MI PADRE, EL GATO
HENRY SLESAR
Henry Slesar comenzó a escribir SF mientras trabajaba de ejecutivo en una empresa de publicidad. Y, sin embargo, en el relato que les ofrecemos a continuación, lleno de ternura y romanticismo, no podrán hallar esa prosa agresiva y ramplona que parece caracterizar a toda la producción publicitaria, especialmente la norteamericana.
Mi madre era una encantadora y delicada mujer de la costa de Bretaña, que se sentía miserable si dormía con menos de tres colchones, y que, según se dice, en cierta ocasión le hizo daño una hoja que le cayó en el jardín. Mi abuelo, descendiente de la nobleza francesa cuya familia había logrado sortear los remolinos de la Revolución, cuidaba su frágil cuerpo y espíritu con el mismo amoroso cuidado que se tiene con las flores exóticas, perecederas. A partir de esto, ya pueden imaginar su actitud respecto a las bodas. Vivía aterrorizado ante los vulgares hombres de manos duras que algún día ganarían el corazón de mi madre, y, al fin, este temor persistente acabó por matarlo.
No obstante, su preocupación era infundada, pues mi madre eligió un pretendiente que estaba tan libre de cualquier brutalidad mundana como sea posible en un esposo. Su elección recayó en Dauphin, un notable gato blanco que llegó a nuestras tierras poco después de la muerte del abuelo.
Dauphin era un gato de angora inusitadamente grande, y su habilidad para hablar en un culto francés, inglés e italiano fue suficiente para que mi madre lo adoptase como animalillo doméstico. No le llevó mucho tiempo el darse cuenta de que Dauphin se merecía un estatus superior, y se convirtió en su amigo, protector y confidente. Nunca hablaba de su origen, ni de donde había adquirido la educación clásica que lo convertía en un compañero tan agradable. Al cabo de dos años, le resultaba fácil a mi madre, que por otro lado era una mujer muy poco realista, el olvidarse de las diferencias de sus especies. De hecho, estaba convencida de que Dauphin era un príncipe encantado, y Dauphin, en consideración hacia sus ilusiones, nunca la disuadió de ello.
Al fin, fueron unidos en matrimonio por un comprensivo clérigo local, que llenó solemnemente el certificado de matrimonio con el nombre de señor Edwarde Dauphin.
Yo, Etienne Dauphin, soy su hijo.
A decir verdad, soy un joven apuesto, no muy diferente a mi madre en la delicadeza de mis rasgos. La herencia de mi padre resulta evidente en mis grandes ojos felinos, mi cuerpo ágil y mis rápidos movimientos. La muerte de mi madre, cuando tenía cuatro años de edad, me dejó a cargo de mi padre y su grupo de leales servidores, y no podría haber deseado una mejor educación. A la paciente enseñanza de mi padre debo todas las cualidades que poseo. Fue mi padre, el gato, quien con sus suaves patas me guió hacia los tesoros de la literatura, el arte y la música, cuyos bigotes se erizaban con placer ante un ganso bien asado, una comida bien servida, un vino bien elegido. ¡Cuantas horas felices compartimos! Mi padre, el gato, sabía más de la vida y de la humanidad que cualquier ser humano que haya conocido en mis veintitrés años de vida.
Hasta la edad de dieciocho años, se ocupó personalmente de mi educación. Luego, decidió enviarme al mundo exterior. Eligió para ello una universidad de los Estados Unidos, pues sentía un gran afecto por lo que llamaba «ese gran país por hacer», en donde creía que mis cualidades felinas serían refrenadas por la agresividad de los perros aulladores con los que seguramente me encontraría.
Debo confesar que pasé una cierta temporada de infelicidad en mis primeros años americanos, al ser arrancado de la comodidad de nuestras tierras y de la sabiduría de mi padre, el gato. Pero me adapté, y cuando me gradué de la universidad busqué y obtuve un empleo en un museo de arte. Fue allí donde conocí a Joanna, la joven a quien pensaba hacer mi esposa.
Joanna era un producto del gran sudoeste americano, la hija de un ganadero. Había una floreciente vitalidad en su rostro y en su cuerpo, una salud fruto de los cielos abiertos y el desierto. Su cabello no era el oro de la antigüedad; era un oro joven, recién arrancado a las rocas negras. Sus ojos no eran como los diamantes del viejo mundo; su chisporroteo era el del sol en un río que cae en cascada. Su figura era exuberante, una abierta declaración de su sexo.
Quizá fuera una elección inusitada para el hijo de una madre que tenía mucho de etéreo y un gato de angora. Pero desde que nos miramos por primera vez a los ojos supe que algún día llevaría a Joanna a las tierras de mi padre para presentarla como mi futura esposa.
Pensaba en esa ocasión con comprensibles temblores. Mi padre había sido muy explícito en sus consejos, antes de que partiese para América. Pero en ningún punto se había mostrado tan enfático como en la necesidad de mantener el secreto con respecto a su persona. Me aseguró que la revelación de su paternidad haría caer sobre mí la desdicha y el ridículo. Naturalmente, su consejo tenía fundamento, y ni siquiera Joanna sabía que el fin de nuestro viaje nos llevaría a los dominios de un gran, culto y conversador gato. Deliberadamente había procurado crear la impresión de que era huérfano, creyendo que el lugar adecuado para revelar la verdad era el ambiente de la casa de mi padre en Francia. Estaba seguro de que Joanna aceptaría a su suegro sin más problemas. ¿Acaso no habían permanecido más de una docena de sirvientes humanos devotos a su amo felino durante casi una generación?
Habíamos acordado casarnos el primero de junio, y el cuatro de mayo subimos a un avión en Nueva York, con destino a París. Fuimos recibidos en el aeropuerto de Orly por François, el solemne mayordomo de mi padre, que había sido enviado no tanto como escolta sino más bien como carabina, pues mi padre había retenido muchas de las costumbres del viejo mundo. Fue un largo viaje en automóvil hasta nuestras posesiones en Bretaña, y debo admitir que mantuve un hosco silencio durante el mismo, que francamente asombró a Joanna.
No obstante, cuando la gran fortaleza de piedra que era nuestra casa surgió ante nuestra vista, desaparecieron rápidamente mis dudas y temores. Joanna, como tantos americanos, se sentía emocionada por el aura de venerabilidad y nobleza que rodeaba el lugar. François la puso a los cuidados de madame Jolinet, que aplaudió encantada con sus viejas y gruesas manos a la vista de la lozana belleza rubia, y charloteó y cloqueó como una gallina clueca mientras llevaba a Joanna a su habitación en el segundo piso. En cuanto a mí, solo tenía un deseo inmediato: ver a mi padre, el gato.
Me recibió en la biblioteca, donde había estado esperando ansiosamente nuestra llegada, acurrucado en su sillón favorito junto al fuego, con una gran copa de coñac a su lado. Tras entrar en la habitación, alzó formalmente una pata, pero luego sus reservas desaparecieron ante la emoción de nuestro encuentro, y me lamió la cara con alegría incontrolable.
François le volvió a llenar la copa, y me sirvió otra a mí. Brindamos a nuestra mutua salud.
—Brindo por ti, mon purr —dije, usando el apelativo afectuoso de mi infancia.
—Por Joanna —dijo mi padre. Chasqueó la lengua ante el sabor del coñac, y se limpió gravemente los bigotes—. ¿Y dónde está la interesada?
—Con madame Jolinet. Pronto bajará.
—¿Se lo has contado todo?
Me ruboricé.
—No, mon purr, no lo he hecho. Creí que sería mejor esperar a estar en casa. Es una mujer maravillosa —añadí impetuosamente—. No se sentirá...
—¿Horrorizada? —dijo mi padre—. ¿Qué es lo que hace que estés tan seguro, hijo?
—El que es una mujer de gran corazón —dije firmemente—. Fue educada en una excelente institución para mujeres del Este de los Estados Unidos. Sus antepasados fueron gente del campo, versados en leyendas y folklore. Es una persona cálida y humana...
—Humana —suspiró mi padre, y agitó la cola—. Estás esperando demasiado de tu amada, Etienne. Hasta una mujer con el mejor de los caracteres se sentiría anonadada por esta situación.
—Pero mi madre...
—Tu madre fue una excepción, tenía sangre de hadas en las venas. No debes buscar las cualidades de tu madre en Joanna. —Saltó del sillón y vino hacia mí, colocando su pata sobre mi rodilla—. Me alegra de que no hayas hablado de mí, Etienne. Ahora deberás guardar tu silencio por siempre.
Me sentí terriblemente asombrado. Extendí la mano y toqué el sedoso pelo de mi padre, entristecido por el aspecto de vejez de sus ojos grises moteados de oro, y por el tono amarillento de su pelambrera blanca.
—No, mon purr —dije—. Joanna tiene que saber la verdad. Tiene que saber lo orgulloso que estoy de ser el hijo de Edwarde Dauphin.
—Entonces la perderás.
—¡Nunca! ¡Eso no puede suceder!
Mi padre caminó muy rígido hasta el hogar, contemplando las grises cenizas.
—Llama a François —dijo—. Dile que encienda el fuego. Tengo frío, Etienne.
Fui hasta el cordón y tiré de él. Mi padre se volvió hacia mí y dijo:
—Tienes que esperar, hijo mío. Quizá esta noche, en la cena. No me hables hasta entonces.
—Muy bien, padre.
Cuando abandoné la biblioteca, encontré a Joanna en las escaleras, y me habló excitada:
—¡Oh, Etienne! Que bella casa antigua. ¡Sé que me encantará! ¿Podemos ver el resto?
—Naturalmente —le respondí.
—Pareces preocupado. ¿Hay algo que vaya mal?
—No, no. Estaba pensando en lo maravillosa que eres.
Nos abrazamos, y su cálido y esbelto cuerpo apretado contra el mío me confirmó mi convicción de que jamás debíamos separarnos. Enlazó un brazo con el mío, y recorrimos las grandes estancias de la mansión. Estaba extasiada por su tamaño y elegancia, lanzando exclamaciones ante las alfombras, el mobiliario, los antiguos objetos de plata y peltre, y los retratos familiares. Cuando llegó frente a un retrato de mi madre en la adolescencia, se le nublaron los ojos.
—Era hermosa —dijo—. ¡Como una princesa! ¿Y tu padre? ¿No hay retrato de él?
—No —dije apresuradamente—. No hay ningún retrato. —Acababa de decirle la primera mentira a Joanna, pues había un retrato a medio terminar, que mi madre había comenzado el último año de su vida. Era una pequeña acuarela esbozada, y, para mi consternación, Joanna la descubrió.
—¡Qué magnífico gato! —dijo—. ¿Era un animal de esta casa?
—Es Dauphin —dije, nervioso.
Se echó a reír.
—Tiene tus mismos ojos, Etienne.
—Joanna, debo decirte algo.
—¡Y este caballero de aspecto feroz, con los bigotes? ¿Quién es?
—Mi abuelo, Joanna. Tienes que escucharme...
François, que había estado siguiendo nuestro paseo de inspección a cierta distancia, nos interrumpió. Sospeché que no se debía a una simple coincidencia.
—Serviremos la cena a las siete treinta —dijo—. Si la dama desea vestirse...
—Naturalmente —dijo Joanna—. ¿Me excusas, Etienne?
Le hice una reverencia, y se marchó.
Cinco minutos antes de la hora señalada para la cena, estaba dispuesto, y me apresuré a bajar para hablar de nuevo con mi padre. Estaba en el comedor, instruyendo a los criados acerca de como debían colocar la plata y los accesorios. Mi padre se sentía orgulloso por la corrección de su mesa, y tomaba todas sus comidas entre un lujo espléndido. Su apreciación de la comida y la bebida no era superada por nadie que yo conociese, y siempre había sentido un gran placer en contemplarle a la mesa, caminando sobre el mantel y lamiendo delicadamente los platos de plata que le habían preparado. Pretendió estar demasiado ocupado con los preparativos de la cena para poder atenderme. Pero yo insistí.
—Tengo que hablar contigo —le dije—. Debemos decidir como vamos a hacer esto.
—No será fácil —me contestó—. Considera el punto de vista de Joanna. Un gato tan grande y viejo como yo ya es causa suficiente de comentarios. Un gato que habla es alarmante. Un gato que cena en la mesa con la familia es alucinante. Y un gato al que presentas como tu...
—¡Basta! —grité—. Joanna tiene que saber la verdad. Tienes que ayudarme a revelársela.
—¿No vas a seguir mi consejo?
—Lo haré en cualquier cosa menos en esto. Nuestro matrimonio no podrá ser feliz a menos que te acepte tal como eres.
—¿Y si no quiere casarse contigo?
No quería admitir esta posibilidad. Joanna era mía; nada podía alterar esto. La mirada de asombro y dolor en mis ojos debió haber sido evidente a mi padre, pues tocó suavemente mi brazo con una pata y dijo:
—Te ayudaré, Etienne. Confía en mí.
—¡Como siempre!
—Entonces, prepárate para cenar con Joanna, y no le expliques nada. Espera a que yo aparezca.
—¡Gracias, padre!
Se volvió hacia François y le dijo autoritariamente:
—¿Has comprendido mis instrucciones?
—Sí, señor —replicó el mayordomo.
—Entonces todo está dispuesto. Ahora, regresaré a mi habitación, Etienne. Puedes traer a tu novia a cenar.
Me apresuré a subir las escaleras, y encontré a Joanna dispuesta, maravillosamente hermosa en un brillante vestido de satén blanco. Juntos, descendimos la gran escalinata y entramos en la sala.
Sus ojos brillaron ante la magnificiencia del servicio colocado sobre la mesa, ante la hilera de excelentes vinos, algunos de los cuales ya habían sido servidos en sus vasos adecuados, para disfrute de mi padre: Haut Medoc, vino de St. Estephe, auténtico Chablis, Epernay Champagne, y un vino importado del valle de Napa en los Estados Unidos, del que era un gran admirador. Esperé expectantemente su aparición mientras tomábamos el aperitivo, y Joanna hablaba de temas intrascendentes, sin idea alguna del atormentado estado en que yo me encontraba.
A las ocho en punto, mi padre aún no había hecho su aparición, y me fui poniendo más nervioso mientras François hacía una señal para que sirviesen el bouillon au madere. ¿Habría cambiado de idea? ¿Tendría que explicar la situación sin su ayuda? Hasta aquel momento no me había dado cuenta de la difícil tarea que me había asignado a mí mismo, y me aterrorizaba el miedo a perder a Joanna. La sopa me pareció insípida y vulgar, y mi mísero estado era demasiado evidente para que Joanna no se diera cuenta.
—¿Qué sucede, Etienne? —dijo—. Has estado muy hosco durante todo el día. ¿No puedes decirme lo que anda mal?
—No, no pasa nada. Es que... —dejé que el impulso guiase mis palabras—. Joanna, hay algo que tengo que decirte. Es acerca de mi madre y de mi padre.
—Ejem —carraspeó François.
Se volvió hacia la puerta, y nuestras miradas le siguieron.
—¡Oh, Etienne! —gritó Joanna, con una voz llena de alegría.
Era mi padre, el gato, contemplándonos con sus ojos grises moteados de oro. Se acercó a la mesa, observando a Joanna con timidez y precaución.
—Es el gato de la pintura —dijo Joanna—. No me dijiste que estaba aquí, Etienne. ¡Es muy hermoso!
—Joanna, este es...
—¡Dauphin! Lo hubiera reconocido en cualquier parte. ¡Ven, Dauphin! ¡Ven, gatito, gatito, gatito!
Lentamente, mi padre se aproximó a su mano extendida, y le permitió que le rascase el denso pelaje de la parte trasera de su cuello.
—¡Qué animalito más hermoso que eres! ¡Qué cosita tan encantadora!
—¡Joanna!
Alzó a mi padre por las patas, se lo puso en el regazo, acariciándole el lomo y diciéndole las tonterías dulces que las mujeres dicen a sus animalitos. Esta visión me confundió y me causó dolor, y traté de hallar las palabras con que poderle explicar la situación, sin dejar de esperar que fuera mi padre quien suministrase por sí mismo la respuesta.
Entonces, mi padre habló:
—Miau —dijo.
—¿Tienes apetito? —preguntó solícita Joanna—. ¿Tiene apetito mi lindo gatito?
—Miau —dijo mi padre, y creo que fue entonces cuando mi corazón se hizo pedazos. Saltó de su regazo y atravesó la habitación. Lo contemplé con ojos nublados, mientras seguía a François hacia el rincón, donde un criado había colocado un bol poco profundo lleno de leche. La bebió ansiosamente, hasta que hubo desaparecido la última gota del blanco líquido. Entonces bostezó y se estiró, y corrió de regreso hacia la puerta, con una huidiza mirada en mi dirección que decía bien a las claras lo que debía hacer a continuación.
—Qué animal tan encantador —dijo Joanna.
—Sí —le contesté—. Era el favorito de mi madre.
Título original:
MY FATHER, THE CAT