La mayor parte de los cuerpos se hallaban junto a los silos y los tanques de almacenamiento, donde los defensores se habían replegado finalmente. Cogidos entre los piratas y los de Sacramento, habían sido aniquilados como un solo hombre. Mezclados con los cuerpos de los piratas, Thea veía de vez en cuando algún uniforme CD. Los polis habían acudido por fin.

Se movió entre el montón de cadáveres cuidadosamente, con precaución. No en balde había sobrevivido veintiséis años. No iba ahora a hacer locuras.

Al oscurecer emprendió su camino hacia el este, al interior de Chico, o lo que quedase de él. Aquí los piratas se habían vengado de los pocos habitantes de la ciudad. Allí había hombres, hombres terriblemente mutilados, colgados por los talones de los postes de la luz, girando siniestramente. Y había mujeres.

Una de las mujeres aún no había muerto. Su destrozado cuerpo pendía desnudo de un anuncio roto. Tenía las piernas separadas y atadas con tiras de tela. Estas y el vientre estaban ensangrentados, tenía cortes profundos en la cara y en el pecho y había sido marcada a fuego con una enorme «M» de mutante.

Cuando Thea se acercó a ella, la mujer se retorció en sus ataduras y lanzó una risotada que acabó en un horrible lamento. Que nunca me vea yo así, pensó Thea, viendo las contracciones espasmódicas de la mujer. Así no.

Hubo un movimiento al otro lado de la calle y Thea se estremeció. No podía echar a correr sin ser vista ni tampoco quería permanecer allí si había piratas. Se movió lentamente, sumiéndose en la sombra de un edificio, desapareciendo finalmente en la oscuridad sin dejar de mantenerse alerta.

Los seres que aparecieron eran perros; unos animales delgados y miserables, con los ojos circundados de rojo y huesos prominentes. Había visto bastantes perros salvajes como para saber que aquéllos iban a la caza de carne. La encontraron en la mujer. El más grande de los perros se le aproximó, gimoteando un poco. Realizó una rápida arremetida y mordió la pierna que estaba más próxima a él. Aparte de un largo aullido de risa, la mujer no hizo nada. Más seguro ahora, el perro se dirigió de nuevo a ella, tomando un bocado mayor de la pierna. La respuesta fue un salto y un grito, seguido de una carcajada en voz baja. Los demás perros se envalentonaron. Comenzaron a realizar rápidos ataques, arrancando trozos de carne de las piernas y los pies, y se fueron creciendo cada vez más al ver que no se les oponía resistencia.

Thea contemplaba insensible la escena desde las sombras, mientras colocaba una flecha en su ballesta. Luego pulsó el disparador.

Los sollozos cesaron con un burbujeo cuando la flecha mordió el cuello de la mujer. Luego ya no se oyeron más que los gruñidos de los perros.

Protegida por las sombras, Thea se alejó de los perros. Lo había olvidado, se dijo en tono acusador. Y habrá más perros. Y ratas, pensó al cabo de un momento.

Mientras caminaba tensó de nuevo su ballesta y aplicó otra flecha. Probablemente ella no era una mutante, siguió pensando. Probablemente lo único que sucedía es que estaba sana. No quiso pensar en lo que los piratas harían con ella, genéticamente alterada como estaba.

El ruido que hacían los perros fue muriendo tras ella a medida que caminaba por las calles vacías. De vez en cuando vio montones de cadáveres, cuerpos muertos en parte en la batalla y otros a causa de cosas mucho más siniestras. La «M» se hallaba grabada en muchos de ellos. Por dos veces vio los signos inconfundibles de la Nueva Lepra en los rostros ciegos, y en la piel levantada y plateada que acompañaba a esa vieja enfermedad. Pero a diferencia de la antigua lepra, la nueva variedad era contagiosa, y los piratas la llevaban consigo.

Se rascó su oscura y dura piel, que desde hacía tiempo había adquirido un tono marrón rojizo. Había sido muy afortunada al resistir a la mayor parte de las nuevas enfermedades; pero sabía que la suerte podía cambiar algún día, incluso para ella. Incluso en el caso de que lograra encontrar al Grupo del Gold Lake y de que la aceptaran.

Después de haber caminado durante una hora dejó Chico tras ella y se dirigió hacia el este a través de campos arruinados y pantanosos. Las últimas cosechas habían sido arrancadas y ahora los tallos se entrecruzaban bajo los pies como grandes serpientes. Una pesada fosforescencia pendía sobre aquella tierra, una luz que ni iluminaba ni calentaba. Thea no conocía la fuente de aquella fosforescencia. Desde el Desastre de Sacramento, hacía ya cuatro años, el valle había dejado de ser una tierra segura. Antes de que se hundieran los diques, aquello había sido un islote de bienestar separado de la polución que lo rodeaba. Ahora que el delta se había convertido en un cenagal de residuos químicos, la parte alta del río se estaba rindiendo lentamente al ataque de la contaminación.

Tropezó y vio que a sus pies había un gato muerto. Los animales se habían cebado en él; el pecho y las cuencas de los ojos estaban vacíos, pero la Piel se conservaba bien. Agitó la cabeza ante tal desperdicio. Al acercarse más, se dio cuenta, con sorpresa, de que las garras delanteras tenían el color anaranjado de la piel regenerada. Tal vez había sido mutado víricamente como ella. O tal vez el virus estaba prendiendo. Seguro que muchas otras cosas estaban también prendiendo. Moviendo de nuevo la cabeza, echó algunas cañas sobre el pequeño cadáver.

A medida que avanzaba notó que el suelo estaba todo mojado. Buscó un suelo más firme y vio un aceitoso reguero de agua moviéndose bajo la pálida luna. Corriendo las membranas nictitantes que tenía sobre los ojos se puso de rodillas y avanzó con la ballesta preparada. El río no era un lugar acogedor.

Oyó a un cerdo por las cercanías y se detuvo. Los cerdos que aún estaban vivos eran peligrosos y estaban hambrientos. Thea comenzó a chapotear de nuevo. Una cosa hay que decir en favor del Desastre, pensó, mientras notaba que el agua aumentaba a su alrededor. Mató una buena cantidad de mosquitos.

Alcanzó la zona de cañas y se introdujo en ella para ocultarse. Era una protección que mantendría hasta que saliera el sol, momento en que tendría que buscar tierras más altas. Encontró una hamaca y se acurrucó en ella para aprovechar unas pocas horas de sueño.

El amanecer atrajo más animales al río y a unos pocos piratas que buscaban comida, que llegaron en sus modificados carros abiertos. Llevaban rifles y dispararon tres veces para lograr dos piezas: el cerdo de la noche anterior y un caballo con las rodillas rotas.

—¡Tráelos! ¡Tráelos! —gritó el que iba en el carro delantero.

—¡Échame una mano, maldito Mudo!

El primero lanzó una exclamación.

—Montague ordenó que esta semana cargaras tú. Cox no ha cambiado la orden. Yo no tengo gusanos en mi carga —dijo en son de mofa, haciendo girar el carro.

—Sabes lo que te pasará si derrochas combustible —dijo intencionadamente el que cargaba.

—¡Tú limítate a tu trabajo! —gritó el primero, con pánico en la voz—. No quiero oír amenazas tuyas. Puedo acabar contigo ahora mismo.

—Entonces tendrías que encargarte tú de cargar —le recordó el segundo lacónicamente, y luego añadió—: De todas formas, Cox dice que Montague murió.

—Él y su guardia —dijo uno que estaba a la orilla del río como si fuera una maldición—. Intentaron detenernos a Wilson y a mí cuando sacábamos a aquel chico mudo de la bodega. Dijeron que le dejáramos en paz. ¡Un podrido mudo! Montague estaba loco.

Luego quedaron en silencio y sólo se oyó el ronroneo de las máquinas y el ruido de los animales arrastrados por el barro.

Thea, oculta entre las cañas, apenas si se atrevía a respirar. Ella había visto Cloverdale después de que la saquearan antes de que Montague los hubiera organizado bajo el irónico grito de «¡Supervivencia!».

—Uno ya está —dijo el primero.

—Vete a la mierda.

De nuevo se hizo el silencio, hasta que el que arrastraba los animales lanzó un grito.

—¿Qué sucede? —preguntó el de los carros.

—¡Arañas de agua! —gritó el otro, aterrorizado—. ¡Docenas de ellas! —y de su garganta se escapó un horrible sonido.

Desde su escondite entre las cañas, Thea miraba la escena con ojos aterrorizados. Las arañas de agua no eran cosas a despreciar, incluso para ella. Miró entre las cañas que la rodeaban buscando aquellos duros y delgados cuerpos de largas mandíbulas provistas de veneno paralizador. Tres de ellas podían matar a alguien en menos de diez minutos. Si había docenas, no había posibilidad alguna de escapar.

Los gritos se habían acallado y pronto un cuerpo cayó sin vida, mientras las arañas le trepaban por la cara en dirección a los ojos. Thea apartó la vista.

Junto al río sonó un fuerte ruido de motor: el pirata de los carros conducía demasiado de prisa.

Thea esperó a que el cuerpo hubiera desaparecido de su vista dentro del río para salir de entre las cañas. Luego corrió a través del terreno de matorrales, sin dejar de mirar si había piratas cerca o arañas. Las rodillas le temblaban como si fueran de gelatina, pero el miedo la impulsaba a seguir adelante. Corrió desenfrenadamente hasta que estuvo en un terreno suficientemente alto; allí se detuvo y tomó aliento.

Había recorrido cerca de medio kilómetro en esos pocos minutos y había dejado un rastro muy claro sobre el barro. Pero eso no le importó; podría haberlo hecho cualquier animal y nadie lo investigaría. Pero la partida de caza significaba que los piratas estaban todavía por allí cerca, tal vez acampados. Tenía que apartarse de ellos o acabaría como la mujer de Chico. Así no. Se estremeció.

Imaginó que los piratas estarían acampados cerca del río, no muy lejos de Chico, de modo que se dirigió hacia el sudeste, manteniéndose siempre oculta entre los árboles. Los robles enanos habían desaparecido, pero los frutales, árboles más poderosos, habían aguantado la catástrofe. Thea sabía que si se veía obligada a ello podía subirse a los árboles e ir matando piratas uno a uno con su ballesta hasta que la mataran. Eso llevaría tiempo. Y ella necesitaba tiempo.

Hacia el mediodía había puesto varios kilómetros entre ella y los piratas. El río corría a sus pies, como una grasienta cinta irregular de lodo marrón. La última bifurcación del Sacramento estaba muriendo.

Fue entonces cuando encontró el silo. Había algunas granjas en las colinas, tal vez una de las antiguas comunas; habían construido un silo para almacenar sus granos y allí continuaba: desequilibrado, herrumbroso, pero entero y seco. Era un cobijo para la noche y tal vez una base de operaciones para un par de días. Sería un buen lugar al que volver después de sus exploraciones por las colinas para ver cuál era el mejor camino que tomar en dirección a la sierra de Gold Lake.

Le dio la vuelta con cuidado, buscando la puerta y la granja a la que en un tiempo debió pertenecer. La granja no existía. El silo era lo único que permanecía en pie allí, en donde en otro tiempo había habido una casa, un corral y una cuadra. Movió la cabeza y abrió la puerta.

Al momento siguiente retrocedía.

—¡Estúpida! ¡Estúpida! —gritó en voz alta—. ¡Estúpida! —Porque había un hombre en el silo, moviendo algo frente a ella. Comenzó a correr, colérica y frustrada.

—¡No! ¡No! —le siguió la voz—. ¡No huyas! ¡Espera! —La voz se elevó—. ¡Es mi brazo!

Thea se detuvo. Su brazo.

—¿Qué? —gritó a su vez.

—Es mi brazo. Me lo cortaron. —Las palabras producían un extraño eco contra las ruinosas paredes del silo—. La semana pasada.

Ella comenzó a retroceder hacia el lugar de donde procedía el sonido.

—¿Quién lo hizo?

—Los piratas. En Chico. —El hombre se estaba debilitando y sus palabras llegaban de forma irregular—. Me lo traje aquí.

Ella estaba en la puerta, mirándole.

—¿Por qué lo conservaste?

El hombre suspiró.

—Ellos buscaban a un hombre con un solo brazo. De modo que metí éste en mi chaqueta. Ya no puedo hacer nada sin ayuda —terminó.

—Bueno, mejor será que lo entierres —le dijo, echándole una mirada a aquella cosa.

Él la miró a los ojos.

—No puedo.

Thea le miró atentamente. Era unos diez o quince años más viejo que ella, tenía el cuerpo rechoncho, adelgazado por el hambre y el dolor. Su ancha cara estaba llena de arrugas y tenía una expresión lastimera. La ropa que llevaba estaba destrozada, pero se podía ver que había sido cara.

—¿Cuánto tiempo hace que estás aquí? —le preguntó ella.

—Creo que tres días.

—¡Oh…! —Por el estado del brazo debía de ser verdad. Ella señaló la herida—. ¿Cómo la sientes? ¿Infectada?

Él se estremeció.

—Creo que no. No mucho. Me pica.

Ella aceptó aquella respuesta por el momento.

—¿Adónde vas? ¿Has elegido algún lugar al que dirigirte?

—Intentaba internarme en las montañas.

Thea consideró la situación, y su primer impulso fue el de echar a correr, el de dejar a aquel hombre abandonado a su suerte. Pero vaciló. Gold Lake estaba lejos y sería difícil llegar allí.

—Tengo medicinas —dijo ella—. Puedes coger unas pocas. No todas, porque son mías y puedo necesitarlas. Pero puedo darte unas pocas.

Él la miró, perplejo.

—Gracias —dijo, torpemente, porque no estaba acostumbrado a decir aquella palabra.

—Tengo parapenicilina y algo de esporomicina. ¿Cuál prefieres?

—La penicilina.

—También tengo algunas tabletas ascórbicas para después —añadió ella, mirando atentamente la herida mientras penetraba en el silo. Allí había habido infección, pero ahora estaba limpia y la piel tenía ese color anaranjado del tejido regenerado—. ¿Eres zurdo?

—Sí.

—Qué afortunado.

Tras dejar la ballesta y quitar la flecha, la chica sacó su bolsa y la colocó cuidadosamente en el suelo, no demasiado cerca del hombre. Él conservaba un brazo sano y había admitido que era zurdo.

—¿Cuál es tu nombre? —le preguntó ella, mientras buscaba dentro de la bolsa.

—Seth Pearson —contestó él tras una ligera vacilación.

Ella le miró inquisitiva.

—En la etiqueta de tu cuello dice David Rossi. ¿Qué significa?

—No importa. Puedes llamarme por el que quieras.

Thea apartó la vista.

—De acuerdo. Así lo haremos, Rossi. —Ella le tendió un paquete, ajado, pero intacto—. Esto es la penicilina. Tendrás que comértela. No tengo jeringuillas. —Luego añadió—: Tiene un sabor horrible. Toma. —Y le tendió una barra corta y plana—. Carne de venado. Eso le quitará el sabor. —Ella colocó su bolsa entre ambos y se sentó en el suelo. Cuando el hombre logró morder la blanca barra, ella dijo—: Mañana me iré hacia el este. Puedes venir conmigo sí te tienes en pie. Más adelante nos encontraremos con un mal río y tendrás que nadar. Es rocoso y lleva mucha corriente. De modo que puedes pensártelo durante la noche. —A continuación, ella sacó otras dos barras de venado de la bolsa y se las comió en silencio.

El viento del norte les azotaba mientras caminaban; el sol era brillante, pero frío. La suave colina se fue haciendo más empinada y aminoraron la marcha; caminaban en silencio, sin apartar la mirada de los matorrales que cubrían la colina. A media tarde se encontraron caminando sobre los troncos caídos de altos pinos que se habían derrumbado víctimas de la contaminación. El polvo procedente de los árboles muertos flotaba alrededor de los caminantes, metiéndose en sus ojos y haciéndoles estornudar. Sin embargo, continuaron ascendiendo.

La marcha se fue haciendo cada vez más y más lenta, hasta que finalmente decidieron hacer un alto tras unos troncos. Rossi movió su brazo bueno y puso su destrozada chaqueta de forma que les protegiera del viento.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Thea cuando hubo recobrado el aliento—. Tienes mal color.

—Sólo un poco sofocado. Todavía…, todavía estoy débil.

—Bueno —dijo ella, mirando disimuladamente su muñón. Le estaba volviendo el color—. Ahora estás mejor.

Bruscamente, los pies del hombre resbalaron sobre el polvo y se agarró a ella para evitar la caída.

Ella dio un paso atrás.

—No vuelvas a hacer eso.

Mientras recobraba el equilibrio, él la miró con sorpresa.

—¿Por qué? —le preguntó amablemente.

—No me toques. —Se agarró a su ballesta en actitud defensiva.

Él se estremeció y en sus ojos asomó la preocupación. Luego su frente se despejó y dijo:

—No quería hacerlo. —Esas tres palabras estaban llenas de comprensión. Conocía el mundo en el que vivía Thea tan bien como ella.

Con una mirada de desafío ella se colocó la ballesta en el brazo, sin apartar los ojos del hombre.

—Puedo disparar esto con gran rapidez, Rossi. Recuérdalo.

Fuera lo que fuese lo que él iba a responder, no pudo hacerlo.

—Tira el arma —dijo una voz detrás de ellos.

Aparte de intercambiar rápidas y asustadas miradas, no hicieron nada más.

—Así está bien. —Se levantó el polvo y un hombre joven, vestido con un destrozado uniforme CD, se colocó frente a ellos, con un rifle entre los brazos—. Sabía que os cogería —dijo en voz alta para sí mismo—. Os he estado siguiendo toda la mañana.

Thea se acercó a Rossi.

—Tú vienes de Chico, ¿no? —dijo, señalando con su arma a Rossi.

—No.

—¿Y tú? —le preguntó a Thea.

—No.

Miró de nuevo a Rossi.

—Y tú…, Rossi, ¿verdad? ¿Seguro que no vienes de Chico? Oí decir que un tipo llamado Rossi fue muerto a la salida de Orland.

—No sé nada acerca de eso.

—Dicen que estaba intentando salvar a Montague cuando Cox se hizo con el mando. ¿Sabes algo de eso, Rossi?

—No.

El joven se echó a reír.

—Vamos, a mí no me mientas, Rossi. Miénteme y te mataré.

En la sombra, Thea colocó lentamente una flecha en la ballesta, manteniéndose tan fuera de la vista como pudo.

—Vas a matarnos de todas formas, de modo que, ¿qué importa que mienta? —le estaba preguntando Rossi.

—Escucha —comenzó a decir el hombre del CD—. ¿Qué es eso? —dijo, mirando con desconfianza a Thea—. ¿Qué estás haciendo? —Y lanzándose contra ella la agarró de un brazo, zarandeándola y haciéndola caer a sus pies—. ¡Hija de perra! —le dio una salvaje patada en la espalda.

Entonces, Rossi se interpuso entre ambos.

—¡Apártate! —gritó el joven.

—No. Si quieres que me mueva tendrás que matarme. —Y a continuación le preguntó a Thea, sin volverse—: ¿Te ha lastimado?

—Un poco —admitió ella—. En seguida me pondré bien.

—¿Es tu mujer? ¿Lo es?

Rossi se levantó lentamente, obligando al hombre del rifle a retroceder.

—No. Ella no es la mujer de nadie.

Al oír aquello, el hombre lanzó una carcajada sardónica.

—Apuesto a que lo necesita. Apuesto a que está verdaderamente hambrienta de ello.

Thea cerró los ojos para ocultar la indignación que sentía. Si la iban a violar, si iba a ser usada… Abrió los ojos cuando notó la mano de Rossi sobre su hombro.

—Intenta otra vez hacer algo así y será el fin, ¿comprendido?

—Sí —musitó ella.

—¿Y qué dirá Cox cuando vea lo que estás haciendo? —preguntó Rossi.

—¡Cox no dirá nada! —replicó el hombre del CD.

—De modo que has desertado. —Rossi asintió al ver la expresión de culpa que se dibujaba en el rostro del hombre—. Eso es una estupidez.

—¡Cierra el pico! —Se inclinó hacia él—. Vais a sacarme de aquí, a donde quiera que vayáis. Si alguien nos descubre, o somos capturados, voy a hacer que ambos parezcáis una carnicería. ¿Comprendido?

—Apestoso —dijo Thea.

Por un momento, los ojos del joven se inundaron de cólera; luego, le tomó la cara con una mano.

—No, todavía no. —Cerró aún más su garra—. Tú estás buscando eso, no vas a tener que suplicarlo mucho. Tendrás que sacarlo de otro, ¿entendido? —Luego miró a Rossi, desafiante—. ¿Entendido? —repitió.

—Déjala en paz.

—¿La quieres tú?

—Déjala estar.

—Muy bien —dijo con un ligero gesto. Dio un paso atrás—. Más tarde, ¿eh?, cuando hayas pensado en ello.

Rossi miró al hombre del CD.

—Estaré cerca, Thea. Llámame.

Mientras los dos hombres se miraban fijamente, Thea sintió fuertes deseos de huir de ambos, de buscar protección en el destruido bosque. Pero no tenía la menor oportunidad de escapar en una colina desnuda. Se encogió de hombros y se puso al lado de Rossi.

—Sería mejor que me escogieses a mí —dijo el hombre del CD en tono de burla—. Mi nombre es Lastly. Puedes llamarme así, hija de perra. No me llames de ninguna otra forma.

Ella no dijo nada. Se limitó a contemplar la colina.

Rossi habló en voz baja.

—No lo intentes ahora. En la cima estaremos más seguros y voy a retarle a una pelea.

Profundamente sorprendida, ella se volvió.

—¿De verdad? ¿Lo harás?

Él iba a responder, pero Lastly les separó.

—Nada de eso. No quiero susurros a mi espalda, ¿me oyes? Si tenéis algo que decir, lo hacéis en voz alta.

—Quería orinar —dijo Rossi.

Lastly rió irónicamente de nuevo.

—Oh, no. Nada de eso por ahora. No te permitiré dejar pistas, ¿comprendido?

Encogiéndose de hombros, Rossi prosiguió la marcha hacia los árboles.

—¿Qué ha sido eso? —Lastly volvió el cañón de su arma en dirección al sonido que había oído entre los matorrales.

Algo ululó entre los árboles. Un ruido aislado, terrible.

—Perros —dijo Rossi—. Están cazando.

Entre las profundas sombras los árboles parecían crecer juntos, rodeando a las tres personas que se movían en la oscuridad. El sonido se repitió, más cercano y agudo.

—Tenemos que salir de aquí —dijo Lastly, asustado—. ¿De acuerdo? Tenernos que buscar un lugar seguro.

Rossi levantó la cabeza y miró al cielo.

—Yo diría que aún tenemos otra hora de margen. Luego, lo mejor que podemos hacer es subirnos a los árboles.

—Pero si están podridos —protestó Lastly.

—Son mejor que los perros —le recordó Rossi.

Pero Lastly no le estaba escuchando.

—Había campamentos por aquí, ¿verdad? Tenemos que dar con ellos. Los perros no se adentran en los campamentos.

—Estás loco —dijo Rossi, desapasionadamente.

—Cállate. No quiero oírlo —el arma de Lastly se movió apuntando a Rossi.

—Entonces callaos los dos, —dijo Thea en voz baja—. Los perros van a oíros.

Todos se mantuvieron en silencio. Al cabo de unos momentos, Rossi dijo:

—Thea tiene razón. Si nos callamos podremos encontrar uno de tus campamentos a tiempo.

—Entonces, moveos —dijo Lastly, impaciente—. Vamos.

Había sido una cabaña de verano cuando la gente aún tenía cabañas de verano. Desde allí la vista había sido la de un bosque de pinos y un fértil valle. Ahora se elevaba en un claro rodeada de árboles podridos, sobre la contaminación creciente del río. Por extraño que resultara, las ventanas se hallaban aún intactas.

—Podemos quedarnos aquí —dijo Rossi después de darle la vuelta a la cabaña—, la puerta trasera está protegida, y podemos sacarla de sus goznes.

—Podemos entrar por la ventana —dijo Lastly, esperanzado.

—Si la rompemos, también podrán entrar los perros. La parte de atrás es segura. Podremos protegernos allí.

—Lo haréis vosotros dos —ordenó Lastly, señalando con el rifle hacia el porche trasero—. Y hacedlo rápido.

Mientras Thea y Rossi luchaban con la puerta, Lastly permaneció sentado a horcajadas sobre lo que quedaba de una cerca.

—Oye, ¿sabes lo que le hizo Cox a aquel mutante de Chico? Le arrancó la piel. Cox va a acabar con todos los mutantes…, ya lo verás.

—Sí —dijo Rossi mientras se afanaba en su tarea.

—¿Y sabes qué? Montague quería salvarlos. ¿Oíste algo de eso, Rossi? ¿Cómo es posible que alguien quiera hacer una cosa así? ¿Eeeeh? ¿Por qué un hombre auténtico iba a salvar a los mutantes?

Rossi no contestó.

—Te he hecho una pregunta, Rossi. Contéstame.

—Tal vez pensara que eran los únicos a quienes valía la pena salvar.

—¿Y tú, perra? ¿Salvarías a un mutante? —se balanceaba sobre la valla mientras movía el rifle.

Con una mirada de auténtico disgusto, Thea dijo:

—A mí, Lastly. Me salvo a mí misma.

—¿Te salvas para mí? Tengo algo para ti…

—La puerta está abierta —interrumpió Rossi, dejándola a un lado—. Ahora podemos entrar.

Los ratones habían penetrado en la casa, comiéndose los frutos secos y lo que había sido almacenado en la amplía cocina. Pero quedaban las latas, llenas de una comida que Thea apenas podía recordar. Había cacharros colgados de la pared, la mayoría de ellos estropeados, pero algunos aún aprovechables. El fuego era de leña.

—Mirad eso —dijo Rossi, mientras sus ojos recorrían los estantes y sus preciosos contenidos. Nos lo podremos llevar para después.

—Maldita sea, es perfecto —dijo Lastly—. Voy a comenzar a comerlos esta misma noche. Comida caliente, y un baño y todo lo que quiero. —Lanzó una malévola mirada a Rossi y Thea.

—El humo atraerá a los piratas —dijo Rossi con una sonrisa de astucia—. ¿Habías pensado en ello?

—Es de noche, Rossi. Ellos no vendrán aquí hasta mañana.

Thea se estaba paseando por la cocina.

—De todas formas, no hay madera. Esta mesa es de plástico.

Permanecieron en silencio por un momento. Luego, Lastly dijo:

—Ya has oído a la señora, Rossi. No hay madera. Irás a buscarla, ¿no es cierto? ¿No es cierto?

—Iré yo —dijo Thea, rápidamente.

—Oh, no.

—Pero él no puede hacerlo con una sola mano.

—Que lo haga poco a poco, perra.

—¿Y tú, Lastly? —preguntó Rossi—. Tú puedes hacerlo y tienes el arma.

—¿Para que os encerréis y me dejéis fuera con los perros? No soy un estúpido, Rossi. —Se movió alrededor de la mesa—. Eres tú, Rossi, el estúpido eres tú. —Se sentó en una silla—. Ahorra el aliento, porque serás tú quien salga a buscar la leña.

—No lo haré sin Thea.

Lastly soltó su familiar risita.

—La quieres para ti, ¿en? A ella no le gustaría. Ella quiere un hombre. No a ti.

Thea lanzó a Rossi una mirada suplicante.

—Deja que me encierre en la habitación de al lado. Luego podéis ir los dos.

—¡Muy bien! —dijo Lastly, inesperadamente—. La perra tiene razón. La encerraremos y nosotros traeremos la madera. ¿Rossi?

—Si es eso lo que deseas, Thea.

Ella asintió:

—Sí.

—¿Te veré después? —le preguntó él mirándola a los ojos.

—Así lo espero —respondió ella.

—Vamos, perra. Vamos a encerrarte. —La cogió por un brazo y la llevó casi a rastras a la principal habitación de la cabaña—. Ya está. Tu habitación —dijo, empujándola dentro—. Estarás caliente y cómoda mientras esperas. —Y luego cerró la puerta de golpe. Se oyó claramente a Thea cuando corrió el cerrojo.

Se sentó en la cama, en el centro de la habitación, mientras escuchaba cómo se alejaban los hombres. Le hubiera gustado huir de ambos, pero estaba cansada e indefensa sin su arma. Al cabo de un rato, acabó por quedarse dormida.

—Suponía que estarías preparada. Te dije que lo estuvieras —dijo una voz áspera sobre ella—. Sabías que volvería. —Fue arrojada bruscamente de espaldas y quedó paralizada por un repentino peso sobre su cuerpo.

Apenas despierta, Thea rechazó al hombre golpeándole con pies y manos en los lugares vulnerables.

—¡Quieta! —aulló Lastly, abofeteándola. Cuando Thea gritó, volvió a golpearla—. Escucha, perra. Tú eres para mí. ¿Pensaste que iba a dejar que un maldito amigo de los mutantes te tuviera? ¿Eh? —Le puso las manos a la espalda y ató sus muñecas con una cuerda—. Le dimos a él y a sus pervertidos una buena lección en Chico. ¿Oyes? —Luego ató la cuerda a las patas de la cama—. Esta vez me voy a divertir, ¿sabes?

Con un arrebato de auténtica furia, Thea se lanzó contra Lastly, enseñando los dientes y retorciendo las piernas.

—No, no lo hagas —rió Lastly. Esta vez su puño la alcanzó en la sien, y ella cayó atontada—. No me hagas pasar un mal rato, perra. Será mejor para ti. —Le ató con la cuerda el tobillo izquierdo, luego el derecho. Furiosa, Thea tiraba de las cuerdas.

»—No —dijo Lastly, acercándose—. Si vuelves a hacer eso, voy a hacerte daño. ¿Ves esto? —Acercó una navaja a su cara—. La encontré en la cocina. Está muy afilada. Si me causas más problemas, voy a hacerte unos cuantos cortes hasta que aprendas buenas maneras.

—No.

Sin hacerle caso, Lastly comenzó a cortarle la chaqueta. Cuando se la hubo quitado, continuó con los pantalones de cuero. Mientras se los quitaba, ella se retorció violentamente.

Inmediatamente, él se le acercó.

—Te lo advertí. —Le acercó la navaja al pecho—. Voy a arrancártelo, ¿sabes? —Presionó con más fuerza. La navaja mordió la carne—. No quiero que hagas más ruido, perra. Te estarás callada o te lo cortaré.

Ante aquel súbito y agudo dolor, sus membranas nictitantes se cerraron sobre sus ojos.

Y entonces Lastly lo vio.

—¡Mutante! ¡Mierda! ¡Puerca mutante! —Había un cierto tono de triunfo en su voz. Ella gritó cuando él le arrancó el trozo de carne. La sangre se extendió por su pecho.

Con un grito, Lastly se bajó los pantalones hasta las rodillas y con un rápido movimiento se colocó sobre ella. Penetrando cada vez más profundamente, riéndose, decía:

—¡Mutante de Montague! ¡Voy a destrozarte…! —Luego se echó hacia abajo y le mordió el pecho sano.

En aquel momento ella gritó.

—Lo has vuelto a hacer, mutante. Esta vez será con los dientes. —Y la mordió en la boca.

Un momento después estaba separado de ella e iba a dar violentamente contra la pared.

—¡Asqueroso…! —Rossi, que le había asido por el cabello, le golpeó de nuevo contra la pared. Se oyó claramente un crujido y Lastly se desplomó.

Luego se dirigió hacia la cama.

—Oh, Dios mío, Thea —dijo suavemente—. Nunca creí que pudiera pasar esto. —Se arrodilló junto a ella, sin tocarla—. Lo siento. —Era como si estuviera suplicando al mundo entero. La desató suavemente hablándole mientras lo hacía. Una vez desatada, ella se arrebujó en la cama y comenzó a llorar en silencio, con unos sollozos que la sacudían toda entera.

Finalmente se volvió hacia él, con los ojos inundados de vergüenza.

—Te quería a ti. Te quería a ti —dijo, y se dio la vuelta.

Él se levantó vacilante.

—No tengo más que un brazo y han puesto precio a mi cabeza.

—Te quería a ti —repetía ella, sin atreverse a mirarle.

—Mi nombre —dijo él en voz muy baja— es Evan Montague. —Y esperó, apartando de ella la mirada.

Entonces sintió una de las manos de la mujer sobre la suya.

—Te quería a ti.

Se volvió hacia ella, sosteniendo su mano, sin atreverse a tocarla. Ella le atrajo junto a sí, pero siguió dándole la espalda.

—Me hirió —dijo temblorosa.

—He intentado salvar a todo el mundo y ni siquiera he podido salvarte a ti —murmuró amargamente. La miró, miró sus pechos ensangrentados, su rostro cortado—. Voy a traerte tu medicina…

—No —dijo ella, asiéndose a su mano desesperadamente—. No me dejes.

Él se sentó junto a ella con lo que debía ser una sonrisa, sosteniendo su mano, mientras ella temblaba y su sangre se secaba, hasta que oyeron el sonido de unos motores.

—Deben estar buscándole. O a mí —dijo Montague.

Ella asintió:

—¿Tenemos que irnos?

—Sí.

—¿Qué sucederá si nos quedamos?

—Me matarán. A ti no, aunque… Eres una mutante, ¿verdad?

Ella comprendió y tembló espasmódicamente.

—No se lo permitas. Mátame. Mátame, te lo pido por favor.

El terror de su cara le asustó. Se llevó sus dedos a la boca y los besó.

—Te lo prometo, Thea. —Luego rectificó—. No. Nos iremos de aquí. Viviremos cuanto podamos.

En aquel momento, Lastly murió, con la cabeza situada en un ángulo extraño.

—Vamos —dijo Montague.

Con esfuerzo, Thea se puso en pie, cogiéndose a su brazo hasta que se le pasó el mareo.

—Necesito ropa.

Él buscó por la habitación y se dirigió a un armario. Estaba lleno de ropa de niño, pero Thea era lo suficientemente pequeña como para poder ponerse algunas de las prendas. Con determinación, se puso unos pantalones, pero no logró introducirse ninguna camisa o chaqueta.

—No puedo —murmuró.

—Sssss… —dijo él. El ruido de los motores se había acercado.

—¿Qué hora es? —preguntó ella.

—Temprano. Por el este el cielo todavía está gris.

—Tenemos que irnos. Mi bolsa…

—Déjala —dijo él bruscamente—. Ni tú ni yo podríamos llevarla.

—Mi ballesta…

—Está en la cocina. Ponla en mi brazo. Si la preparas, podré disparar. —Se colocó una chaqueta bajo el brazo—. Luego vas a necesitarla.

El sonido de los motores aumentó.

—Creí que éste era el camino —dijo irónicamente—. Estaba loco. —Se dirigió a la ventana y la abrió—. Este camino. Y directo a los árboles.

—¡Evan! —gritó ella, mientras el frío aire de la mañana rozaba las heridas de su pecho—. ¡Evan!

—¿Puedes hacerlo? Tienes que lograrlo —dijo él mientras se ponía a su lado.

—Sí. Pero despacio.

—Muy bien. —La tomó de la mano sintiendo sus dedos y la ballesta calientes bajo el aire frío de la mañana—. Iremos despacio un rato.

Mientras ascendían hacia el bosque muerto, los sonidos de los motores se hacían más fuertes tras ellos, acallando el ruido que hacían al huir y ahuyentando a los perros salvajes, que se sumían en la fría y gris luminosidad que precede al amanecer.