PREGUNTAS Y RESPUESTAS

ERIC FRANK RUSSELL

Eric Frank Russell es un autor que tiene muy pocas obras traducidas al castellano. No obstante, en los relatos que ha podido leer de él, el aficionado hispano ya habrá podido apreciar sus más sobresalientes cualidades: una franqueza y un “ir al grano” excepcionales. En este relato, Russell nos lo demuestra una vez más, al tiempo que también demuestra que, para hacerse pasar por un terrestre, uno tiene que saber muchas cosas, no todas ellas incluidas en los libros de normas de buena educación.

Se detuvo un momento en la parte superior de la rampa del gran navío, y dio su primera mirada a la Tierra. Así que aquel era el planeta fabuloso, el planeta que mandaba en otros seiscientos mundos, el Eldorado del cosmos. Bueno, lo que podía divisar de él tenía buen aspecto, muy buen aspecto. Iba a colarse en él, y quedarse, a pesar de que no estuvieran de acuerdo.

Naturalmente, tratarían de detenerlo de la misma forma que habían detenido a muchos otros de su especie. Allí no deseaban a los maleables, esa raza de las lejanas fronteras del Imperio. Habían prohibido su entrada en aquel mundo, colocando sobre cada puerta al mismo un letrero invisible pero bien claro que decía: ¡PROHIBIDA LA ENTRADA A LOS MALES!

Los terrestres tenían sus razones. Por ejemplo, creían que cada individuo debía alcanzar el éxito por sus propios méritos y, por consiguiente, objetaban a la forma en que cada male favorecía a los demás males.

«Dad a un male la posibilidad de contratar y despedir», decían, «y despedirá a todos los de nuestra especie para contratar a los de la suya». Además, no les gustaba la fecundidad de los males. «Si se les deja sueltos, paren como conejas».

Sí, allá abajo estaban esperándole, pero por una vez se iban a encontrar con un hueso duro de roer. Carson, un verdadero y genuino terrestre, le había entrenado para derrotarles en su serie de preguntas y respuestas.

A Carson le iba muy bien el reemplazar su representante local por un male, alguien que no se atrevería a protestar, a estafarle ni a responderle mal, alguien que podría ser mantenido bajo una estricta obediencia con la constante amenaza de la delación y deportación. Pero también a él le iba bien seguirle el juego a Carson. En la Tierra disfrutaría de un estándar de vida muy superior al que pudiera lograr en cualquier otra parte. Y, más pronto o más tarde, lograría abrir una puertecilla a los otros males.

Con mucho, era el inmigrante ilegal mejor preparado que se había presentado en los últimos doscientos años. Tenía los documentos de Carson, el rostro y las huellas dactilares de Carson, y las respuestas de Carson a todas las preguntas posibles. Incluso su acento recordaba al del lugar de origen de Carson.

Sabía la historia de la vida de su mentor desde la niñez en adelante, podía señalar a sus parientes si le eran presentados en un grupo de personas no identificadas. Podía hablar de su viejo lugar natal, familiarmente, de extremo a extremo, y podía superar su examen por muchos trucos inquisitivos que usasen.

Mostrando la misma expresión de mezcla de alivio y de placer anticipado que mostraban los otros pasajeros, se unió al torrente que bajaba por la rampa, y fue hasta el edificio de aduanas. En el interior había el habitual caos que se produce cuando una docena de empleados tratan de ocuparse de un millar de pasajeros.

Los empleados trataban de acelerar las cosas fiándose mucho de su instinto psicológico. Sopesaban cada contrabandista potencial, y lo dejaban pasar o lo registraban según lo que viesen en su rostro.

Aproximadamente el cuarenta por ciento eran detenidos, los otros hechos pasar. Fue uno de los infortunados. Siguió la fila de sospechosos, y se detuvo frente a los doce. Uno de ellos lo miró detenidamente, y entrecerró los ojos.

—¡Abra el equipaje!

Dejándolo caer sobre el mostrador, lo abrió. El oficial rebuscó entre sus cosas, de arriba a abajo, no encontrando nada prohibido o que tuviera que pagar impuestos. Mostrando un cierto desencanto, arregló más o menos el contenido, cerró la tapa, y marcó sus iniciales encima.

—De acuerdo. Póngalo ahí, bajo la letra C. Recójalo cuando salga del Departamento de Interrogación.

El male que no era Carson asintió. Fue hacia la pared más lejana, en la que el alfabeto estaba pintado con intervalos de seis metros, y colocó su equipaje bajo la letra C. La línea de pasajeros, ya sin equipaje, reptaba lentamente hacia el siguiente edificio. Fue con ellos, mostrando cuidadosamente él mismo aire de impaciencia contenida.

  

Estaba entrando en la trampa. No iba a atraparle.

En conjunto, no parecía demasiado formidable. Veinte hombres de uniforme estaban sentados en otros tantos escritorios, frente a cada uno de los cuales había una silla. Tenían impresos sobre las mesas, plumas en las manos, y parecían tremendamente aburridos. Los pasajeros que iban entrando se sentaban a medida que llamaban sus nombres. Cada uno de ellos contestaba una larga serie de preguntas hecha por su interrogador particular, recibía eventualmente su permiso de entrada, iba a recoger su equipaje, y se marchaba a casa.

No había mucho que temer ahí. Los interrogadores eran un rebaño de burócratas de poca monta que estaban haciendo un trabajo rutinario sin ningún visible entusiasmo. Ciertamente, habían atrapado a todo male que había intentado introducirse desde que había sido decretada la prohibición. Pero esto no era ningún tributo a su astucia. Los estúpidos, o mal preparados, merecen ser cazados.

Esperando a que llamasen su nombre, aprovechó para estudiar su técnica. El único objeto de su trabajo era determinar si el pasajero era o no un genuino terrestre. El cartílago de los males era lo bastante opaco como para engañar a los rayos X mostrando un plausible esqueleto, y no había forma física de identificarlos a menos que se los abriese. Pero un male podía ser atrapado si no conservaba la calma, o estaba insuficientemente informado.

El empleado del décimo escritorio liberó a un pasajero, y gritó:

—¡James George Glover!

Un hombre grueso caminó hasta la silla, y se sentó con aire resignado.

—¿Lugar de nacimiento?

—Allentown —dijo el gordo.

—¿Fecha?

El gordo se lo dijo, mientras el empleado buscaba la confirmación en un montón de papeles.

—¿Cuando salió usted de la Tierra?

—Hace cuatro años y medio.

—¿Quién era alcalde de Allentown en aquel tiempo?

—Sid Westerman.

Y así seguía, con preguntas simples y directas, otras con trampa, con preguntas que implicaban falsedades, con preguntas que buscaban corroborar respuestas anteriores, con preguntas que obligarían a tropezar a un extraterrestre.

El empleado tenía la lista de la nave, los documentos del pasajero, el expediente del mismo, varios mapas, un cierto número de libros de referencia sobre ciudades, pueblos y aldeas. Lo consultaba frecuentemente, y no hacía una pregunta hasta que había encontrado la respuesta, conociendo, por consiguiente, de antemano si la respuesta era correcta o no. Una respuesta incorrecta sería aferrada y explotada despiadadamente, creando una confusión definitiva y originando que la víctima se autotraicionase.

Era evidente que la prueba no solo se basaba en la habilidad de dar las respuestas exactas. También dependía de la rapidez con que eran dadas. Unas pausas demasiado largas, un meditar y un dudar demasiado prolongados, causaban inmediatas sospechas. Los datos obtenidos de la propia experiencia necesitan menos tiempo de respuesta que los obtenidos por el estudio. Sabían esto, por lo que no solo estaban atentos a los errores, sino a la rapidez de respuesta.

Había tenido el tiempo justo de absorber estos hechos, cuando el empleado del cuarto escritorio aulló:

—¡Walter Henry Carson!

A pesar de su anterior confianza, tuvo una sensación extraña en el centro de su cuerpo mientras caminaba hasta la silla y se sentaba en ella. El empleado lo miró con unos inocentes ojos azules, no viendo nada anormal o sospechoso.

—¿Lugar de nacimiento?

—Agnaville.

—¿Fecha?

—Dieciocho de marzo del 2114 —dijo rápidamente el pseudo Carson.

Siguió una docena o más de preguntas, todas inocuas y fácilmente contestadas. Luego, el interrogador examinó un libro y preguntó:

—¿Cuál es el nombre del río que pasa por Agnaville?

—No hay ningún río.

Veinte preguntas más tarde, inquirió:

—¿De quién es la estatua que está en la plaza Calhoun?

—Del general Mathieson.

—¿Está de pie o sentado?

—A caballo.

Y así continuaron las preguntas.

Finalmente, el empleado pareció desistir por puro aburrimiento. Juntando las yemas de los dedos, miró al techo como en una silenciosa oración.

—Me parece usted normal, señor Carson. Pero, antes de dejarle ir, me gustaría saber si está usted fuerte en vulgarismos. ¿Tiene alguna objeción a esto?

En sí misma, esa pregunta ya era una trampa.

—En absoluto —dijo el male, notando en su interior una sensación de triunfo.

—De acuerdo. —Sin dejar de estudiar el techo, y con el rostro totalmente inmutable, el empleado dijo—: Está usted en la sala de máquinas de una gran nave espacial. En sus manos lleva un tornillo de acero de treinta y cinco centímetros de largo por cinco de diámetro. Es pesado, le molesta, y desea deshacerse de él. En aquel momento, entra un mecánico espacial. Es basto y duro, lleva aceite en la cara y pelo en el pecho. —Los ojos azules bajaron y lo miraron detenidamente—. ¿Le preguntaría qué podía hacer con el tornillo?

¡Rápido, rápido! ¡Sin dudarlo!

—Naturalmente.

Los ojos se tornaron aún más inocentes.

—¿Y qué respuesta esperaría usted?

—Supongo que me diría donde podía ponerlo.

—¡Puede estar seguro de que lo haría! —dijo el empleado, con extraño énfasis. Se irguió, y apretó un botón rojo.

Dos guardianes se llevaron a rastras al falso Carson, lo llevaron a bordo de la nave, y lo encerraron en el calabozo. Aún estaba mirando a las paredes metálicas y tratando de resolver el enigma tres días más tarde, cuando la nave despegó de nuevo hacia la zona fronteriza.

Una vez se hallaron en caída libre, le dejaron suelto, y le permitieron recorrer la nave. A mitad del recorrido, se halló en el bar, y se encontró con un terrestre que salía hacia las estrellas. Tras el quinto vaso de aguardiente, le hizo lisa y llanamente la pregunta:

—Tengo un tornillo de acero de treinta y cinco centímetros por cinco, y no sé donde meterlo. Dígamelo usted.

Sardónicamente, el otro se lo dijo.

El male se quedó muy indignado...

Título original:

QUIZ GAME