IV
El domingo por la tarde, el prisionero de cabellos oscuros, de un metro ochenta de estatura y casi noventa kilos de peso, «eterno», ocupante de la celda 2455, fue llevado a la oficina del sargento, situada en el ala este del Pabellón de la Muerte.
Allí le hicieron ponerse unos pantalones nuevos, una camisa limpia y unos calcetines blancos. Luego caminó al ascensor, mediante el cual llegó al piso bajo. Se le dejó en la primera celda, iluminada exageradamente y con grandes alfombras verdes. En el cubículo sólo se disponía de tres cosas: un retrete, una estantería y un camastro.
El amanecer del lunes encontró a Chessman terminando la séptima carta. No había dormido. Estaba serio, como las otras nueve veces. Seguía creyendo en su buena estrella. Pensaba en la presión que cientos de millones de personas ejercían sobre el gobernador de California y sobre el mismo presidente de los Estados Unidos. La reina de Bélgica, el doctor Albert Schweitzer, Pablo Casals, Aldous Huxley y el mismo Vaticano habían sumado sus voces a la petición de indulto.
Y ninguna de aquellas personalidades, ni el Santo Padre, se equivocaban... ¡No se equivocaban porque pedían perdón para el personaje de la Celda 2455, Pabellón de la Muerte, y de otras dos novelas autobiográficas más!
Pero, ¿era realmente Chessman como se había reflejado en la letra impresa? ¿No estaba arraigado en su cerebro el odio y el deseo de vengarse de todos?
A las ocho entró el carcelero con el desayuno.
—Entregue estos sobres al alcalde. Me prometió hacerse cargo de ellos.
Al otro lado de la bahía, en San Francisco, gozaban de un día claro. A las ocho y cinco, los siete magistrados de la Suprema Corte de California empezaron a deliberar sobre el mandamiento de habeas corpas presentado por Ceorge T. Davis, abogado del condado. Una hora más tarde, denegaron la solicitud por cuatro votos contra tres. A las nueve y veinticinco, Davis suplicó:
—Su señoría, concédame un breve aplazamiento para disponer del tiempo necesario. He de apelar a la Suprema Corte de los Estados Unidos.
A las nueve cincuenta se denegó la petición.
Cinco minutos después, Davis y Rosalie S. Asher llegaron, sin aliento, al despacho del juez, del Distrito de los Estados Unidos.
Rogaron un tiempo de demora que les permitiera presentar los documentos necesarios. Louis E. Goodman, el juez federal, escuchó con atención, y autorizó el aplazamiento de la ejecución durante una hora.
—Que mi secretaria telefonee la decisión al alcalde Dickson.
Eran las diez y tres, cuando Celeste Hickey, secretaria del juez federal, marcó un número equivocado.
Minutos antes, Chessman se había puesto una camisa nueva, que le entregó el mismo carcelero que le llevó el frugal desayuno. A las diez, fue abierta la celda y cuatro vigilantes le acompañaron mientras descendía por una escalera de trece peldaños y llegaba a una puerta remachada de acero que se abría al corredor.
Tras la puerta se hallaba una cámara octogonal de acero, semejante a una cápsula submarina, con paredes verdes y cielo abovedado. Detrás de dos sillas de recto respaldo, que miraban a la entrada, aparecían cinco ventanillas de gruesos cristales.
La cámara se hallaba colocada ante una sala de observación, ocupada por sesenta testigos. Uno de éstos era un policía de Los Ángeles, que se había casado con Regina Johnson en 1950. El inventor retirado, primer esposo de la víctima de Chessman, había muerto de cáncer.
Los cuatro carceleros acompañaron al impasible condenado hasta el interior de la cámara, le ataron a la silla de la derecha y con una cinta adhesiva le fijaron en el pecho el extremo de un estetoscopio eléctrico. El reloj señalaba las diez, y dos minutos.
El último guardián accionó cuidadosamente la puerta de acero y giró la cerradura circular, asegurándose de que la celda diminuta quedaba cerrada herméticamente. Luego se volvió hacia el alcalde Dickson, que se encontraba junto a la única ventana de la cámara que contaba con persianas.
—Todo está dispuesto, señor.
Eran las diez, y tres minutos con quince segundos. Entonces Dickson hizo una señal, casi imperceptible, con la cabeza, dirigiéndose a un hombre que vestía traje oscuro y se encontraba a su lado.
Todos los presentes, sesenta y siete personas, escucharon el chasquido del disparador que dejó caer las píldoras de cianuro en el cubo que contenía una solución de ácido sulfúrico y estaba alojado debajo de la silla ocupada por Chessman.
(La descripción siguiente la introdujo el mismo Chessman en su obra La Ley me quiere muerto.)
...Al momento empieza a formarse el venenoso ácido cianhídrico. Los vapores mortales se van elevando. La celda comienza a llenarse de un olor a almendras amargas y a flor de durazno. Es un aroma dulzón, enfermizo...
Cuando las invisibles emanaciones subieron hasta las fosas nasales del reo, éste volvió la cabeza a la derecha, donde los testigos se aglomeraban sobre las gruesas ventanillas. Todos supieron que estaba diciendo algo. Pero únicamente Eleanor Garner Black, reportera de Los Ángeles Examiner, sabía leer el movimiento de los labios.
—Comuníquenle a Rosalie que le dije adiós. Todo está bien —repetía entre suspiros ahogados.
Entonces la joven formó un círculo con el pulgar y el índice, indicándole que le había entendido. Chessman apenas tuvo tiempo de sonreír, porque su cabeza cayó sobre su pecho, con la flojedad de la muerte.
Y, de repente, el silencio opresivo se vio roto por el repiqueteo estridente de una campanilla telefónica.
—¿Qué...? ¿Qué hay? —preguntó el subalcalde Luis Nelson aún dominado por la emoción.
—Suspender la ejecución —informó la nerviosa y torpe señorita Hickey—. El juez Goodman ha concedido el aplazamiento de una hora.
La respuesta tardó varios minutos en hacerse oír, porque el hombre estaba mirando a las sesenta y seis personas que le contemplaban a él.
¡El caso era para reírse o para maldecir o para mandarlo todo al infierno!
Pero el señor Nelson se limitó a decir:
—Ya es demasiado tarde.
Al colgar el auricular telefónico miró el reloj de la pared. Las manecillas señalaban las diez y cuatro.
A quince kilómetros de distancia, en la antesala del despacho del juez federal, Rosalie S. Asher, la única persona a la que había recordado el agonizante, sollozaba sin poderse contener. Maldiciendo a todos los relojes, a todos los teléfonos, y a la rigurosa puntualidad de los departamentos judiciales.
—Sólo unos segundos... ¡Unos preciosos segundos que valen una vida! —susurraba.
A las diez, y doce, el médico que escuchaba al otro extremo del estetoscopio eléctrico dijo:
—Alcalde, ya no percibo los latidos del corazón del reo. Dickson hizo un movimiento con la mano y un carcelero puso en marcha los ventiladores que expulsaban el gas letal.
Y centenares de espectadores que habían llegado a las cercanías de San Quintín, vieron salir aquel humo tan especial por la chimenea del techo del Pabellón de los Condenados a Muerte. Muchos entendieron que se había hecho justicia y otros lloraron porque acababa de morir un mito.
Esa misma tarde, un coche mortuorio de la funeraria de Harry M. Williams, del cercano San Rafael, entró en el depósito de cadáveres del penal. Recogió el cuerpo de un hombre que ya nunca haría daño a nadie, que había ido a reunirse con la dulce y frágil Hallie y con el infortunado Serl.
Al día siguiente, el ex ocupante de la celda 2455 fue incinerado en el cementerio de Mont Tamalpals, siguiendo las instrucciones que él mismo había dado ocho veces.
Por fin, la causa del Estado de California contra Caryl Whittier Chessman había quedado cerrada inalterablemente. El destino acababa de jugar su baza definitiva.
La más larga agonía de un condenado a muerte ya era un recuerdo, una historia que contar, algo que no debía repetirse. Aunque las leyes las hacen los hombres, lo mismo que conceden el derecho a arrebatar la vida a otros que no encontraron el buen camino. Por eso, hasta hoy, a principios del siglo XXI, casos como el Chessman se han dado, aunque nunca tan prolongados en la espera de la ejecución, ni tan morbosamente populares...
(En la década de los años veinte el mundo se conmocionó ante la noticia de que el hijo de los Lindbergh, un inocente, había sido secuestrado. Como su padre era el hombre más popular del momento, al haber sido el primero en atravesar el Atlántico sin escalas en un avión, el caso fue seguido por millones de personas. En el momento que se pudo saber que el pequeño había sido asesinado, se exigió un castigo ejemplar. Por eso se decidió aplicar la pena de muerte, con la «ley del pequeño Lindbergh», a todos los secuestradores.
Esta ley afectó a Chessman, a pesar de que no matara a sus víctimas. Y si su detención se convirtió en uno de los sucesos más famosos de la década de los cincuenta, a nivel mundial, fue por los más de doce años que permaneció en el Pabellón de los Condenados a Muerte, por sus tres novelas autobiográficas y por los medios de información. Muchos estudiosos han llegado a la conclusión de que con Chessman la desaparición de la pena de muerte consiguió un gran apoyo. Hoy son muchos países los que la han abolido; sin embargo, en Estados Unidos se sigue aplicando, a pesar de la publicidad que reciben los condenados.)