Esa gente hambrienta, encantada, llega y nos encuentra viviendo en lo que ellos llaman palacios de cristal, porque realmente vivimos en palacios de vidrio, unos suntuosamente decorados y otros sencillos como el papel. Llegan primero como exploradores y tal vez se dan cuenta de que nosotros somos una raza que sólo tiene un sexo, seres proteicos casi amorfos; nosotros, incluido yo, que soy un niño, somos capaces de adoptar diversas formas a voluntad. Con sexo y un lóbulo cerebral, vivimos más o menos en puentes de cristal tendidos sobre el abismo humanoide, comiendo, divirtiéndonos, esperando a otras razas y jugando a otros juegos como la mayoría de los seres vivientes.
De vez en cuando, nos introducimos todos en bancos de células y nos reproducimos.
Después de los exploradores vino la colonia de mineros y científicos. El Guardián y algunos de los demás ancianos se pusieron caras para darles la bienvenida, y aceptaron ayudarles en los trabajos de minería, dándoles incluso uno o dos de nuestros animalitos domésticos al ver que se interesaban en ellos. Establecieron los lugares en donde vivirían y pusieron en marcha sus máquinas, bang-bang, chug-chug; nosotros nos pusimos nuestras caras, formas, sonrisas y vestidos. Yo soy ya lo suficientemente mayor para cambiar de forma.
El Guardián me ha dicho:
—Ya es tiempo de que hagas un cambio. Algunos de tus amigos están ya trabajando para esa gente, trayendo a cambio a sus casas créditos y sulfamidas.
Mi tío (por la cuarta unión del Guardián) se hizo una imagen desde el principio, siendo uno de los primeros en darse cuenta de lo que ello podría beneficiarnos.
He protestado ante el Guardián.
—Estoy educado para ser estudiante. Tú has dicho siempre que debo concentrarme en las matemáticas y los demás estudios.
Mi tío dijo:
—Tienes que hacerlo. No tenemos más que una forma de convivir con ellos. —Y se pasó los dedos por su largo y rubio cabello. Mí tío no es una persona educada, pero políticamente ocupa un cargo muy elevado, y mientras está cerca el capitán Dow, mi tío mantiene siempre esta forma particular. El capitán saldrá pronto de viaje y entonces mi tío encontrará otras formas porque ya está advertido de que resulta indecente para él ser perseguido por los barbudos muchachos de las naves espaciales. Yo no quería hacerlo, no quería perder tal cantidad de tiempo cuando los catorce decimales están repiqueteando en mis espejos.
El Guardián ha dicho:
—Tenemos un modelo extraído de un botánico hembra que te irá bien. Pero antes de que te pongamos en el tanque modelador, tendrás que hacerte con otro lóbulo cerebral. Ellos tienen dos.
—Lo sé —le he dicho yo ceñudo. Una botánica. Una ella.
—Al tanque —me ha dicho el Guardián sin contemplaciones, y yo me he puesto a su disposición para que me utilice según crea necesario.
Pasé cuatro días en el tanque absorbiendo el modelo femenino terrestre. Cuando salí, el Guardián me dijo:
—Tu trabajo te está esperando. Hemos tenido un montón de problemas para arreglarlo. —Hablaba con brusquedad, pero tal vez se debiera a que hacía mucho tiempo que no se relacionaba con nadie. Las responsabilidades de ser Guardián de Minas y Semillas tenían prioridad sobre cualquier compromiso social.
Me pasé los dedos por mis bucles morenos y me di cuenta de que mi tío me miraba escrutadoramente.
—¿No te has hecho un poco viejo? —me preguntó.
—No, no, así está bien —dijo el Guardián—. Según tengo entendido, treinta y tres años es una buena edad para el doctor.
El doctor Arnold Proctor, el biólogo en jefe de la colonia, está muy atareado haciendo radiografías (con sus primitivos rayos X) de diversos esqueletos: pájaros, roedores y nuestros animalitos domésticos, los kootas. Los terrestres los llaman perros y están fascinados con ellos. Nosotros los criamos principalmente para carreras y el tiro, pero algunos de ellos llevan un gene de un defecto estructural heredado que los deja paralíticos, y han de ser sacrificados antes de que crezcan. El doctor está realizando un estudio especial sobre los kootas.
Se ha levantado de la silla al entrar yo en su oficina.
—Soy la señorita Dow, su nuevo ayudante —le he dicho, esperando que mis largas uñas no se rompieran con los resortes de la computadora, puesto que todavía no tengo mucha práctica en retener formas extrañas. Estoy todavía en un equilibrio inseguro entre mi yo y Martha Dow, que también soy yo. Pero he descubierto las peculiaridades de tener dos lóbulos.
—Buenos días. Encantado de tenerla aquí —ha dicho el doctor.
Es un agradable hombre sonrosado, de cabellos plateados, habla suave, inteligente. Me es grato darme cuenta, a medida que paso el tiempo trabajando junto a él, de que no se pasa el rato bromeando como hacen tantos terrestres, aunque a veces yo soy caprichosa y me gusta la música y los banquetes tanto como mis estudios.
Aunque esté absorto en su trabajo, el doctor Proctor no se muestra brusco con los que le interrumpen. Es un hombre de raro equilibrio, viniendo como viene de una cultura que envía grupos de científicos que en un 90 por 100 pertenecen a un solo sexo, teniendo su especie dos. Desde el primer encuentro se ha mostrado agradable, y yo estoy encantada.
—Doctor Proctor —le pregunté una mañana—, ¿me haría el favor de radiografiar a mi koota? Es muy fina, de la mejor raza, y me gustaría cuidarla.
—Sí, sí, por supuesto —me prometió con su rápida y a veces ausente sonrisa—. Por supuesto, usted desea cuidarla lo mejor que pueda. —Era un rasgo suyo muy típico suponer que todos eran tan cuidadosos como él.
A mi tío no le gustó.
—A tu koota no le ocurre nada —me dijo—. ¿Para qué quieres que le haga una radiografía? ¿Imaginas si le encuentra algo malo? Tendrás miedo de hacerla correr. Además, tu interés por ella le haría sospechar.
—¿Sospechar qué? —pregunté yo, pero mi tío no quiso decírmelo, así es que le pregunté—: ¿Que sus hijos puedan tener parálisis?
El Guardián dijo:
—Se espera de ti que te concentres en el trabajo, no en la cría de perros. El koota estaba bien como diversión cuando eras más joven.
Me incliné y acaricié la cabeza a mi koota, que es hermosa, y en respuesta el animal respiró profundamente.
—Oh, déjalo ya —dijo mi tío, cansado. Se había disgustado porque ellos no querían que me enterrara en un laboratorio o en una sala de computadoras sin lograr contactos más importantes. Pero un estudiante nace con un cierto temperamento y posee una naturaleza introspectiva, y como yo estaba destinado a reemplazar al Guardián, naturalmente, prefería la vida de la mente.
—Debo recordarte —recalcó mi tío— que presentas la imagen de una hembra terrestre. ¿Es interesante tu trabajo?
—Oh, sí, fascinante —le contesté yo, y él dio un resoplido por mi enorme mentira, ya que ambos sabíamos que es pesado y rutinario y que me paso la mayor parte del tiempo vigilando las conexiones entre mis dos lóbulos cerebrales, que todavía presentan para mí ciertas dificultades.
Mi koota es objeto de una radiografía pélvica. Después examino la radiografía en el oscuro y pequeño cubículo. El también está allí; sus pómulos han adquirido un color esmeralda con aquella luz peculiar, y su cabello, que es plateado a la luz del día, parece fosforescente. Yo lo resisto. Estoy resistiendo a ese doctor con ojos de rayos X que puede examinarte hasta la médula con facilidad. Está viendo la médula de Martha, todos y cada uno de sus perfectos corpúsculos.
No pueden imaginarse lo reconfortante que resulta ser tan transparente. No es necesario fingir, justificar, anticipar, retraer o discutir las peculiaridades de mi planeta. Estábamos mirando la película de rayos X de mi preciada corredora y compañera para determinar la firmeza y la salud de las articulaciones de sus caderas, aunque sospecho que el doctor, verde platino y alto como una torre, está atravesando mi realidad con su educada mirada. Puede ver cómo afluye la sangre a mis superficies. No necesito hacer nada más que mantenerme derecha, de forma que el pliegue de grasa de mi cintura no distorsione mi vientre.
—¿Ves? —me dice.
Yo veo, mirando la radiografía en esta oscuridad en la que pueden verse la perfección o el desastre y me pierdo en la paradoja con la que me enfrento aquí. Cuanto más oscura está la habitación, más brillante es la pantalla y más clara la imagen. ¡Menos luz! y la verdad se hace más evidente. Tanto si la koota está sana y puede criar sin peligro de transmitir el gene a su prole, como si no lo está y no puede ser utilizada. ¡A menos luz, más verdad! Y el doctor es una escultura verde; si fuera un poco más oscuro parecería de bronce…, y sin embargo, su color natural es el rosa alabastro.
—¿Ves? —pregunta el doctor, y yo intento ver. Señala con su lápiz de cera una de las articulaciones de la cadera que aparecen en la radiografía y dice—: Resulta evidente un cierto grado de osteoartritismo. La articulación se está debilitando; puede llegar a quedarse coja. Es totalmente seguro que transmitirá el defecto a algunos de sus descendientes, si tiene crías.
Esta koota había sido mi compañera de juegos y mi amiga durante mucho tiempo. No puede tener más que una forma, la de koota, llena de amor y de bella rapidez; había sido para mí una auténtica fuente de placer y orgullo.
El doctor Proctor habla de los defectos anatómicos del koota con una voz amable y cultivada. Yo estoy afligida. No había ninguna necesidad de explicar la verdad, puesto que era evidente. Sin embargo, parece que para comprender las radiografías necesitaba una educación especial. Se dice que cuanto más se ha visto, con mayor rapidez se pueden separar las verdades eternas de las ilusiones funestas. ¿Cómo es que a veces el doctor lleva una cabeza que parece la de un koota, con un espléndido hocico y noble semblante?
De repente suelta una breve carcajada y señala mi ombligo con la punta de su lápiz de cera, exclamando:
—Ahí. Ahí, es esencial que el vientre caiga sobre la pelvis, o de lo contrario no tendrá niños.
Entonces pensé en mi descendencia. ¿Pero no estábamos hablando de mi koota? La radiografía está todavía en la pantalla, y en ella, como las alas de un águila, aparecía el hueso Rorschach de mi perra koota, con las articulaciones de sus caderas condenadas.
Deseé que el doctor encendiera la luz. Había llegado a la conclusión de que había un límite en la cantidad de verdad que yo podía examinar, y cuanto más me sometía a las condiciones necesarias para examinarla, más desdichada me sentía.
El doctor Proctor es un hombre de una integridad tan total que siguió hablando de huesos y músculos hasta que estuve a punto de gritar pidiendo piedad. Había hecho algo inusual y probablemente prohibido, pero no era consciente de ello. Quiero decir que debía de estar prohibido en su cultura, donde parece que juegan a costa de los demás, pero no con los demás. Me siento insegura, fluctuante.
Abre dos interruptores. Desaparece la película y aparece el sol, haciendo que mis ojos se llenen de lágrimas de gratitud, si bien él está tan habituado a esos contrastes que apenas parpadea. Flotando bajo la luz del sol, me he vuelto opaca; él ya no puede ver nada más que mis tensiones superficiales, y yo me pregunto qué es lo que hace en su tiempo libre. Una parte de mi ser parece inclinarse o resbalar.
—Ahí, ahí, mi querida señorita Dow —decía, golpeándome la espalda, acariciándome los omóplatos. Extendía cuidadosamente los antebrazos y los dedos—. No quiere criar más que lo mejor, ¿verdad? —preguntó.
Puse en marcha dentro de mí un compulsivo ritual consistente en contar los elementos; es todo lo que puedo hacer para mantener abiertas las comunicaciones entre mis lóbulos cerebrales. Vengo sufriendo eclipses; uno se oscurece y el otro brilla como un salón nuevo; mientras el uno se oscurece, el otro se convierte en una nova.
—Ahí, ahí —decía el doctor, apurado porque yo me estremecía, intentando mantener las conexiones abiertas. Nunca me había sentido tan aturdida. Deberían haberme puesto otra vez en el tanque modelo.
Profundamente perturbada, levanté la cara y él me dio un beso. Inmediatamente después me sentí bien, equilibrada de nuevo, mientras un lóbulo componía un concierto para flauta y el otro pensaba.
—Oh, Arnie, Arnie. —Sí, me encontraba a gusto en la forma que había adoptado.
Él está perfilando mis articulaciones con su lápiz de cera, mientras repite:
—Es esencial, sí, es esencial.
Finalmente, dice:
—Creo que los colonos estamos demasiado solos aquí.
Y yo digo:
—Oh, sí, lo estamos —antes de darme cuenta de la enormidad de las manipulaciones del Guardián, y de lo mucho que tenía que aprender. Evidentemente, el Guardián me había enviado al Punch Center de la colonia como si fuera una terrestre. Le miento y digo—: Oh, sí, sí. Oh, Arnie, apaga la luz —para que podamos descubrir más verdad.
—Aquí no —dice Arnie.
Y, por supuesto, tiene razón. Esta es una sala de estudio, destinada a catalogar hechos obvios, no un lugar para un carnaval. Para eso no hay muchos lugares, descubro yo con sorpresa. Habiendo pasado toda mi vida entre cristales, suponía que todos estarían entre ellos tan confortables como yo. Pero no era así.
Encontramos que sus habitaciones, una vez en la oscuridad, resultaban confortables y libres de caer en situaciones embarazosas. Nadie pensaría que un hombre tan delicado y de su edad fuera tan vigoroso, pero averigüé que pasaba los fines de semana en el centro de recreo golpeando una pelota con la mano. La pelota chocaba contra una pared, volvía a su mano y él la golpeaba una y otra vez. Ahora ya no lo hacía, porque pasábamos los fines de semana juntos.
—Eres más de lo que merece un viejo solterón como yo —me dice.
—¿Por qué eres un viejo solterón? —le pregunto. Me preguntaba por qué lo era, si se trataba de algo que no debía ser.
Él intentó explicármelo:
—No soy un joven. Me temo que no sería un buen marido. Me gusta trabajar hasta tarde y que no me molesten. En mi tiempo libre me gusta hacer tallas en madera. A veces me voy a la cama cuando todavía brilla el sol y otras me paso la noche entera trabajando. Y luego los niños. No. Soy afortunado siendo un viejo solterón —concluyó.
Arnie talla madera de kaku, brillante y lo suficientemente suave para permitir una fácil incisión. Está modelando la figura de un pájaro, cortando poco a poco y con trazos largos la madera, de forma que las aristas representen las facciones. La luz de la lámpara brilla sobre su cabello y sobre las arrugas de sus párpados mientras talla la madera. Está absorto en algo que no está allí, pero proyecta en su obra lo que desea ver. Lo contrario de lo que hacía en la sala de rayos X. Comienzo a sufrir un dolor peculiar, localizado en el nervio situado entre mis pulmones. Él no me habla. No me acaricia. Ha olvidado que estoy allí, y como una falsa proyección, estoy comenzando a desaparecer. Tal vez al cabo de una hora la película se habrá velado. ¿Estoy aquí si él no me ve?
Él está haciendo exactamente lo mismo que hago yo cuando estoy ocupado en uno de mis propios proyectos, y admiro la intensidad con la que trabaja; es magnífico. Sí, siento envidia, me abraso de rabia y envidia. Él me ha abandonado siendo Martha y yo deseo ser yo mismo de nuevo, libre de una única forma y una única mente. No quiero ser este saco de basura colgando de la espalda de otro. No obstante, él me ha enseñado que es bueno ir colgando de la espalda de otro. Estoy harto de extrañas disciplinas. Tal vez él también está cansado; veo que a veces se frota los músculos del estómago con las manos y cierra los ojos.
El Guardián se dirige a mí en una de mis raras noches pasadas en casa y me dice con acritud:
—Has caído en un error. Si el doctor descubre quién eres perderás tu trabajo en la colonia. Además, nunca supusimos que no tendrías relaciones más que con un solo hombre. Pensábamos que comenzarías con el doctor y que después seguirías con otros. Necesitamos cada uno de los créditos que puedas traernos. Y por el momento no nos ha ido demasiado bien. ¿Es avaro?
—Claro que no.
—Pues todos los créditos que has traído a casa son los de tu paga.
Considero oportuno no contestar. Es cierto que el Guardián tiene derecho a utilizarme para cualquier cosa que nos traiga mayores beneficios, como yo mismo utilizaré a los demás cuando sea Guardián. Pero mi tío y él gastan la mitad de los créditos de mi trabajo en sulfatiazol, por lo que se han convertido en adictos.
—No tienes sentido de la responsabilidad —me ha dicho el Guardián. Tal vez se le acerca el momento de la conjunción y ello le hace interesarse por mi estabilidad.
Mi tío dice:
—Oh, es joven, déjale en paz. En tanto que nos traiga esos créditos… Aunque nunca sabré en qué forma utiliza los restantes.
Los empleaba en ropa que compraba en el mercado de la colonia. A veces Arnie me sacaba por la noche, normalmente al Laugh Tree Bar, donde también acostumbraban a ir las tripulaciones de las naves espaciales a descansar. El bar es el lugar donde se encuentran chicas. Muchachas jóvenes, bonitas, nacidas en el planeta, que trabajan en el Punch Center de la colonia durante el día y pasan las noches allí, compitiendo por atraer la atención de los oficiales. Sentada allí con Arnie me era imposible distinguir a la hija de un colono de mis amigos y parientes. Ellos, por su parte, tampoco me reconocerían.
En una ocasión, estando en casa, traté de hablar con algunos de esos amigos acerca de mis sentimientos. Pero descubrí que todos los caracteres femeninos que habían adquirido eran solamente superficiales; ninguno de ellos tenía un lóbulo extra, limitándose simplemente a mantener el modelo terrestre en una esquina de su propio lóbulo, como referencia. La mayoría de ellos habían ingerido sulfas. No eran más que juguetes brillantes, piedrecitas sobre la superficie de las vidas de los colonos.
Luego se iban a casa, volvían a sus formas libres y se divertían con sus matemáticas, sus colores, sus composiciones y reproducciones.
—¿Por qué yo? —le pregunté al Guardián—. ¿Por qué dos lóbulos? ¿Por qué yo?
—Creímos que así serías más eficaz —me contestó—. Y mientras estás aquí, lo cual de un tiempo a esta parte sucede en contadas ocasiones, harías mejor en adquirir otras formas. Tus partículas pueden resultar dañadas si permaneces demasiado tiempo con esa forma de mujer.
«¿Pero no sabes —hubiera querido decirle—, no sabes que pienso mantener esta forma para siempre? Si resulto dañado o muero, me pondréis en los bancos de células y quedaréis sorprendidos, atónitos, aterrados, al descubrir que me he vuelto por completo Martha. No puedo ser cambiado.»
—Pequeño trozo de protagón —me dijo amargamente mi tío—. Nunca llegarás a ser nada, nunca serás Guardián. ¿Has llevado a cabo alguna realización propia recientemente?
Yo contesté:
—Sí, he realizado ciertas divisiones del cristal y lo he reconstruido en modelos no estabilizados.
Mi tío está de mal humor; ha estado ingiriendo sulfa y su tejido nervioso se ha podrido. Hubiera deseado hablar tranquilamente con él, pero seguía refunfuñando:
—No puedo comprender por qué te gusta ser un saco de risas bilobulado. Yo no podría soportar la espera de librarme de ello.
—Bueno, he aprendido —comencé a decir, pero no pude explicar que todavía estoy aprendiendo, y cerré los ojos. Parte de ello es que en la línea existente entre la oscuridad y la luz es más fácil flotar. Nunca deseé practicar solamente cosas fáciles. Mi equilibrio ha sido dañado. Nunca tuve que equilibrarme. Y no es un término o un concepto que yo pueda comprender ni siquiera ahora, en casa, en la forma libre. Parte del modelo impreso de Martha descansa en mis propias células cerebrales. Sospecho que es un daño permanente, y ello me produce placer. A esto me refiero cuando digo que no lo entiendo; se me ha enseñado que buscara la perfección. ¿Cómo es posible que me guste esto que puede ser una catástrofe?
Arnie está tallando sobre madera de kaku. Yo deseo ser Martha. Me gustaría ir al Laugh Tree con Arnie y me gustaría aprender a jugar a las cartas con él.
Arnie es, a este respecto, como mi yo original, y odio esa faceta suya, puesto que la he abandonado para ser Martha. Martha le hace feliz, es como chocolate para su apetito, almohada para su descanso.
Busco compañía en mi koota. Tiene el color de la mañana, su pecho sobresale como la hoja de un hacha, sus costillas se destacan como si fueran alas, sus ojos son grandes y claros cuando me devuelve la mirada. Sin embargo, ya no hay esperanza; en poco tiempo quedará paralítica; ya no puede correr, ni tener cachorros. La miro y ella me devuelve la mirada, mientras sueña con carreras veloces y el azote del viento sobre las arenosas playas por las que ha corrido.
—¿Por qué no lees algo? —me sugiere Arnie, puesto que mi intranquilidad le molesta. La koota descansa a mis pies. Yo leía. Todas las noches Arnie tallaba en su apartamento, yo leía y la corredora enferma yacía a mis pies. De esta forma pasé yo por la historia terrestre. Cuando el payaso cae en la cuba, yo río. La historia terrestre está llena de payasos y de cubas; al principio parece que eso es todo, pero luego se aprende a ver otras cosas bajo sus cómicas costumbres.
Mientras yo flotaba en esta tensa línea, que es el horizonte entre la luz y la oscuridad, donde resulta tan fácil, comencé a notar lo que hay bajo las costumbres: hacer eses por las calles borracho como una cuba en una tarde soleada mientras todo el mundo se ríe de ti; esconderse bajo la galería porque has hecho que brotase sangre de la cara de Pa; cocear a un hombre cuando está en las cloacas porque tú has sido coceado y has de hacérselo a tu vez a alguien. Los terrestres tienen algo llamado tragedia. Es lo que uno de ellos definió como ser un poeta en el cuerpo de una cucaracha.
—¿Has oído el rumor que corre? —pregunta Arnie, dejando a un lado el instrumento de tallar—. ¿Has oído algo acerca del personal de Punch Center que no son auténticos humanos?
—¿Que no lo son? —pregunto yo, dejando a un lado mi lectura. Nosotros no tenemos tragedia. En mi especie, las relaciones familiares están basadas solamente en los modelos genéticos. Cuando se introduce en el banco familiar, un nuevo pariente es creado a partir de otro. Es una antigua forma de multiplicar, pero no es trágica. La koota, con su utilidad destruida por un gene recesivo, yace a mis pies. ¿Es eso tragedia? Pero ella es una forma única, no puede regenerar una pierna perdida, ni exfoliar tejido cerebral. Lo único que puede hacer es devolverme la mirada llena de afectividad—. ¿Y qué son, si no? —le pregunto a Arnie—. ¿Qué son si no son humanos?
—Lo que se cuenta es que las formas de vida locales no son como realmente las vemos. Se han puesto caras como las nuestras para tratar con nosotros. Y algunos de ellos se han infiltrado entre el personal.
¡Infiltrado! Como si fuéramos un virus.
Yo le digo:
—Pero han de ser inofensivos. Hasta ahora nadie ha resultado dañado.
—No podemos saberlo con seguridad —me replica Arnie.
—Pareces cansado —le digo, y él viene hacia mí para ser aliviado, para ser amado en su carne, su única forma, su búsqueda de la verdad en la oscuridad del cubículo de rayos X. Ahora está realizando estudios acerca de ciertos pájaros. Sus cavidades espinales son amplias, óvalos llenos de aire, y sus huesos son extremadamente porosos, lo que les permite alcanzar alturas enormes.
La koota ya no corre por las playas azotadas por el viento; descansa a nuestros pies, con la mirada perdida en la distancia. A sus ojos la pared debe de ser transparente; siento que puede ver claramente a través de ella a sus compañeros que corren por la larga y brillante curva de la playa bajo el sol de la mañana. Suspira y apoya la cabeza sobre su estrecho y delicado hocico.
Arnie dice:
—Parece que estoy cansado todo el tiempo —y se acaricia los músculos del tórax. Pone la cabeza en mi pecho—. Me parece que la comida no está muy de acuerdo conmigo últimamente.
—¿Sufres dolores? —le pregunto con curiosidad.
—Decir sufrir no tiene sentido con los analgésicos. No, no sufro. Sencillamente no me encuentro bien.
Queda absorto en sus pájaros de madera de kaku, desciende a las oscuridades y luego se eleva como un águila que cruza el horizonte hacia la claridad superior. Mientras tanto yo floto. Ya no me atrevo ni a respirar, temo perturbarlo todo. No deseo nada. Su cabeza descansa en mi pecho y no voy a molestarle.
—Oh, Dios mío —dice Arnie, y yo sé lo que está sucediendo incluso antes de que comience a ahogarse y sus músculos salten pese a que yo le sostengo entre mis brazos. Sé que su corazón se está ahogando debido a las dosis masivas de sangre que lo inundan; desaparece el brillo de sus ojos, que comienzan a oscurecerse mientras yo le sujeto fuertemente. Si él no me mira mientras muere, ¿estaré yo aquí?
Bajo mis dedos siento lo rápidamente que se enfría su piel. Debería haberle dejado en el suelo, allí, entre sus tallas y sus papeles, y haberme ido a casa. Pero levanto a Arnie en mis brazos y llamo a la koota, que se levanta con cierta dificultad. Hace tiempo que oscureció y yo le llevo lenta, cuidadosamente, a casa, a lo que él llamaba palacio de cristal, donde el Guardián y mi tío se están enseñando mutuamente a jugar al ajedrez con un tablero que les había dado un capitán del espacio a cambio de algunos cristales. Están sentados en medio de un torrente de luz, con sus viejos cerebros enfrascados en el juego, cuando yo entró jadeando con Arnie en los brazos.
Al principio mi tío no me dedica más que una mirada, luego otra y finalmente se me queda mirando fijamente.
—¿Es ése el doctor? —pregunta.
Pongo a Arnie en el suelo y sostengo una de sus frías manos.
—Guardián —digo de rodillas, mientras mis ojos quedan a la altura del tablero de ajedrez y de sus talladas piezas—. Guardián, ¿puedes ponerle en uno de los bancos?
El Guardián se vuelve para mirarme, tan fija y tan duramente como mi tío.
—Tú te has vuelto loco tratando de conservar los dos lóbulos —dice—. No se puede reconstruir o recrear a un terrestre por nuestros métodos, y tú deberías saberlo.
—Esto es irritante, irritante —dice mi tío, ahora formado como un terrestre macho alto y rubio, figura con la que con frecuencia va al Laugh Tree con una de aquellas chicas. Se divierte con la vida, con la suya o con la de los demás. Creo que yo también. ¿Estoy desapareciendo? En realidad, no soy más que una de las proyecciones de Arnie, una forma en la pantalla de su mente. En realidad no soy Martha. Sin embargo, lo he intentado.
—No podemos tenerle aquí —dice el Guardián—. Es mejor que lo saques. No podrías explicar qué hace aquí un cadáver como éste a los colonos si vienen buscándole. Pensarían que le hemos hecho algo. Se aproxima el momento de la próxima conjunción. ¿Quieres que tu sobrino llegue en desgracia? Los tíos van a secar sus bancos.
El Guardián se levanta y viene hacia mí. Me agarra por mis oscuros bucles y me obliga a ponerme en pie. Me produce daño físico, a mí, que soy Martha, Dios lo sabe, Arnie, soy Martha, estoy segura.
—Llévale a sus habitaciones —me dice el Guardián—. Y vuelve aquí inmediatamente. Intentaré devolverte tu propio modelo, pero puede ser demasiado tarde. En parte, me culpo a mí mismo. Así que lo intentaré.
Sí, sí, deseo decirle. Tal y como era, libre; devuélveme a mi antiguo yo, nunca deseé ser otro, y ahora no sé si soy alguien. La luz se ha ido de sus ojos y ya no me ve.
Le tomo en brazos y abro la puerta. Salgo en medio de la noche hacia sus habitaciones, donde la lámpara brilla todavía. Le dejaré allí, en el lugar al que pertenece. Antes de irme tomo la pequeña talla del pájaro; me la llevo a casa, a mi puente de cristal, donde en el borde de los espejos los decimales golpetean aún perfectamente, mostrando hechos conocidos; un octágono puede ser reducido, el planeta gira con un determinado grado de inclinación sobre su eje, para ver la verdad has de tener algún tipo de luz, pero para ver la luz debes estar en una cierta oscuridad. Ya no flotaré más sobre el horizonte entre ambas, porque el horizonte ha desaparecido. He aprendido a descender, a ascender y a descender de nuevo.
Soy capaz de recobrar sin ayuda mi propia forma libre, de reabsorber el tejido cerebral extra. El sol sale y es brillante. La noche desciende y es oscura. Me he convertido en un sombrío y brillante estudiante. Incluso mi tío dice que seré un buen Guardián cuando llegue el momento.
El Guardián va a la conjunción; del banco de células ha salido un sobrino. La koota está soñando con las carreras que ha realizado en medio del viento. Es nuestra vida y así va a seguir, como la vida de otros seres.