Lincoy, que tenía ojos como almendras y el cabello como una fuente a medianoche, se encontraba en su séptimo año de edad cuando probó por primera vez la muerte. En su sabor había algo dulce, pero la mayor parte era terrible y, ciertamente, resultaba un viaje largo y peligroso para una criatura tan pequeña y joven como ella.
Lincoy no se propuso alejarse tanto de la escuela. Las uvas silvestres habían madurado recientemente en las orillas del canal, cubiertas de parras, y no tardó en descubrir que las más dulces y suculentas eran aquellas de color más azulado y mayor tamaño, escondidas entre la espesura. Empezó a luchar con ella, alejándose cada vez más y más de la escuela, pensando siempre que las uvas más distantes parecían mayores y más oscuras que las que estaba cogiendo. De ese modo, fue siguiendo el canal, perdiendo todo sentido del tiempo y la distancia, en busca de las uvas, metiéndose cuantas podía en la boca, y guardando el resto en el gran bolsillo delantero de su largo vestido.
Tan lejos había ido que no oyó sonar la campana de la escuela, y tampoco vio cómo los demás niños volvían corriendo a la clase. Estaba fascinada por las dulces canicas repletas de néctar, que colgaban cual trofeos ante la punta de sus dedos. Jamás, que recordara su joven memoria, había contemplado tal abundancia de maná, colgando de las parras que ceñían el canal. Muy pronto, tanto sus mejillas como su bolsillo estuvieron repletos, y tanto sus manos como su rostro estaban manchados con un vivido color púrpura.
Era como si las uvas hubieran sido colocadas especialmente en los sitios más adecuados para conducirla a su muerte.
Cuando por fin no quedaron más uvas, salvo aquellas pequeñas y aún amargas, Lincoy, sentándose entre las parras y la verde espesura, se sintió un tanto abatida al ver que no quedaba ya ninguna por coger. Se quedó allí sentada, entre la sombra y los rayos de sol, con el labio inferior torcido en un mohín, volviendo la cabeza a un lado y a otro, buscando aunque sólo fuera una más de sus maduras golosinas de color azul. Tenía el bolsillo tan lleno que las uvas casi caían de él, pero le parecía vital encontrar sólo una más.
La codicia, por muy pequeño que sea su objetivo, es mala cosa en un adulto. Esto es igualmente cierto para las niñas, y muy a menudo las lecciones se aprenden de forma bastante dura. Ya no había más uvas que valiera la pena coger, pero había otro fruto casi idéntico en su color, aunque algo más pequeño, que crecía mucho más cerca del suelo que las parras. No era muy común en el lugar, pero algunas veces la suave corriente del canal traía semillas de tierras extrañas y distantes, depositándolas en una tierra que no era la suya. El ver tales frutos alegró mucho a Lincoy, pues eran todavía más azules que las uvas. Cogió todos los que había, un puñado no muy grande, y al no quedarle más espacio en su bolsillo se los comió. Después de eso, sintiéndose satisfecha, decidió volver.
Al ser tan pequeña y tan poco experimentada no tardó nada en extraviarse. Si se hubiera quedado allí donde podía ver el canal y lo hubiera seguido, invirtiendo el camino que había tomado antes, no podría haber acabado en lugar alguno que no fuera la escuela. Pero sin tener uvas que justificaran el esfuerzo de abrirse paso a través de la espesura, Lincoy se apartó del canal y de los arbustos más frondosos, alejándose de esta manera de la única señal que le era fácil reconocer. Lo cierto es que Lincoy era una niña muy poco miedosa y muy confiada, especialmente en la ayuda de Buda, y jamás tomó en consideración la posibilidad de que estuviera siguiendo el camino errado. Lo único que hizo fue caminar, segura de que al final acabaría llegando a su casa o a la escuela.
No mucho después la invadió un sueño tan irresistible que miró a su alrededor buscando un sitio tranquilo. El suelo parecía ser todo muy duro y pedregoso o cubierto de áspera vegetación, así que durante un ratito más luchó contra su cansancio.
Durante unos minutos siguió andando con los ojos más cerrados que abiertos. Se cayó varias veces, y durante esas caídas logró aplastar las uvas, de tal modo que toda la parte delantera de su vestido quedó manchada por una tinta violeta. Por azar, acabó encontrando un camino que subía una colina, y aunque sus cansadas piernas habrían preferido bajar una colina antes que trepar por ella, el camino seguía ascendiendo y era muy angosto, así que subió por él. Al final, encontró un banco de tosca apariencia construido con un tronco. Y en este banco se tendió a dormir.
Cuando el sol estaba ya muy bajo. Lincoy seguía ahí, sin moverse para nada que no fuera un temblor de vez en cuando. Su rostro estaba cubierto por un sudor febril. Una vez abrió los ojos y vio a un hombre vestido de amarillo, pero resultaba mucho más agradable dormir y no preguntarle quién era.
El hombre era un monje budista, que había bajado por la montaña y se encontró a la niña, enferma y tendida en el banco. La cogió en sus brazos y la llevó a través del bosque hasta su templo, donde él y otros monjes la cuidaron e intentaron mantenerla despierta el tiempo suficiente para que tomara unas hierbas curativas. Esa noche la pasó delirando y no tomó ni alimento ni agua, así que mucho menos tomó las hierbas, de sabor muy amargo.
La muerte no tenía prisa por alcanzarla, y durante la mañana siguiente hubo un momento en el que pareció que iba a ponerse bien. Despertó sin tener ni idea de quién era. Pero no era niña que se asustara con facilidad. Descubrió que se hallaba en una gran habitación donde no había estado nunca anteriormente, y que estaba sola, pero eso no era motivo suficiente para alarmarse.
Se puso en pie, abandonando el camastro de madera en el que había reposado, y fue a explorar el templo, buscando algo con que jugar. El templo era de grandes proporciones y la mayor parte de él era subterránea, y aunque lo ocupaban muchos budistas Lincoy no encontró a nadie en los salones, así como tampoco en los cuartos que inspeccionó. En una estancia había estantes llenos de libros y pergaminos. En otro cuarto había jarrones muy bellos, así como tallas de jade y ónice. En otras habitaciones había ataúdes y urnas, y en uno de esos cuartos Lincoy vio un esqueleto tendido sobre un camastro de madera muy similar al que ella había ocupado en su letargo. Los huesos estaban cubiertos de polvo, y Lincoy pensó que eso significaba que nadie se preocupaba por ellos. De ese modo, en su inocencia y sin tener miedo, Lincoy cogió la calavera para jugar con ella. Encontró el camino de vuelta al cuarto en el que había dormido y, sentándose en el suelo, se puso a jugar con su nueva posesión recién encontrada.
Unos minutos después, el mismo hombre vestido de amarillo y con el cráneo rasurado que la había encontrado el día antes, y al cual Lincoy recordaba sólo como un sueño vago pero no desagradable, entró en el cuarto y la vio con su bracito metido en el interior del cráneo. Al instante, sintió un gran horror, pero compuso adecuadamente su rostro en una expresión tranquila antes de acercarse a ella.
Con voz amable, pero grave, le dijo que debía entregarle el cráneo.
A Lincoy le pareció que se trataba de una petición muy injusta. Era su único juguete y había tenido que buscar mucho para encontrarlo y llevárselo, y resultaba mucho más interesante que cualquiera de sus juguetes anteriores, con todos esos dientes tan blancos, esos extraños agujeros para la nariz y los ojos, y su mandíbula colgante. Además, quien lo hubiera tenido antes ni tan siquiera se había molestado en limpiarlo, así que no debía interesarle demasiado. No quería separarse de él y lo apretó contra su cuerpo.
—No —le dijo osadamente—. Es mío.
—No es tuyo —la corrigió el monje—. Pertenece a otro.
Estuvieron discutiendo durante un rato sin alzar la voz hasta que el monje decidió que lo mejor sería, sencillamente, quitárselo. Pero seguía teniendo el brazo medio metido en el cráneo, lo cual ayudó a Lincoy a conservarlo, y al final el monje retrocedió, temiendo que la lucha fuera a causar la rotura del cráneo.
—Muy bien —accedió por fin, cambiando de estrategia—. Es tuyo. Pero ahora no es el momento de jugar. Es hora de comer, así que debes guardar tu juguete.
Lincoy, aunque nada contenta con la idea de abandonar algo que creía honestamente suyo, no era una niña desobediente ni irrespetuosa. Así pues, cuando le dijo que no era el momento de jugar, preguntó dónde se suponía que debía guardar el cráneo. El monje llevaba una faltriquera colgando de su costado y, abriéndola, le dijo:
—Puedes guardarlo ahí.
Lincoy, entrando inmediatamente en sospechas, vaciló y le preguntó:
—¿Vas a tirarlo?
—Te prometo que no lo tiraré.
De ese modo, Lincoy metió el cráneo en la faltriquera del monje. Jamás llegó a saber cuán terrible era turbar el reposo de los huesos de los sacerdotes muertos que se conservaban en el templo, y el monje no tuvo el valor suficiente para reñirla. Pero, tras lo ocurrido, sentía un gran temor por ella, y al no saber lo que Lincoy había comido el día antes, le echó la culpa de todo lo que le ocurrió después al cráneo.
Durante toda la mañana pareció encontrarse bien. Dijo a los monjes cuál era su nombre y ellos mandaron un mensajero en busca de sus padres. Pero no deseaba comer o beber, y todos los monjes creyeron que eso era muy raro pues debería tener mucha hambre, como cualquier otra persona, tras haber pasado una noche de fiebre. Pero hubo un monje al cual esto no le pareció extraño. Sabía que los espíritus no se alimentan, y creía que la niña estaba poseída por el espíritu del sacerdote cuyos huesos había molestado.
Cuando el sol se acercó a su cenit, Lincoy sintió una vez más sueño y debilidad, y, tendiéndose en el suelo, no tardó en quedar dormida. Cuando llegó su padre, ni él ni los monjes pudieron despertarla, y esto causó una profunda inquietud en su padre.
El monje que la había encontrado en el sendero, y que luego la había descubierto jugando con el cráneo, habló con el padre de Lincoy sin que nadie les oyera, y, sin levantar la voz, le dijo que su hija ahora estaba poseída, que debía llevársela del templo y no contarle a nadie dónde había estado. Y así lo hizo el padre de Lincoy.
Lincoy yació enferma durante todo el resto del día y la mayor parte del siguiente, sin moverse ni una sola vez durante ese período. Su familia, desde el más viejo de los abuelos hasta el más joven de sus hermanos, pasaron todas las horas del día trabajando entre las cosechas, que ya estaban madurando, de tal forma que, cuando por fin despertó, Lincoy se encontraba sola.
Estaba tan débil que no pudo levantar los brazos, y sólo con el mayor de los esfuerzos logró volver la cabeza hacia la puerta abierta. Tenía la garganta tan dolorosamente reseca que le resultaba imposible llamar a nadie.
Para cuidarla sólo estaba ahí su hermano, de tres años de edad. Cuando le vio entrar con su cabello eternamente revuelto, logró emitir un murmullo con gran esfuerzo.
—Dame algo.
—¿El qué? —preguntó el niñito, acercándose al lecho.
Ella intentó explicarle que deseaba agua, pero le fue imposible emitir sonido alguno. El niño fue corriendo a otra habitación y volvió con un poco de fruta que le puso en la boca. Lincoy fue incapaz de tragarla, y su sabor le pareció horrible. Intentó mover la lengua para expulsar la fruta de su boca, pero hasta tan sencilla tarea le pareció extraordinariamente difícil. El tener la boca llena de fruta se convirtió en su única preocupación, y ello le pareció algo terrible e injusto. Sintió una gran desesperación, pero se encontraba tan deshidratada que no podía ni llorar.
En ese justo instante murió. El hermano pequeño volvió a sus quehaceres, y sólo cuando el resto de la familia volvió a la casa para comer, descubrieron que Lincoy estaba muerta. Su hermano admitió que le había puesto la fruta en la boca, pero pensó que después de eso se había dormido y nada más. La madre de Lincoy dijo que era bueno que, al menos, hubiera tomado un poco de alimento antes de la muerte, pues eso le daría fuerzas a su fantasma para el viaje a la otra vida. Luego todos lloraron, y enviaron mensajeros a quienes habían dejado la granja para establecerse en otros sitios, avisándoles de que se debía preparar un funeral.
A Lincoy no le pareció que hubiera muerto. En vez de eso tenía la impresión de que había despertado para encontrarse sola, y, al no sentirse ya débil y cansada, salió de la casa en busca de sus padres. Una vez fuera no encontró a nadie, así que tomó por el polvoriento sendero en el que se veían las huellas de los carros. El mundo estaba igual que siempre, salvo por el hecho de que no había gente trabajando en las granjas, ni grillos haciendo ruido entre la hierba marrón, y tampoco pájaros multicolores cantando y revoloteando entre los árboles y el bambú.
El camino la llevó hasta el canal. Normalmente estaba lleno de pescadores y botes, y alguna vez se podía ver uno o dos barcos que venían de tierras distantes o cercanas. Pero hoy, en las tranquilas aguas semejantes a un cristal, sólo había un junco, ¡y qué extraño era!
Tenía una enorme vela cuadrada hecha con papel de arroz, y en él se veía un dibujo tal que ni siquiera la mayor cometa que jamás hubiera volado podía igualar. Y, a decir verdad, ese junco navegaba de forma tan rápida y suave que más parecía volar cual una cometa que no flotar. El casco estaba cubierto con tallas de dragones y otros animales, y en la proa se distinguía a una mujer de belleza incomparable.
Al acercarse el junco a la orilla, Lincoy se quedó inmóvil y boquiabierta ante la hermosura de la dama. Era alta y de esbelta silueta, ataviada con un traje de Ao Dai de oro resplandeciente, y en su cabeza llevaba un adorno puntiagudo y muy alto. Sus manos, pequeñas y perfectas, estaban inmóviles entre sus senos en actitud de plegaria y permanecía tan completamente quieta como una estatua, con sus grandes ojos rasgados siempre fijos en los de Lincoy.
Las tranquilas aguas no eran turbadas ni por una sola ondulación, y en el aire no soplaba ni la más leve brisa. Al no ver corriente ni viento, Lincoy no logró imaginar qué impulsaba al junco. Como si tuviera voluntad propia, éste se detuvo a unos centímetros de la orilla y, dando la vuelta, se quedó allí como para facilitarle el acceso. Lincoy supo que era bienvenida a bordo pero, sin que pudiera decir por qué, vaciló antes de subir.
—¿No estás preparada para venir conmigo? —le preguntó la hermosa dama dorada, sus ojos como soles negros, el rostro lleno del disgusto que muestran las más celosas emperatrices.
Lincoy no supo qué responder, y subió al junco sin decir nada, y éste empezó a surcar el canal rumbo al sol poniente. Se preguntó dónde podría llevarla la dama dorada, pues siendo niña Lincoy creía que el canal llevaba a todos los lugares del mundo. El junco siguió navegando y, finalmente, Lincoy rompió el silencio para preguntar cuál era su destino.
—Una tierra que está muy cerca y sin embargo muy lejos —le respondió misteriosamente la dama.
Parecían haber transcurrido horas, pero el sol seguía siempre en el mismo punto al final del sendero de las aguas, como si el junco lo estuviera siguiendo, dando vueltas y más vueltas al mundo, sin permitirle que se ocultara. ¿O sería quizá que el tiempo se había detenido en esa extraña embarcación? Lo que transcurría, ¿eran horas o quizá eones?
Cruzaron tierras de las cuales Lincoy jamás había oído hablar a sus padres o profesores. Plantas desconocidas crecían a lo largo de las orillas, y picachos que no podían reconocer se divisaban a lo lejos. Luego las orillas se convirtieron en un desierto estéril e interminable y, aún mucho después, el canal les llevó por entre dos acantilados de piedra que se alzaban hasta el infinito.
Tal sucesión de maravillas no tardó en agotar el asombro de Lincoy, y entonces recordó que no había comido desde el día en que encontró las uvas.
—Tengo hambre —dijo.
—En seguida cesará tu hambre y nunca volverás a sentirla.
—Tengo sed —afirmó Lincoy tras haber meditado durante unos breves instantes.
—Muy pronto dejará de hacerte falta el agua.
—Necesito ir a un sitio —proclamó finalmente Lincoy.
A esto nada pudo oponer la bella dama, así que el junco se aproximó a la orilla y Lincoy bajó de él. Pero no era cierto que necesitaba ir adonde había dicho. Sólo pensaba en su padre y su madre, y echó a correr volviendo por el camino que había seguido el junco.
Esta vez Lincoy despertó en su ataúd. Jamás había estado antes en uno y no lo reconoció, o se habría asustado mucho más. Ahora solamente estaba confusa. Los preparativos para el funeral consistían en atar los tobillos, las rodillas y la cintura. Los brazos estaban unidos a los costados, y los antebrazos se doblaban por encima del pecho, las muñecas estaban atadas y las manos estaban colocadas en posición de rezo. Dentro de sus manos había un loto amarillo.
Lincoy era incapaz de mover su mandíbula para gritar, pues sentía toda la boca rígida e inmóvil. No podía abrir los ojos, ya que estaban cubiertos por una seca corteza de lágrimas que los mantenía cerrados. Al estar atada adecuadamente para el funeral, ni siquiera le habría sido posible dar una patada, aunque hubiera tenido fuerzas para ello. Logró moverse de un lado a otro golpeando con los codos el ataúd, pero no hizo demasiado ruido.
Alrededor del ataúd habían colocado grandes hojas de guava, pues la guava tiene el poder de absorber los olores más terribles, y siempre se las dejaba alrededor de los muertos sin enterrar. La única razón de que Lincoy no hubiera sido aún sepultada era que su hermana mayor se encontraba enferma en otra aldea, y la familia deseaba esperarla antes de que empezara el baño ritual: todos los miembros de la familia debían ayudar a purificar el cuerpo antes de entregarlo a la tierra.
El abuelo de Lincoy entró en la habitación trayendo nuevas hojas de guava, ya que tenían que cambiarse cada día en un clima tan cálido. Recogió todas las del día anterior y las sustituyó por nuevas. Su avanzada edad le había despojado de casi todo el oído, y los golpes apagados que venían del pequeño ataúd le pasaron desapercibidos. Pero aun así, se le ofreció una pista de lo que ocurría. Cuando cruzaba la granja con su carga de hojas gastadas para tirarlas, se le cayó una y se partió.
Como todos saben, cuando se utilizan guavas para absorber el olor de los muertos, partir una de sus gruesas hojas significa liberar todo ese olor, que, muchas veces, es peor que el de un huevo podrido de pavo real.
Por eso el anciano maldijo su torpeza y se agachó para recoger la hoja. Para su gran sorpresa ésta no olía en absoluto, y aquello le pareció realmente muy raro.
Mientras tanto, Lincoy había sido capturada por la hermosa dama de oro y llevada nuevamente al junco.
—¡Nunca vuelvas a hacer eso! —le dijo a Lincoy, riñéndola.
Ella estuvo llorando largo tiempo, pero al final acabó olvidando sus lágrimas y contempló las maravillas que se desplegaban ante ella y bajo sus pies.
Primero las aguas del canal se volvieron de un color tan azul como el cielo, luego de un cálido tono amarillo semejante al del sol, y, a medida que iban avanzando, las aguas se volvieron de un hermoso verde hierba, luego de un rojo brillante y luego de color naranja, cambiando a todos los tonos y matices que se puede imaginar. Era un espectáculo soberbio, que no se podía comparar con nada de lo que Lincoy había experimentado, y le resultaba imposible apartar sus ojos de todos esos colores, mientras el espectro de sus gamas ardía de un extremo a otro en su indescriptible esplendor.
Y durante todo el tiempo el sol les guiaba, yendo delante del junco.
Cuando Lincoy logró apartar los ojos de las aguas pintadas, descubrió que la orilla ya no resultaba tan amistosa como antes. El bambú se había vuelto muy denso, y se dio cuenta de que si intentaba huir otra vez, nunca podría sobrevivir en ese bosque. Muchas de las ramas y brotes del bambú estaban rotos y eran muy afilados. Si intentaba correr por entre ellos no tardaría en quedar empalada.
Y aún empeoró. Los cuchillos de bambú se hicieron cada vez más abundantes y empezaron a extenderse por encima del canal, formando un túnel. Lincoy no tuvo más remedio que tenderse de espaldas en el fondo del junco para no sufrir arañazos y heridas. Pero los afilados brotes y tallos se apartaban de la dama dorada, que seguía erguida con su alta silueta en la proa, y no desgarraron la vela de papel.
Se había decidido que si la hermana de Lincoy no llegaba por la mañana, empezarían el funeral sin ella. Pero no tuvieron que esperar ese día, pues la hermana mayor llegó a casa cuando apenas habían tornado tal decisión.
Varios monjes vestidos de amarillo y con las cabezas rasuradas habían acudido para el baño ritual, así como un sacerdote budista y una gran multitud de amigos y parientes, aparte de unos cuantos conocidos no muy íntimos que no tenían nada mejor que hacer ese día. El padre de Lincoy sacó a su hija del ataúd, y éste fue guardado para usarlo luego con otros familiares fallecidos, pues los pobres no podían permitirse el lujo de enterrar los ataúdes con sus cadáveres dentro.
Mientras el sacerdote hablaba de la niña muerta, se vertieron muchas lágrimas y en muchos rostros había expresiones solemnes. Pero el abuelo no hacía caso de todo ello. Fue hasta donde había el ataúd y cogió una de las guavas. Partió la hoja deliberadamente y la olió.
—¡No está muerta! —gritó, interrumpiendo las palabras del sacerdote.
—¿Qué has dicho, anciano? —le preguntó éste.
—¡Que no está muerta! Lleva aquí tendida siete días, pero su carne no se ha deteriorado. ¡Y oled esto! ¡Sigue siendo lo bastante bueno como para comerlo!
Y, al decir eso, dio un gran mordisco a la guava del ataúd, dejando que la pulpa y el jugo gotearan por su mentón. Esto hizo que todos los presentes dieran un respingo, pues les habría parecido igual de horrible morder a un búfalo muerto sobre el cual reptaran los gusanos, que comer una guava usada para absorber el olor de la muerte.
Mientras el sacerdote olía la pulpa, bastante sorprendido, el padre de Lincoy fue hasta donde yacía su pequeña hija. Pegó el oído a su pecho, buscó el pulso en su sien, y luego detrás de su oreja. Su cuerpo estaba frío y no había vida alguna que se escondiera en él.
—¡Traedme hilo y algodón! —ordenó, y la madre de Lincoy se apresuró a obedecerle.
Mientras todos le contemplaban, rodeándole en un silencio expectante, el padre de Lincoy sostuvo un hilo al que había atado una bola de algodón ante los labios y la nariz de Lincoy. Si respiraba, aunque fuera muy levemente, la bola se balancearía. Su padre sostuvo el brazo ante ella durante media hora, que se convirtió primero en una hora, luego en hora y media y, finalmente, en dos horas. Quienes le rodeaban eran gente paciente y en ningún momento, perdieron el interés por tan silenciosa ordalía. Todos los ojos estaban clavados en la bola de algodón, y todos tenían gran cuidado de que su aliento no fuera hacia ella.
Por fin, el padre apartó su brazo dolorido y, encorvando los hombros, se volvió hacia todos los presentes.
—Está muerta —afirmó.
Entonces Lincoy sintió que la invadía un gran abatimiento. La dama dorada guardaba silencio mientras atravesaban el País Oscuro, y esto no hizo sino aumentar la soledad que Lincoy sentía en su interior. Estuvo más segura que nunca de que jamás vería nuevamente a su familia.
Aunque Lincoy era muy valiente, esta parte del viaje resultaba particularmente aterradora. El sol seguía ardiendo en la boca del canal, pero su luz no parecía brillar sobre la tierra cubierta de sombras. El canal se parecía a un riachuelo estancado que cruzara un pantano cubierto de neblina, y a ambos lados se podían ver ojos rojizos que pestañeaban entre las negras sombras de árboles gigantescos. Siseos, roces, zambullidas, gemidos apagados, e incluso, de vez en cuando, una risita siniestra eran los únicos sonidos que llegaban a ella.
Lincoy miró con los ojos humedecidos a la mujer y admitió que estaba asustada.
—Ésta es la última tierra que debemos cruzar —le respondió la dama dorada en su habitual tono místico—. Después, nunca volverás a tener miedo.
Cuando le oyó decir que ésta era la última tierra por la que atravesarían, Lincoy estuvo totalmente segura de que jamás volvería a su hogar, y al saberlo su abatimiento se hizo diez veces más pesado. Fue entonces cuando más lloró, pero no dejó que se le escapara ni el menor ruido, ni el menor sollozo ahogado, pues no quería ser oída por la dama de oro.
Olvidó todos los monstruos que había en la oscuridad. Sólo podía pensar en cuánto echaba de menos a sus padres. Todos los miembros fueron vencidos por esa emoción, y Lincoy empezó a temer que ésta era la última ocasión de volver a su hogar. En un rapto de ciego valor, saltó por la borda del junco y luchó por llegar hasta la fangosa orilla, y, por fin, salió de las sucias aguas. Sus piernas se hundían hasta la rodilla en el barro, haciendo que le resultara casi imposible correr. Pese a todo, Lincoy corrió.
La dama dorada no pudo hacer más que contemplar su huida llena de tristeza y piedad, llamándola dos veces para que volviera. Esta vez no podía salir corriendo para traer de vuelta a la niña, pues se encontraban en una tierra en la que incluso ella temía entrar.
Detrás de ella, Lincoy oyó una cruel carcajada y cuando miró por encima de su hombro vio a dos hombres peludos, con colas de búfalo y cuernos, persiguiéndola con grandes tridentes.
Intentó correr más de prisa, pero era como si un hechizo detuviera sus pasos. Era algo parecido a una cuerda mágica: cuanto más se lucha por huir de ella, más se aprieta la cuerda. Cuanto más de prisa intentaba ir, más pesados se volvían sus pies.
Sentía que el corazón estaba a punto de saltar de su pecho. Temía volverse de nuevo para mirar, pues sin necesidad de hacerlo sabía que los hombres-demonio estaban a punto de cogerla. Sus piernas se hundían más y más en la repugnante y apestosa suciedad del pantano hasta que, por fin, no pudo moverlas. Decidió cerrar los ojos y, agarrándose a una rama con los ojos llenos de lágrimas, gritó:
—¡Buda, Buda, Buda! ¡Ayúdame! ¡Ayúdame!
Entonces sintió un brazo muy fuerte y poderoso que la envolvía y la sacaba del fango de un tirón. Las horribles carcajadas cesaron de pronto, y cuando abrió los ojos, se encontró en el regazo de Buda, que estaba sentado en la posición del loto, contemplándola con una sonrisa que hizo desaparecer todos sus temores.
Mientras tanto, uno a uno, los familiares de Lincoy purificaban su cadáver. Junto a su cuerpo inmóvil dejaron un cuenco con agua, y todos se mojaron los dedos para limpiar a la niña muerta, ya fuera sus piernas o su vientre, su pecho, su cara o su cuello.
Muchas manos húmedas pasaron sobre su carne, una tras otra, y con ello la humedad que tanta falta le hacía fue absorbida por su cuerpo deshidratado. El roce calentó su fría piel. El masaje renovó la circulación de su sangre estancada.
Tras ella permanecían inmóviles los monjes, vestidos de amarillo, con sus calvas cabezas inclinadas. El incienso flotaba por la habitación, y quienes aún no habían ayudado a lavar su cuerpo aguardaban que les llegara el turno. Cuando el abuelo de Lincoy empezó a mojarle suavemente el rostro, vio que sus ojos se abrían un poco. Se quedó inmóvil, mirándola, con sus manos aún sobre sus mejillas. Pensó que quizá con sus manos le había abierto los ojos. Ya se había comportado una vez como un tonto durante la ceremonia, y se preguntó si resultaría prudente alarmar una vez más a todos los presentes.
Un segundo después pensó que lo único que podía ocurrir era que por dos veces quedara como un tonto que ya había demostrado ser, y una vez más gritó.
—¡Está viva!
Naturalmente, nadie dio gran crédito a lo que ahora ya podía considerarse como el delirio senil de un anciano enloquecido por el dolor, pero nadie se atrevió a faltarle el respeto ante tal cantidad de años. Además, el padre de Lincoy deseaba creer ardientemente que lo imposible era real y, una vez más, se dispuso a obrar.
Apartó amablemente a su viejo padre, y murmuró: «Traedme un tazón con agua», y, cuando se lo dieron, lo vertió por la garganta de su hija hasta que el líquido rebosó por su nariz.
Luego empezó a quitarle las ataduras funerarias, liberando sus tobillos, rodillas, muslos y brazos. El loto que contenían sus manos atadas, ahora reseco y quebradizo, cayó al suelo y se convirtió en polvo. Hubo algunas protestas, pero mientras los mismos sacerdotes las hacían callar, el padre de Lincoy siguió desatando sus miembros. La irguió a la fuerza, y su cuerpo estaba tan fláccido como el de una muñeca de trapo, mientras toda el agua salía por entre sus dientes y sus fosas nasales.
Los asistentes al funeral la observaron, manteniendo en secreto sus pensamientos y sin decir nada. Su padre frotó una y otra vez los brazos y las piernas, y demostró la misma tenacidad que antes había aplicado con la bola de algodón.
De la reseca garganta de Lincoy salieron dos palabras, dichas en voz tan baja y con los labios tan quietos que sólo su padre, su abuelo, su madre y tres monjes que se encontraban justo detrás de su cabeza pudieron oírlas.
—Dadme agua —pidió en un murmullo.
Cuando estas palabras fueron pronunciadas por la niña, a quien se suponía muerta, dos de los monjes huyeron corriendo de la casa y no se detuvieron hasta encontrarse a salvo en el templo. El monje que no se marchó era el que la había encontrado durante el primer día de su enfermedad, y lo único que hizo fue sonreír, aliviado, como si lo hubiera sabido todo ese tiempo. La madre de Lincoy permaneció boquiabierta, mientras que su esposo friccionaba con más vigor la carne de su hija. El abuelo empezó a saltar dando gritos de alegría, abrazando a los demás asistentes al funeral que, o estaban tan atónitos que eran incapaces de reaccionar, o todavía no estaban muy seguros de lo sucedido.
Pasaron muchos días antes de que Lincoy estuviera lo bastante fuerte como para incorporarse sin ayuda, pero sólo pasó una hora hasta que fue capaz de hablar nuevamente.
—¿Qué estabais haciendo conmigo? —quiso saber entonces.
—Estabas muerta —le dijo su padre—. Íbamos a enterrarte. Y lo habríamos hecho, en verdad, de no haber tardado tanto en llegar tu hermana.
—¿Quién os dijo que había muerto? —preguntó la niña, casi protestando—. ¡No me morí! ¡Lo único que hice fue quedarme dormida!
—Nadie duerme durante siete días —replicó su padre, mostrando su desacuerdo.
Lincoy insistió.
—¡No dormí durante siete días! Me levanté y fui al canal. Una dama dorada me llevó por un río de muchos colores. Buda… Buda me trajo de vuelta.
Ante tan infantil fantasía su padre no pudo sino sonreír, y la apretó entre sus brazos tan fuerte como pudo. Pero había algo que no podía discutir: Buda se la había devuelto.