I
Boletín que complementa el de 1-22-1948
Descripción del vehículo y del sospechoso buscado por secuestro, intento de violación y robo: varón, caucásico o italiano, moreno de veintitrés a veinticinco años, de 1,64 a 1,75 metros de estatura, de 68 a 77 kilos de peso, delgado o normal, pelo castaño ondulado y corto, ojos oscuros, dientes torcidos, nariz delgada y ancha en el centro, barbilla afilada, posible cicatriz sobre la ceja...
El boletín radiado a todas las emisoras de los coches patrulla de Ix›s Ángeles era mucho más amplio, cubriendo todos los datos aportados por víctimas de un criminal al que la ley iba a dar un trato adecuado:
...Tengan cuidado, pues el sospechoso va armado.
A las siete de la tarde del 23 de enero de 1948, Robert J. May y John D. Reardon, dos veteranos del ejército adscritos a la división de investigación de Accidentes del Departamento de Policía de Los Ángeles, recibieron el boletín. Su coche era el número «16-T».
Cuarenta minutos después vieron un «Ford» cupé que reunía las características del sospechoso. Decidieron seguirlo, pensando que ya habían hecho lo mismo con otros dos vehículos que luego estaban ocupados por ciudadanos honorables.
Pero no tardaron en observar algo extraño: el «Ford» entró en una estación de gasolina, pareció ir a frenar y, de pronto, aceleró al máximo y salió a la avenida Vermont.
—¡Vaya, vaya! —exclamó John—. Voy a encender la luz y pondré la sirena. ¿Cómo reaccionarán esos dos tipos que van allí delante?
—Pronto lo sabremos.
La luz y el sonido estridente parecieron algo inútil contra quienes cada vez marchaban a mayor velocidad. Unos kilómetros más adelante, Robert decidió utilizar su automática, porque tenía la absoluta certeza de que perseguían al acusado o a una pareja de delincuentes poco amigos de la Justicia. Vació el cargador y, para no perder tiempo buscando otro nuevo, tomó el arma de su compañero. Una de las balas hizo añicos el cristal trasero del cupé.
John intentó aumentar la velocidad metiendo segunda, para no perder al vehículo de los sospechosos, pero le fue imposible debido a que circulaba a más de ciento diez, kilómetros por hora. Debió conformarse con pisar el pedal hasta el suelo.
El «Ford» se vio acosado por otro patrulla, que venía de una carretera lateral, y para esquivarlo debió subirse a la acerca. Minutos después tres nuevos autos de la policía se unieron a la caza. Mientras Robert disparaba y comunicaba a la Jefatura lo que sucedía.
El patrullero número «16-T» se sirvió de una maniobra elemental al detener al cupé gris: provocar la colisión. Los resultados fueron definitivos en el primer intento.
Los dos ocupantes del «Ford» saltaron a la carretera. Uno de ellos se entregó casi en el acto, pues sólo había llegado al césped que separaba el asfalto de la acera. Y el otro, el conductor, huyó sin hacer caso de los gritos de advertencia.
John y Robert corrieron detrás de él. Atravesaron la entrada de coches de una casa particular. El segundo policía disparó dos veces. Y vieron cómo el fugitivo caía de bruces cuando estaba a punto de saltar una barrera de arbustos. Pero a éste le fue posible recobrar el equilibrio y seguir la fuga por el pavimento hasta un grupo de pequeños garajes particulares.
Robert tropezó con los arbustos. Se puso de pie y llegó a tiempo de ayudar a John a reducir al «zorro» junto a la valla de una casa. Un tercer policía, E. D. Phillips, acudió donde estaban sus compañeros y sometió a la presa golpeándola en la cabeza con una linterna de tres pilas.
Después de esposar al hombre, que aún se resistía, lo arrastraron hasta donde habían chocado los dos coches.
En el «Ford» encontraron una sola matrícula visible, fija al parachoques trasero, con el número «8Y1280». Debajo del asiento del conductor descubrieron otras dos, con el número «7P5618»; en la guantera localizaron una pistola de juguete y una linterna sorda del tamaño de un lapicero; en el suelo, a pocos metros del lateral derecho de la zona delantera del vehículo, recogieron una pistola del calibre 45; en los asientos posteriores hallaron un abrigo, una chaqueta de cuero, tres trajes, varios pantalones y cuatro o cinco sombreros; dieron, además, con estos objetos: una billetera de hombre, un par de guantes y un postizo para el pelo; y comprobaron que al faro «rastreador» le faltaba el tornillo que sujetaba el aro con el cristal.
Los disparos de Robert habían destrozado la ventanilla trasera del «Ford», agujerado los dos guardabarros y el faro posterior.
John y Robert cachearon al conductor del cupé gris. Observando que vestía una gabardina color canela, una chaquetilla parda de mezclilla y unos pantalones ligeros.
Tres policías condujeron a los dos prisioneros a la delegación de Hollywood, en North Wilcox. Robert preguntó:
—¿Por qué no se detuvieron ante mis disparos?
El conductor del «Ford» se mantuvo en silencio. Pero en la comisaría debió hablar lo suficiente, identificándose como Caryl W. Chessman, con domicilio en el 3280 de la Avenida larga de Glendale. Treinta minutos después fue llevado a la oficina de detectives donde se le sometió a un minucioso registro.
En el bolsillo derecho de su pantalón se encontró una tuerca unida a un trozo de alambre, ciento cincuenta dólares en billetes, unas monedas, un juego de pluma y lápiz, una cartera y varios papeles.
Chessman se sometió a varios interrogatorios, y dio comienzo a lo que ya sería algo imprescindible para él: la publicidad que proporciona la prensa, la radio, la televisión y cualquier otro medio de información pública.
Era necesario que el mundo le viese como era en realidad, que todos contemplaran a un hombre maltratado por los «cazadores», que se preguntaran «¿cómo un joven tan normal puede ser tratado como un asesino?» Necesitaba esta primera pregunta, porque iba a cuidarse de que las gentes se hicieran muchas más.
A la mañana siguiente, las primeras páginas de la prensa de los Estados Unidos daban la noticia, con gran profusión de fotografías, de la detención del «bandido de la luz roja». Y un escalofrío de odio y aversión recorrió la espina dorsal de cientos de miles de ciudadanos honorables, los cuales sólo se sentían capaces, afortunadamente, de regañar con sus mujeres, romper algún objeto insignificante, pegarse con un compañero, cometer una infracción de tráfico, etc.
Pero la investigación de un caso criminal es larga y laboriosa, mientras que los periódicos, los boletines de radio, los informativos de televisión y las revistas ilustradas tienen que dar noticias todos los días de todas las semanas. El «zorro» ya se cuidaría de que el tono agresivo de los textos impresos y el acento violento de los locutores fuera suavizándose, hasta el punto de que le resultaran totalmente favorables. ¿Cuánto tiempo necesitaría para el cambio?
Cerca de las diez de la mañana del 24 de enero, la policía telefoneó a la señora Meza.
—Mary Alice se encuentra muy mal, señor oficial —replicó la madre en un deseo de proteger a su hija—. Está en la cama, pues aún sufre una gran conmoción nerviosa y tiene esa extraña inflamación en la cara.
—Señora, la molestaremos muy poco. No será necesario que su hija abandone la casa.
—De acuerdo. Pero terminen pronto, por favor.
A las once, dos policías, Forbes y Goosen, llevaron a Chessman a la avenida Sierra Bonita y se detuvieron frente al número 1568.
—Señora, es necesario que su hija baje al primer piso para que vea al sospechoso desde una ventana —pidió Forbes.
Cinco minutos más tarde, Mary Alice Meza se asomó a la calle, contemplando a los dos hombres de paisano que se encontraban quietos en la acera.
—Ese es —afirmó.
—¿Cuál de los dos? —quiso asegurarse el policía.
—¡El de la nariz torcida!
Los «cazadores» y el «zorro» volvieron a la Jefatura después de desayunar en un restaurante, y Goosen preguntó:
—¿Qué me dices tú de esos casos en los que fueron violadas dos mujeres?
—¡Un trabajo de «Terranova»! Es un italiano de uno setenta de estatura, veinticinco años, pelo rizado y con una labia enredadora.
Aquellas palabras hicieron pensar a uno de los detectives que el personaje «hablador» podía tratarse de un individuo llamado Tuzzolino. Marchó en busca de una fotografía y se la mostró al detenido.
—Sí, creo que es él. Se le parece mucho. Acostumbra a pasarse la vida metido en el «Bradley’s», en el bulevar de Hollywood.
Chessman volvió a la celda. Los policías trataron de localizar a Tuzzolino y no lo consiguieron. Después se dedicaron a interrogar a David Hugh Knowles, que era el segundo ocupante del «Ford» gris.
El domingo a las dos treinta de la tarde, Paul J. River, psiquiatra del Departamento de Policía de Los Ángeles, examinó a Chessman en la sala de patrulleros del segundo piso. Encontró que tenía una ligera cicatriz en el lado izquierdo de la frente, cerca del nacimiento del pelo.
El lunes 26, en el Palacio de Justicia, situado en la calle de Broadway, había sido instalada una sala provisional de identificación de sospechosos. En un extremo de la estancia se levantaba, a cuarenta centímetros del suelo, una plataforma que se extendía a lo largo de una pared, en la cual estaban pintadas unas marcas de estatura, que iban desde los 1,64 hasta los 1,95 metros. Un grupo de reflectores montados en barras de acero podía regularse para iluminar aquel escenario.
T.V. Rawson, encargado de la sala, debía presentar a cincuenta y ocho sospechosos ante las personas perjudicadas por el «bandido de la luz roja». A Chessman le correspondía el número 49 y a Knowles el 50.
Al final de la «exhibición» a seis de los sospechosos, entre los cuales se encontraba el número 49, se les ordenó permanecer en la plataforma, quietos y dando la espalda a la pared.
—Por favor, ¿quiere poner un pañuelo sobre la cara al número 49? —pidió alguien a Rawson, sin que éste pudiera ver al que hablaba por culpa de la intensidad de los focos.
—Oficial, hágale que se baje el sombrero —solicitó un segundo espectador.
Cuando el policía trató de complacer a las dos personas, se encontró con una reacción sorprendente por parte de Chessman:
—No lo hace bien, amigo. —Se colocó las dos prendas de «enmascaramiento»—. Puede ahorrarse el trabajo. Yo sé muy bien cómo lo llevaba.
¿Quiso el «zorro» ser irónico? ¿Nacía su seguridad de lo que había leído en los periódicos? ¿Acaso estaba acusándose de ser el «bandido de la luz roja»?
Una mayoría de los espectadores reconocieron a su atacante en la persona del sospechoso número 49.
Aquella noche los dos ocupantes del «Ford» gris permanecieron encerrados en las celdas del «Tanque de Alta Potencia», especial para los detenidos por delitos violentos.
El miércoles 4 de febrero, el juez S. Guerin, hombre robusto que se acercaba a los cincuenta años de edad, de cejas espesas, cabello abundante y mirada profunda, leyó las acusaciones: una de hurto con escalo, dos de secuestro con propósito de robar, una de sodomía y otra de intento de violación.
Caryl W. Chessman compareció como su propio defensor, porque había rechazado al abogado de oficio y a otro particular que le pidió mil quinientos dólares de anticipo.
Simon L. Rose, suboficial del distrito, disponía de nuevos testigos y de dos pruebas. La mayoría de las víctimas del «bandido de la luz roja» identificaron a Chessman, el resto dudó por haber sido atacados en la oscuridad o bajo la luz cegadora de la linterna y del faro «rastreador».
Cuando fue llamada a declarar Regina Johnson, el juez Guerin estimó que había llegado el momento de desalojar la sala.
—Alguacil, que se retire todo aquel que no sea funcionario de la policía o abogado —ordenó—. La naturaleza de esta acusación es tal que su testimonio sería embarazoso para los oyentes.
Regina Johnson empezó a describir lo que sucedió aquella noche terrible. Pero las lágrimas y su arrebato de histerismo se lo impidieron.
—Es necesario que se calme, señora. Comprenda que su testimonio es necesario. Entiendo, como ya le dije antes, que le resulte enojoso, pero es imprescindible que soporte la prueba para que hagamos justicia. Le suplico que se serene y nos diga lo que ocurrió.
La mujer encontró las fuerzas suficientes. Siguió el relato de los hechos hasta su final. Luego, al identificar a Chessman, volvió a llorar y gritó:
—¡Le odio! ¡Llévenselo de aquí! ¡Por favor!
Tuvieron que sacarla apresuradamente de la sala.
—Alguacil, que entren los impacientes periodistas —indicó el juez Guerin.
La presencia de Mary Alice Meza en el banquillo de los testigos obligó a que los reporteros volvieran a desalojar la sala.
Las pruebas eran concluyentes.
—Caryl Whittier Chessman, queda detenido por las acusaciones presentadas en las dos querellas —dictaminó el juez Guerin—. David Hugh Knowles no será procesado por el robo en la tienda «Town clothiers», propiedad del señor Waisler... Señor fiscal, ¿tendría la bondad de entregar al tribunal los expedientes de los dos acusados?
Tomó las carpetas, examinó los papeles con ojos expertos y no pudo silenciar una mordaz observación:
—Los jueces los encerramos y otros los sueltan. ¡Malditas juntas de libertad condicional! ¡Ellas tienen la culpa de que sea tan elevado el índice de criminalidad en esta jurisdicción!
Acto seguido comprobó que el expediente de Knowles era similar al de Chessman, por lo que ordenó:
—Fijó la fianza de los acusados en veinticinco mil dólares por cada uno.
El proceso debía iniciarse el 20 de febrero en el Departamento 42 del Tribunal Superior.