La gran locura del oro
John Augustus Sutter nació el 15 de febrero de 1803 en Kandern, al norte de Basilea (Suiza). Veintitrés años más tarde se casó con Annete Dübelkd. Acosado por las deudas, el matrimonio debió abandonar su país, y en julio de 1834 llegaron a Nueva York.
Cuatro años después, Sutter ya hablaba el inglés a la perfección, lo mismo que el castellano, y conocía mejor que nadie el cultivo de las tierras y el cuidado del ganado. Por eso se unió a la caravana de la «Compañía Americana de Pieles». Pasados unos meses ya se encontraba en Monterrey (California), donde fundó Nueva Helvecia en unas tierras compradas a los mexicanos y a los indios; sin embargo, no controló el trazado de los mapas de sus propiedades.
El 29 de agosto de 1840 adoptó la nacionalidad mexicana. No obstante, en 1845 se unió a los partidarios de que California quedase anexionada a los Estados Unidos, lo que supuso que fuera hecho prisionero por los mexicanos. Gracias a que nunca había empuñado las armas, fue puesto en libertad. En realidad su misión había sido la de colaborador en la sombra, al financiar a los más importantes impulsores de la separación de California. Un hecho que se consolidó con el tratado de Guadalupe Hidalgo, firmado el 2 de febrero de 1848, con el que México concedió a los Estados Unidos la frontera de Río Grande y del Gila por una suma de quince millones de dólares. De esta manera Nuevo México, Arizona y California pasaron a ser territorios norteamericanos.
A partir de este momento comienza el relato seleccionado...
La paz reinaba en California desde el 13 de enero de 1847, fecha de la firma del tratado de Guadalupe Hidalgo. Los norteamericanos pudieron instalarse como vencedores en unas tierras que antes habían pertenecido a México. En junio, el coronel Richard Masón asumió el cargo de gobernador, mientras tanto, John C. Fremont emprendía el camino hasta Fort Sutter. Ya no era el hombre violento, al haber sido amansado por el general Stephen Watts Kearney. Llegaron el 13 de junio, para encontrarse con una importante guarnición militar, aunque el lugar continuaba siendo tan bullicioso como en los viejos tiempos.
John Augustus Sutter no dejaba de soñar en el futuro, pues desde siempre había vivido muy por delante de su tiempo. Nunca dejaba de confiar en su propia suerte, y no se sintió arredrado al conocer que una epidemia estaba diezmando a las tribus indias más próximas. Sin embargo, faltaba mano de obra en la agricultura, y las cosechas se perdían casi en un cincuenta por ciento, cuando en aquellas tierras cubiertas de un abono natural de siglos se obtenían los productos más grandes y provechosos del mundo. Contratiempos que no detenían el curso de la existencia.
Nueva Helvecia cubría un terreno de 25.000 hectáreas a lo largo del río Sacramento. Allí trabajaban cerca de mil empleados de todas las razas, ya que los negros no sufrían ningún tipo de discriminación. Se contaba con 12.000 cabezas de ganado, 15.000 carneros y 2.000 caballos. Todo un imperio formado por Sutter, uno de los primeros hombres que se asentaron en California para demostrar que allí se podía obtener una gran riqueza.
Por esta causa California se había convertido en una de las mayores preocupaciones del Congreso de los Estados Unidos, y estaba despertando el interés de cientos de miles de emigrantes. Sutter fue uno de los primeros en intuir lo que iba a suceder, por eso organizó las cosas para recibir a la primera oleada de forasteros. Por ejemplo, encargó la construcción de un molino en los ríos altos de Nueva Helvecia, con el fin de moler la mayor cantidad posible de trigo. Era imprescindible ponerse manos a la obra, sin perder ni un solo minuto. Lo primero consistía en contar con la madera imprescindible. Las empalizadas del fuerte debían ser reforzadas, aunque en el trabajo se debiera talar la mitad del bosque más cercano y montar una serrería hidráulica.
Todos los obreros disponibles fueron movilizados para la construcción del molino y la serrería. El número se había incrementado inesperadamente, gracias a la oportuna presencia de ciento cincuenta mormones. Todos éstos acababan de ser desmovilizados del batallón llegado a California del Sur marchando junto a los dragones del general Kearny, después de finalizar la guerra contra los mexicanos.
A últimos de agosto de 1847, en el momento que estos fanáticos religiosos se hallaban dispuestos a partir hacia el Gran Lago Salado, donde Brighan Young, uno de sus máximos profetas, estaba edificando la colonia de los Santos, recibieron la orden de permanecer donde se encontraban. Debían esperar a que mejoraran las condiciones de vida en Utah, el lugar que daría acogida en el futuro a todos los mormones. La orden llenó de alegría a Sutter, ya que estimaba en gran medida el esfuerzo y la habilidad de esas gentes extrañas, todos los cuales practicaban sus cultos en lugares alejados y nunca participaban en las diversiones normales del fuerte y de Nueva Helvecia.
Uno de los más valiosos artesanos que trabajaban para él se llamaba James Wilson Marshall. Había cumplido treinta y siete años, conocía el oficio de la carpintería a la perfección y sabía adivinar los problemas de la construcción mucho antes de que se produjeran. Resultaba un personaje muy singular en un universo tan heterogéneo como el de Nueva Helvecia. En el instante que Sutter le habló de la necesidad de instalar una serrería en la parte más alta del río, Marshall emprendió el camino a las pocas horas, con la idea de elegir el emplazamiento más adecuado.
Sin embargo, lo fue a encontrar lejos de las propiedades de Sutter, a unos 90 kilómetros del edificio principal de Nueva Helvecia. Los terrenos no podían ser mejores, ya que ofrecían todas las posibilidades para que el proyecto se hiciera realidad pronto y se disponía de todos los requisitos que lo harían funcionar con una gran eficacia.
La serrería hidráulica imponía una serie de trabajos que merece la pena resaltar, ya que fueron muy importantes al desencadenar unos sucesos imprevisibles. Lo primero era disponer de un dique, en el que se pudiera acumular una gran cantidad de agua; luego, ésta sería llevada por un canal que accionaría la rueda de una turbina. La rueda debería ser movida por un engranaje rudimentario unido a una sierra. Un gran depósito, que sería impulsado por el flujo del agua, iba a instalarse bajo los grandes árboles que protegían la serrería. Como es lógico, este depósito no podía contener guijarros, grava y otras materias que obstruyeran o inmovilizasen las turbinas. Una circunstancia ésta crucial para entender el inicio de uno de los mayores acontecimientos de la Historia.
John Augustus Sutter recibió de manos del general Larkin un mecanismo de hierro, que se cuidó de montar un hábil forjador mormón llamado Fifield. La operación se realizó en la zona alta, a la que los indios habían dado el nombre de Culluh-mah («hermoso valle») y los blancos conocían por Caluma. Allí trabajaron Marshall y sus colaboradores durante las últimas semanas de 1847.
Y hacia el 16 de enero de 1848, llegó allí el engranaje transportado en carros tirados por bueyes. Se tardó algunas horas en instalarlo; pero, al comenzar las pruebas, se pudo advertir que la rueda no giraba. Poco se tardó en localizar la causa: el canal no era lo bastante profundo para detener el paso de la grava.
El joven mormón Henry Bigler se encargó de limpiarlo. Le ayudaron unos peones indios. Como la mejor forma de conseguirlo era cavaren las rocas que formaban el fondo del lecho se pusieron manos a la obra. La tierra nunca había sido perforada por una herramienta manejada por el hombre. Supuso un gran esfuerzo trabajar allí, lo que mereció la pena. Pocos días más tarde, se abrió la esclusa y la grava pudo ser arrastrada por la corriente. El trabajo había sido coronado con éxito.
Por la noche se cerró la esclusa. El 24 de enero, durante las primeras horas de la noche, mientras una parte del canal se estaba calafateando, Marshall se fijó en las hendiduras de la roca corroída por las aguas... ¡Y allí mismo, a unas seis pulgadas por encima del líquido, descubrió unos puntos brillantes!
Los fue a recoger con sumo cuidado y los dejó en su sombrero. Entonces, más allá de sus principios religiosos y su prudencia de hombre adulto, se le disparó la codicia, unida a la sorpresa de quien cree haber encontrado el paraíso de lo material. Por eso gritó:
—¡¡¡Hijos míos!!! ¡¡¡Portados los diablos!!! ¡¡¡Creo que estamos encima de una mina de oro!!!
Todos se acercaron a examinar las diminutas pepitas y al momento, se fueron en busca de otras. Allí las había a millares. Y a medida que iban siendo extraídas de las rocas o del río, los gritos de entusiasmo llamaban a otros codiciosos, cuyas voces terminarían por convertirse en un eco universal.
No obstante. Sutter consiguió acallarlas momentáneamente. En seguida se cuidó de alquilar a los indios 15 kilómetros de las tierras próximas a la serrería. Acto seguido, envió al herrero Bennet a Monterrey, para que el gobernado ratificase el contrato.
Pero el gobernador Richard B. Masón se negó a firmar el documento, al recordar el tratado de Guadalupe Hidalgo, mediante el cual todo el suelo de California, mucho más el que pisaban los indios, había pasado a ser propiedad de los Estados Unidos por quince millones de dólares (ya sabemos que esta suma correspondía, además, a los estados de Arizona y Nuevo México).
Mientras tanto, el griterío de los codiciosos seguía llegando al fuerte casi al mismo tiempo que a la serrería, donde antes de finalizar la primera semana los obreros habían extraído más de seiscientos dólares de oro. Esto suponía una suma superior a lo que cualquiera de ellos podía ganar en dos o tres años. Al mismo tiempo, se descubría que toda la zona alta del río se hallaba repleta de oro. Y como allí trabajaron muchos mormones el lugar se llamó Mormon Diggings («La busca de los mormones»).
Para entonces Sutter se había quedado casi sin colaboradores, ya que todos acudieron en busca del oro. Y en marzo debió enfrentarse a las exigencias de los mormones del molino, que le reclamaban su paga. Como no tenía dinero, encontraron la justificación para abandonarle. Muchos otros los imitarían.
El 7 de abril, el astuto mormón Sam Brannan, que en 1846 había llevado a California a sus doscientos treinta y ocho correligionarios, llegó a Fort Sutter sabiendo que iba a obtener un gran beneficio para sus actividades extrarreligiosas. De regreso a San Francisco, no le importó presentarse en la plaza más importante con una botella llena de polvo aurífero en la mano, gritando con todas las fuerzas de sus pulmones:
—¡¡¡Oro!!! ¡¡¡Oro!!! ¡¡¡Hay oro en el río de los Americanos!!!
Con esta proclama Brannan dio pie a una de las movilizaciones humanas más importantes que ha conocido la Historia, acaso tan importante como la provocada por las Cruzadas entre los siglos XI al XIII de nuestra era.
En mayo el diario de Nueva Helvecia informó:
Las montañas se han llenado de gentes sin rumbo, por que allí donde se cava aparece oro... Son tantas las gentes convertidas en buscadores improvisados de oro, que ayer se hundieron varias chalupas al ir excesivamente cargadas de tripulantes. Se desconoce si se han producido víctimas... Más de un millar de individuos de todas las razas y nacionalidades avanzan por las regiones auríferas...
En el «Californian», que era el más antiguo periódico de la provincia, en el mismo mes se ofreció esta última noticia: Un gran número de nuestros abonados y la mayoría de los que insertan su publicidad en nuestras páginas se han ido: cerraron las puertas de sus casas y negocios y dejaron la ciudad. Todo el país se halla convulsionado, desde San Francisco a Los Ángeles, desde la orilla del océano a las montañas, y en cada rincón sólo se escucha una palabra repetida como un eco enloquecedor: «¡Oro! ¡Oro! ¡Oro!» Ya a nadie le importa que los edificios queden a medio construir, que las mercancías esperen en los carros a que alguien las descargue... ¡Sólo importa ir en busca de ese vil metal amarillo!
Como todo el mundo se ha marchado, lo mismo lectores que impresores, nos vemos obligados a suspender la publicación de este periódico...
Y en el Californian Star se insertó una noticia similar durante el mes de junio:
La ciudad se ha quedado silenciosa. Las calles ofrecen un aspecto desolador y sombrío. Por todas partes el ambiente es triste, pesado y muerto. Cerca de dos mil buscadores de oro se han ido a las minas...
El espectáculo de la deserción ya estaba provocando unas imágenes increíbles: la del centinela que estando de guardia en el palacio del gobernador Masón, en Monterrey, desapareció antes de que llegase el relevo. La de los marineros que abandonaban en masa cualquier barco que tuviese la desgracia de atracar en San Francisco o en otros puertos de California. Ciudades, pueblos, aldeas y granjas se iban quedando vacías de hombres de la noche a la mañana. Blancos, mexicanos, hawaianos, negros, pieles rojas, chinos, etc., corrieron a las montañas.
Cuando el eco de un hallazgo tan fabuloso ya estaba recorriendo la nación entera. Se contaba que muchos ganaban mil dólares diarios. También se hablaba de fortunas más altas obtenidas en pocas horas. Quienes se instalaban en Fort Sutter pagaban alquileres astronómicos, ante la perspectiva de hallarse tan cerca del oro. En julio, un tonel de harina ya costaba allí treinta y seis dólares cuando antes se había podido comprar por unos cincuenta centavos. Era la locura.
La noticia llegó a la costa atlántica el mes de agosto, por medio de un anuncio publicado en el New York Herald del 19. El 29, el Journal du Commerce publicaba:
En la actualidad, las gentes recorren palmo a palmo California buscando oro. Van y vienen como cerdos sueltos desenterrando trufas en un bosque... Se cuenta que un hombre tiene sesenta indios a sus órdenes, lo que le permite obtener beneficios de un dólar por minuto...
Cualquiera de las noticias que llegaban del país del oro, de Eldorado, se ofrecía como un acontecimiento sensacional en las primeras páginas.
¡Al fin ha sido descubierto el Eldorado de los conquistadores españoles! ¡Estamos en vísperas de la Edad de Oro! ¡Los sueños de Cortés y de Pizarro se han convertido en realidad!
El escepticismo que aún se mantenía días más tarde de la publicación del anuncio en el Herald en un gran número de los lectores, dejó paso bruscamente a un entusiasmo que el presidente Polk dio tono de oficial en su Mensaje al Congreso el 5 de diciembre de 1848:
—Las noticias sobre la abundancia de oro en este territorio serían difíciles de aceptar si no estuvieran apoyadas por informaciones fidedignas avaladas por los funcionarios de la Administración.
Precisamente uno de estos funcionarios, Richard B. Masón, como gobernador de California envió a Washington a uno de sus secretarios, el cual llevaba un recipiente que contenía doscientas trece onzas de oro puro. Este mensajero llegó el 7 de diciembre y, en seguida, fue invitado a mostrar el maná fabuloso en el «War Office», como evidencia palpable del extraordinario descubrimiento de Sacramento.
De esta manera el gobierno se convirtió en garante de la verdad. ¿No se consiguió con este paso aumentar la locura colectiva que lanzaba a la multitud en pos de un sueño engañoso hacia el horizonte dorado de las montañas californianas?
El descubrimiento del oro era cierto, pero sólo aprovecharía a un centenar de personas, siempre las más avispadas o las de peores escrúpulos. Nunca a los millones de incautos que se arrojaron tras de una quimera. Cientos murieron en las praderas, abatidos por las flechas de los indios o por su propia ignorancia al no haberse buscado un guía. Quizá lo único positivo fuera que se consiguió poblar el estado más rico, que producía con generosidad millares de cosas, además del oro.
También la locura del oro cruzó el continente y los océanos, atrayendo a aventureros, por ejemplo de Australia, Rusia o de China. Pero, ¿qué había sido de Joseph Augustus Sutter, el cual fue el impulsor casual del descubrimiento?
Se había instalado con su hijo en Hock Farm, una hermosa mansión construida en el norte de Nueva Helvecia. Al no poder seguir viviendo en el fuerte, por haber sido convertido en un lugar de paso de los buscadores de oro, punto de reunión de los indeseables, debió buscar mejores aires.
Sutter vivió un tiempo de señorío, como él siempre había soñado. Organizó fiestas, recepciones y banquetes principescos, al poder mantener en activo sus tierras de cultivo. Se vio rodeado de honores, pues se le consideraba un gentleman farmer, merecedor de presidir la Asamblea constituyente de California. Mientras tanto, sus enemigos comenzaban a cavar la fosa en la que se hundiría uno de los hombres más importante y generoso de los Estados Unidos.
El golpe certero y terrible llegó de Washington: en 1851 se le acusó de haber arrebatado a la nación una superficie territorial de ciento veintinueve millas cuadradas, debido a un error intencionado, cometido años atrás, por un geómetra mientras trazaba los límites norte de Nueva Helvecia.
Los abogados de Sutter solicitaron en seguida un proceso de casación, que sus adversarios consiguieron retrasar más allá de la fecha límite. Cuando el Tribunal Supremo arrebató a Sutter todas sus tierras nada se podía hacer. También se invalidaron las concesiones realizadas por los mexicanos... Realmente, se estaba haciendo pagar a este inocente una hipotética colaboración con México en tiempos de la guerra por California, al recordar su nacionalidad mexicana. Además, los sudistas que dominaban en el Tribunal le pasaron factura por haber contratado en Nueva Helvecia a muchos negros fugitivos de otros Estados, lo que en aquellos tiempos se consideraba un delito tan grave como ser cómplice de un robo masivo.
El coronel John Augustus Sutter, uno de los forjadores del Estado más rico de la nación, quedó en la ruina. Como conservaba algunos amigos, en el momento que Hock Farm fue subastado por catorce mil dólares, como pago de la deuda, le prestaron a fondo perdido el dinero para poder comprarla.
En 1861, la Sociedad de los Pioneros californianos organizó una colecta en favor de Sutter. Esto permitió que se le concediera una pensión de quince mil dólares, pagaderos en cinco años a razón de doscientos cincuenta dólares al mes. Sin embargo, el 21 de junio de 1865, un incendio criminal devastó Hock Farm, con lo que Sutter quedó sin techo. De esta manera se encontró en la indigencia dentro de un estado que él había contribuido básicamente a crear.
A partir de aquellas fechas el «anciano gran hombre de California» decidió ir a Washington, donde confiaba en que el Congreso reparase la injusticia cometida por el tribunal Federal. Ya había concluido la Guerra de Secesión. Se instaló en un hotel, y allí redactó una larga instancia destinada al Congreso, en la que reclamaba una indemnización a título personal. Pero cayó enfermo, y debió permanecer allí inmovilizado varias semanas. Durante algún tiempo creyó en poder ganar su pleito, y multiplicó las gestiones ante los congresistas más influyentes. Sin embargo, se sucedían las sesiones año tras año sin que se abordaran sus asuntos.
En 1871, los Sutter ya eran demasiado viejos. Se hicieron construir una casita en Lititz, Pensilvania. El expediente Sutter esperó otros siete años antes de que pudiera ser introducido en las vías más directas. Al fin, el anciano contaba con buenas razones para esperar una reparación. Su situación era de pobreza casi total, ya que había dejado de percibir el subsidio de California.
Mientras tanto, en el Capitolio se veía con frecuencia a un viejo caballero subiendo fatigosamente las escaleras, apoyado en su bastón y siempre tan correctamente vestido como antaño, en los mejores días de su máximo esplendor. Todo se presentaba mejor en vísperas de la XLVI Legislatura del Congreso. Algunas altas personalidades le habían asegurado que su expediente iba a entrar en discusión.
En junio de 1880, una vez más, el Congreso cerró el período de deliberaciones dejando el asunto sin tratar. Dos días más tarde de la clausura, el 18, en una habitación del Mades Hotel se encontró a Johann Sutter muerto en su cama.
Cuando fue enterrado en el cementerio de Lititz, allí se encontraban importantes personajes pronunciando discursos de homenaje al pasado de un héroe. Entre las alocuciones, la más vibrante fue la de John C. Fremont.
Sin embargo, sólo la Historia se encargaría de reparar el daño causado a uno de los grandes hombres de los Estados Unidos. El único que vio pasar a su lado el sueño enloquecido del oro, porque creía más en los productos que ofrecía la tierra al agricultor hábil y trabajador. Como era demasiado soñador, no supo defenderse de sus grandes enemigos, ésos que no dejarían de luchar frente a él, en las cloacas de la política, hasta llevarlo a la tumba sumido en la miseria. Lo que jamás le arrebataron fue la esperanza, ya que hasta el último segundo siguió luchando por su honor y su fortuna.