PLANETA DE CONQUISTADORES
ROBERT SHECKLEY
Ciertas tendencias de la SF señalan, a menudo brillantemente, esos fascinantes aspectos del comportamiento humano primitivo que hacen burla de la lógica. Sheckley tiene una habilidad incisiva para retratar la locura de los primitivos de otros mundos, convirtiendo esta locura en alegre comedia, y luego estremeciendo y devolviendo a la realidad al lector con un final tan sorprendente y asombroso como el primer relámpago de una tormenta de verano...
La nave despegó tan pronto como Ewick hubo descargado su equipaje. Se quedó contemplándola hasta que desapareció en el cielo, sintiéndose un poco triste por abandonarla. Los espacionautas eran unos grandes tipos, y se habían mostrado amistosos e informales. Eran como un club, pensó...
Alzó sus maletas del esponjoso suelo y comenzó a andar hacia la Casa Colonial, mientras su gato Fluff lo seguía pisándole los talones. Lo había metido de contrabando a bordo con la ayuda de la tripulación. La Oficina Colonial no aprobaba que se tuvieran animalillos domésticos en los mundos primitivos, pero él necesitaba tener algún tipo de nexo físico con la Tierra. No tendría otra compañía en la pequeña bola de barro que era aquel planeta.
Había esperado un comité de bienvenida, y no se mostró sorprendido cuando los nativos se adelantaron a saludarle. Estaban agrupados tan estrechamente como les era posible, haciendo muecas a los más cercanos a ellos. Obviamente se detestaban los unos a los otros, y también era obvio que necesitaban la seguridad que da la manada.
—Saludos, oh señor —dijo uno de ellos, en un tono tan sobrecargado de odio que Ewick lo miró fijamente. Bajo el interrogador escrutinio, el nativo se hundió rápidamente en la manada. Pero no importaba. Todos parecían iguales. Unos hombrecillos pequeños de piel gris y con barbas, de boca ancha y estrechos ojos.
Unos bravos tipos, pensó irónicamente Ewick, frotándose la barbilla.
—Tened, coged mi equipaje —dijo, dejándolo caer. No resultó. Los nativos permanecieron fundidos en una masa. Tuvo que señalar específicamente a algunos antes de lograr que le obedecieran.
Caminando con Fluff a su lado, Ewick se permitió una débil sonrisa. ¡La Oficina Colonial había escogido un lugar realmente bueno para él en el planeta Selgen! Por encima, el cielo estaba oscurecido por nubes tormentosas, y el aire se notaba denso y húmedo. Con un cielo así, en la Tierra llovería en menos de cinco minutos. Aquí, la lluvia no caería durante meses, pero las nubes colgarían allí siempre, amenazadoras.
Bueno, podía haber sido peor, se recordó a sí mismo. Podían haberle enviado a un mundo de fiebres, o a otro lugar peligroso. Había lugares en la Administración Colonial en los que un hombre se podía considerar afortunado si sobrevivía a su período de destino.
Allí, no se enfrentaría con un peligro mayor que el resultante de tropezar con sus propios pies; y, después de un año, podría pasar a un lugar mejor. Quizá un trabajo en una ciudad, a la que pudiera llevar a Janet.
—Dejadlo caer por ahí —dijo cuando llegaron a la Casa Colonial.
Los selgenos lo hicieron con toda rapidez, corriendo de vuelta a la multitud. Ewick abrió la puerta para que entrase Fluff, que pareció contento con acurrucarse en los escalones delanteros, y entró.
La Casa Colonial, centro administrativo del planeta Selgen, era un bungalow de siete habitaciones. Tenía dormitorios para tres hombres, el equipo habitual en Selgen antes de que la Oficina Colonial lo hubiera reducido a uno. Ewick escogió el dormitorio más grande, y comenzó a deshacer las maletas. Colgó su ropa en el armario, canturreando. La brillante fotografía de Janet, su esposa, fue a parar encima de la mesilla de noche. Otro retrato más pequeño fue colocado en el escritorio. Mostraba a una hermosa chica de cabello oscuro asida al brazo de un sonriente joven. El joven llevaba el ajustado y almidonado uniforme de la Oficina Colonial. Ataviado de aquella forma había transcurrido el romance de Ewick, en un campus sombreado por álamos, hacía cinco años, durante su graduación en la Academia.
Solo cinco años, pensó. Y ya estaba administrando él solo todo un planeta. Ciertamente, no era un gran planeta. Era más una carga que una ventaja para la Tierra. Pero era todo suyo. Eso mostraba que sus superiores tenían confianza en él.
—No eres más que un piojo —dijo una voz fuera de la ventana.
—Y tú eres un gusano miserable —le contestó otra voz.
Mirando al exterior, Ewick vio a dos selgenos hablando. Así era como conversaban en ese planeta. En sus charlas de indoctrinación, se le había dicho que los selgenos eran la gente más malintencionada y estúpida del universo habitado. Serían peligrosos, si no fueran unos cobardes tan increíbles.
—Me gustaría verte muriéndote de hambre, con la lengua colgando —dijo la primera voz—. Te escupiría, y seguiría mi camino.
—¡Ah, encontrarte hecho picadillo! —replicó el segundo.
Esto, según sabía Ewick, era lo que en este planeta se consideraba como un intercambio de saludos amistosos. Tendría que hacer un estudio sobre esta gente, algo con un título como: «El insulto considerado como una forma de saludo cordial entre los selgenos».
Desempaquetó sus libros, colocándolos metódicamente en el escritorio. Había traído unos cuantos porque aquel año en Selgen le daría una maravillosa oportunidad de adelantar en sus estudios. La química era su punto débil, y estaba decidido a dominarla. Le ayudaría en su carrera.
—Detesto a todo el mundo —dijo la primera voz—, pero a quien más detesto es a ti.
Ewick desempaquetó su carabina y la montó, apoyando el arma contra la pared. Decidió que había sido estúpido el traerla. Selgen no tenía ningún animal que valiera la pena matar, y los nativos eran una gente cobarde y desorganizada. Tendría que aceitar y limpiar el cañón constantemente, o se pondría herrumbroso en aquel lugar tan húmedo.
—¡Oh, si tuviera palabras con que expresar lo mucho que te odio! —dijo la segunda voz—. Te odio aún más que a un extranjero.
Ewick hizo una mueca ante su estupidez. Los selgenos eran realmente únicos en el universo. Cuando una expedición colonial había aterrizado por primera vez en el planeta, los nativos estaban muriéndose de hambre porque se odiaban demasiado como para cooperar en la agricultura. La Tierra les había dado administradores para mantenerlos trabajando. Sin la administración terrestre, los selgenos se hubieran muerto.
Pero los muy estúpidos odiaban a los terrestres aún más de lo que se odiaban los unos a los otros.
Una gentecilla encantadora, pensó Ewick.
—¡Poneos a trabajar! —gritó por la ventana.
Los nativos se alejaron, con un irónico coro de «sí, amo». Tendría que decirles que dejaran de decir eso. Su título era «Administrador».
Fue hacia la puerta, dispuesto a iniciar su primer día de administración. Fluff, su gato, había encontrado un pequeño y enjuto animalillo nativo, pero estaba caminando serenamente junto a él, ignorándolo.
—Es bueno para ti, gatito —le dijo Ewick. Y marchó hacia los campos...
Las siguientes dos semanas estuvieron repletas de frustraciones. Los selgenos parecían haber olvidado todo lo que los anteriores administradores les habían enseñado. Ewick tuvo que empezar desde el principio, explicándoles la teoría de la agricultura y su importancia. Los selgenos hacían muecas, y maldecían, y trataban lo mejor que podían de ignorarle. Finalmente logró ponerlos a trabajar en los campos, y las cosas empezaron a arreglarse. Los selgenos estaban produciendo de mala gana la comida que los mantenía en vida, y Ewick los vigilaba, asegurándose de que no se engañaban a sí mismos.
Había decidido que un buen estudio sociológico sobre los selgenos mostraría a sus superiores que estaba alerta, y sería una definitiva ayuda en su carrera. Un día, llevó consigo papel y pluma a los campos.
—Dime —le preguntó a un viejo selgeno barbudo, que cavaba trabajosamente con una azada un rincón del campo—, ¿por qué todos vosotros habláis inglés?
Era un punto que las conferencias no habían aclarado. El nativo le lanzó una mirada asesina.
—Amo —dijo—, antes de que los terrestres llegasen, hablábamos muchos, muchos lenguajes distintos. Cada familia tenía su propio lenguaje. Yo tenía mi propio lenguaje, que nadie más en el mundo podía hablar, ni siquiera mi esposa —miró orgulloso a Ewick.
—¿Y cómo os hablabais entonces? —preguntó Ewick—. ¿Aprendíais el lenguaje de los demás?
—No hablaba con nadie —dijo orgulloso el selgeno—. Nunca hubiera aprendido el lenguaje de un inferior, y ellos tampoco lo hacían —hizo un gesto despectivo hacia el resto de los trabajadores—. El aprender el lenguaje de los terrestres era un insulto menor, porque los terrestres son extranjeros.
—¿No te gustan los extranjeros?
—No, amo. Odio al Pueblo, pero aún más a los extranjeros.
—No me llames amo —le dijo Ewick—. Mi título es Administrador.
Tomó notas mientras el nativo trabajaba. Parecía imposible que un pueblo fuera tan singularmente poco agradable, tan asombrosamente no cooperativo. Miró, mientras el nativo hacía vagos movimientos con su azada, apenas si arañando el terreno.
—Pon más energía en el trabajo —le urgió Ewick—. ¿Tenéis alguna fraternidad?
—¿Alguna qué, amo?
Ewick le explicó.
—No, amo. Todos somos uno. Somos el Pueblo. Pero nadie aprecia lo bastante a ningún otro como para juntarse con él.
—Entonces, ¿por qué os llamáis a vosotros mismos el Pueblo? ¿Estáis orgullosos de ello?
—¡No! —replicó el viejo selgeno, escupiendo al suelo—. Detesto a toda mi gente, pero a pesar de todo somos mejores que los otros, somos mejores que los extranjeros.
—¿Como los amos? —preguntó Ewick.
El nativo no le contestó, lo cual le parecía a Ewick bastante respuesta.
—Venga, trabaja —dijo Ewick. Aquella gente tenía la lógica más malditamente retorcida que jamás hubiera conocido. Si alguna vez había existido una raza psicótica, decidió, era aquella—. ¡Más fuerte! ¡Cava! —insistió, porque el nativo apenas si estaba arañando el terreno.
Siguió caminando. Los contempló durante un rato, y se dio cuenta de que nadie estaba trabajando. Estaban golpeando el terreno con sus azadas, simulando los movimientos, vigilando para estar seguros de que no hacían más trabajo que los demás.
—¡Maldita sea, trabajad! —rugió Ewick. Le ponía furioso el darse cuenta de que si no enterraban las simientes no habría cosechas. Y si no había cosechas, Colonial le echaría las culpas a él, naturalmente.
—Sí, amo —hicieron coro los nativos, con sus voces burlonas. Y volvieron a arañar el blando suelo.
—Y no me llaméis eso —realmente tendría que escribir un trabajo sobre aquellos seres, se dijo a sí mismo. Parecían ser un enorme grupo, hermanos en el odio, con él y Fluff fuera del grupo—. Vamos, golpead el terreno.
Buscó en su mente una amenaza, y recordó que los primitivos suelen ser habitualmente supersticiosos.
—Si no trabajáis, los diablos vendrán a agarraros.
Los selgenos le hicieron muecas. Uno de ellos escupió al suelo.
—¿Qué sucede? —preguntó Ewick.
—No hay diablos, amo —dijo un nativo.
—Ni tampoco hay dioses —añadió otro.
—No puede haber nada más grande que yo mismo —dijo el primero—. Nada en todo el universo.
—¡Sapo mentiroso! —gritó otro—. ¡No hay nada más grande que yo! ¿Cómo podría ser eso?
Ambos se lanzaron miradas asesinas, agitando ominosamente sus azadas.
—Tranquilos —dijo Ewick.
—¡Bestia horrible!
—¡Masa de chinches!
Danzaron de un lado a otro, irritados, agitando sus palas y azadones, pero teniendo buen cuidado de no golpearse el uno al otro. Ewick sabía por las charlas de indoctrinación que los nativos nunca usaban la violencia. Eran demasiado cobardes, demasiado temerosos de una respuesta.
—¡Y tú... tú también eres una rata! —le dijo otro nativo, repentinamente, al que estaba junto a él.
El aire estaba repleto de azadas blandidas. Azadas blandidas con mucho cuidado, pues ningún selgeno fue alcanzado.
—¡Basta ya! —rugió Ewick—. ¡Quedaos quietos, so estúpidos!
Los nativos se detuvieron, y lo favorecieron con una oleada común de odio.
—Aunque te detesto —le dijo uno al otro—, aún detesto más al amo.
—Estamos unidos en eso, maldito animal —contestó el nativo.
—¡Volved al trabajo! —dijo Ewick, temblando de ira.
Regresó a la Casa Colonial. Fuera de la puerta, Fluff estaba tomando el sol, resoplando ocasionalmente a los animales nativos cuando se le acercaban demasiado. Ewick entró y cerró la puerta.
Trató de descansar, pero la humedad lo hacía imposible. Se sentó, tomó su libro de química, y trató de estudiar.
La oxidación es un incremento algebraico en el número de oxidación de un elemento y, por consiguiente, lleva consigo una pérdida de electrones por parte del elemento oxidado. Por el contrario, un elemento es reducido cuando decrece su número de oxidación y, por consiguiente, sus átomos...
Imposible. Las palabras no tenían ningún significado para él. Valencias, oxidaciones. ¿No era eso lo que estaba sucediéndole a su rifle? El cañón estaba muy atacado por el óxido. Ewick trató de imaginarse el porqué. El oxígeno combinándose con el hierro, formando óxido ferroso, ¿no era así? ¿O era óxido férrico?
De todas maneras, había demasiado aire y muy poco acero, así que el aire estaba ganando. Y no es que pudiera aprobar el examen de química con una respuesta así.
Tiró el libro, disgustado. Hacía demasiado calor y humedad para leer, y estaba demasiado nervioso. Se tendió en la cama, mirando la foto de su esposa.
Al menos, pensó, rascándose la pelambrera de la barbilla, al menos ella me espera. Naturalmente, era en parte culpa de ella el que estuviera aquí. Era tremendamente ambiciosa.
En el exterior, las nubes estaban repletas de una lluvia que rehusaba caer. Los nativos trabajaban y maldecían...
Ewick perdió sudando cuatro kilos de su ya delgado cuerpo, irguiéndose sobre los selgenos y gritándoles para que volviesen a trabajar. Un millar de ellos hacían en una semana lo que tardarían en hacer en un día tres terrestres.
Gritando, rugiendo y acosando, logró finalmente que arasen los campos y plantasen las simientes. Los selgenos continuaban llamándole amo, porque sabían lo mucho que le molestaba.
El que mencionara los diablos era el chiste más grande que habían oído los ateos selgenos, que no podían concebir nada más grande que ellos mismos. Tenían un inmenso placer en señalar la estupidez de las costumbres de Ewick.
Tras un mes de esto, Ewick dejó de tomar notas en los campos. La idea de que un grupo de analfabetos le estuviesen enseñando argumentos falaces lo irritaba hasta distraerlo. Tras otro mes más, tuvo que comenzar a contenerse. Tenía el deseo casi incontenible de aplastar unas cuantas caras cada vez que salía a los campos.
Entonces los nativos encontraron otra cosa con la que molestarle.
—¿Dónde están vuestras mujeres? —le preguntó un día a un selgeno, por pura curiosidad.
—Nuestras mujeres, amo, están en el poblado, cociendo maldad —le dijo el nativo.
—No me llames amo. Supongo que consideraréis a las mujeres como seres inferiores —dijo Ewick, con lo que creía que era un aire de desinterés científico.
—Las mujeres, amo, son basura —el nativo contempló el rostro de Ewick, y sonrió—. No solo las mujeres del Pueblo, sino todas las mujeres, amo. Las mujeres hacen que un hombre muera joven. Las mujeres, amo... —prosiguió el nativo, goteando veneno.
Hace un mes, Ewick se habría reído de él. Ahora, le hacía sentirse poco tranquilo.
—¿Y qué es lo que está haciendo su mujer ahora, amo? —preguntó repentinamente el nativo.
—Nada que te importe un comino —le contestó Ewick.
—¡Ah! —el nativo sonrió, con aire malvado—. Ya comprendo, amo.
—¡No hay nada que comprender! —gritó Ewick—. Mi mujer está en la Tierra, que es donde debe estar.
—Naturalmente, amo —dijo el nativo, con una sonrisa falaz.
—Maldito... —Ewick se quedó sin habla, y se apresuró a irse. El odio de los nativos lo siguió, como una oleada rugiente.
Cerró la puerta con un violento golpe. Fluff saltó del sillón y corrió a la otra habitación. El gato lo había estado evitando últimamente.
Fue a su dormitorio, con un trozo de papel de lija, y comenzó a trabajar en el cañón de su carabina. Ahora estaba profundamente comido por la herrumbre, tanto por dentro como por fuera. No había nada que hacer.
Lo dejó caer, y comenzó a pasearse arriba y abajo. En el exterior se oían las voces de los nativos:
—Todas las otras razas son detestables. Solo hay una verdadera raza: el Pueblo.
—Odio y aborrezco al Pueblo. Pero aún odio más a los extranjeros. ¡Al menos, nosotros somos del Pueblo!
—¡Callaos! —gritó Ewick hacia la ventana. Lanzó su libro de química contra la pared. Al infierno las valencias y los intercambios de átomos. Quería escapar de aquel lugar detestable, antes de que asesinase a un par de millares de selgenos.
Ahora, los nubarrones eran más espesos, henchidos de lluvia, esperando estallar. Pero aún seguían esperando, y no caía ni una gota.
Ewick pensó en todos los nativos del planeta, millones de ellos, todos odiándole, aborreciendo al extranjero. Eran un grupo que se odiaba, pero que seguía siendo un grupo. Y él estaba solo.
Por Dios, pensó. ¿Cómo se atreven a odiarme? ¡A mí, a un terrestre!
Y entonces recordó que los nativos no creían en Dios.
En cuatro meses, todas las simientes estuvieron plantadas, y los brotes verdes comenzaban a surgir en los campos. Ewick tenía que trabajar ahora doblemente duro, obligando a los nativos a arrancar las malas hierbas.
—Vamos allí —decía, con la voz ronca de los meses de gritar.
—¿Nos destruirá el dios del amo si no lo hacemos? —le preguntaba un nativo con gran ironía.
—Olvida eso —le decía Ewick—. Ponte a trabajar.
Fluff pasó corriendo, acompañado de tres de los animales nativos.
—Aquí, gatito —le dijo Ewick, con su cansada y ronca voz. Fluff lo ignoró. Había establecido una distante amistad con los animales, y últimamente dormía fuera—. No dejéis las malas hierbas en los campos —suplicaba Ewick—. Volverán a echar raíces. —Alzó una cansada mano, y señaló a un nativo—: Tú, llévate esas hierbas.
A regañadientes, el nativo tomó un puñado, dejando caer la mayor parte de ellas antes de alcanzar el borde del campo.
—Así es —Ewick detestaba a los selgenos tanto como siempre, pero la ira a punto de estallar de los primeros meses había pasado ya. Ahora estaba demasiado cansado, demasiado hastiado de ser odiado—. Seguid así —dijo.
—Oh, naturalmente, amo —dijo una voz burlona. Ewick no se molestó en volverse. Los dejó acabar una hora antes, y regresó a la Casa Colonial.
En la casa, decidió no afeitarse. Era demasiada molestia, y no había razón por la cual no llevar barba. Fue a la cocina, y abrió una lata de corned beef.
Mientras la comía, se preguntó si su estómago soportaría la comida de Selgen. Estaba harto de una dieta a base de latas.
Fue a la puerta y llamó a Fluff, pero no vino. Llamó de nuevo, y el gato apareció entre unas matas. Le lanzó un bufido, y desapareció de nuevo.
El gato había abandonado su grupo, pensó. Ewick regresó al dormitorio. El lugar estaba hecho una pocilga. Ya rara vez se molestaba en limpiar. Tomó el enmohecido libro de química, quitó el polvo de la cubierta, y lo colocó sobre la foto de Janet, puesta boca abajo sobre el escritorio. Alisó la manta de la cama, y tropezó con la carabina. Inclinándose, la tomó por el cañón.
Este, totalmente corroído, se partió en dos cuando lo alzó.
—Oh, amo —dijo una voz en el exterior—. ¿Podemos regresar con nuestras odiadas mujeres?
—Sí —dijo Ewick—. Haced lo que queráis. Y dejad de llamarme amo.
—De acuerdo —dijo el nativo.
Ewick se sintió asombrado. Esta vez, el nativo no le había llamado amo. ¿Había un cambio de actitud? No estaba seguro, pero creía poderlo apreciar. Ya no sentía flotar el verdadero y muy amargo odio del grupo hacia el que no forma parte del mismo.
Le habían admitido dentro, pensó, y sonrió con un rastro de ironía.
Y solo quedaban seis meses por pasar.
En el exterior, las gruesas y henchidas nubes de tormenta se rompieron al fin, y los campos fueron inundados por el agua.
Al cabo de un año llegó la nave de relevo, aterrizando apoyada sobre su flor de llama. Todos los nativos se levantaron para recibirla. Ewick fue con ellos, rodeado por ellos, odiándolos.
Se abrió la puerta de la nave y salió un joven terrestre, con la maleta en la mano. Sonrió inseguro, mirando al grupo. Entonces divisó a Ewick.
—Hola —dijo—. Usted debe ser Ewick. Soy su relevo, Joe Svenson. ¡Oiga, este es un buen grupo de recepción!
—Saludos, amo —le dijo Ewick al extranjero, seguro en la manada de sus odiados hermanos.
Título original:
CONQUERORS’ PLANET