Margaret se movió hacia el otro lado de la cama, donde debería haber estado Hank. Su mano palpó la vacía almohada e inmediatamente se despertó del todo, preguntándose por qué seguiría manteniendo aquella costumbre después de tantos meses. Intentó enroscarse como un gato, para aprovechar mejor su propio calor, pero se dio cuenta de que ya no lo podía hacer y saltó de la cama con la agradable sensación de su cada vez mayor tamaño.
Los movimientos de la mañana eran automáticos. Mientras atravesaba la cocina oprimía el botón que le prepararía su desayuno (el médico le había aconsejado que desayunara tanto como pudiera) y tomó el periódico del aparato de impresión. Lo desplegó cuidadosamente por la sección de «noticias nacionales» y lo puso sobre el lavabo mientras se limpiaba los dientes.
No traía accidentes. No había habido ataques directos. O al menos ninguno que hubiera podido publicarse oficialmente. Ahora, Maggie, no comiences con eso. No ha habido accidentes. Tampoco agresiones. Acepta como garantía la agradable palabra del periódico.
Tres claros silbidos procedentes de la cocina le indicaron que el desayuno estaba preparado. Extendió un brillante mantel sobre la mesa y colocó encima platos de alegres colores, en un inútil intento de despertar un apetito matutino que no sentía. Luego, cuando ya no hubo nada más que preparar, fue a recoger el correo, lentamente, prolongando el placer anticipado, porque aquel día, seguro que habría carta.
La había. Las había. Dos recibos y una aburrida nota de su madre:
«Querida, ¿por qué no me escribiste antes diciéndomelo? Estoy emocionada, por supuesto, sin embargo, bueno, detesto mencionar estas cosas, pero ¿estás segura de que el doctor no se ha equivocado? Hank estuvo varios años andando con ese uranio, torio o como se llame; ya sé que dijiste que era un diseñador, no un técnico, y que no estaba junto a nada que pudiera ser peligroso, pero ya sabes que, al volver a Oak Ridge solía… No quiero que pienses, bueno, claro que me estoy volviendo una vieja loca, y no quiero intranquilizarte. Sabes mucho más sobre todo eso que yo, y estoy segura de que tu médico no se equivoca. Debería saber…»
Margaret hizo una mueca a su excelente café y se dio cuenta de que estaba desplegando el papel donde se especificaba el diagnóstico médico.
¡Déjalo, Maggie, déjalo! El radiólogo dijo que el trabajo de Hank no pudo haberle expuesto a la radiación. Y el área bombardeada por la que pasamos… No. no. ¡déjalo de una vez! ¡Lee los informes o las recetas, Maggie, mujer!
En las noticias médicas, un conocido genetólogo afirmaba que era posible decir con absoluta certeza, a los cinco meses, si el niño iba a ser normal, o al menos si la mutación iba a producir algo raro. De cualquier modo, los peores casos podían ser evitados. Las mutaciones menores, claro está, como desarreglos en las facciones o cambios en la estructura cerebral, no podían ser detectadas. Y había habido recientemente algunos casos de embriones normales con miembros atrofiados que no se habían desarrollado hasta el séptimo o el octavo mes. Pero, concluía cuidadosamente el doctor, los peores casos podían ser predichos y prevenidos.
“Predichos y prevenidos.” Nosotros lo predijimos, ¿verdad? Hank y los demás lo predijeron. Pero nosotros no lo previnimos. Debiéramos haberlo detenido en el 46 o en el 47. Ahora…
Margaret decidió no seguir desayunando. Con el café siempre había tenido suficiente por las mañanas, a lo largo de años; aquel día también lo sería. Se enfundó en interminables pliegues de material que, según le había asegurado la vendedora, era lo único que se podía llevar confortablemente durante los últimos meses. Con autenticó alivio, ya olvidados tanto el periódico como la carta, se dio cuenta de que estaba en el penúltimo mes. Ya no tardaría.
Por la mañana temprano, la ciudad siempre había tenido un aspecto excitante para ella. La noche anterior había llovido y las aceras estaban cubiertas de una mancha gris de humedad en vez de polvo. El aire, para aquella mujer criada en la ciudad, olía a fresco, y se había aliviado el acre olor del humo de las fábricas. Anduvo seis manzanas hasta llegar a su lugar de trabajo, viendo cómo se apagaban las luces de los restaurantes que permanecían abiertos toda la noche y cuyos muros de cristal captaban ya los rayos del sol, al tiempo que se encendían en los estancos y en las lavanderías.
Su oficina estaba en el nuevo edificio del gobierno. En el ascensor neumático, mientras subía, se sintió, como siempre, como un panecillo de hamburguesa preparado al viejo estilo en la tostadora rotatoria. Abandonó con alivio el almohadillado de aire-espuma en el piso catorce, y se sentó tras su escritorio, al final de una larga fila de mesas idénticas.
Cada mañana, el montón de papeles era más grande. Eran, como todos sabían, los meses decisivos. La guerra podía ganarse o perderse por culpa de aquellos cálculos y de otros similares. La oficina de personal la había enviado allí cuando su trabajo anterior se hizo demasiado agotador para ella. La computadora era fácil de manejar y el trabajo resultaba absorbente, aunque no fuera tan excitante como el que tenía antes. Pero nadie dejaba de trabajar en aquellos días. Se necesitaba a todos los que pudieran hacer algo.
Y —pensó, recordando la entrevista con el psicólogo— yo soy probablemente del tipo inestable. Me pregunto qué tipo de neurosis atrapé en casa leyendo aquel informe sensacional…
Se enfrascó en su trabajo, sin dejar de pensar.
18 de febrero
«Querido Hank.
»Sólo unas palabras… desde el hospital. Tuve un desvanecimiento en el trabajo y el doctor se lo ha tomado en serio. No sé qué voy a hacer si tengo que permanecer en cama durante semanas, esperando…, pero el doctor Boyer piensa que no será tan largo.
»Tengo por aquí demasiados periódicos. Cada vez más infanticidios, y parece que no encuentran ningún jurado que los condene. Son los padres los que lo hacen. Afortunadamente, tú no estarás aquí, en caso de que…
»Oh, querido, no es una broma muy divertida, ¿verdad? Escríbeme siempre que puedas, ¿lo harás? Tengo demasiado tiempo libre para pensar. Pero, en realidad, no hay nada malo, nada de que preocuparse.
»Escríbeme siempre que puedas, y recuerda que te quiero,
»Maggie.»
TELEGRAMA DEL SERVICIO ESPECIAL
21 DE FEBRERO DE 1953
22:04 LK 37G
DEL LUGARTENIENTE H. MARVELL
X47-016 GCNY
A: SEÑORA H. MARVELL
HOSPITAL DE MUJERES
NUEVA YORK
SIGUE INSTRUCCIONES DOCTOR STOP LLEGARÉ 4,10 STOP TENGO UN BREVE PERMISO STOP LO LOGRASTE MAGGIE STOP CON AMOR HANK.
25 de febrero
«Querido Hank.
»¿De modo que ni siquiera viste a la niña? Debiste haber pensado que un lugar como éste tendría al menos ventanillas en las incubadoras para que los padres puedan echar una ojeada, aunque las pobres y atontadas mamás no puedan. Me dijeron que todavía tardaría una semana en verla, o tal vez más…, aunque, claro está, mamá siempre me había dicho que si no aminoraba mi paso, lo más seguro es que iba a tener mis niños demasiado de prisa. ¿Por qué han de tener siempre razón?
»¿Te encontraste con esa fiera de enfermera que pusieron aquí? Imagino que la reservan para las que ya han tenido los niños, y la mantienen apartada de las que los van a tener…, pero creo sencillamente que no deberían tener a una mujer así en una maternidad. Está obsesionada con las mutaciones y parece no tener más conversación que ésa. Oh, bueno, la nuestra está bien, aunque se dio una prisa infernal.
»Estoy cansada. Me dijeron que no debería sentarme tan pronto, pero tenía que escribirte. Te envío todo mi amor,
»Maggie.»
29 de febrero
«Querido.
»¡Finalmente he podido verla! Es cierto todo lo que dicen acerca de los recién nacidos, que tienen una cara que sólo una madre puede querer…, pero está toda entera, querido, ojos, orejas y narices… ¡No, nariz sólo una…!, y todo en su lugar. Somos tan afortunados, Hank.
»Me temo que he sido una mala paciente. Le he estado diciendo constantemente a esa enfermera con la manía de las mutaciones que quería ver a la niña. Finalmente, el doctor vino a “explicármelo” todo, y dijo muchas cosas sin sentido, gran parte de las cuales estoy segura de que nadie hubiera podido entender, como me sucedió a mí. Lo único que logré sacar en limpio fue que no tenía más remedio que permanecer en la incubadora; pensaban que era más “prudente”.
»Creo que entonces me puse un poco histérica. Supongo que estuve más pesada de lo que estaba dispuesta a admitir, pero logré de ello un pequeño beneficio. Se desarrolló una de esas conferencias médicas al otro lado de la puerta y, finalmente, la Mujer de Blanco dijo: “Bueno, vamos a hacerlo. Puede que así sea mejor.”
»Ya había oído antes que en esos lugares, tanto médicos como enfermeras desarrollan un complejo de dioses, y créeme si te digo que no es metáfora el que una madre no puede mover un dedo sin su consentimiento.
»Estoy muy débil todavía. Te escribiré de nuevo dentro de poco. Con todo mi cariño,
»Maggie.»
8 de marzo
«Mi querido Hank.
»Bien, la enfermera se equivocaba si te dijo eso. Es una estúpida. Es una niña. Y eso es más fácil asegurarlo cuando se trata de humanos que de gatos, y yo lo sé. ¿Qué tal Henrietta?
»Ya estoy en casa, y enormemente atareada. Lo confundieron todo en el hospital y tuve que aprender por mí misma cómo bañarla, lo mismo que todas las demás cosas. Se está haciendo más bonita. ¿Cuándo obtendrás un permiso, un permiso de verdad?
»Con cariño,
»Maggie.»
26 de mayo
«Querido Hank.
»Tendrías que verla ahora… y vas a verla. Te envío una película en color. Mi madre le envió esos trajecitos. Le puse uno y parecía un saquito de patatas blanco como la nieve, con esa bonita cara de rosa asomando por arriba. ¿Soy yo la que habla? ¿Soy una madre apasionada? ¡Pues espera a verla!»
10 de julio
«… Puedes creerme o no, pero tu hija puede hablar, y no me refiero a la jerga de un niño. Lo descubrió Alice. Es ayudante dentista en el WAC, ya sabes, y cuando la oyó la niña estaba diciendo lo que yo pensaba que se trataba de una serie de gorgogeos; pero Alice me dijo que la niña sabía decir palabras y frases, pero que no podía expresarlas con claridad porque aún no tenía dientes. La voy a llevar a un especialista.»
13 de setiembre
«… ¡Tenemos un prodigio! Ahora que tiene todos los dientes de delante sus palabras son perfectamente claras y… un nuevo virtuosismo más: ¡sabe cantar! ¡Quiero decir que sabe entonar perfectamente una melodía! ¡A los siete meses! Querido, mi vida sería perfecta solamente con que tú estuvieras de vuelta en casa.»
19 de noviembre
«… al menos. La pequeña se ha pasado el tiempo tan ocupada en ser brillante que todavía no anda más que a gatas. El médico dice que en estos casos el desarrollo es siempre desigual…»
TELEGRAMA DEL SERVICIO ESPECIAL
1 DE DICIEMBRE DE 1953
08:47 LK59F
DEL LUGARTENIENTE H. MARVELL
X47-016 GCNY
A LA SEÑORA H. MARVELL
APT. K-17
504 E. 19 ST.
NUEVA YORK
MI SEMANA DE PERMISO COMIENZA MAÑANA STOP LLEGARÉ AEROPUERTO A 10,05 STOP NO VENGAS A ESPERARME STOP AMOR AMOR AMOR HANK
Margaret dejó correr el agua del bañito hasta que sólo quedaron unos pocos centímetros y entonces soltó al bebé que no hacía más que revolverse.
—Creo que todo iba mejor cuando no sabías andar, jovencita —le dijo alegremente a su hija—. No sé si sabes que no se puede gatear en el bañito.
—Entonces, ¿por qué no me baño en la bañera?
Margaret ya se había acostumbrado a la volubilidad de su hija, pero de vez en cuando la cogía desprevenida. Envolvió a aquella masa resistente de carne rosada en una toalla y comenzó a frotarla.
—Porque eres demasiado pequeña y tu cabeza es muy blandita y las bañeras son muy duras.
—Ah. Entonces, ¿cuándo podré bañarme en la bañera?
—Cuando la parte de fuera de tu cabeza sea tan resistente como la de dentro, talento. —Alargó la mano hacia un montón de ropa limpia—. No puedo comprender —añadió, comenzando a vestirla— por qué una niña de tu inteligencia no puede aprender a llevar un pañal como lo hacen los demás niños. Lo han estado usando durante siglos, ¿sabes?, con resultados perfectamente satisfactorios.
La niña no se dignó contestar; había oído aquello demasiadas veces. Esperó pacientemente mientras la limpiaban, la arropaban, la perfumaban y la ponían en una cuna pintada de blanco. Luego obsequió a su madre con una sonrisa que, inevitablemente, hizo que Margaret pensara en el primer borde dorado de un sol naciente. Recordó la reacción de Hank ante el color de los dibujos de su encantadora hija, y con ese pensamiento se dio cuenta de lo tarde que era.
—Duerme, chiquitina. Ya sabes que cuando te despiertes tu papá estará aquí.
—¿Por qué? —preguntó una mente de cuatro años, empeñándose en una batalla perdida de antemano por mantener despierto su cuerpo de diez meses.
Margaret se dirigió a la cocina y puso en marcha el contador para el asado. Examinó la mesa y sacó ropa del armario. Vestido nuevo, zapatos nuevos, todo nuevo, comprado varias semanas antes y guardado hasta el día que llegara el telegrama de Hank. Se detuvo un momento a recoger el periódico y con ropas y noticias se dirigió al aseo, sumergiéndose en un placentero baño perfumado.
Echó una mirada al periódico con indiferencia. Aquel día, al fin, no tenía necesidad de leer las noticias nacionales. Había un artículo escrito por un genetólogo. Era el mismo. Las mutaciones, decía, estaban aumentando de manera desproporcionada. Era demasiado pronto para saber si eran recesivas; ni siquiera los primeros mutantes nacidos cerca de Hiroshima y Nagasaki en 1946 y 1947 eran lo suficientemente mayores para procrear. Pero mi niña está bien. Parecía que la causa era un cierto grado de radiación que habían liberado las últimas explosiones. Mi niña está bien. Precoz, pero normal. Decía que si se hubiese prestado más atención a las primeras mutaciones de los niños japoneses…
Apareció aquella pequeña noticia en los periódicos en la primavera del 47. Fue cuando Hank abandonó Oak Ridge. «Sólo de un dos a un tres por ciento de los culpables de infanticidio son capturados y castigados hoy en Japón…» Pero MI NIÑA está bien.
Ya estaba vestida, peinada y a punto de darse el último toque con su lápiz de labios cuando sonó el timbre de la puerta. Corrió hacia la entrada y oyó, por primera vez en dieciocho meses, el casi olvidado ruido de una llave girando en la cerradura antes de que el sonido del timbre se hubiera apagado por completo.
—¡Hank!
—¡Maggie!
Y después no encontraron nada más que decir. Habían pasado demasiados días, demasiados meses con sólo pequeñas noticias de ambos; ella tenía muchas cosas que contarle y, sin embargo, estaba allí, contemplando su uniforme y su extraño y pálido rostro. Ella trazó sus rasgos con los dedos de la memoria. La misma nariz de puente elevado, los mismos ojos separados, los mismos párpados bien modelados, la misma barbilla larga, su cabello echado un poco hacia atrás en la frente, la misma curva de sus labios. Pálido…, por supuesto. Había permanecido bajo tierra todo aquel tiempo. Y extraño, más extraño de lo que pudiera haber sido un desconocido.
Tuvo tiempo de pensar en todas aquellas cosas antes de que la mano de su marido la tocara y cubriera el lapso de dieciocho meses. De nuevo no había nada que decir, porque no había necesidad de ello. Estaban juntos, y por el momento, ya era bastante.
—¿Dónde está la niña?
—Durmiendo. Estará despierta en un minuto.
No había prisa. Sus voces eran tan normales como si no hubieran dejado de verse, como si la guerra y la separación no hubieran existido. Maggie cogió el abrigo que él había dejado sobre una silla cerca de la puerta y lo colgó cuidadosamente en el armario del recibidor. Fue a ver cómo estaba el asado, dejándole que recorriera solo las habitaciones, mientras recordaba. Finalmente le encontró junto a la cuna de la niña.
Ella no podía ver su cara, pero no lo necesitaba.
—Creo que por esta vez podemos despertarla.
Margaret apartó las mantas y sacó el blanco envoltorio de la cama. Unos párpados soñolientos intentaron alzarse pesadamente dejando al descubierto unos ojos castaños.
—Hola —dijo Hank, inseguro.
—Hola —dijo la niña, con más seguridad.
Él ya conocía el caso, pero leerlo no era lo mismo que escucharlo. Se volvió ansioso hacia Margaret.
—¿Realmente es capaz de…?
—Pues claro que sí, querido. Pero lo que es más importante es que puede hacer cosas normales como los demás bebés, incluso tonterías. ¡Mira cómo gatea! —Margaret puso al bebé en la cama grande.
Durante un momento, la pequeña Henrietta permaneció tumbada, mirando a sus padres dubitativamente.
—¿Gateo? —preguntó.
—Esa es mi intención al ponerte aquí. Tu papá acaba de venir y quiere ver las cosas que haces.
—Entonces, ponme sobre el estomaguito.
—Oh, claro. —Margaret dio la vuelta al bebé.
—¿Qué pasa? —La voz de Hank era completamente normal, pero algo comenzó a impregnar el aire de la habitación—. Pensé que primero aprendían a darse la vuelta.
—Este bebé —Margaret no debió de notar la tensión— hace las cosas cuando quiere.
El padre miraba con ojos enternecidos mientras la cabeza avanzaba y el cuerpo serpenteaba impulsándose por la cama.
—Mira la bribona —dijo, soltando una carcajada—. Parece estar dentro de un saco de dormir. Sácale los brazos de las mangas. —Él se adelantó y la cogió por la parte inferior del pijamita.
—Lo haré yo, querido. —Margaret intentó llegar antes que él.
—No seas tonta, Maggie. Puede que éste sea tu primer bebé, pero yo he tenido cinco hermanos. —La apartó riendo y tomó con la otra mano el extremo de la cremallera que cerraba una de las mangas. La abrió y buscó, tanteando, el brazo.
—Por la forma en que reptas —dijo, dirigiéndose al bebé con ternura, mientras su mano tocaba un montón de carne en el hombro—, cualquiera pensaría que eres un gusano que usa su estómago para gatear, en vez de los brazos y las piernas.
Margaret permaneció junto a él, sonriendo.
—Espera a oírla cantar, cariño…
Su mano derecha se deslizó desde el hombro hasta donde pensó que tendría que estar el brazo y tocó pequeños y firmes músculos que se retorcieron en un intento de librarse de la presión de su mano. Él dejó que sus dedos retrocedieran de nuevo hasta el hombro. Con infinito cuidado, abrió la cremallera hasta la punta del pijama. Su mujer estaba junto a la cama, diciendo:
—Puede cantar Campanitas y…
La mano izquierda del hombre descendió por el pijama hacia el pañal que se enroscaba, plano, en la parte inferior de su hija. No había pliegues. No pataleaba. No…
—Maggie —dijo apartando las manos del pañal, de aquel cuerpo que se retorcía—. Maggie. —Tenía seca la garganta; le costaba pronunciar las palabras. Hablaba con gran lentitud, pensando en el sonido de cada palabra para ayudarse a pronunciarla. La cabeza le daba vueltas, pero tenía que saberlo—. Maggie, ¿por qué… no… me lo dijiste?
—¿Decirte el qué, cariño? —El tono de Margaret era el de la inmemorial paciencia de la mujer que ha de enfrentarse a la infantil impetuosidad de un hombre. De pronto lanzó una carcajada que sonó espontánea y natural en la habitación; lo había comprendido—. ¿Está mojada? No lo sabía.
Ella no lo sabía. Las manos del hombre, fuera de control, recorrieron arriba y abajo el cuerpo de piel suave del bebé, el sinuoso cuerpo sin extremidades. Oh, Dios mío, Dios mío. Su cabeza se movió y sus músculos se contrajeron en un amargo espasmo de histeria. Sus dedos se cerraron sobre su hija. Oh, Dios mío, ella no lo sabía…