Hasta hoy, la «invención» de la televisión suele atribuirse al alemán Paul Nipkow, y como fecha se da la de 1884. Nipkow utilizó el principio de la variación de la conductividad eléctrica en el selenio según la exposición a la luz, y utilizó unos discos perforados como medio mecánico para la exploración del campo. ¿Qué otra cosa podía hacer, puesto que aún no se habían inventado ni el iconoscopio ni la válvula amplificadora electrónica? La resolución de la televisión de Nipkow era muy escasa, debido a la característica «respuesta lenta» del selenio a la luz y por la falta de amplificación. Sin embargo, en Estados Unidos hubo varios hombres que realizaron transmisiones de una especie de televisión antes de que Nipkow hiciera lo mismo en Alemania.

La resolución de las imágenes de aquellos exploradores todavía más primitivos en ese terreno (Aurelian Bentley, Jessy Polk, Samuel J. Perry, Gifford Hudgeons) era incluso más deficiente que la de las obtenidas por Nipkow. De hecho, ninguno de esos inventores prenipkowianos de la televisión merece que se le haga demasiado caso, excepto Bentley. Y si Bentley resulta interesante, ello se debe al contenido de sus transmisiones, no a su ineptitud técnica.

No nos proponemos entrar aquí en la discusión acerca de quién fue en realidad el primer «inventor» de la televisión (aunque no fue Paul Nipkow, ni posiblemente tampoco Aurelian Bentley, ni Jessy Polk); nuestro objeto es examinar algunos de aquellos primeros espacios dramáticos televisados, considerándolos bajo su verdadero contexto peculiar de «luz lenta». Y los primeros de esos dramas de «luz lenta», o del selenio «luz de luna», fueron montados por Aurelian Bentley en el año 1873.

La primera manifestación artística en un género nuevo suele ser siempre la más fresca y, muchas veces, la mejor. Homero compuso el primer poema épico, el más espontáneo y probablemente el más grande. El hombre de las cavernas, quienquiera que fuese, que pintó por primera vez, hizo pintura de la más original y de la mejor que se haya hecho nunca. Esquilo compuso las primeras y mejores tragedias para el teatro. Euclides inventó lo más prístino y lo mejor de las matemáticas como arte (nos referimos aquí al arte de las matemáticas, eludiendo toda referencia a su exactitud o a su interés práctico). Y es posible que Aurelian Bentley produjera los mejores dramas televisados, con independencia de su aparente primitivismo.

El negocio televisivo de Bentley no tuvo éxito, pese a la cuota de mil dólares diarios por abonado. En su año bueno (o mejor dicho, en su mes bueno, noviembre de 1873), Bentley contaba con cincuenta y nueve abonados en Nueva York, diecisiete en Boston, catorce en Filadelfia y uno en Hoboken. Lo cual le suponía unos ingresos diarios de noventa y un mil dólares (equivalentes, poco más o menos, a un millón de dólares actuales cada día), pero Bentley era extravagante y pródigo, y solía decir que tenía muchos gastos cuya índole no era de la incumbencia de nadie. En todo caso, hacia comienzos de 1874, Bentley estaba en quiebra y abandonó la actividad. Además, había muerto en esa fecha.

Lo único que ha sobrevivido de El Mundo Maravilloso de Aurelian Bentley son trece de los episodios dramáticos de «luz lenta», así como el proyector original, y diecinueve de aquellos antiguos receptores de televisión. Seguramente quedan más receptores en otros lugares, y quienes los posean quizá no sepan siquiera para qué servían. Pues no se parecen mucho a los aparatos de televisión de épocas posteriores.

El que utilizamos para pasar aquellos antiguos programas dramáticos es un excelente prototipo accionado por queroseno, que encontramos hará unos dos años y adquirimos por dieciocho dólares. Si alguna vez estos aparatos antiguos son catalogados correctamente y se convierten en materia de coleccionismo, su precio puede duplicarse o triplicarse. Al dueño de la tienda de antigüedades le dijimos que era un hornillo para asar castañas, y en realidad podría servir a tal fin si se le instalase una parrilla adecuada.

En cuanto al proyector original, lo compramos por veintiséis dólares. Al dueño del monstruo le dijimos que era una incubadora para pollos. Las trece piezas dramáticas enlatadas nos costaron treinta y nueve dólares en total. Sin embargo, era preciso añadir formaldehído para activar las grabaciones, lo mismo en el proyector que en el receptor, lo que aumentó los gastos en cincuenta y dos dólares. Pronto descubrí que las latas con sus originales, al igual que el proyector principal, no hacían falta para nada en realidad. El receptor era capaz de repetir cualquier cosa que alguna vez hubiese recibido. En conjunto, y a pesar de todo, fue un dinero bien gastado.

El quemador de queroseno hacía funcionar una pequeña dinamo que transmitía la polarización eléctrica a una matriz de selenio, y reactivaba las memorias de los programas dramáticos.

No obstante, pasaba algo raro con aquellas revisiones. La película fijadora del receptor seguía recibiendo impresiones, de manera que el drama de «luz lenta» es diferente cada vez que se visiona, debido a la realimentación. La resolución de las imágenes mejora con su uso, de modo que ahora son mucho más claras y agradables que al principio.

Los argumentos de las primeras doce, del total de las trece piezas bentleyanas, no tienen mucha calidad, y no pueden compararse ni con mucho a los guiones de los espacios dramáticos de Jessy Polk y Samuel J. Perry, rodados posteriormente, aunque dentro del mismo decenio. Aurelian Bentley no era precisamente un literato, y hasta cabe dudar de que supiera escribir. Tenía lagunas enormes en su talento. Pero, en cambio, era un hombre tremendamente dramático, y estas piezas que él mismo ideó y dirigió se distinguen por su frenético ritmo y su abundante acción. E incluso los guiones que utilizó en su trabajo tienen valor por un motivo: nos cuentan, por más que de manera vaga e inútil muchas veces, de qué tratan los argumentos. Sin esa orientación, no tendríamos ni la menor noción del ambiente en que esos poderosos dramas adquieren su significado.

Hay una irrealidad, una «espectralidad» en todas esas piezas, como si se hubiese rodado en unos sótanos a la luz de una claraboya, o bajo un resplandor lunar no muy intenso. Recordemos que el elemento selenio (el metal que no es un metal), base química de estas piezas, recibe su nombre de Selene, la Luna.

Bentley no utilizó imágenes «animadas», compuestas de una rápida sucesión de tomas, para captar y transmitir sus cuadros vivientes. Aunque por aquella misma época Muybridge trabajaba en su zoopraxiscopio (la primera máquina de «imágenes en movimiento»), su obra todavía inconclusa no fue conocida por Aurelian Bentley. Más tarde, dentro del mismo decenio, Samuel Perry y Gifford Hudgeons usaron técnicas de «imágenes en movimiento» para sus primitivos espacios dramáticos televisados. No lo hizo así Bentley, y quizá debamos considerarnos afortunados por ello. Cada uno de los espacios en directo de treinta minutos realizados por Bentley, en cualquier momento en que fuese captado por primera vez, se grababa en una sola matriz o encuadre del televisor, tras lo cual esa imagen adquiría una vida y un crecimiento propios. En cierta medida, no dependía de una secuencia (efecto que ha sido ensayado, sin conseguirlo, por otras artes), y en general se movía con bastante libertad a través del tiempo y del espacio. De ahí, en parte, el carácter «espectral» de estos dramas y, en buena medida, la razón de su fuerza y de su encanto. Cada pieza era un momento en la evolución fuera del tiempo y del espacio (aunque la mayor parte de las escenas se sitúan en el casco urbano de Nueva York y en la región de los eriales, a las afueras de Nueva Jersey).

Naturalmente, aquellas primeras producciones de Bentley no tenían sonido, pero no nos dejemos engañar demasiado por ese «naturalmente». El «sonido lento», lo mismo que la «luz lenta», es una característica de la respuesta del selenio, y pronto veremos que el sonido comenzó a insinuarse en algunas de estas piezas, después de numerosas revisiones. El conjunto de tales efectos, bien fuese accidental o previsto deliberadamente, hace de estos antiguos programas televisivos algo absolutamente único.

Los trece dramas de «luz lenta» producidos por Aurelian Bentley en 1873 (aunque el episodio decimotercero, el misterioso Los Pedantes de Filadelfia, carece del «Sello de Producción» de Bentley, y en realidad se realizó después de su muerte, si bien él mismo aparece como uno de sus personajes principales) fueron los siguientes:

1. Los Peligros de Patience. Un Caso Condenable. En esta obra, Clarinda Calliope que, posiblemente, ha sido una de las más grandes actrices de la escena estadounidense e incluso de la mundial, representa el personaje de Patience Palmer, un papel estelar. Leslie Whitemansion actúa como Simón Legree, Kirbac Fouet se encarga del siniestro personaje de «El Látigo», Paul McCoffin representa al «Embalsamador» y Jaime del Diablo es «El Jesuita», una de las figuras más amenazadoras del drama. Torres Malgre es «El Negrero», que posee el certificado falso según el cual Patience tiene unas gotas de sangre africana, y por tanto debe ser devuelta a la esclavitud en Saint Croix. Inspiro Spectralski desempeña el papel de «El Pantera» (¿es un hombre?, ¿es un fantasma?), personificación del Mal, tal vez procedente de otro mundo. Hubert Saint Nicholas representa al «Guardián» que, en realidad, es un falso guardián.

Este Caso Condenable es, en realidad, una alegoría desenfrenada. Es la alegoría del Bien frente al Mal, de la luz frente a la oscuridad, del ingenio frente a la más absurda cerrazón, del amor frente al odio, del valor frente a la cobardía infernal. Esta pieza apenas tiene parangón en cuanto a su dramatismo y a su intensidad. Una y otra vez se diría que El Embalsamador, que ataca amparado en la oscuridad, conseguirá clavar en el cuerpo de Patience la jeringuilla llena del terrible fluido embalsamador, y aprisionarla así en la rigidez de una muerte en vida. Una y otra vez hemos de temer que El Látigo azote la carne de Patience Palmer con su correa, cuya punta de hierro está empapada de veneno de víbora y puede acarrear la defunción instantánea. En todo momento diríamos que Simón Legree o El Negrero esclavizarán su cuerpo, o El Jesuita o El Pantera se adueñarán de su alma. Y el misterioso Guardián parece siempre dispuesto a salvarla, pero todos sus intentos desembocan en consecuencias tan desastrosas y contraproducentes, que nos fuerzan a dudar de la honradez y de la sinceridad de tal Guardián.

Uno de los momentos culminantes del drama es el duelo de locomotoras, que tiene lugar durante una noche de tempestad en la gran estación de maniobras de West Orange. Una y otra vez, Patience Palmer está a punto de quedar atrapada en un puente de caballetes, mientras las tenantes locomotoras conducidas por sus adversarios se lanzan sobre ella (casi toda la estación de maniobras parece construida con puentes de caballetes). Hasta que, a su vez, Patience logra hacerse con una locomotora para huir, pero las locomotoras de sus enemigos caen sobre ella como truenos desde todas las direcciones, y sólo cambiando las agujas en el último momento logra salvarse de morir aplastada.

Cada vez que las locomotoras pasan o se cruzan la una cerca de la otra, a sólo escasas pulgadas de distancia, El Embalsamador intenta clavarle su jeringuilla llena de líquido embalsamador. El Látigo quiere azotarla con su zurriago cruel de punta envenenada, y El Negrero la amenaza blandiendo en el aire el falso certificado. Sólo acurrucándose hasta donde parecía imposible acurrucarse, logra ella esquivarles mientras se entrecruzan las locomotoras enloquecidas.

Parece imposible que las locomotoras puedan acercarse tanto en su carrera sin llegar a chocar, mientras pasan a toda velocidad de un ramal de vía a otro. Y luego (¡Dios nos asista!), El Pantera (¿es un hombre?, ¿es un fantasma?) salta de su propia locomotora a la de Patience Palmer, se acerca a sus espaldas… y ella no le ve, incluso cuando está cada vez más cerca…

Pero el clímax de Los Peligros de Patience no se produce allí, en la estación de agujas de West Orange, sino en el poblado secreto y el castillo de los Eriales de Nueva Jersey, que es un castillo de mala reputación. En ese lugar, los enemigos de Patience han reunido una banda de sicarios (individuos de caras lívidas con la lengua cortada), y azuzan una jauría de perros de presa para acosarla hasta la muerte. Pero ella, no se sabe cómo, se hace con una carreta cargada de heno, tirada por seis caballos fogosos y de gran tamaño. Con esto, ella se lanza osadamente, en una noche de tormenta, en dirección al poblado secreto de sus enemigos, por esa carretera zigzagueante (los relámpagos de la tormenta hacen que todo aparezca zigzagueante) al final de la cual encuentra el mismísimo castillo. Los perros de presa la persiguen dando saltos, pero no consiguen alcanzar la carreta.

Entonces El Pantera (¿es un hombre?, ¿es un fantasma?) logra encaramarse a la carreta… y ella no le ve mientras él se acerca más y más.

Pero Patience Palmer tiene una jugada preparada. Mientras conduce la carreta a toda velocidad, ejecuta su intrépido plan: saca una llave de hierro y la alza en la mano, con lo que atrae el rayo, que lo inunda todo con una claridad deslumbradora e incendia el heno de la carreta. En el último momento, Patience salta de la carreta en llamas, y la máquina infernal, despidiendo llamaradas y chispas, traqueteante, se estrella contra el castillo, y toda aquella residencia del Mal y el pueblo que la rodea desaparecen abrasados.

Ése es el incendiario clímax de uno de los dramas de persecución más grandes que se hayan rodado jamás.

Encontraremos más tarde, con cierta frecuencia, esta escena final de Los Peligros. Debido al carácter de «luz lenta» de las escenas del selenio, esa escena tan vívida se sale a menudo de su marco y viene a superponerse, unas veces tenuemente y otras con gran fuerza, en cualquiera de los otros doce espacios dramáticos subsiguientes.

2. Dagas Sangrientas, o El Misterio de un Crimen. Éste es el segundo de los dramas de Aurelian Bentley para la televisión de 1873. Clarinda Calliope, una de las actrices de más talento de su época, representa el personaje de Maud Trenchant, la chica detective. Los actores Leslie Whitemansion, Kirbac Fouet, X. Paul McCoffin, Jaime del Diablo, Torres Malgre, Inspiro Spectralski y Hubert Saint Nicholas tienen papeles poderosos y amenazadores, pero no se logra identificar con exactitud sus identidades ni sus intenciones, lo que nos obliga a entrar en el ambiente sangriento y emocionante del drama sin conocer sus detalles.

Más aún que en el caso de Los Peligros de Patience, Dagas Sangrientas parece escapar de los límites del tiempo y de la sucesión; todo se desarrolla en un instante, con intensidad y complicación cada vez mayores, pero sin seguir un desarrollo rectilíneo. En conjunto, y teniendo en cuenta las deficiencias del guión, desorienta un poco.

El guión no se puede leer, ya que está ennegrecido y manchado. Los análisis químicos han revelado que las manchas son de sangre. Creemos que Bentley enviaba los guiones manchados de sangre humana fresca a sus clientes para que se fuesen ambientando. Pero con el tiempo las manchas se han extendido, y ahora es casi ilegible. No obstante, el drama tiene un elevado interés, al ser el primero de crimen y misterio realizado para la televisión.

Es prácticamente seguro que la chica detective, Maud Trenchant, logra superar todos los peligros y resolver los crímenes, pero los detalles más precisos se han perdido para siempre.

3. La Gran Carrera Ciclista es el tercero de los dramas de Bentley para la televisión. La versátil actriz Clarinda Calliope desempeña el papel principal de July Meadowbloom en esta «partida campestre» alegre y alegórica. La Gran Carrera Ciclista es el primero de los espacios dramáticos de Bentley en que aparece el sonido. En el mismo se oyen por primera vez los sonidos exteriores, muy tenuemente al principio, pero luego, a medida que transcurre el tiempo, con más claridad. Se distinguen los rumores del pueblo y de la aldea, y los de una feria rural. Aunque, en apariencia, esta intrusión del sonido podría ser accidental (otro fantasmal efecto secundario de la mágica respuesta del selenio), su calidad induce a pensar que el título original y completo de este programa dramático era La Gran Carrera Ciclista. Una Pastoral.

Pero hay también otros sonidos, unas veces furiosos, otras implorantes, y algunas arrogantes y amenazadores; diremos algo más acerca de ellos dentro de un momento.

En toda la pieza se oyen balidos de ovejas y otros rumores del ganado, graznidos de patos y ocas y todos los demás sonidos maravillosos de la vida campestre. Hay pájaros y grillos, molinos de viento y carretas, labradores que se llaman a voces y que cantan. Se oyen los reclamos de los chamarileros de feria, de los tahúres y sus cómplices. Se oyen los chillidos de las risas de los jóvenes.

Más tarde, se aprecia la intrusión de otra clase de sonidos, de una superposición diferente. Por lo general se diría que corresponden a tomas en interiores, pero a veces también los hay de exteriores, retazos de conversación que se destacan sobre el rumor y el fragor de la multitud.

«No, no, no. A mí no me engañas. ¿Por quién me has tomado?».

«Todo eso te daré, Clarie. Nadie te ofrecería tanto. A nadie le importarías tanto, pero ha llegado la ocasión. Estamos en el verano de nuestras vidas, y es ahora cuando hay que segar el heno».

«Antes conviene preguntar el precio de un buen henil, Aurie. Pongámoslo todo por escrito ahora. Estamos hablando de un cheque para el verano que vale todas las vacaciones, y de vencimientos que habrán de cumplirse en todas las demás estaciones, y todos los años».

«¿No confías en mí, Clarie?».

«Claro que confío, Bentie, muchacho. Confío en que pondrás por escrito, hoy mismo, ese compromiso de que hablábamos. Soy una mujer muy confiada. Soy tan confiada que creo que deberíamos establecer una fianza para amparar cualquier condición y circunstancia».

Extraña conversación ésa que se confunde con los sonidos de La Gran Carrera Ciclista.

Esta carrera se celebraba coincidiendo con la gran feria de los Tres Condados, es decir, Camden, Gloucester y Atlantic. Todas las tardes, los participantes recorrían las veinte millas del circuito, durante cinco días seguidos, y se registraban cuidadosamente los tiempos. Había apuestas sobre los resultados de cada etapa, y otras mucho más cuantiosas sobre el ganador final, que era el que sumaba el total más bajo en los cinco días. Y la bolsa era cada vez más grande. Desde el recinto ferial se podía abarcar casi toda la extensión del circuito por donde pasaban los corredores, o adivinarlo gracias a la polvareda, ya que aquél estaba emplazado en una loma y tenía toda la comarca a sus pies. Allí se celebraban los concursos de los criadores de reses y de mulos, antes, durante y después de la carrera, pero ésta (cuya duración aproximada sería de una hora) era el acontecimiento más sonado de la feria. Los corredores eran siete, famosos en todo el mundo:

1. Leslie Whitemansion, montado en una Von Sauerbronn «Especial» de excelente manufacturación alemana. Con esta máquina, llamada popularmente «la volante», podía uno ir a todas partes, tenía un excelente comportamiento en carretera y, además, era sorprendentemente rápida.

2. Kirbac Fouet conducía una Ernest Michaux Magicien, una máquina espléndida. Tenía un soporte en el que se podía montar una pequeña vela para aprovechar el viento a favor.

3. X. Paul McCoffin, en una British Royal Velocipede. Sobre la British Royal pueden decirse dos cosas: que tenía ruedas de goma maciza (fue el primer velocípedo con ruedas de goma), y que tenía clase. Se caracterizaba por esa austeridad recargada de líneas que sólo tienen los mejores productos ingleses.

4. Jaime del Diablo llevaba una Fierre Lallement «Quebrantahuesos», con sus ruedas de madera provistas de llantas de hierro, y la delantera mucho más grande que la trasera.

5. Torres Malgre montaba una Richard Warren Sears Roadrunner, de fabricación norteamericana, la primera máquina totalmente construida de hierro. «Aquí sólo hay madera en las cabezas de nuestros detractores», era la frase publicitaria utilizada por los fabricantes de la Roadrunner.

6. Inspiro Spectralski (¿es un hombre?, ¿es una bala de cañón?) usaba una McCraken’s Cometa. Esa cometa había ganado muchas carreras en otras ferias rurales de todo el Estado.

7. Hubert Saint Nicholas conducía una montura de un tipo nunca visto antes en aquel Estado. Era una bicyclette francesa llamada «La Supreme». Esta bicicleta tenía los pedales montados de tal modo que la tracción actuaba sobre la rueda trasera mediante un ingenioso mecanismo de piñón y cadena, de manera que, estrictamente hablando, no era un velocípedo; los verdaderos velocípedos de los otros seis corredores tenían pedales que actuaban directamente sobre la rueda delantera. Un grupo de apostantes afirmaba que esta bicicleta tenía ventajas mecánicas, y que Hubert iba a ganar la carrera. Pero otros se burlaban de aquel artefacto, cuya rueda trasera iba a llegar antes que la delantera, y cuyo propietario no llegaría hasta el día siguiente.

Sobre estos grandes pilotos apostaban sumas escalofriantes todos los jugadores y pistoleros de la región. Los aficionados acudían de todas partes para verlos, incluso de tan lejos como la misma Nueva York.

Clarinda Calliope interpretaba el papel de Gloria Goldenfield, la reina de la belleza de la Gran Feria de los Tres Condados en esa producción. Y también interpretaba el personaje de «Piloto Suplente Enmascarado de la Número Siete». (Todos los corredores tenían sus suplentes para que les sustituyeran en caso de emergencia). Y la misma Clarinda interpretaba un tercer papel, el de Rakesly Rivertown, el astuto jugador. ¡Quién hubiera dicho que una mujer pudiera personificar ese tahúr de Rakesly! El autor y director de La Gran Carrera Ciclista ni siquiera sabía que Clarinda desempeñaba esos dos últimos papeles.

¡El ferial, el quiosco de la banda, los placeres de una feria veraniega campestre! ¡Y los «olores lentos» de la matriz controlada por selenio que, recién madurada, ya empezaban a evocarse! ¡El olor a trébol fresco y a heno, a sudor de los caballos que tiraban de las calesas o trabajaban en los campos, los aromas de caramelo, de salchichas, de limonada en los puestos de la feria, el polvo de los caminos, los billetes verdes cachazudamente recontados y arrojados sobre la mesa de las apuestas antes de la carrera!

Y ahí estaba otra vez la sobreimpresión de las voces, intrusas casuales en el verdadero nudo argumental veraniego:

«De hoy en uno o dos días, Clarie, te voy a tener como una reina. He pujado muy, pero que muy fuerte en la carrera ciclista, y voy a ganar. He apostado contra el jugador más atrevido de esta comarca, Rakesly Rivertown, y creo que haremos subir la apuesta hasta el millón en el próximo envite. Ha convencido a todo el mundo para que apuesten contra el número siete. Y el número siete ganará».

«He oído decir que ese Rakesly Rivertown es uno de los jugadores más listos que se conocen, y que tiene muy buena planta y una gran presencia de caballero».

«¡Planta! ¡Presencia! ¡Un estafador emperifollado como una mujer! Sí, es un jugador fino, pero no entiende nada de mecánica. La número siete, la Suprema, tiene tracción a la rueda trasera y un engranaje reductor. Hubert Saint Nicholas, el piloto número siete, se ha dedicado a dar ventaja a los demás corredores para que suban las apuestas, pero puede ganarles todas las veces que se lo proponga. Voy a ganar un millón de dólares en esta carrera, amor mío. Y todo te lo daré si te portas bien conmigo».

«Imagino que tu amor por mí debe estar por encima de los resultados de una carrera ciclista, Aurie. Si de veras me quisieras, y si fuese cierto que piensas hacerme semejante obsequio, lo harías hoy mismo. Con eso me demostrarías tu aprecio y tu afecto más allá de los caprichos de la fortuna. Y si no es posible que pierdas, tal como aseguras, entonces vas a recuperar tu dinero dentro de dos días, con lo que me habrás hecho feliz dos días más».

«Muy bien. Supongo que así es. Clarie. Sí, te lo daré hoy mismo. Ahora mismo. Te voy a firmar un cheque ahora mismo».

«¡Oh, Aurie! ¡Eres un tesoro! ¡Eres dos tesoros! ¡Ni siquiera tú mismo sabes cuánto tesoro eres!».

La maravillosa Feria de los Tres Condados tocaba ya a su fin, y con ella la gran carrera ciclista. Era el último día de la carrera. Hubert Saint Nicholas y su máquina número siete, la Suprema, la bicicleta francesa que poseía una ventaja mecánica, figuraba en primer lugar de la clasificación general por sólo un minuto de diferencia al comenzar la carrera del último día. Algunos afirmaban que Hubert podía ganar en cuanto se lo propusiera, y que si no había sacado más ventaja a los demás era para que las apuestas siguieran creciendo.

Y vaya si crecían. El tahúr misterioso de la buena figura y espléndida presencia, Rakesly Rivertown, continuaba en busca de aliados contra el número siete. Y otro apostador todavía más misterioso, que operaba por mediación de agentes, apostaba a que el número siete quedaría colocado, pero no ganaría. Estas apuestas quedaron cubiertas muy pronto. El número siete tenía todas las de ganar, salvo que le ocurriese alguna calamidad tremenda. Y en ese caso, la calamidad tremenda impediría que entrase el segundo o, más probablemente, ni siquiera llegaría a clasificarse.

Los siete intrépidos corredores se prepararon para su loco recorrido final de veinte millas. La carrera despertaba gran interés, sobre todo entre los apostaderos adinerados que seguían la competición desde el ferial con sus prismáticos. En ningún lugar del serpenteante circuito se alejaba más de cuatro millas del ferial: sólo al paso por tres o cuatro puntos, de no más de trescientos metros en conjunto, los corredores se perdían de vista para los espectadores de la feria. Uno de estos lugares era la rambla de Little Egg, por donde pasa el arroyo Little Egg. Algo misterioso pasó cerca de los Cuatro Caminos de Little Egg, que ni el guión ni la obra misma permiten dilucidar con claridad.

Hubert Saint Nicholas, el piloto de la máquina número siete, la Suprema, la de la tracción trasera y la ventaja mecánica, fue descabalgado de su montura y perdió el conocimiento en la caída. Más tarde, el director de carrera hizo constar en el acta oficial que «un ciclista poco atento fue derribado de su máquina por la rama de un árbol», aunque Hubert juraba que no había ninguna rama en cien metros a la redonda del lugar de su caída.

—Fui derribado por un emboscado. Ha sido un atentado criminal y fraudulento, y yo sé quién ha sido —declaró Hubert, y luego exclamó—: ¡Ah, la perfidia de las mujeres!

Nadie supo a ciencia cierta a qué se refería; tal vez fue debido a la conmoción sufrida.

Afortunadamente (¿para quién?), el piloto suplente de la número siete, el misterioso (aunque debidamente federado) Corredor Enmascarado, estaba cerca del lugar donde ocurrió el accidente y se hizo cargo de la bicicleta, la Suprema, para continuar la carrera. Pero la número siete, pese a la ventaja de un minuto en la general cuando comenzó la última carrera, no consiguió ganar. La número siete quedó segunda en el cómputo del tiempo total de la competición.

La Gran Carrera Ciclista es una pintoresca pieza menor, no muy notable por su argumento, pero sí por su agradable ambiente bucólico, que se hace más grato cada vez que se pasa de nuevo la proyección. Es una «partida campestre» que constituye un entretenimiento perfecto.

Al final, aparecen durante algunos segundos más esas voces intrusas, «fantasmales», rompiendo el desenlace del drama pastoril:

«He tenido un revés muy fuerte, Clarie; he perdido un buen fajo de billetes, y ni siquiera sé cómo ha ocurrido. Hay algo raro en todo esto. Era muy raro y familiar ese Corredor Suplente Enmascarado número siete. (¡Juraría que le conozco de algo!). Y hay algo doblemente raro y familiar en ese jugador, Rakesly Rivertown. (¡Que me condenen si no lo tengo visto en alguna parte!)».

«No te preocupes, Aurie. Eres tan listo, que no tardarás mucho en recuperar el dinero».

«Sí, eso es verdad. Pero ¿cómo voy a escribir, producir y dirigir un drama para luego verme atrapado en él, y no saber siquiera cómo ha ocurrido?».

«No te preocupes, Aurie».

Por mi parte, dudo mucho que Aurelian Bentley tuviese noticia de que los «sonidos lentos» procedentes de ninguna parte pudieran insinuarse a veces en sus dramas, ni mucho menos de los «olores lentos» que ahora empezaban a conferirles un carácter ciertamente definido.

4. Los Viajes del Capitán Cook es el cuarto de los dramáticos para la televisión producidos por Bentley en 1873. En éste, Clarinda Calliope desempeña el papel de Maria Masina, la Reina de la Polinesia. Si La Gran Carrera Ciclista era un viaje al verano, Los Viajes del Capitán Cook nos lleva a los paraísos tropicales.

Hubert Saint Nicholas es el Capitán Cook. Inspiro Spectralski (¿es un hombre?, ¿es un pez?) interpreta al dios Tiburón. Whitemansion actúa en el papel del Misionero. X. Paul McCoffin es el dios Volcán. Torres Malgre interpreta al dios de los Muertos Vivientes. Jaime del Diablo desempeña el papel de Kokomoko, el bronceado muchacho nadador y estupendo amante, que siempre lleva una gran flor roja tropical entre los dientes.

En esta obra sobre el capitán Cook los aborígenes de las Islas de los Mares del Sur siempre están comiendo zarigüeya, boniatos y pollo asado (lo que está fuera de lugar), y tocando unos diminutos banjos (otro error de puesta en escena), y además hablan el dialecto de la gente de color del sur de los Estados Unidos (aunque, en realidad, esas voces fantasmales no debían escucharse en las proyecciones televisadas).

Se ha conservado completo el guión de Los Viajes del Capitán Cook, lo que motiva que nos sintamos en deuda con el destino por la pérdida de otros guiones de esos espacios dramáticos. El argumento es bastante recargado. Vale más prescindir del libreto, con sus frecuentes imprecaciones simultáneas al dios Tiburón, al dios Volcán y al dios de los Muertos Vivientes, para fijarnos en el encanto de la ambientación, que es notable, considerando que todo se «rodó» o, mejor dicho se «grabó sobre matriz de selenio» en los pantanos salados de Nueva Jersey.

Las voces intrusas anómalas también aparecen en esta obra, como en todas las que se realizaron posteriormente.

«Una “burbuja de los mares del Sur”, sí, eso me gustaría, Aurie. Pero que no pueda reventar. Utiliza tu imaginación (que tienes de sobra) y tus recursos financieros (que también tienes de sobra), a ver si se te ocurre algo que me complazca».

«Te lo juro, Clarie. Cuando haya conseguido sanear un poco mis finanzas, voy a comprar una isla, no, un archipiélago para ti, ¿me oyes, Clarie? Te regalo cualquier isla o grupo de islas que tú digas. Las Hawai, Samoa, las Fidji. Tú pide y serán tuyas».

«Prometes mucho, pero son promesas al viento, no sobre el papel. A lo mejor se me ocurre la manera de que el viento retenga las promesas que tú haces».

«Sobre el papel, no, Clarie, ni tampoco al aire, sino en la vida real. Voy a hacer de ti la Reina de la Polinesia real y viviente».

La atracción esencial de los mares del Sur reside en su puro encanto. Es posible que este dramático de Bentley, Los Viajes del Capitán Cook, sea la rama encantada original de donde florecieron tantas cosas. Aunque en las cosas de este género, no es necesario que el vástago se halle en contacto con la planta de la que nació, ni que la haya conocido nunca. Sin estos Viajes, ¿habría existido alguna vez una Nellie Forbush? ¿Habríamos tenido una Nina, la hija de Almayer? Nosotros creemos que no habrían existido si Clarinda Calliope no las hubiese precedido, en cierto sentido. ¿Habría sido posible Sombras Blancas de los Mares del Sur si no hubiera existido antes Los Viajes del Capitán Cook? Por supuesto que no.

5. Días de Crimea fue el quinto de los espacios dramáticos de Aurelian Bentley para la televisión. En el mismo, la polifacética Clarinda Calliope representó a Florence Nightingale, a Ekmek Kaya, una dama turca de dudosa reputación que es la cuarta esposa y la favorita actual del almirante turco, a Chiara Maldonado, una joven que viaja con el campamento del ejército de Saboya, a Katia Petrova, que es una princesa rusa y al mismo tiempo una espía triple, y a Claudette Boudin, una periodista francesa. Clarinda aparece también como Claude, hermano gemelo de Claudette y coronel del ejército expedicionario francés, bajo cuyo mando los franceses logran una sorprendente victoria sobre los rusos en Eupatoria. Cuando Claude no lleva antifaz, su papel lo desempeña Apollo Mont-de-Marsan, un joven actor que aparece por primera vez en las obras de Bentley.

La guerra de Crimea fue la última en que la oficialidad de todos los ejércitos combatientes (Leslie Whitemansion interpreta a un oficial británico; Kirbac Fouet a un francés; Jaime del Diablo es un oficial de las fuerzas de Saboya; Torres Malgre es el almirante turco; Inspiro Spectralski un general del zar; y X. Paul McCoffin un observador especial delegado por el Papa), después de las jornadas de maniobras tácticas y de combates muchas veces sangrientos, visten de etiqueta para cenar juntos. Es durante estos banquetes cuando más resplandece Clarinda Calliope bajo sus diferentes personajes.

Tenemos ahí una magnífica intriga de salón, que se desenvuelve sobre muchos planos diferentes, y más que irán apareciendo, según creo, con motivo de cada proyección sucesiva del drama. Y es en éste donde aparece por primera vez uno de los fenómenos más extraños del efecto Bentley. Hay pruebas inconfundibles de que algunos de los apartes (pensamientos) de los personajes se oyen ahora como «sonidos lentos», cuando se trata en realidad de «pensamiento lento» activado por el selenio. Algunas de estas manifestaciones tan extrañamente vocalizadas son los pensamientos de los actores en su papel (Clarinda Calliope, por ejemplo, en circunstancias normales no sabía pensar ni hablar en ningún idioma excepto el inglés, y su propio dialecto de holandeses de Pennsylvania, pero en su papel de espía triple la hallamos pensando audiblemente en turco, en griego y en ruso); otras de estas vocalizaciones son los verdaderos pensamientos de los actores (descubrimos con sorprendente crudeza las intenciones de Leslie Whitemansion y del debutante Apollo Mont-de-Marsan con respecto a cómo pasarían la noche con sus partenaires, una vez hubiesen cobrado los dos dólares que les correspondían por su actuación de la jornada).

Es una obra magnífica, aunque demasiado complicada para describirla aquí. En este caso, más que nunca, hay que verla. Pero ahí está, una vez más, la intrusión de las voces anómalas, que no tienen nada que ver con las escenas de la obra:

«Dale el pasaporte a ese niñato griego, Clarie. Le dije que estaba despedido, y él contestó que prefería quedarse y trabajar gratis. Dijo que trabajaba por los beneficios añadidos. ¿Qué es eso de beneficios añadidos? Le mandé que se largara, y contestó que esto es el Estado libre de Nueva Jersey, y que a él nadie podía ordenarle que se largase. No quiero que ande por aquí».

«¡Pero si no es ningún niñato griego, Aurie! Soy yo misma, desempeñando ese papel. ¡Qué grande es mi talento para ser capaz de representar tantos personajes distintos! Y a mí no me despides tú de ese papel. Voy a seguir representándolo, ¡y cobrando! Tampoco es que lo haga por principio, sino por los dos dólares».

«Sí; conociéndote, supongo que dices la verdad. Pero ¿dices que eras tú la que representaba el papel de ese barbilampiño Apolo griego? Eso no puede ser. Os he visto juntos al mismo tiempo. Os veo juntos demasiadas veces. He visto cómo os dabais el pico».

«¡Ah, Aurie! Eso no es más que técnica moderna e ilusionismo, para no mencionar la doble exposición, que es lo que he usado. ¿Qué otra actriz podría desempeñar dos papeles al mismo tiempo, y hacer que resultase verosímil?».

«Tus técnicas y tus ilusionismos me están empezando a parecer demasiado modernos, Clarie, y no estés tan segura de que resulta verosímil».

El argumento de Días de Crimea se toma ciertas libertades con la verdad histórica, en interés del efecto dramático. En esta producción, por ejemplo, la Brigada Ligera obtiene una gran victoria con su famosa carga. En cuanto al desenlace de la guerra, lo deja en suspenso. Por aquel entonces, Aurelian Bentley se había convertido, no se sabe por qué, en rusófilo furibundo, y no quiso mostrar la derrota final de los rusos a manos de los aliados.

6. Miembros encarnados y cabello rojo es la sexta producción de Bentley para la televisión. En esta pieza, la dramática Clarinda Calliope representa el personaje de Muothu, la Chica de Marte, ya que los miembros encarnados y el cabello rojo se hallan en este planeta. Hay bastantes elementos fantásticos en esa obra, así como una exactitud científica asombrosa. O mejor dicho, se aprecian detalles de una precocidad técnica realmente inexplicable. Aurelian Bentley previo circunstancias entonces desconocidas, incluso para los hombres de ciencia, y supo adaptarse a ellas.

Por ejemplo, propone una atmósfera compuesta principalmente por una forma enomagnetizada, digamma y atenuada del oxígeno. Como consecuencia de su enomagnetismo, dicha atmósfera se hallaría retenida por el planeta aunque su gravedad no fuese suficiente para evitar su disipación. Por ser digamma, no produciría ninguna raya en el espectro lumínico de Marte, no daría ningún efecto corona ni produciría absorción óptica, lo cual explicaría que sea imposible detectarla desde la Tierra. Y sin embargo, un humano terrestre podría respirarla perfectamente.

Se trata de una pieza optimista, de total plenitud y felicidad. Lo de los miembros encarnados y el cabello rojo se aplica aquí, en sentido alegórico, al planeta Marte, y en sentido literal a la espectacular Clarinda Calliope en su papel de Muothu. En esta obra, Muothu enseña sus miembros encarnados en una medida no usual sobre la tierra, lo cual se explica porque las costumbres en Marte eran forzosamente distintas.

Miembros encarnados y cabello rojo es la última de las piezas en donde Aurelian Bentley, un carácter evidentemente atormentado y trastornado, ha dejado el sello inconfundible de su maestría como escenógrafo, dramaturgo, director y productor general. Después de ella, pasamos a las cuatro piezas de la «transición», y luego a los tres espectáculos desconcertantes y febriles con que se cierra la serie.

7. El asalto al tren de Trenton es la séptima realización de Bentley para la televisión, y la primera de las cuatro obras de «transición» en las que Bentley y sus efectos parecen sumergirse en los abismos de la depresión, habiendo perdido su brillantez, su vistosidad y su esperanza habituales. Vamos a pasarles revista brevemente.

En El asalto al tren, la inigualable Clarinda Calliope es Roxana Roundhouse, la hija del asesinado maquinista del ferrocarril Timothy «Trainman» Roundhouse. Armada con una carabina de repetición, una escopeta de repetición, una pistola de repetición y varias bombas de bolsillo, Roxana recorre el tendido del vetusto Trenton Express con intención de atrapar o dar muerte a los asesinos de su padre, los cuales han jurado repetir el atraco al tren en la primera oportunidad.

Y Roxana Roundhouse los atrapa o los mata a todos. Pero este episodio no es uno de los mejores logros de Aurelian Bentley, pese a algunas tomas paisajísticas interesantes.

Una vez más, en la acción se inmiscuyen voces de personas desconocidas:

«Ya me has esquilado bastante, Clarie. Me has dejado con el pellejo pelado. ¿Qué más quieres de mí? Lárgate con tu amante y déjame en paz».

Y luego, otra voz más confusa (la «vocalización» del pensamiento, por lo visto) da a entender que la misma persona piensa o dice:

«¡Ah! Ojalá fuera verdad y se largara. Entonces, yo tendría una oportunidad. ¡Porque yo nunca seré capaz de dejarla!».

«Pues que te salga otra vez el pelo, Aurie —decía la otra voz—. Todavía no he terminado de esquilarte. No pongas esa cara de lástima, Aurie. Ya sabes que no podría amar a nadie más que a ti. Pero se necesita una pequeña demostración de amor, de vez en cuando, y sobre todo esta vez. Ya sé que me dirás, como siempre, que “te di un millón de dólares la semana pasada”. Sí, Aurie, pero eso fue la semana pasada. Ya sé que tienes muchos gastos que no le importan a nadie. Y yo también. Puedes creerlo, Aurie, no te pediría esas muestras de afecto si no las necesitase».

Y luego, en la voz «ahogada», la voz del pensamiento, la misma persona dice o piensa:

«Nunca volveré a levantar otro flete como éste, y desde luego no puedo dejarle escapar. Pero no se consigue todo sólo con amabilidad. Cuando dé señales de habérsele aflojado el anzuelo que tragó, habrá que dar un tirón bien fuerte al sedal para que se lo clave otra vez».

8. Seis pistolas en la frontera es la octava producción de Bentley para la televisión. La acción transcurre en la frontera de Arizona, durante la guerra con México, y Clarinda Calliope (¡será posible tanta versatilidad!) representa el papel de Conchita Alegre, la mestiza de apache y mexicana. Conchita odia a los soldados norteamericanos que invaden esa región. Los atrae secretamente con promesas de amor y los conduce a emboscadas donde mueren. A muchos los mata ella misma con su propio revólver, y se hace mosquiteras para la cama con su piel. Los tipos que de verdad le gustan a Conchita suelen echarse mucha grasa en el pelo, y por eso Conchita necesita muchas mosquiteras para su cama.

Pero algunos de esos oficiales norteamericanos son tan raros y tan lerdos que Conchita no soporta el trato con ellos, ni siquiera para seducirlos y hacer que los maten. Esos ejemplares horribles son:

el capitán James Polk (interpretado por Leslie Whitemansion),

el general Zachary Taylor (interpretado por Kirbac Fouet),

el capitán Millard Fillmore (interpretado por X. Paul McCoffin),

el capitán Franklin Pierce (interpretado por Jaime del Diablo),

el capitán James Buchanan (interpretado por Torres Malgre),

el capitán Abraham Lincoln (interpretado por Inspiro Spectralski),

el capitán Andrew Johnson (interpretado por Apollo Mont-de-Marsan),

el capitán Sam Grant (interpretado por Hubert Saint Nicholas).

Hay mucha sátira histórica en esta pieza, aunque tal vez corresponde a otro argumento.

Éste tiene mucho de «comedia de costumbres», si bien la misma decae un poco, ya que los ocho oficiales lerdos de quienes Conchita no quiere ocuparse son demasiado lerdos en realidad, para tener costumbres buenas o malas.

Aurelian Bentley casi tocó el fondo de su decadencia en esa pieza. A no ser por la energía de Clarinda Calliope (que desempeña cinco papeles más, aparte del de Conchita), apenas hallaríamos acción en la misma.

Y, como siempre, esas voces intrusas que se superponen en la reproducción:

«¡Por favor, Clarie! ¡Debes creerme! ¡Hazme caso! Lo haré todo por ti. Te lo prometo».

«Sí, promesas a las paredes que no te escuchan, y a mí, que tampoco te escucho. Promételo en este papel y con esta pluma».

«Primero has de pasaportar a ese chico, a ese Apollo, Clarie».

«Pasapórtale tú. Ya veo que te has rodeado de matones».

9. Clarence Greenback, ladrón de guante blanco fue el noveno episodio televisado de Aurelian Bentley. Hubert Saint Nicholas representa el personaje de Clarence Greenback, el dueño del casino. Es la primera vez que Clarinda Calliope no tiene el papel estelar de la obra. ¿Es posible que Clarinda hubiese cometido alguna equivocación? O tal vez se trata de otro síntoma de que el hemisferio cerebral izquierdo de Aurelian Bentley estaba perdiendo agudeza, y no supo reunir un buen reparto. El talentudo prestidigitador del arte dramático empezaba a perder su maestría. Por supuesto, Clarinda tiene muchos papeles en este drama, pero no el papel estelar.

Clarinda representa el personaje de Gretchen, la fregona del casino. Representa el papel de Maria, la chica-estribo a la puerta del casino. También representa el papel de Elsie, la deshollinadora. Desempeña el papel de Hennchen, lavaplatos en la tercera y más mugrienta cocina del casino. Representa el papel de Josephine, la basurera que tiene la misión de recoger los cadáveres destrozados de los suicidas, que se arrojan por la Ventana del Salto Final, y llevarlos al Campo del Alfarero del Este para enterrarlos en la fosa común. Y bien que se desenvuelve en ese empleo, gracias a los dientes de oro de los ex clientes del casino, pero de esto no sabía nada el guionista y productor.

Todos estos papeles tienen sus riesgos.

«No, claro que no podemos apagar el fuego para que tú limpies la chimenea —dice Leslie Whitemansion en el papel de encargado de la calefacción y de las chimeneas del casino—. Tendrás que deshollinarlas en caliente».

Y vaya si hacía calor dentro de las chimeneas donde se veía obligada a trabajar Elsie, la pobre.

Por quedarse con una moneda de cobre que ha encontrado mientras barría el casino, Gretchen es colgada de los pulgares y azotada por orden del sádico barón Von Steichen (interpretado por X. Paul McCoffin).

Y María, la chica-estribo, que ha de agacharse sobre el barro del arroyo, a la puerta del casino, para ofrecer su espalda a los señorones que se apean de sus cabalgaduras o van a montar en ellas, lo pasa muy mal los días de lluvia. ¡Ah, las botazas embarradas de esos señorones!

«A lo mejor tratan de insinuarme algo. Me gusta la gente sutil», dice (o piensa) Clarinda Calliope.

Pero una buena actriz debe ser capaz de desempeñar cualquier papel, y Clarinda queda vengada hoy, ya que casi nadie recuerda el argumento de Clarence Greenback, ladrón de guante blanco, y, en cambio, todo el mundo tiene presentes las tribulaciones de esas humildes sirvientas.

Y ahí están otra vez las voces intrusas de la superposición, casi como si pertenecieran a un drama de otra naturaleza.

«Esto tiene que acabar, Clarie. Sin contar los obsequios especiales, que son fantásticos, estoy dándote diez veces más de lo que cobra el presidente de los Estados Unidos».

«¿Y qué? Mis actuaciones son diez veces mejores que las de él. ¿Y qué me dices de mis obsequios especiales, acaso no son fantásticos también? ¿Y por qué tienes a tantos detectives privados husmeando por aquí desde hace dos días? ¿Para espiarme a mí?».

«Para espiarlo todo y a todo el mundo. Para salvar mi vida. Francamente, Clarie, tengo miedo de morir asesinado. Tengo el presentimiento de que moriré asesinado con un cuchillo, eso es, con un cuchillo».

«¿Como en Dagas Sangrientas o el Misterio de un Crimen? Ésa no fue un éxito y creo que eso es lo que te preocupa, entre otras cosas. Tu subconsciente busca una solución mejor, creo. Un crimen más elegante. Sería cuestión de acertar con un asesinato más artístico. Creo que eso serviría. Me parece que acabarás por idear un asesinato bastante artístico para ti. Hay asesinatos buenos y malos, ¿sabes?».

«No tengo la menor intención de permitir que nadie me asesine, Clarie, ni bien ni mal».

«¿Ni siquiera por amor al arte? Yo diría que vale la pena. El crimen perfecto, Aurie».

«No cuando sea yo el asesinado, Clarie».

Un momento después, el personaje femenino dice o piensa algo más, pues se oye la voz del «pensamiento lento».

«Algunas personas necesitan que se les obligue a ser perfectas. Un asesinato artístico para Aurie le redimiría de las muchas obras malas que ha producido últimamente».

10. La décima realización de Aurelian Bentley para la televisión fue Los Vampiros de Varuma. Es el cuarto y último de los episodios de la «transición», en los que el potencial dramático de Bentley se revela en toda su decadencia y él mismo parece afectado por una gran desorientación. Sin embargo, después de tocar fondo, curiosamente se aprecia una resurrección de su talento bajo una forma algo modificada. No recobra todavía su sentido del nudo dramático ni el ritmo de la narración, pero sí retorna, y en su más alta expresión, la capacidad para evocar el horror como fuerza motivadora del drama.

Clarinda Calliope es Magda, la moza campesina, y también la señorita Cheryl Somerset, la gobernanta inglesa, y también la princesa Irene de Transilvania. Las tres viajan al castillo de Kuhbav, una tras otra, por motivos justificados y con la diligencia normal; y todas pasan por la experiencia de ver cómo todos los pasajeros se apean precipitadamente, y cómo los caballos de la diligencia son arreados con frenesí por un cochero invisible, o ausente. Y las tres llegan sucesivamente, en la diligencia sin conductor, no al castillo de Kuhbav sino al temible castillo de Beden. Y en este castillo de Beden se hallaban los siete («no siete, ocho», dice el guión en una nota escrita por una mano extrañamente distinta) condes enloquecidos en su castillo del mal. A saber:

el conde Vladmel, interpretado por Leslie Whitemansion,

el conde Igork, interpretado por Kirbac Fouet,

el conde Lascar, interpretado por X. Paul McCoffin,

el conde Chort, interpretado por Jaime del Diablo,

el conde Sangressuga, interpretado por Torres Malgre,

el conde Letuchaya, interpretado por Inspiro Spectralski (¿es un hombre?, ¿es un murciélago?),

el conde Ulv, interpretado por Hubert Saint Nicholas.

Y luego se añade otro más, apuntado en el guión con esa letra extrañamente distinta: el conde Prividenne, interpretado por Apollo Mont-de-Marsan. Aquí debe haber un error, ya que entendemos que se había «dado el pasaporte» a Apollo, que fue enviado al otro barrio, en una palabra, y que el atestado del sheriff dijo que había fallecido de una indigestión. Pero si Apollo no recibió el «pasaporte», entonces cierto dinero fue pagado en vano.

A veces, los siete (u ocho) condes malvados son unos condes convencionales, que visten de gala y usan monóculo. Y otras veces son unos seres con grandes alas de murciélago, que vuelan pesadamente por los pasillos del castillo de Beden, iluminados por los relámpagos. En realidad, este castillo es el personaje principal de la obra. No tiene un alumbrado normal, y tal es así que los relámpagos lo iluminan durante las veinticuatro horas de la noche (no hay días en el castillo de Beden). Los suelos y las paredes gimen, y por todas partes se arrastran cadenas. Los condes unas veces tienen colmillos convencionales de seis pulgadas de largo, y otras veces les brotan unas defensas venenosas y mortíferas de dieciocho pulgadas; además, el concierto de aullidos y de gritos es constante, tanto más sorprendente por cuanto nos hallamos ante lo que debía ser una proyección muda.

De improviso, algún conde volador repliega sus alas de murciélago y se deja caer sobre el turgente pecho de una de las tres mozas, para clavarle en la garganta sus horribles colmillos sedientos de sangre. Y cada vez que esto ocurre, todo se llena de un griterío y un batir de alas realmente horrorosos.

La voz de Clarinda Calliope se oye fuerte y clara, y realmente enfurecida, en uno de estos sonidos lentos:

«¡Maldita sea, Aurelian! ¡Qué me está chupando la sangre de verdad!».

Y contesta la voz suave del maestro de la dramaturgia, Aurelian Bentley (aunque no nos parece correcto que las voces intervengan de esa manera):

«Naturalmente, Clarie. Gracias a esa verosimilitud he adquirido mi reputación de maestro».

Por lo visto, Clarinda, en su triple papel, perdió no poca sangre a medida que avanzaba el rodaje, y se desmayaba cada vez más a menudo. Y el drama fue un éxito aullante y sangriento, por más que la línea argumental se rompe en mil pedazos, pero cada uno de éstos es como una serpiente sanguinolenta rebosante y coagulante.

Y por fin, cuando se cierra el desenlace en un último y definitivo espumarajo sangriento, oímos las voces intrusas, que se diría presas de otro drama privado, no se sabe cuál.

«Si tanto te preocupa que puedan asesinarte, Aurie, ¿no te parece que deberías dejarme arreglada antes de que ocurra tal cosa?».

«Te dejo la mitad de mi reino… quiero decir, de mis propiedades, Clarie. Te doy mi palabra. Y no te desmayes tanto».

«Estoy débil. Me he entregado demasiado al papel. Sí, aceptaré tu palabra por escrito y debidamente legalizada. Vamos a ocuparnos de ese pequeño detalle ahora mismo».

«Con mi palabra basta, Clarie, y no pienso conceder otra cosa, ítem, por la presente certifico que es tuya la mitad de mis propiedades. Que las paredes oigan y sean testigos de lo que he dicho, Clarie. Si las paredes de esta habitación lo testifican, supongo que nadie lo pondrá en duda. Y ahora, por favor, no me molestes más durante un par de días. Voy a estar muy ocupado. Y deja de desmayarte por el suelo, es un fastidio».

Entonces, el personaje femenino piensa o dice algo, con el sonido amortiguado de los pensamientos:

«Sí, creo que podré conseguir que las paredes de esta habitación declaren cuando sea el momento. (Quizá sea necesario instalar otro circuito amplificador, para estar más segura). Y creo que nadie pondrá en duda lo que testifiquen».

El personaje masculino piensa o dice con el sonido amortiguado de los pensamientos:

«Ahora tengo a la señorita Adeline Addams. ¡Para qué seguir aguantando a esa payasa de Calliope! Es una molestia eso de que se ponga blanca como el papel a cada momento y caiga desmayada. Nunca vi que nadie armase tanto jaleo por un par de litros de sangre. Pero ahora estoy en otra senda más luminosa y más gloriosa. ¿No es extraño cómo el hombre que se enamora de una mujer, se desenamora al instante de la otra?».

11. El fantasma de la Ópera es el undécimo episodio rodado por Aurelian Bentley para la televisión en 1873. El fantasma está basado en Il Trovatore de Verdi, pero con añadidos muy originales en la producción de Bentley. La señorita Adeline Addams desempeña el papel de Leonora. Pero también Clarinda Calliope desempeña el mismo papel, que ella había elegido al principio para sí misma. El hecho de que dos actrices distintas representen el mismo papel crea una cierta dualidad, casi podríamos decir una duplicidad en el drama.

El «fantasma» está en la duplicación: es una Clarinda inepta y titubeante, que una y otra vez intenta cantar partes del papel de Leonora, fracasando totalmente en ello y siendo expulsada de la escena por el bastón del director; y es la belleza y la genialidad en ciernes de Adeline Addams, cuando aparece a su vez y desempeña el mismo papel brillantemente. Así se consigue la «comedia cruel» que suele faltar en Verdi, ya que, sin crueldad, la ópera no obtiene más que un éxito limitado. Pero al zancadillearla el director con su bastón, Clarinda sufre numerosos porrazos muy fuertes, y además todavía sufre la debilidad y los desmayos provocados por la pérdida de sangre de sus papeles en Los Vampiros de Varuma. Se nota que está enferma.

«Por qué le aguantas todo esto, Clarinda —se oye la voz de Hubert Saint Nicholas en uno de esos apartes fuera del texto—. ¿Por qué toleras que te humille y te maltrate de esa manera?».

«Sólo por dinero —escuchamos la voz de Clarinda—. Sólo por la paga de cuatro dólares al día. Estoy hundida y hambrienta, pero si aguanto hasta el final de la ópera, hoy cobraré los cuatro dólares de la jornada».

«¿Cómo que cuatro dólares, Clarinda? Los demás sólo cobramos dos dólares. ¿Acaso desempeñas algún otro papel que no sepamos?».

«¡Claro! Hago también el papel de Wilhelmina, la barrendera».

«Pues yo creía que te había dejado millones ese viejo tirano, Clarinda».

«Volaron, Hubie. Todo voló. He tenido gastos que no conciernen a nadie. Le di casi todo el dinero a Apollo cuando estaba enamorada de él. Y hoy le di el resto, a cambio de un favor muy especial».

«¿Que hoy le diste el resto? ¡Pero si lo enterraron ayer!».

«A medida que nos hacemos mayores, el tiempo pasa más de prisa, ¿verdad?».

Mientras tanto, en el escenario de la ópera se forja un nuevo Verdi. Leslie Whitemansion representa a Manrico. X. Paul McCoffin es Ferrando. Hubert Saint Nicholas es el conde Di Luni. Apollo Mont-de-Marsan hace de fantasma. Pero ¿hay otro fantasma en el guión, aparte del doble espectro de las dos mujeres haciendo el mismo papel? Sí, en efecto, hay un fantasma en el guión. Es lo que está escrito ahí en una letra «extraña» con una mano realmente «espectral», y lo que dice es que Apollo representaba el papel de fantasma.

Así que, mientras la alegre ópera cómica se acercaba a su desenlace, y justamente cuando Manrico es conducido al tajo del verdugo y el malvado conde Di Luni celebra su triunfo, y cuando todo en el drama va tomando forma, de manera que pueda agradar a todo el mundo, justamente entonces es cuando ocurre algo horrible en uno de los palcos o reservados que se ciernen sobre el escenario.

Aurelian Bentley fue apuñalado ahí, en su palco de la ópera. ¡Dios, qué asesinato! «Tu mente busca una solución mejor, creo, un crimen más elegante». ¡Ah! Ésa fue la voz de otra especie de fantasma. ¡Pero eso de ser asesinado por el fantasma de un hombre fallecido sólo uno o dos días antes, y en presencia de varios millares de personas! (Pues, sin duda, no pudo ser otro sino Apollo Mont-de-Marsan, a quien habían «pasaportado», quien pasaportó a Aurelian Bentley). Y otra vez aquello de «hay asesinatos buenos y malos, ¿sabes?… Sería cuestión de acertar con un asesinato más artístico… el crimen perfecto». Aurelian Bentley fue apuñalado en su palco de la ópera, pero incluso él mismo tuvo que admitir con cierta sorpresa, en el momento de fenecer, que se había realizado con arte.

Y en seguida, cuando la ópera alcanzaba su gran final en el escenario, se alzaron los gritos de: «¡Autor! ¡Autor! ¡Bentley! ¡Bentley!».

En ese momento, el agonizante (o más seguramente el difunto) Aurelian Bentley se puso en pie por última vez, hizo una reverencia, y cayó del palco al escenario, boca abajo, y todo el mundo pudo ver entonces la daga sangrienta clavada entre los omóplatos.

¿Qué otro hombre habrá tenido nunca un mutis tan espectacular en el escenario de la vida? ¡Eso sí que fue el Teatro! ¡Eso sí que fue la Tragedia!

12. Una velada en Newport iba a ser el duodécimo programa de Bentley para la televisión. Pero no llegó a producirse, probablemente debido al fallecimiento del productor. Existe sólo en forma de guión.

Es una «comedia de costumbres» en el ambiente de la alta sociedad, que la señorita Adeline Addams conocía bien y que Aurelian Bentley, con su mente ágil y su capacidad imitativa, también conocía por sus breves contactos con ella. Pero un drama o una comedia de costumbres, ¿no dependen de la réplica, del diálogo? ¿Cómo pueden realizarse en proyección muda?

Gracias al arte. En efecto, así es como se consigue, gracias a la mímica perfecta de los actores del mudo, y Aurelian Bentley fue un maestro en ese arte. Con los gestos, con los sobreentendidos faciales, con una gran actuación silenciosa se puede lograr. ¿Acaso podía existir una salida ingeniosa que Adeline Addams no fuese capaz de expresar con su rostro aristocrático y lleno de talento? ¿O una réplica devastadora que ella no fuese capaz de dar con sus manos autocráticas? Eso nunca se puso a prueba, pero Aurelian estaba convencido de que lo hacía bastante bien.

En una segunda lectura más baja. Una velada en Newport es un duelo desigual entre la señorita Adeline Addams de Newport y Clarinda Calliope, en el papel de Rosaleen O’Keene, una camarera ordinaria, viciosa, ignorante, sucia y mal hablada, recién llegada de Irlanda. La baraja estaba marcada a favor de Adeline-Adela.

En otro nivel de lectura más alto, el drama era el retrato apasionado del amor sin límites de una hermosa, bella, inteligente, encantadora, aristocrática joven dama (Adeline-Adela) hacia un hombre de genio sin par y de inefable simpatía, un hombre de empuje, poderoso, dotado de cualidades heroicas, un hombre de ésos que apenas se dan una vez cada cien años. En el drama se prevé que ha de surgir un murmullo de admiración cada vez que se menciona ese hombre, o por lo menos así lo dice el guión. En éste no dice quién iba a ser ese hombre excepcional, pero creemos que era el propio libretista, Aurelian Bentley, quien se reservaba el papel de ese genio de los que se dan sólo una vez en cada siglo, y que es el objeto del tórrido y devoto amor de la señorita Adeline Addams.

Sin embargo, Una velada en Newport, que iba a constituir el clímax insuperable de aquella primera y todavía no superada serie para la televisión, no llegó a realizarse.

13. Los pedantes de Filadelfia es el Apocalipsis no canónico, apócrifo, de El Mundo Maravilloso de Aurelian Bentley, la primera y la más grande de todas las series para la televisión. De ella no hay guión, ni producción formal, ni ostenta el «Sello de Producción» de Bentley. Pero reposa en uno de los antiguos receptores de televisión, el que le servía al propio Bentley como receptor de control, que estaba instalado en la lujosa residencia del propio Bentley, allí donde pasó tantas horas frenéticas con Clarinda Calliope y luego con Adeline Addams. Reposa allí, y allí es donde puede verse y escucharse.

Aunque Bentley ya había fallecido cuando se dispusieron y proyectaron estas escenas, en ellas habla y actúa él mismo. La experiencia de escuchar los pensamientos y las palabras de un difunto, en voz alta y como si hablara él mismo en carne y hueso, es de las más conmovedoras y dramáticas que puedan darse.

La ambientación y el único escenario de Los pedantes de Filadelfia corresponden a la lujosa residencia del propio Aurelian Bentley, al principio precintada por el juzgado, pero abierta luego para una sesión que, como declaró una de las partes, sólo podía tener validez allí. Aparece en ella un juez del tribunal de testamentarías, y los abogados en representación de varias de las partes, y dos de las partes en persona. Tratábase de disponer sobre el legado de las propiedades de Aurelian Bentley, o lo que hubiere quedado de ellas, puesto que había fallecido sin dejar testamento. Precisamente, una de las partes, Clarinda Calliope, afirmaba que Bentley sí había dejado testamento, y sólo en aquella habitación concreta y en ninguna otra podía hallarse dicho testamento, y que en realidad la habitación misma era el testamento, y que sus paredes oían y hablaban.

Parece ser que hubo más de una sesión en esa habitación, pero aparecen superpuestas y no es posible diferenciarlas. Ahora bien, si tratásemos de diferenciarlas estropearíamos el efecto, pues la superposición logra una síntesis de sus diferentes aspectos y crea la verdadera sesión, que nunca tuvo lugar, pero que contiene todas las sesiones en una unidad escénica.

El representante de un primo segundo y lejano asiste en defensa de las pretensiones de esa persona, como pariente más allegado con derechos sobre el legado de Aurelian Bentley.

El representante de Adeline Addams de Newport hace acto de presencia en apoyo de las pretensiones de Adeline sobre la herencia, pretensiones que se basan en una promesa irrefutable. Esa promesa irrefutable es la licencia del matrimonio entre Aurelian Bentley y Adeline Addams. Naturalmente, no está firmada ni nombra testigos. Como afirma el abogado, el matrimonio debía tener lugar cierta noche después del estreno de una ópera, contenida a su vez en un programa para la televisión, contenido a su vez en un acertijo. Pero Aurelian Bentley fue asesinado durante la representación de esa ópera, lo que canceló las perspectivas de matrimonio, pero no canceló la promesa.

Vemos también a los abogados de los diferentes acreedores. Y todos los abogados son de Filadelfia, de ahí el título de la obra.

Y allí también encontramos a Clarinda Calliope, representándose a sí misma (como Porcia, según dice, y no como pedante), para hacer valer sus pretensiones en razón de una promesa demasiado grande y demasiado complicada como para ser reflejada sobre el papel.

Y allí está el juez de ese acto privado, que juguetea con un dólar de plata y canturrea entre dientes el Vals del Salón McGinty’s.

—¡Eh! Deje de jugar con ese dólar de plata y vamos al meollo de la prueba —se encara la señorita Adeline Addams con el necio juez.

—El dólar de plata es el meollo de la prueba —dice el juez—. Es un dólar muy importante, el cuerpo y el alma de lo que tenemos que tratar.

Los rimeros de papeles empiezan a amontonarse sobre las mesas. Están los documentos y los certificados del pariente lejano, los de Adeline Addams y los de los diversos acreedores. En cambio, Clarinda Calliope no presenta ni una octavilla.

—Basta, basta —exclama el juez cuando amaina el torrente de papeles—. No más papeles.

En cambio, él no deja de echar la moneda al aire ni de canturrear el Vals del Salón McGinty’s.

—Bien está lo que bien acaba. Señorita Calliope, ya va siendo hora de que presente las pruebas que convengan a su derecho, si quiere continuar siendo parte de este pleito.

—Mis pruebas son demasiado grandes y vivas como para caber en esta mesa —dice Clarinda—. Pero ¡escuchad, y mirad quizá! Debido a la magia del principio de la «respuesta lenta» del selenio, y por estar las paredes de esta habitación conectadas en paralelo con el receptor que hay en ella, es posible que pueda ofreceros una reconstrucción auténtica de antiguas palabras, de antiguos juramentos y de antiguas personas.

Y en efecto, no tarda en escucharse la voz de aquel hombre extraordinario, espectral en un principio y luego cada vez más firme.

—¡Oh, Aurelian! —chilla Adeline—. ¿Dónde estás?

—Está aquí, presente en esta habitación donde pasó tantas horas maravillosas conmigo —replica Clarinda—. Muy bien, Aurie, muchacho, habla un poco más claro y empieza a materializarte.

—Todo esto te daré, Clarie —se escucha la voz de Aurelian Bentley, y el mismo Bentley hace su aparición en forma de sombra—. Nadie te daría tanto. A nadie le importarías tanto… créeme, Clarie.

Aurelian Bentley se hace visible de cuerpo entero. Se trata de una proyección o reconstrucción tridimensional de su persona, enfocada por todas las paredes con oídos, ojos y memoria, que están conectadas en paralelo con el receptor de televisión. Era el mismo Aurelian quien estaba en pie entre ellos, en medio de su lujosa madriguera.

—Te voy a tener como una reina, Clarie…; te daré un millón de dólares, amor, todo para ti.

¡Ah! ¡Qué palabras tan asombrosas y convincentes decía aquella aparición!

—Te lo juro, Clarie…, compraré una isla o un archipiélago del Pacífico para ti…, las Hawai, Samoa, las Fidji. Tú pide y las tendrás.

¿Qué hombre hizo nunca promesas tan grandes y con tan evidente sinceridad?

—No sobre el papel, ni al aire, Clarie, sino en la vida real. Voy a hacer de ti la verdadera reina.

Si no escuchan a los que resucitan de entre los muertos, ¿a quién escucharán?

—Por favor, créeme, Clarie, créeme. ¡Todo lo haré por ti! ¡Te lo prometo! Supongo que mi palabra vale algo.

El gato estaba en el saco y lo estaban atando con tres vueltas de cuerda.

—Por la presente certifico que te dejo… mis propiedades. Que los oídos de estas paredes sean testigos de lo que digo, Clarie. Si las paredes de esta habitación lo testifican, supongo que nadie lo pondrá en duda.

La imagen de Aurelian Bentley desapareció, y el sonido se extinguió con un súbito chasquido. Adeline Addams guardaba unas tijeras en su bolso.

—Hace tiempo que tenía ganas de averiguar para qué servían esos hilos. Si se corta el hilo, todo queda desconectado, ¿no?

—¡Alto! ¡Alto! ¡Eres rea de haber destruido mi prueba! —exclama Clarinda Calliope—. ¡Vas a ir a la cárcel por eso! ¡Haré que te quemen viva por eso!

De pronto, una carreta en llamas conducida por una mujer enloquecida irrumpe en la habitación, y parece a punto de destruirlo todo. Todos se echan para atrás espantados, excepto Clarinda y el juez del tribunal de testamentarías. La carreta de heno ardiendo desparrama su contenido por toda la habitación, pero no causa ningún daño. No es más que una escena de una de las piezas anteriores. No creeríais que Clarinda tuviera sólo un circuito en la habitación, ¿verdad? Pero varios de los presentes quedaron impresionados por la amenaza.

—Buen espectáculo —comenta el juez—. Creo que ha ganado lo que hay que ganar.

—¡No, no! —exclama Adeline—. ¿No irá a darle la herencia a ella?

—Lo que queda de ella, por supuesto —dice el juez, sin dejar de hacer saltar la moneda al aire.

—No lo hago por principio, sino por el dólar —exclama Clarinda, apoderándose de la moneda de plata antes de que la recoja la mano del juez.

—Es todo lo que resta de la herencia, ¿verdad? —continúa, volviéndose hacia el juez, más que nada para asegurarse.

—Así es, Calliope. Eso fue todo cuanto quedó de ella —replica el juez, haciendo saltar una moneda invisible, mientras silba los últimos compases tristes del Vals del Salón McGinty’s.

—¿Sabe alguien dónde podría buscar trabajo una buena actriz? Mi tarifa actual es de dos dólares diarios por papel —pregunta Clarinda, mirando a su alrededor, y luego sale de la habitación, orgullosa y con la frente bien alta.

¡Era una actriz consumada!

Los demás personajes se difuminan en sonidos confusos e imágenes borrosas del antiguo receptor de televisión, alimentado por queroseno.

Las posibilidades de recuperar y restaurar la primera y la más grande de todas las series de televisión, El Mundo Maravilloso de Aurelian Bentley, producida y grabada en 1873, están gravemente amenazadas. La única versión auténtica y completa de dicha serie reposa en un solo receptor de televisión, el monitor del propio Aurelian Bentley, que tenía en su lujosa mansión donde pasó tantas horas felices con sus mujeres. Los guiones originales se hallan guardados en este aparato, o mejor dicho, son parte integrante de él y, por alguna razón inexplicable, no pueden alejarse demasiado del mismo.

Todo el diálogo adicional oculto y cada vez más abundante del «sonido lento» se encuentra en este receptor (todos los demás son mudos). El episodio final completo Los pedantes de Filadelfia está recogido en ese receptor y falta en todos los demás. Ese receptor contiene toda una edad de oro de la televisión.

A su antiguo propietario, le compré ese antiguo tesoro accionado por queroseno por dieciocho dólares (él no sabía lo que era; le hice creer que era una estufa para asar castañas). Pero ahora, por una molesta casualidad, ese último propietario ha heredado una finca de cuatro hectáreas con un magnífico plantel de castaños, y ahora quiere que le devuelva la tostadora. Y tiene a la ley de su parte.

Yo la compré, y la pagué, por supuesto. Pero con un cheque contra una cuenta mía más agotada que un rectificador de selenio en cruce. He de restituir los dieciocho dólares, o perderé el receptor y todas las riquezas que contiene.

He sacado trece dólares y cincuenta centavos de tres amigos y un enemigo. Me faltan cuatro dólares y medio todavía. Pero ¡espera!, que aquí tengo noventa y ocho centavos recaudados por el «Fondo Infantil de Conservación del Maravilloso Mundo de Aurelian Bentley». Necesito aún tres dólares y cincuenta y dos centavos. Quien desee contribuir a ese fondo, más vale que se dé prisa, antes de que la edad de oro de la televisión se pierda para siempre. Debido a la mezquindad del gobierno, las aportaciones no son desgravables.

Vale la pena conservarlo, como recuerdo de aquella época en que los gigantes aún andaban sobre la tierra y vivían entre nosotros. Y si se conserva, algún día alguien contemplará las imágenes del viejo televisor accionado por queroseno y exclamará con asombro, como el mayor de nuestros bardos:

¿… qué raza de poetas

alzó tan ciclópeas bóvedas hasta las estrellas?