PRIMER DESCENSO

ROGER DEE

En los días en que Fantastic Universe aparecía en el mercado estadounidense, se creía aún que Venus era un planeta húmedo y pantanoso, pero habitable, y que Marte era un inmenso desierto seco, aunque también capaz de mantener mínimamente a los humanos que a él llegasen.

Las sondas espaciales enviadas posteriormente a ambos planetas parecen indicarnos que tanto Venus como Marte son dos infiernos en los que la vida humana solo podrá mantenerse con toda una serie de sistemas protectores que creen a su alrededor un ambiente similar al de nuestro planeta.

Pero, en esta visión histórica de los relatos de nuestra colega yanki, resulta interesante incluir un cuento de los “buenos tiempos” en los que Marte y Venus eran aún otra cosa...

Al principio había creído que lo rodearían en la penumbra de la neblina llevada por el viento, pero no lo hicieron. El semicírculo de su aproximación dejaba siempre abierta una dirección para que siguiera huyendo.

Castle, acurrucado en sudorosa indecisión entre pegajosos hongos lo suficientemente altos como para ocultar a sus pequeños perseguidores, escuchó el agudo charloteo de sus gritos y notó por primera vez verdadero pánico.

No buscaban acorralarlo, sino llevarlo a algún sitio. Pero, ¿adónde?

No hacia la distante y vacía aguja que era la Themis, ni hacia los cercanos restos del helicoche que se había estrellado contra un esquelético árbol, oculto por la niebla. Lo estaban acosando, como los ojeadores que baten el terreno alrededor de un animal peligroso, hacia su poblado.

Entrevió un movimiento en medio de los nebulosos hongos y se alzó rápidamente, maldiciéndose a sí mismo por haber perdido su pistola y sus anteojos de infrarrojos, así como la mucho más importante pila de energía del helicoche, cuando se había estrellado contra el árbol. Sin sus anteojos, no podía ver a más de treinta metros de aquel puré de guisantes que era la niebla; sin la pistola, estaba inerme, un fácil blanco para la primera lanza de hoja serrada.

Otra pequeña sombra se deslizó hacia su derecha y le hizo correr apresuradamente a través de aquella tenebrosa pesadilla de rocas y hongos. La persecución continuaba, invisible pero audible, hasta que, repentinamente, ya no hubo necesidad de que siguieran acosándole.

Había estado más cerca de su destino de lo que se imaginaba cuando se estrelló el helicoche. Pero no era el poblado que se había imaginado, la comunidad aborigen que había partido a fotografiar como final lógico de su exploración.

Castle se detuvo, olvidada su ira, confundido por las posibilidades en las que antes no había pensado.

No había ningún poblado, ningún burdo agrupamiento de casuchas de piedra o chozas de paja. Había algo mucho más inquietante...

Una nave.

Castle estaba haciendo su cuarta anotación en el libro de a bordo de la Themis cuando los nativos descubrieron su nave y se acercaron lo bastante como para que se disparasen las alarmas de aproximación.

Los estaba esperando, y se hallaba preparado. Se colocó los anteojos de infrarrojos, que le hacían posible ver a través de la espesísima niebla del lado nocturno de Venus, tomó su pistola, y apagó las luces de la cabina de control antes de que los nativos pudieran haberse acercado a menos de una treintena de metros.

Se habían detenido ante el clamor de la campanilla de alarma, y permanecían quietos, achaparrados y fantasmales, en el móvil mar de niebla que ocultaba la llanura y el río de más allá, haciendo incomprensibles gestos en dirección a la compuerta abierta desde la que les vigilaba Castle. Esta vez solo había tres de ellos, ninguno de los cuales tenía más de setenta y cinco centímetros de altura, pero que eran molestamente humanoides a pesar de su diminuto tamaño, su palidez y su pelambrera, ya que iban totalmente desnudos debido al alucinante calor. Solo podía asumir que iban armados con las mismas jabalinas de punta serrada que habían blandido contra él cuando se habían abalanzado en su contra mientras efectuaba su viaje de exploración dos días antes; pero, si así era, ahora no mostraban sus armas.

Se secó el sudor del rostro y consideró sus movimientos, preguntándose qué ocultaban tras una aproximación tan abierta. Dos días antes, tiempo de la Tierra, no el lento ciclo de veinte días de la rotación venusiana, habían reaccionado de distinta manera, y cuatro de ellos se habían lanzado contra él, con salvajes gritos incomprensibles y un agitar de lanzas que le habían obligado a detenerlos con un disparo de su pistola mientras llegaba a la seguridad de su helicoche.

La simple precaución, porque no había forma de estar seguro de los motivos de una especie completamente extraña a toda previa experiencia, le permitía ahora una sola conclusión:

Era una trampa.

La partida con la que se había enfrentado la primera vez debía haber informado de su presencia. Un consejo de su ¿tribu? debía haber trazado un plan, montando una trampa como esa para hacerlo salir al descubierto.

Otros debían haberse acercado corriendo a la nave, ocultos por el clamor de la alarma, emboscándose tras los alerones que acomodaban al helicoche. Debían estar allí acurrucados, dispuestos a acabar con él en cuanto saliese.

El alboroto de la alarma irritaba los ya tensos nervios de Castle, y se apartó de la compuerta para apagarla. En el repentino silencio que se produjo no hubo más sonido que el incesante susurro del viento, cegado por la niebla, que soplaba desde el lado diurno del planeta hacia las montañas del oeste.

Cuando regresó a la compuerta, los tres nativos se habían aproximado quizá unos tres metros, hasta una distancia suficiente como para que estuviera seguro de que estaban desarmados.

Uno de ellos hizo bocina con sus palmas y gritó algo, y el sonido flotó a lo alto y fue apagado por el viento y la niebla. Sus palabras eran incomprensibles, pero su tono estaba cargado de una urgencia tan humana que, por un momento, Castle estuvo a punto de olvidar sus sospechas e ir a él.

La precaución se lo impidió. Pensó en los otros que probablemente estaban acurrucados entre la niebla, junto a los alerones de apoyo de la Themis, con sus armas dispuestas, y la idea hizo que nuevos chorros de sudor corrieran por su frente. No podía arriesgarse a ir hacia ellos, ni tampoco podía permitir que los pequeños autóctonos acecharan alrededor de la Themis: su cabina de control ya era más cálida de lo confortable con la compuerta abierta, y no podía permitirse el lujo de cerrarla y malgastar una preciosa energía en refrigeración.

Castle tomó el único camino que le quedaba. Apuntó con su pistola y disparó cuidadosamente, lo bastante hacia la izquierda de los aullantes nativos como para asegurarse de que la explosión no les causaría daño, pero igualmente lo bastante cerca como para hacerles huir ante el miedo de otro disparo más próximo.

La niebla se iluminó con el breve destello rojizo de la detonación. El incesante viento le trajo un agudo olor de explosión, y el sonido de pequeños pies corriendo para ponerse a seguro.

No hubo una huida similar entre los hongos cercanos a la nave, dejándole con la idea de que o bien se había equivocado en sus sospechas de una emboscada, o bien los que se la habían tendido no habían huido con los otros. Se quedó escuchando durante un rato, pero no oyó nada excepto el continuo gemir del viento.

Finalmente, como no le quedaba otro remedio, Castle salió y dio una cautelosa vuelta al área de aterrizaje de la nave. No hallando nada, regresó y sacó dos pequeños micrófonos, colocándolos en donde pudieran avisarle de cualquier aproximación aún por encima del estrépito de la alarma.

Hecho esto, regresó a su hamaca y al libro de a bordo.

Teniendo un gran respeto por el método y faltándole imaginación, cualidades que habían contado más de lo que se imaginaba en su selección para el primer descenso en Venus de una nave del Bloque Mundial, Castle reinició su anotación en el libro de a bordo en el punto en que la había interrumpido:

...completando los preparativos para una investigación mediante helicoche del poblado nativo, que parece hallarse en las colinas del norte. Ya han sido realizadas y archivadas todas las pruebas rutinarias; solo queda determinar las posibilidades de esos autóctonos antes de que esté dispuesto para mi viaje de regreso.

Acabo de ser interrumpido por la alarma de aproximación de la nave, y he hallado a tres nativos aparentemente desarmados en el exterior. Me han gritado cosas incomprensibles —me gustaría ahora haberlas grabado para un estudio en la Base, ya que yo no sé nada de lingüística—, y parecían ansiosos de que saliese. Finalmente, me vi obligado a dispararles lo bastante cerca como para alejarlos, pero recordando que el disparo que les hice hace dos días pudo haber matado o herido a alguno de ellos, tuve buen cuidado esta vez de no causarles ningún daño.

Huyeron de inmediato, y cuando habían desaparecido revisé el área de aterrizaje y coloqué micrófonos de alarma para que me avisen de futuros grupos que pudieran intentar aproximarse ocultos por el estrépito de la alarma principal.

Lo inconcluyente del informe le molestaba, y regresó al primero que había escrito tras el aterrizaje, volviendo a leer los detalles anteriores por si podía hallar en ellos alguna solución a sus dificultades presentes. Aquel primer informe decía:

20.41, 17 de mayo de 1990. — Completadas las pruebas iniciales a la duodécima hora tras el descenso. Todos los datos archivados bajo la etiqueta «Datos Ambientales». Lo bastante como para decir que la gravedad es un poco menor que la de la Tierra, y el aire bueno pero inconfortablemente cálido y húmedo. Por desgracia la Themis ha descendido en el lado nocturno, que está totalmente cubierto por una neblina arrastrada por el viento y que resulta impenetrable a la vista a más de treinta metros, aún con anteojos de infrarrojos. El lado diurno, como vi brevemente antes del descenso, es igualmente ventoso, pero no está oscurecido por debajo del nivel de nubes estratosférico y parece un terreno bastante agradable, con montañas y llanuras cubiertas de hierba, con ríos y mares poco profundos, de un color demasiado claro para ser muy salados. La vegetación parece ser perenne, muriendo durante el ciclo nocturno de veinte días y dejando paso a una gran variedad de hongos, que viven del humus resultante. Mi ojeada del lado diurno indica que las plantas verdes surgen de nuevo con la aparición del sol y la disipación de la niebla.

Otro asunto importante: la comprobación de mi pila de energía confirma casi exactamente la estimación de consumo hecha por los ingenieros de la base. Tendré la energía bastante para el viaje de regreso abandonando el helicoche y transfiriendo su pila de energía auxiliar a la principal de la nave, pudiendo así llegar a una órbita estable alrededor de la Tierra. Con menos combustible no podría realizar el regreso, circunstancia que me lleva a no tener grandes deseos de utilizar el helicoche excepto cuando sea totalmente necesario, pues el perder esta pila sería desastroso.

La segunda anotación trataba extensamente de las exploraciones en el lado diurno de Castle, y confirmaba su postulado de un ciclo de crecimiento de veinte días. Era un sistema ecológico bellamente simple, aunque poco confortable: la nueva vegetación crecía de las viejas raíces, creciéndole hojas rápidamente mientras se retiraba la niebla ante el sol; en la zona de la penumbra, la hierba y los matorrales parecidos a bambúes, así como los ocasionales árboles, se agostaban y marchitaban, dejando paso a una miríada de formas fungoides que se dedicaban de inmediato a asimilar los restos orgánicos. Castle había hecho numerosos estudios del agua del río y del mar; los mares apenas si eran salados, y los ríos no lo eran en absoluto, pero ambos llevaban importantes trazas minerales que podían convertir a Venus en una valiosísima fuente de elementos que estaban desapareciendo rápidamente de la Tierra.

El párrafo final de esa segunda anotación era amargamente irónico hasta para alguien tan poco imaginativo como Castle:

...creo que se puede decir que Venus está casi totalmente adaptado a una ecología clorofílico-saprofita. Hay algunos animales, el mayor de los cuales es un herbívoro del tamaño de un pequeño cordero, pero aparentemente no existen ni insectos ni reptiles, ni hay la menor evidencia de vida inteligente.

Su tercera anotación demostraba que el último párrafo de la anterior estaba casi trágicamente equivocado, al contar con tenso detalle los acontecimientos del viaje de exploración durante el cual se había encontrado con una aullante partida de nativos pigmeos y tenido que huir de las colinas ante el peligro para su vida.

Los problemas de Castle comenzaron con esa anotación.

Paradójicamente, el eje de su dilema se encontraba en la Tierra y no en Venus. El descubrimiento de que el planeta estaba ya habitado ofrecía la primera complicación: el trabajo de Castle era explorar tan extensivamente como le fuera posible durante los cinco días que tenía asignados, e informar sobre las posibilidades de colonización, pero no se le había preparado ningún protocolo para tratar con un grupo de aullantes enanos. Aparte del peligro que corría personalmente y el riesgo de perder la preciosa fuente de energía del helicoche, Castle se encontraba ahora con un tercer problema, más difícil de resolver: el que aquellos autóctonos fueran lo bastante numerosos y molestos como para incitar al Bloque Mundial hacia la diplomacia en lugar de la pura y simple ocupación, y que pudiera equivocarse al medir su potencia cultural de una forma adecuada.

El último conflicto mundial de 1981 había estado a punto de ocasionar el desastre, pero al no llegar a esto, había logrado lo que generaciones de pacifistas no habían conseguido: había eliminado la guerra, borrado las fronteras, acabado con las hostilidades de un mundo eliminando una gran parte del mismo, y la opresión de la necesidad mutua había sustituido a la beligerancia por un humanitarismo pragmático.

Era afortunado, pensó Castle, que aquellos pocos vuelos de antes de la guerra a Venus y Marte hubieran fracasado. De haber tenido éxito, las tensiones de la política terrestre hubieran sido trasplantadas a los nuevos mundos; la consigna hubiera sido explotación en lugar de colonización, y las formas de vida indígenas hubieran sido sangrientamente echadas a un lado en la lucha. Pero ahora era diferente.

Esta diferencia preocupaba a Castle. Junto con su amor por lo metódico y su falta de imaginación, tenía un carácter directo y nada dado a los compromisos, y la creación de una diplomacia extraterrestre era algo que se le escapaba totalmente.

La precaución le impedía realizar cualquier intento de trato directo con los pequeños humanoides; había demasiado en juego para aceptar tal riesgo. El único camino que le quedaba era enterarse de sus potencialidades lo más exactamente que le fuera posible, y esperar que sus hallazgos fueran adecuados para guiar a los expertos del Bloque Mundial en el planeamiento de los procedimientos futuros.

Terminó su cuarta anotación con esta decisión:

Queda demasiado poco tiempo como para intentar contemporizar. Llevaré el helicoche sobre esas colinas del norte, estimando en lo que pueda la fuerza y estadio cultural de los nativos. Hecho esto regresaré a la Tierra, y dejaré que gente más competente se enfrente con el problema que he descubierto.

Terminada la anotación, salió para su reconocimiento en dirección norte, pilotando su helicoche hasta chocar con un enorme árbol sin hojas, viéndose obligado a escapar, atontado y estremecido, tras perder su pistola y anteojos en el choque, de los restos.

Para encontrar, al final de su huida, lo que menos se esperaba hallar en aquella desolación cubierta por la niebla: otra nave.

La nave era tan grande como la Themis, pero de un diseño radicalmente distinto. Castle, contemplando anonadado su forma maciza y plateada de enorme bala, halló que su sola presencia era lo bastante como para distraer su atención hasta de la amenaza del cerco de pigmeos que se le acercaban por detrás. Su primer loco pensamiento fue que se tratase de otra nave de la Tierra, lanzada sin él saberlo. Luego vio la diminuta máquina junto a su base, un tractor oruga liliputiense con un domo transparente y grandes cadenas, y su esperanza murió antes de nacer. Aquel tractor podía acomodar a un hombre, siempre que este hombre no tuviese más de setenta y cinco centímetros y pesase menos de veinte kilos.

Lo que se infería dejó a Castle aún más perdido que antes. Aquellos charloteantes pigmeos no eran, pues, nativos. Habían llegado a Venus como él, en una nave.

En una nave, pero, ¿de dónde?

Los sonidos de la persecución que se acercaba le hicieron darse cuenta de que estaba al descubierto, no protegido ni siquiera por los hongos. Las agudas e ininteligibles voces habían cerrado el semicírculo. Ahora gritaban tras él, a ambos lados, y, terminada ya la persecución, ante él, detrás de la nave extraña.

Y si embargo, nadie aparecía entre Castle y la nave. Entonces, eso quería decir que deseaban que entrase en ella. La incesante presión había buscado este final.

Pero, ¿con qué propósito?

Jadeando, Castle se acurrucó entre gigantescos hongos y sopesó las posibilidades. Debían haber sabido que había perdido su pistola y anteojos, de lo contrario no se hubieran atrevido a acuciarlo de aquel modo entre la niebla. Podían haberlo cosido a lanzazos una docena de veces durante la persecución, pero no lo habían hecho.

¿Por qué? ¿Porque querían que entrase en aquella nave?

De nuevo se encontraba perdido, abrumado por el insuperable golfo que separaba su lógica de la de los seres extraños. ¿Qué clase de gente iba a llegar allí en una nave plateada equipada con un tractor oruga y Dios sabe qué otros adelantos técnicos, para luego perseguirle desnuda y gritando, armada con lanzas?

La nave esperaba como una enigmática bala de plata. Una compuerta, de la mitad de tamaño que la de la Themis, pero aún adecuada para darle paso, estaba abierta. El sonido de la incesante aproximación tras él forzaba a tomar una decisión entre las dos únicas posibilidades que le quedaban: ¿entrar o quedarse?

—No hay nada a hacer —dijo en voz alta Castle. El viento y la niebla apagaron las palabras, haciendo que su voz le sonase extraña a sus propios oídos.

Tras él se repitió el sonido, aún más cerca. Antes de que la presión del pánico pudiera desmoronar su resolución, Castle reunió todo su valor y se puso en pie.

—De acuerdo —dijo—. Si tengo que hacerlo, lo haré.

Lo siguieron en silencio, acercándose entre la niebla. Había una escalera de escalones metálicos hecha para pies pequeños, una compuerta que le rozaba los hombros y, tras ella, una cabina de control tan grande como la suya, pero con sus muebles metálicos desnudos de todo lo que pudiera descomponerse en la tremenda humedad.

El hombrecillo que yacía sobre la cubierta estaba tan desnudo como su madre lo había traído al mundo, con su barba extendida como una húmeda esterilla sobre la palidez de su pecho. Una de sus piernas estaba entablillada con tubos de cobre liados con alambres, la otra estaba hinchada y magullada, marcada por recientes laceraciones. Había estado durmiendo con el sueño del agotamiento, pero el sonido de la entrada de Castle lo despertó, y abrió unos claros ojos racionales que de inmediato se empañaron con inconfundibles lágrimas.

Otros tres hombrecillos entraron en la sala tras Castle, sin sus lanzas.

Uno de ellos dijo algo ininteligible, con una voz aguda e interrogativa, y apuntó a Castle con un pequeño objeto familiar que este, esperándose algún arma más potente que las lanzas, no pudo identificar de inmediato.

El hombrecillo del suelo tradujo la pregunta, con un inglés balbuceante pero asombrosamente claro:

—Igor pregunta —dijo— si tiene usted tabaco.

Metódico hasta el fin, Castle terminó el quinto y último informe antes de cerrar el libro de a bordo:

...funcionó sorprendentemente bien, puesto que los restantes cilindros de energía de la otra nave, junto con la pila del helicoche, dieron a la Themis la energía suficiente como para llevarnos a todos a la órbita terrestre.

Lo verdaderamente asombroso es que mis pasajeros sigan aún cuerdos, especialmente después de que disparase contra ellos e imposibilitase a Fior hace dos días. Ninguno de los otros habla inglés, y con Fior confinado en la nave, debían haberse sentido frenéticos al ver que se les escapaba de entre las manos un posible rescate.

Ahora me parece ridículo que me parecieran tan numerosos y hostiles, cuando los cuatro estaban únicamente tratando de hacerme comprender su situación. Pero diez años de vida en Venus —llegaron en 1980, cuando las medidas de seguridad de la guerra fría hacían que todo lo realmente importante nunca se convirtiera en noticia— había hecho que todo su equipo científico se hubiera oxidado, y su ropa podrido.

En realidad, resulta irónico que fuera el mismo sistema que usaron para hacer llegar una tripulación lo más grande posible con un mínimo de peso, lo que originó mi error.

Pues, después de todo, ¿quién iba a esperar hallar perdida en Venus a una tripulación de enanos rusos?

Título original:

FIRST LANDING