II

El actor al que nadie aplaudió

Según la famosa «ley del pequeño Lindbergh», que se renovaría en 1951, los delitos de secuestro se castigaban con la pena de muerte si el jurado estimaba que las víctimas habían sufrido daños corporales.

A mediados de marzo, después de cuatro aplazamientos y la intervención de dos defensores, Chessman tomó la resolución de declararse inocente de todos los cargos que se le imputaban.

—Quiero defenderme por mí mismo.

El juez. Thomas L. Ambrose creyó que era una broma o una «genialidad» de aquel acusado tan poco común.

—¿Es usted un buen abogado?

—Bastante aunque no tenga el título.

—Conforme —decidió el juez después de convencerse de que Chessman hablaba en serio—. La causa se fija para el 29 de abril.

Ese día, Charles W. Fricke, apodado el «juez, de la horca», se haría cargo de Chessman. Resulta curioso el apodo de este honorable personaje, pues en California la horca había sido sustituida, desde 1941, por las cápsulas de cianuro. Pero los reos de última pena sabían lo que decían al utilizar ese apelativo.

El Departamento 43 se hallaba en el octavo piso del Palacio de Justicia. Consistía en un salón pequeño, desordenado, repleto de incómodas sillas plegables. La tradicional barandilla, con su puerta oscilante, dividía la sala en dos mitades. La tribuna del juez se parecía a los escritorios que se ven en la oficina de un sheriff de una película del «Far-West»; a la izquierda de este mueble se encontraban la bandera del «oso californiano», un filtro de agua, dos archivadores de color pardo y un ventilador eléctrico; y a la derecha aparecían la bandera de los Estados Unidos y la tribuna de los jurados.

El fiscal en el juicio contra Caryl W. Chessman, iba a ser Julius Miller Leavy, nacido en Los Ángeles, que parecía estarse especializando en los procesos criminales.

Durante los cinco primeros días de la vista, los dos abogados se cuidaron de seleccionar al jurado: once mujeres y un hombre. Y el juez Fricke necesitó una gran parte de ese tiempo en convencer al acusado-defensor de que no permitiría triquiñuelas verbales y que de ninguna manera aceptaría sus apelaciones.

El martes 4 de mayo, comenzaron a ser interrogados los testigos, los cuales no hicieron otra cosa que confirmar lo que habían declarado a la policía y en la vista preliminar.

Sin embargo, llegaron los momentos clave a partir de la intervención de Frank Hurlbur, un estudiante de la universidad de Loyola, que empezó a contar:

—Acompañé a Mary Alice a un baile que celebró la iglesia el 21 de enero. Poco después de la medianoche, estacionamos el coche en Mulholland Drive, sobre el Valle de San Fernando. A la una de la mañana llegó allí otro automóvil, provisto de un faro rastreador rojo, y se paró frente al nuestro. Materialmente se tocaban los parachoques de los dos vehículos. Súbitamente, apareció un hombre con aspecto de policía y se dirigió a la ventanilla donde estaba Mary. Al momento nos apuntó con una pistola y nos dijo: ¡Esto es un atraco! Yo pude darme cuenta de que el extraño llevaba el ala del sombrero bajada hasta los ojos. Además, se cubría la cara, de la nariz para abajo, con un pañuelo oscuro. Al decirle que no llevábamos dinero, ordenó a Mary que se bajara y entrase en su coche. Poco más tarde, me obligó a llevar mi automóvil a unos cuantos metros de distancia. Sin embargo, yo aproveché la ocasión para huir, hasta que me di cuenta de que era seguido por el coche provisto del faro rastreador. La persecución no duró mucho tiempo. En el momento que comprobé que iba solo por la carretera, me detuve junto a una casa y telefoneé a la policía de Hollywood.

En aquel momento el fiscal Leavy se dio cuenta de que podía aplicar el golpe de gracia. Y ya todas sus preguntas fueron de las que abren las tripas de un delito criminal.

—¿Vio usted con bastante claridad a ese extraño para poder identificarlo?

—Nunca le había visto antes.

—Me refiero a que si retuvo usted los suficientes datos como para conseguir identificarlo ahora mismo. Por ejemplo, le estoy señalando a Chessman, el acusado que se encuentra sentado en el extremo de esa mesa. ¿Se parece al asaltante?

—Pudiera ser, ya que se le asemeja.

—¿Quiere ser usted más preciso?

—Si que se parece.

—Usted se refiere al mismo que se aproximó a su coche, llevando una pistola, con un pañuelo que le cubría parcialmente el rostro y que les dijo: ¡Esto es un atraco!, ¿no es cierto?

—Sí, señor, es el mismo.

—Usted declaró a la policía que cuando le dijo al hombre armado que no tenían dinero, éste no revisó el bolso de Mary, ni le pidió a usted la cartera... Ahora haga memoria. ¿Al llevarse a la señorita Meza indicó que lo hacía para robarla?

—No habló, sólo la forzó para que le acompañara.

—¿Ni siquiera le dijo que llevara el bolso con ella?

—No.

—Señoría, ha terminado el interrogatorio del testigo, por el momento.

Seguidamente, intervino Chessman, sin dar muestras de sentirse acorralado:

—¿Quiere explicar a los miembros del jurado que hay en mí que se parezca al asaltante que usted vio?

—Sólo su estatura media y su peso. Es todo lo que puedo decir.

Poco más tarde, cuando Leavy pronunció el nombre de Mary Alice Meza se produjo en la sala un murmullo de expectación, que fue rápidamente acallado por el juez. Después de que la joven morena de dieciocho años prometiese decir la verdad, empezó a declarar con una voz insegura; sin embargo, poco a poco adquirió seguridad:

—Al ver el coche detenerse pensé que era de la policía, porque el resplandor de un faro nos deslumbraba. Yo bajé el cristal de la ventanilla, y vi que ese hombre me apuntaba con una pistola. Al oírle gritar ¡Esto es un atraco!, le dije que no tenía dinero. Luego me hizo bajar y me llevó junto a su automóvil.

—¿Le dijo algo ese hombre? —preguntó el fiscal.

—Sólo ven acá.

—¿Hizo algún movimiento con la pistola?

—Sí.

—¿Señalando el coche que lleva el faro rastreador?

—Sí.

—¿Quiere contamos usted, Alice, lo que sucedió después?

—Al ver a Hurlbur irse con el coche, me sentí aliviada por él. Pero ese hombre me obligó a entrar en su coche y puso el motor en marcha. En seguida se puso a perseguir a mi amigo pisando el acelerador. Cuando más estaban corriendo por el valle, el hombre me dijo: ¿Quieres que lo mate o que te posea a ti? Yo estaba tan asustada, que le contesté: Poséame.

Entonces él dio la vuelta y corrió en dirección opuesta. Mientras avanzábamos, yo me di cuenta que los instrumentos del tablero despedían un resplandor rojo.

—¿Llevó ese hombre el pañuelo sobre la cara y el sombrero durante todo el tiempo?

—Sí.

—Usted ha declarado que al sentirse tan asustada se tumbó en el asiento, lo que no le impidió ver que el coche se detenía en una especie de pequeño barranco. En aquel momento, entre sollozos usted le preguntó: ¿Qué me va a hacer? Y él le dijo: lo que ya sabes. Como usted le dijo que tenía la regla, sin ser creída, fue obligada a subirse las faldas para enseñarle el protector sanitario. Algo que no detuvo a ese salvaje, ya que la violó... ¿Pudo usted verle el rostro mientras la atacaba?

—Lo intenté... Pude observar que tenía la nariz, ganchuda, a pesar de que la cubriese con el pañuelo oscuro. Yo no cesaba de llorar... No sé en qué momento se retiró y me enseñó su pene mojado... Y me lo metió en la boca... A mí me daba mucho asco... Pero amenazó con matarme... Tuve que hacerlo...

—Acaba de utilizar usted la palabra pene. Supongo que ha estudiado en la escuela fisiología, luego conoce las diferencias existentes entre la anatomía del hombre y de la mujer...

Cuando usted ha dicho pene, ¿se refería al órgano masculino?

—Sí, a eso me refería.

—Usted declaró a la policía que hubo eyaculación. ¿Cuándo se produjo ésta?

—Luego, cuando me obligó a ponerme de espaldas, con la cabeza apoyada en el asiento trasero... Fue entre mis piernas... ¡Pero antes me había sodomizado... Qué horror...!

El fiscal Leavy ya contaba con lo que quería: estaban probadas las agresiones. Y cuando Mary Alice confesó que el asaltante la desplazó varios kilómetros a la fuerza, quedó en evidencia la circunstancia del secuestro. La «ley del pequeño Lindbergh» detallaba que para que se produjera este delito bastaba con que la víctima fuese desplazada, violentamente, a una distancia de más de cien metros o retenida por un espacio superior a una hora. Todas estas circunstancias se habían dado en este caso, junto a las agresiones físicas y morales. Allí estaban los cargos suficientes para que Chessman fuese condenado a la última pena.

Mientras tanto, el acusado-defensor intentaba solventar la papeleta con más frialdad que eficacia. Y cuando pretendió luchar a la desesperada, queriendo probar que él no era el «bandido de la luz roja», tropezó con el hecho de que se le respondía con el agravante de usted no apuntó con su arma o usted violó a Mary Alice. Y nadie cedió cuando el acusado-defensor pretendió volver a la expresión aquel hombre que iba en un coche, pues siguieron contestando en segunda persona, usted, y no en la tercera persona, él.

Entre el martes 18 y el viernes 21, se produjo el enfrentamiento directo con el jurado. Era la única posibilidad del «zorro». Primero intervino el «cazador»:

—Como verán, en el encerado he escrito cada uno de los delitos, con sus fechas y el nombre de las víctimas, para que ustedes tengan un recordatorio visual —explicó el fiscal Leavy, señalando a la pizarra y, luego, utilizó una cita equivocada—: como dicen los chinos «una mirada vale por mil palabras»... Les pido la pena de muerte para el acusado, porque es el castigo más leve que se le puede aplicar. Vean sus antecedentes. Fue sentenciado por robo y asalto criminal, en 1941, y lo enviaron a prisión. Dos años después escapó e inmediatamente lo aprehendieron por volver a robar. Se le condenó a cadena perpetua en Fosom. Pero en 1947 se le concedió la libertad condicional... ¡Y aquí le tienen de nuevo en un proceso! Dios me libre de discutir las ventajas o los inconvenientes de la libertad condicional, porque algunos hombres la merecen... ¡Pero no Chessman! ¡Estoy convencido de que es un comediante, que utiliza la enfermedad de sus padres como arma convincente o, mejor diría yo, como máscara que oculta sus bajas pasiones!

El abogado fue mencionando cada uno de los delitos que se le imputaban a Chessman. Utilizó las palabras más duras porque en sus manos se hallaba la defensa de una sociedad justa y honrada.

—...He oído muchas cosas en esta sala durante el juicio.

—El acento del fiscal se hizo emocionado, dramático—. He visto, en el estrado de los testigos, las emociones humanas atormentadas y desgarradas, miles de veces he sufrido este espectáculo... ¡Pero jamás había visto la angustia que indudablemente padecía la señora Johnson!

En aquel momento el juez Fricke decidió suspender la audiencia porque era la hora del almuerzo.

—Señores del jurado, ustedes no pueden creer que andamos quemando brujas —tronó, en la reanudación, la voz del abogado Leavy—. No pedimos la pena de muerte en todos los casos. ¡Pero esta vez, cuando un pervertido secuestra a una mujer como la señora Johnson, después de robarla... la Ley tiene dictaminado que la pena de muerte es el justo castigo!

Siguió enumerando los otros delitos hasta llegar a los cometidos en la persona de Mary Alice Meza:

—...¿No es horrible que un demonio como éste inicie a una jovencita en la vida sexual?

Luego siguió detallando las pruebas que demostraban la culpabilidad de Chessman, que lo identificaban con el «bandido de la luz roja». Y terminó su exposición de esta manera:

—...Señores del jurado, les dije al iniciar mi alegato que sólo existe una pena adecuada a estos atroces delitos. —Guardó silencio para que sus siguientes palabras cobraran mayor fuerza en el expectante jurado—. Seguiré diciendo lo mismo cuando termine de hablar. ¡Mándenlo a donde nunca pueda arruinar de nuevo la vida de una Mary Alice Meza o de una Regina Johnson...! ¡Mándenlo a la cámara de gas, a la que Chessman tiene tanto miedo!

Julius Miller Leavy se dirigió a la mesa, dejando una tensión y un silencio impresionantes. Mientras el acusado-defensor se levantaba.

—Sólo permitiré que uno de los representantes de la defensa se dirija al jurado —advirtió el juez. Fricke, sin dejarse convencer por el abogado que ayudaba a Chessman—. Limítese en su alegato a las pruebas presentadas ante este tribunal. Le mandaré callar si intenta mencionar algo ajeno a los temas que aparecen en autos. ¿Lo entiende usted?

—Sí —contestó Chessman.

Entonces el actor, que ya no podía utilizar ninguna de las astucias del «zorro», se dirigió a las doce personas, en cuyas manos estaba la decisión de la pena de muerte en la cámara de gas.

—Cuando era pequeño, un amigo y yo teníamos cada uno un «Ford» del modelo T. Mi amigo ajustó el motor del suyo de forma que pudiese alcanzar mayor velocidad que el mío. Un día la policía perseguía a mi amigo, que iba dando tumbos a ciento treinta kilómetros por hora, y mi amigo logró escapar. Entonces yo pasé por allí. Me detuvieron y pagué una infracción, que se me devolvió con «mil perdones» al comprobar que mi cacharro no superaba ni los cincuenta kilómetros cuesta abajo. —Acto seguido, se dirigió al señor Harte, el presidente del jurado—: Ustedes saben que no soy un ángel. He robado, he tenido choques con la policía, he violado infinidad de artículos del Código Penal. Pero nunca he sido culpable de un delito sexual... Lo que deben decidir ustedes es si soy culpable o no, y la respuesta no se basa, por lo que a mí se refiere, en si me las doy de listo; no se basa en si soy un engreído; no se basa en mi capacidad para ser dramático, comediante o histriónico... ¡No soy culpable!

Después intentó probar la serie de contradicciones de los testigos referentes al peso, a la estatura, a los rasgos físicos y al acento del «bandido de la luz roja». Después intentó demostrar que no pudo atacar a Regina Johnson y a Mary Alice. Y terminó volviendo a recurrir a la fábula del viejo «Ford» del modelo T.

—...Entonces la única forma de demostrar mi inocencia y convencer a la policía fue destapando el motor. Por fortuna, esto resultó posible. Ojalá existiera una manera, hablando en términos figurados, de destapar mi mente y mi corazón, para mirar debajo y saber si fui capaz... de cometer esos delitos, de ir a ciento treinta kilómetros por hora... Estoy seguro de que una vez hayan analizado las pruebas en mi contra, sabrán que soy inocente y tendrán el convencimiento absoluto de que no soy el «bandido de la luz roja».

Volvió a hacerse un gran silencio en la sala. Nadie sintió deseos de aplaudir. El fiscal Leavy se puso de pie con el gesto ofendido, como un padre que acaba de saber que han seducido a su hija más querida.

—Señores del jurado, me había propuesto no hablar más. Pero el reo ha dicho tantas falsedades que considero un deber darles su exacto significado. Es cierto que algunos testigos se equivocaron en unos kilos o en unos centímetros. ¿No les ocurre igual a los hombres que llevan toda la vida junto a pesos y medidas? ¿Quién no recuerda el error de un tendero?

Continuó echando por tierra cada uno de los recursos utilizados por Chessman.

—...Y sobre ese Joe «Terranova», al que el acusado pretende hacer culpable de sus delitos, ha quedado patente que no existe... ¡Bueno, sí existe, pero es la mente de Chessman, que resulta un personaje de una gran imaginación!... Espero que cuando vuelvan a esta sala, señores del jurado, puedan mirarme a los ojos y decir al acusado, y decirme a mí, con su veredicto, que han cumplido con su deber: ¡Dar a Chessman la última oportunidad mandándole a la cámara de gas!

Había llegado el momento de que el juez Fricke leyera las instrucciones al jurado. Volvió la silla giratoria de cuero, dio la cara a la tribuna donde se encontraban once mujeres y un hombre, y comenzó:

—Como juez, tengo el deber de informarles de lo concerniente a la Ley aplicable en este caso, y ustedes tienen el deber de cumplirla según mis indicaciones. Les advierto que no se dejen influenciar por el mero sentimiento, la conjetura, la compasión, el prejuicio, la opinión pública o el sentimiento de la sociedad. —Procedió a definir cada delito en un monólogo de cincuenta páginas—. Ustedes tienen el deber de determinar si las víctimas del secuestro sufrieron daño corporal. La Ley previene, en este caso, que sobre el acusado recaerá la pena de muerte o pasará su vida en la cárcel sin posibilidad de obtener la libertad condicional, a discreción del jurado. Pero si esas personas no padecieron daño corporal, silenciarán en su veredicto el castigo a aplicar.

El jurado se retiró a las once cincuenta y cinco. A las diez, cincuenta y cinco del día siguiente, volvió a la sala para preguntar:

—¿Una persona condenada a prisión perpetua tiene posibilidades de salir de la prisión en libertad?

—No existe una seguridad absoluta —respondió el juez Fricke.

—¿Puede dictarse pena de muerte si en los secuestros no ha habido daño corporal?

—En este caso sólo cabría el veredicto de cadena perpetua.

Transcurrió el largo viernes. A las doce y treinta, el alguacil acompañó a los doce jurados a almorzar. Y el numeroso grupo de periodistas no pudo averiguar, por mucho que escudriñaron aquellos rostros impasibles, si el veredicto ya había sido tomado.

A las seis de la tarde el jurado fue conducido al otro lado de la calle, para que cenara. Sus expresiones seguían siendo tan frías como la vez anterior.

A las seis cincuenta y cinco se reanudó la vista. Aquella docena de personas mostraba una enorme gravedad.

—¿Están de acuerdo en el veredicto, señor presidente? —preguntó el juez Fricke.

—Sí —replicó el señor Harte entregando al alguacil un montón de tiras de papel.

—Observo aquí, señor presidente, que hay dos veredictos firmados —dijo el juez.—. Le pido que examine de nuevo las tiras de papel y me indique el definitivo.

—Es el segundo Su Señoría —afirmó el señor Harte sin disimular un cierto nerviosismo.

El alguacil entregó al juez, los papeles, y éste los puso en manos del escribano diciendo:

—El escribano puede leer los veredictos entregados por el jurado.

El rostro de Caryl W. Chessman era totalmente inexpresivo en aquel crítico instante.

—Nosotros, los miembros del jurado, encontramos culpable al acusado de robo en primer grado... —El veredicto era el mismo para las diecisiete imputaciones—. Encontramos que Regina Johnson y Mary Alice Meza sufrieron daño corporal durante el secuestro, por lo que consideramos que debe aplicarse la pena de muerte... Imponemos también una prisión perpetua, sin posibilidad de obtener la libertad condicional, por el asalto a Melvin Waisler.

El juez Fricke dio las gracias al jurado, se cercioró de que todos los papeles se hallaban en manos del escribano, y decidió:

—El día 11 se dictará la sentencia definitiva.

Las doce personas justas se apresuraron a abandonar la sala. Mientras tanto, Caryl W. Chessman las seguía con los ojos, desafiante. Sólo dos mujeres, la señora King y la señora Vamos, le devolvieron la mirada.

—Muy bien, Chess. Vámonos —ordenó uno de los poli cías que debía llevarle a la cárcel.

El «actor» se levantó despacio, pesadamente. Sin decir una palabra cruzó delante de la tribuna del jurado y salió por el fondo de la sala. Su actuación había concluido con el más rotundo de los fracasos. Nadie le había aplaudido, y parecía aconsejable que abandonara sus deseos de continuar con la misma «obra teatral».

¡Pero seguía con vida!

Y eso significaba que podía encontrar el recurso que le permitiese volver a burlar a la Justicia de los hombres normales, del «mundo feliz e indiferente».

Al mismo tiempo, un empleado empezaba a apagar las luces del Departamento 43. ¿Había terminado la función?

* * *

El viernes 25 de junio, a las nueve y cuarenta y cinco de la mañana, se iba a proceder a dictar sentencia. Chessman y Al Matthews, el abogado que le ayudaba, tomaron asiento en el salón casi vacío, hablando y fumando cigarrillos. A las diez apareció el juez Fricke.

Era un tibio día de verano, propenso a la desgana, y por las ventanas del oeste se veían unas nubes.

—¿Existe alguna razón legal para no pronunciar el fallo definitivo? —preguntó el juez.

—El acusado es completamente inocente de los delitos que se le imputan —replicó Chessman.

—Esa no es una razón legal... Al no haber ningún impedimento legal, este tribunal falla y sentencia que usted, llamado Caryl Whittier Chessman, sea entregado por el sheriff del condado de Los Ángeles al alcalde de la prisión del Estado de California, en San Quintín, para que lo ajusticie y haga morir mediante la administración de gases letales de la manera prevista por las leyes del Estado de California, en la hora y la fecha que serán fijadas más tarde por orden de este tribunal, en la Prisión Estatal antes mencionada... Además, se le imponen quince condenas por los otros delitos, que irán desde cinco años a prisión perpetua sin posibilidad de obtener la libertad condicional.

—Solicito permiso para hablar, su señoría —pidió Chessman.

—Lo tiene concedido.

—He de hacer notar que Ernest R. Perry, relator oficial de este tribunal, ha muerto a causa de una trombosis coronaria. Hace dos semanas que falleció... Sé que no pudo transcribir nada más que una tercera parte de las actas del proceso.

—Este tribunal ha tomado nota legal de la fatal incidencia. Pero no estima que sea motivo para ordenar un nuevo juicio... Además, se preparará la transcripción, hasta los límites del ingenio humano, para que quede tan cabal como sea posible.