III

El Pabellón de los Condenados a Muerte

El 2 de julio de 1948, Knowles y Chessman fueron esposados y conducidos en un automóvil a la delegación de Glendale, donde, con otros ocho condenados, tomaron el tren que los llevo a la prisión en el norte. Doce horas más tarde, llegaron a Richmond. En este punto un barco pequeño, los transportó, a lo largo de cinco kilómetros, hasta la Bahía de San Pablo. Y en un ruinoso desembarcadero se hallaron bajo los muros de San Quintín.

Después de ser registrados en el ingreso, los nuevos reclusos fueron separados. Caryl W. Chessman, conocido desde ese momento como el preso 66565-A, llegó al departamento de distribución, donde se le entregaron unos pantalones azules, una camisa de trabajo, una chaqueta ligera y unas zapatillas blancas. Así llevaría el uniforme tradicional de la prisión.

Junto a dos guardias cruzó el patio hasta la rotonda de la nave norte, entró en el ascensor y cinco pisos más arriba se encontró en el Pabellón de los Condenados a Muerte. Allí le «hospedaron» en la celda 2455.

Este recinto era un cubículo de acero y hormigón, de 1,35 metros de ancho, 3,15 metros de largo y 2,15 metros de alto. Allí iba a dar comienzo la más larga agonía. La lucha de un desesperado por conseguir que la Justicia, la misma que le había condenado, flaqueara hasta mostrarle sus puntos débiles. Era un desafío titánico. Pero el premio, cuando se sabía que el castigo era lo peor, bien valía la pena por pequeño que fuese.

En su primera estancia en San Quintín, Chessman había empezado a especializarse en su caso. Y siguió estudiando libros de Derecho, buscando el resquicio que le permitiese abrir una nueva brecha. Su caballo de batalla iba a ser la inesperada muerte de Ernest R. Perry, relator o escribano del Departamento 43. Porque según las normas legales californianas, se exigía una trascripción literal, lo más exacta posible, del proceso, para que fuese examinada por el Tribunal de Apelación. Las actas habían sido tomadas taquigráficamente por el método Pitman, y se hallaban incompletas.

Esta infracción provocó una demanda de revisión, que el juez Fricke rechazó por completo al principio. Luego accedió a que el resto de las notas del difunto fueran pasadas a un lenguaje claro. Pero ningún taquígrafo se atrevió con el trabajo. Y entonces el condado de Los Ángeles tuvo que ofrecer mil dólares a quien lo resolviera.

Por mediación del fiscal Leavy, el juez. Fricke nombró para el cargo a Stanley Fraser, que había sido íntimo amigo de Perry, el relator fallecido, pues se comprometió a transcribirlas como si fueran suyas. Y se sometió a dos pruebas durante quince días. Después aseguró a Chessman que podría asistir a la lectura para dar su aprobación.

El tiempo jugaba a favor del reo. La agonía empezaba a llenarse de esperanzas, porque la sentencia de muerte no se cumpliría, ni se daría una fecha, hasta que el informe completo del juicio no llegase a la Corte Suprema.

Y la Corte examinó la transcripción sin la presencia de Chessman. Bajo el juramento del relator Stanley Fraser, confirmó los dos juicios precedentes y ratificó la condena de muerte. Esto sucedió en junio de 1949.

El veredicto enfureció al condenado, que protestó rotundamente:

—La transcripción está equivocada. No corresponde en su mayor parte a la realidad; lo que no me sorprende porque Stanley Fraser es un alcohólico, que ha sufrido crisis de delirium tremens seguidas de tentativas de suicidio. Y, además, es tío del fiscal Leavy.

El 2 de diciembre de 1949, el capellán protestante entregó un telegrama a Chessman.

—¿Puedo ayudarle?

—No. En estos casos no valen las ayudas de los demás.

¡La dulce y frágil Hallie, su madre, estaba muerta! ¡El cáncer la había llevado a la tumba! Pero, ¿fue realmente esa la causa?

La mujer pequeña, delicada, que luchó por traer una vida al mundo; que no se rindió cuando los médicos desahuciaron a su hijo; que permaneció pegada a la cama cada vez que su Caryl, su «excelencia», enfermaba, no había formulado ningún reproche ante cada delito o ante cada detención... ¿Pudo matarla el convencimiento de que nada conseguiría una paralítica contra la sentencia? ¿Qué tipo de presión sufre la madre de un condenado a muerte?

Chessman caminó de un lado a otro de la celda fumando. Pensó en su pasado y lo confrontó con lo que él era realmente. Los resultados fueron el hecho de apagar el cigarrillo entre los dedos, sin sentir el fuego.

Días después le visitó su padre.

—Mamita ha encontrado la paz. Ahora ya podrá descansar —dijo Serl, más viejo y demacrado que nunca.

Por esas fechas, el condenado disponía de una celda-despacho, cerca de la que le servía de «habitación». Tenía una máquina de escribir «Underwood», un sinfín de libros de leyes y un variado material de escritorio.

* * *

En la primavera siguiente, Chessman solicitó a la Suprema Corte de California que ordenase al juez Fricke la celebración de un nuevo juicio oral en relación con la transcripción de Stanley Fraser. El 19 de mayo de 1950 fue denegada su petición.

—Hemos llegado a la conclusión de que la transcripción que tenemos a la vista, con ciertos añadidos que se decidirán a continuación, permitirá resolver justa y equitativamente sobre los méritos de la apelación —expuso el magistrado B. Rey Schauer.

Los «añadidos» eran la exclusión de la declaración inicial del fiscal Leavy y el examen de los posibles jurados, datos que el nuevo relator había omitido.

Tres semanas después, el mismo tribunal rechazó la solicitud de habeas corpus que Chessman basaba en lo que calificaba de una transcripción espúrea, perjudicialmente incompleta e inexacta, con la que se me priva del derecho constitucional y de la protección equitativa de las leyes.

El 9 de octubre, la Suprema Corte de los Estados Unidos se negó a revisar la decisión del Tribunal del Estado.

El día de difuntos, los titulares de los periódicos traían esta noticia: «Motín en el Pabellón de los Condenados de San Quintín».

El condenado de la celda 2455 fue trasladado a una unidad aislada, por haber sido uno de los dirigentes del conflicto. Desde allí volvió a formular una petición de habeas corpus. La prensa, la televisión y la radio seguían hablando de él. Pero sus ataques ya eran más suaves: mostraban una extraña curiosidad nacida del enfrentamiento de un hombre solitario contra una institución pública.

Los medios de información empezaban a jugar a favor del reo. Y la agonía se fue haciendo más suave, porque la muerte estaba lejos, impalpable.

El 6 de diciembre, Chessman compareció fuertemente escoltado ante el tribunal. Se canceló la petición de habeas corpus, porque el detenido había dejado de estar incomunicado. Fue entonces cuando éste tomó la decisión de contratar a un abogado, porque su dependencia del correo y de los escritos le exasperaba. Así volvió a tratar con Rosalie S. Asher, una soltera de voz firme, capaz de sentir una gran ternura, y que se mostró dispuesta a trabajar intensamente.

El nuevo obstáculo le sugirió a Chessman la idea de novelar su vida. Tenía cierta experiencia literaria, al haber escrito algunos guiones radiofónicos para la emisora de San Quintín en su anterior encarcelamiento. Así dio comienzo a la obra autobiográfica Celda 2455. Pabellón de la Muerte. Y mandó un alegato en contra de la condena.

El 18 de diciembre de 1951, el juez Schauer, en nombre de cuatro miembros del tribunal más alto del estado, no encontró una razón sólida en las treinta y cinco objeciones del acusado y confirmó la sentencia.

—El examen de estos alegatos nos convence de que la transcripción permite hacer una consideración justa de la causa —dictaminó el juez Schauer.

Pero el juez Carter discrepó totalmente:

—La lectura de las actas descubre claramente que se cometieron algunos errores durante la celebración del proceso que, ordinariamente, requerían un estudio de la sentencia condenatoria.

Este letrado se apoyaba en la transcripción realizada por el relator Stanley Fraser.

Seis días antes de la Navidad, durante uno de los breves recreos a que tenían derecho los condenados a muerte, uno de los «huéspedes» estaba leyendo el San Francisco Chronicle cuando soltó un grito y, después, entregó el periódico al preso de la celda 2455.

—¡Ahí va tu regalo de Navidad!

Caryl Chessman, el «gran jurista de San Quintín», perdió ayer su desesperada apelación ante el Tribunal Supremo de California. La derrota se materializó por el resultado de cinco votos contra dos, por lo que se ha decidido que el veredicto fue justo...

El texto era más amplio. Pero, ¿de qué valía seguirlo leyendo?

En enero de 1952 fue desechada la solicitud del condenado a ser escuchado por el tribunal; y ocurrió lo mismo con una nueva petición de habeas corpus.

Con esta fecha ha llegado a mis manos la confirmación de su sentencia de muerte, emitida el 25 de enero de 1952, por S.S. Charles W. Fricke, juez del Tribunal Supremo de California por el condado de Los Ángeles, fijando la fecha para el viernes 28 de marzo de 1952.

El alcalde, H. O. Teet.

—Si deseo seguir respirando después de esta maldita fecha he de arremeter contra todo —se dijo Chessman nada más leer la notificación personal.

Por tercera vez apeló al Tribunal Supremo, bajo la presión de la agonía que ya tenía un final muy cercano. Y recurrió a otros departamentos judiciales del país. Así logró que la condena fuese aplazada por el juez Carter.

El 31 de marzo, el alto tribunal se negó a intervenir.

* * *

—¿Has oído la radio, Chess? —preguntó el vecino de celda.

—Claro que sí, John —dijo el morador de la 2455 quitándose los auriculares que San Quintín permitía tener a los «huéspedes» más peligrosos—. El 27 de junio me «administrarán los gases letales», según suele señalar Fricke... ¡Se diría que quieren verme muerto!

—¡Qué va! Tú les caes bien, Chess. Seguro que vuelven a sacarte del ataúd.

De nuevo la lucha desesperada. Los escritos que Rosalie S. Asher entregaba en todos los departamentos judiciales. Siempre buscando la letra menuda de los textos legales, la punta del hilo que permitiera deshacer la madeja. Pero cosechando infinidad de negativas.

Y, por fin, el juez Albert Lee Stephens concedió un aplazamiento cuatro días antes de que se llevara a cabo la ejecución. La noticia llegó a San Quintín cuando el reo empezaba a sentir que la agonía era desesperante. Ya había escrito su testamento.

Saber que la muerte se alejaba, que disponía de unas semanas más, le dio una gran seguridad. La novela autobiográfica estaba casi terminada. Esa iba a ser su arma, la última, porque en un tribunal resultaba difícil defenderse cuando se tiene enfrente a un fiscal duro y experimentado. Mientras que un libro ataca a un hombre solo, solo en su intimidad.

Pero, ¿querría algún editor publicarlo? ¿Habría lectores para este tipo de literatura?

Siguieron dos años de apelaciones, de fracasos y de éxitos relativos que permitían retrasar la ejecución. Un día llegó la noticia de que alguien se había interesado por la autobiografía de un condenado a muerte.

Y otro día se presentó un sacerdote protestante.

—Chessman, su padre ha muerto de un ataque cardíaco. Franes acaba de comunicármelo.

El preso de la celda 2455 se sintió anonadado ante la pérdida del ser querido, el único que le quedaba. El odio volvió y maldijo al «mundo feliz e indiferente». Mientras pensaba en Frailes, la viuda que había cuidado de Serl al morir la dulce y frágil Hallie.

En abril se puso a la venta la novela autobiográfica Celda 2455. Pabellón de la muerte. El día 3, Chessman fue conducido al despacho del alcalde de San Quintín.

—He de entregarle dos telegramas, cuyos textos son diametralmente opuestos.

Rosalie S. Asher no ha logrado el aplazamiento de la condena —elijo el reo con un cierto desengaño, al conocer el contenido de los mensajes—. ¡Vaya momento para decirme que el libro es un éxito de ventas!

La ejecución fue fijada para el 11 de mayo de 1954.

Chessman modificó su testamento, con el fin de que todos los beneficios de su libro fuesen a manos de Flanes, de los hijos de ésta, y de la abogada Rosalie S. Asher.

La víspera del día fatídico en el Pabellón de los Condenados a Muerte se respiraba una atmósfera de expectación. Todos creían que aquella vez era la definitiva. El eterno litigante había perdido la batalla. Al cabo de dieciséis horas la agonía culminaría en el momento que le sentaran en la silla de la cámara de gas.

Pero el juez Thomas F. Keating ordenó un tercer aplazamiento. Decisión que provocó una controversia nacional. Edmund G. Brown, gobernador de California, opinó que era una «perversión de la justicia». La nueva ejecución se fijó para el 30 de julio. Y dos días antes volvió a ser pospuesta. Hecho que se repitió a lo largo de cinco años más.

Para el 19 de febrero de 1960 se fijó la nueva condena. Y ningún tribunal aceptó más alegatos y recursos, debido a que el mundo entero era espectador del «drama» que sucedía en la celda 2455.

La justicia del Estado de California se hallaba en la picota.

¡Chessman había conseguido su propósito! ¡Ya eran millones los que pedían su indulto! ¡Qué pocos periódicos se atrevían a escribir en contra de él!

Pero, ¿era una victoria?

No. Porque sólo faltaban doce horas para que se dirigiera a la maldita cámara de gas. En San Quintín se esperaba el momento fatídico. El reo que más tiempo había permanecido en el Pabellón de la Muerte iba a marcharse definitivamente.

El 18 de febrero, se produjo lo imprevisible: diez, horas antes de la ejecución, el gobernador recibió un telegrama del Departamento de Estado. Se le informaba de que el Gobierno de Uruguay temía que la muerte de Chessman provocase motines nacionales durante la visita del presidente Eisenhower a aquel país sudamericano.

¡Y el preso 66565-A, el solitario de la celda 2455, vio alejarse su final!

El 19 de marzo, después de una sesión de dieciséis horas, el Comité Judicial del Senado aprobó por ocho contra siete desechar la proposición de abolir la pena de muerte. Una semana antes, el juez Clement D. Nye había firmado la sentencia número nueve.

En San Quintín, el alcalde Dickson anotó en el calendario de su escritorio: Ejecución de Chessman. Lunes 2 de mayo a las 10 de mañana.

Esta vez parecía la definitiva.

A pesar de que el famoso escritor «criminalista», objeto de polémica mundial, hombre sin escrúpulos, psicópata criminal con un índice de inteligencia del 140 (el propio de un genio), un actor consumado, seguía creyendo en la suerte y en su habilidad.

¿No confieren un halo de inmortalidad doce años burlando a la muerte? ¿Cómo pensar, en este caso, que únicamente se ha gozado de la más larga agonía?