comunidades religiosas, a las más extrañas y repugnantes prescripciones.
La amistad íntima entre dos religiosos considérase como amicitiam male olentem (amistad mal oliente), y santos venerados en los altares han dicho a sus compañeros de religión: «huid del trato con los jóvenes y rechazad su amistad como la amistad del diablo».
El padre Claudio Aquaviva, uno de los generales más célebres del jesuitismo, ordenó, en las reglas de la Compañía, que ningún jesuita pudiese permanecer a solas con un joven, y a tal punto llegaba en sus suposiciones de perversión, que hasta prohibió a los individuos de la Orden que tocasen a los perros y los gatos.
El joven jesuita, cuando leyó todas estas disposiciones de uno de los más grandes hombres de la Orden, acogiolas como el resultado de una austeridad que combatía al vicio hasta en sus más extrañas formas, y no se le ocurrió maldecir el voto de castidad que hacía necesarias tan repugnantes leyes para evitar los extravíos brutales de una pasión humana y legítima que, aprisionada por la devoción, se desborda bajo las más asquerosas formas.
VI. LA ENTRADA EN LA ORDEN
Terminado el noviciado, Ricardo Baselga fue llamado a Madrid para prestar sus primeros votos y entrar de lleno en la Compañía.
No tenía aún la edad a que se acostumbraba admitir a los otros novicios, pero la poderosa protección del padre Claudio era suficiente para que el joven fuese recibido en la categoría de hermano coadjutor.
Al padre Claudio, y a los intereses de la Orden en general, convenía que el joven fuese a vivir en la casa residencia de Madrid.
Era un espectáculo edificante y conmovedor que impresionaba mucho a la aristocracia afecta a la Compañía, ver al heredero de una de las más ricas y nobles casas, vistiendo la raída sotana de jesuita, viviendo en la mayor pobreza y mostrando en su exterior una humildad resignada y dulce.
Aquel novicio noble y en camino de ser santo, aumentaba el prestigio de la Orden y honraba mucho a todos sus compañeros.
La aparición de Ricardo Baselga en Madrid resultó un acontecimiento para la aristocracia devota.
La baronesa de Carrillo fue felicitada por todas sus amigas, y la residencia de los jesuitas vióse visitada por las damas más encopetadas de las cofradías, que acudían a contemplar con el interés que inspira un ente raro, a aquel aristócrata próximo a ser santo, quien, por su parte, las recibía huraño y sordamente irritado, al ver interrumpida su vida devota por la pública curiosidad.
Llegó por fin el momento de prestar los votos, y Ricardo se dispuso a ello poseído de la más grande emoción.
Su primer voto fue el de castidad, y verdaderamente, el joven no tenía conciencia de lo que prometía y a lo que se obligaba. Había vivido alejado del mundo, la única mujer de la cual habíase hallado cerca era su hermana Enriqueta, y nunca se había sentido envuelto en el ambiente voluptuoso que rodea a toda joven hermosa, ni sentido el loco estremecimiento de la carne.
Aquel juramento era una vana fórmula. Se prometían en él sacrificios cuya importancia se ignoraba, y era indudable que el voto peligraría apenas aquel organismo, virgen de todo estremecimiento amoroso, se conmoviera sintiendo los brutales pinchazos de la pasión. La primera mujer que las circunstancias de la vida arrojasen al paso del futuro santo, podía dar al traste con su voto de castidad.
El segundo voto fue el de pobreza, y de seguro que a no tener el ánimo perturbado por una educación inspirada en el fanatismo, Ricardo hubiese sonreído al prestar dicho juramento.
¿Dónde estaba la pobreza dentro de la Orden? ¿Dónde las privaciones que aquélla impone? El jesuita es pobre, nada propio posee; pero la Compañía es inmensamente rica, y tan perfecta es su organización, que ninguno de sus individuos deja de gozar las más envidiables comodidades. El voto de pobreza reducíase a no tener ahorradas algunas monedas en el bolsillo, pero en cambio tampoco había que preocuparse de las necesidades de la vida, pues la administración jesuítica todo lo preparaba y lo tenía previsto. Bastaba ser obediente y sumiso a las órdenes de los superiores; que éstos ya se encargaban de proporcionar todo lo necesario.
Nada importaba no tener dinero propio, pues esto aún ahorraba preocupaciones y disgustos. Cuando sintiera hambre, encontraría siempre una mesa, cubierta de las viandas más suculentas y de las frutas más exóticas; en todos los puntos del globo hallaría un techo propio bajo el cual guarecerse, y si sus superiores le ordenaban un viaje, no le faltarían los medios para hacerlo con la mayor comodidad, pues nunca se encuentra a un padre jesuita en un vagón de tercera clase.
El tercer voto fue de obediencia, y Ricardo lo prestó aún con mayor entusiasmo que los otros dos.
Ser soldado fiel de la Iglesia y del Papado le entusiasmaba, y su misma excitación no le dejaba pensar en la falsedad de tal voto. Aquella obediencia no era eterna, pues la Compañía le podía expulsar de su seno cuando lo creyese conveniente, o él, salir de ella, si tenía razones graves en que fundarse.
El voto resultaba innecesario, tanto más, cuanto que ya se sabía que dentro de la Orden había que obedecer forzosamente pero a pesar de esto Ricardo hizo su juramento sin que decayera su entusiasmo.
Terminada aquella especie de iniciación, Ricardo se sintió otro hombre.
Ya era jesuita, ya pertenecía a aquella santa Compañía que se le había aparecido siempre como una asociación de bienaventurados que tenía en su poder las llaves del cielo
Siguiendo lo dispuesto en las Constituciones de la Orden, Ricardo, después de sus dos años de noviciado pasados en prácticas devotas, había de dedicarse otros dos años a estudios literarios para descansar un tanto el ánimo perturbado por el ascetismo y poner la ilustración como contrapeso a una exagerada piedad.
El joven Baselga dedicose al estudio de la retórica con el entusiasmo que manifestaba por todo aquello que le ordenaban sus superiores, y experimentó gran placer con la lectura de los clásicos cuyas obras resultaban para él tesoros de desconocida hermosura.
La revolución del 22 de junio le sorprendió en Madrid, y encerrado en la casa de la Orden, estuvo escuchando el horroroso estruendo de aquella lucha, sin que él, en su ignorancia de las cosas del mundo, supiera explicarse el porqué de tan general matanza.
Al día siguiente supo que su cuñado Quirós, al que apenas conocía, pero a quien respetaba mucho por las brillantes defensas que hacía de la religión, había sido muerto de un balazo a la puerta de su casa, y que su hermana Enriqueta estaba tan impresionada por el suceso, que se temía perdiese la razón.
Ricardo, a pesar de su frialdad de santo, experimentó cierto trastorno moral al saber el estado de su hermana, y por primera vez se preocupó de su familia mostrando espontáneos deseos de verla.
Acompañado del padre Claudio fue a su casa, y faltándole aquella fuerza de voluntad que le hacia mirar con indiferencia las miserias de la vida, se impresionó ante el espectáculo que ofrecía la infeliz Enriqueta, demacrada, casi ciega, tendida en el lecho, encerrada en el más desesperante mutismo, y tarda en reconocer las personas que la rodeaban.
Doña Fernanda tenía el firme convencimiento de que aquello era el castigo que Dios imponía a su hermana por haberse enamorado de un pillete republicano y haber huido con él de la casa paterna, y creía también que Enriqueta cayó en tal estado de imbecilidad así que vio el cadáver de Quirós tendido en el arroyo.
Ignoraba la devota baronesa que la verdadera causa de encontrar a su hermana, en aquel día fatal, inerte en el balcón y con una herida en la cabeza producida al desmayarse, consistía en que Enriqueta había visto huir de la cercana barricada al bandido descamisado (como decía doña Fernanda), y caer después en poder de una patrulla que iba a fusilarlo.
El joven jesuita, con el corazón oprimido y haciendo esfuerzos para no llorar, contempló a su infeliz hermana.
En aquella triste ocasión vio por primera vez a su sobrina María, a la que no se atrevió a tomar en brazos por temor a faltar a su voto de castidad.
Aquellas mejillas cubiertas por las tintas rosadas de la niñez, aquellos ojos de inocente y cándida fijeza, daban miedo al fanático, que apartó prontamente sus ojos del rostro que le sonreía con infantil gracia.
Aquella visita fue lo único que turbó la vida religiosa del joven. En adelante siguió como siempre sujeto a las reglas de la Orden, no permitiéndose otro recreo que el concedido por sus superiores, y paseando siempre en unión de otros dos compañeros que le espiaban y a los que él espiaba, so pena de faltar a la santa doctrina de la Compañía.
Algún tiempo después de tal visita, que fue la última que hizo a su hermana, Ricardo tuvo una importante conferencia con el padre Claudio.
Salía el joven jesuita de la clase de retórica y se dirigió a su cuarto para esperar, estudiando, la hora de refectorio, cuando un hermano lego le anunció que el padre Claudio, que acababa de entrar en la santa casa, le estaba esperando en su despacho.
Era muy raro que el poderoso jesuita, en aquellas horas de la mañana, visitase la casa residencia, a no tener que resolver en ella algún negocio importante.
Ricardo sabía algo de las costumbres del superior, y no dejaba de causarle extrañeza aquel llamamiento. El padre Claudio hacía por la tarde todas sus visitas de inspección a la casa jesuítica, pues pasaba la mañana en la casa donde de antiguo tenía su archivo y su despacho, entregado al estudio de los importantes negocios de la Orden.
La rareza de aquella visita no podía menos de excitar su curiosidad; pero Ricardo, recordando que el principal deber de un jesuita es obedecer las órdenes de sus superiores sin pararse a comentarlas, cumplió inmediatamente el mandato y se dirigió a la habitación que servía de despacho al padre Claudio cuando éste se hallaba en la casa de la Compañía.
VII. EL GOLPE ANHELADO
Era en una pieza no muy grande y de humilde decorado, donde esperaba el padre Claudio.
El piso, de rojos y lustrosos ladrillos; las sillas de enea pintadas de verde; las paredes enjabelgadas con pintura plomiza; varios cromos baratos representando a Jesús y varios apóstoles, colgaban de los muros; frente a la puerta de entrada, un gran armario de roble, rematado por una cruz y cuyas hojas entreabiertas dejaban ver tres estantes cargados de carpetas verdes, abultadas y con rótulos; y tras la mesa de pino, cubierta de papeles, y el modesto sillón que ocupaba el padre Claudio, un balcón con blancas cortinas de muselina que se balanceaban acariciadas por la brisa que las lejanas montañas enviaban sobre Madrid, abrasado por el hábito del verano.
El padre Claudio estaba muy desfigurado. Eran ya inútiles todos los revoques y afeites de dama que usaba algunos años antes para ocultar su edad. Sus cabellos estaban blancos, el ceñidor había tenido que ceder ante la creciente hinchazón del abdomen, dejándolo en completa libertad; los labios se habían hundido a pesar de la dentadura postiza, y la nariz, cada vez más roja y picuda, sostenía unas grandes gafas de oro tras las cuales relucían, con mortecino resplandor, aquellos ojos que tanto habían conmovido a las aristocráticas beatas.
La manía de perfumarse con exceso era lo único que le restaba de sus buenos tiempos a aquel dandy de sotana.
Se inclinó reverentemente al entrar, el joven Ricardo, besó humildemente la mano de su superior y a una indicación de éste, se sentó junto a la mesa frente al poderoso padre Claudio.
Este honor conmovía al joven a pesar de todo su desprecio a las distinciones terrenales.
El reverendo padre le dirigió una de sus más dulces sonrisas y con voz lenta y melodiosa comenzó a hablarle.
—Hijo mío: ha llegado el momento de que tratemos de un negocio importantísimo para mí, por lo mismo que te quiero tanto más aún para ti, pues te va en ello la salvación del alma.
El joven fanático, al oír estas últimas palabras, palideció e hizo un ademán de terror como si viera abrirse a sus pies la boca del Infierno.
—No temas: aún hay remedio para tu mal; y el que se halle en peligro tu alma, no significa que la tengas perdida para siempre. Se trata sencillamente de cumplir los votos que has hecho a Dios.
—Reverendo padre —dijo—, no he faltado nunca a ellos ni pienso faltar jamás.
—Recuerda bien tu situación actual y tal vez encuentres que está en contradicción con lo que prometiste a Dios solemnemente.
El joven jesuita reflexionó profundamente y dijo por fin con acento de convicción:
—Mi conciencia está tranquila; no creo haber faltado a mis votos, reverendo padre.
—Te engañas, infeliz: tan preocupado estás con las cosas divinas, que olvidas las humanas y no tienes conciencia de tu situación.
Ricardo, a pesar del respeto casi supersticioso que le inspiraba su superior, estaba impaciente como el que se ve calumniado y ansia justificarse; así es que se apresuró a contestar:
—Reverendo padre: gracias al apoyo divino no he faltado a ninguno de mis votos. Prometí ser casto y lo soy, rogando a la Virgen que me libre de las tentaciones del demonio; hice voto de obediencia y ni con el pensamiento he faltado a mis superiores, ni desobedecido mentalmente la más pequeña de sus órdenes; hice voto de pobreza y…
—¡Alto, hijo mío! Ahí está el peligro para tu alma, pues faltas, aunque sin saberlo, a tal voto.
Ricardo mostró aún mayor extrañeza, y dijo con sencillez:
—Reverendo padre; soy pobre. Renuncié al mundo y a sus pompas; sólo tengo lo que la Orden como madre amorosa quiere darme, y el día que mis hermanos de la Compañía me negasen un pedazo de pan, tendría que ir pidiéndolo como limosna de puerta en puerta.
—¡Ah, infeliz! ¡Cuán alejado vives del mundo! ¡Cómo olvidas lo que en él fuiste! Tú eres todavía inmensamente rico, y mientras seas poseedor de tan gran fortuna, faltas al voto de pobreza.
Vivía, efectivamente, tan alejado del mundo aquel joven fanático, que, como ya dijimos, había olvidado a su familia y con ella la colosal fortuna que poseía.
Costole algún trabajo convencerse de que era rico, y cuando, recordando lo que había oído en su niñez a la baronesa, adquirió la certidumbre de que legalmente era dueño de algo más que de aquella raída sotana que cubría su cuerpo, limitose a decir, afectando una completa indiferencia:
—Ser individuo de la Compañía de Jesús era toda mi ambición, y al entrar en ella ya renuncié mentalmente a todo cuanto en el mundo pecador me correspondiera. Pobre quiero ser siempre y esa fortuna la renuncio. ¡Por piedad; no me habléis más de esas riquezas, reverendo padre!
El padre Claudio sonreía viendo el empeño que mostraba el joven en desprenderse de una fortuna cuya cifra podía causar honda emoción a muchos mortales.
—No tan aprisa, querido hijo, alabo ese santo desprendimiento; ese deseo de arrojar lejos de sí la pesada carga de las riquezas que inducen siempre al pecado, pero hay que proceder con cierto orden en esta clase de sacrificios para que resulten fructuosos y no se aproveche de ellos el diablo.
—Haré lo que me mande vuestra paternidad.
—Ante todo es preciso que te diga que hemos procedido con cierta ligereza al permitirte que hicieses voto de pobreza. La ley civil te obliga a conservar tus riquezas hasta los veinticinco años en que entrarás en la mayor edad y podrás hacer lo que gustes de tus bienes, y entretanto faltas a tus votos, pues prometiendo a Dios ser pobre has de ser forzosamente rico durante algunos años. Créeme, que de haber pensado antes en esto, no hubiese accedido a que hicieses tus votos. Esto ha sido un engaño que hemos hecho a Dios, involuntariamente, pero que no por esto pesa menos sobre mi conciencia.
Y el redomado jesuita fingía una consternación que apesadumbraba al joven fanático.
Aquello de que por su culpa y por un interés demasiado tierno que él inspiraba a su superior, éste tenía sobre su conciencia nada menos que la culpa de haber engañado a Dios, horrorizaba al joven, que acogía tales trapacerías como verdades indiscutibles.
A Ricardo le faltaba poco para romper a llorar.
—¡Oh, reverendo padre! Busquemos el medio de remediar todo esto. Yo pediré a Dios que me perdone por esta riqueza que las leyes sociales me obligan a poseer. Yo viviré, como hasta hoy, en la mayor pobreza sin acordarme de que tengo una gran fortuna en el mundo y el Señor perdonará esta falta involuntaria.
—No, hijo mío; no basta eso. Dios quiere que cuando uno abandona las pompas mundanas y hace voto de pobreza, entregue inmediatamente todas sus riquezas a los necesitados y tú no puedes remediar a tus semejantes por ahora con tal obra de caridad.
Ricardo estaba consternado ante el tono de desesperación con que el padre Claudio decía estas palabras.
—¿Qué hacer, padre mío? ¿Qué hacer?
El ladino jesuita fingía meditar profundamente y por fin dijo con expresión victoriosa:
—Sólo encuentro un medio de que tu voto de pobreza siga siendo válido y de que Dios no se enoje en vista de tu tardanza en dar las riquezas a los pobres. Comprométete solemnemente a que al día siguiente de haber cumplido la mayor edad te despojarás de tu fortuna. Esto es lo que hacen todos lo que pretenden ser verdaderos individuos de la Compañía de Jesús.
—Hágase así, reverendo padre. Dispuesto estoy a obedecer. ¿En que forma he de comprometerme a ceder mis bienes?
—Firmarás un documento renunciando a tu fortuna.
—¿A favor de los pobres?
—No; esa renuncia sería muy vaga y se prestaría a malas interpretaciones. Ya sabemos que el objeto de la cesión es hacer bien a los infortunados y que a poder de ellos han de ir todas tus riquezas; pero éstas se han de renunciar a favor de alguien, o más bien dicho, se ha de marcar quién es la persona a quien tú entregas tu fortuna.
—Haga vuestra paternidad lo que le parezca más conveniente.
—Ya que tan dispuesto estás a hacerte simpático a los ojos de Dios renunciando a tus bienes, justo es que te capacites de la grandeza de tu sacrificio conociendo a cuánto asciende tu fortuna.
Ricardo hizo un gesto de desprecio e indiferencia.
—No, hijo mío —continuó el Padre Claudio cada vez con acento más bondadoso—. Quiero que recuentes tus riquezas, y si después de saber que por tu nacimiento eres un potentado, te radicas en tu resolución, entonces tu sacrificio será más hermoso y mi conciencia experimentará mayor tranquilidad. No quiero que el día de mañana, si esta conversación llega a traslucirse, digan los enemigos de la Compañía que yo te he engañado, abusando de la ignorancia en que estás respecto a tu posición.
El joven jesuita intentó protestar contra tal idea, pero el padre Claudio continuó hablando:
—Poseéis tú y tu hermana, como herederos de vuestra madre doña María Avellaneda, una fortuna que primeramente era de quince millones de francos, pero que con el transcurso del tiempo ha aumentado bastante. Tu padre, el difunto conde de Baselga, que en santa gloria esté, sólo fue despilfarrador cuando vivía tu madre y los dos con su lujo imponían la moda en Madrid, pero después su vida apartada y modesta, y su carácter misantrópico, le hicieron económico forzosamente, y el capital ha aumentado bajo su administración. En resumen, que la fortuna de tu casa es grande, y que divididos a la mayor edad todos estos bienes entre tú y Enriqueta en partes iguales, serás dueño absoluto de más de ocho millones de pesetas, cantidad enorme y suficiente para que se pierda un alma, y que es de todo punto incompatible con la santidad. Recuerda lo que dijo el Divino Maestro: Más fácilmente pasará un camello por el ojo de una aguja, que un rico entrará en el cielo.
Ricardo demostró con unas cuantas inclinaciones de cabeza, lo convencido que estaba de la incompatibilidad existente entre la santidad y la riqueza.
—Yo conozco —continuó el superior—, el modo como está colocada tu fortuna. Tu hermana la baronesa, que como tú sabes me honra consultándome en todos sus asuntos, me ha hecho conocer en qué consiste vuestro capital. Una gran parte de éste se halla en el Banco de Francia; otra, ha sido empleada en títulos de la Deuda Española, y además tenéis grandes posesiones en Castilla la Vieja que el difunto conde compró cerca de su casa solariega con dinero de tu madre, y que tuvo la atención de poner a nombre de ésta. La mitad de esa gran fortuna te pertenece. Eres rico y estás a tiempo de librarte de una vida de perpetua pobreza. Si vuelves al mundo, perderás seguramente tu vida por una eternidad, pero podrás gozar con tu dinero todos los mundanales placeres inventados por el diablo. ¿Qué decides?
Y el padre Claudio, esperaba sonriente aquella contestación que él mismo preparaba, anatematizando las riquezas.
La contestación no se hizo esperar, y Ricardo dijo con firme convicción:
—Quiero ser pobre y que mis bienes pasen a poder de los necesitados.
El superior mostróse dulcemente conmovido por aquellas palabras.
—No esperaba menos de ti. Te conozco, hijo mío; hace mucho tiempo que aprecio tu corazón de oro y veo claramente que Dios te llama por el camino de la santidad. Tan convencido estaba de que entre Dios y el diablo escogerías siempre al primero, que aquí tengo preparado el documento en el cual renunciarás a todas tus riquezas.
Y el padre Claudio señalaba un gran pliego escrito que tenía sobre la mesa, sin cuidarse de que el joven pudiera sospechar algo malo en vista de la previa preparación de aquel golpe. El superior estaba seguro de la fe de su subordinado, a prueba de toda sospecha.
—Sólo falta —continuó—, que tú pongas la firma en este documento para que la cesión de bienes se verifique y tu voto de pobreza sea una verdad. Lee ese papel.
Ricardo se negó a enterarse del documento, considerando que de lo contrario faltaba al respeto debido a un superior.
—Puesto que tu delicadeza te obliga a no enterarte del documento voy yo a explicarte lo que en él se dice. Ante todo, debo advertirte que su fecha no es la del año actual, sino la de 1871, o sea cuando tú estarás ya en la mayor edad y será válida la cesión de tus bienes. Es un pequeño engaño que me he visto obligado a hacer para que tu voto de pobreza sea verdadero. Una nueva falta cae sobre mi conciencia, pero eso más tendrás que agradecerme.
Ricardo se sentía enternecido por la abnegación de aquel superior que le quería hasta el punto de cometer pecados por su culpa. Los esfuerzos del padre Claudio por librarle de sus millones, conmovían al infeliz, haciéndole sentir una profunda gratitud.
—Este documento, cediendo tus bienes, está redactado en forma de escritura pública y lo suscribirá un notario, persona muy devota y católica, que está por completo a nuestras órdenes. Esta es la ventaja que proporciona el tener amigos en todas las clases sociales. En tal forma, puedes estar seguro de que ya nunca podrá inquietarte el pensamiento de que eres rico.
—¿Pero mis bienes serán repartidos inmediatamente a los pobres?
—No podemos hacerlo hasta el momento en que tú llegues a la mayor edad; pero entretanto, tampoco serás tú el dueño, y esto te basta para tener tranquila la conciencia.
—¿Y a nombre de quién hago la cesión de los bienes?
—No lo sé. ¿Tienes tú en el pensamiento alguna persona de confianza?
—Sí, padre mío: nadie mejor que vuestra reverencia para encargarse de tales riquezas hasta mi mayor edad y repartirlas entonces entre los pobres.
—Así debía ser; pero tú ignoras seguramente que el maldito espíritu revolucionario que impera en este siglo nos persigue de tal modo a los hijos de San Ignacio, que para adquirir algo necesitamos valemos de tercera persona. Yo me encargaré de tus riquezas, ya que ésta es tu voluntad, pero dejaremos en blanco el nombre de la persona a quien tú has de cederlas aparentemente. Buscaremos para el caso un testaferro. Cualquier amigo nuestro se prestará a hacer este servicio que redunda en beneficio de Dios y de los pobres. ¿Estás conforme en esto?
Ricardo hizo una señal de asentimiento, y entonces el padre Claudio puso el documento delante del joven, y dándole una pluma, dijo mirándole con tierna expresión:
—Firma, hijo mío, que Dios premiará esta prueba de abnegación que le das, cediendo tus bienes a la Compañía para que ésta los entregue a los pobres.
Ricardo, que se había levantado de su asiento, firmó sin vacilar, y el padre Claudio, después de examinar rápidamente el pliego, lo guardó en el cajón de la mesa.
Después se levantó del sillón, y avanzando con impetuosidad cariñosa, abrazó al joven casi llorando.
—¡Oh, hijo mío! ¡Qué gran acción has hecho! Pocas veces me he sentido tan conmovido como ahora. De seguro que tu hermana la baronesa, cuando sepa lo ocurrido, llorará poseída de igual entusiasmo. Sólo un santo como tú es capaz de tal rasgo de abnegación. Los pobres socorridos por ti te bendecirán siempre y la Compañía se considerará muy honrada con tener en su seno un joven que a tan sublime altura lleva su caridad. Ahora eres realmente un hijo de San Ignacio. Quedas pobre después de firmar ese documento, pero la Compañía no te abandonará nunca y mientras vivas encontrarás en todas partes hermanos dispuestos a ayudarte. Acabas de abrirte las puertas del cielo.
El joven estaba conmovido y ruborizado por aquellos elogios que creía no merecer. Para aquel fanático, cuya lectura favorita consistía en las mil mortificaciones horrorosas y absurdas de los ascetas, no significaba nada el despojarse voluntariamente de ocho millones de francos sin saber ciertamente a qué manos irían a parar.
Permaneció algunos segundos con la cabeza sobre el pecho de su poderoso superior que amorosamente le abrazaba y después salió de la habitación para volver a sus ocupaciones, frío e indiferente como si nada le hubiese ocurrido. Nadie hubiera adivinado en él que acababa de arrojar una fortuna.
El padre Claudio, al quedarse solo, frotose las manos con expresión de gozo. Su rostro tomó un gesto grave y pensativo y sentándose otra vez ante la mesa sacó del cajón el documento firmado por Ricardo y estuvo examinándolo largo rato.
Su pensamiento recitaba un monólogo mudo.
Todo estaba conforme y el golpe tanto tiempo preparado acababa de darse sin fracaso alguno.
La mitad de la fortuna de Baselga, por tan diversos medios perseguida, estaba ya en poder de la Compañía.
Si aquello no era un buen golpe, que bajara Dios y lo hiciese mejor.
¡Ocho millones de francos! ¿Qué dirían en Roma, cuando él enviase el documento, y tanto el general como el tesorero mayor de la Orden, viesen en sus manos aquella promesa de ocho millones que ingresarían en las cajas de la Compañía al cumplirse el plazo de cinco años?
El padre Claudio, como el artista que después de concluida una obra se preocupa del efecto que causará, sólo pensaba en lo que dirían en Roma al conocer su negocio.
Aquello era un excelente preparativo para que triunfasen sus planes ambiciosos.
Tenía en Roma un compinche de confianza encargado de acelerar la poca vida que le quedaba al general de la Orden y a la muerte de éste pensaba explotar el prestigio que le daría en la Compañía sus maquinaciones contra la fortuna de los Baselgas, para que lo elevasen al último y más supremo cargo que le faltaba desempeñar.
Tan preocupado estaba con el efecto que en Roma podía causar la noticia de aquel feliz negocio que en alta voz manifestaba sus pensamientos.
—¿Qué dirán en el Gesú? ¿Qué impresión causará en mis amigos de allá abajo este golpe de mano tan feliz? Siento una impaciencia inmensa al ver que transcurren los meses sin que nada me digan de allá. ¿Conocerá el general mis intenciones? ¿Serán ciertas mis sospechas? Tal vez este negocio lo arregle todo.
Y sumido en sus reflexiones sólo murmuró ya con voz confusa:
—¿Qué dirán allá abajo?
El padre Claudio, de pie tras el abierto balcón, miraba allá abajo con estúpida fijeza, como si más allá del jardín de la casa, y de la monótona llanura de los alrededores de Madrid, sobre las blancas nubes que se apretaban en la línea del horizonte, se alzase Roma con su sombrío palacio del Gesú, Vaticano del más horrible fanatismo, donde se asienta en trono universal el sucesor de San Ignacio, ese Papa Negro que no en balde se llama general, pues dirige el sombrío ejército jesuítico acampado sobre toda la tierra.
El padre Claudio soñaba ocupar algún día el centro de la inmensa telaraña extendida sobre el globo y que entre sus mallas tantas conciencias tiene aprisionadas.
VIII. EL GRAN DESCUBRIMIENTO DE LA ORDEN
Las tardes en que hacía buen tiempo y el padre Claudio no tenía ningún asunto urgente de que ocuparse, acostumbraba ir a pasear en el vasto jardín que tenía la casa residencia situada en las afueras de Madrid.
En nada conocía el poderoso jesuita que se hacía viejo como en la necesidad que sentía de ejercicios higiénicos y en su debilidad cada vez mayor para el trabajo.
Aquel hombre de hierro, que veinte años antes permanecía dieciocho horas diarias escribiendo y papeleando sin experimentar cansancio alguno y que en cierta ocasión aguantó dos días, con sus noches, entregado a un trabajo urgente y sin descansar más que el tiempo necesario para alimentarse, ahora se sentía débil y no podía estar dos horas en su despacho ocupándose de los negocios, sin que al punto no experimentara vahídos y se sintiera invadido por un creciente desfallecimiento.
Por lo mismo que necesitaba de higiénico ejercicio, huía de los paseos públicos, donde, a causa de ser muy conocido, se veía molestado por la compañía de gentes conocidas que le asediaban a preguntas, y que sabiendo su gran influencia en Palacio, le exponían disparatados planes políticos para amordazar la hidra revolucionaria y salvar la religión y la monarquía amenazadas.
Prefería pasear por el jardín de la casa de la Orden con entera independencia y conversar con los novicios y los padres de poca edad. Aquel ambiente de juventud le remozaba y además experimentaba gran placer sondeando sus ánimos con conversaciones en las cuales, a pesar de su tono amistoso, no se perdía nunca el respeto profundo y adulador que las constituciones de la Orden han establecido entre las diversas jerarquías.
Pocas veces paseaba solo el poderoso jesuita. El padre Antonio, su antiguo secretario, que estaba ya tan viejo como él, aunque más fuerte, seguía siempre sentado y papeleando en aquella gran mesa a la que parecía encadenado, y no podía acompañarle; pero en cambio no dejaba a sol ni a sombra al padre Claudio aquel jesuita italiano cuya presencia en Madrid tantas sospechas había excitado en el vicario general de la Orden en España.
El padre Tomás era el socius del poderoso jesuita al poco tiempo de residir en Madrid. No gustaba el padre Claudio de la compañía de aquel padre ladino y redomado a quien hacía más terrible su exterior sencillo e inocente y aquel carácter adulador hasta la bajeza, pero obedeciendo órdenes superiores, veíase forzado a conservarlo cerca de él, llevándolo a todas partes como si fuese su propia sombra a pesar de hallarse convencido de que le espiaba.
Un mes después de la llegada del padre Tomás a Madrid, recibió el padre Claudio un despacho cifrado del general de la Orden, lacónico e imperioso, como eran siempre tales documentos.
En él se le recomendaba que espiase al padre Tomás, desterrado a Madrid por ser presunto autor de intrigas poderosas que hubieran puesto en peligro la disciplina de la Orden.
El general deseaba un espionaje hábil y disimulado, por tratarse, según decía, de un hombre muy astuto que sabía ponerse a cubierto de toda investigación, y por esto recomendaba al padre Claudio, cuyo talento le era bien conocido, que se encargase personalmente de vigilar al desterrado, para lo cual convenía que se constituyera en su eterno acompañante haciéndole su socius.
El padre Claudio no cayó en el lazo, pues adivinó inmediatamente lo que tal mandato significaba.
El espiado iba a ser él, y no el padre Tomás, pues indudablemente lo que quería el general era colocar al lado del superior de la Orden en España un hombre astuto que vigilase sus actos.
Comprendió el poderoso jesuita que sus ambiciosas maquinaciones, a pesar de su carácter secreto, se habían traslucido y que en Roma sospechaban de él, y proponiéndose en adelante ser más cauto y reservado, obedeció las órdenes del general.
El padre Tomás fue desde entonces su socius y los dos se trataron y vivieron juntos en adelante, sonriéndose siempre, a pesar de que ambos tenían el convencimiento del papel que desempeñaban y estaban prontos a delatarse mutuamente.
El padre Claudio con un exterior indiferente y con palabras que demostraban su inextinguible amor al general y su deseo de que gozase larga vida, se abroqueló contra aquel espionaje continuo, y por su parte el padre Tomás, comprendiendo el juego, esperó pacientemente un momento de arrebato o un descuido cualquiera que le permitiese leer claramente en el pensamiento de su compañero y apreciar cuáles eran sus intenciones.
Sólo en la Compañía de Jesús pueden verse espectáculos tan raros como son vivir en estrecha comunidad hombres que se odian, que se espían mutuamente para perderse y que sin embargo se hablan siempre sonriéndose y se dirigen a todas horas palabras de cariño.
El padre Claudio al sentirse vigilado tan de cerca, había empleado iguales armas contra el enemigo y hacía que el padre Tomás fuese espiado en aquellas horas que no permanecía al lado suyo.
Así fue adquiriendo cada vez más el convencimiento de que su socius era un agente del general, que dudaba de su adhesión; y supo que diariamente escribía a Roma, sin duda para dar cuenta de sus investigaciones.
No adelantaba gran cosa el jesuita italiano en su misión. Había dado con un enemigo digno de él, que sabía salirle al paso y atajarlo apenas intentaba el más pequeño avance.
En varias conversaciones, el padre Tomás, con una naturalidad que hacía honor a su astucia, había hecho la apología de las sobresalientes cualidades que adornaban al padre Claudio, apuntando la idea de que, a la muerte del general, la Compañía se honraría nombrándole su sucesor; pero el jesuita español conoció siempre el juego y supo salirse protestando con calor contra tales suposiciones y asegurando que sentiría el fallecimiento del Jefe de la Compañía, como si se tratase de su padre.
No había medio de sorprender a aquel hombre astuto, siempre en guardia, y el padre Tomás, con la cachazuda confianza del general que tiene bloqueada una plaza y confía en el tiempo como principal auxiliar, aguardaba que las circunstancias produjesen un descuido en su enemigo, y entretanto vivía íntimamente unido a él, como si fuese su propia sombra.
Por las mañanas, el socius, entraba en el despacho de su compañero y allí permanecía horas enteras con las manos plegadas y los ojos distraídos, como si no viese ni oyese nada y enterándose de todo perfectamente. El padre Claudio y su secretario el padre Antonio prescindían de él, y se ocupaban tanto de su persona como de un mueble cualquiera del despacho; pero en realidad los dos espiaban a aquel testaferro, todo ojos y oídos, que el general había puesto allí para enterarse de cuanto hacían aquella pareja de antiguos compinches.
Por las tardes, si paseaba el padre Claudio, su eterno acompañante era el italiano, y había de sufrir el tormento de sostener conversación con él, siempre con el cuidado de que no se le escapara una palabra sospechosa, pues ésta sería comunicada inmediatamente a Roma.
Una tarde de principios de septiembre, paseaban los dos poderosos jesuitas por el jardín de la residencia a la hora en que gozaban de asueto todos los padres y novicios y en que discurrían por las frescas alamedas formando grupos de tres.
No adornaban estatuas las encrucijadas de aquel vasto jardín pero en los puntos más frecuentados y sobre algunos zócalos de piedra, veíanse, arrodillados y con los brazos en cruz algunos jesuitas de diversas edades que estaban allí puestos a la vergüenza, en castigo de pequeñas faltas. Aquel sistema de castigar, decían que excitaba el hermoso sentimiento de la humildad.
Permanecían inmóviles aquellos hombres, con las rodillas doloridas por la dura piedra y sofocados por la violenta posición de sus brazos, y pasaban sus compañeros ante ellos con la vista baja y afectando una compasión sin límites, cuando entre ellos estaban los que les habían delatado a las iras de los superiores.
Faltas insignificantes y ridículas eran suficientes para que un hombre de cabellos blancos fuese condenado a castigo tan degradante. Así se conservaba la disciplina en la Compañía y se evitaban murmuraciones sobre los defectos de los superiores.
En aquella tarde, el número de castigados era mayor que otros días, y el padre Claudio y su socius, por evitarse tal espectáculo después de recorrer todo el jardín, sentáronse en un banco de piedra.
El padre Claudio, que a la vejez, cuando no podía ya estropearse aquella hermosa dentadura de que tanto se envanecía antes, habíase aficionado al tabaco, fumaba cigarrillos perfumados con vainilla, y el padre Tomás, de vez en cuando, sacaba de la manga una caja mugrienta y aspiraba un polvo de rapé.
Los grupos de paseantes ensotanados, al llegar al punto donde se encontraban los dos padres, pasaban todo lo alejados que les permitía la anchura de la avenida, y les saludaban con profundas reverencias.
El superior de la Orden en España estaba de muy buen humor aquella tarde, y contemplando el aspecto que presentaba el jardín, aspiraba con placer la brisa fresca de la tarde.
Sus ojos seguían, con expresión cariñosa, los grupos de novicios que, con la vista baja y el aspecto humilde y encogido, pasaban ante él. Pensaba en algo muy agradable, y como si necesitase exteriorizar sus ideas, dijo a su socius, sin volver la cabeza ni dejar de mirar a los paseantes:
—Es cosa que consuela y alegra el ánimo ver a esta juventud. Para ella es el mundo. Yo soy un viejo, padre Tomás, y a nada puedo ya aspirar, pero me cabe la satisfacción de haber trabajado para esta generación entusiasta y briosa que tal vez acabe nuestra obra. A los veteranos les anima ver cómo acuden los reclutas a docenas para llenar los huecos que el tiempo abre en las filas.
—Efectivamente consuela mucho este espectáculo reverendo padre. El joven refuerzo que incesantemente recibe nuestra Compañía demuestra cuán equivocada anda esa impía revolución que cree destruirnos con un golpe de fuerza cada cincuenta años.
—¡Bah! La impiedad revolucionaria es fatua y presuntuosa. Nuestra Compañía es un Fénix que renace siempre sobre la hoguera de las persecuciones, y por mucho que luchen los amigos de la libertad no acabarán nunca con nosotros. Los reyes nos necesitan.
—Eso es, reverendo padre; y reyes siempre los habrá y de aquí que la Compañía será eterna y poco a poco se hará dueña del mundo, todo para la mayor gloria de Dios.
—Cuando más lo pienso más me convenzo de que la monarquía no puede pasarse sin nosotros. Somos el más firme apoyo de los tronos y si nosotros dejásemos de sostenerlos, la avalancha revolucionaria los arrastraría inmediatamente. Ahí está como ejemplo el pasado siglo, ese siglo de filósofos y enciclopedistas en el cual los reyes, echándoselas de discípulos de cuatro emborronadores de papel, nos volvieron las espaldas. El diabólico Voltaire, aquel maldito hurón que en su niñez fue educado por nosotros, y que después tan poco honró a sus maestros, a fuerza de hacer contra la Compañía una infernal propaganda, consiguió que todas las naciones nos odiasen y que los monarcas nos arrojaran de su territorio. ¿Y qué ocurrió después? Ahí está la historia, que demuestra posiblemente las terribles consecuencias de la expulsión de los jesuitas. En Francia estalló la más terrible de las revoluciones y nació esa anarquía espeluznante que se llama República; la impiedad se extendió por todas partes, los pueblos se negaron a dar más dinero a la Iglesia, y merced a esos maldecidos Derechos del Hombre que la Convención puso tan altos, el zapatero, por el hecho de ser hombre, se creyó igual al marqués. En España no hubo jesuitas hasta el año quince de este siglo, y ya sabéis también lo que ocurrió. Cuatro escritores y abogadillos se reunieron en Cádiz y atentaron contra los derechos del trono y el altar, formando la infausta Constitución de 1812, ese libraco por el cual tantas veces han ido a tiros los españoles. Hay que hablar con franqueza, padre Tomás, y decir bien alto que los pueblos son niños a los que conviene no dejar de la mano, y cuando se enfurruñan engañarlos con unas cuantas mentiras bonitas, que les obliguen a encontrar deliciosa su falta de libertad. Esto únicamente sabe hacerlo la Compañía, y si los reyes prescinden de nosotros, ¡adiós sus coronas!
—Afortunadamente, hoy la monarquía española nos halaga y nos protege.
—Si; no se porta mal doña Isabel II, pero estoy seguro de que, si en ella consistiese, nos daría a nosotros las riendas del Gobierno. Y ahora somos nosotros más necesarios que nunca, pues la revolución se muestra cada día más imponente. ¡Majaderos! ¡Creen posible exterminar nuestra Compañía! A esos republicanos que predican la extinción del jesuitismo, les enseñaría yo esta juventud que viste nuestra sotana, para demostrarles que no es posible suprimirnos, y que antes al contrario, nuestra Orden es cada vez más numerosa.
—Tenéis razón, reverendo padre. Nuestra Orden es inmortal, pero esto no evita que la revolución sea hoy temible en toda Europa. En Francia, el trono imperial de Napoleón III se tambalea; en Italia, el impío Víctor Manuel hace del Papa un prisionero, y aquí, en España, el levantamiento de Prim y la última jornada de junio dan a entender que existe en el pueblo una amenaza latente que no tardará en estallar bajo las más terribles formas.
—¡Bah! No ocurrirá esto mientras yo vaya a Palacio todas las mañanas y la reina me oiga. Si estalla una revolución que eche abajo el trono, será porque yo no viviré o porque el Gobierno no seguirá mis consejos.
—Sin embargo, si ocurren pronunciamientos como el del día 22…
—No ocurrirán, padre Tomás, mientras en la casa grande me atiendan a mí. La algarada del otro día fue por culpa de O’Donell, ese cazurro sanguinario que sólo sabe fusilar cuando ya ha pasado todo, y que en cambio, nunca supo prevenir el peligro con medidas enérgicas. Ahora con Narváez ya es otra cosa, y tanto él como el señor González Bravo, encuentran muy razonable todo lo que les dice el padre Claudio. Mi sistema de gobernar es siempre el mismo. Más vale prevenir que reprimir. ¿Hay síntomas revolucionarios?…, pues gente a presidio. Mientras se hagan cuerdas y más cuerdas y se envíen todas las semanas a los presidios de África o a las Marianas, a unos cuantos centenares de esos periodistas que tanto chillan, y de esos obreros ilusos, que se acuestan abrazados al trabuco, no hay cuidado que sobrevenga la revolución. En países donde la gente piensa en libertad, el palo es la única salvación, y, además, también estamos nosotros aquí, para por medio de intrigas y sobornos, esparcir la discordia y el desaliento en los partidos avanzados. Si el Gobierno sigue aconsejándose de mí unos cuantos años, no sólo se salvará la monarquía, sino que morirá el régimen constitucional y doña Isabel volverá a gozar la realeza absoluta como su padre don Fernando, a quien le fue muy bien siguiendo mis instrucciones.
—Grandes cosas puede hacer la Compañía. Hay en nosotros un espíritu que nos hace indestructibles. Sin duda es la protección de Dios.
El padre Claudio sonrió con expresión escéptica al oír las últimas palabras.
—Es otra cosa lo que nos salva y nos hace fuertes. Dejad a Dios querido padre Tomás, y tened el convencimiento de que si nuestros enemigos tuviesen la misma organización que nosotros, de seguro que nos derrotarían. Organización…, ésa es la palabra; eso es lo que nos salva y nos mantendrá incólumes y fuertes a través de todas las tempestades que la revolución desate contra nosotros.
El padre Tomás no se mostraba muy convencido de lo que afirmaba su superior.
—Buena es nuestra organización, reverendo padre, pero tan excelente como la nuestra la tienen otras órdenes religiosas, y sin embargo, no han prosperado ni llegarán nunca a la misma altura que la Compañía de Jesús. Esto demuestra que nuestra prosperidad procede de Dios que nos protege como objeto predilecto de su celestial cariño.
El padre Claudio sonreía escépticamente.
—¡Bah! Le repito a usted que deje quieto a Dios. No ha entendido usted lo que yo quise expresar al decir organización. Hablaré más claro. La gran fuerza de la Compañía consiste en que sabe estudiar al hombre, adivina sus facultades, y sólo lo dedica para aquello que sirve. Además, nuestra Orden tiene la gran virtud de barrer para adentro y admitir a cuantos se presentan de buena voluntad, segura siempre de que no hay hombre que no sirva para algo.
El padre Tomás, bien fuera por espíritu de adulación o porque realmente le chocara la explicación del padre Claudio, mostrábase sorprendido.
—No había yo pensado en eso, reverendo padre.
—El mayor mérito de la Compañía de Jesús ha consistido en proceder al revés que la sociedad, demostrando en esto gran sabiduría. La mitad de los males sociales proceden de que la mayoría de los humanos se dedican por lo general a las ocupaciones menos apropiadas a sus facultades, y de que el resto se pasa la vida sin hacer nada por no haber quien se dedique a estudiarlos indicándoles para lo que sirven. ¿Qué se ve todos los días en el mundo? ¿No se ha reído usted nunca al ver generales que rezan en latín y ayudan misa como el mejor acólito, y curas que a la menor revuelta agarran el trabuco y marchan al punto para resultar grandes soldados? ¿No ha encontrado usted nunca ingenieros que no sirven para peones; obreros que estudiando podían resultar grandes inventores, y gentes que pasan la vida afanándose por ser artistas y que gastan en ello su vida y su fortuna, cuando podían resultar muy útiles a la sociedad siendo unos buenos zapateros o albañiles? No lo dude usted, el desbarajuste social consiste principalmente en que nadie se dedica a aquello para lo que sirve y en que no hay una inteligencia superior que sepa utilizar para un fin determinado, las buenas o las malas cualidades de cada uno.
—Reconozco, padre, que mucho de eso existe en la sociedad.
—Pues bien, nada de esto ocurre en nuestra Compañía. Los santos fundadores diéronle un talismán para que su vida fuese eterna y su poder inextinguible, y este medio consiste únicamente en que la Orden procura estudiar para lo que sirve cada uno de sus individuos y para aquello lo dedica. Sobre todo, barremos para adentro y en esto estriba nuestra salvación. Imbéciles o sabios, pecadores o virtuosos, todos sirven, todos hacen su papel y contribuyen a la gran obra para mayor gloria de Dios.
—Sin embargo, no todos son buenos para vestir nuestra sotana. La Compañía de Jesús ha sido siempre una asociación de grandes inteligencias, una aristocracia del talento que San Ignacio estableció dentro de la Iglesia.
El padre Claudio lanzó una alegre carcajada.
—Me hace gracia esa afirmación. Mucho hubiese medrado la Compañía a ser cierto lo que usted dice. Si todos los jesuitas fuesen hombres de gran talento, la Orden no hubiese llegado a vivir un siglo. ¿Ha visto usted algo tan ridículo e inestable como una asociación de grandes inteligencias? Donde hay sabios, la envidia no tarda en surgir; el interés individual se sobrepone siempre al colectivo y con tal de aparecer algunos dedos por encima de los demás, se da al traste con todo lo que a los antecesores les ha costado mucho de organizar. Si aquí, en esta casa, fuésemos todos sabios, tenga usted el convencimiento de que nadie obedecería, y cada uno echaría por donde le aconsejase su voluntad. Eso de la sabiduría de los jesuitas es una frase hecha por el vulgo y que explotamos en provecho de nuestro prestigio. A los esclavos les consuela siempre suponer grandes talentos en el señor que los explota y los castiga. Esto hace más tolerable la servidumbre, y disminuye la propia degradación.
—¿Pues entonces —preguntó el italiano algo amostazado—, qué cree vuestra paternidad que es la Compañía de Jesús?
—Pues una asociación de hombres ni más sabios ni más ignorantes que todos los demás, pero admirablemente organizados, moviéndose todos al impulso de una voluntad única y universal, y dirigiendo sus esfuerzos siempre al mismo fin. Esta organización es admirable como antes decía, porque descansa en la infinita variedad de las aptitudes humanas, y porque cada uno de sus individuos sabe para lo que sirve y únicamente a ello se dedica. De aquí que los jesuitas desempeñen siempre tan a la perfección cuantos papeles se les encargan. ¿Qué diría usted si para construir un palacio se contara únicamente con los arquitectos que piensan, despreciando a los albañiles que ejecutan? En el mundo, es tan necesaria y preciosa la cabeza como el brazo, y es una estupidez despreciar a ningún hombre, pues repito que todos sirven para algo. No hay rueda inútil en la sociedad; si algunas están paradas y enmohecidas, es porque falta el artífice inteligente que las monte y las haga funcionar. Gran cosa es ser sabio, pero hay circunstancias en la vida, de las que sale un imbécil más airoso, y siempre será vencedor el organismo que en su mano tenga gente de todas clases; para unas ocasiones un hombre de talento, y para otras, un estúpido hábil. Todo consiste en saber estudiar a los hombres y adivinar para lo que valen.
Y el padre Claudio desarrollando su teoría, se animaba por grados y se erguía sobre el banco de piedra, lanzando omnipotentes miradas a aquellos grupos de subordinados que discurrían por el jardín.
—¿Ve usted toda esa gente? —continuó señalando a los novicios y padres que paseaban por las inmediatas alamedas—. Todos contribuirán a nuestra grande obra, todos aportarán su grano de arena al grandioso altar que en el porvenir levantaremos a Dios cuando por conducto de nuestra Orden reine sobre el universo entero; todos son buenos, todos sirven; ninguno dejará de ser un campeón aguerrido de la buena causa, y, sin embargo, los hay entre ellos que serían expulsados inmediatamente de otras órdenes religiosas, o que de vivir en el mundo, serían unos parásitos inútiles incapaces de hacer la menor cosa. Nosotros sabemos adivinar el diamante a través de las capas petrificadas que lo convierten en un guijarro, por esto todo hombre sirve para algo en nuestra Orden ya que no nos equivocamos acerca de sus facultades. Todo es cuestión de tener buen ojo y en la Compañía, justo es decirlo, cuando se llega a desempeñar alguna autoridad, es porque ya se ha aprendido a conocer lo que cada uno vale.
Calló el padre Claudio pero tan animado estaba, que no tardó en seguir desarrollando su tema favorito.
—¿Ve usted aquel muchacho de sonrisa afectada, regordete, que ahora conversa tan atentamente con el padre prefecto?
—Sí; creo que es el hermano López, un joven que da muchos disgustos a los maestros y que raro es el día en que deja de ser castigado.
—Eso es. El tal López de haber ingresado en otra orden religiosa hace ya tiempo que estaría en la calle. Es enredador e intrigante como él solo, miente con una facilidad pasmosa, y tal es su don de convicción, que si se empeñase ahora en hacernos creer que es de noche casi lo lograría. En esta casa nadie está tranquilo cuando él se lo propone; calumnia con la mayor frescura al más virtuoso, indispone entre sí a los padres más respetables con sus diabólicos chismes, y los más crueles castigos no logran modificar su carácter. ¿No es verdad que resulta difícil hacer un hombre de provecho de tal mozo?
—Así es, reverendo padre.
—Pues se engaña usted. El hermano López ha de ser una gloria de la Compañía y de seguro que será más útil a nuestros intereses, que muchos de esos santos y futuros sabios que hoy educamos. Hace tiempo que estudio a ese diabólico muchacho, y me afirmo cada vez más en mi convicción de que será un magnífico confesor de personas reales. Cuando se ordene de sacerdote y haya adquirido un aspecto respetable, lo destinaremos a confesor de alguna reina o princesa, y le aseguro a usted que ya le ha caído la lotería a la corte donde él desempeñe sus sagradas funciones. Aconsejará de un modo sublime haciendo que sus regios penitentes acojan como axiomas sus más leves palabras: intrigará en los salones, y con chismes por bajo cuerda, destrozará cuantas coaliciones formen contra él los cortesanos envidiosos de su poder. La nación a cuyos reyes confiese, cuente usted que ya es nuestra. Vea, pues, padre Tomás, cómo sirve para mucho ese individuo a quien otros hubiesen arrojado por inútil.
Y el padre Claudio miraba con expresión triunfante a su compañero.
—Muy bien —dijo el italiano—. Reconozco que pueda sacarse algún provecho de ese muchacho enredador, ¿pero querrá decirme vuestra paternidad que provecho dará a la Orden en el porvenir ese hermano Pezuela, el mismo que está allá abajo arrodillado y con los brazos en cruz castigado por sus picardías? Para algo debe servir también, ya que vuestra paternidad se ha opuesto siempre a que lo arrojase de la Orden y ha disculpado sus groserías.
—Le tiene usted ojeriza a ese pobre muchacho, y no hay para tanto. Sé que en varias ocasiones se ha burlado de usted graciosamente, remedándole cuando habla en italiano con sus compatriotas, pero más enojado debiera mostrarme yo contra quien escribió unos versos haciendo comparaciones poco gratas de mi figura y mi carácter. ¡Si viera usted qué salados eran los tales versos!…
Y el padre Claudio se reía bondadosamente recordando la sátira de aquel jesuita joven.
—¿Le hacen a usted gracia tales descaros? Pues si yo fuese un superior tan poderoso como usted lo es, no permitiría tales desvergüenzas dentro de la Compañía Eso sólo sirve para acabar con la disciplina de la Orden, y nunca podrá usted demostrarme en qué puede ser útil a la Compañía un trasto así, como no sea para deshonrarnos.
—¿Conque no puede sernos útil el hermano Pezuela? ¡Ah, padre Tomás! ¡Cuán mal dirigiría usted los intereses de nuestra Orden! Es usted un hombre de talento, pero no entiende gran cosa de adivinar lo que valen los demás. Ese hermano Pezuela será a la Compañía tan útil como pueda serlo López. Es un bicho de mala baba, tiene verdadera manía por burlarse de todo y de todos, con tal de decir un chiste sangriento no le importa que lo castiguen ocho días; posee el valor de la desvergüenza, trata con la misma facilidad la prosa y el verso, y al hombre más respetable sabe encontrarle inmediatamente el punto flaco para convertir su figura en caricatura. ¿Qué es un canalla? Conforme. ¿Qué no tiene conciencia ni cree en nada? Muchos podría yo señalar dentro de la Orden que son aún más escépticos. Pero en cambio, ese muchacho, para ser un Voltaire del catolicismo, sólo necesita que le pongamos una pluma en la mano y le mandemos escribir. El día en que nuestra Compañía cansada de sufrir los ataques de los escritores revolucionarios, quiera defenderse, Pezuela los abrumará a insultos y desvergüenzas, y de seguro que usted será el primero que se alegrará de tener entre los suyos uno que sepa tan acertadamente zurrarles la badana a los enemigos. Váyase usted convenciendo de que todos sirven y que hay que conservarlos.
—Bueno; me conformo también con la utilidad de Pezuela, pero creo que la teoría de vuestra paternidad sería como todas las reglas que tienen sus excepciones.
—Aquí no las hay. Todos sirven, absolutamente todos. Señáleme usted uno sólo de los que por ahí se pasean, y a ver si no le demuestro a usted que la Compañía tiene interés en conservarlo por los servicios que puede prestar.
—Conozco poco a los que viven en esta casa, pero alguno encontraré, reverendo padre.
Y el jesuita italiano, después de reflexionar por un breve rato, dijo, señalando a uno de los castigados que desde aquel banco se distinguían:
—¿Y para qué puede servir aquel bestia de cara cerril que está allá arrodillado y en cruz con una gran piedra en cada mano para que su castigo sea más cruel? Es un barbarote que sirve más para carretero que para jesuita. Por la cosa más insignificante da de bofetadas a sus compañeros, y aunque es dócil con sus superiores como un perro, y les obedece sin chistar, algunas veces se ha rebelado contra sus maestros intentando golpearles. ¿Para qué puede servir un animal así? ¿Es que vuestra reverencia va a encargarle que confiese reinas o quiere hacer de él un Voltaire católico?
—Hace usted mal en burlarse, querido colega —contestó el padre Claudio con aire de superioridad—. Ese muchachote dócil pero brutal puede servir para lo que nunca hemos servido usted ni yo, ni la mayoría de los padres de la Compañía. Si el día de mañana surge una revolución en sentido avanzado, convendría a los intereses de la Orden, el deshonrarla con demasías y crímenes para que las clases conservadoras, asustadas, adquiriesen nuevo valor y acelerar de este modo la reacción. Para este encargo sólo sirven hombres como ése, pues la mayoría de los que estamos aquí no servimos para héroes de barricada ni tenemos serenidad en los difíciles momentos de una revolución. Si algún día el pueblo español derribara el trono, vestiríamos a ese muchacho con la blusa y la gorra del obrero; a fuerza de andar a golpes y de hacer heroicidades en las barricadas, conseguiría inmenso prestigio en el populacho y tendríamos un agente fiel y animoso a quien aconsejaríamos todas las barbaridades que fuesen necesarias para deshonrar la naciente revolución
—¿Y si lo mataban antes de hacerse popular?
—Entonces otro al puesto y la Compañía no perdía gran cosa con su muerte. Lo que debe usted hacer es convencerse de que ese majadero es tan necesario como todos. No hay hombre inútil y el que uno sea un héroe o un papanatas sólo depende de las circunstancias.
—Admito también la utilidad de ese valentón de sotana, pero por mucho que usted se esfuerce, no podrá hacerme ver para lo que sirve ese jovencillo melifluo y rubito a quien sorprenden muchas veces mirándose en una vidriera y recitando los parlamentos más amorosos que encuentra en las comedias de Calderón y Lope. Me han dicho que fuera de la declamación, para la cual tiene facultades, manifiesta un entendimiento romo, y no creo que vuestra paternidad piense organizar con el tiempo una compañía dramática entre los padres jesuitas.
—Ese joven declamador tiene un gran porvenir. Da a su voz, cuando quiere, una dulzura celestial, las más vulgares palabras las emite con entonaciones angelicales, y luego, sus ademanes seducen por su majestad graciosa y sencilla. Mientras viva ha de gozar tanta fama como Bossuet, y seguramente eclipsará a nuestro padre Luis que tanta gloria alcanzó este año con sus sermones, escuchados por lo más selecto de Madrid.
—¡Cómo! ¿Quiere hacer vuestra paternidad un predicador de ese mequetrefe? ¿Y el talento? Si dicen que no es capaz de encontrar una idea durante un año entero. ¿Cómo va a ser un orador?
—Le escribirán los sermones y él los aprenderá con la misma facilidad que ahora retiene en la memoria una comedia entera después de leerla dos veces. Podrá no improvisar y verse obligado a decir lo que otro le dicte; pero en cambio ¡cuán hermosamente recitará su sermón! Con voz de enamorado, de trovador que entona una serenata, dirigirá las más bellas frases a la Virgen y su sermón parecerá una declaración de místico amor. Auguro un éxito completo. Desengáñese usted: han pasado los tiempos de la devoción sombría y horripilante; de los templos lóbregos, de las imágenes sanguinolentas y de los predicadores apocalípticos que hacían erizar el pelo a los oyentes. Hoy el catolicismo, educado por nosotros, gusta de la devoción dulce y sólo acude con placer a nuestras iglesias bonitas que parecen un lindo juguete al lado de los templos góticos. Causan muy buena impresión nuestras capillas alumbradas con gas, nuestros órganos con su musiquita ligera y casi bailable y, sobre todo, nuestros predicadores que hablan a un auditorio elegante con la delicadeza de un galán de comedia. Con este sistema de devoción, aristocrático y distinguido, se conquista a la mujer, y quien tiene hoy a las mujeres, querido padre, es dueño ya de todo el mundo. Le aseguro a usted que ese muchacho el día en que recite su primer sermón aprendidito de memoria, causará una revolución entre las devotas elegantes, y más de una Magdalena aristocrática, conmovida por aquella cara de niño Jesús y aquella voz tan dulce, llorará sus pasados errores y vendrá a arrojarse a los pies de la Compañía.
En aquel momento, tres hermanos profesos con la cabeza inclinada, los ojos mirando al suelo y los brazos en una santa inercia pasaron por delante de los dos padres.
El jesuita italiano los siguió con la vista, y volviéndose de pronto a su superior, dijo con expresión triunfante:
—Ahí va uno que de seguro será la excepción, pues en el porvenir es difícil que preste a la Compañía ninguna utilidad.
—¿Quién dice usted?
—El que va en medio de los otros dos: el hermano Baselga.
—¡Ah! ¿Ricardo? Pues se engaña usted también.
—No lo creo. Ese joven podrá habernos sido útil al pronunciar sus votos, si es que ha renunciado sus bienes en favor de la Compañía como es costumbre; pero en adelante no sé para qué puede servirnos. No está comprendido en esa utilidad práctica, que vuestra reverencia tiene por norma, y apurado se verá usted para darle una ocupación en la que pueda servir.
—¡Oh! Pues ese joven ha de ser célebre y honrará mucho a la Compañía. Leo en su porvenir. Nos hará ganar mucho dinero y fama.
—¿Cómo será eso, reverendo padre? —dijo escandalizado el jesuita italiano—. ¿Qué prestigio puede dar a la Compañía ese joven ignorante y perezoso que no muestra la menor afición? Mire vuestra reverencia que yo estoy enterado de las condiciones del hermano Baselga, por haber hablado de él con sus maestros. Por más que se esfuerza en estudiar, la ciencia no entra en él, es tardo en la palabra, dificultoso en la expresión y tan distraído se muestra siempre, que parece un cuerpo muerto, cuyo espíritu vuela lejos de este mundo. Sólo tiene afición a leer vidas de santos y a imitar sus ayunos y penitencias. ¿Qué piensa vuestra reverencia hacer de un mozo así?
Se detuvo el italiano como si le asaltase un extraño pensamiento, y añadió, sonriendo con cinismo:
—A no ser que vuestra paternidad quiera hacer del tal muchacho un Sor Patrocinio con sus llagas y sus estupendos milagros…
—¡Bah! Eso es procedimiento anticuado que ya no da resultados en estos tiempos. El hermano Baselga no será un santo de mentirijillas; llegará a algo más y la Compañía ganará mucho con ello. Cuando sea mayor de edad, la Orden le permitirá que cumpla una de sus más vehementes aspiraciones, enviándolo al Japón a convertir infieles. Es indudable que su exagerada fe, y su afán de imitar a los primeros mártires del Cristianismo, le impulsarán a cometer algún atentado contra la religión de aquellos indígenas y ya podéis suponer lo demás.
—Sí, le cortarán la cabeza… ¿y qué?
—Pues que tendremos un mártir más, y esto por su propia voluntad y sin que nadie le aconseje directamente tal sacrificio. Los periódicos y revistas que subvencionamos relatarán en todos los tonos la muerte sublime del joven jesuita; los predicadores ensalzarán la memoria de este héroe de la fe y hasta nuestros mayores enemigos, que a veces son cándidos hasta la estupidez, reconocerán que aunque enredamos en Europa, prestamos un gran servicio a la civilización, sacrificándonos por introducir la cultura en pueblos apartados. En resumen, ahí tenéis los resultados prácticos. Tendremos para más de diez años un nombre célebre que explotar, un mártir que será como el prospecto de nuestro heroísmo y abnegación, y de todas partes, el entusiasmo católico hará llover raudales de dinero dentro de nuestras cajas para que fomentemos las misiones en Asia. Esto sin contar con que tal vez aumentemos el prestigio religioso de la Orden, haciendo que con el tiempo figure en los altares San Ricardo Baselga, de la Compañía de Jesús.
El italiano estaba aturdido por las demostraciones del padre Claudio o al menos así lo fingía admirablemente.
Mostrábase poseído de entusiasmo, y abandonando su exterior frío y dulce, dijo con fogosidad:
—Es verdad cuanto dice vuestra reverencia. Barrer para adentro y admitir a todos para explotar a cada uno en aquello que valga; he ahí el gran secreto de la Compañía.
—Lo que la hará invencible e inmortal, padre Tomás.
El jesuita italiano movió la cabeza con desaliento y murmuró, como si estuviera solo:
—¡Qué gran desgracia que el padre Claudio no sea el general de la Compañía! Hombres como él hacen falta al frente de la Orden.
Estas palabras fueron un rudo pinchazo para el poderoso superior. Entusiasmado en la exposición de sus ideas, había llegado a olvidarse de la clase de hombre con quien hablaba; la confianza llegó a dominarle, y cuando menos lo esperaba, aquellas palabras venían a recordarle que tenía a su lado al espía de Roma, al esbirro encargado de adivinar sus pensamientos y sondear su comarca.
El padre Claudio reconoció que había sido sobradamente cándido y que su astuto socius, con su fingido entusiasmo, había intentado adormecerlo y arrastrarle a amigables confidencias.
Todo el abandono a que se había entregado el poderoso jesuita desapareció; púsose en guardia inmediatamente, y lanzando una mirada de indignación al padre Tomás, díjole con acento irritado:
—Le prohíbo a usted que use de mi nombre para desearme cosas a las que yo nunca he aspirado. Sólo quiero estar bien con Dios, y los honores del mundo me importan poco.
Luego sonrió, y dijo con una expresión de desaliento tan espontánea y natural, que hacía honor a su arte de fingir:
—Soy ya muy viejo. La tumba se abre bajo mis pies y mal puedo pensar en subir más, yo, que nunca he sido ambicioso y que, sin embargo, he llegado a mayor altura que mis merecimientos.
El padre Tomás se decía, mientras tanto, que aquel hombre era invulnerable y que resultaba imposible sorprenderlo.
IX. LA TEMPESTAD SE APROXIMA
A pesar de que el padre Claudio sabía defenderse bien de cuantos avances intentaba el astuto jesuita italiano, estaba cada vez más intranquilo.
Presentía que en torno de su persona se forjaba la tempestad que había de arruinarle y adivinaba las maquinaciones del padre Tomás, que, desesperado de arrancarle aquella confidencia por tantos medios solicitada, iba tejiendo la red que había de envolverle arrastrándolo a una eterna perdición.
Entre los dos jesuitas no existía ya la fría y recelosa separación, propia del espía y del que es vigilado. Aquellos dos atletas de la astucia, al tratarse, habían reconocido sus fuerzas y sé odiaban ya con todo el terrible encono que existe entre rivales.
El padre Claudio no podía perdonar al italiano la tenacidad con que le asediaba para adivinar su pensamiento, y por su parte, el padre Tomás, estaba lejos de olvidar que aquél era el primer hombre que había sabido burlar su astucia y sustraerse a sus pérfidas palabras.
El poderoso jesuita español, tan hábil y pronto en adivinar lo que pensaban los demás, notaba en el italiano la expresión del sabueso que ha descubierto un rastro y lo sigue con cautela para no espantar la pieza.
Esto le hacía redoblar las precauciones y vivir en continua zozobra.
Hacía que sus novicios favoritos, en los que tenía una confianza ciega, vigilasen de cerca al padre Tomás, pero este sistema apenas si le daba resultado.
El italiano vivía bastante alejado de todos los jesuitas que residían en Madrid, y únicamente demostraba sentir algún afecto por el padre Antonio, el antiguo secretario de su reverencia, con el cual sostenía largas conferencias en el célebre despacho, siempre que el superior estaba ausente.
Esta noticia alarmó al padre Claudio.
Tenía motivos sobrados para esperar gratitud y adhesión de su secretario, que debía a su protección cuanto era en el mundo y en la Orden. Pero el padre Claudio no era muy inclinado a bellos optimismos. Sabía de lo que era capaz un jesuita y estaba convencido de que no podía esperarse mucho de un ambicioso como el padre Antonio, que además era fanático por la disciplina y por la más extremada obediencia a la suprema autoridad de la Compañía.
El padre Claudio adivinó inmediatamente dónde estaba el peligro y de qué procedimiento se valía su enemigo para averiguar lo que él tan astutamente sabía ocultarle.
El italiano, convencido ya de que era imposible sondear el pensamiento de su colega, había puesto sus ojos en el secretario y le asediaba con sus preguntas, aprovechando todas las ausencias del padre Claudio.
Arrancar la verdad al padre Antonio era confesarle a él mismo, pues el secretario poseía todos sus secretos y no había asunto en que no lo hubiese hecho figurar como su alter ego.
Había que evitar que el padre Antonio se dejase sorprender por el astuto italiano, o cuando menos, saber a ciencia cierta si el ambicioso secretario estaba dispuesto a seguir siendo fiel a su superior.
Difícil fue para el padre Claudio el hablar a solas con su secretario, pues el maldito socius, como si adivinase su intención, no los dejaba nunca solos; pero por fin encontró un momento propicio para manifestar al padre Antonio las sospechas que abrigaba contra su fidelidad.
El secretario protestó; puso a Dios por testigo de sus sentimientos, recordó los motivos que tenía para ser eternamente fiel a su superior y habló con un lenguaje franco y conmovedor; pero a pesar de todo esto, el padre Claudio, que era muy ducho en el conocimiento de los hombres, no quedó satisfecho.
Cuando se separó de su dependiente, el padre Claudio se decía que allí había gato encerrado y que indudablemente el padre Antonio estaba en tratos con el italiano.
Desde aquel día, el célebre jesuita, más receloso que nunca, acometió la pesada tarea de vigilar a su secretario y a su socius.
Nunca en su larga vida de hábil intrigante, tuvo el padre Claudio tarea tan abrumadora como la de espiar a aquellos dos hombres astutos, cuyos rostros petrificados no dejaban adivinar la menor intención.
Todas las estratagemas del viejo jesuita se estrellaban en aquel exterior siempre frío e indiferente, a través del cual, sólo un hombre como el padre Claudio podía adivinar ocultas inteligencias y terribles planes.
Aquel blindaje de hielo en que se envolvían el socius y el secretario, exasperaba al padre Claudio que llegó a perder la calma terrible, que antes era el principal motivo de todos sus triunfos.
Transcurrían los días sin que apenas saliese de su despacho por miedo a que el italiano quedase solo con el secretario, y si por algún asunto político de importancia era llamado a Palacio, procuraba abreviar la conferencia y volvía apresuradamente a su casa.
En una de estas breves excursiones, el padre Claudio, que obraba ya como el más vil espía, volvió a su casa a pie para que el padre Antonio no se apercibiese de su llegada por el ruido del carruaje, y andando de puntillas se acercó al despacho.
El socius estaba allí como siempre y hablaba en voz muy baja con el secretario.
Debían tener muy finos los oídos aquellos dos sujetos pues callaron apercibiéndose de que alguien se acercaba, pero el padre Claudio aún pudo oír estas palabras de su secretario:
—Inútil es que lo repita. Ya sabe usted que yo sólo obedezco al general, que es para mí la única autoridad de la Compañía.
Aquello demostraba al padre Claudio que estaba vendido, y que su secretario, aquel protegido que tanto agradecimiento le debía, haríale traición así que se le antojase al general.
Entró en el despacho el padre Claudio y encontró a los dos jesuitas con su eterno gesto de seres automáticos y sin voluntad. No cuidó en esta ocasión de ocultar sus pensamientos; el padre Claudio miró con ira a los dos compinches, y después instintivamente fijó sus ojos en las estanterías cargadas de carpetas.
Otro hombre hubiera encontrado aquel archivo enteramente igual a como lo había dejado, pero él, con su mirada experta, adivinó que durante su ausencia se había verificado un registro en aquellos papeles.
Aquel día fue, para el padre Claudio, el más cruel que tuvo en su existencia.
Cuando más exasperado estaba por la calma de aquellos dos miserables, que después de revolverle el archivo y de conspirar indudablemente contra él, se estaban allí inmóviles y abstraídos como santos en oración; cuando se sentía con deseos de lanzarse sobre ellos para estrangularlos y lamentaba interiormente el ser tan viejo y no encontrarse, como en otros tiempos, capaz de dar de puñaladas a un enemigo, entró en el despacho su criado de confianza que se limitó a hacer un signo misterioso, saliendo inmediatamente.
El padre Claudio le siguió, y en un pequeño gabinete, donde recibía a los visitantes en secreto, entregole el criado una carta con sello de Italia, y que iba dirigida a un nombre desconocido.
Aparte del correo normal para todos los asuntos de la Compañía, el padre Claudio tenía en Madrid a un infeliz que protegía y a cuyo nombre iban dirigidas todas aquellas cartas, que por tratar de asuntos particulares, convenía al jesuita que fuesen directamente a sus manos. Una crucecita trazada en un ángulo del sobre, daba a entender a aquel pobre diablo que la carta era para su poderoso protector.
—Acaban de traerla ahora mismo, reverendo padre —dijo el criado—. El protegido de usted quería entrar, como otras veces, a depositarla en sus propias manos, pero he logrado que se fuera, diciéndole que vuestra reverencia estaba muy ocupado.
Cuando el padre Claudio quedó solo en el gabinete, procedió a rasgar el sobre sin poder dominar su creciente agitación.
Por fin tenía noticias de Roma, y podría saber cómo iban sus asuntos en el Gesú la residencia del poderoso general.
La carta constaba de tres pliegos, cubiertos de renglones apretados, de una letra pequeña y compacta.
Antes de leer miró la firma y no pudo evitar un gesto de extrañeza. ¿Quién era aquel sacerdote Dom Vicenzo Novelli, que firmaba? No recordaba conocer persona alguna de tal nombre, y aguijoneado por una curiosidad creciente, se apresuró a leer aquella carta, tan rápidamente como se lo permitía la letra microscópica y su conocimiento del idioma italiano.
Al concluir el primer párrafo exhaló un grito que expresaba terror y sorpresa.
El padre Corsi, su amigo íntimo, su agente en el Gesú, el que le preparaba su elección de general, procurando acortar la vida del que desempeñaba actualmente tan alta autoridad, había tenido un fin trágico y acababa de morir entre horribles dolores en casa de un pobre sacerdote romano, que era el mismo Dom Vicenzo Novelli que escribía al padre Claudio.
La carta contenía una historia horrible, que el padre Claudio leyó varias veces como si no pudiera convencerse de su verosimilitud.
Era aquello el aviso que un moribundo, por conducto de un amigo fiel, enviaba a su colega para que se salvara si aún era tiempo.
X. LA JUSTICIA JESUÍTICA
El padre Corsi dormía en su celda del Gesú de Roma, cuando le despertó repentinamente una ruda impresión.
En el corredor inmediato sonaban los pasos recatados de varias personas y por las rendijas de la puerta filtrábase dentro de la celda una luz rojiza y vacilante.
El jesuita se incorporó en el mismo instante que el reloj de la casa daba la una de la madrugada y se abría la puerta de la celda, que según disponía la regla de la Orden, no podía cerrarse durante la noche.
Dos hermanos robustos y feroces, procedentes del fanático barrio de Transtevere y que desempeñaban en la casa las funciones de ayudantes de cocina, entraron en la celda y en la puerta se quedaron inmóviles y como para cerrar la salida con sus cuerpos, otros dos de igual clase, que alumbraban con grandes cirios.
El padre Corsi se incorporó despavorido, presintiendo que aquella extraña visita tendría un resultado fatal.
Conocía los misterios de la Compañía, los golpes de Estado y las venganzas que ocurrían en su misterioso seno, sin trascender al exterior, y al ver todo aquel aparato, no dudó que se acercaba su fin.
Dispuesto a defender su vida con palabras y rotundas negativas, como buen jesuita, saltó del lecho y se vistió la sotana, obedeciendo a uno de aquellos fornidos hermanos, que manifestaba con la mayor cortesía al reverendo padre cómo el general estaba aguardándole hacía rato.
El padre Corsi salió de su celda rodeado por aquellos cuatro esbirros del general.
Varias veces pensó en escapar, adivinando lo que iba a sucederle en la próxima entrevista; pero el aspecto de aquellos cuatro colosos, con sus puños descomunales, causaba gran pavor al intrigante padre, que era pequeño de cuerpo y de fuerzas débiles.
Bien adivinaba el jesuita lo que aquello podía significar. Toda su astucia y su recato habían resultado inútiles en aquel Gesú, donde hasta las paredes oyen y ven; el más fino espionaje había seguido todos sus pasos y sin duda el general conocía perfectamente sus relaciones con el padre Claudio y las tramas que había preparado para acelerar la vida de aquella autoridad y proporcionarle pronto un sucesor.
Conforme avanzaba el extraño grupo por los solitarios y oscuros corredores, el padre Corsi convencíase más de que aquella conferencia con el general iba a ser terrible.
Había oído hablar de cierta sala subterránea, donde se castigaba a los traidores a la Compañía y a los que intentaban perturbarla, y comprendía que a ella le conducían sus guardianes, en vista de que bajaron la gran escalera sin detenerse en el primer piso, donde estaban las habitaciones del general.
Llegó el grupo a los claustros del piso bajo y se encaminó hacia el extremo, donde estaban los almacenes destinados a guardar los muebles viejos.
Una puerta, en la que nunca se había fijado el padre Corsi, por creer que estaba condenada, aparecía abierta, y por ella penetraron los dos guardianes que le precedían y que eran los que llevaban los cirios.
El aterrorizado jesuita se detuvo. Aún era tiempo de resistir. Podía gritar y tal vez el escándalo que sus voces produjeran en el Gesú, detendrían a aquellos hombres que llevaban en sus rostros una expresión feroz.
Pero apenas se detuvo, formulando en su interior tal pensamiento, se sintió cogido por los brazos y empujado rudamente por los otros dos hermanos que le seguían.
—Adelante, reverendo padre —dijo con voz ronca uno de ellos, mientras el otro cerraba de golpe la puerta.
Atravesó el grupo varias habitaciones tenebrosas y desamuebladas, cuyo ambiente húmedo, polvoriento y oscuro, apenas disipaban los cirios que formaban en el espacio dos rojas manchas, y de repente el jesuita notó que bajaba por una rápida pendiente, viscosa y resbaladiza, al final de la cual abríase una puerta de arco irregular, que en aquellas tinieblas se destacaba como una dentada mancha de luz.
Los cuatro esbirros agrupáronse en la puerta y el padre Corsi fue empujado al interior de una vasta sala cuyos muros estaban formados por grandes piedras sillares, que tenían el tinte negruzco de la antigüedad.
Frente a la puerta, un Cristo horripilante, de doble tamaño natural, extendía sus descarnados y gigantescos brazos sobre el muro, y al pie de esta figura, sentados tras una mesa con negro tapete, inmóviles, pálidos y fríos como cadáveres, estaban el general y seis jesuitas de los más ancianos de la Orden, que vivían en el Gesú, como en un cuartel de inválidos. Dos candelabros cargados de cirios y puestos sobre la mesa alumbraban aquel tribunal de ultratumba, que horrorizaba antes de hablar.
Transcurrieron algunos minutos sin que nada turbase aquel silencio absoluto, propio de una habitación situada doce metros más abajo del nivel del suelo.
El padre Corsi miró, con ojos extraviados por el terror, aquella sala horrible, aquel mudo tribunal, y se sintió próximo a desfallecer. La intensidad de su miedo prodújole una idea consoladora. Aquello no podía ser real. Sin duda estaba soñando y era víctima de una cruel pesadilla de la que se reiría al día siguiente.
Tan horrible escena no podía ser cierta. Él había oído hablar de una sala de tormento dentro del Gesú y de horrorosos castigos; pero esto debían ser invenciones de los enemigos de la Compañía y lo que él estaba viendo, era producto de una pesadilla que no tardaría en desvanecerse.
Pero a pesar de estas ilusiones que se hacía mentalmente, el silencio de aquel tribunal le helaba la sangre de espanto. Sentíase anonadado por aquella amenazante frialdad y deseaba que hablase el general y los suyos cuanto antes. Así al menos podría él contestar, defenderse, y se convencería de si aquello era sueño o realidad.
El padre Corsi, que era tan cobarde físicamente como audaz y arrebatado en sus intrigas, estremecíase al pensar que pudiera resultar cierta aquella oscura leyenda que se relataba en el Gesú, sobre la cámara del tormento.
¿Dónde estaban los instrumentos de tortura? Miraba a todas partes y no veía potros ni garruchas; pero en un extremo de la vasta cámara sonaba una sorda crepitación, y fijándose bien, distinguió un gran brasero cargado de fuego, del cual saltaban algunas chispas y cuyas brasas iban inflamándose al contacto de la columna de aire fresco que entraba por la puerta.
Aquel fuego en pleno verano horrorizó al padre Corsi; pero pronto una voz vino a impedirle que pensase en lo que el brasero podía significar.
Era el general quien le hablaba, fijando en él sus ojos brillantes e irritados, que eran el único detalle de vida que se notaba en su rostro inalterable como el de una momia.
—¿Sois el padre Luis Corsi, profeso de los cuatro votos de la Compañía de Jesús y residente en Roma por estar al servicio de la alta dirección de la Orden?
El interpelado, a quien el terror había anudado la garganta, hizo un signo afirmativo con la cabeza.
Estaba a un extremo de la mesa un jesuita joven, de rostro repulsivo, que hacía las veces de secretario, y que comenzó a escribir encabezando el acta con el nombre y condiciones del procesado.
El jesuita mientras tanto se dirigió a sus compañeros de tribunal, que permanecían impasibles.
—Reverendos padres; por pertenecer al alto grado de la Compañía, lo mismo que ese desventurado que ante vosotros se encuentra, conocéis el reglamento secreto por que se rigen los iniciados que dirigen la Orden, y que es un misterio hasta para aquellos hijos de Loyola que no han sido iniciados en el grado supremo. A pesar de esto, voy a leeros todos los artículos de nuestra Constitución secreta concernientes al caso, porque así me está prescrito.
Los seis jueces permanecieron inmóviles y el general tomó de encima de la mesa un viejo cuaderno manuscrito, que trataba del gobierno secreto de la Compañía de Jesús. Estaba redactado en latín, como todos los documentos de la Orden. Lo hojeó el general, y al llegar al título IV, comenzó a leer, sin despojarse ni un solo instante de su impasibilidad:
Art. 1.° —Si quis superioris gradûs Pater fuerit traditor, al que sinu Societatis rebellis ac fautor discordiae reperiatur, pereat.
Art. 2.° —Secretior tribunal judicet illum, ubi sex sedeant Patres superioris gradûs a sorti designati, praesidente Prefecto.
Art. 3.° —Sententia nisi sex Patrum judicum, Patrisque Praefecti Generalis unanimi suffragio, non pronuntietur.
Art. 4.° —Reus in ergastulo apparitorum mana recludator[1].
El padre Corsi, en su calidad de jesuita del alto grado, iniciado en los más importantes misterios de la Orden, conocía aquel terrible código en todas sus partes; pero a pesar de esto la lectura de tales artículos prodújole una recrudescencia en el horror que experimentaba desde que entró allí. Reinó un largo silencio después de la lectura de los artículos. El general parecía meditar, y por fin, levantando su cabeza dijo a los otros jueces:
—Padres: el hombre que tenéis ahí está comprometido en el primero de los artículos citados y debe morir. No ha perturbado directamente la organización de la Compañía, pero ha hecho algo más, pues ha intentado asesinar al que es legítimo y supremo representante de la Orden; a mí, que soy el general de la Sociedad de Jesús. No necesito explicaros la gran trascendencia de tales maquinaciones y el gran peligro que correría la Orden si un hecho tan criminal quedara sin castigo. ¿Creéis reverendos padres, que quien atenta contra la vida del general de la Compañía merece la muerte? Los seis jueces que seguían inmóviles y mudos contestaron quitándose los bonetes.
—Ya lo veis, padre Corsi. El supremo tribunal de la Compañía opina que quien atenta contra la vida del general debe perecer. Ahora únicamente se trata de saber si vos, en combinación con otros padres de la Compañía que se hallan muy lejos, habéis intentado asesinarme. Contestad padre Corsi. Se os acusa de haber maquinado mi muerte por envenenamiento. ¿Qué decís a esto?
El padre Corsi deseaba defenderse y a pesar de aquel terror que anudaba la voz en su garganta, se apresuró a contestar.
—Niego. Y fue a pronunciar una larga defensa pero el general le interrumpió:
—Callaos, padre. Negáis y ya no es necesario que habléis más. Oíd al padre secretario que va a leeros la acusación.
El jovenzuelo antipático dejó de escribir y tomando un papel de encima de la mesa comenzó a leer con entonación monótona.
Aquella acusación terrible hizo llegar a su más alto grado el terror del padre Corsi.
Sabía que el espionaje había llegado en los jesuitas al mayor perfeccionamiento, pero nunca había llegado a imaginarse que le pudieran vigilar dentro del Gesú, hasta el punto de conocer sus más insignificantes actos.
Cuanto había hecho el jesuita desde muchos meses antes, constaba en aquella acta acusadora, confundiendo al infeliz reo. Sabíase que todas las semanas sostenía correspondencia con un sujeto de Madrid, recatándose para ello y llevando por sí mismo las cartas al correo para evitar que se extraviaran; suponíase que esta correspondencia, aunque con nombre supuesto, iba dirigida al padre Claudio superior de la Orden en España; citábanse numerosos detalles que demostraban las subversivas y criminales intenciones del padre Corsi, y al final del documento, como golpe de gracia para el infeliz acusado, figuraba una declaración del hermano encargado de la cocina, el cual juraba por Dios, que el citado padre, después de dedicarse durante algunos meses a captarse su voluntad, le había propuesto envenenar al General, a lo que él accedió inmediatamente, sin perjuicio de ir acto seguido a revelar a su superior cuanto ocurría, descubriéndose de este modo la odiosa trama.
El padre Corsi estaba horrorizado. Su vida de mucho tiempo aparecía allí consignada día por día, y aunque el acusador no presentaba pruebas resultábale imposible al reo el justificarse.
Cuando el acusador terminó su lectura, y se restableció el glacial silencio, el General, levantando su cabeza que tenía inclinada sobre el pecho, preguntó al acusado:
—¿Tenéis que decir algo contra esa acusación?
—Toda ella es falsa —contestó con voz ahogada el infeliz—. Es sin duda obra de algún enemigo que quiere perderme. Yo nunca he intentado nada contra mi General.
Y luego, con la tenacidad de un náufrago que intenta alcanzar el madero que ha de salvarle, dijo con más energía:
—¡Pruebas…! ¡Vengan las pruebas de mi crimen! Seguramente que nada podrá presentarse contra mí.
—Se presentarán las pruebas a su debido tiempo —contestó el General con frialdad—. Mientras tanto, contestad breve y verídicamente a cuanto se os pregunte. ¿Acostumbráis a escribir mucho en vuestra celda?
—Algunas veces escribo a varios amigos que tengo en las ciudades de Italia, donde he residido; pero esto, con poca frecuencia.
—¿Cuando escribís, secáis vuestras cartas con arenilla?
El padre Corsi reflexionó antes de contestar. Siempre había usado, al escribir, el papel secante, pero creyó mejor el negarlo, por este instinto de falsedad que siente todo acusado de conciencia intranquila, y afirmó:
—Sí reverendo padre; gasto arenilla.
—¿Y no hacéis nunca uso del secante?
El General miró de un modo tan terrible al acusado, que éste balbuceó:
—Sí; creo recordar que también lo he usado algunas veces.
—Acercaos a la mesa, padre Corsi, y ved si reconocéis la hoja de secante que el padre secretario tiene en sus manos.
El acusado obedeció, fijando sus ojos con expresión estúpida, en aquella hoja de secante que le enseñaba el jesuita. Era blanca y estaba manchada por algunos borrones y garabatos ininteligibles. Eran, sin duda, las huellas que en la hoja habían dejado los renglones secados.
—Este papel —continuó el General—, ha sido encontrado en vuestra celda. ¿Negáis que os pertenezca?
El padre Corsi pensó que negar empeoraría su situación. Miró el papel, en el que nada sospechoso se leía, y dijo después:
—Aunque no recuerdo si este papel ha sido mío, bien pudiera haberme pertenecido. Ni niego ni afirmo.
—Está bien: padre secretario, haced delante del acusado la prueba que antes habéis mostrado al tribunal.
El joven secretario sacó de bajo el montón de papeles un pequeño espejo y colocó ante el cristal el pedazo de secante.
—Padre Corsi —continuó el General—, mirad ese espejo y ved si podéis leer algo.
El acusado comprendió inmediatamente lo que significaba aquella orden y se estremeció de espanto. Estaba ya cogido en la red.
Las huellas que en aquel papel había dejado el escrito secado, parecían garabatos ininteligibles miradas directamente, pues el orden de letras en las palabras estaba invertido; pero puestas ante el espejo, recobraban su primitiva posición, ya no estaban al revés, y se reflejaban en el cristal de modo que la lectura era fácil.
Todo el contenido de la página secada surgía en el espejo, y aunque algunas palabras donde la pluma no habla apretado mucho aparecían borrosas, el conjunto era perfectamente legible.
El padre Corsi, ante aquel descubrimiento inesperado, se sintió desfallecer y sus rodillas se doblaron, cayendo de hinojos el infeliz.
—¡Perdón, padre mío! ¡Misericordia! Ha sido una tentación del diablo. Perdonadme, que nunca más me sentiré acometido por tan malos pensamientos.
Las quejas y sollozos de aquel desventurado no causaron efecto en el tribunal.
—Padres —dijo el presidente—, la prueba es completa. Antes de sentenciar invoquemos, según costumbre, a la gracia divina para que nos ilumine.
Todos los jueces, con la cabeza descubierta, se arrodillaron y los cuatro legos que obstruían la puerta hicieron lo mismo.
Durante algunos minutos aquel augusto silencio sólo fue turbado por el murmullo que producía el Veni Sancte Spiritus que rezaban y los sollozos del reo que, con la cabeza sobre las baldosas, lloraba como un niño. El tribunal terminó su rezo y volvió a ocupar sus asientos.
—Padres, ya conocéis la fórmula de sentenciar, pero la costumbre me ordena que os la advierta. Si creéis que basta con expulsar de la Orden al reo, contestad a mi pregunta ¡Expellatur!, si le creéis digno de absolución, decid ¡Insons!, pero si le consideráis merecedor de la muerte, contestad ¡Pereat! ¿Estáis prontos a sentenciar?
Los seis jueces inclinaron sus cabezas.
Comenzó el terrible acto, y el infeliz reo, que seguía con el rostro sobre el suelo, oyó por seis veces la palabra ¡Pereat!, dicha por diversas voces, pero siempre con igual energía. Su muerte estaba ya acordada.
—¡Levantad al padre Corsi! —gritó el General.
Inmediatamente los mocetones que ocupaban la puerta se abalanzaron sobre el reo, lo pusieron en pie y siguieron sujetándolo, pues el desdichado no podía sostenerse.
—¿No hay misericordia para mí? —decía suspirando, y el tribunal seguía siempre mostrando su fría serenidad.
El padre Corsi, en un rapto de desesperación, cambió por completo de aspecto. La proximidad de la muerte le dio una repentina serenidad y no quiso seguir mostrándose débil.
Ya que iba a morir, quería al menos no proporcionar al General, a quien odiaba por causas particulares desde mucho tiempo antes, una satisfacción, cual era el espectáculo que él ofrecía llorando y gimiendo como una mujer.
—Soltadme, hermanos —dijo a los que le sujetaban—. Puedo aún sostenerme y no se dirá de mí que no sé morir con dignidad. ¿Dónde está el calabozo en que seré enterrado vivo? Deseo entrar en él cuanto antes, para librarme de vuestra odiosa presencia, padre General.
Y aquel hombrecillo antes tan débil, enloquecido ahora por el terror, mostraba una serenidad heroica y erguía su cuerpo mirando con desprecio al tribunal.
—No tengáis prisa, padre Corsi —contestó el General, sonriendo por primera vez de un modo que daba miedo—; tiempo os quedará para aburriros de estar solo en vuestro calabozo. Nuestras leyes os conceden que antes de encerraros os pongáis bien con Dios. Podéis confesaros vuestras culpas con el padre que os dignéis escoger de cuantos están aquí.
El reo prorrumpió en una carcajada estridente.
—¿Con vosotros?… ¿Confesarme con vosotros? Muchas gracias, padre General. Conozco demasiado a todos cuantos aquí están, para ir a revelarles secretos que sólo a mí importan. Además estoy próximo a la muerte y ante la tumba el hombre no miente. Basta ya de farsas. Yo no creo en muchas cosas que vosotros, al salir de aquí, fingiréis tenerlas como ciertas. No me confieso. A nadie le importan mis secretos. Ya que muero quiero que ciertas cosas me acompañen a la tumba… Se acabaron los fingimientos y las comedias de fe.
El tribunal había salido de su impasibilidad para interrumpir varias veces al sentenciado.
—¡Impío!… ¡Blasfemo!…
El padre Corsi era el que ahora permanecía impasible gozándose interiormente con la irritación que sus palabras producían en sus jueces
El General fue el primero en serenarse.
—Padres míos, os recomiendo la calma. El sentenciado quiere llevarse a la tumba secretos de gran importancia para la Compañía. Tenía cómplices de su crimen y esto es lo que importa averiguar. Escribía con frecuencia a Madrid, y aunque presumimos quién podía ser la persona con quien se comunicaba, no tenemos de ello una certeza absoluta. Los renglones impresos en ese secante y que habéis leído antes por medio del espejo, son fragmentos de una carta en la que él hablaba de sus preparativos para dar fin a mi vida. Se dirige en ella a una persona de su confianza, un amigo a quien promete un gran porvenir cuando yo muera, pero su nombre no figura allí y esto es lo que nos importa saber. ¿Creéis, padres, que tenemos derecho a que el sentenciado nos revele ese nombre antes de ser encerrado en el calabozo?
Los seis jueces hicieron signos de asentimiento.
—Ya lo oís, padre Corsi; estáis en el deber de revelarnos ese nombre. Hablad pues.
—No quiero, General asesino; no hablaré. Se trata de un amigo, de un buen compañero, que ha sido bondadoso para mí y me ha dispensado siempre tantos favores como tú perjuicios. No diré su nombre; puede hacer el tribunal lo que guste.
—¡Oh! Hablaréis, padre Corsi —dijo el General, reproduciendo su horripilante sonrisa—. Algo que no esperáis os hará decir la verdad. Creed, desgraciado padre, que sentimos en el alma amargar con crueles tormentos el poco tiempo que os queda de vida.
—¡Miserable! —dijo el sentenciado por toda contestación—. En ti está la crueldad hermanada con la más dulce hipocresía. Mereces ser General de la Compañía.
—Por última vez: ¿declaráis el nombre de vuestro cómplice? ¿Es el padre Claudio? Reparad que estamos convencidos de ello. Y que únicamente queremos vuestra declaración para ratificarnos.
—No, —dijo con energía el sentenciado—. No es el padre Claudio, al que apenas conozco. Es otro, pero nunca diré su nombre.
—Hermanos, cumplid vuestra misión.
A esta orden, dada con indiferencia, dos de los robustos legos dejaron de sujetar al padre Corsi y se dirigieron al rincón donde estaba el descomunal brasero.
Cogieron del suelo un gran fuelle, avivaron el montón de rojos carbones y después, valiéndose de su fuerza hercúlea, arrastraron el brasero al centro de la sala.
El padre Corsi no había presenciado esta operación por verificarse a sus espaldas, pero de pronto sintió una impresión de calor y volviéndose vio aquel montón de fuego que lucía de un modo horrible en la penumbra.
Aquello desvaneció la serenidad que había mostrado momentos antes.
Al ver el fuego dio un salto atrás e intentó librarse de aquellos dos legos que le sujetaban con sus robustos brazos, pero repuestos los guardianes de la sorpresa que en el primer instante les produjo el repentino movimiento, lo aprisionaron con más fuerza.
El padre Corsi, como un mísero ratoncillo entre las zarpas de dos gatazos, se revolvía furioso y desesperado; pero a los pocos instantes fue derribado al suelo y allí, con la sotana desgarrada y el rostro arañado, permaneció inmóvil.
Sintió cómo bruscamente y a tirones le arrancaban los zapatos y las medias y así que quedó descalzo, la voz del General volvió a sonar aunque con tono marcadamente sardónico.
—Nuevamente os lo ruego, querido padre Corsi. Decidnos quién era vuestro cómplice y no nos deis el disgusto de obligarnos a atormentaros.
El desgraciado, indignado por aquel ruego hipócrita contestó con un juramento indecente y acto seguido sintióse levantado del suelo, en posición horizontal por ocho robustos brazos.
Un rugido horrible, espeluznante, retumbó en la sala.
Los pies del padre Corsi acababan de descansar sobre aquel montón de fuego. Intentó el infeliz contraer las piernas para escapar de aquel tormento pero uno de los cuatro sayones se las sujetaba con hercúlea fuerza, haciendo que los pies quedasen inertes sobre el brasero.
Rugía el infeliz con voz que no parecía humana y se agitaba en agónicas convulsiones entre aquellos brazos que le tenían agarrotado.
El fúnebre silencio que reinaba en aquella sala era turbado por los mugidos de dolor que exhalaba el sentenciado, víctima de los más horribles dolores.
Chisporroteaba el fuego con más fuerza que antes y un humo espeso, de olor grasiento y nauseabundo esparcíase por la sala.
Los pies del padre Corsi se carbonizaban envueltos en las ardientes grasas. Era imposible resistir más y el jesuita iba a desmayarse.
—¡Misericordia, asesinos! —dijo con voz débil—. ¡Tened piedad de mí!
—Hablad —contestó el General, que seguía tan frío como de costumbre ante aquel horrible espectáculo—. Decid lo que os preguntamos.
El reo hizo una señal afirmativa, y los cuatro hermanos le retiraron del tormento y lo pusieron en posición horizontal, aunque sosteniéndolo para que no tocase el suelo, pues sus pies eran dos informes muñones, chamuscados y sangrientos que esparcían un hedor insoportable.
—Padre secretario, escribid —dijo el General—, que el padre Corsi va a revelarnos quién era su cómplice. ¿Era el padre Claudio?
El infeliz mutilado, en medio de su cruel situación, aún intentó resistir, pero la vista del brasero, la terrible mirada del General y aquel dolor horrible que le producía espeluznantes convulsiones, dieron al traste con su valor que renacía, y en voz baja, como si se avergonzara de su debilidad, contestó:
—Sí, era el padre Claudio.
Aún le hizo el General numerosas preguntas sobre el fin que perseguían con sus maquinaciones, contestando el padre Corsi con desmayados monosílabos.
Cuando quedó claro y palpable que el padre Claudio, por medio de su amigo Corsi, había intentado escalar la suprema autoridad de la Compañía envenenando al General, éste se dio por satisfecho.
—Terminado el juicio, padres míos —dijo a los demás jueces, la acta en que se consigna cuanto aquí ha ocurrido, una vez escrita con arreglo a nuestra clave secreta, quedará en el archivo secreto de la Compañía. Ahora sólo falta que se cumpla la sentencia.
—Hermanos —continuó dirigiéndose a los cuatro legos—, conducid al padre Corsi a su última morada.
El infeliz, desalentado y poseído ya del vértigo que le producía su horrible situación y sus heridas, apenas se sintió conducido por los brazos de aquellos hombres.
Abrióse una pequeña puerta en un extremo de la subterránea sala y el fúnebre grupo bajó unos cuantos escalones, dejando al sentenciado sobre el húmedo suelo.
La impresión de frescura que aquellas losas produjeron en los abrasados pies del padre Corsi le reanimaron momentáneamente haciéndole abrir los ojos.
Una densa oscuridad le envolvía. La puerta del calabozo acababa de cerrarse con gran ruido de hierros, y allá arriba sonaban los pasos de los jueces al retirarse.
El padre Corsi lloró en aquel supremo instante, como un niño.
¡Ya había muerto! Los hombres le abandonaban para siempre, y aquel resto de vida que le dejaban, era para que gustase todas las amarguras horripilantes de la tumba.
El sacerdote, Dom Vicenzo Novelli decía en su carta al padre Claudio que no sabía ciertamente del modo como su amigo Corsi había salido de aquel in pace.
En las primeras horas de la madrugada, un hombre desconocido y de atlética figura había llamado a la puerta de su casa y apenas entró en ella, dejó sobre una silla al padre Corsi que estaba en un estado deplorable.
El desdichado jesuita, a fuerza de cuidados, aún vivió dos días, y aprovechando los momentos en que sus dolores no le privaban del conocimiento, relató a su amigo el sacerdote romano, cuanto le había ocurrido en el subterráneo del Gesú, encargándole encarecidamente que pusiera todo el suceso en conocimiento del padre Claudio para que éste, una vez advertido, pudiera librarse de la venganza del General que iba a caer sobre él.
En cuanto a su evasión del in pace, el padre Corsi guardó un profundo silencio. Había jurado al que le salvó sacándole de allí, guardar el secreto, pues de lo contrario podía ser víctima de la venganza jesuítica.
Nada cierto sabía Dom Vicenzo, pero por algunas palabras que se le escaparon a su amigo, tenía la sospecha de que el misterioso salvador que en la misma noche del suplicio le había sacado del calabozo, era el cocinero, que después de delatarlo al General se había arrepentido de su vileza y había procurado borrarla librando a su víctima de la muerte. Cuando el padre Corsi mostraba tanto empeño en ocultar el nombre de su salvador, era porque éste dependía del General y podría ser víctima de una venganza.
El sacerdote romano terminaba su carta manifestando que nunca más volvería a relatar a nadie la historia de aquel infeliz amigo que había muerto en su casa, víctima de espantosas quemaduras.
No quería que el General de los jesuitas supiera que él era depositario de su secreto y que había recibido en casa a su mutilado enemigo.
«Conozco demasiado —decía—, el poder de la Compañía y la facilidad y prontitud con que sabe librarse de aquellos que le estorban. A pesar de que los conozco, reverendo padre, siento hacia vos una viva lástima. Sé quién es el padre General y hasta dónde llega su carácter iracundo y vengativo. Si queréis seguir el consejo de un hombre anciano y experimentado, creedme; apenas leáis esta carta salid de la Compañía y poneos en salvo. El rayo de Roma no tardará en caer sobre vuestra cabeza».