Tras llevar un mes en Nueva York, a Sylvia le parecía que todos sus actos eran parte de un sueño. Contempló a su entrevistadora, sentada al otro lado del escritorio, una tal señora Vedicchio, y se fijó en su hermoso cabello blanco recogido en lo alto de su cabeza, como un montón de crema batida.
—Nueva York no es Oregón —dijo la señora Vedicchio, como si en eso consistiera todo el sutil malentendido que había entre ambas. Sylvia asintió. Era su tercera entrevista laboral del día y estaba pensando en su propio cabello, que le parecía fláccido y pesado, como si estuviera hecho de arcilla. En cierto sentido, así era; se llamaba Clay de apellido.[14] Sylvia Clay, ésa era ella—. Quizá si estuviera graduada en algo —siguió diciendo la señora Vedicchio—, o si tuviera algunas referencias locales… Las posiciones administrativas en la paternidad y la primera infancia son muy difíciles de hallar hoy en día.
Sylvia asintió de nuevo y sonrió, imaginándose que comía el blanco cabello de la señora Vedicchio con una cuchara.
Mientras caminaba en dirección a la estación del metro de la calle Ciento dieciséis, estuvo pensando en cabellos e hizo una lista mental de algunas cosas, Oregón aparte, que no tenían igual en Nueva York. En enero no hacía calor, y ahora estaban en ese mes. Tampoco había una suave fragancia en el viento. No estaba en el triásico, el jurásico o el período cretácico de la era mesozoica (todo eso venía de un libro ilustrado sobre dinosaurios, que había comprado para Madeline hacía una semana). Se quedó inmóvil en el andén del metro y miró su reloj, pensando en cuánto faltaba para que Maddy saliera de la escuela. Pensó en Maddy y contempló los ojos amarillentos del tren que se aproximaba, y pensó en el ruido, que se parecía al aullido de una bestia. Imaginó que era una bestia, un anquilosauro acorazado, sus duros flancos rascando la pared del túnel mientras cargaba sobre su presa. Cerró los ojos y todos sus pensamientos se convirtieron en imágenes mentales: convoyes del metro, ventiscas de nieve, cabellos blancos, dinosaurios, flores silvestres. Entonces el andén se inclinó sesenta grados y Sylvia cayó a las vías.
Los infortunios parecían ser el modo de vida habitual para Sylvia en Nueva York. Había perdido autobuses y algunas balas habían pasado silbando junto a ella en la calle. Ésta, sin embargo, era la primera vez que estaba en una ambulancia. El ruido de la sirena era horrible. Logró sentarse e intentó explicar que se encontraba perfectamente, que no tenía nada aparte de unos cuantos arañazos y morados, pero el enfermero le dirigió un par de melodiosos «No, no», y la obligó suavemente a tenderse de nuevo en la camilla. La ambulancia siguió su carrera ululante. Una vez en el hospital, la enfermera de recepción insistió en que la examinaran, y aunque Sylvia podía recordar cómo había logrado apartarse de las vías sin sufrir daño alguno, empezó a preguntarse si después de todo el tren no la habría golpeado en vez de sentirlo resbalar junto a ella como una chirriante nube negra. Presa de un pánico repentino, empezó a contar los dedos de sus manos y pies.
—Me siento ridícula —le dijo al médico, abriendo los ojos como platos—. ¿Es un síntoma de algo como la conmoción el sentirse tan completamente absurda?
Estaba sentada en una zona de espera, sorbiendo té en un vaso de cartón, cuando llegó Richard. Se quedó inmóvil ante ella, las manos en las caderas, el abrigo sin desabotonar y la bufanda inmaculadamente arrollada en su cuello.
—¿Qué ha ocurrido, Syl? —le preguntó.
Ella intentó bromear.
—No puedo conseguir un trabajo sin la preparación adecuada. Lo único que intentaba era encarrilar el asunto. —Él la contempló en silencio—. Estoy bien —dijo ella—. No fue nada, de veras. Dentro de un minuto iré a por Maddy. Ni tan siquiera tendrían que haberte llamado. Pero me alegro de que estés aquí…; es decir, si es que no te has molestado por ello. Espero que no estuvieras haciendo nada importante.
—No mientras tú estés bien y entera —contestó—. Maddy y yo nos lo pasaríamos muy mal si te ocurriera algo. Te encuentras bien, ¿verdad?
—Sí, Dick. —Ahora ya se había acostumbrado a la nueva jerga burocrática que utilizaba. Se dijo que era sólo una forma superficial de hablar y nada más, como si hubiera adoptado el acento y el idioma de una tierra extranjera. Se levantó y se puso el abrigo—. Para ser una esposa, me encuentro perfectamente.
—Bien. —Él dio una rápida palmada, como si estuviera terminando algún negocio—. En la oficina no esperan que vuelva. Iremos a por Maddy, luego comeremos en algún sitio y dedicaremos la tarde para que te recuperes. —Hizo una breve pausa—. Es decir, si te parece bien. No deseo entrometerme en tus cosas.
—Claro que no —dijo ella, sonriendo.
Él asintió con expresión seria y se adelantó para abrirle la puerta.
Sylvia solía sentirse pequeña en las calles de Nueva York. Era algo relacionado con la altura de los edificios y la densidad del gentío. Para empezar ya era pequeña: no llegaba al metro sesenta de estatura. Cuando se encontraba entre la gente tenía la impresión de estar perdida.
Avanzaba por la acera, mientras que Dick la precedía. Desde que se habían puesto en movimiento, sus pasos habían cambiado y ahora caminaba con premura. Visto desde atrás, hacía pensar en los anuncios de lociones para después del afeitado. Corrió hasta su lado y le cogió del brazo; cuando se volvió a mirarla se dio cuenta de que era un desconocido. Sylvia retrocedió un paso, confusa, sin habla. El hombre la miró un segundo y siguió caminando, y durante ese segundo le pareció que cualquiera entre una docena de espaldas corpulentas, que se alejaban de ella caminando por la calle, podía ser la de Dick. Entonces le vio. Le cogió del brazo con tal fuerza que él la miró, sorprendido.
—¿En qué estás pensando? —le preguntó.
Ella meneó la cabeza. No estaba pensando nada que pudiera expresar con palabras. Mientras andaban juntos por la acera, se imaginó un braquiosaurio sumergido hasta sus flancos en el East River, con el cuello extendido, mordisqueando delicadamente las plantas en la terraza de un apartamento.
Dick esperó fuera mientras Sylvia hablaba con la profesora de Maddy.
—Estoy preocupada por Maddy —dijo Sylvia—. Desde que vinimos aquí ha estado muy callada, como triste.
La profesora se apellidaba Brown: era negra, entrada en carnes y tenía casi sesenta años. Llevaba un vestido de algodón estampado, con minúsculos patitos amarillos sobre fondo verde.
—No debe preocuparse, señora Clay —le contestó con una ancha sonrisa—. Su chiquilla se encuentra perfectamente. Vaya, según los paradigmas de normalidad aceptados por el moderno pensamiento pedagógico, está avanzando en línea recta hacia la autoactualización de un modo óptimo… El año que viene quizá pensemos en la posibilidad de poner en acción algunos refuerzos de proximidad en el módulo matinal, pero entonces tendrá una nueva facilitadora. Ya no formará parte de mis polluelos.
Esto era algo en lo que Sylvia había estado pensando mucho, si es que en los últimos días todavía era capaz de pensar en algo.
—Lo único que deseo es saber si se encuentra bien —dijo—. Sé algo sobre niños, sé lo que es bueno y lo que no. Cuando vivíamos en Eugene organicé grupos de padres y cooperativas para cuidar niños. Vi cómo actuaba Maddy con los demás niños. Sé que…
—Oooeee —exclamó la profesora—. Desde luego era usted importante, señora Clay. ¿Ha dicho que eso era en Eugene?
—Eugene. Oregón.
—¿Está en los Estados Unidos? —Riendo, posó firmemente su mano entre los omoplatos de Sylvia y la empujó hacia la puerta—. Su pequeña se está adaptando estupendamente a la nueva escuela. No se preocupe. ¿Me ha oído? Anda, Maddy, ven aquí. Tu mami está esperando.
Una vez fuera. Maddy echó a correr hacia los brazos de su padre. Éste la levantó por el aire, y luego la bajó hasta el nivel de sus ojos.
—¿Cómo está hoy mi calabaza? ¿Cómo anda mi pequeña?
Maddy abrió los labios y señaló su cuello con el dedo.
—Pronto —dijo él—. Esta noche comeremos en un chino. Yum. En un restaurante. ¿Qué te parece eso?
Ella asintió enfáticamente, luego le dio un rápido abrazo y empezó a removerse para que la bajara. Siempre habían estado muy cerca el uno de la otra. Sylvia se ajustó el abrigo un poco y se abrochó el último botón del cuello. Había empezado a nevar.
Bajaron por la calle Setenta y tres. Maddy se les adelantó corriendo y les esperó en la esquina.
—En Eugene nunca se portaba así —dijo Sylvia—. Me preocupa.
—Está perfectamente —dijo Dick. Cuando llegaron a la esquina, se tapó la cabeza con el periódico. Maddy le hizo señas para que se agachara y le acarició la mandíbula, agitando luego sus dedos regordetes. Dick se rió—. Ya te lo he dicho mil veces. Me afeité porque nos fuimos a Nueva York. Los hombres no llevan barba en Nueva York.
La cogió de la mano y empezaron a cruzar la calle.
—Esperad a que se ponga verde —gritó Sylvia, y luego empezó a cruzar también.
Un taxi apareció rugiendo por el cruce. Sus frenos chirriaron y el vehículo patinó, rociando la calzada con una negra lluvia de fango, esquivándola por unos centímetros.
Al final del período cretácico, hace unos 100 millones de años, el océano Ártico y el golfo de México estaban conectados por un vasto mar de poca profundidad, que dividía en dos América del Norte.
—Mira esto, Maddy —dijo Sylvia, con el libro abierto en su regazo. Había un diagrama mostrando el este y el oeste de América del Norte divididos por una cinta de agua, como si una gran lengua hubiera lamido el continente desde Corpus Christi hasta Tuktoyaktuk, en la bahía Mackenzie. Si Colón hubiera zarpado hace cien millones de años, si ahora estuviéramos en esa época, hace cien millones de años, tendría que haber cruzado ese océano para llegar a Nueva York. Probablemente, sería gente que hablaba diferentes idiomas, visitantes de una tierra extranjera—. ¿Maddy?
Se había dormido sobre la alfombra junto a su casa de muñecas.
—Yo me encargo de ella —dijo Sylvia, aunque Dick no se había movido de su sillón.
Parecía clavado ahí, con los impresos de impuestos amontonados a sus pies, sobre su regazo y en la mesita del café que tenía al lado. Se imaginó a un paleontólogo del futuro trabajando con la piqueta y el cepillo para extraer sus restos fosilizados del sillón, quitando con terrible paciencia resmas enteras de impresos petrificados del Servicio Interno de Impuestos: una tarea imposible y desesperada.
Acostó a Madeline y luego volvió al sofá; se sentó en él con los pies recogidos bajo el cuerpo. El libro seguía abierto en la misma página. Fue siguiendo el diagrama del mar interior con la punta del dedo, y luego miró la ilustración de la página siguiente, cómo el artista había imaginado la escena. Los brontosaurios chapoteaban en los bajíos, masticando las ramas más altas de las palmeras gigantes. Pteranodontes con una cresta en la espalda se deslizaban por encima de las tranquilas aguas pizarrosas sobre alas que tenían aspecto correoso, y medían casi cuatro metros de largo.
—Me gustaría que no pasaras tanto tiempo leyendo esas cosas, Syl —dijo Dick—. Debemos encarar definitivamente nuestra nueva vida aquí. Si tanto deseábamos plantas y animales, podríamos haber buscado un lugar en los suburbios, en Scarsdale o White Plains.
—Lo siento.
Cerró el libro y lo dejó a un lado. Después de todo era sólo un libro ilustrado para niños y estaba cansada: el día había sido muy largo. Sus manos deseaban abrirlo de nuevo, así que las dejó sobre su regazo y contempló cómo Dick vaciaba su pipa en el cenicero. Sintió deseos de que hiciera el calor suficiente para abrir la ventana. En su casa de Eugene le gustaba el olor del tabaco, pero en este apartamento le resultaba asfixiante. Se preguntó si eso tendría algo que ver con el tamaño de las habitaciones, o si era alguna incompatibilidad básica del humo con el aire de Nueva York, que poseía un sabor y una densidad totalmente propios.
—¿Por qué estamos aquí? —preguntó.
—Perdona, ¿cómo dices? ¿En este planeta? ¿O en esta habitación?
—No sé en qué estaba pensando. —Su mano se agitó en el aire vagamente—. Lo siento. Estás ocupado.
—No. —Él dejó a un lado el papel que había estado leyendo y la miró—. Durante las últimas semanas no hemos mantenido al día nuestro inventario emocional, ¿verdad? —le preguntó—. ¿Qué tal te ha ido?
—Supongo que bien. Un poco enloquecido. Da la impresión de que no consigo mantener los pies en el suelo.
La frase del año. Los dinosaurios de mayor tamaño, según se creía, tenían dos cerebros, uno en la cabeza y otro en la base de sus colas. Sylvia tenía la sensación de poseer media docena o más, cada uno luchando con los otros, todos gritando descompasadamente. Apoyó la cabeza en los cojines del sofá y cerró los ojos.
—Supongo que, estando aquí, es lógico esperar cierta reestructuración de nuestra experiencia cotidiana. ¿Has tenido suerte en tu caza del trabajo?
—No. —Meneó la cabeza de lado a lado sin levantarla del cojín—. No hay suerte, no hay promesas, no hay esperanza. No, no, no.
Sintió un estremecimiento, mezcla de mareo y cansancio.
—Espero que no permitirás que ese incidente del metro tenga una influencia negativa sobre tu actitud en cuanto a vivir aquí.
—No se trata de eso. Es…
Su mente estaba vacía. Abrió los ojos y miró al techo, las grietas del yeso visibles a través de la nueva capa de pintura blanca. No le salía ni una sola palabra.
—A veces —dijo él, y en su voz había algo que la impulsó a mirarle—… a veces debes dejar de ser un poco tú misma para poder ser tú misma aquí, tú misma en Nueva York. No es lo mismo, psicológicamente hablando.
—Te quiero no importa donde estemos —contestó ella.
Apoyó de nuevo su cabeza sobre el cojín y cerró los ojos. Tendría que irse a la cama, pensó, o de lo contrario se quedaría dormida aquí mismo. Le oyó remover sus papeles, volviendo a concentrarse en ellos.
—Encontrarás un trabajo —dijo él—. Siempre hay un mercado para los expertos en algo. Y a largo plazo creo que te gustará vivir en Nueva York. Es un lugar emocionante. Vivo.
Sylvia sonrió, asintiendo. También ella pensaba de vez en cuando que Nueva York estaba vivo, que era un enorme y perezoso animal de asfalto y piedra, y que, lenta pero implacablemente, les estaba dirigiendo a todos. Deseó decirle a Dick lo acertado que estaba.
—Me pregunto qué sabría de ti si pudiera leer en tu mente —dijo él.
—Me pregunto qué sabría yo de mí —murmuró ella.
Sylvia despertó en la oscuridad. Sintió que Richard se incorporaba en el lecho junto a ella. Lanzó un grito que parecía se debía más a la pérdida que al dolor, un sonido aterrorizado y lleno de angustia. Se irguió y extendió el brazo poniendo su mano en la nuca de él. Pronunció su nombre. Él volvió a gritar, esta vez no tan alto, y luego se derrumbó como un saco en la cama.
—¿Otra vez? —murmuró un instante después.
Ella asintió, comprendiendo casi en seguida que estaba demasiado oscuro para que él pudiera ver su gesto.
—Sí.
Era la tercera vez en las últimas cuatro noches.
—No pasa nada —farfulló él, dándose la vuelta y apartándose—. No te preocupes.
Apartó su mano en una sacudida y, cogiendo la almohada, se la apretó contra el estómago.
A veces tenía la sensación de que le conocía tan bien como a ella misma. Mejor, quizá. Pero a veces se descubría observándole con suspicacia, preguntándose si iba a metamorfosearse en algo totalmente inesperado, imaginando que quizá despertara alguna mañana junto a una piedra, un pájaro o un cuaderno de notas.
—¿Richard? —le llamó en voz baja.
Ya estaba dormido.
El informe meteorológico pronosticaba una jornada bastante fría. Sylvia dejó las ropas de Maddy sobre el sofá (pantalones gruesos, jersey cuello de cisne) y fue a preparar el desayuno. Cuando tuvo preparadas las gachas, Maddy ya estaba vestida y jugaba en el suelo de la sala con su muñeca. La hacía volar trazando ochos por el aire, emitiendo zumbantes ruidos de motor y riendo. Una vez en la mesa, la puso junto a su plato mientras comía.
—Va a ser un día frío —dijo Sylvia, como si hablara consigo misma—. Parece que tenga ganas de nevar.
Maddy miró a su muñeca con el rostro de tela y la sonrisa idiota, meneando luego la cabeza en un gesto lento y triste. La muñeca, con la mano de Maddy a su espalda, la acompañó en un gesto idéntico.
Dick salió del dormitorio metiéndose los faldones de la camisa en el pantalón. Luego se instaló a la mesa, lleno de buen humor y energía.
—Tienes que establecer prioridades en tu vida —dijo, golpeando la mesa con el puño—. Tienes que saber lo que quieres y cogerlo.
Extendió la mano hacia Maddy, dándole un pellizco en la mejilla, y ella se rió.
Maddy y Dick se fueron al mismo tiempo. Sylvia recogió los platos y salió unos minutos después. No le gustaba estar sola en el apartamento. Se sentía inquieta, pese a las ventanas bien protegidas y el cerrojo especial. En lo más hondo de su mente la protección implicaba la necesidad de protegerse, y ello, a su vez, llevaba implícito el peligro. Los cerrojos y los barrotes la hacían sentirse como un suculento pedazo de carne, una nuez madura lista para que rompieran su cáscara.
Se detuvo en la cafetería de la esquina, como hacía cada mañana, y pidió una taza de té. La sostuvo con las dos manos, sintiendo el calor en sus palmas, y contempló el líquido. Vio formas en el vapor que desprendía, animales que se alzaban sobre sus patas traseras, extraños pájaros en pleno vuelo. Cerró los ojos y sintió que flotaba con el vapor, como un pájaro ascendiendo en una columna de aire cálido.
En la esquina de la calle Setenta y uno y la Segunda Avenida había un hombre inmóvil. Era joven, no tendría más de veinte años. Iba mal vestido y no llevaba calcetines, aunque el día era frío. Su piel estaba muy pálida por encima de la media barba negra que apuntaba en sus mejillas.
—¡En nombre de Dios! —gritaba a los transeúntes—. ¡En nombre de Dios! —Sylvia se detuvo a mirarle. Otros apartaban la vista al pasar junto a él—. ¿Qué le ocurre a todo el mundo? —gritaba, balanceándose primero sobre un pie y luego sobre el otro, a punto de perder el equilibrio a cada oscilación—. ¿Por qué nadie ayuda? ¿Qué está pasando aquí?
Y empezó a llorar.
—Yo le ayudaré —dijo Sylvia, a unos pasos de él, no atreviéndose a estar más cerca—. ¿Necesita comida? ¿Dinero? ¿Está…? ¿Qué puedo hacer?
A cada pregunta, él intentaba hablar y luego meneaba la cabeza. Sylvia se sintió incómoda. Fue hacia él y le cogió del brazo, sacudiéndolo suavemente, sorprendida al sentir su delgadez bajo la manga.
—¿Necesita un médico? Sólo tiene que mover la cabeza. Aquí cerca hay un restaurante. ¿Quiere que le pague algo de comer?
Tenía la sensación de ser una suplicante, como si ella estuviera aún más indefensa que él, agitando ahora la mano para que le dejara en paz. Encontró un billete de diez dólares en su bolso y se lo metió en el bolsillo.
—Rápido —dijo él—. ¿Cómo se siente?
—¿Qué?
Ella dio un paso hacia atrás.
—No piense. Maldita sea, lo está perdiendo. —Sacó un bolígrafo y un maltrecho cuadernillo de un bolsillo interior—. ¿Cuáles eran sus sensaciones al darme el dinero? ¿Qué tal la culpabilidad? ¿Diría que se sentía muy culpable, bastante culpable, moderadamente culpable o nada en absoluto…?
Sylvia le quitó el cuadernillo de entre los dedos y lo arrojó a la calzada. El cuadernillo se desvaneció bajo el torrente de coches. Vio cómo unas cuantas páginas sueltas revoloteaban alejándose por la calle; luego le dio la espalda y empezó a alejarse.
—¿Por qué ha hecho eso? —gritó él con voz quejumbrosa a su espalda—. ¿Por qué diablos ha hecho eso?
Cuando llegó a la siguiente esquina, él estaba chillando a pleno pulmón.
—Intenta recobrar tus diez pavos, puta.
Eran las diez y cuarto; su cita para una entrevista con la Agencia para el Cuidado Infantil de la ciudad era a las once. Se detuvo antes en su banco, y entregó al empleado su libro de cheques y su identificación. Él se quedó mirando su permiso de conducir de Oregón.
—Sólo llevamos aquí un mes —le explicó. Sus ojos fueron de la foto que había en el permiso a su rostro, y luego volvieron al permiso—. ¿Sigo siendo yo? —le preguntó, sonriendo.
Él empujó el dinero hacia ella por encima del mostrador. La miraba como si fuera capaz de ver la pared que había a su espalda, como si no estuviera allí.
Salió del banco a las once y cinco. Al principio, pensó que su reloj se había adelantado media hora. Golpeó el cristal con el dedo y luego volvió a entrar en el banco. El reloj que había en la pared y el suyo estaban totalmente de acuerdo: las once y cinco: ahora las once y seis. Era imposible. Sabía que había estado en el banco quizá unos diez minutos, quince como mucho. Se quedó inmóvil, mirando alternativamente los dos relojes, intentando reconciliar sus recuerdos con la inflexible realidad de la hora.
Una vez fuera, caminó lentamente por la Segunda Avenida, intentando pensar. Pasó junto a una cabina de teléfonos y miró su reloj. Ya llevaba diez minutos de retraso. No se le ocurría ninguna excusa, nada que pudiera decir. La oficina se encontraba en el ayuntamiento de la calle Church, en la punta sur de Manhattan, un trayecto de veinte minutos en taxi. Empezó a caminar más de prisa, como si pudiera cubrir las noventa y cuatro manzanas a pie, como si pudiera llegar diez minutos antes del momento en que había salido. No se dio cuenta de que habían tendido una cuerda amarilla entre las calles Sesenta y seis y Sesenta y siete, apenas vio al obrero que estaba en pie en la calle, tampoco oyó el leve ruido del cable que chasqueaba cinco pisos más arriba. Sin embargo, todas esas señales se juntaron en algún lugar de su mente, y se detuvo justo cuando caía el piano.
Era un Steinway de concierto precioso, totalmente hecho de ébano. Cayó de cinco pisos en un segundo y medio, estrellándose en el suelo con un acorde locamente torturado y un chasquido lunático. Durante un instante el aire pareció estar lleno de pedazos de madera y alambre que volaban, y luego todo se quedó inmóvil, y Sylvia seguía allí, intacta, con los restos del piano esparcidos a su alrededor.
El obrero había caído en mitad de la calle. Se puso en pie y fue tambaleándose hacia ella, agarrándose el hombro. Tomó asiento sobre la destrozada caja del piano, moviendo su cuerpo con tanta cautela como si se tratara de una delicada y valiosa herencia.
—¿Se encuentra bien? —le preguntó Sylvia.
Él miró bajo la mano que seguía apretando contra su hombro y se encogió levemente.
—Ni mal ni bien —dijo—. Jeanie…, mi hija pequeña, le sacaron la muela del juicio el miércoles, y ahora tiene que sorber líquidos con una paja, y se está quejando todo el rato. A mi mujer la está volviendo loca. Y Billy, es el segundo, me escribe desde la universidad que necesita doscientos dólares para entrar en una fraternidad. Yo pienso que con doscientos dólares debería olvidarse de la fraternidad y buscar algo de amor, pero supongo que para eso están los hijos. ¿Y usted?
—No lo sé —dijo Sylvia—. Esta ciudad… me ha estado haciendo algo raro. Nos lo ha estado haciendo a todos, a mi esposo, a mi hija y a mí.
—Ese algo… ¿podría ser un poco más precisa?
—No lo sé. No lo sé.
—Sí —dijo él, asintiendo pensativamente—. Recuerdo que dijo lo mismo hace un instante.
—Todo es muy extraño y no para de cambiar —prosiguió ella—. Todo está relacionado con la incertidumbre y con…
—¿Y?
—El cambio. He estado pensando mucho en el cambio.
—Tengo quince centavos —le dijo él.
Una mujer salió del pequeño restaurante que había al otro lado de la calle.
—He llamado a una ambulancia —les gritó—. Estarán aquí dentro de un minuto. No se muevan. Estarán aquí ahora mismo.
—Tengo que irme —le dijo Sylvia al obrero—. Ayer descubrí que no me gustan nada las ambulancias.
—Es bueno descubrir algo nuevo cada día —contestó el obrero. Parpadeó, mirando a su alrededor como si viera el piano destrozado por primera vez—. Ahí han ido a parar las alas de la canción.
—Me gusta usted —dijo ella—. Es la primera persona de aquí que me gusta.
Él se encogió de hombros.
—Tarde o temprano acabará encontrando de todo en esta ciudad. Todo está aquí.
Richard llamó para decir que llegaría tarde a cenar.
—Por cierto —le dijo—, se me olvidó mencionarlo esta mañana. Me gustas con el pelo rubio.
—Soy rubia, Dick. Siempre he sido rubia.
—Ah. —Una pausa—. Bueno, no he dicho que no lo fueras.
Cuando Sylvia fue de puntillas hasta la puerta para echar un vistazo, encontró a Maddy jugando con sus muñecas. Había adquirido la costumbre de acercarse silenciosamente a la habitación de Maddy, casi con cautela, esperando sorprender a su hija en alguna conversación disimulada. Ahora, de pie ante el umbral, sintió cierta vergüenza.
—Ven, cariño —le dijo—. Te leeré un libro.
Maddy se quedó quieta, una muñeca en cada mano, y frunció el ceño ante el esfuerzo de tomar una decisión. Luego meneó la cabeza: no.
—Tu nuevo libro de dinosaurios —dijo Sylvia. Maddy no se tomó la molestia de responder; ya había emitido su opinión al respecto—. Si cambias de parecer estaré en la sala.
Sylvia tomó asiento en el sofá y leyó sobre la extinción de los dinosaurios. Según el libro, era un misterio que nadie podía explicar adecuadamente. En un momento dado del tiempo geológico cubrieron la tierra y llenaron el cielo con toda su grandiosa gloria de reptiles, y al instante siguiente ya habían desaparecido, todos y cada uno de ellos, casi antes de que las rocas pudieran darse cuenta de ello. Sylvia empezó a entristecerse leyendo todo eso, y pasó las páginas para volver a las primeras imágenes, los estegosaurios que avanzaban lentamente por entre las densas selvas, y los pteranodontes que se deslizaban por un cielo rosa y carente de nubes, mecidos en sus enormes alas membranosas. Leyó hasta que llegó el momento de empezar con la cena, y dejó el libro a un lado con cierta reluctancia.
Mientras cortaba la lechuga encima de la madera que había puesto sobre el fregadero, estuvo pensando en el cambio y en algunas de sus clases: la variación de los colores que tenían lugar bajo sus párpados de noche, los cambios en la distancia y el tiempo. El largo cuchillo le hacía guiños, oscilando sobre su punta. Richard y Madeline estaban cambiando, y ella tenía que cambiar también, o moriría al igual que los dinosaurios. Se preguntó qué clase de fósil dejaría tras ella. Se preguntó si Richard la conservaría en su recuerdo, y con qué color de pelo, y si su foto seguiría pegada a la pared de Maddy.
Bajó la vista. Había cortado la lechuga en pedacitos tan minúsculos que no se le ocurrió modo alguno de utilizarlos.
Dejó el cuchillo sobre la madera de trinchar y fue a la habitación de Maddy.
—¿Quieres jugar a la casa? —Maddy sonrió, asintiendo. Siempre estaba ansiosa de participar en ese juego. Sylvia se arrodilló junto a ella y le acarició el cabello. Maddy le puso entre los dedos una muñeca con un ademán impaciente, como para decir que éste no era momento de mimos tontos. Sylvia hizo caminar la muñeca hasta la pared frontal de la casa de muñecas, que Dick había construido en Eugene utilizando clavos y trozos de madera—. ¿Hay alguien en casa? —preguntó con voz de falsete—. No puedo ver y estoy buscando la casa de los Clay. ¿Cuál es? ¿Hay alguien aquí?
Maddy dejó su muñeca junto al umbral y realizó la pantomima de abrir una puerta.
—He oído algo —dijo Sylvia—, pero no puedo ver. No puedo ver. ¿Quién es?
La muñeca de Maddy se quedó inmóvil, como si estuviera pensando; luego tocó suavemente el hombro de la muñeca de Sylvia.
La muñeca de Sylvia retrocedió.
—No me empujes. Me estás asustando. Por favor, dime quién eres.
Maddy dejó la muñeca en el suelo de la casita y se quedó sentada, agarrándose las rodillas. Sylvia le tocó la mejilla.
—Sólo una palabra. Tu nombre. Lo que te gustaría cenar esta noche. Sólo para hacerme saber que puedes decirlo.
Maddy se metió el pulgar en la boca y cerró los ojos. A Sylvia le pareció que tenía primero tres años, luego dos y, por fin, que era una recién nacida.
Cuando Sylvia oyó la llave de Dick en la cerradura fue al vestíbulo. Cuando entró parecía cansado y tenía los hombros encorvados, como si el peso del maletín fuera superior a lo que podía tolerar. Se imaginó el aspecto que ella debía de tener ante él, los brazos cruzados, la espátula en la mano, el pelo revuelto y el delantal ensangrentado con salsa de tomate.
—Tenemos que hacer algo con Maddy —dijo. Él parpadeó y sus ojos fueron más allá de Sylvia, hacia la sala, pero ella no pensaba apartarse tan fácilmente—. No habla. ¿Entiendes? Hay algo que anda mal en ella. Es algo más que simple timidez o reticencia; no utiliza las palabras para nada.
Él empujó la puerta, la cerró y dejó el maletín en el suelo.
—Claro que habla —dijo él—. Ven aquí un minuto, Maddy. Ven aquí, calabaza. Dile algo a tu mami. —Maddy salió de su dormitorio, pulgar en la boca, arrastrando tras ella a su muñeca—. Dile a tu mami… oh, dile qué tal fue hoy la escuela.
Maddy le miró primero a él y luego a Sylvia. Luego se sacó el pulgar de la boca.
—Yasut —contestó en voz baja y tranquila—. Fortung pit casli fas. Fizi un mung.
—¿Ves? —Dick se quitó el abrigo y lo colgó en el armario—. Dios, estoy agotado.
Se instaló en su sillón de costumbre y cerró los ojos, buscando a tientas con la mano derecha su pipa en el cenicero.
—Dick —dijo Sylvia con la voz tranquila y controlada que un padre podría utilizar para explicarle a su hijo qué es la vida—. Maddy no está hablando ninguna lengua conocida por ninguna criatura de este planeta, salvo ella misma. Todo era inventado. No era real.
—Desde luego. Es más capaz de inventar que la mitad de la gente de mi departamento.
—Sí, pero ¿comprendiste lo que dijo?
—Por supuesto. —La miró con sorpresa—. ¿Tú no?
Esa noche volvió a despertar gritando, la piel cubierta de sudor. Sylvia le agarró del brazo hasta que todo hubo terminado.
—¿Qué era? —le preguntó—. Por favor…
Él no contestó y un minuto después estaba dormido.
Sylvia se quedó contemplando la oscuridad. Apartó la caja de pañuelos de papel que había sobre la mesita de noche, dejando al descubierto el reloj digital. Eran las tres y dieciocho. Cerró los ojos e intentó dormir, contando los segundos y los minutos. Finalmente abandonó la cama y salió de la habitación, guiada por el frío brillo azul de los números.
Fue a la sala y tomó asiento en el sillón de Dick, a oscuras. El sillón era demasiado ancho para ella y los brazos quedaban demasiado separados de su cuerpo. Se removió, incómoda, apoyándose en el brazo de la izquierda. Intentó pensar en cosas importantes, la vida, el cambio, y se encontró contemplando las sombras que se entrecruzaban en el techo y en los batientes de la ventana. El hogar, se dijo a sí misma con firmeza, dirigiéndose a su confusión, su soledad y su miedo. Esto es el hogar.
Salió del apartamento por la mañana sin ningún destino en mente, yendo hacia donde la llevaran las calles: bajando hacia el sur por la Segunda Avenida, al oeste en la Sesenta y seis, nuevamente al sur en la Tercera Avenida y así sucesivamente, abriéndose paso en diagonal a través de la ciudad. El aire estaba lleno con la música de la ciudad, el olor de los cigarrillos, la comida y los vapores de la gasolina. Sylvia siguió caminando, con la esperanza de que algún sentido de lo que era todo eso llegara hasta ella, esperando descubrir su parte, su lugar.
El día había empezado con el cielo despejado, pero a medida que caminaba empezaron a llegar nubes oscuras del oeste, que cubrieron el horizonte. Viendo cómo se movían, imaginó una lluvia de pianos precipitándose contra el suelo en un acorde salvaje (y, por un segundo, pensó en un reino de pianos: «Damas y caballeros, nuestro líder, el honorable y siempre vertical Baldwin»). Las nubes se dispersaban por el cielo, arrojando un crepúsculo prematuro sobre las calles. Se preguntó si el tiempo era capaz de hacer cosas extrañas en la ciudad, si podía ser tan caprichoso y falso como el clima, precámbrico por la mañana, mesozoico por la tarde, con retazos de octubre en el oeste. El tiempo era como el latido de un corazón en la ciudad, pensó, un ritmo interno que sólo tenía conexiones vagas y medio impalpables con el avance del tiempo en el universo exterior, la rotación de la tierra a través de sus días y su giro por entre las estaciones, las oscilaciones de un átomo de cesio 133. En lugar de nubes, lo que se espesaba en el cielo bien podían ser horas o eones.
Recorría una tranquila calle residencial de la Treinta oeste, soñando despierta con el tiempo y el latido cardíaco de la ciudad, cuando, por primera vez, tuvo la sensación de que la seguían. Se detuvo y miró a su alrededor; sólo vio a un puñado de peatones; ninguno de ellos le era familiar. Meneó la cabeza y siguió andando, pero algo había cambiado en su humor y su modo de ver el día. Empezó a cansarse, a sentir el frío, y los músculos de sus piernas estaban tensos. Ya no tenía una idea clara de lo que pretendía hacer al salir esa mañana del apartamento. Al llegar a la esquina siguiente, giró hacia el norte y emprendió el camino de vuelta.
Cuando iba por la calle Treinta y seis tuvo nuevamente la sensación de que alguien estaba detrás de ella. Se detuvo y esperó, observando, intentando oír los sonidos que estaban en el límite de su campo auditivo. En ese momento no se veía a nadie. Miró las ventanas de las casas. Las piedras marrones del otro lado de la calle parecían agazaparse como ancianos cansados con los ojos a medio abrir, y en sus largas grietas le pareció ver los surcos que se abren en la carne envejecida. Se preguntó si era de ahí de donde venía la sensación, de todas las ventanas, y sonrió, divertida por su estupidez, una sonrisa nerviosa y tensa. El vapor surgía como aliento cálido de una rejilla situada al final del bloque. Después de ella no había nada, sólo la ciudad.
Empezó a caminar de nuevo, pero seguía teniendo la sensación de que alguien estaba ahí, manteniéndose a cierta distancia de ella igual que el reflejo de la luna sobre un lago. La sensación fue creciendo hasta que, al final, le fue imposible reírse de ella, ni tan siquiera con nerviosismo, y se convirtió en miedo. En la Sexta Avenida se encontró nuevamente rodeada de gente y se dijo que todo iba bien, que ahora había gente a su alrededor, pero su corazón daba saltos desbocados dentro de su pecho. No tenía sentido alguno, pero no podía seguir con su intento de comprender a la ciudad. La estaba observando con ojos hambrientos. La imaginó alzándose a su alrededor, lengua de asfalto, mandíbulas de piedra. La imaginó abriéndose bajo sus pies. La calzada se estremeció al pasar bajo ella un convoy del metro, y Sylvia echó a correr.
Corrió hasta quedarse sin aliento, sabiendo que la ciudad corría tras ella, delante de ella, sabiendo que no había lugar alguno donde ir. Por fin, todo el aire se esfumó en sus pulmones y se detuvo, la cabeza gacha, las manos sobre las rodillas, toda su mente concentrada en su pulso.
—Mírala —dijo alguien—. Mírala. Mira.
Sylvia estaba cambiando, al principio con tal lentitud que todo parecía obra de la luz, y luego fue más y más de prisa. Su piel se hizo gris y correosa. Sus huesos se ahuecaron, haciéndose más ligeros, y cambiaron sus proporciones de tal modo que la obligaron a inclinarse y adoptar una postura encorvada. Su cráneo se prolongó hacia atrás formando una cresta de hueso, y su boca se tensó hasta convertirse en un largo pico, duro y esbelto. Quiso hablar pero, fuera cual fuese su idea, se perdió antes de nacer. Ahora le resultaba difícil pensar en cualquier cosa. Sus brazos se encogieron mientras que los dedos meñiques se alargaban hasta tocar la acera. Era gruesa membrana creció entre sus brazos y su cuerpo, colgando en pliegues desde la axila hasta el tobillo. Empezó a tambalearse sobre sus pies minúsculos, tan inadecuados para el suelo, y miró a su alrededor aterrada, sin ver los cuerpos que la encerraban por todos lacios, buscando el cielo. Sus grandes alas se abrieron a sus costados, alzándose por encima de los hombros, y al dar un paso hacia adelante las hizo bajar de golpe y las alas se hincharon, capturando el aire, impulsándola hacia el cielo.
Fue idea de Dick el que visitaran el Museo de Historia Natural aquel sábado. Caminaron lentamente alrededor de los tótemes y los insectos, los primates y los meteoritos. Dick se quedó inmóvil bajo un modelo tamaño natural de una ballena azul, suspendido del techo en la Sala de la Vida Marina.
—Éste es el tipo de cosa que sólo puedes encontrar en un sitio como Nueva York —dijo—. Éste es el tipo de ventaja que hace emocionalmente beneficioso, a nivel de costes, vivir aquí.
Le sopló un beso a Sylvia y jugueteó con el pelo de Maddy.
Maddy parecía cansada, agotada por tanto correr precediéndoles de una sala a otra, desapareciendo de vez en cuando durante unos minutos.
—Hambur —dijo, su mejilla apoyada en la cadera de Sylvia—. Hamburgo.
Desde que se había despertado esa mañana, pronunciaba de forma reconocible fragmentos de palabra.
—Hay una cafetería en el sótano —dijo Sylvia—. Id delante los dos. Yo vendré dentro de un minuto.
Los dinosaurios se encontraban en el cuarto piso, en una sala sin ventanas. Las paredes eran del típico color verde museo. Sylvia se abrió paso por entre la gente, pasando junto a los huesos de los hadrosauros y los pteranodontes extendidos sobre capas de yeso. Los contempló fríamente y siguió avanzando. Se detuvo ante una caja de cristal en la que había el cuerpo momificado de un pterosauro, con la piel negra y quebradiza extendida sobre los huesos, los miembros retorcidos no por la agonía sino por el desorden geológico y los años transcurridos, que los habían resecado. Intentó oler algo, pero lo único que sintió fue la débil vaharada del humo de un cigarrillo que ya se desvanecía. Fue hasta el centro de la sala, allí donde se alzaban dos grandes esqueletos sobre una plataforma de cemento protegida con una barandilla de madera. Tracodonte y Tiranosaurio, la punta de sus cráneos a sólo unos centímetros de ese techo que tenía seis metros de alto. Tenían los huesos más grises que blancos, y estaban cubiertos por surcos profundos, vacíos de su médula. Varillas metálicas hundidas en el cemento se alzaban para sostener las largas columnas y sus enormes cabezas. Las varillas parecían estar vivas, curvándose alrededor de caderas y costillas para encontrar cada una el lugar estratégico donde debían sostenerlas. Sylvia imaginó que desaparecían repentinamente, y los huesos se estrellaban en el suelo, haciéndose pedazos como si fueran de cristal.
Encontró a Dick y Maddy en una mesa de la cafetería y tomó asiento frente a ellos. Maddy estaba nuevamente llena de energía. Dick, sentado a su lado, parecía cansado, como si hubiera trabajado en exceso; necesitaba un descanso más sustancioso del que podía ofrecerle un simple fin de semana.
—¿Algo va mal? —le preguntó a Sylvia.
Ella meneó la cabeza.
—Nada. Nada en absoluto. Deja que le dé un mordisco. —Alargó la mano hacia el perrito caliente de Maddy y Maddy lo apartó bruscamente, riendo, e hizo llover fragmentos de choucroute sobre el suelo. Dick se puso en pie—. Déjalo —dijo Sylvia, haciéndole muecas a su hija desde su asiento—. Ya lo limpiarán. Para eso pagamos.
Al volver a casa de la tienda, Sylvia vio al hombrecillo cuando estaba a casi un bloque de distancia. Era un enano, tenía menos de metro veinte de alto, y su cabeza calva era de color rosado, sorprendentemente redonda. Se puso a su lado, caminando al mismo ritmo que ella, rozando con el borde de su maltrecho abrigo los tobillos de Sylvia, apresurándose para no perderla.
—Por favor —dijo sin aliento, con una vocecilla aguda—. Lo que pueda darme, lo que le sobre. Un centavo, diez. Lo que sea. ¿Por favor?
Sylvia se cambió de brazo la bolsa de los comestibles y siguió andando rápidamente. Durante la tarde, su recuerdo volvió a ella de vez en cuando, la imagen de su rostro parecido a una torta sonriéndole desde abajo, iluminado por la esperanza mientras ella comía su cena, lavaba los vasos y tomaba asiento ante el televisor.
Por la noche, Sylvia despertó al oír los gritos de Dick. Intentó calmarle, como había hecho las otras veces. Cuando todo hubo terminado, se quedaron inmóviles en la oscuridad; Dick con la piel cubierta de sudor, con la cabeza de Sylvia apoyada en su pecho. Durante un minuto estuvo escuchando el sonido irregular de su respiración. Saltó de la cama y ella le siguió hasta la sala, sentándose en el sofá. Se dio cuenta de lo bien que encajaba Dick en el sillón y cuán fácilmente llenaba ese espacio.
—Quizá… —dijo Dick. Hizo una pausa para aclararse la garganta—. Quizá no habríamos debido venir aquí. Quizá fue sólo una negativa…, un error. Un lugar como éste es… no sé… quizá tenías razón.
Ella le miró, emitiendo ruiditos burlones con los labios.
—No seas tonto. Ahora todo va perfectamente. Tienes sueño y por eso te sientes triste.
Fue hacia él y, sentándose en su regazo, curvó el cuerpo para apoyar su cabeza en el pecho de él, como si aún estuvieran en la cama.
—No es como yo había pensado que sería —dijo él—. Todo ha cambiado. Tú has… —Golpeó el brazo del sillón con el puño—. Maldición —dijo—. ¡Maldición!
Ella se apretó nuevamente contra su pecho y ladeó la cabeza para besarle el hueco del cuello.
—Ya te acostumbrarás —contestó.