LAS GRIETAS DE UNA CORONA

La recuperación de la imagen no vino acompañada de la reconstrucción del poder real. Ni Fernando I (que murió en 1416) ni su hijo y sucesor Alfonso V (1416-1458), pudieron resistir la presión de los grupos de poder de los estamentos de cada uno de los reinos. Desde hacía tiempo se arrastraba la quiebra del patrimonio y de las rentas reales. El soberano de la Corona de Aragón era pobre y, además, estaba arruinado. La capacidad económica de la monarquía dependía de las ayudas y préstamos otorgados por las Cortes de manera voluntaria, que obligaban a los reyes a aceptar condiciones y hacer concesiones muchas veces contrarias a sus deseos e intereses.

El precio pagado por los reyes de la dinastía Trastámara en estas negociaciones consistió en permitir que se desgajaran parcelas del gobierno propio de la monarquía para cederlas a los estamentos que controlaban las instituciones de los reinos, es decir, quitar poder centralizador al rey para potenciar a las fuerzas internas de los territorios.

Las Cortes Generales, como órgano que representaba la voluntad conjunta de la Corona, que durante más de un siglo se habían reunido y tomado decisiones en los asuntos que afectaban a todos —solventar los levantamientos de la Unión, reformar el sistema fiscal, decidir guerras y, la última, la solución de Caspe—, dejarán de convocarse. La existencia de una Hacienda Real única, con un Maestre Racional encargado de administrarla, se fragmentará en tres Haciendas con sus propios oficiales para realizar la gestión en cada uno de los estados; las Diputaciones dejarán de depender de las Cortes y se constituirán en gobiernos autónomos y estamentales. Las funciones del antiguo lugarteniente se separarán y se repartirán entre los virreyes y los gobernadores de cada reino. La Audiencia real y la Cancillería terminarán, igualmente, por organizarse en función de los tres territorios y con personal oriundo de cada uno de ellos.

Como último símbolo de esta fragmentación, se pasa de la existencia de una archivo real instalado en Barcelona por Jaime II, cuyas primeras ordenanzas fueron dadas por Pedro IV en 1384 con una clara intención centralizadora, a la creación de sendos archivos reales en cada una de las capitales.

Con los Trastámara, la Corona de Aragón dejará de estar constituida por tres Estados con intereses compartidos y articulados por un aparato monárquico común, para convertirse en tres Estados con tres estructuras monárquicas y tres proyectos más o menos coincidentes, que cuentan con un mismo rey.