CUESTIÓN DE COSTUMBRES
L. SPRAGUE DE CAMP
Alto y de aspecto digno, Sprague de Camp se ha hecho famoso no solo en el campo de la SF sino en otros paralelos, como el Swords and Sorcery y otros menos relacionados como puedan ser la novela histórica o los ensayos sobre historia y arqueología. Aquí, les traemos un delicioso relato en el cual nos muestra que la comprensión entre especies de distintos planetas puede ser alcanzada por miembros de las especies situados a un mismo nivel... aunque este nivel no sea de los más altos.
Rajendra Jaipal, oficial de enlace de la Delegación Terrestre en los Planetas Asociados, dijo fluentemente pero con un fuerte acento indostaní:
—De persona a persona, por favor... Quiero hablar con Milan Reid, en Parthia 6-0711, Parthia, Pennsylvania... Eso es.
Mientras esperaba, Jaipal contempló el teléfono como si fuera una mala hierba que hubiera invadido su jardín. Antimecanista convencido, contemplaba la mayor parte de los artefactos del mundo occidental con aire hosco, suspicaz y entristecido.
—Su comunicación —dijo el teléfono.
—¿Aló, Milan? —dijo Jaipal—. Habla R. J. ¿Cómo estás?... Oh, no mucho peor de lo habitual. Millones de llamadas que hacer, cartas que escribir y manos que apretar. ¡Uh! Ahora, escucha. El ferrocarril nos ha dado dos vagones-cama y un furgón especiales para ir desde Newhaven a Filadelfia. Subiremos a esos delegados al tren el viernes por la tarde, y una locomotora recogerá los vagones y los dejará en la calle Treinta a las siete y media del sábado por la mañana. ¿Lo has entendido? A las siete treinta de la mañana, con las diferencias horarias. Apúntalo, por favor. Tendrás que tener a tu gente allí para recogerlos. El furgón contendrá a los forellianos, pues son demasiado grandes para caber en los vagones-cama. Tendrás que tener un camión esperando en la estación por ellos. ¿Qué tal van las cosas por ahí?
Una voz quejumbrosa dijo:
—La señora Kress se puso enferma, así que como subdirector del Comité de Hospitalidad tengo que... hacer todo el trabajo, correr de un lado a otro, e ir estrechando manos. Me gustaría haber sabido en lo que me estaba metiendo.
—Si crees que tienes motivos para quejarte, deberías tener mi empleo. ¿Tienes esa carta con la lista de los delegados?
—Sí... esto... aquí mismo.
—Bueno, tacha los moorianos y los koslovianos, pero añade otro oshidano.
—¿Cómo se llama?
—Zla-bzam Ksan-rdup.
—¿Podrías deletreármelo?
Jaipal lo deletreó.
—¿Lo tienes?
—Ajá. Te... ¿te quedarás con nosotros?
—Lo lamento, pero no puedo ir.
—Vaya. Louise y yo esperábamos que vinieses —la voz sonaba dolorida. Jaipal había conocido a los Reid cuando una visita de fin de semana similar había sido preparada con las familias de Ardmore. Jaipal y Reid se habían simpatizado mutuamente, de inmediato, por su común desprecio hacia el resto del mundo.
—Yo también lo deseaba —dijo Jaipal—. Pero va a llegar una nave de Sirio el sábado. Bueno, hay una pareja que quiero asignarte especialmente a ti.
—¿Quienes?
—Los osmanianos.
Hubo un crujir de papeles mientras Reid consultaba la lista.
—El señor y la señora Sterga.
—Sí, o sea Sterga y Thvi. Sin hijos.
—¿Cómo son?
—Algo así como pulpos, o quizá sería mejor decir ciempiés.
—Hum. Eso no suena bien. ¿Hablan?
—Mejor que nosotros. Tienen... ¿cómo se dice?: un don natural para las lenguas.
—¿Por qué quieres que me ocupe yo personalmente de ellos?
—Porque —explicó Jaipal— su planeta tiene elementos transuránicos naturales en grandes cantidades, y estamos negociando una concesión minera. Es un asunto muy delicado, y no me gustaría que los Sterga fueran a caer en malas manos, como... ¿quién era ese bufón estúpido que conocí en casa de los Kresses?
—¿Charlie Ziegler?
—Ese mismo —Jaipal dio un resoplido ante el recuerdo de Ziegler anudándose una servilleta alrededor de la cabeza y haciendo de hindú de opereta. Como Jaipal no tenía sentido del humor, los rugidos de los otros invitados ante las bromas de Ziegler solo habían servido para echarle sal en las heridas—. Esa gente no sirve en lo más mínimo como anfitriones. Sé que tú tienes mucho tacto, y no eres uno de esos estúpidos etnocentristas que actuarían de una forma horrorizada o superior. Bueno, ¿tienes las listas de dietas alimenticias?
Más ruidos de papeleo.
—Sí, aquí está la lista de los que pueden comer cualquier comida humana, y de los que pueden comer alguna comida humana, y de los que no pueden comer ninguna.
—La comida especial para este último grupo será remitida en el tren. Asegúrate de que sea enviada a las casas correctas.
—Tendré un par de camiones en la estación. Y tú asegúrate de que cada caja esté claramente señalada. Pero oye, dime... ¿cómo son esos osmanianos? Quiero decir, aparte de su aspecto, ¿cómo son ellos?
—Oh, bastante alegres y de buen humor. Muy amistosos. Pueden comer cualquier cosa. No tendrás ningún problema.
Jaipal podría haberle contado más acerca de los osmanianos, pero lo evitó por miedo a asustar demasiado a Reid.
—Bueno, recuerda no enviar a los chavantianos con nadie que tenga fobia a las serpientes. Y recuerda que los estenianos comen en privado y consideran obsceno cualquier mención a la comida. Asegúrate de que los forellianos vayan a donde tengan un cobertizo o garaje vacío en el que puedan dormir.
—¡Louise! —llamó Milan Reid—. Era R. J. ¿Puedes ayudarme un poco con las listas?
Reid era un hombre pequeño que combinaba una debilidad por la ropa agresivamente bien confeccionada con un aire tímido, preocupado, nervioso y apresurado que lo convertía en el blanco natural de las bromas de cualquier grupo de vagos en una esquina de una calle. Era ingeniero en la Corporación de Bioresonadores Hunter. Era la persona más adecuada para encargarse de dirigir a los extraterrestres visitantes, ya que le resultaba más fácil tratar con los extranjeros que con sus propios connacionales.
Entró su esposa, una mujer delgada de un tipo similar. Se pusieron a trabajar con la lista de delegados de los Planetas Asociados que iban a visitar Parthia, y las listas de familias locales que iban a actuar de anfitriones. Aquel era el tercer año en que se ofrecía al personal de los P. A. un fin de semana informal en hogares terrestres. Aquellas tres visitas habían sido efectuadas todas ellas en casas estadounidenses porque el cuartel general de los P. A. estaba en Newhaven. No obstante, el éxito del proyecto había hecho que las otras naciones exigiesen que también a ellas se les permitiese demostrar lo buena gente que eran. Por consiguiente, Atenas, Grecia, era el candidato propuesto para el año siguiente.
Milan Reid dijo:
—...los robertsonianos no tienen ningún sentido del tiempo, así que lo mejor será que los pongamos con los Howard. Tampoco ellos lo tienen.
—Entonces, ninguno llegará a tiempo a nada —dijo Louise.
—¿Y qué? ¿Qué hacemos con los mendezianos? La nota de Jaipal dice que no pueden soportar el que se les toque.
—A Rajendra también le pasa eso, aunque trata de disimularlo. Debe ser algún tabú hindú.
—Uhu. Veamos. ¿No son los Goldthorpe fanáticos de la limpieza?
—Es la gente adecuada. Ni pensarían en tocar a los mendezianos. Sus hijos tienen que lavarse las manos cada vez que tocan dinero, y Beatrice Goldthorpe se pone guantes de goma para leer los libros que pide de la biblioteca pública, por miedo a los gérmenes.
—¿Y qué haremos con los oshidianos? —preguntó él.
—¿Cómo son, cariño?
—R. J. dice que son la raza más formalista de toda la galaxia, con la etiqueta más elaborada. Tal como él dice: «parece como si siempre fueran con cuello duro, solo que no usan camisa».
—No sabía que a Rajendra se le dieran los chistes —dijo Louise Reid—. ¿Qué te parece el doctor McClintock? Él también va siempre con cuello duro.
—Cariño, eres maravillosa. Adjudicado al reverendo John McClintock.
—¿Y qué hay de los Ziegler? Connie Ziegler me llamó para recordarme que lo habían solicitado con mucha anticipación.
Reid resopló.
—Voy a amañar esta lista para poner a los Ziegler tan abajo que no reciban ningún extraterrestre.
—Por favor, no lo hagas, cariño. Ya sé que no te gustan, pero dado que son nuestros vecinos más cercanos tenemos que aprender a soportarlos.
—Pero R. J. dijo que no quería que hicieran de anfitriones.
—¡Vaya por Dios! Si alguna vez llegan a enterarse de que hicimos trampas para que no tuvieran huéspedes...
—No hay nada que hacer. R. J. tiene razón. Son los típicos etnocentristas. He llegado a estar rojo de vergüenza mientras Charlie contaba chistes malos acerca de nuestros propios grupos minoritarios, dándome cuenta de que debía detenerlo, pero no sabiendo como. ¿No ves que Charlie puede llamarle «bicho» a cualquier extraterrestre sensible, con su mejor acento de Chicago?
—Pero hicieron lo indecible para entrar en lista.
—Pero no porque les gusten los extraterrestres, sino porque no podían soportar la idea de no estar en el ajo.
—Oh, bueno, si es necesario... ¿Quién va ahora? —preguntó ella.
—Eso es todo, a menos que R. J. llame de nuevo. Bien, ¿qué haremos con Sterga y Thvi?
—Supongo que los podemos poner en la habitación de George.
—¿Qué es lo que les gusta?
—Aquí dice que les gustan las fiestas, el hacer turismo y el ir a nadar.
—Podemos llevarlos a la piscina.
—Seguro. Y, dado que llegan pronto, podemos traerlos a casa a desayunar, y luego llevarlos a Gettysburg para una fiesta campestre.
Durante los siguientes días, Parthia se estremeció ante los preparativos con vistas a la llegada de los exóticos visitantes. Los comerciantes llenaron sus escaparates con artículos interplanetarios: obras de arte de Robertsonia, un fhe:gb disecado de Schlemmeria, un fotomontaje de paisajes de Flahertia.
En la Escuela Superior de Lower Siddim, los participantes en la próxima celebración ensayaban en el escenario mientras voluntarios preparaban el sótano para el festival de las fresas. La señora Carmichael, directora del comité de festejos, iba de un lado a otro supervisando:
—...¿dónde está el tipo ese que iba a arreglar los micrófonos?... No, la guardia de honor no tiene que llevar rifles. Estamos tratando de demostrarles a esos seres lo pacíficos que somos...
El tren llegó a la calle Treinta. Los anfitriones de Parthia se agruparon alrededor de los tres últimos vagones, en el extremo norte del andén. Mientras los empleados del ferrocarril desenganchaban estos vagones, se abrieron las puertas y bajaron un par de terrestres. Tras ellos iban los extraterrestres.
Milan Reid se adelantó a saludar al terrestre más alto:
—Soy Reid.
—¿Qué tal está? Yo soy Grove-Sparrow, y este es Ming. Somos del Secretariado. ¿Está dispuesta su gente?
—Aquí están.
—Hum —Grove-Sparrow contempló la masa de anfitriones, formada en su mayor parte por esposas de clase media. En aquel instante, los chavantianos reptaron fuera del tren. La señora Ross lanzó un alarido y se desmayó. El señor Nagle la aferró a tiempo para evitar que se partiera el cráneo contra el cemento.
—No preste atención —dijo Reid, deseando que la señora Ross hubiera caído sobre los raíles y le hubiera pasado un tren por encima—. ¿Quién es quién de nuestros visitantes?
—Esos son los oshidianos, los que tienen cara de camello.
—¡Doctor McClintock! —gritó Reid—. Aquí tiene a su gente.
—Ocúpate tú, Ming —dijo Grove-Sparrow. Ming comenzó una larga y muy formal presentación, durante la cual los oshidianos y el reverendo McClintock fueron haciendo una serie de profundas reverencias, como si los manejasen con cuerdas. Grove-Sparrow indicó a tres cosas grandes que estaban saliendo del furgón, que se parecían a morsas con mezcla de orugas, pero dos de ellas tenían el tamaño de elefantes gigantes. La tercera era más pequeña. —. Los forellianos.
—¡Señora Meyer! —gritó Reid—. ¿Está preparado el camión?
—Los robertsonianos —Grove-Sparrow indicaba a cuatro seres parecidos a castores con aparatos respiratorios en sus largos hocicos.
Reid alzó la voz:
—¡Hobart! No, sus anfitriones aún no han llegado.
—Que los esperen sentados en su equipaje. No les importará —dijo Grove-Sparrow—. Ahí llegan los osmanianos.
—Estos... estos son míos —dijo Reid, con su voz convertida en un gemido de desaliento.
Un grupo de mirones se había reunido más hacia el sur del andén para contemplar a los extraterrestres. Ninguno de ellos se atrevió a acercarse.
Los osmanianos (llamados así porque su planeta había sido descubierto por un tal doctor Mahmud Osman) tenían el aspecto general de caballos de peluche. Pero, en lugar de cuatro patas, tenían doce tentáculos correosos, dispuestos seis a cada lado, sobre los que correteaban rápidamente. Eran muy similares por delante y por detrás, pero uno podía descubrir la parte delantera por dos grandes ojos como de sapo situados en la parte alta, y la abertura de la boca entre los dos tentáculos delanteros.
—¿Es usted nuestro anfitrión? —dijo el osmaniano que iba delante con una voz borboteante—. ¡Ah, qué placer, mi buen señor Reid.
El osmaniano se abalanzó hacia Reid, alzándose sobre sus seis tentáculos traseros para rodearlo con los seis delanteros. Le dio un húmedo beso en la mejilla. Antes de que pudiera liberarse de aquel horrible abrazo, el segundo osmaniano se adelantó hacia él y le besó en la otra mejilla. Como los seres pesaban más de cien kilos cada uno, Reid se tambaleó y cayó hacia el cemento, envuelto en tentáculos.
Los osmanianos soltaron a su anfitrión. Grove-Sparrow le ayudó a ponerse en pie, diciéndole en voz baja:
—No ponga esa cara tan asustada, muchacho. Solo están tratando de mostrarse amistosos.
—Me olvidé —borboteó el osmaniano más grande —que su método de saludarse es sacudir una pata delantera, ¿no es así?
Extendió un tentáculo. Cautamente, Reid ofreció la mano. El osmaniano la cogió con tres tentáculos y la agitó con tal fuerza que casi lo levantó del suelo.
—¡Bailemos! —gritó el osmaniano, moviéndose en círculo y haciendo girar a Reid frente a él—. ¡Guk-guk-guk! —esto último era el horrible sonido tosiente y chasqueante que utilizaban los osmanianos como risa.
—¡No, no, Sterga! —dijo Grove-Sparrow—. ¡Suéltelo! Tienen que acabar de arreglar lo de las delegaciones.
—Oh, de acuerdo —dijo Sterga—. Quizá alguien quiera practicar un poco de lucha libre conmigo. ¿Usted, señora? —el osmaniano se dirigió a la señora Meyer, que era gruesa y con bastantes años a las espaldas.
—No, por favor —dijo la señora Meyer, palideciendo y ocultándose tras Grove-Sparrow—. Tengo... tengo que llevarme a los forellianos.
—Tranquilícense ustedes —dijo Grove-Sparrow—. Ya se ejercitarán luego.
—Así lo espero —dijo Sterga—. Quizá el señor Reid quiera luchar con nosotros en su casa, guk-guk. Ese es el principal deporte de Nohp —ese era el nombre de Osmania en el idioma de Sterga. El osmaniano habló con su compañera en su idioma, mientras Reid iba juntando frenéticamente huéspedes y anfitriones. El resto del tren se marchó traqueteante.
Cuando cada uno de los invitados hubo partido con su anfitrión, y los forellianos hubieron subido a su camión remolque, los cuatro pequeños robertsonianos quedaron sentados en el andén. No había señal de los Howard. Los empleados del ferrocarril bajaban cajas del furgón, en las que se veían letreros de «comida para los forellianos», «comida para los esteinianos», etc. Reid le dijo a Grove-Sparrow:
—Mire, tengo... tengo que ir a buscar a los conductores de los camiones y darles las direcciones. ¿Me vigilará a los osmanianos mientras regreso?
—De acuerdo.
Reid salió a escape, seguido por dos mozos de cuerda que empujaban una vagoneta llena de cajas. Cuando regresó, los robertsonianos seguían sentados en un desconsolado círculo. No había ni señal de Grove-Sparrow, Ming, los Howard o los osmanianos. Había cristales rotos en el suelo, una mancha de líquido, y un olor a alcohol.
Mientras miraba a su alrededor, Reid notó un tirón en su pernera. Un robertsoniano le dijo:
—Por favor, ¿hay signo te nuestros anfitriones?
—No, pero ya vendrán. ¿Qué ha pasado con los otros?
—Ah, esos. Estaban en el antén, esperanto, cuanto llegó un terrestre, caminando por allí y por allá como si estuviera enfermo. Vio al señor Ming, y tijo algo acerca de los sucios forasteros. El señor Ming hizo como si no lo oyese, y el hombre tijo que potía cargarse a todos los presentes. Supongo que tebe tratarse te una te las costumbres locales, aunque no sé muy bien te cual.
—¿Qué sucedió?
—Oh, los osmanianos se pusieron en pie, y Sterga tijo: Este buen hombre quiere pelear. Ven, Thvi. Se tirigió hacia el hombre, que lo vio por primera vez. El hombre sacó una botella tel bolsillo y se la tiró a Sterga, ticiéntole: Vuelve al infierno que es te tonte has salito. La botella se rompió. El hombre corrió. Sterga y Thvi corrieron tras te él, gritándole que se tetuviera y pelease. Los señores Grove y Ming corrieron tetrás. Eso es toto. Ahora, por favor, ¿puete encontrar a la gente que va a alojarnos?
Reid suspiró.
—Primero tendré que encontrar a los otros. Espérenme aquí.
Se encontró con los otros miembros de la expedición que regresaban al andén.
—El borracho va camino de la comisaría de policía —dijo Grove-Sparrow—. ¿Siguen sin aparecer los Howard?
—Aún no han venido, pero eso es lo habitual.
—¿Por qué no lleva a los robertsonianos a casa de los Howard?
—Posiblemente nos encontraríamos con ellos por el camino. Haremos una cosa: les telefonearé para saber si ya han salido.
Contestaron al teléfono de los Howard. Clara Howard dijo:
—¡Oh, Milan! Ya estamos casi a punto de ir. Lamento llegar tarde, pero ya sabes como son las cosas.
Reid, resistiendo un impulso de rechinar los dientes, pensó que sabía bien como eran las cosas con los Howard. Tenían la costumbre de llegar a las fiestas cuando ya todos comenzaban a irse.
—Quédense donde están, y les llevaré a sus invitados dentro de más o menos una hora.
Regresó, y se despidió de Grove-Sparrow y Ming, que regresaban a Newhaven. Luego, metió a los dos grupos de extraterrestres en su coche.
Para un hombre al que no le gustaba llamar la atención, la travesía de Parthia dejaba mucho que desear. Los robertsonianos se acurrucaron en una gran masa peluda en el asiento delantero, echándose a dormir, pero los osmanianos saltaban en la parte de atrás, excitados y estentóreos, señalando con los tentáculos y sacándolos por las ventanillas para saludar a los viandantes. La mayor parte de la gente había leído artículos acerca de los. extraterrestres o los había visto en la televisión, de forma que no se sorprendieron demasiado. Pero el que aparezca un tentáculo de octópodo por la ventanilla del coche de uno mientras espera a que cambie la luz de un semáforo, aún puede producir un cierto sobresalto.
Después de que los osmanianos casi hubieron ocasionado una colisión, Reid les ordenó perentoriamente que mantuvieran sus tentáculos dentro del coche. Envidiaba a Nagle y Kress, que habían llevado a sus invitados volando a sus casas desde el tejado del edificio de correos, en sus helicópteros privados.
Al oeste de los Susquehanna, la autopista de Piedmont gira hacia el sur en dirección a Westminster, para pasar junto a Baltimore y Washington. Milan Reid giró y continuó hacia el oeste. En respuesta a sus súplicas, los osmanianos se habían quedado bastante quietos.
Cerca de York, se encontró tras el carricoche de un amish, que el embotellamiento le impedía pasar.
—¿Qué es eso? —preguntó Thvi.
—Un carricoche —explicó Louise Reid.
—¿De qué habla, de la cosa con ruedas o del bicho que tira de ella?
—De la cosa con ruedas. El animal se llama caballo.
—¿No es ese un método de transporte muy primitivo? —preguntó Sterga.
—Sí —explicó Louise—. Pero ese hombre lo usa por mandato de su religión.
—¿Y es también por eso por lo que lleva ese sombrero negro cilíndrico?
—Sí.
—Quiero ese sombrero —dijo Sterga—. Creo que me vería bien con él, guk-guk-guk.
Reid volvió la cabeza para mirarle.
—Si quiere un sombrero terrestre, tendrá que comprarlo. Ese pertenece a su propietario.
—Sigo queriéndolo. Si la Tierra desea obtener la concesión minera, siempre puede darme el pequeño capricho de ese sombrero.
Cesó el embotellamiento. Reid rebasó al carricoche. Mientras el automóvil pasaba junto al mismo, Sterga sacó su parte delantera por la ventanilla. Un tentáculo arrebató el sombrero negro de la cabeza del amish.
La amplia y rojiza cara, con patillas muy largas, del seguidor de la secta, se volvió hacia el coche. Sus ojos azules se desorbitaron horrorizados. Lanzó un ronco alarido, se tiró del carricoche, saltó por sobre una verja, y corrió a campo través. Mientras el automóvil acababa de adelantar al carricoche, el caballo también vio a Sterga. Lanzó un relincho y escapó en otra dirección, con el carricoche dando locos tumbos tras él. Reid frenó en seco.
—¡Maldita sea! —aulló.
En el asiento trasero, Sterga estaba tratando de equilibrar el sombrero del amish sobre su cabeza, si es que se podía decir que tenía cabeza. Reid le arrebató el sombrero.
—¿Es que no piensa más que en causar problemas?
—Nada de problemas; simplemente una bromita —borboteó Sterga.
Reid dio un bufido y bajó del coche. El amish había desaparecido. Se veía a su caballo en un campo labrado, comiendo hierbas. Aún seguía atado al carricoche. Reid atravesó el camino, llevando el sombrero, y comenzó a introducirse en el campo. Sus pies se hundieron en la blanda tierra, y se llenó los zapatos de ella. El caballo lo oyó llegar, miró a su alrededor y se alejó al trote.
Tras varios intentos, Reid regresó a su coche, colgó el sombrero en la verja, se quitó la tierra de los zapatos, y puso en marcha el automóvil. Hirviéndole la sangre, se prometió a sí mismo decirle unas cuantas lindezas a Rajendra Jaipal. Durante un rato, los osmanianos permanecieron tranquilos.
En Gettysburg, fueron al edificio de exhibiciones. Desde la galería contemplaron un mapa en relieve de la región de Gettysburg cubierto de lucecillas eléctricas de colores. Una grabación iba dando la reseña de la batalla, mientras un joven manejaba una serie de controles que encendían las luces para mostrar las posiciones de las tropas federales y confederadas en cada momento.
—Ahora, al comienzo del segundo día, Longstreet pasó la mañana emplazando su artillería a lo largo del saliente en el que el Tercer Cuerpo ocupaba el campo de melocotoneros —se encendieron unas lucecillas—. Al mediodía, los confederados comenzaron un bombardeo, y la División de Mc-Laws avanzó...
Hubo un movimiento entre los espectadores mientras los osmanianos se abrían paso hasta la primera fila y colgaban sus tentáculos sobre la barandilla. El joven que manejaba los controles perdió el dominio de los mismos y se quedó con la boca muy abierta mientras la grabación proseguía. Luego trató de recuperar el tiempo perdido, se confundió, y durante un tiempo tuvo a los federales de Meade en franca retirada.
Reid llevó a sus invitados afuera. Subieron a la torre de observación, desde la que vieron los Round Tops y el monumento a Eisenhower que se alzaba en la granja que antes fue propiedad de ese presidente. Cuando Reid y su esposa comenzaron a bajar, Sterga le borboteó algo a Thvi. Inmediatamente, los osmanianos comenzaron a bajar por los montantes de hierro exteriores.
—¡Vuelvan! ¡Se van a matar! —aulló Reid, que odiaba los lugares altos.
—No hay peligro —le respondió Sterga—. Así es más divertido.
Los Reid bajaron a toda prisa los escalones. Milan esperaba oír en cualquier momento el chaf de un osmaniano golpeando el cemento. Llegó al suelo justo un momento antes que los osmanianos, que se deslizaban de montante en montante con gran facilidad.
Milan Reid se sentó en el último escalón y se apretó los puños contra la cabeza. Luego dijo con voz hueca:
—Vamos a comer.
En la piscina de Rose Hill, Wallace Richards, el instructor de natación, estaba haciéndose el chulo con sus saltos desde el trampolín. Era un joven con mucho músculo y aún más vanidad. Las chicas estaban sentadas alrededor de la piscina contemplándole, mientras otros jóvenes que, en comparación, se veían demasiado delgados o demasiado tripudos, maldecían en segundo término.
Los forellianos habían nadado allí durante la mañana, pero ahora ya se habían ido. Mientras habían estado nadando no había cabido nadie más en la piscina. Ahora, no había ningún extraterrestre hasta que Milan y Louise llegaron con sus trajes de baño, seguidos por Sterga y Thvi. Reid extendió una toalla y se dispuso a tenderse para tomar el sol.
Los osmanianos causaron la habitual impresión. Wallace Richards ni se dio cuenta de su presencia. Estaba muy erguido, tenso desde los hombros hasta los tobillos, como un triángulo isósceles apoyado sobre su vértice superior, mientras reunía fuerzas para dar un triple salto mortal.
Thvi se deslizó en la piscina y comenzó a atravesarla con un agitar de tentáculos. Richards rebotó en la palanca, se aferró las rodillas, dio tres vueltas sobre sí mismo, y tomó la posición correcta para entrar en el agua. Cayó justo encima de Thvi.
Sterga gritó en su propio idioma, pero ya era demasiado tarde. Entonces, él también se metió en el agua. Los mirones gritaron. La superficie de la piscina estaba siendo golpeada por extremidades humanas y tentáculos. Apareció la cabeza de Richards, gritando:
—¡Maldita sea! ¡Devuélvame mi bañador!
Los osmanianos atravesaron la piscina, y salieron. Thvi ondeó el bañador de Richards (que apenas si era un taparrabos) en un tentáculo, y gritó:
—Con que saltándome encima, ¿eh?
—¡No lo hice a propósito! —gimió Richards. El auditorio comenzó a reír.
—Me dejó sin respiración con el golpe, guk-guk-guk —borboteó Thvi, tratando de meter un par de tentáculos por los agujeros de las piernas del bañador.
Sterga corrió escalerillas arriba, hasta el trampolín más alto.
—¡Terrestre! —gritó hacia abajo—. ¿Cómo hiciste ese salto?
—¡Devuélvanme mi bañador!
—¿Así? —Sterga saltó del trampolín.
No obstante, en lugar de caer en posición de zambullida, extendió sus doce tentáculos y cayó sobre Richards como una araña que salta. Richards se hundió bajo la superficie antes de que la horrible aparición cayera sobre él, y se alejó nadando, pero su velocidad en el agua era despreciable comparada con la del osmaniano. Sterga lo alcanzó y comenzó a hacerle cosquillas.
Reid le dijo a Thvi:
—¡Por Dios, haga que su compañero deje ir a ese hombre; lo va a ahogar!
—Oh, de acuerdo. Ustedes los terrestres no saben como divertirse —Thvi nadó hacia donde forcejeaba el par.
Un Richards inerte fue sacado del agua y depositado sobre el cemento. Alguien le hizo la respiración artificial durante diez minutos hasta que volvió en sí y se sentó, tosiendo y jadeando. Cuando se recuperó, miró a su alrededor con odio asesino y susurró:
—¿Dónde están esos malditos octópodos? Voy a...
Pero Reid y sus invitados se habían ido.
Para el cóctel, los Reid invitaron a una pareja mayor que ellos: el profesor Hamilton Beach y su esposa, de la Universidad de Bryn Mawr. Beach, sociólogo, quería hablar de cosas tan serias como relaciones entre las especies, pero Sterga y Thvi tenían otras ideas. Tragaban sus cócteles tan rápidamente que Reid apenas si tenía tiempo de ir preparando otros nuevos. Producían horribles sonidos que, según explicaron, eran una canción osmaniana.
Reid estaba preocupado por si se emborrachaban y se volvían aún más molestos, pero Sterga lo calmó:
—Esto no es nada comparado con lo que bebemos en Nohp. Allí, cualquier cosa que contenga menos de cuatro quintos de alcohol es una, ¿cómo lo dirían ustedes?, una bebida refrescante.
Los Reid despidieron a los Beach a las siete, para tener tiempo de comer e ir al festival de las fresas. Milan regresó a la sala de estar y encontró a Sterga y Thvi bebiendo directamente de la coctelera. Sterga le dijo:
—Señor Reid, según tengo entendido, su gente tiene los mismos métodos reproductivos que nuestro pueblo.
—Esto... bueno... eso depende de cual sea su método —dijo Reid, anonadado por el giro que había tomado la conversación.
—Ustedes tienen un sistema de reproducción bisexual, ¿no? El macho lleva...
—Sí, sí, sí.
—Entonces, ¿por qué no se han reproducido usted y la señora Reid?
Reid se mordió el labio.
—Lo hemos hecho. Nuestro hijo está en la universidad.
—Ah, excelente. Entonces, podrán ustedes cumplir con la costumbre de los Hliht.
—¿Qué costumbre?
—Siempre intercambiamos parejas con nuestros invitados. Es poco sociable el no hacerlo.
—¿Cómo?
Sterga repitió.
Reid tartamudeó:
—No... no estará hablando en... en serio.
—Ciertamente. Estaré muy satisfecho...
—Pero eso es físicamente imposible, aparte de que nuestras costumbres no lo permiten.
—No, no somos tan diferentes como usted pueda pensar. He investigado el asunto. De cualquier forma, podemos pasárnoslo muy bien experimentándolo, guk-guk.
—¡Ni hablar de ello! —estalló Reid—. Nuestras costumbres lo prohíben.
—Ustedes, terrestres, desean esa concesión minera, ¿no?
—Excúseme —dijo Reid, y fue a la cocina. Allí, Louise estaba ayudando a la asistenta que habían contratado para la ocasión a dar los últimos toques a la cena. Se la llevó a un lado, y le contó la última petición de sus invitados.
Ahora le tocó atragantarse a Louise Reid. Abrió la puerta para dar una ojeada a Sterga, que seguía en la sala de estar. Sterga la vio, y le hizo un guiño, lo cual fue un espectáculo desmoralizador, pues los osmanianos guiñaban los ojos recogiéndolos al interior de sus cabezas y lanzándolos al exterior con un audible pop.
Se volvió y se llevó las manos al rostro.
—¿Qué vamos a hacer?
—Bueno, te... te aseguro una cosa: voy a librarme de esos «invitados». Y, si alguna vez atrapo a R. J....
—Pero, ¿y la concesión minera?
—Al infierno con la concesión minera. No me importa si hasta origino una guerra interplanetaria. Ya no voy a seguir soportando a esos bromistas pesados. Odio el solo verlos.
—Pero, ¿cómo lo vas a hacer? No puedes ponerlos de patitas en la calle.
—Déjame pensar —Reid miró por la ventana, para asegurarse de que los Ziegler aún tenían las luces encendidas—. Ya sé. ¡Se los pasaremos a los Ziegler! Se lo tienen merecido tanto unos como otros.
—Oh, cariño, ¿crees que debemos hacerlo? Después de todo...
—No me importa si debemos o no. Primero. recibirás un telegrama de que tu madre está enferma, y de que tienes que hacer las maletas y salir para Washington esta misma noche. Comienza a servir la cena; yo pondré el asunto en marcha.
Reid fue al teléfono y llamó a su amigo Joe Farris.
—¿Joe? —le dijo en voz baja—. ¿Me harías el favor de llamarme dentro de quince minutos? No prestes atención alguna a lo que te diga: es para sacarme de un buen lío.
Quince minutos más tarde sonó el teléfono. Reid lo contestó, y pretendió repetir un telegrama dado por teléfono. Luego, entró en el comedor y dijo tristemente:
—Malas noticias, cariño. Tu madre vuelve a estar enferma. Tendrás que ir a Washington esta misma noche. —Se volvió hacia Sterga—: Lo lamento, pero la señora Reid tiene que irse.
—¡Ooooh! —dijo Thvi—. Teníamos tantas ganas de...
—Ahora, yo solo no puedo darles una hospitalidad completa —continuó Reid—. Pero les buscaré otro anfitrión.
—Pero es usted un anfitrión tan excelente... —protestó Sterga.
—Gracias, pero realmente no podría hacerlo. No obstante, todo irá bien. Acaben su cena mientras arreglo las cosas. Luego, iremos juntos al festival.
Salió, y caminó hacia la puerta contigua, la de la casa de los Ziegler. Charles Ziegler, limpiándose los labios, salió a abrirle. Era robusto y algo calvo, con unos gruesos y peludos brazos. Apretó la mano de Reid con terrible fuerza y aulló:
—¡Hey, hola, Milan, viejo amigo! ¿Qué demonios has estado haciendo todos estos días? Deberíamos vernos más a menudo, ¿no? Entra.
Reid se obligó a sonreír.
—Bueno, Charlie, las cosas están así: estoy... estoy en un lío, pero si me ayudas un poco podremos solucionarlo y complacer a todo el mundo. Queríais tener invitados de los P. A. esta vez, ¿no?
Ziegler se alzó de hombros.
—Connie creía que teníamos que participar en eso, y yo supongo que podría haber soportado a unos cuantos hombres lagarto para complacerla. ¿Por qué? ¿Qué es lo que pasa?
Reid le contó lo de la enfermedad de su suegra, como si fuera verdad.
—Así que pensé que quizá pudieras venir a la fiesta y recoger a mis osmanianos.
Ziegler le dio una buena palmada en la espalda.
—Seguro, Milan, viejo amigo. Me ocuparé de esos calamares raros tuyos. Los voy a llenar de bombas G —aquella era una mortífera bebida a base de ginebra inventada por el mismo Ziegler—. ¡Hey, Connie!
En la fiesta de las fresas, la gente y los extraterrestres formaban una hilera que iba pasando frente a un mostrador. Allí, les servían helado de fresas, pastel y café, al estilo de las cafeterías. El techo estaba decorado con banderitas de papel; y las banderas planetarias tapizaban las paredes. Algunos invitados, o bien porque no podían comer los alimentos terrestres, o porque no estaban construidos físicamente para permanecer en fila llevando bandejas, se las arreglaron a su manera. Los forellianos ocupaban todo un rincón del sótano, mientras sus anfitriones les alimentaban con su comida especial, a golpe de pala.
Los extraterrestres estaban identificados por tarjetones clavados con imperdibles a las ropas de aquellos que las llevaban, y los que no, los llevaban colgados del cuello. Como los osmanianos ni usaban ropas ni tenían cuellos, llevaban los tarjetones atados con cordelitos en la parle central de sus cuerpos, con sus nombres hacia arriba, como las placas de identificación de los perros.
Reid se encontró frente a un chavantiano enroscado sobre un sillón. El chavantiano alzó el metro delantero de su cuerpo y manipuló cuidadosamente su comida con los cuatro apéndices que crecían en los lados de su cuello.
—Me siento fascinado —siseó el chavantiano —por las obras de su Shakespeare. ¡Esa visión! ¡Esos sentimientos! ¿Sabe?, enseñé literatura terrestre antes de entrar en el servicio diplomático.
—¿Sí? —comentó Reid—. Yo también fui profesor.
Había sido profesor de matemáticas de una escuela superior debido a que tenía la equivocada idea de que la enseñanza era una ocupación ideal para gente tímida y poco efectiva que temía enfrentarse con el mundo. Pronto aprendió que exigía una brutalidad y un arrojo muy superior a lo exigido en el mundo de los negocios.
—¿Qué tal le han tratado hasta ahora?
—Oh, a veces nos hacen notar nuestra poco afortunada semejanza con una especie de vida terrestre hacia la que muchos de ustedes no sienten demasiado apego —Reid sabía que el chavantiano se refería a las serpientes—. Pero somos comprensivos.
—¿Y qué hay de los otros invitados? —Reid giró la cabeza para ver quién estaba presente. Los Howard y sus robertsonianos no habían llegado aún.
—Todos están bien. Naturalmente, los esteinianos no están aquí, pues esto sería un espectáculo repugnante para ellos. Es cuestión de costumbres, nada más; solo que las costumbres siempre acaban por impedir que uno lo pase bien.
Los Reid y sus invitados acabaron de comer y fueron hacia el auditorio, que ya estaba medio lleno. Los niños de varias especies tenían globos de goma, que se alzaban por los aires retenidos por sus hilos. Formaban tal nube, que los de las últimas filas no veían el escenario.
El programa se inició con un concierto de la banda de la escuela superior. Luego, el grupo de boy scouts local hizo una ceremonia con las banderas. El reverendo McClintock saludó oficialmente a los invitados, y los presentó, uno tras otro. A medida que eran nombrados, aquellos que podían se ponían en pie, y eran aplaudidos.
Luego siguieron canciones de una sociedad coral local; danzas por un club folklórico; más canciones; danzas de los indios americanos por un grupo de pequeños boy scouts; la entrega de premios a los vencedores de un concurso de redacción sobre Planetas Asociados...
El problema de los espectáculos de aficionados de este tipo no es que sus actos sean malos. A veces, son bastante buenos. La verdadera dificultad es que cada partícipe quiere demostrar sus habilidades. Esto significa que quiere representar todo su repertorio. Por consiguiente, cada acto tiene el doble de la duración que debiera. Y, debido a que los participantes son voluntarios no pagados, el director no puede insistir en cortes drásticos. Si lo hace, generalmente se enfadan y abandonan.
A las diez treinta, el espectáculo aún proseguía lentamente. Globos escapados a sus propietarios flotaban suavemente contra el techo. El joven forelliano roncaba como una lejana tormenta en la parte trasera de la sala. Los jóvenes de otras varias especies, incluyendo el homo sapiens, se volvieron irrefrenables, y tuvieron que ser sacados del local. Los osmanianos se agitaban en sus asientos, que nunca habían sido diseñados para su especie, y jugueteaban con sus tentáculos. Ostentosamente, Milan Reid miró a su reloj y le susurró a Sterga:
—Tengo que llevar a mi esposa al tren. Buenas noches. Buenas noches, Thvi.
Estrechó sus tentáculos, llevó a Louise afuera, y se marcharon en coche. No obstante, no fue ni a la estación ni al aeropuerto. No creía que la situación requiriese que Louise fuera en realidad a Washington. Simplemente la dejó en el apartamento de una de sus amigas, en Merion. Luego, regresó a casa.
Primero fue a la puerta delantera de la casa de los Ziegler, llevó su índice al timbre, pues deseaba asegurarse de que su plan había dado buen resultado, pero lo retiró: del interior le llegaban carcajadas, las agudas risas de Connie, los rugidos de alegría de Charlie, y los repugnantes sonidos de los osmanianos.
Evidentemente, sus invitados habían entrado en contacto con sus nuevos anfitriones. No había necesidad alguna de que entrase en la casa, pues si lo hacía, Charlie insistiría en que se uniese a la fiesta, y le repugnaban las fiestas escandalosas.
Fue a su propia casa, y se preparó para meterse en la cama. Aunque no acostumbraba a beber a aquellas horas de la noche, se preparó un whisky con soda muy cargado, buscó en la radio una buena emisora en la que dieran música, encendió su pipa, y se relajó. De vez en cuando le llegaban estallidos de locas risas de la puerta vecina, junto con extraños sonidos de golpes y, en una ocasión, el ruido de cristales rotos. Sonrió suavemente.
Sonó el teléfono. Reid frunció el entrecejo y alzó el auricular.
—Conferencia de Newhaven —dijo la telefonista. Luego, oyó la voz nasal de Rajendra Jaipal:
—¿Aló, Milan? Soy R. J. No sabía si habrías vuelto a casa de la fiesta. ¿Qué tal están tus invitados?
—Me he librado de ellos —contestó Reid.
—¿Qué has hecho qué?
—Me he librado de ellos. Se los he pasado a otros. No podía soportarlos.
—¿Dónde están ahora? —la voz de Jaipal tenía un tono tenso.
—Con los vecinos de al lado, los Ziegler. Parecen...
—¡Oh, no!
—Ya lo creo que sí. Y parecen estar pasándoselo muy bien.
—¡Ai Ram Ram! ¡Y pensé que podía confiar en ti! ¡Has hecho retroceder siglos las relaciones interplanetarias! Dios mío ¿por qué hiciste eso? ¿Y por qué precisamente con los Ziegler?
—Porque los Ziegler estaban a mano, y porque esos calamares son un par de niños malcriados: críos impulsivos e irresponsables, sin educación, sin moral, sin sentido común, sin nada. Si...
—Eso no importa. Tienes un deber con la Humanidad.
—Mi deber no incluye el cambiar esposas con un pulpo espacial...
—Oh, podías haber encontrado una forma en que evitar...
—Y ¿por qué... por qué no me advertiste de sus divertidas costumbres? Todo el día ha sido un verdadero infierno para mí.
La voz de Jaipal se alzó hasta ser un chillido:
—¡Egoísta, pérfido materialista...!
—Oh, ve a tirarte al mar. Tú eres el pérfido, pasándome esos gamberros interplanetarios sin avisarme. Supongo que te olvidaste de decirme cómo eran por miedo a que me echase atrás, ¿eh? Bien, ¿no es así? ¿No es así?
El teléfono quedó en silencio. Luego, Jaipal dijo con voz más baja:
—Mi querido amigo, admito que yo también soy un mortal imperfecto y pecador. Perdona, por favor, mis juicios apresurados. Pero ahora veamos si podemos arreglar el daño. Es un asunto muy serio. El futuro económico de nuestro planeta depende de esa concesión minera. Iré de inmediato para ahí.
—No te servirá de nada que vengas antes de las siete. Me voy a la cama, y ni siquiera voy a contestar al timbre hasta esa hora.
—Entonces, estaré en tu puerta a las siete en punto. Hasta entonces.
Cuando Reid miró por la ventana a la siguiente mañana, allí estaba Rajendra Jaipal con un impecable traje gris, sentado en los escalones de su puerta. Mientras la abría, la delgada y sombría figura de Jaipal se puso en pie.
—Bien, ¿estás dispuesto a mostrarme las ruinas de las esperanzas de la Humanidad?
Reid miró hacia la casa de los Ziegler, donde todo estaba en silencio.
—Creo que aún duermen. Esto... ¿has desayunado?
—No, pero...
—Entonces entra y lo haremos.
Comieron en amargo silencio. Desde que se había despertado, Reid había comenzado a preocuparse. A la fría luz de la mañana, su audaz jugada de la pasada noche ya no parecía tan inteligente. De hecho, quizá hasta pudiera resultar una equivocación colosal. Naturalmente, uno no podía someter a su esposa a los experimentos amatorios de un extraterrestre. O, ¿podía hacerlo uno, pensando en el bienestar de su propio planeta? En cualquier caso, seguramente podía haber solucionado aquello. Podía haber enviado a Louise lejos, pero haber soportado él solo a los osmanianos algunas horas más. Era de nuevo su maldita falta de talento social. ¿Por qué dependía el destino de los planetas de una mala caricatura de hombre como era él?
Eran ya más de las nueve de aquel brillante y soleado día cuando Reid y Jaipal se aproximaron a la casa de los Ziegler. Reid tocó el timbre. Al cabo de un rato se abrió la puerta. Allí estaba Charles Ziegler, vistiendo unos pantalones cortos a cuadros púrpura y blancos. Por un instante los contempló sin verlos con unos ojos sanguinolentos. Luego sonrió.
—¡Ho-la! —gritó—. ¡Pasen dentro!
Reid presentó a Jaipal y entró. La sala de estar estaba destrozada. Allí yacía una lámpara de pie derribada, allá una mesita de juego con una pata rota. Todo el suelo estaba cubierto de naipes y fichas de poker.
De la cocina les llegaron los sonidos de la preparación del desayuno. Sterga entró, balanceando una bolsa de hielo sobre su cabeza con dos tentáculos, y dijo:
—¡Vaya una nochecita! Mi querido señor Reid, ¿cómo podría agradecerle lo bastante el que me hallase un anfitrión tan congenial conmigo? ¡Nunca hubiera creído que ningún ser de la galaxia pudiera ganarme a beber, guk-guk!
Reid miró inquisitivo a Ziegler, que le dijo:
—Ajá, agarramos una buena trompa.
—Eso significó que no pudimos llevar a cabo el experimento que yo había deseado —dijo Sterga—. Pero no importa. El año que viene, aunque los demás vayan a Atenas, Thvi y yo vendremos aquí, a casa de los Ziegler —el osmaniano se irguió y agarró el cuello de Ziegler, mientras este daba palmadas en su coriácea espalda—. Los queremos mucho. Y además, es un excelente luchador. Y no se preocupe por su concesión minera, R. J. No habrá problemas con ella.
Reid y Jaipal se despidieron. En el exterior, se miraron el uno al otro. Ambos hicieron el mismo gesto, alzando los hombros mientras extendían las manos con las palmas hacia afuera. Luego, se saludaron con un movimiento del brazo, mientras sus rostros expresaban una desesperada incomprensión. Reid regresó a su casa, y Jaipal se alejó caminando rápidamente.
Título original:
A THING OF CUSTOM