IX. LA CORONA DE ARAGÓN: UNA VALORACIÓN HISTÓRICA

La Historia es una materia propicia para la manipulación. Hasta el siglo XIX la crónicas, anales e historias del pasado se escribieron al dictado de quien las encargaba, que solían ser emperadores, reyes, papas u obispos, interesados en que la memoria del pasado no fuera otra cosa que la justificación de sus intereses presentes.

Las cosas han cambiado mucho, pero siguen existiendo demasiados intereses políticos que intervienen en la distorsión de los hechos históricos y a comienzos del siglo XXI se sigue haciendo presentismo con la historia; es decir, se proyecta una idea política del presente en el pasado aunque para ello sea preciso alterarlo y adulterarlo hasta el ridículo.

En este sentido, el caso de la historia de la Corona de Aragón es paradigmático.

A mediados del siglo XIX un movimiento cultural, y político, nacido en Barcelona y denominado «la Renaixenga», se empeñó en cambiar la historia a base de alterar definiciones y de imaginar símbolos y espacios que jamás existieron.

En su desvarío historiográfico, algunos eruditos de ese movimiento comenzaron a acuñar conceptos como «la Corona catalana-aragonesa», «los condes-reyes», «los reyes-condes», «los reyes de Cataluña», la «Confederación catalano-aragonesa» y otras denominaciones falsas por el estilo, que culminó con la peregrina y ahistórica denominación, ya en el siglo XX, de «els Països Catalans» para definir un inexistente territorio común en el que se incluían los actuales Cataluña, Rosellón y Cerdaña, las comarcas orientales de Aragón, la Comunidad Valenciana y las Islas Baleares.

Proyectando ideas políticas nacionalistas del presente en el pasado, se alteró el ordinal dinástico de los soberanos de Aragón, de modo que Alfonso II el Casto pasó a ser «Alfons I» y Pedro II el Católico, «Pere I de Catalunya»; y así siguen siendo denominados estos soberanos en los ficheros del Archivo de la Corona de Aragón y en las denominaciones de algunos políticos ultranacionalistas catalanes.

Aunque para ser precisos, los ordinales deberían referirse a su verdadera referencia espacial y temporal; así, Alfonso el Casto debería ser «Alfonso II, rey de Aragón», y «I, conde de Barcelona». Claro que, en ese caso, habría que denominar a Pedro el Ceremonioso como «Pedro IV, rey de Aragón», «II, rey de Valencia», «I, rey de Mallorca» y «III, conde de Barcelona». Por eso es más fácil recurrir a lo habitual, salvo en Cataluña, y denominar a los monarcas en función de su ordinal según el rango más antiguo en categoría, y, por tanto, en el ordinal que les corresponde como «reyes de Aragón».

Desde esas torcidas posiciones, no se dudó en distorsionar la unión dinástica forjada en el siglo XII entre el reino de Aragón y el condado de Barcelona en una especie de nebulosa histórica que enmascaró la realidad y la trufó con mitos, leyendas y fabulaciones hasta confundir la historia con la ficción.

Claro que en Aragón no faltaron quienes, tal vez a rebufo de la falsificación perpetrada por algunos eruditos catalanes, que tenían sus correspondientes homólogos en Castilla, hablaron de que Aragón era el centro de la Corona y Cataluña apenas un apéndice del mismo.

Afortunadamente, historiadores sensatos y documentados, fieles al análisis documental y a la veracidad histórica, lo han dejado muy claro, aunque todavía haya quienes pretenden modelar la historia al gusto de sus conveniencias políticas coyunturales.

La Corona de Aragón tuvo su origen en una unión dinástica basada en una alianza matrimonial, siguiendo el derecho medieval aragonés y el derecho canónico, que Antonio Ubieto explicó así en 1987: «Lo que ocurrió con los desposorios es que se produjo una unión personal, mediante unos esponsales, que más tarde se tradujeron en matrimonio canónico, que originaron una unión en tales personas de territorios que tenían —y siguieron teniendo— unas instituciones políticas, jurídicas, administrativas, económicas, culturales, etc., a veces muy diferentes. Con todo, resulta cómodo designar con el nombre de “Corona de Aragón” la serie de territorios que formaron un conglomerado político, que giró en torno al territorio patrimonial del “reino de Aragón”, al que luego se unió en sus títulos el de “conde de Barcelona”».

En función de la documentación y de la historia, y en palabras de Esteban Sarasa en 2001, «La Corona de Aragón fue el conjunto de reinos, condados, señoríos y dominios gobernados por la soberanía del rey de Aragón: en la que la personalidad política, jurídica, cultural y territorial de todos y cada uno de ellos se mantuvo desde su creación, en el siglo XII, hasta su desaparición a comienzos del XVIII».

Recientemente, Ángel Sesma lo ha dejado muy claro en su libro sobre la Corona de Aragón del año 2000.

La Corona de Aragón no se llamó así desde el principio. En el siglo XII ni los reyes de Aragón ni los condes de Barcelona tenían como distinción de su rango una corona. El primero de ellos en ser coronado fue Pedro II, y lo hizo en Roma de manos del papa Inocencio III. Para ser rey legítimo de Aragón se hizo necesario haber nacido de matrimonio canónico, jurar los fueros de Aragón, y luego los de los demás territorios de la Corona, y ser coronado en la catedral de La Seo de Zaragoza. El papa dispuso que en su ausencia debía ser el arzobispo de Tarragona, la mayor dignidad eclesiástica en todos los Estados del rey de Aragón, quien impusiera la corona, pero esto jamás ocurrió. Los reyes de Aragón se colocaron la corona ellos mismos o fueron coronados por obispos de Zaragoza o de Huesca.

Y es que desde 1168 los reyes de Aragón eran vasallos de la Santa Sede, y debían juramento de homenaje a los papas. Por ello, la monarquía aragonesa adoptó sus colores heráldicos, el rojo y el amarillo, copiando los de su señor feudal, el papado, pues esos mismos fueron los que usaron los pontífices en la Edad Media.

La Corona de Aragón se sostuvo en sus soberanos y en la continuidad de su linaje, y ello a pesar de que los tres primeros, Alfonso II, Pedro II y Jaime I accedieron al trono en minoría de edad, causando por ello algunas dificultades.

Los Estados fundacionales de la Corona de Aragón fueron el reino de Aragón y el condado de Barcelona, cuyo titular lo era además de los de Ausona, Cerdaña, Besalú y Gerona. A lo largo del Medievo se fueron sumando otros territorios; en algunos casos por incorporación pacífica como el marquesado de Provenza o los condados de Pallars y Urgel; en otros por conquista a los musulmanes, como Lérida y Fraga, Tortosa, el reino de Mallorca y el de Valencia; y otros durante el proceso de expansión mediterránea, como los reinos de Sicilia, Cerdeña, Nápóles o los ducados de Atenas y Neopatria.

Desde luego, y aunque por diversas circunstancias, todas las conquistas quedaron adscritas al reino de Aragón, a Cataluña o al reino de Valencia, los territorios ocupados tras la unión dinástica de 1137 no fueron legalmente ni conquistas aragonesas, ni barcelonesas o catalanas, sino conquistas de los reyes de Aragón. Así, Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona, conquistó Fraga y Alcañiz, que se incorporaron a Aragón, pero también Lérida y Tortosa, que lo hicieron a Cataluña. Teruel fue una conquista de Alfonso II, que quedó para Aragón, y Mallorca y Valencia, conquistas de Jaime I, fueron constituidos como reinos autónomos, y dotados con sus fueros e instituciones privativos. Pedro III conquistó el señorío de Albarracín, que se incorporó a Aragón, y también el reino de Sicilia, donde se creó un reino propio.

En ocasiones, algunos territorios de la Corona se desvincularon del tronco común, como el reino de Mallorca en 1276, aunque luego fue reincorporado, y en otros casos, como los ducados griegos de Atenas y Neopatria, se perdieron a fines del siglo XIV, mucho antes de que desapareciera toda la Corona.

Sus soberanos nunca se intitularon «reyes de la Corona de Aragón», sino que lo hicieron con todos y cada uno de sus títulos privativos. Así, Petronila fue reina de Aragón, como heredera de Ramiro II, y condesa de Barcelona, por su matrimonio con Ramón Berenguer IV; Alfonso II rey de Aragón, conde de Barcelona y marqués de Provenza; Jaime I rey de Aragón, rey de Valencia, rey de Mallorca, conde de Barcelona y señor de Montpellier; y Pedro IV rey de Aragón, rey de Valencia, rey de Mallorca, conde de Barcelona y duque de Atenas y Neopatria, e incluso rey de Jerusalén, entre otros títulos. Y cuando se abreviaban los títulos y sólo quedaba uno, siempre prevalecía el más antiguo e importante en el orden protocolario: rey de Aragón.

Desde luego, los soberanos de la Corona nunca se intitularon como «reyes o condes de Cataluña», pues aunque desde fines del siglo XII ya aparece este macrotopónimo, la idea de un territorio llamado Cataluña, de extensión similar a la actual Comunidad Autónoma española del mismo nombre, que englobara a la mayoría de los condados cristianos altomedievales del noreste hispano y a las tierras de Lérida, Tarragona y Tortosa, no se concretó hasta el reinado de Jaime I, ya en el siglo XIII, cuando comenzaron a definirse las fronteras políticas entre Aragón, Cataluña y Valencia, que no quedaron perfiladas definitivamente hasta el siglo XIV.

La Corona de Aragón superó dificultades considerables, como el interregno de 1410 a 1412, con soluciones pactadas e imaginativas (diríamos hoy) tal cual las acordadas en el Compromiso de Caspe en junio de 1412, en donde Aragón, Cataluña y Valencia decidieron seguir unidos al elegir a un monarca común para todos los territorios.

Ni siquiera la unidad dinástica de las dos grandes monarquías hispánicas con el matrimonio de Fernando II de Aragón e Isabel l de Castilla supuso el final de la Corona, que, aunque debilitada, siguió existiendo en los siglos XVI y XVII como referencia política.

Sólo la unificación jurídica impuesta por Felipe de Borbón entre 1707 y 1714 con los Decretos de Nueva Planta supuso el final de esta extraordinaria institución medieval, fruto del derecho feudal en el que la tierra es del rey, el señor natural del territorio, convenientemente aderezada con normas del derecho burgués emergente en el siglo XII, en una amalgama que funcionó gracias los intereses comunes de sus integrantes y a no pocas dosis de sentido común.

Dentro de la unidad de Corona, cada Estado mantuvo su autonomía fiscal, su lengua, sus derechos, sus costumbres, sus normas cívicas y su cultura, en un ejemplo de convivencia y tolerancia que, en su propia historia, puede dejar no pocas enseñanzas a la España y a la Europa contemporáneas.