Tras haber terminado su trabajo en el Polo Norte, Jannina se dirigió a las refinerías Red Sea, donde tenía asuntos familiares, saltó a Nueva Delhi para comer, echó una siesta en un hotel de Queensland, dio un paseo del hotel a la estación, pasando por las Islas Leeward (donde pensaba que tenía que ir, pero todas las estaciones estaban muy atareadas), y se encontró con Charley para ver amanecer en las Carolinas.
—¿Dónde has estado, querido C?
—En Tanzania. Y tú te has casado.
—No.
—Me dijeron que te habías casado —dijo él—. Los Lee se lo dijeron a los Smith, que a su vez se lo dijeron a los Kerguelen, los cuales se lo contaron a los Utsumbé. Una nueva esposa, decían. No sabía que estabas de manera tan especial interesada en las mujeres.
—No lo estoy. Ella es la mujer de mi marido. Y no estamos casados todavía, Charley. Ha tenido mala suerte. La primera familia comenzó en el 35, dos maridos reducidos a cenizas por exceso de carga mientras preparaban el transporte para un concierto, y el segundo se divorció de ella, según parece, y ella se divorció del tercero (uno grande) y con el cuarto tuvo una horrible disputa, con gente persiguiéndose por entre las mesas, no sé.
—Pobre mujer.
Se habían sentado de la forma en que lo hacía la gente que charlaba y se divertía, sobre el suelo, espalda con espalda y frotando la parte posterior de las cabezas. Jannina dijo tristemente:
—Qué cabello tan adorable tienes, Charley Utsumbé, como una malla de metal.
—Todos los Utsumbé somos exageradamente hermosos. —Unieron sus brazos. El sol, al que cualquiera podía ahora seguir la pista por el mundo, verlo salir o desaparecer veinte veces al día, cincuenta veces al día (si se quería pasar así la vida), asomó por encima de los cipreses. No había nadie en varios kilómetros a la redonda. La niebla ascendía de las corrientes de agua y de los lugares bajos.
—Dios mío —dijo él—, ¡es verano! Tendría que estar en Tanga ahora.
—¿Qué? —preguntó Jannina.
—Uno pierde la pista —dijo en tono de disculpa—. Lo siento, amor, pero tengo asuntos ineludibles en casa. Un asunto de impuestos.
—Pero por qué verano, por qué verano…
—¡El rastro del pensamiento! Demasiado complicado. —Y en un momento el dulce asunto se desvaneció; entre ambos se había interpuesto la obligación que no puede eludirse, que no puede traspasarse al tiempo que uno querría, al lugar que uno querría; lejos de allí él tendría que ponerse en manos de un corrector de carreteras o de un doctor, aunque tiene ciertas ventajas corregir todas las carreteras de un continente al mismo tiempo.
Ella se sentó con las piernas cruzadas sobre la plataforma de la estación, viendo cómo él entraba en la cabina y ajustaba los diales. Sacó la cabeza fuera de la puerta de cristal.
—¡Ven conmigo a África, dama adorable!
—¡No eres más que una fantasía pasajera, Charley U! —Él le envió un beso, se encerró en la cabina y desapareció (el campo transmaterial es más amplio que la cabina, por razones obvias; la cabina fluctúa varios millones de veces por segundo, lo que evita que sea transportada también, y protege la maquinaria de los cambios de temperatura y evita que las personas pierdan codos o rodillas o sus paquetes o los niños. Las cabinas existentes en el centro criogénico del Polo Norte han intercambiado el aire tantas veces con el de regiones más cálidas que cada una posee su propio microclima; hojas y semillas, plantas y tierra se amontonan alrededor de ellas. Las notas clavadas en la puerta dicen: ¡No pise la hierba! Desearía cambiar árbol joven de Pawlownia por musgo canadiense subártico. ¡Cuidado con sus malditos pies desnudos de seis dedos! Perdí una ardilla aquí ayer, ¿podría encontrarla antes de que muera? Ocho niños van a quedar destrozados de dolor. Cecilia Ching, Buenos Aires).
Jannina suspiró y se puso su jersey; le fastidiaba volver a ponerse ropa, pero en su tierra hacía frío. Y como nunca se sabe adonde puedes ir, llevas la ropa contigo. Hacía bastantes años (pensó ella), vine aquí con alguien cuando finalizaba el invierno, con algún amigo o con alguien con quien me quería casar (en cualquier caso, sólo éramos dos), y anduvimos por el agua helada y bailamos y bebimos cerveza al mismo tiempo, ¡Dios mío! Y después fuimos a un espectáculo público en la lie de la Cité a ver a los jugadores profesionales, ópera, juegos (has de ser bueno para entrar allí) y nos tuvimos que poner algunas ropas porque refrescaba mucho a la caída del sol en setiembre (no, espera, era Venezuela), y vimos cómo se iban apagando las luces y fumamos como locos sentados en un café y nos divertimos con el camarero robot y pretendimos que éramos viejos, realmente viejos, tal vez hace… ¡ciento cincuenta años!
Pero ¿era el mismo lugar?, pensó, y desechó el incidente para siempre, se metió en la cabina, cerró la puerta y marcó el indicativo de su casa: los Himalaya. La línea central estaba libre. La rama secundaria estaba libre. En cuanto al transmisor familiar (colocado en la antesala entre dos puertas, para mantener la tarea de calentar la casa dentro de unos límites razonables), sería mejor que estuviera libre o alguien iba a ser lanzado al vestíbulo. Los compensadores de temperatura y del impulso impidieron que Jannina llegara a su casa con una temperatura interna de veinte grados (en la teleportación se pierden cuatro grados por cada kilómetro y medio de ascensión) y a demasiados metros de altura (subes hacia el este, bajas hacia el oeste; hacia el norte o hacia el sur puedes ser lanzada contra la pared de la cabina). Algún día (pensó Jannina), todos permitirán que los demás vivan en climas decentes. Pero aún no era el momento. Ni la gente.
Llegó a su casa cantando El mundo es mi mochila. Sí, el mundo es mi concha, canción que había sido muy popular en su primera juventud, unos setenta años antes.
La casa de los Komarov era de espuma endurecida con una línea interior automática que llevaba al colegio cercano a Naples. Era agradable andar sobre los propios pies. Jannina se encaminó allí. Los niños de siete años estaban tumbados con las cabezas juntas y los cuerpos formando un asterisco de seis personas. En esta posición (que se pensaba ayudaba al pensamiento místico) jugaban a Barufaldi, adivinando la identidad de personajes famosos muertos por medio de frases anagramáticas, las primeras letras de cuyas palabras (aforismos o proverbios) formaban una moraleja y una serie de números Goedel (en un código previamente acordado) que…
—Oh, querida, ¡qué feliz es el acontecimiento de tu aparición! —gritó un muchacho—. ¡Abrázame, mi más querido pariente materno! ¡Une tus valiosos miembros superiores en torno a mi anhelante persona!
—¡Vulgar! —dijo Jannina, riendo.
—Nom sum filius tuus? —dijo el niño.
—No, no eres hijo de mi cuerpo. Eres mi ahijado. Tu madre me pidió que te cuidara al morir. ¿Qué estás aprendiendo?
—La eterna pregunta de los padres —dijo, estremeciéndose—. Cómo controlar un helicóptero. Cómo preparar comida a partir de los escasos y desagradables alimentos actuales. ¿Puedo irme ahora?
—¿Puedes? —dijo ella—. ¡Sucio impertinente!
—Bueno —dijo él—. He hecho que te sientas culpable. No hagas eso. —Y mientras ella intentaba abrazarle, él se escabulló—. «El pájaro está en silencio sobre la rama del árbol» —dijo, sin aliento, volviendo a tumbarse en el suelo.
—Eso no es un aforismo —dijo otro de los jugadores de Barufaldi.
—Sí lo es.
—No lo es.
—Sí lo es.
—No lo es.
—Sí lo es.
—No…
La escuela se desvaneció; apareció la antecámara. En la cocina, Chi Komarov frotaba la espalda desnuda de su hijo de dieciséis años. Los padres siempre se besan entre sí; los hijos siempre se besan entre sí. Ella tocó su frente con la de los dos hombres y colgó su jersey. Había siempre alguien por allí. Jannina manipuló su cronómetro de pulsera: un modelo de tiempo zonal, fecha, latitud-longitud, computadora familiar.
—A mi edad y tengo que acordarme de todas estas cosas —dijo ella. Presionó el botón de la computadora: Ann estaba en el colegio trabajando, un plan mensual, metódica Ann; Lee, cinco años ausente, heroico Lee; Phuong en París, ensayando todavía; C. E. se había ido sin decir adonde, espontáneo C. E.; Ilse estaba haciendo algunas reparaciones en el sótano, que no era un auténtico sótano, sino una habitación en la parte baja de la colina. Ella subió las escaleras, y luego descendió y asomó la cabeza por la puerta del salón-piscina. A través de las paredes de cristal podían verse las montañas. El viejo Al, que se había unido a ellos cuando ya era de edad avanzada, se ocupaba un poco del jardín en los breves veranos. Jannina le llamó.
»¡Hola, viejo Al! —Grande y peludo, era un extraño placer el pelo de su cuerpo blanco. Se sentó en su regazo—. ¿Ha venido?
—¿La nueva? No —respondió él.
—¿Vamos a nadar?
Él hizo un gesto expresivo.
—No, querida —dijo—. Antes iría a Naples a ver cómo los niños vuelan en helicópteros. O a Nevada a volar en ellos yo mismo. He estado en el agua todo el día, viendo cómo una persona muy testaruda reestructuraba arrecifes de coral y experimentaba con pólipos poliploides.
—Quieres decir que tú estuviste haciéndolo.
—Uno se habitúa a trabajar.
—¡Pero no tienes por qué hacerlo!
—Se trataba de un proyecto privado. La mayor parte de las cosas interesantes lo son.
Ella le susurró algo al oído.
Con las caras encendidas por la felicidad, se dirigieron al jardín interior de Al y cerraron la puerta.
Jannina, representante temporal de la familia, se colocó el casco del computador en la cabeza y, una vez conectado, limpió la casa, encargó alimentos e hizo un poco de los trabajos legales de una familia de dieciocho adultos (dos matrimonios triples, uno cuádruple y un grupo de ocho). Se sintió muy orgullosa de sí misma. Sintonizó Radio Himalaya HQ (por encima de dos mil metros) y conectó ambas computadoras (una sensación muy rara, como ese estornudo que nunca se produce); se oyó la invitación de una tal Leslie Smith y notificó a los Komarov que andaban fuera que debían regresar rápido. Lo harían unos seis más aquella noche. Más comida. Primera tormenta en Albany, Nueva York (América del Norte). Se necesitan dos habitaciones para el martes. No puedo utilizar una habitación. No puedo utilizar un gatito. Necesito que me devuelva el geranio, señor Adam, Chile. El mejor artesano de vidrio soplado del mundo ha matado en un duelo al segundo mejor artesano de vidrio soplado por unirse al movimiento de los ceramistas. Una amarga batalla se prevé en la economía global. Se necesita diseñador. Se necesitan quince cantantes y un pansensicón eléctrico. Trabajo temporal a través de Cambaluc, gran tectogénic…
Con el sentimiento de culpa que siempre se tiene cuando se charla con una computadora, porque realmente no es recíproco, Jannina se quitó el casco. Fue a buscar a Ilse. Subiendo de nuevo a través de la habitación de espuma blanca, de la habitación de espuma roja y de la habitación de espuma verde, todas ellas llenas de los planos y proyectos de los brillantes Komarov y de los incluso más brillantes niños Komarov, se detuvo en la habitación de los niños, donde Ilse alimentaba a su bebé. Encendieron la niñera robot y la pantalla de televisión. Ilse bebió cerveza en la sala de la piscina. Se quejó de la forma en que sucedían las cosas: faltas en la fundación, algunas personas que habían venido de Chichester y no habían podido encontrar a C. E., de forma que una de ellas se echó a llorar, un nuevo experimento de genética del que había oído hablar a través del circuito de la computadora, una execrable serie de ecuaciones de un embaucador de Budapest.
—¡Un duelo! —dijo Jannina.
Ambas estuvieron de acuerdo en que era chocante. Y divertido. Una nueva moda. Hay que estar loco para hacerlo. Terrible.
La luz se filtró a través de la puerta procedente de un túnel que unía la casa a la antecámara, y con gran rapidez, uno tras otro, como si la línea secundaria acabara de quedar libre, ocho Komarov entraron en la habitación. La luz brilló de nuevo. Podía verse a tres personas entrar una tras otra, personas con botas, con abrigos y máscaras faciales sobre sus jerseys. Estaban cubiertos de nieve, de las terrazas que había sobre la casa o de otros lugares del mundo. Jannina no lo sabía. Se sacudieron la nieve en la antecámara y colgaron sus ropas fuera.
—¡Dios mío, no estás circuncidado! —gritó alguien. Había mucho apretón de manos y muchos abrazos, como si se tratara de un casamiento. Velet Komarov, bajito y moreno, reconoció a Fung Pao-Yu y la levantó del suelo. «¿Has pasado una buena temporada en el campo, Pao-Yu?», decía Velet. La luz se encendió de nuevo, aunque nadie pudo ver nada porque los cristales estaban empañados por la colisión del aire frío y el cálido. El viejo Al se detuvo a medio camino en la cocina. El sonido del equipaje no era reconocible; un montón de trastos y ornamentos apareció en el receptáculo de las maletas. Debían de pertenecer a alguno de los jóvenes Komarov, porque los jóvenes siempre están interesados en las ropas.
—¿Ann o Phuong? —dijo Jannina—. Cinco a tres, ¿quiere alguien? ¡Premio!
Pero el que apareció era un extraño. Abrió la puerta de la cabina y miró dentro. Oh, qué extraña sensación. Estaba pintada en algunos lugares, lo cual era terriblemente raro porque iba a la antigua usanza; ¿y para qué ponerse así para una reunión familiar? Era una mujer joven. Se trata de un terrible error, pensó Jannina. Entonces la visitante cometió su segundo error.
—Soy Leslie Smith —dijo. Pero era más señal de torpeza que de grosería. Chi Komarov (el alto y rubio) lo notó al instante, y recordando los espectáculos que mostraban escenas de costumbres antiguas, corrió a su lado y le dijo en son de guasa:
—¿No nos hemos visto antes? ¿No estás casada con alguien que conozco?
—No, no —contestó Leslie Smith, enrojeciendo de placer.
Él la tocó en el cuello.
—Ah, eres una bailarina, ¿no?
—¡Oh, no! —exclamó Leslie Smith.
—Yo soy un bailarín —dijo Chi—. ¿No lo crees?
—Pero eres demasiado…, demasiado espiritual —dijo Leslie Smith, vacilante.
—Espiritual, ¿qué os parece esto, familia? —exclamó, encantado (un poco más encantado, pensó Jannina, de lo que la situación merecía), y comenzó a acariciarle el cuello.
—Qué cuello tan adorable tienes —le dijo.
Eso animó a Leslie Smith, que dijo:
—Me gustan los hombres altos —y comenzó a observar al resto de la familia—. ¿Quiénes son todos esos? —preguntó, aunque uno temía que realmente hubiera querido decir aquello.
Fung Pao-Yu vino en su ayuda.
—¿Quiénes son todos esos? ¿Quiénes son, en realidad? A veces dudo de que sean alguien. Uno podría decir: «Me he encontrado a esa gente.» Pero ¿qué significaría? ¿Qué significado existencial conllevaría tal aserto? Yo soy yo. Yo me los he encontrado. He sido presentado a ellos. Pero son como el Sahara. Está cubierto de misterio. Dudo de que tan siquiera tengan nombres. —Etc., etc. Entonces Chi Komarov le disputó la posesión de Leslie Smith a Fung Pao-Yu, y Fung Pao-Yu la tomó de un brazo y Chi del otro, y ella comenzó a saltar de aquí para allá; en aquel momento las luces disminuyeron y llegó la comida y la gente empezaba a sentirse mejor…, o así lo creía Jannina. ¡Qué problemático y delicioso puede ser que coman quince en una habitación!
—¡Los Komarov somos famosos por comer donde podemos y siempre que podemos! —dijo Velet con orgullo. Varios Komarov en diversos lugares, tres amigos sobre cojines e Ilse tumbada. Jannina presionó un botón con la punta del pie y en el techo se encendieron varias luces.
—Lo hicieron los niños —dijo el viejo Al. No se sabía cómo, pero se había sentado junto a Leslie Smith y le estaba dando so-chi de su propio tazón. Ella le sonrió.
—Nosotros una vez —decía uno de los amigos de Fung Pao-Yu— preparamos una comida, en un anfiteatro, en la que la mitad de nosotros hacía de criados, con multas para aquellos que no lo sabían hacer. Fue el resultado de una apuesta. Como en los malos viejos días. ¿Sabéis que una vez hubo cinco mil millones de personas en este mundo?
—Las gaviotas se aparean —dijo Ilse— en la isla de Skye. —Hubo murmullos de interés. Chi comenzó a desarrollar una erección y todos se echaron a reír. El viejo Al quería música y Velet no; lo que podía haber sido una pelea acabó cuando Ilse comenzó a tirarles de las orejas. Luego se marchó a la habitación de los niños.
—Leslie Smith y yo estamos modelados a la vieja usanza —dijo el viejo Al—, porque ninguno de los dos confía en las charlas. Chi… ¿y tu teatro?
—Estamos devolviendo gente —dijo, golpeándose las rodillas con los nudillos—. Creo que algunos están intentando suicidarse.
—Es una opción —dijo Velet razonablemente. Leslie Smith había volcado su plato. Ellos se precipitaron a recogerlo.
—Ah, ¡ya recuerdo! —dijo Pao-Yu—. Estuvimos comiendo potaje seco durante tres días. ¿Sabéis que uno de mis padres se mató?
—¡No! —exclamó Velet, sorprendido.
—Hace años —continuó Pao-Yu—. Dijo que se negaba a ver el momento en que volvieran a introducirse las sillas. También deseaba más atención a la genética, creo, para lograr una mayor inteligencia. Sin embargo, estoy seguro de que lo hizo en contra de su voluntad. Me parece que luchó contra un tiburón. Jannina, ¿es esto comida? ¿Se estila este año esta salsa?
—No, el que viene —dijo Jannina con ironía. ¡Qué gente! Comenzó a hablar en finlandés para enseñarle pronunciación a Pao-Yu—. ¿No es así? —le preguntó a Leslie Smith.
Leslie Smith se quedó mirándola.
Jannina les informó, en finlandés, que los Komarov habían firmado su contrato familiar en una comida de grupo, excepto Ann, que lo había hecho en forma individual, porque, qué diantre, ¿quién tenía tiempo para ello? Y la comida no va a mataros. Cuando acabaron echaron los platos a la basura y Velet se tendió en la alfombra. Indulgentemente, el viejo Al comenzó la ronda.
—Rojo.
—Sol —dijo Pao-Yu.
—El sol rojo es… —dijo uno de los triples Komarov.
—El sol rojo es… alto —dijo Chi.
—El sol rojo es alto, el… —dijo Velet.
—El sol rojo es alto, el azul… —acabó Jannina. Todos miraron a Leslie Smith, que tenía opción de completar la frase o de pasar el turno. Optó por completarla, no tímidamente (como antes), sino sencillamente señalando al viejo Al.
—El sol rojo es alto, el azul —dijo él— es ¡sutil!
Otro: Ching.
Nü.
Ching nü chi.
Ssu.
Wo.
Ssu wo yu.
De nuevo le llegó el turno a Leslie Smith. Ella dijo:
—No puedo hacerlo.
Jannina se levantó y comenzó a bailar. Soy agradable a mi manera, pensó. Los demás se dirigieron a la piscina, e Ilse reapareció en la pantalla de la habitación de los niños para decir:
—Ahora voy.
Alguien preguntó:
—¿Qué hora es ahora en Argentina?
—Las cinco de la madrugada.
—Creo que me tengo que ir.
—Vete, pues.
—Me voy.
—Buen viaje.
La luz roja situada sobre la puerta de la antecámara brilló y se apagó.
—Oye, ¿por qué dejaste a tu otra familia? —le preguntó Ilse a Leslie Smith mientras se sentaba junto al viejo Al. Ann, para la cual ahora era de noche, llegaría en seguida; Chi, que acababa de estar hacía unas cuantas horas en la América occidental, se quedaría un poco más. Nadie conocía el origen de Al, y la propia Jannina había perdido el rastro del tiempo. Quería estar levantada hasta que tuviera sueño. Seguía un ciclo de veintiocho horas al día: Phuong uno de veintidós, Ilse seis horas levantada y seis dormitando. Jannina movió la cabeza, escuchó la pregunta y se despertó.
—Yo no los dejé. Ellos me dejaron a mí.
Se produjo un murmullo de simpatía en torno a la piscina.
—Me dejaron porque yo era estúpida —continuó Leslie Smith. Tenía las manos cruzadas sobre el regazo en actitud pasiva. Parecía muy delicada con su cuerpo pintado de azul, una jovencita de senos pequeños. Uno de los triples Komarov, que flirteaba con los otros dos en la piscina, se echó a reír. Los miembros no acuáticos de la familia se agolparon en torno a Leslie Smith, tocándola suavemente. La besaron y le mostraron todas sus superficies no ocultas, sus vientres, sus suaves pieles. El viejo Al le besó las manos. Ella permaneció allí sentada, extrañamente quieta.
—Pero soy una estúpida —dijo ella—. Ya lo descubriréis.
Jannina se tapó las orejas con las manos.
—¡Una masoquista! —Leslie Smith la miró con una mirada curiosamente estúpida. Luego pareció abstraerse y comenzó a frotarse una rodilla azul.
—¡Equipaje! —gritó Chi, dando palmadas, y los triples subieron por las escalerillas.
—No, me voy a la cama —dijo Leslie Smith—. Estoy cansada. —Y con toda sencillez se levantó y dejó que el viejo Al la condujera a través de la habitación rosa, de la habitación azul, de la habitación tórtola-y-perrito (temporalmente vacía) y todas las demás habitaciones, hasta la habitación de los invitados, que daba sobre la fría colina y las plantaciones.
—El mejor artesano de vidrio soplado del mundo —dijo Chi— ha matado en un duelo al segundo mejor artesano de vidrio soplado del mundo.
—Por sumarse al movimiento de ceramistas —añadió Ilse horrorizada. Jannina sintió un escalofrío; era la cosa más amarga bajo la superficie de la vida, la furia que se desbordaba. Se preveía una amarga lucha en la economía global. La vieja comida iba desapareciendo de año en año. Jannina pensó que debería estar tremendamente agradecida de vivir en aquel momento, de estar en un mundo tan extraordinario que aún tendría mucho que andar tras su muerte. ¡Quedaba tanto por hacer!
El viejo Al regresó al salón.
—Se ha acostado.
—Bien, ¿cuál de nosotros…? —comenzó a decir uno de los triples, mirando a los demás.
Chi iba a ofrecerse voluntario, fuera de su habitual rectitud, pensó Jannina, pero entonces ella se encontró súbitamente de pie, para luego sentarse de nuevo.
—No tengo coraje —dijo.
Velet Komarov se dirigió hacia las escaleras caminando sobre las manos. Luego dio un salto y se desvaneció. El viejo Al se dirigió al lugar donde había estado sentado y sacó un vaso de cerveza. Se lo llevó a la boca y bebió. Luego dijo:
—Ella es realmente estúpida, sabéis. —A Jannina se le erizó la piel.
—Ooooh —dijo Pao-Yu. Chi se dirigió a la cocina y regresó con un rollo de papel, que arrojó a la piscina. Uno de los triples echó a nadar y lo recuperó.
—Smith, Leslie —dijo—. Adam Two, Leslie. Yee, Leslie. Schwarzen, Leslie.
—¿Qué ha de hacer la mujer en la Tierra además de casarse? —exclamó Pao-Yu.
—Conduce un hovercraft —dijo Chi— a lo largo del Pacífico hasta que las últimas estaciones subterráneas se hayan completado. Dijo que cuando era niña deseaba conducir un carro.
—Bueno, puedes hacerlo, ¿no? —dijo el trillizo de los cabellos rojos—. Vete a Arizona o a las Rocosas y conduce sobre las carreteras. Carreteras de cien kilómetros por hora. Es una gran recreación artística.
—Eso no es un trabajo —observó el viejo Al.
—¿No podría ocuparse de los niños? —dijo el trillizo de los cabellos rojizos. Ilse exhaló un suspiro.
—La estupidez no es la mejor recomendación para ello —dijo Chi—. Veamos…, niños no. No, desde luego que no. Que cumpla su cupo de trabajo aquí, realizando algunas tareas rutinarias. Kim, Leslie. Ir a Moscú y contratar un doble con algún compañero, no duraría. Registrarse como soltera tampoco duraría. Dijo que estaba sola y que la explotaban.
El viejo Al asintió.
—Que regrese y que viva informalmente con un grupo de teatro. Ir a psicoterapia. Prestarse voluntaria para algunos programas experimentales de inteligencia, coordinación muscular, desarrollo muscular, empatía, prognosis: pobre. No, espera un momento, dice: «Más como éstos.» Bueno, es lo mismo.
—Lo que querría saber —añadió Chi, levantando la cabeza— es quién conoció a la señorita Smith y decidió que la necesitábamos en este Palacio de Hielo.
Nadie respondió. Jannina estuvo a punto de decir: «¿Tal vez Ann?», pero en ese momento Chi llegaba a la última página del dossier.
—Lo hizo la computadora —dijo Pao-Yu, y lanzó una risita estúpida.
—Bueno —dijo Jannina, poniéndose en pie de un salto—. Rompe eso, cariño, o dámelo a mí para que lo rompa yo por ti. Creo que la señorita Smith merece de nosotros lo mismo que cualquier otro, y yo… tengo la intención de subir allí…
—Después de Velet —dijo Al secamente.
—Con Velet, si es preciso —dijo Jannina, levantando las cejas—, y si tú no sabes cómo tratar a un huésped, viejo Papá, yo sí lo sé, e intento cumplirlo. Afortunadamente estoy en casa este mes, porque probablemente vosotros habríais alimentado a esa pobre mujer con algas y nada más.
—No va a gustarte, Jannina —dijo el viejo Al.
—Lo averiguaré por mí misma —replicó Jannina con cierta aspereza—, y te sugiero que hagas lo mismo. Deja que trabaje contigo en el jardín, Papá. Deja que elija la espuma para las nuevas habitaciones. Y ahora —les echó una mirada a todos— voy a limpiar esta habitación, de modo que lo mejor será que os vayáis, todos vosotros —y dirigiéndose hacia la cocina, se puso el casco de la computadora en la cabeza y comenzó a limpiar. Luego se quitó el casco y lo colgó en la pared. Levantó la tapa de su cronómetro de muñeca y lo consultó. Cuando regresó al salón ya no había nadie allí. Sólo estaba el dossier de Leslie Smith sobre un cojín. Jannina golpeó la estantería-pared y ésta se abrió para mostrarle su interior. Tomó un chicle. Comenzó a masticar y a leer acerca de Leslie Smith.
P.: ¿Qué has visto en los últimos treinta años que te haya gustado en particular?
R.: No sé…, el museo, creo. En Oslo. Quiero decir el… la sirena y el museo de los niños.
P.: ¿Te gustan los niños?
E.: Oh, no.
(No hay nada malo en eso, desde luego, pensó Jannina.)
P.: Pero te gustó el museo de los niños.
R.: Sí, señor…, sí… Me gustaron todos esos animalitos, en el… en…
P.: ¿La Créche?
R.: Sí. Y me gustaron las cosas viejas del pasado, los murales con flores. Parecían tan reales.
(¡Santo Dios!)
P.: Has dicho que te asociaste a un grupo de teatro en Tokio. ¿Te gustaba?
R.: No. Sí… No lo sé.
P.: ¿Eran personas agradables?
R.: Oh, sí, eran muy agradables. Pero creo que me volvían loca… Ya sabe… Bueno…, me parece que no capto las cosas con rapidez. No se trata del trabajo, porque lo hago todo bien. Pero las otras…, las cosas pequeñas. Siempre sucede igual.
P.: ¿Qué crees tú que sucede?
R.: Tú… Creo que tú lo sabes.
Jannina hojeó el resto. Normal. Normal. Normal. La señorita Smith era tan normal como podía. La señorita Smith era estúpida. Pero ni siquiera muy estúpida. Todo se presentaba endiabladamente mal. Los Komarov estarían hartos de ella en una semana; sí, nos hartaremos de ella (pensó Jannina), siempre incapaz de captar una broma, o el tono de una voz, siempre pasiva, aunque dispuesta a cooperar, pero nunca feliz, nunca a gusto. Se le puede buscar un trabajo, ¿pero qué otra cosa se le puede buscar ademas? Jannina miró aburrida el dossier.
P.: Has dicho que te hubiera gustado vivir en los viejos tiempos. ¿Por qué? ¿Hubieras sido más feliz, es que te hubiera gustado tener montones de niños?
R.: Yo… No tienes derecho… Te estás burlando.
P.: Lo siento. Supongo que querías decir que entonces hubieras tenido una inteligencia al nivel de lo normal. Y hubiera sido así, ¿sabes?
R.: Lo sé. Pero no te burles.
¡Bueno, era demasiado, endiabladamente malo! Jannina sintió que las lágrimas asomaban a sus ojos. ¿Qué podía hacer aquella pobre mujer? El horror de todo aquello era que no se trataba más que de un accidente, no de una tragedia, como si en la frente de todo el mundo estuviera impresa la palabra «elección» salvo en la de Leslie Smith. Necesita dinero, pensó Jannina, acordándose de los malos días en los que la gente hacía las cosas por dinero. Nadie podía encariñarse con Leslie Smith. No estaba lo suficientemente loca como para dejarse explotar. No era lo suficientemente inteligente como para interesarle a nadie. Por otra parte, no era retrasada mental ni tenía dañado el cerebro; de hecho (Jannina estaba mirando de nuevo el dossier) habían intentado que hiciera su trabajo allí y no había quedado mal ante el supervisor. Ella había dicho que la gente que estaba allí era «repugnante» y «rebelde». No poseía particulares aptitudes mecánicas. No tenía intereses particulares. En realidad, no había para ella más posibilidades que leer o mirar; ¿cómo podía ser aquello? Parecía ser (de nuevo al dossier) que pasaba la mayor parte del tiempo trabajando o yendo de viaje turístico a lugares exóticos, arrecifes de coral y sitios similares. Le gustaba la navegación, pero no lo hacía con frecuencia porque le aburría. Y eso era todo. Había pocas cosas que se pudiera hacer por Leslie Smith. Podría decirse incluso que en su propia persona se reunían todos los defectos de los viejos malos días. ¡Imagínense un mundo lleno de personas como ella! Jannina bostezó. Dejó el dossier y se dirigió a la cocina. Era una pena que la señorita Smith no tuviera un buen aspecto, y una pena también que estuviera demasiado bien equilibrada como para pensar que la cirugía estética pudiera significar una mejoría. Afortunadamente, Leslie, tienes un poco de cerebro. Jannina, medio dormida, encontró a Ann en la cocina. Jannina le acarició la espalda. Ann la empujó.
—Mira —dijo Ann, extrayendo de la bolsa que llevaba en la cadera un pequeño fragmento de tela, de un extraño tono marrón.
—¿Qué es?
—El segundo mejor artesano de vidrio soplado del mundo…, oh, ya conoces la noticia…, bueno, pues ésta es su sangre. Cuando el mejor artesano de vidrio soplado del mundo le atravesó el corazón al segundo mejor artesano de vidrio soplado del mundo, y cortó también su garganta, unos cuantos niños pequeños mojaron pañuelos en su sangre y están enviando trocitos de ellos por todo el mundo.
—¡Dios mío! —exclamó Jannina.
—No te preocupes, querida —dijo amablemente Ann—. Sucede una vez cada diez años más o menos. Los niños dicen que quieren volver a la crueldad, la suciedad, la enfermedad, la gloria y el infierno. Luego lo olvidan. Los profesores saben muy bien. —Parecía divertida—. Me temo que hoy he perdido el control y he zurrado a tu ahijado. Después de todo, queda en la familia.
Jannina recordaba cuando, siendo ella mucho más joven y apenas una adolescente, ésta había venido a vivir con ellos. Ann había fingido ser un niño y le había puesto la cabeza sobre el hombro a Jannina, diciéndole: «Jannie, cuéntame un cuento.» De igual forma, Jannina había apoyado ahora su cabeza en el pecho de Ann y le decía: «Annie, cuéntame un cuento.»
Ann dijo:
—Hoy les he contado una historia a mis niños, un mito de la creación. Todo mito de creación ha de explicar cómo se introdujeron en el mundo la muerte y el sufrimiento, de modo que éste trata también de eso. Al principio, el primer hombre y la primera mujer vivían muy contentos en una isla hasta que un día comenzaron a sentir hambre. De modo que llamaron a la tortuga que lleva sobre su caparazón el mundo para que les enviara algo que comer. La tortuga les envió un mango, lo comieron y quedaron satisfechos, pero al día siguiente volvieron a sentir hambre.
»“Tortuga —le dijeron—, envíanos algo para comer.” Entonces la tortuga les envió un grano de café. Ellos pensaron que aquello era bien pequeño, pero se lo comieron y quedaron satisfechos. Al tercer día llamaron de nuevo a la tortuga y esta vez la tortuga les envió dos cosas: un plátano y una piedra. Ni el hombre ni la mujer sabían qué elegir, de modo que le preguntaron a la tortuga qué era lo que debían comer. “Elegid”, dijo la tortuga. Y ellos eligieron el plátano y se lo comieron, pero utilizaron la piedra para jugar. Entonces la tortuga dijo: “Deberíais haber elegido la piedra. Si hubierais elegido la piedra habríais vivido eternamente, pero como habéis elegido el plátano, la Muerte y el Dolor entrarán en el mundo, y no soy yo quien podrá impedirlo.”
Jannina estaba llorando. En los brazos de su vieja amiga lloraba amargamente, con una sensación de ardor en el pecho y un gusto de muerte en la boca. Era terrible. Se acordaba del embrión de tiburón que había visto cuando tenía tres años en el Auckland Cetacean Research Center, y de cómo había llorado entonces. No sabía por qué estaba llorando.
—¡No! ¡No! —sollozaba.
—¿No qué? —le preguntó Ann con afecto—. ¡Tonta, Jannina!
—¡No! ¡No! —gritaba Jannina—. ¡Es verdad, es verdad! —y siguió así durante algunos minutos. La muerte había entrado en el mundo. Nadie podía detenerla. Era terrible. No le importaba por ella, sino por los demás, por su ahijado, por ejemplo. Iba a morir, iba a sufrir. Nada podía ayudarle. Duelo, suicidio o vejez, era lo mismo—. ¡Esta vida! —sollozó Jannina—. ¡Esta terrible vida! —Enlazaba de algún modo el pensamiento de la muerte con Leslie Smith, ahora en la cama, y Jannina comenzó a gritar, pero el pensamiento de Leslie Smith la calmó. Se limpió los ojos con las manos y se sentó.
—¿No te apetece una fumada? —le preguntó la hermosa Ann, pero ella negó con la cabeza. Comenzó a reír. Realmente, todo aquello era ridículo.
—Ahí está esa Leslie Smith —dijo, con los ojos ya secos—. Vamos a tener que encontrar algún modo de tratar con ella. Es tonto, en este tiempo y edad.
Y le contó a la encantadora Ann todo lo que había sucedido.