Era igual que un bosque terrestre en otoño, pero no era otoño. Las hojas de los árboles eran verdes, cobrizas, púrpura y rojo violento, y el viento llevaba jirones de rayos de sol verdes y brillantes entre las sombras de las hojas.

La partida de caza del Explorer caminaba en fila a lo largo del estrecho sendero, con las armas preparadas, cuidadosamente, escuchando en la distancia los gritos ya casi familiares de aquellos extraños pájaros.

Un claro crujido de estática captado por sus auriculares les indicó que una de las armas había sido disparada.

—¿Has cogido algo? —preguntó June Walton. El intercomunicador del casco llevó su voz a los oídos de los demás sin romper el silencio del bosque.

—Le he dado a algo —contestó la tranquila voz de George Barton en sus auriculares. Ella dobló una curva del sendero y llegó a donde estaba Barton mirando por entre los árboles, con el arma todavía levantada—. Parece un pato.

—Esto no es Central Park —dijo Hal Barton, su hermano, mientras aparecía ante su vista. El verde de su traje espacial ponía una nota incongruente contra el bosque rojo y broncíneo—. No puede haber patos —dijo sensatamente.

—Pero puede que haya dragones. No te dejes comer por ningún dragón, June —dijo la voz de Max en los auriculares de la mujer—. Por lo menos no antes de que hayamos hecho el amor. —Salió de entre los árboles llevando el equipo de muestras de sangre y tocó su guante con el de él, con una mueca en su fea y querida cara, apenas visible bajo los efectos de luz y sombras. Un rayo de sol arrancó un destello verdoso de su casco.

Siguieron andando. A unos trescientos metros a su espalda se alzaba la nave espacial Explorer, sobresaliendo por encima del bosque como un rascacielos. La gente de la nave contemplaba a través de las aberturas transparentes de su casco la luz del sol, las nubes y las suaves brisas, y anhelaba estar fuera.

Pero ese parecido con la Tierra era un peligro, y los fríos vientos podían suponer la muerte, porque si los animales eran como los animales de la Tierra, sus enfermedades también serían como las de la Tierra, lo suficientemente similares como para ser contagiosas y lo suficientemente distintas como para resultar imposibles de curar. Ya había habido suficientes casos así antes. Colonias enteras habían desaparecido y las rutas espaciales estaban llenas de los cadáveres de las naves que habían sido alcanzadas por las infecciones de algún planeta.

Las personas de la nave esperaban mientras sus médicos, enfundados en sus trajes espaciales herméticamente cerrados, cazaban animales para luego experimentar sobre ellos con las posibilidades de contagio.

Los cuatro médicos, porque June Walton era también doctora, caminaban en fila por el extraño bosque que tanto se parecía a los de la Tierra, lentamente, atentos a cada movimiento que pudiera producirse entre las sombras de color cobre y púrpura.

Súbitamente, contrastando con los tonos más marrones del bosque, vieron algo de color cobrizo que se movía rápidamente. En un acto reflejo, la pistola de June se levantó y apuntó, y tras ella el arma de otro disparó con un claro crujido de estática haciendo un agujero en las hojas junto al espécimen. Luego, por un momento, nada se movió.

Parecía un hombre, magníficamente musculado, de líneas armoniosas, un animal con aspecto humano. Incluso yendo descalzo era una cabeza más alto que cualquiera de ellos. Su cabello era rojo, el rostro de halcón y la piel oscura; respirando pesadamente, se mantuvo allí, contemplándolos sin expresión. A un costado le colgaba un cuchillo en su funda y llevaba una ballesta a la espalda.

Ellos bajaron sus pistolas.

—Necesita un afeitado —dijo Max calmadamente. Luego conectó el mecanismo de su casco que dejaba que su voz se oyera en el exterior.

—¿Podemos hacer algo por usted, Max?

Aquella amistosa pregunta era la primera voz que rompía la tranquilidad del bosque. June sonrió. Tenía razón. La estricta lógica de la evolución no exigía barba; por ello, cualquiera que no fuera humano no llevaría una barba de tres días.

La alta figura abrió sus delgados labios y habló:

—Bien venidos a Minos. El comandante os envía sus saludos desde Alexandria.

—¿Inglés? —inquirió June.

—Temíamos que despegaseis antes de que pudiéramos comunicarnos con vosotros… Está a cuatrocientos kilómetros. Vimos vuestra pequeña nave auxiliar pasar dos veces, pero no conseguimos atraer vuestra atención.

June miraba en silencio y asombrada a aquel extraño recostado contra los árboles. Treinta y seis años luz…, treinta y seis veces nueve billones de kilómetros de monótono viaje espacial…, ¡para encontrarse con que el planeta ya estaba colonizado!

—No sabíamos que hubiera una colonia aquí —dijo ella—. No está señalado en el mapa.

—Eso era lo que nos temíamos —respondió aquel hombre alto y broncíneo—. Hemos estado aquí durante tres generaciones y ningún comerciante se había acercado al planeta.

Max se quitó el equipo de la espalda y le tendió la mano.

—Mi nombre es Max Stark, doctor Stark. Esta es la doctora June Walton, el doctor Hal Barton, y George Barton, hermano de Hal y también médico.

—Mi nombre es Patrick Mead —dijo el hombre sonriendo y estrechando la mano que se le tendía—. Yo no soy mas que cazador y carpintero. Es la primera vez que me topo con unos médicos.

Les apretó la mano con naturalidad, pero incluso a través de su guante June podía notar que sus dedos eran tan duros como el acero.

—¿Qué… qué población tiene Minos? —preguntó ella.

Él la miró con curiosidad durante un momento antes de responder.

—Somos sólo ciento cincuenta. —Sonrió—. No te preocupes. Todavía no es una gran ciudad. Aún hay sitio para unas personas más. —Rápidamente estrechó las manos de los Barton—. Quiero decir, porque ustedes son personas, ¿verdad? —preguntó, dubitativo.

—¿Por qué no? —dijo Max con una tranquilidad que June admiraba.

—Bueno, son ustedes tan… tan —los ojos de Mead recorrieron los rostros del grupo—, tan variados.

Ellos no comprendieron aquello, y quedaron en silencio, desconcertados.

—Quiero decir —continuó Patrick Mead ante el silencio que despertó— que muestran interesantes diferencias entre ustedes: diferente color del cabello, diferente forma de cara y cosas así. —Hizo un vago movimiento con una mano, como si deseara que no se sintieran insultados.

—¿Bromea? —preguntó Max, desconcertado.

June le puso una mano en el brazo.

—No intenta ofendernos —le dijo ella por el intercomunicador—. Nosotros estamos tan sorprendidos con él como él con nosotros.

Luego, abriendo el dispositivo que hacía que el sonido de su voz saliera al exterior, le hizo una pregunta a aquel alto colono:

—Según su punto de vista, ¿cómo debería ser una persona, señor Mead?

Él la señaló con una sonrisa.

—Como tú.

June se le acercó y le contempló detenidamente, comparándole con su propia figura. Ella era alta y morena de piel, como él; tenía unas cuantas pecas, como él; y el cabello rojo, como él. Pasó por alto sus brillantes ojos azules.

—En otras palabras —dijo ella—, ¿todos los habitantes de este planeta son como tú y yo?

Patrick Mead echó otra mirada a los cuatro rostros y sonrió maliciosamente.

—Como yo, creo. Pero nunca antes había pensado que la gente podía tener otro color de pelo o que las narices podían acoplarse de muchas maneras diferentes en una cara. Juzgando por mi propia apariencia, ¡supongo que ningún loco se pondría a andar sobre sus manos y a decir que el mundo estaba al revés! —Soltó una carcajada y luego añadió seriamente—: Pero ¿por qué lleváis trajes espaciales? El aire es respirable.

—Por seguridad —le explicó June—. No podemos correr riesgos de vernos afectados por cualquier epidemia.

Pat Mead no llevaba encima más que sus armas y el viento peinaba su cabello. Parecía estar muy a gusto, y ellos ansiaban quitarse los trajes espaciales y sentir el viento contra la piel. Minos era como su planeta, como la Tierra…, pero ellos eran extraños.

—Epidemia —repitió Pat Mead—. Tuvimos una aquí. Se produjo dos años después de la llegada de la colonia y los mató a todos, excepto a la familia de Mead. Resultaron inmunes. Creo que nos parecemos porque todos somos parientes, y por eso crecí pensando que la nuestra es la única forma qué pueden tener los humanos.

Epidemia.

—¿Cuál fue la enfermedad? —preguntó Hal Barton.

—Mi padre dice que fue algo horrible. La llamaban enfermedad fundente. Los médicos murieron demasiado pronto para poder averiguar lo que era o encontrar algún remedio para combatirla.

—Deberían haber preparado más médicos o haber pedido que les enviaran algunos. —En la voz de George Barton había un cierto tono de impaciencia.

Mead se lo explicó pacientemente:

—Nuestra nave, con la planta de energía y todos los libros que necesitábamos, fue enviada al espació para evitar el contagio y no regresó nunca. La tripulación debió de morir. —June pensó que una colonia privada de energía eléctrica y maquinaria, cuyos técnicos clave habían muerto y sin posibilidad de reemplazarlos, era lógico que hubiera caído en un estado tan primitivo como para que sus individuos anduvieran con cuchillos y ballestas.

—¿No se ha desencadenado ninguna otra epidemia de enfermedad fundente? —preguntó Hal Barton.

—No.

—¿Y de otras enfermedades?

—De ninguna.

Max estaba observando aquella figura broncínea y de cabellos rojos con mirada escrutadora.

—¿Crees que todos los Mead serán como éste? —le preguntó a June por el intercom—. ¡No me importaría nada ser un Mead!

La llegada de Pat facilitó su trabajo. Regresaron a la nave riendo e intercambiando anécdotas con él. Ya nada les impedía considerar Minos como el hogar que habían estado buscando, excepto por la enfermedad fundente, y una vez advertidos de ella, podían tomar precauciones para combatirla.

La brillante columna negra y plateada del Explorer parecía elevarse cada vez a mayor altura sobre los árboles a medida que se iban aproximando a ella. Luego su simetría borró toda sensación de tamaño cuando salieron de los árboles y se detuvieron en el borde del claro, mirando hacia arriba.

—¡Magnífica! —exclamó Pat—. ¡Muy hermosa! —Había una cálida admiración en su voz.

—Era un yate —dijo Max sin dejar de mirar hacia arriba— de segunda mano, una vieja belleza sin huellas de deterioro. Paneles de control de diamante sintético y murales en las paredes. No es tan veloz como las nuevas naves, pero en un año y medio subjetivo nos ha llevado a una distancia de treinta y seis años luz, lo cual está bastante bien.

El hombre alto de piel oscura lo miraba con auténtica fascinación, y June se dio cuenta de que nunca debía haber tenido acceso a ninguna biblioteca de filmes, que nunca debían de haber visto una película, que nunca debía de haber experimentado el lujo. Había nacido y crecido en Minos, sin electricidad.

—¿Puedo entrar? —preguntó Pat esperanzadoramente.

Max se quitó el equipo del hombro, lo dejó en la alfombra de plantas que cubría el suelo y comenzó a abrirlo.

—Antes, las pruebas —dijo Hal Barton—. Tenemos que comprobar si lleváis todavía la llamada enfermedad fundente. Vamos a extraerte todos los microbios y a analizarlos antes de que entres en la nave. Una vez acabado este proceso, ya no serás tan resistente como lo fueron los otros Mead.

Max había instalado un caballete y estaba preparando botellas preservativas e hipodérmicas.

—¿Vas a pincharme con eso? —preguntó Pat, alarmado.

—¡Para mí no eres más que un espécimen animal, insecto! —dijo Max, sonriéndole maliciosamente, y Pat le devolvió la sonrisa. June se dio cuenta de que ya se habían hecho amigos, el alto colono y el encorvado doctor de cabellos negros. Sintió un pinchazo de culpa porque quería a Max y, sin embargo, sentía lástima por él por ser más bajo y frágil que Pat Mead—. Túmbate de espaldas y quédate quieto —le dijo Max—. Necesitamos dos muestras de fluido de la espalda y dos muestras de la frente y del brazo.

Pat se tumbó obedientemente. Max se arrodilló, y como le había explicado, comenzó a insertarle agujas con la suavidad y la rapidez que le había hecho ser un gran neurólogo en la Tierra.

Por encima de ellos y a través de una abertura de la nave surgió un helioplano y se dirigió hacia el oeste, mientras el zumbido de sus motores disminuía. Luego, súbitamente, cambió de rumbo y regresó, mientras la voz de Reno Ulrich llegaba a través de los auriculares:

—¿Qué es eso que habéis cogido? Eh, ¿qué es lo que estáis haciendo ahí? —Viró de nuevo y se detuvo, manteniéndose a una altura de unos quince metros. June podía ver su rostro perplejo mirando a Pat.

Hal Barton se lo explicó rápidamente y señaló en la dirección de Alexandria. El helioplano de Reno se puso en marcha y voló sobre los bosques de extraños colores.

—El helioplano llevará una nota a tu ciudad, en la que dice que te hemos traído con nosotros —le dijo Hal Barton a Pat, que estaba sentado viendo cómo Max colocaba con gran destreza la sangre y los fluidos espinales en las botellas sin exponerlos al aire.

—No podremos entrar en contacto con tu pueblo hasta que estemos seguros de que no llevan la enfermedad fundente —añadió Max—. Puede que seas inmune a ella y lleves encima los suficientes gérmenes (si es que son gérmenes lo que causa esta enfermedad) como para contagiar a un planeta.

—Si transportas lo que produce esa enfermedad —dijo Hal Barton— no podremos mezclamos con tu gente hasta que les hayamos limpiado de ella.

—¿Empezando por mí? —preguntó Pat.

—Empezando por ti —contestó Max—, tan pronto como subas a bordo.

—¿Más agujas?

—Sí, más algunas cosas que penetrarán por ellas.

—¿Doloroso?

—En absoluto.

Unos minutos después, mientras se encontraba en la sala de decontaminación del traje espacial, azotada por chorros de desinfectante caliente y bañada por la radiación ultravioleta esterilizadora, June se acordó de aquello y comparó mentalmente el tratamiento de Pat con el suyo.

En el Explorer, almacenado cuidadosamente en tanques cerrados, se hallaba el supremo curalotodo aplicable a múltiples fines. Era una solución de enzimas tan semejante a los catalizadores clave del núcleo celular humano que provocaba la deterioración química y la desintegración de toda célula que no fuera humana. No había nada que pudiera vivir en contacto con aquello, a excepción de las células humanas; cualquier intruso ajeno a ellas moriría. Su nombre comercial era Nucleocat Cureall.

Pero el cureall solo no era suficiente garantía de una total seguridad. Se conocían plagas que actuaban demasiado rápida y universalmente como para ser prevenidas mediante tratamiento humano. Los médicos no son eternos. Mueren. Por ello, la Ley de Salud Interplanetaria exigía que el equipo de una nave incluyera esto para salvaguardarla contra las enfermedades y acabar con ellas mediante una operación totalmente mecánica, rápida y eficaz.

En un lugar cercano a ellos, dentro de una serie de compartimientos complicados como los pasillos de una conejera, Pat estaría siendo trasladado de un compartimiento a otro por voces agudamente mecánicas, que le ordenarían que se duchara, que metiera el brazo en una ranura donde le sería tomada una muestra de su sangre, que bebiera ciertas soluciones, que se bañara en ultravioletas germicidas, que respirara aire con germicidas y que introdujera sus brazos en otras ranuras donde eran anestesiados e inyectados con diversas soluciones inmunizadoras.

Finalmente se le pondría en una habitación de elevada temperatura y aire extremadamente seco y se le diría que se sentara durante media hora, mientras se le introducían en las venas más fluidos a través de largos y finos tubos.

Toda nave espacial legal había de estar construida con aquellas seguridades. No se podía correr riesgos si se sospechaba que alguien había contraído una enfermedad y podía introducirla a bordo.

June salió de la última ducha, se quitó el traje espacial con un gesto de alivio y se contempló en el espejo. Cabellos rojos, ojos azul oscuro, alta…

—Tengo una buena figura —dijo, convencida.

Max se volvió en la puerta.

—¿Por qué este súbito interés por tu aspecto? —preguntó, suspicaz—. ¿Tenemos que quedarnos aquí a admirarte o podremos pasar a comer por fin algo?

—Espera un momento. —Se dirigió a un comunicador interior que colgaba de la pared y marcó cuidadosamente un número que previamente había consultado en la guía de la nave—. ¿Qué estás haciendo, Pat?

El teléfono captó un silbido procedente de un chorro de agua o un spray.

—¡Voces también! Hola, June. ¿Cómo se le dice a una máquina que se eche el spray a sí misma?

—¿Tienes hambre?

—No he comido desde ayer.

—Tendremos un banquete preparado para ti en cuanto salgas —le dijo a Pat, y colgó. La voz de Pat Mead poseía una vitalidad y una alegría tales que hacía que las conversaciones de los de la nave parecieran por contraste de una triste alegría artificial.

Miraron en un pequeño laboratorio cercano, donde doce hámsters, que lanzaban constantemente gritos agudos, eran sometidos, pese a sus protestas, a pequeñas inyecciones de sangre de Pat. En la mayoría de los casos, las inyecciones eran seguidas por antihistamínicos y adaptadores. De otra forma, el sistema de defensa del hámster trataría a todas las células que no fueran suyas como enemigos, incluso a las inocuas células de sangre humana, y las rechazaría violentamente.

Uno de los hámsters, el duodécimo, había recibido una dosis extraordinaria de adaptador, de forma que en el caso de existir alguna enfermedad no lucharía contra ella, muriendo así con más rapidez.

—¿Qué estás haciendo, George? —preguntó Max.

—Rutina —murmuró George Barton, ausente.

Mientras ascendían por las largas rampas en espiral que llevaban al comedor, pasaron junto a una ventana. A través de ella podía verse una hilera de montañas en la lejanía, y en medio, haciéndose cada vez más elevadas a medida que se alejaban, toda una serie de colinas bajas cubiertas de vegetación de color bronce y rojo, con algunos parches de verde claro donde había praderas.

Había alguien mirando por la ventana, sin moverse, como si hubiera estado allí durante mucho tiempo. Era Bess St. Claire, una mujer canadiense.

—Se parece a Winnipeg —les dijo cuando se detuvieron junto a ella—. ¿Cuándo vais a permitirnos vosotros los médicos salir de esta barbería? Mirad —añadió, señalando a un lugar en el exterior—. ¿Veis aquel trozo de pradera en el lado sur de la colina? Allí levantaremos nuestra casa. ¿Cuándo vais a permitirnos salir?

El pequeño helioplano de Reno Ulrich sonaba levemente en la distancia y comenzó a describir círculos.

—Antes de lo que tú piensas —le contestó Max—. Hemos descubierto una colonia en el planeta, descendientes de una sola familia. Precisamente ahora están haciendo las pruebas necesarias para asegurarnos de que podemos vivir aquí. Si hay alguna enfermedad con la que debamos acabar, acabaremos con ella.

—¿Gente en Minos? —El bello rostro de Bess cobró vida por la excitación.

—Uno de ellos se encuentra en el departamento médico —dijo June—. Saldrá dentro de veinte minutos.

—¿Podría verle?

—Claro —contestó Max—. Enséñale el camino del comedor cuando salga. Dile que te enviamos nosotros.

—¡De acuerdo! —Dio la vuelta y echó a correr por la rampa como una niña que se dirige a una feria. Max sonrió expresivamente a June y ésta le devolvió la sonrisa. Después de un año y medio de aislamiento en el espacio, todos estaban ansiosos de ver caras nuevas, de escuchar voces desconocidas.

Ascendieron las últimas dos vueltas hasta la cafetería y se sumergieron en una rica mezcla de suave música y conversación tranquila. La cafetería era una sección del viejo comedor que no fue tocada cuando el resto de la nave fue adaptado para convertirse en un lugar donde vivir y trabajar, así que conservaba su magnífica madera original en el techo y en las paredes, el absorbente del ruido, los altavoces que difundían suave música y la tenue luz íntima de cada una de las mesas, donde la gente podía comer y charlar tranquilamente.

Se pusieron en la cola de la comida, y entonces June pudo escuchar tras ella la voz de una chica que hablaba con excitación y sobresalía del murmullo de la conversación:

—… nuevo hombre, ¡de verdad! Le vi a través de una de las pantallas cuando llegaron. Está abajo, en el departamento médico. Un auténtico colono.

Cuando llegaron a las repisas donde se encontraban los alimentos, ella y Max eligieron tres bandejas llenas de comida, comenzando por un filete hidropónico, enriquecido con agua y productos químicos; un gran cuenco de ensalada con tomates y pepinos; un plato de pescado con salsa especial; cuatro postres diferentes y las bebidas correspondientes a cada plato.

Ahora no quedaban más que tres bandejas vacías sobre la mesa. Se les acercó Brant St. Clair.

—Perdona, Max, pero están diciendo algo acerca de si Reno ha llevado unos mensajes a una colonia de salvajes por encargo del departamento médico. ¿Sabes si regresará pronto?

Max le sonrió, denotando afecto en su cuadrado rostro. Todos apreciaban al tímido canadiense.

—Volverá en seguida. Vimos cómo se acercaba.

—Oh, magnífico —dijo St. Clair—. Tenía una cita con él para salir a confirmar si es cierto que hacia el norte hay una buena veta de hierro, como parece. ¿Has visto a Bess? Oh…, allí está. —Se volvió y se marchó apresuradamente.

Un hombre muy alto de llamativo cabello color rojo estaba rodeado por una multitud que no dejaba de hablar. Era Pat Mead. Se había detenido en la puerta, mirando con precaución el comedor. Su increíble vitalidad le hacía parecer más grande de lo que era. Al ver a June, sonrió y se dirigió hacia su mesa.

—¡Mirad! —dijo alguien—. ¡Ahí está el colono!

Sheila, una bella mujer cargada de joyas, se dirigió a su encuentro y le tomó por un brazo.

—¿Es cierto que tuviste que atravesar un río a nado para venir aquí?

Sin poder contener su curiosidad y su satisfacción, la gente se le aproximaba de todas direcciones.

—¿Tuviste que caminar realmente cuatrocientos kilómetros? Ven, ven a comer con nosotros. Permíteme que te ayude a elegir tu comida.

Todos deseaban que comiera en su mesa. Todos eran especialistas en algo y deseaban obtener datos acerca de Minos. También deseaban escuchar anécdotas acerca de la caza con arco y flechas.

—Necesito que le rescaten —dijo Max—. No van a dejarle comer tranquilo.

June y Max se levantaron decididamente, penetraron en la multitud, capturaron a Pat y le condujeron a su mesa. A June le agradó tener al héroe del momento.

Pat se sentó en una silla simple, funcionalmente diseñada, y se recostó en el respaldo casi con voluptuosidad, probando que le iba a las mil maravillas. Recorrió con los ojos las repisas llenas de comida. Miró en torno suyo, contemplando la magnífica madera de techo y paredes y las suaves luces de cada una de las mesas. No decía nada. Se limitaba a mirar, sentir y experimentar nuevas sensaciones.

—Cuando construyamos nuestra ciudad y abandonemos la nave —le explicó June— nos llevaremos todo esto. Será muy hermoso.

Pat sonrió, mientras la música resonaba en su cabeza y trataba de localizar su procedencia.

—Ya está suficientemente bien ahora. Nosotros sólo hacemos funcionar los discos una vez por semana en el centro de reunión de la ciudad.

Pat se puso a comer el primer alimento que probaba desde hacía más de un día.

La mayor parte de los demás comensales ya habían acabado cuando ellos se encontraban aún a la mitad y comenzaron a acercárseles, tímidamente al principio, luego con más decisión, sonrisas en la cara, apretones de manos y presentaciones. Le hicieron preguntas acerca de las cosechas, de los métodos agrícolas, de las lluvias y las inundaciones, sobre el ganado, sobre la compatibilidad de las semillas importadas de la Tierra con el suelo del planeta, sobre las minas y los yacimientos.

No había necesidad de protegerle. Recostado contra el respaldo de su asiento, contestaba de forma más que suficiente a las preguntas que se le formulaban con la facilidad de una pantera; donde no podía hablar de estadísticas respondía con una anécdota. Se notaba que estaba a gusto convertido en el centro del interés general.

Entre pregunta y pregunta, comía y escuchaba música.

June se dio cuenta de que las especialistas femeninas prolongaban sus preguntas más de lo necesario y se agolpaban en torno a la mesa riendo sus bromas, hasta que Pat quedó rodeado de rostros bonitos que le hacían preguntas y reían armoniosamente. La bella Sheila era la que más armoniosamente reía.

June le dio un codazo a Max y éste se encogió de hombros con indiferencia. Quizá no era algo a lo que un hombre prestaba atención. Pero June observó a Pat por un momento y luego miró inquieta a Max. Este estaba comiendo y escuchando las respuestas de Pat y no se dio cuenta de su mirada. Por alguna razón, Max parecía haber disminuido. Era más bajo de lo que había supuesto; ella olvidaba que tenía su misma altura. Pero era consciente del aumento del ritmo de la conversación de las mujeres que rodeaban a Pat.

—Este chico es una amenaza —dijo Max, riéndose para sí mientras cortaba otro trozo de filete hidropónico—. ¿Qué te pasa? —añadió mirándola al darse cuenta de su repentino silencio.

—Nada —respondió ella apresuradamente, pero no volvió a mirar a Pat Mead. Se sentía desleal. Pat no era más que un soberbio animal. Max era el hombre al que amaba. ¿O… no? Por supuesto que sí, se dijo furiosa. Habían emprendido juntos aquel viaje de colonización porque deseaban pasar juntos el resto de sus vidas; ella nunca había pensado en casarse con otro hombre. Sin embargo, la sensación de insatisfacción persistía y con ella un sentimiento de culpa.

Len Marlow, el técnico responsable de los cultivos proteínicos de los filetes, se dirigió a ellos y le formuló a Pat una pregunta. Ahora le estaba diciendo:

—No te comprendo, Pat. ¡Parece como si estuvieras poniendo personas en vez de vegetales en los tanques! —Les miró con cara de asombro—. A ver si vosotros podéis sacar algo en claro de esto. A mí me suena a algo médico.

Pat se recostó y sonrió mientras bebía un borgoña hidropónico.

—Es magnífico. Tendréis que enseñarnos cómo se hace.

Len se volvió.

—Vivís en el campo, ¿no? Cazáis, convertís los animales en filetes y os los coméis, ¿verdad? Bueno, pues supongamos que yo tengo uno de esos filetes aquí y deseo comérmelo. ¿Qué sucedería?

—Adelante, cómetelo. No lo digerirías. Te quedarías hambriento.

—¿Por qué? —preguntó Len.

—Por las diferencias químicas en el protoplasma básico de Minos. Diferentes cadenas de aminos, moléculas a la derecha en vez de a la izquierda en los carbohidratos, cosas como ésas. No habrá nada aquí que puedas digerir hasta que estés químicamente adaptado tras una pequeña evolución. Hasta entonces, estarás muriéndote de hambre con el estómago lleno.

El lado de la mesa que ocupaba Pat había estado lleno con los platos de dos bandejas, pero en aquel momento se encontraba casi vacío, y los platos se amontonaban a un lado. Comenzó a comer los tres postres.

—¿Una evolución de laboratorio? —repitió Max—. ¿De qué se trata? Creía que entre tu gente no había doctores.

—Es una larga historia —dijo Pat, recostándose de nuevo contra el respaldo de su asiento—. Alexander P. Mead, jefe del clan Mead, era experto en genética, poseía una fuerte personalidad y era un hombre con el que no se podía discutir. No quería que acabáramos con todas las plantas de Minos, sustituidas por las nuestras, destrozando así la superficie del planeta y rompiendo el equilibrio de su ecología. Decidió que lo mejor sería adaptar nuestros genes al planeta o morir en el intento. Lo consiguió.

—¿Consiguió qué? —preguntó June, sintiendo una súbita punzada de miedo.

—Adaptarnos a Minos. Tomó células humanas…

Ella le escuchaba atentamente, intentando encontrar una razón que explicara el miedo que sentía con aquella historia. Debería haber costado muchas generaciones adaptarse a Minos mediante una evolución ordinaria, y ello además con el elevado coste de vidas humanas que la evolución entrañaba. Pero había un camino más corto: las células humanas poseían la capacidad de volver a su primitiva condición de independencia, cazando, comiendo y reproduciéndose solas.

Alexander P. Mead tomó células humanas y las convirtió en fagocitos. Las puso en el duro camino de la evolución…, mil generaciones de reproducción, hambre y privaciones, siempre con aquella comida indigerible presente…

—Los leucocitos pueden recorrer varios miles de generaciones de evolución en seis meses —dijo para terminar Pat Mead—. Cuando llegaron al punto en que fueron capaces de absorber la comida de Minos, fueron implantadas de nuevo en las personas de las que se las había extraído.

—¿Qué se esperaba que sucedería después? —preguntó Max, inclinándose hacia delante.

—No sé exactamente cómo trabajaba. Nunca le contó a nadie demasiadas cosas acerca de ello, y cuando yo era todavía un niño él se había vuelto loco y se pasaba el tiempo en torno a un tubo de ensayo. Se cayó a una hondonada y se rompió el cuello a la edad de ochenta años.

—Todo un carácter —comentó Max.

«¿Por qué siento miedo? —se preguntaba June—. Había sido un éxito, ¿no?»

—Sí. El primer año lo intentó con los Mead. Los demás no querían prestarse al experimento hasta estar seguros de que era un éxito. Lo fue. Los Mead podían cazar y cultivar la tierra, en tanto que los demás colonos estaban aún comiendo lo que les proporcionaba el tanque hidropónico.

—Funcionó —le dijo Max a Len—. Tú eres experto en genética y en cultivos. Es tu trabajo.

—¡Un!, ¡uh! —dijo Len, alejándose de nuevo—. Me suena a asunto médico. El control de las células humanas cae bajo tu responsabilidad.

—Es un asunto irreversible —advirtió Pat—. Una vez se ha hecho, ya no se puede volver a digerir la comida de la nave. Yo no obtengo nada bueno de estas proteínas. Como únicamente por el sabor.

Hal Barton se acercó en silencio a la mesa.

—Tres de los doce hámsters de la prueba han muerto —informó, y se volvió hacia Pat—. Tu gente lleva los gérmenes de la enfermedad fundente, como la llamáis. Los hámsters muertos son los que habían sido inyectados con tu sangre antes de que fueras desinfectado. No podemos establecernos allí hasta que desinfectemos a todo el mundo en Minos. ¿Pondrían objeciones a ello?

—No desearíamos transmitiros los gérmenes del lugar —contestó Pat, sonriendo—. Se hará cualquier cosa en pro de la seguridad. Pero antes habrá que votar.

Los médicos se dirigieron a la mesa de Reno Ulrich y se fueron con él hacia el hangar; le explicaron las últimas incidencias. Sería él quien llevara la propuesta a Alexandria; hablaría con la gente, intentaría persuadirles y esperaría a que votaran antes de regresar. Tendría que tomar píldoras de cureall cada dos horas para no contagiarse.

Reno estaba encantado. Había sido sociólogo antes de hacer de mecánico en la expedición.

—Esto me ofrece la oportunidad de estudiar sus costumbres —dijo con una sonrisa—. Puede que tenga que quedarme allí varias noches. —Le vieron despegar por una de las ventanas y luego se pasaron por el laboratorio a echar una mirada a los hámsters.

Tres de ellos estaban vivos y saludables, mordisqueando lechuga. Uno era el control; a los otros dos se les había proporcionado dosis de sangre de Pat antes de que entrara en la nave, pero sin tratamiento adicional. Aparentemente, un hámster podía combatir la enfermedad fundente si se le dejaba solo. Los tres tenían fiebre y un bajo cómputo de glóbulos rojos, pero se estaban recuperando. A los tres que habían muerto se les había dado fuertes dosis de adaptador y antihistamínico, de modo que sus cuerpos no habían luchado contra el ataque de la enfermedad.

June echó una rápida mirada a los animales muertos y luego apartó la vista. Yacían retorcidos con un extraño aspecto semifluido, como si estuvieran a punto de disolverse. El último hámster, al que se le había administrado la dosis más fuerte de adaptador, había perdido todo el pelo antes de morir. Estaba todo rosa, como un niño recién nacido.

—No hemos podido encontrar microorganismos —dijo George Barton—. Ninguno en absoluto. No había nada en el cuerpo que no debiera estar allí. Leucosis y anemia. Fiebre en los que han combatido la enfermedad. —Le alargó a Max unos gráficos de temperatura y análisis de sangre.

June salió al pasillo. Su campo era la pediatría y la obstetricia; dejaba la investigación celular a Max, y sólo le ayudaba en las cosas de rutina en el laboratorio. El extraño humor que la había invadido se aclaró bruscamente.

Contándole animadamente un relato de aventuras a la encantadora Sheila Davenport, avanzaba hacia ella un hombre alto, de cabello rojo, y muy hermoso. Era la belleza lo que hacía agradable hablar con Pat, se dijo con sensación de culpabilidad, y era su tremenda vitalidad… Era como encontrarse a un actor de cine en carne y hueso, o al protagonista de las páginas de un libro (Deerslayer, John Clayton, lord Greystoke).

Esperó junto a la puerta del laboratorio y no hizo ningún movimiento para acercarse a ellos, saludándolos con un gesto, una sonrisa y un ligero movimiento de mano. Ellos le sonrieron a su vez.

—Hola, June —dijo Pat, y continuó con su relato. Pero al pasar él la tocó ligeramente en el brazo.

—Eh, Tarzán —dijo ella en son de mofa en voz baja, consciente de que la había oído.

Aquella noche tuvo una pesadilla. Estaba corriendo por un largo pasillo buscando a Max, pero todos los hombres con los que se encontraba eran altos y broncíneos, con los cabellos rojos y unos ojos azules muy brillantes, que le tocaban el brazo.

¡El hámster rosa! Se despertó sobresaltada, sintiendo como si hubieran estado sonando campanas de alarma; escuchó cuidadosamente, pero no se oía nada. Había tenido una pesadilla, se dijo; pero las campanas de alarma seguían sonando en su subconsciente. Algo iba mal.

Tumbada todavía e intentando conservar las imágenes, intentaba darles un significado, pero éste se disipaba con el frío toque de la razón. ¡Maldito pensamiento intuitivo! ¡Un hámster rosa! ¿Por qué tenía que ser tan vago el subconsciente? Volvió a dormirse de nuevo y lo olvidó.

Aquel día comieron con Pat Mead, y al acabar, Pat retuvo a June apoyándole una mano en el hombro y la miró.

—Yo Tarzán, tú Jane —dijo él, y luego se alejó, contestando a los saludos que le dirigían desde otra mesa, como si no le hubiera dicho nada. Ella permaneció un momento indecisa, y luego se dirigió hacia la salida, en donde Max la esperaba.

Estuvo particularmente cariñosa con Max el resto del día y eso le agradó a él. No le hubiera gustado si hubiera sabido la razón. Ella intentaba olvidar la réplica de Pat.

June estaba con Max en el laboratorio, mirando cómo aumentaba un pequeño cultivo de protoplasma procedente de unas hierbas de Minos y escuchando a Len Marlow quejándose de sus problemas.

—Y Elsie se ha pasado todo el día junto a ese grandullón escuchando sus historias. ¡Y luego me dice que lo que sucede es que estoy celoso, que imagino cosas! —Se pasó una mano por los ojos—. Vine de la Tierra para estar con Elsie… Tengo un fuerte dolor de cabeza. Oye, June, ¿no puedes decirle a Pat que acabe de una vez con todo eso? Max y tú sois sus amigos.

—Toma una aspirina —dijo June—. Veremos lo que se puede hacer.

—Gracias. —Len se llevó su tanque de cultivo y salió, preocupado.

Max estaba al final del laboratorio entre botones y medidores, aparentemente inmerso en sus pensamientos. Cuando Len se hubo marchado, preguntó rápidamente:

—¿Por qué animas al muchacho? ¿Por qué le haces concebir esperanzas?

—¿Has encontrado algo acerca de las diferencias en los protoplasmas? —preguntó ella, eludiendo la respuesta.

—¿Por qué dejar que se haga ilusiones? ¿Qué posibilidades tiene contra ese montón de músculos de palabra fácil?

—Pero Pat no va detrás de Elsie —objetó ella.

—Toda mujer casquivana de esta nave va detrás de Pat con la lengua fuera. Brant St. Clair está ahora en el bar. No dice por qué está bebiendo, pero ¿tú crees que Pat se resiste a toda esa multitud de mujeres que se agolpan en torno a él?

—Hay otras cosas además del aspecto físico y el encanto personal —dijo ella, tratando de concentrarse en un microscopio binocular.

—Claro, pero, sean las que sean, Pat las tiene también. ¿Quién está más capacitado para sostener a una mujer y a una familia en un planeta casi sin colonizar que un bello colono que ha nacido aquí?

—¡Quiero decir —replicó June levantando la cabeza del aparato con inesperada pasión— que existe la vieja amistad, la lealtad, los recuerdos y la personalidad! —Acabó casi gritando.

—Todo eso no vale mucho en el mercado de segunda mano —dijo Max. Se había sentado de nuevo y manipulaba con sus aparatos—. ¡Ahora es a mí a quien le está entrando dolor de cabeza! —sonrió maliciosamente—. Un auténtico dolor de cabeza. Y por los problemas de los otros, además.

Por los problemas de los otros… Ella se levantó y se puso a deambular por los largos y sinuosos pasillos.

«Yo Tarzán, tú Jane», repetía en su cabeza la voz de Pat. ¿Por qué tenía que ser aquel hombre tan atractivo, tan brillante en contraste con Max? ¿Por qué no podía seguir adelante el universo sin originar problemas de triángulos amorosos?

Se dirigió por las rampas hasta el comedor, donde el día anterior habían estado comiendo y charlando. Estaba vacío a excepción de una pareja que charlaba ante un par de cafés fríos.

Ella se volvió y regresó por los largos corredores en espiral que llevaban a la farmacia y al dispensario. Estaba vacío. George debía de estar en el laboratorio que había al lado, donde podía oír si alguien venía a buscarle. En un rincón había un expendedor automático de estimulantes y eufóricos inofensivos, brillantemente decorado con atractivos dibujos y con su tabulador automático encendido encima.

Recordó que Max tenía dolor de cabeza. Puso una ficha en la máquina y pulsó el botón que correspondía a las cajas de aspirinas, intentando concentrar su atención en el problema de la adaptación de la gente de la nave al planeta Minos. Un acuario con una pequeña cantidad de histamina sería suficiente para convertir un trocito de piel humana en una comunidad de activos y voraces fagocitos que buscarían cada uno por su cuenta algo que comer; pero ¿podrían comer lo suficiente para sobrevivir sin el rico plasma sustentador de la sangre humana?

Después del de las aspirinas, oprimió otro botón para conseguir algo para ella. Luego permaneció en pie mirándolo. Había una cajita con tres píldoras en su mano: Teobromina, un fortalecedor del corazón y un eufórico que proporcionaba confianza en una sola pieza, algo para contener los nervios. Lo había utilizado antes en casos extremos. Extendió una mano y la miró. Estaba temblando. ¡Malditos triángulos!

Mientras miraba su mano se produjo un ruidito en el expendedor automático. Consignaba la utilización de cada uno de los fármacos de todos los expendedores de la nave. Por un momento no pudo encontrar la línea verde de los anodinos y la roja de los estimulantes, y luego vio que casi habían desaparecido.

Había demasiadas personas utilizándolos…, demasiadas como para que el hecho se pudiera explicar por los celos o por desequilibrios psicosomáticos. ¡Era una epidemia, y sólo había una enfermedad posible!

La desinfección de Pat no había tenido éxito. ¡Nucleocat Cureall, exterminador de todas las infecciones, había fallado en este caso! ¡Pat había traído consigo a la nave la enfermedad fundente!

¿Quién estaría afectado?

El expendedor de medicamentos brillaba ligeramente, incomunicativo. Abrió un panel que había a su lado y miró anhelante; en el interior de la puerta vio algunas indicaciones… «Para examinar los registros rebobinar antes…»

Al cabo de unos pocos pero eternos minutos tenía la respuesta. En la cafetería, a las horas de la comida y del desayuno, treinta y ocho de los cuarenta y ocho hombres que había en la nave habían ingerido más estimulantes de lo normal. Veintiuno habían tomado también aspirinas. ¡La única mujer que había hecho una compra inusual era ella!

Se acordó de los hámsters que habían combatido la enfermedad con un breve acceso de fiebre y examinó los registros del día anterior. Se había producido un ligero aumento en la venta de aspirinas a las mujeres a última hora de la tarde. Las mujeres estaban a salvo.

¡Eran los hombres los que tenían la enfermedad fundente!

La enfermedad fundente los mataría en unas horas, de acuerdo con lo que había contado Pat Mead. ¿Cuánto haría que los hombres estaban enfermos?

En el momento en que ella salía, Jerry entraba en la farmacia, introdujo su ficha y extrajo una caja de aspirinas de la máquina.

Ella se sentía bien. Lograba dominarse y podía incluso caminar por el pasillo sonriendo a la gente con la que se cruzaba. Tomó el ascensor de emergencia hasta la sala de control y mostró sus credenciales al técnico que estaba de vigilancia.

—Emergencia médica. —En el pequeño panel de control que había en una esquina había un gran botón rojo claramente etiquetado. Meditó un momento y luego tomó el teléfono de la sala de control. Esta era la parte más difícil, decírselo a alguien, especialmente a alguien que tenía la enfermedad… Max.

Marcó el número, y cuando sonó el timbre al otro lado de la línea y él contestó, le dijo lo que había visto.

—Ninguna mujer, sólo los hombres —repitió él—, ¿no es así?

—Sí.

—Probablemente se trata de algo químicamente alienígena, que se inhibe frente alguna de las hormonas femeninas. Probaremos con píldoras de hormonas femeninas, si tenemos. ¿Desde dónde me estás llamando?

Ella se lo dijo.

—Está bien. Dale otra oportunidad al Nucleocat Cureall. Puede que esta vez resulte. Presiona ese botón.

Ella se dirigió hacia el panel y presionó el gran botón rojo. A lo largo de todo el Explorer los timbres cobraron vida y comenzaron a sonar con un terrible estruendo, puertas de emergencia se abrieron, aparatos mecánicos se movilizaron y multitud de voces mecánicas comenzaron a dar órdenes urgentes.

Se había desencadenado la epidemia.

Ella obedeció las órdenes mecánicas, salió al pasillo y caminó en fila con los demás. El capitán iba delante de ella y la maravillosa Sheila Davenport se situó a su lado.

—Esta mañana parezco una bruja. ¿Significará esto que estoy enferma? ¿Lo estamos todos?

June se encogió de hombros, incapaz de decir lo que sabía.

Los demás llegaron al corredor procedentes de las habitaciones. Cuando estuvo allí hasta el último de los pasajeros, comenzó a sonar el suave siseo de los desinfectantes. Tras ellos, a los talones de la última persona de la fila, segmentos de la nave se cerraron de golpe y comenzó el silbido.

Descendieron por el corredor en espiral hasta que llegaron a la sección de tratamiento médico, y allí aguardaron sin romper la fila.

—No me dejarán marcas en los brazos, ¿verdad? —preguntó Sheila con aprensión, mirando sus suaves y hermosos brazos.

La voz mecánica dijo:

—El siguiente. Entre, por favor, y deje libre la puerta.

—En absoluto —la tranquilizó June, y penetró en el cubículo.

Dentro se le ordenó dirigirse de cubículo en cubículo, mientras le rociaban con sprays y radiación, tomaban muestras de su sangre y le inyectaban Nucleocat y otras sustancias protectoras. Finalmente le ordenaron dirigirse a otra puerta y penetró en un cubículo en el que había una silla.

—Tiene que esperar aquí —ordenó la voz mecánica—. Dentro de veinte minutos la puerta se abrirá y podrá salir. Las personas que ya han sido tratadas pueden entrar en las partes de la nave que ya han sido protegidas. Queda prohibido entrar en los lugares en cuarentena o no esterilizados sin permiso de los oficiales médicos.

Se abrió la puerta y pudo salir de nuevo a las brillantes luces, sintiéndose como apaleada.

Estaba en la clínica. Había algunos hombres sentados en el borde de las camas y parecían enfermos. Uno de ellos estaba tumbado. Brant y Bess St. Claire estaban sentados juntos, sin hablar.

Se le acercó George Barton, mientras leía un termómetro con expresión confundida.

—¿Qué sucede, George? —preguntó ella, anhelante.

—Algunas de las mujeres tienen un poco de fiebre, pero ya les está desapareciendo. Ninguno de sus compañeros tiene, pero sus glóbulos blancos aumentan, los rojos disminuyen y mi criterio es que están enfermos.

Ella se aproximó a St. Claire. Sus mejillas, normalmente sonrosadas, estaban pálidas, su pulso era débil y demasiado rápido y tenía la piel como húmeda.

—¿Cómo va la jaqueca? ¿Mejora con el tratamiento de Nucleocat?

—Me siento peor.

—Es mejor que prepares camas —le dijo a George—. Haz que todos pasen de nuevo por la clínica.

—Ya se está haciendo —le aseguró George—. Hal se ocupa de ello.

Ella regresó al laboratorio. Max paseaba arriba y abajo, pasándose mecánicamente las manos por sus negros cabellos. Se detuvo cuando la vio y le preguntó pensativo:

—¿Siguen enfermos? —Era más una afirmación que una pregunta.

Ella asintió con la cabeza.

—El cureall no curó esta vez —murmuró—. Eso nos obliga a actuar a nosotros. Tenemos la enfermedad fundente, y de acuerdo con Pat y los hámsters, nos queda menos de un día para averiguar de qué se trata y ver cómo podemos detenerla.

Bruscamente, se le ocurrió otra idea y se dirigió a una mesa para hacer una nueva prueba. Trabajaba rápidamente, haciendo de vez en cuando un movimiento incoordinado que rompía su eficiencia habitual.

Resultaba extraño ver a Max preocupado y asustado.

Ella se sentó en una de las mesas del laboratorio y comenzó a trabajar. Lo hacía en silencio. Hal y George Barton se apresuraban en su lucha contra la muerte de los casos más avanzados, intentando ganar tiempo para Max y para el trabajo de June. El problema de la epidemia habían de resolverlo ellos dos solos. Estaba en sus manos.

Otra prueba, sin resultados. Otra prueba, sin resultados. Las manos de Max temblaban y se detuvo a tomar unos estimulantes.

June salió un momento, encontró a Bess y le encargó que dijera a las demás mujeres que vigilaran si sus compañeros estaban demasiado enfermos para seguir con sus tareas habituales.

—Pero díselo con cuidado. No queremos asustar a los hombres.

Permaneció en la enfermería el tiempo suficiente para ver que su consejo era repetido a otras mujeres, las cuales recibían la noticia con el rostro pálido y los labios apretados; luego regresó al laboratorio.

Otra prueba. No había señal de microorganismo alguno en la sangre de los enfermos, simplemente un aumento enorme de leucocitos y fagocitos, como si se organizaran para repeler una invasión.

Len Marlow había caído inconsciente sobre los comentarios y las conclusiones escritas de Hal Barton.

—Yo tampoco me siento bien —se quejó su ayudante—. El aire parece espeso. No puedo respirar.

June se dio cuenta de que sus labios se habían vuelto azules.

—Falta de oxígeno —le dijo a Max.

—Bajo índice de glóbulos rojos —explicó Max—. Analiza una gota de sangre y mira qué es lo que está pasando. Utiliza la mía; me siento como él. —Ella tomó dos gotas de sangre de Max. El porcentaje era bajo, y disminuía rápidamente.

Respirar resulta inútil si no hay suficientes glóbulos rojos en la sangre. Las personas que descienden por debajo del mínimo mueren por asfixia aunque sus pulmones estén llenos de aire puro. Y el número de glóbulos rojos estaba descendiendo con demasiada rapidez. El tiempo que les quedaba a ella y a Max para seguir trabajando era demasiado corto.

—Que bombeen un poco más de CO2 por el sistema de aireación —dijo Max por el teléfono—. Pónganlo en el lugar reservado a los hombres en la enfermería.

Entretanto, ella observaba a través del microscopio la muestra de sangre viviente. Era una mancha oscura claramente definida, en la que se movían cosas brillantes, pero no pudo descubrir en ella nada que no debiera estar allí.

—Hal —dijo Max a través del sistema general de altavoces—, suspende los demás tratamientos y concéntrate en la aceleración de la anemia. Trátala como si fuera un envenenamiento de monóxido… CO2 y oxígeno.

Ella se inclinó sobre una repisa que había bajo su mesa de trabajo, localizó dos cilindros de oxígeno, abrió las válvulas y le tendió una a Max y otra a su ayudante. Parte del tinte azulado desapareció de la cara del ayudante a medida que respiraba. Entonces se concentró con más fuerza sobre su paciente.

—¡No respira, Doc!

Max estaba trabajando en su escritorio, absorto en unas ecuaciones de catálisis de hemoglobina.

—Len ha muerto, Doc —dijo su ayudante.

—Practícale la respiración artificial y ponle en un tanque de regeneración —dijo June sin levantar la vista del microscopio—. ¡Date prisa! Hal te indicará cómo hacerlo. La oxidación y la acción mecánica ejercida sobre el corazón le mantendrán vivo. Mete en un tanque a todo el que parezca estar agonizando. Haz que te ayuden algunas mujeres y las informas de las instrucciones que antes te haya dado Hal.

Los tanques se utilizaban normalmente para suspender la animación en un baño nutritivo mientras era regenerado cualquier órgano enfermo. Podía preservar la vida de un cuerpo casi totalmente destruido durante los tratamientos normales de desintegración y regeneración en los casos de cáncer y vejez, y podían fomentar la curación mientras continuaba la destrucción…, pero no podían evitar la muerte definitiva mientras la enfermedad no hubiera sido vencida.

La gota de sangre del microscopio de June era un gran campo oscuro y en su interior, sólidamente destacadas por el efecto estereoscópico, se movían las claras formas de los glóbulos rojos. Iban de un lado a otro, flotando en la nebulosa masa de leucocitos que se arrastraba por la cubierta de vidrio. No había suficientes corpúsculos rojos, y ella notaba que disminuían ante su vista mientras los observaba.

Fijó su atención en uno de los hematíes, sin siquiera pestañear por miedo a perderse lo que iba a sucederle. Era un pequeño botón rojo que se alargó al amontonarse con los demás e hizo un movimiento circular cuando pasó junto a un leucocito.

Luego, bruscamente, la célula desapareció.

June miraba perpleja el lugar en donde habla estado. ¿Adónde había ido?

Tras ella, Max estaba hablando de nuevo por el sistema de altavoces:

—Habla el doctor Stark. Necesitamos a algún técnico que conozca el manejo de los tanques de vida. Es una emergencia.

—Necesitaremos cuarenta y siete tanques —dijo June con voz tranquila—. Hay cuarenta y siete hombres.

—Necesitaremos cuarenta y siete —repitió Max por el altavoz. Su voz no vaciló—: Envíenlos por el corredor. Hagan que se conecten a las extensiones.

El eco de su voz regresó a través de los corredores vacíos. Lo que había dicho significaba que todos los hombres de la nave podían estar a punto de sufrir un colapso cardíaco.

June miró sin ver a través del microscopio binocular, intentando concentrarse en sus pensamientos. Por el rabillo del ojo podía ver a Max balanceándose y respirando cada vez con mayor frecuencia aquel frío y abrasador oxígeno puro de los cilindros. En el microscopio podía ver que cada vez había menos células rojas vivas en su gota de sangre. La frecuencia de su descenso se iba acelerando.

Ella no tenía necesidad de mirar a Max para saber lo que le estaba sucediendo en aquel momento. Tendría la piel pálida, los párpados ensombrecidos y los ojos castaños sumidos en sus pensamientos, mientras una mueca irónica deformaría sus labios. Inteligente, fina, sensible, su cara no se le borraba de la mente a June. Resultaba inconcebible que Max pudiera morir. No podía morir. No podía dejarla sola.

Se esforzó por concentrarse en el problema que tenía ante sí. Todos los hombres del Explorer habían llegado al mismo punto, dondequiera que se encontraran. Estarían perdiendo sangre, agonizando.

Dirigiéndose hacia la mesa de Max, habló por el intercomunicador:

—Bess, envía a un par de mujeres a que registren toda la nave, habitación por habitación, con una camilla. Asegúrate de que todos los hombres vengan aquí. —Entonces se acordó de Reno—. Sparks, ¿se sabe algo de Reno? ¿Ha vuelto ya?

Sparks contestó débilmente tras una pausa:

—La última vez que tuve noticias suyas fue esta mañana. Decía no sé qué acerca de espejos, y que la gente de Pat Mead no eran gente real, sino copias hechas con papel carbón, y gritaba que se había vuelto loco y que debía enviarle al psiquiatra. Pensé que estaba bromeando. No ha vuelto a llamar.

—Gracias, Sparks. —Reno había muerto.

Max marcó un número y habló entrecortadamente por el teléfono:

—¿Estáis todos bien ahí? Olvidaos de los controles. Dejad todo lo que estéis haciendo y dirigíos a los tanques mientras podáis caminar. Si el tanque de alguien no está preparado, que se introduzca en el contiguo.

June volvió a su mesa de trabajo y susurró en su propio teléfono:

—Bess, envía una camilla para Max. Tiene muy mal aspecto.

Tenía que haber una solución. Los tanques podían mantener con vida un cuerpo dañado, obligarle a regenerarse con mayor rapidez; pero no era más que aplazar el momento de la muerte si la enfermedad no había sido controlada. Además, la destrucción proseguiría en los tanques hasta que la solución nutritiva no contuviera más vida que los triunfantes asesinos microscópicos que causaban la enfermedad fundente.

Quedaban ya muy pocos glóbulos rojos en la gota del microscopio y éstos comenzaban a alargarse, retorciéndose lentamente. Llegó un momento en que ya no quedó más que un solo hematíe flotando en el centro. No le quitó la vista de encima mientras el corpúsculo se dirigía hacia el leucocito. Entonces se produjo un ligero movimiento y se desvaneció.

Al principio aquello no significó nada para ella. Luego levantó la cabeza del microscopio y miró a su alrededor. Max estaba sentado ante su mesa, con la cabeza entre las manos y los negros mechones de sus cabellos sobresaliendo entre sus dedos en ángulos extraños. Frente a él, sobre el escritorio, había un lápiz y un papel lleno de fórmulas. Podía apreciar el estado de concentración en que se encontraba por la rígida postura de sus hombros. Todavía estaba pensando. No se había dado por vencido.

—Max, acabo de ver cómo un leucocito apresaba un glóbulo rojo. Sucedió con una velocidad increíble.

—Leucemia —murmuró Max sin hacer un solo movimiento—. ¡Leucemia galopante! Eso cae bajo el dominio del cáncer. Bueno, ésa es parte de la respuesta. Puede ser todo lo que necesitamos. —Sonrió débilmente y alcanzó el micrófono—. ¿Hay alguien en pie todavía ahí? —Su pregunta, emitida con una débil voz, quedó amplificada por toda la nave—. Hal, ¿estás todavía consciente? Mira, Hal, cambia todos los programas, cambia los programas y prepáralos para la regeneración. Durante una semana. Esto es como la leucemia. ¿Lo entiendes? Como la leucemia.

June se levantó. Había llegado el momento de encargarse de todo el trabajo. Se inclinó sobre su mesa y habló por el sistema de altavoces.

—Habla el doctor Walton —dijo—. Es para las mujeres. No permitan que los hombres continúen trabajando; se matarían. Vigilen que todos se pongan en los tanques para una profunda regeneración. Pueden ver cómo se hace observando los que ya están programados.

Dos mujeres exhaustas y asustadas aparecieron en la puerta con una camilla. Tenían las manos grasientas de haber estado ayudando a poner debidamente los tanques de regeneración.

—Esa orden te incluye a ti —le dijo a Max con ternura, sujetándole, pues estaba a punto de caer.

Max miró a las mujeres que transportaban la camilla.

—Diez minutos más —dijo con voz clara—. Puede que me surja una idea. Hay algo que no va bien en todo esto. Debo intentar prevenir una recaída, saber cómo comenzó todo.

Max sabía más acerca de bacterias que ella; tenía que ayudarle a pensar. Les hizo un gesto a las camilleras para que esperaran y le colocó una máscara para respirar, conectada a un tanque de CO2 y a otro de oxígeno. Max regresó a su escritorio.

Entretanto, ella paseaba por la habitación, intentando pensar, acordándose de los hámsters. Se la llamaba la enfermedad fundente. Fundente. Tuvo que luchar con un impulso de abrir uno de los tanques que contenía a un hombre. Deseaba mirar dentro, ver si con ello podía explicarse aquel nombre.

Enfermedad fundente…

Se oyeron unos pasos y apareció Pat Mead en la puerta, vacilante. Alto, bello, rudo, todo un pionero.

—¿Hay algo que yo pueda hacer? —preguntó.

Ella le miró furtivamente.

—Puedes apartarte y no molestar. Estamos muy atareados.

—Me gustaría ayudar —dijo.

—Muy divertido —ella saboreaba con un placer maligno sus palabras—. Todos los hombres se están muriendo porque tú les has traído la enfermedad y quieres ayudar.

Él permaneció de pie, sin moverse, cruzando y separando nerviosamente sus manos.

—Quizá pueda hacer algo. Yo soy inmune. Todos los Mead lo son.

—Vete. —Dios, ¿por qué no podía concentrarse? ¿Qué era lo que hacía inmune a los Mead?

—Vamos, déjale —susurró Max—. Pat no ha hecho nada. —Luego volvió su atención al microscopio, tomó con un dedo una fina lámina y la deslizó bajo las lentes con la destreza de un profesional—. Está sucediendo algo divertido —le dijo a June—. Los síntomas no son los adecuados.

Al cabo de un momento le hizo una señal a ella para que mirara también.

—Leucocitos, fagocitos… —murmuraba—. Mis propios…

Ella miró por el aparato y luego levantó la vista y lanzó una mirada de horror a Pat.

—¡No son los tuyos, Max! —murmuró.

Max puso una mano sobre la mesa para sujetarse, aplicó un ojo al microscopio y observó de nuevo. June sabía lo que estaba viendo. Fagocitos, leucocitos, atacando y devorando sus tejidos como una horda increíble que crecía y se multiplicaba de manera demencial.

¡No son sus fagocitos! ¡Son los de Pat! Las células evolucionadas de los Mead habían aprendido demasiado. Eran contagiosas. Y las de Pat Mead… ¿Eran tan parecidos los Mead? ¡Los Mead se contagiaban sus células entre sí, pero no como una enfermedad que atacaba y que debía ser combatida, sino como leucocitos normales! Los leucocitos de aquella gente alta de cabello rojo no eran extraños en la corriente sanguínea de ningún ser de su especie, alto, de cabello rojo. No eran extraños… Un omnipotente leucocito que encontraba su camino en úteros celulares…

La vida casi uterina de los tanques. Para los hombres del Explorer se trataba de una semana de cura en la que se produciría una completa fusión y luego vuelta al tejido normal; después, regeneración a partir de las células que había allí, en los tanques. A partir de las células que había allí. A partir de las células que había allí

—¡Pat, los gérmenes son tus células!

Como un loco, Pat comenzó a reír y su rostro se deformó en una horrible mueca. Había comprendido.

—Comprendo. Sí, ya lo comprendo. Tengo una personalidad contagiosa. Divertido, ¿no es cierto?

Súbitamente, Max levantó la vista del microscopio y se tambaleó. Pat le sostuvo al ver que se caía y las camilleras se lo llevaron a los tanques.

Durante una semana June atendió los tanques. Las otras mujeres se habían ofrecido voluntarias para ayudarla, pero ella las había rechazado. Tampoco les dijo nada sobre lo que pensaba, esperando que sus suposiciones no fueran ciertas.

—¿Va todo bien? —le preguntó Elsie con ansiedad—. ¿Cómo está Len? —Elsie parecía cansada, como si hubiera trasnochado, lo mismo que las otras mujeres. Estaban realizando el trabajo de los hombrea además del suyo propio.

—Se encuentra bien —contestó June con una voz monótona, señalando la puerta de la habitación de los tanques—. Todos se encuentran bien.

—Estupendo —dijo Elsie, pero parecía más asustada que antes.

June cerró con firmeza la puerta de la habitación que contenía los tanques y la joven se marchó.

Las demás mujeres habían estado escuchando y ahora regresaban a sus trabajos, insatisfechas con la respuesta de June, pero sin atreverse a preguntar la verdad. Ellas estaban allí siempre que June entraba en la habitación de los tanques, y allí continuaban todavía (ellas o sus relevos, June no estaba segura) cuando salía. Y siempre había una que le formulaba invariablemente aquella pregunta en nombre de todas, y June le daba invariablemente la misma respuesta. Pero seguía guardando la llave. Nadie a excepción de ella sabía lo que estaba sucediendo en los tanques de vida.

Finalmente llegó el día en que se completaba la regeneración. June no le había dicho a nadie la hora exacta. Se introdujo en la habitación como los demás días, cerró la puerta tras ella, y de nuevo la asaltó la pesadilla. Pero esta vez era realidad y caminó por el sendero que dejaban las hileras de unos tanques que parecían féretros, gritando «¡Max! ¡Max!» para sí y mirando en el interior de cada uno a medida que se iban abriendo. Pero cada rostro que la miraba era igual al anterior. Mientras había estado contemplando cómo se disolvían y se regeneraban en la solución nutritiva, ella sólo había sido capaz de imaginar el horror de lo que estaba sucediendo. Ahora lo veía con certeza.

Todos ellos eran iguales: huesos largos, rostro de piel clara, vello rojizo en pecho y cabellos rojos muy cortos en la cabeza. Todos ellos horriblemente (y bellamente) iguales.

Un equipo módico yacía descuidadamente sobre el suelo junto al tanque de Max. Ella se quedó de pie junto al maletín.

—Max —dijo, y se dio cuenta de que su garganta estaba cerrada. La voz en conserva del aparato mecánico se mofaba de ella, dando órdenes con soltura acerca de cómo debían y no debían hacerse las cosas—. Lo siento, Max…

El hombre alto de toscas facciones y brillantes ojos azules se incorporó adormilado y la miró; se pasó la mano por los cabellos en un gesto de desconcierto.

—¿Qué sucede, June? —preguntó, soñoliento.

Ella le tomó de un brazo.

—Max…

Él comparó el tamaño relativo de su brazo con la mano de la mujer y dijo asombrado:

—Has menguado.

—Lo sé, Max. Lo sé.

Entonces volvió la cabeza y contempló sus brazos y sus piernas, brazos cubiertos por un vello rubio claro y piernas de pelo rojizo. Se tocó la carne de su grueso brazo izquierdo.

—No es la mía —dijo con sorpresa—. Pero la siento.

Mirar su cara era como mirar la de un desconocido que mimetizara, distorsionándolas, las expresiones de Max. De un Max asustado. De un Max que intentaba comprender lo que le había pasado y que miraba a su alrededor hacia los tanques en donde se encontraban los demás hombres. De un Max que sentía dentro de sí el mismo terror que ella, y que los demás hombres, a medida que miraban sus cuerpos y los de sus amigos y se daban cuenta de los cambios originados.

—Nos hemos convertido todos en Pat Mead —dijo ásperamente—. Todos los Mead son Pat Mead. Por eso se sorprendió tanto cuando vio por primera vez gente que no era igual que él.

—Sí, Max.

—Max —repitió él—. Sí, soy yo. El sistema nervioso no ha cambiado. —Sus nuevos ojos azules sostuvieron la mirada de la mujer—. Yo sigo estando aquí dentro. ¿Me quieres, June?

Ella no podía saberlo todavía. Había amado a Max con su delgada e irónica cara, con su cabello negro y con su torcida sonrisa que nunca empañaba su simpatía. Ahora era Pat Mead. ¿Podía ser también Max?

—Pues claro que todavía te quiero, cariño.

Él sonrió. Aquélla era todavía la retorcida sonrisa de Max, pero extrañamente acoplada sobre aquella bella y rubia cara nueva.

—Entonces todo esto no es tan malo. Incluso puede resultar algo muy bueno. Yo envidiaba su enorme y musculoso cuerpo. Si Pat o cualquiera de los otros Mead te mirase, lo derribaría. Ahora puedo hacerlo.

Ella se echó a reír. No es que le resultara divertido, pero aquel hombre seguía siendo Max, un Max que intentaba no tener miedo, que seguía bromeando. Tal vez el resto de los hombres mantenía también su antiguo yo, lo suficientemente acusado como para que las mujeres no los consideraran como a unos extraños.

Tras ella, voces masculinas sonaban con sus acentos peculiares. No necesitaba volverse para saber quién era quién.

—Esta es una buena forma de impedir que un tipo te robe a tu novia —estaba diciendo Len Marlow.

—Tengo que anotar las reacciones —decía Hal Barton.

—Ahora podré trabajar con facilidad aquella veta de metal de la colina. —Era la voz de St. Clair. Luego la voz de los otros quejándose, lanzando juramentos, riéndose amargamente por la broma que les habían gastado a ellos y a sus coquetas mujeres. Ella podía reconocerles a todos. Sus mujeres también sabrían hacerlo.

—Salgamos fuera —dijo Max—. Tú y yo. Tal vez el trauma no sea tan violento para las mujeres después de verme a mí. —Hizo una pausa—. Porque tú no se lo has dicho, ¿verdad?

—No podía. No estaba segura. Yo… esperaba estar equivocada.

Abrió la puerta y luego la cerró rápidamente. Una pequeña multitud se había ido congregando al otro lado.

—Hola, Pat —dijo Elsie, insegura, intentando mirar entre sus cuerpos al interior de la habitación de los tanques antes de que se cerrase la puerta.

—Yo no soy Pat. Soy Max —dijo aquel hombre alto de ojos azules y rojiza cabellera rapada—. Escuchadme…

—Dios mío, Pat, ¿qué ha pasado con tu pelo? —le preguntó Sheila.

—Soy Max —insistió aquel hombre de rostro hermoso y agudos ojos azules—. ¿No lo comprendéis? Soy Max Stark. La enfermedad fundente son las células de los Mead. Pat nos las contagió. Y ellas nos adaptaron a Minos. Pero también nos convirtieron en Pat Mead.

Las mujeres le miraban perplejas y se miraban entre sí. Movían negativamente sus cabezas.

—No lo comprenden —dijo June—. Yo tampoco lo comprendería si no supiera lo que está pasando, Max.

—Es Pat —decía Sheila, sumida en la confusión—. Se ha afeitado la cabeza. Sin duda se trata de una broma.

Max la tomó por los hombros y la sacudió, mirándola a los ojos.

—Soy Max, Max Stark. Y todos los demás se parecen a mí. ¿Me oyes? Puede que resulte divertido, pero no es una broma. ¡Reíos con nosotros, en nombre de Dios!

—Es demasiado para ellas —dijo June—. Han de verlo con sus propios ojos.

Abrió la puerta y les permitió entrar. Ellas echaron a correr entre los tanques, buscando a sus compañeros entre las cuarenta y seis caras rubias idénticas, llamándoles con voces asustadas:

—¡Jerry!

—¡Harry!

—Lee, ¿dónde estás, cariño?

June cerró la puerta, abrumada por el sonido de todas aquellas voces que cada vez se hacían más histéricas, las de las mujeres llenas de terror, las de los hombres pugnando por sobresalir por encima de las de los demás para atraer sobre ellos la atención de sus mujeres.

—No resulta fácil de aceptar —dijo Max, mirando sus propios músculos, grandes y poderosos—. Pero tú no has cambiado, ni las otras tampoco. Y eso ayuda.

Por encima de aquella algarabía de gritos histéricos se oía el sonido de un timbre.

—Es la compuerta de entrada —dijo June.

Mirando a través de la ventanilla había nueve Meads procedentes de Alexandria. Ocho de ellos eran Pat Meads de diversas edades, desde los quince a los cincuenta años, y el noveno era una bella joven, alta, esbelta y de cabellos rojos que podía ser perfectamente su hermana.

Llenos de pesar, les explicaron a través de los comunicadores que venían de Alexandria para notificarles que el piloto que habían enviado había contraído la enfermedad fundente y había muerto.

Deseaban entrar en la nave.

June y Max les dijeron que esperasen y volvieron a la habitación de los tanques. Los hombres estaban disfrutando de su nueva fuerza y estatura, y las mujeres iban aprendiendo, llenas de estupor, que podían distinguir a un Pat Mead de otro por la voz y los gestos de la cara o de las manos. El pánico había desaparecido, para dar paso a una actitud de aceptación de la nueva y fantástica situación.

Max reclamó su atención.

—Hay nueve Meads fuera que desean entrar. Tienen nombres diferentes, pero todos son Pat Mead.

Un estremecimiento les recorrió a todos y quedaron sin saber qué hacer, hasta que George Barton dijo:

—¿Por qué no les dejamos entrar? No veo ningún inconveniente.

—Uno de ellos —advirtió Max— es una mujer. Patricia Mead. Ella también quiere entrar.

Se produjo un prolongado silencio mientras todas las implicaciones de aquella situación iban tomando forma en la mente de las mujeres, sumiéndolas en el terror. La bella Sheila fue la primera en verlo con claridad.

—¡No! —gritó—. ¡Por favor, no le permitáis pasar! —Estaba realmente asustada y las mujeres captaron inmediatamente este sentimiento en el tono de su voz.

Elsie se echó en brazos de Len, suplicándole:

—Tú no quieres que yo cambie, ¿verdad, Len? ¡Tú me quieres tal y como soy! ¡Dime que es así!

Las demás mujeres retrocedieron. Era ilógico, pero humano. June sintió que el terror brotaba dentro de ella. Sin embargo, levantó la mano para acallarlas y expuso las necesidades del grupo.

—Sólo la mitad de nosotros puede abandonar Minos —dijo—. Los hombres no pueden comer la comida de la nave; ahora están acondicionados a este planeta. Las mujeres podemos irnos, pero tendremos que hacerlo sin los hombres. Por otra parte, no podemos salir sin la certeza de que nos contagiaremos, y no podemos pasarnos el resto de nuestras vidas en cuarentena dentro de la nave. George Barton tiene razón…, no hay ningún inconveniente.

—¡Pero nos veremos obligadas a cambiar! —aulló Sheila—. ¡Yo no quiero convertirme en una Mead! ¡No quiero ser sino lo que soy!

Echó a correr hacia el pasillo. Se produjo una breve vacilación y luego, una por una, las mujeres se fueron marchando hacia allí, hasta que sólo quedaron Bess, June y otras cuatro.

—¡Oíd! —gritó Sheila—. ¡Hemos realizado una votación! ¡No podemos permitir que la mujer entre!

Nadie dijo nada. Cambiar, ser otra persona…, la idea era extraña y aterradora. Los hombres se miraban impotentes, como si se miraran en unos espejos. Pegadas a la pared del pasillo, las mujeres les miraban llenas de terror, muy juntas. Eran un solo hombre en cuarenta y siete posiciones. Uno de ellos hizo un movimiento hacia Elsie y ésta retrocedió horrorizada.

—¡No, Len! ¡No deseo cambiar!

Max se agitó nervioso. Su irónica sonrisa, adaptada a su nueva cara, había adquirido un tinte de piedad.

—Nosotros, los hombres, no podemos irnos, y vosotras, las mujeres, no podéis quedaros —dijo con tristeza—. ¿Por qué no permitís que entre Patricia Mead? ¡Eso lo solucionaría todo!

June extrajo un espejito del bolsillo de su cinturón y contempló su cara, consciente de que Max hablaba forzado, de que los demás hombres estaban sumidos en un profundo silencio y de que las mujeres rogaban por su integridad. Su cara…, su propia cara, con sus ojos azul oscuro, su pequeña nariz, sus grandes labios…, la mente y el cuerpo son inseparables; su cara formaba parte de su mente. Volvió a guardar el espejo.

—¡Me mataré! —exclamó Sheila, sollozando—. ¡Prefiero morir!

—Tú no quieres morir —le decía Max—. ¿No comprendes que no hay más que una solución…?

Todos estaban mirando a Max. June salió en silencio de la habitación de los tanques y se dirigió a la compuerta de entrada. Abrió las válvulas que permitirían la entrada de la hermana de Pat Mead.