Siempre despertamos para hallarnos metamorfoseados, dándonos cuenta de que el cuerpo extraño que yace en la cama es el nuestro. Las mujeres despiertan para descubrir, tras siglos enteros de sueños, que ahora son hombres. Los gusanos despiertan convertidos en pájaros y la música brota de sus atónitos cuellos. Un hombre de negocios ya mayor despierta y se da cuenta de que es un árbol. Sus hojas se tienden hacia la luz para hincharse y crecer. Con frecuencia, el asombro es demasiado grande para soportarlo y nuestro despertar es breve. Resbalamos de nuevo hasta ser las rudimentarias criaturas que éramos antes. Nos hacemos pequeños y el sueño recobra su vieja soberanía sobre nosotros hasta que, una vez más, sin ningún aviso previo, nos despertamos.
Así fue cómo despertó Francis, una mañana de julio. Se había metido en la cama siendo un niño de diez años; despertó siendo veintiséis años más viejo. Incluso antes de que se abrieran sus ojos, el impacto de la transformación había barrido ya todos los detalles particulares de su vieja identidad. Por lo tanto, era libre para gozar sencillamente de toda la gloria de aquel inmenso triunfo: la masa de sus brazos, la anchura de su pecho, la simple enormidad de su cuerpo. Se puso en pie. Se estiró y tocó con la punta de los dedos los grumos de yeso que había en el techo de la habitación. ¡Qué grande era!
Y ahí, en el espejo de la puerta del armario, se encontraba la prueba de su bendita transformación. Todo era suyo: el bigote, la sonrisa, los dientes, las piernas y los brazos, el cuello musculoso, el… Su mente, aturdida, se negó a darle nombre pero también era suyo, igual que todo lo demás.
«Tengo que vestirme», pensó.
Una vez con la ropa encima, aún parecía más asombrosamente adulto. El hacerse el nudo de la corbata resultó ser algo más allá de sus capacidades, pero en el mismo cajón que contenía sus calcetines había encontrado una pajarita de topos marrones.
En el armario, sobre un estante, había un sombrero de paja.
Bajó corriendo la escalera de incendios, veinte tramos, cada uno de ellos toda una rotación a través de los cuatro puntos del compás, y llegó al vestíbulo mareado y algo falto de aliento pero aún exultante, como un pintor el día de su vernissage. ¡Aquí estaba, dispuesto a que todo el mundo le viera!
Un hombre mayor que él se le acercó, ataviado con el más soberbio de los uniformes. Su corazón se tambaleó durante unos segundos al borde del pánico, pero el hombre de uniforme, aunque algo curioso, se mostró de lo más deferente con él.
—Buenos días, señor Kellerman. ¿No funciona el ascensor? Hace un momento funcionaba.
—Oh. Sí, claro. El ascensor.
Sonrió.
¡Su nombre era señor Kellerman!
El vestíbulo estaba lleno de espejos, y al pasar ante ellos no pudo reprimir una sonrisa. El nombre (su nombre) iba repitiéndose en el interior de su cabeza como los redobles de una marcha solemne y, con todo, llena de alegría.
El hombre de uniforme pasó rápidamente ante él y abrió la puerta de cristal.
—Gracias —se le ocurrió decir.
Su sombrero rozó el borde de la marquesina azul del edificio al pasar bajo ella. Al caminar, podía ver por encima de los coches aparcados en la calle. ¡Qué diferente resultaba el ser alto! Todos sus músculos trabajaban con una potencia superior. Tenía la impresión de ser Frankenstein, con sus manos gigantes oscilando en un ritmo que contrapesaba el golpe seco de sus pies al caminar. Abrió y cerró sus gruesos dedos. En el dedo medio de la mano derecha llevaba un anillo, un pedazo de materia negra engastado en oro. Golpe, balanceo, golpe; cruzó la calle, pasó junto a una mujer que iba en una silla de ruedas conducida por otra mujer más joven. Ladeó su sombrero para saludarlas y les dijo: «Buenos días, señoras». Le encantó la resonancia de aquella voz que emergía como un trueno de su pecho.
Un adulto…
Fue pensando una a una en todas las palabras feas que conocía, pero no las pronunció en voz alta, ni tan siquiera en un murmullo. Pero podía hacerlo siempre que lo deseara. Ahora podía ser un sucio y viejo vagabundo, si tal era su deseo. Se preguntó si era eso lo que deseaba. Probablemente no.
Al principio, había andado por entre grandes edificios de ladrillo destinados a viviendas, pero ahora se encontraba en un bloque de tiendas y comercios. Ante uno de ellos había un banco cubierto de periódicos. Se preguntó si ahora significarían algo para él. Antes nunca habían tenido el menor sentido.
Cogió un periódico y entró en el comercio, que vendía también golosinas y cigarrillos. Por lo menos era veinte centímetros más alto que el chico del mostrador.
—¿Cuánto es? —preguntó, enseñándole el periódico.
El chico ladeó la cabeza, logrando expresar con ese gesto una indefinible hostilidad.
—Veinticinco centavos.
Metió la mano en el bolsillo de atrás, en el cual había tenido la suficiente previsión como para guardar el artículo más esencial de toda la indumentaria adulta: su cartera. Estaba llena de dinero, tanto que no lograba imaginar modo alguno de gastarlo todo en una sola vez. Sacó un billete de dólar, se lo tendió al chico del mostrador y aguardó su cambio. El chico hizo sonar la campanilla de la caja registradora, sacó de ella tres monedas de veinticinco y se las entregó. Sintió que un escalofrío recorría su cuerpo, y tuvo la impresión de que había hecho algo irrevocablemente adulto.
Un poco más lejos había una cafetería llamada Café Lenox, y se instaló a una mesa junto al ventanal. Mientras esperaba a la camarera leyó el titular del periódico: TRAS SU LLEGADA, CARTER ESTABLECE UNA BASE PARA LA CONVENCIÓN. SUS AYUDANTES LO TIENEN TODO PREPARADO PARA UNA PRIMERA NOMINACIÓN EL MIÉRCOLES.
Siguió leyendo durante un rato, pero todo era igual y no le resultaba más inteligible que antes. No era tonto, pues sabía cuál era el significado de las palabras, pero en realidad no lograba comprender la razón de que los adultos se interesaran tanto por las cosas que escribían los periódicos. Por lo tanto, en realidad no era del todo un adulto.
Lo era y no lo era. Resultaba extraño, pero no le inquietaba demasiado. Después de todo, hay muchas cosas extrañas.
Cuando la camarera vino hacia él desde la parte trasera del café, le dijo:
—Hola, Frank.
—Ah, hola.
—Hola, Ramona —insistió ella.
—¿Cómo?
—Mi nombre: Ramona. ¿Lo recuerdas?
—Oh, claro.
Ella le sonrió de un modo no muy agradable.
—¿Qué será?
—Eh… —Sabía que no le gustaba el café—. ¿Qué tal una cerveza?
—Schaeffer, Millers, Bud, Heineken.
—Heineken.
Ella arqueó una ceja y las comisuras de sus labios se endurecieron levemente.
—¿Eso es todo?
—Sí.
Apenas había pedido la cerveza se dio cuenta de que no deseaba estar en el café, un lugar donde la camarera parecía conocerle y él debía fingir que también la conocía.
Ella cerró de un golpe seco el cuadernillo rosa donde anotaba los pedidos y lo guardó en el bolsillo de su delantal. Bajo éste llevaba un vestido muy corto, de un negro reluciente con el cuello blanco, y bajo el vestido unas medias claras que convertían sus piernas en dos columnas lisas y carentes de rasgos. Sabía que algo no andaba bien, pero no lograba identificar qué era. Sin embargo, en ella no había nada de raro y su aspecto era parecido al de casi cualquier otra camarera. Y era muy extraña.
De hecho, todos los adultos que podía ver por la acera delante del local parecían extraños; incómodos y aturdidos como si, igual que él, todos se vieran obligados a fingir que eran adultos y eso no les gustara. A él le encantaba. Es decir, le encantaba ser un adulto; el fingir no resultaba especialmente divertido. No había pensado en que aquí pudiera haber gente que le conociera, que supiera su nombre y quizá cosas todavía más importantes, como el lugar donde trabajaba. Suponiendo, claro, que tuviera alguna clase de trabajo, del mismo modo que ya tenía un nombre.
Señor Kellerman. Como nombre le parecía bastante razonable. Señor… miró nuevamente dentro de su cartera… Francis Kellerman. Ahí estaba, escrito una docena de veces; en su tarjeta MasterCharge y en otras tarjetas parecidas de varios almacenes; en su tarjeta de la Seguridad Social; en una tarjeta según la cual era miembro de algo; y… ¡sí, en su permiso de conducir!
Ramona, la camarera, volvió con una botella de cerveza y un vaso. Vertió parte de la cerveza en el vaso y lo dejó todo ante él.
—Gracias, Ramona —dijo él—. Toma… —añadió, sacándolo de la cartera—, aquí tienes un dólar.
Ella lo cogió y le miró de una forma rara. Él pensó que no había dicho lo adecuado.
—Quédate el cambio —le sugirió.
—Gilipollas —dijo ella con voz átona, y volvió a la parte trasera del café.
Probó la cerveza, pero no logró tragar el líquido. Volvió a escupirlo dentro del vaso.
—¡Cáspita! —dijo, lo bastante alto como para que Ramona le oyera, y salió del local dejando el inútil ejemplar del periódico.
Apenas había cruzado la puerta se echó a reír sin poder contenerse, y no logró parar hasta encontrarse a medio camino del apartamento donde vivía el señor Francis Kellerman.
Pero cuando llegó allí no pudo entrar. La gran puerta de cristal estaba cerrada y no había nadie en el vestíbulo, así que llamar no iba a servirle de nada. De todos modos lo hizo y no vino nadie. Si tuviera unas llaves… Pero (miró en todos sus bolsillos), no las tenía. Había olvidado que los adultos siempre usan llaves.
Un rato después llegó una señora que vivía en el edificio y le dejó entrar. Esta vez usó el ascensor. Había olvidado el número del apartamento pero sabía en qué parte del pasillo se encontraba.
La puerta estaba abierta (tal y como la había dejado él, probablemente), lo cual era bueno, y en el interior había alguien, lo cual no era bueno. Un hombre calvo con gafas de sol estaba guardando cosas dentro de una maleta abierta, que reposaba sobre la cama sin hacer.
—¡Eh! —dijo Francis.
El hombre alzó la mirada. Llevaba puestos unos auriculares estéreo.
—Señor, se equivoca usted de apartamento.
Lo que había empezado como protesta cautelosa acabó como una pura expresión de enfado. Ese hombre era un ladrón… ¡estaba robando en su apartamento!
—Eh, será mejor que salga de aquí. ¡Y ahora mismo! —Su voz retumbaba de una forma increíble—. ¿Es que no me ha oído? ¡Ahora mismo!
El hombre se quitó los auriculares y se metió por la puerta de la cocina, también abierta. Francis pudo oír cómo rebuscaba entre la cubertería. Alarmado, comprendió que intentaba encontrar un chuchillo.
Actuó rápidamente; después de todo, para los chicos de su edad el pelear es algo natural. Desenchufó una lámpara y, dándole la vuelta, fue hasta el umbral de la cocina. Cuando salió el hombre, armado con un cuchillo de trinchar, Francis le dio un buen golpe. La base de la lámpara hizo aparecer un buen chichón en el calvo cráneo del hombre, pero no había herida y, por fortuna, no le había matado. Francis no sabía qué habría podido hacer con un cadáver, pero este hombre inconsciente no representaba problema alguno. Lo arrastró hasta la escalera (donde había una segunda maleta, cerrada y ya lista para ser recogida), lo dejó ahí, y se llevó la maleta de nuevo a su apartamento. Luego, sintiéndose vengativo y con ganas de divertirse, volvió a la escalera, desnudó al ladrón (quitándole incluso la ropa interior) y lo arrojó todo por la portilla del incinerador. Le está bien empleado, pensó.
Cuando salió por segunda vez del apartamento no olvidó las llaves y cerró la puerta.
—Ese hijo de puta… —dijo en voz alta, solo en el ascensor—. Intentando robar mis cosas… Hijo de puta.
Pero en realidad le resultaba imposible sentir preocupación, o enfado, o cualquier otra emoción que no fuera pensar, divertido, en el ladrón despertando sin sus ropas. ¿Qué pensaría? ¿Qué podría hacer?
De nuevo en la agitada libertad de la calle, donde podía ir en cualquier dirección que deseara y donde no había nadie para decirle lo que podía o lo que no podía hacer, empezó a comprender cuán grande era su fortuna, algo que la mayor parte de los adultos que le rodeaban no parecían entender claramente. Podía meterse en los almacenes y comprar algo, lo que fuera, sólo para divertirse gastando su dinero. Compró flores en una tienda, así como un libro llamado Nuevas apreciaciones. Compró una botella de perfume, un aparato eléctrico para hacer palomitas de maíz, otro anillo (para su mano izquierda), un teléfono transparente del que se podía ver el interior, un juego de backgammon que costaba 150 dólares (después de que el empleado le hubiera explicado las reglas básicas) y veinte cómics de la Marvel. Aun llevando una bolsa, eso era todo lo que podía transportar.
Luego, cuando pasaba ante una iglesia, se le ocurrió de pronto que Dios debía encontrarse detrás de todo lo que le estaba ocurriendo. La iglesia era católica. No sabía si él era católico o qué era en realidad, pero parecía bastante lógico que el no saberlo era tanto obra de Dios como suya, así que no debía importar demasiado el que rezara en esta iglesia en lugar de en cualquier otra. Lo importante era que Dios no se enfadara con él.
No había nadie más dentro, así que fue hasta el altar, se arrodilló en uno de los reclinatorios acolchados y empezó a rezar. Primero le dio gracias a Dios por haberle convertido en un adulto y luego, bastante emocionado, le pidió que no volviera a cambiarle. Después de eso, le pareció que ya no tenía gran cosa que decir, pues carecía de amigos o parientes por los cuales pedir favores o de empresas que pudieran preocuparle. Se acordó de pedir perdón por la jugarreta que le había hecho al ladrón, pero se preguntó si Dios había llegado a enfadarse realmente con él por eso, dado que, después de todo, era un ladrón. Antes de irse, puso las flores en un jarrón del altar, y junto a él dejó el ejemplar de Nuevas apreciaciones. Aunque no estaba seguro de que fuera la ofrenda apropiada, le pareció mejor que el perfume o el aparato para hacer palomitas, por no mencionar al resto de sus adquisiciones (que, además, eran cosas que deseaba para él mismo). Seguro que a Dios le gustarían las flores. Había dos docenas y eran las más caras que había podido encontrar en la tienda.
Iba conduciendo el coche que había alquilado en Hertz, un Dodge Charger rojo brillante del 76, llevándolo con lenta precaución por las calles menos concurridas que había podido encontrar. Diez manzanas yendo hacia el norte en dirección única, luego a la derecha, otra vez a la derecha y después diez manzanas en dirección opuesta. Lo único que hacía falta era darle al botón que decía Motor y luego mover el volante. Era fácil. Vueltas y vueltas, entrando y saliendo del tráfico. Era fácil, pero no resultaba tan divertido como había pensado antes de hacerlo; así que, después de una hora aproximada de prácticas, aparcó ante un almacén que vendía sobrantes del ejército, aprovechando que había bastante espacio y no hacían falta maniobras complicadas.
Mientras estaba cerrando la puerta, una de las chicas que habían estado apoyadas en el escaparate del almacén se le acercó y le preguntó si quería echar un polvo.
—Eh, vaquero —le dijo—, ¿quieres echar un polvo?
Le había llamado vaquero por el sombrero y las botas que llevaba; las había comprado poco después de salir de la iglesia esa tarde.
—¿Cómo? —preguntó él.
Ella apartó un rizo pelirrojo de sus ojos.
—¿Quieres joder?
Estaba tan asombrado que no sabía cómo responderle. Pero, en realidad, ¿por qué debía sorprenderle tanto? Era un adulto y ésta era una de las cosas principales que hacían los adultos. Así pues, ¿por qué no?
—¿Por qué no? —le dijo.
—Son veinte pavos —dijo ella.
Era capaz de hablar sin llegar nunca a cerrar la boca por completo.
—Estupendo —dijo él.
Ella abrió un poco más la boca y su lengua se movió por encima de sus dientes, para esconderse luego y emerger de nuevo un segundo después. Le pareció extraño, pero pensó que lo hacía para mostrarse amistosa con él.
—¿Dónde vamos? —preguntó.
—¿No quieres usar el coche?
—Oh. Bien. —Abrió nuevamente la portezuela y los dos entraron en él—. Y ahora, ¿qué?
Ella le indicó donde debía ir, una especie de zona para aparcamiento junto al río, flanqueada en dos de sus lados por grandes edificios de ladrillo sin ventanas. Durante el trayecto se había saltado una luz roja y a punto estuvo de atropellar a un peatón. La chica se había limitado a reír. No parecía nada preocupada por su forma de conducir, y eso le resultaba tranquilizador.
Cuando llegaron al aparcamiento, ella le desabrochó los pantalones y metió la mano dentro de sus calzoncillos para coger su cosa. Se preguntó si él debía hacer lo mismo con ella. Sabía que las chicas no tenían nada ahí, sólo una rendija. Se suponía que los hombres debían meter su cosa dentro de la rendija de las mujeres, y luego empezar a moverse hasta que brotara una especie de jugo, así que empezó a buscar con la mirada unos botones o la cremallera de sus pantalones cortos.
Ella se retorció ágilmente y un segundo después éstos cayeron al suelo del coche.
Él se inclinó hacia adelante para ver dónde estaba su rendija y ella se abrió de piernas para ayudarle.
—¿Te gusta? —le preguntó.
—Supongo que sí. —Luego, pensando que eso no resultaba muy adecuado y puede que incluso no muy cortés, añadió—: Claro.
Pero a su voz le faltaba convicción.
Ella volvió a coger su cosa y empezó a tirar de ella. La sensación era muy satisfactoria, como el rascarse una zona golpeada por ortigas, pero no le parecía muy correcto estar haciendo el amor con esta chica que no le conocía absolutamente de nada. Además, ella parecía tan buena y se estaba esforzando tanto por él…
—Creo que se debe ser sincero y honesto —proclamó él.
—Oh, chico… —Ella soltó su cosa y se echó el pelo hacia atrás—. Ya empezamos. ¿Qué pasa?
—Probablemente no te lo vas a creer —empezó a decir él con cierta vacilación—, pero creo que de todos modos debería decírtelo. Tengo una especie de… bueno, supongo que tú le llamarías problema.
—¿Sí? ¿De qué se trata?
—Sólo tengo diez años de edad.
—¿En serio? ¿Diez años?
—Te dije que no ibas a creerlo, pero es cierto. Cuando me desperté por la mañana, tenía este cuerpo de adulto pero mi cabeza, por dentro, sólo tiene diez años.
—Lo creo.
—¿Lo crees? —Por su tono de voz le resultaba imposible distinguir si era cierto, pero al menos parecía tan amistosa como antes—. ¿No te molesta?
—Oye, vaquero, tu edad no importa… al menos, a mí no. Qué diablos… yo también tengo diez años.
—¿Tienes diez años? ¿De veras?
—Claro. Podría decirse que todos tenemos diez años. En cierto modo… ¿Entiendes?
—No. Quiero decir que…
—Mírame fijamente a los ojos. —Él obedeció—. ¿Ves?
—¿Qué se supone que debo ver?
—A mí, con diez años.
—No pareces muy diferente o… Oh.
—Lo viste.
—Puede. Pero no, no era tal y como yo había pensado que sería.
—¿Dónde está la diferencia?
—Supongo que en la tristeza. Siempre que sea eso lo que debía ver según tú, claro. Quiero decir…, quiero decir que no es igual que si tu edad estuviera escrita ahí, igual que en un permiso de conducir.
—¿Tienes un permiso de conducir? —le preguntó ella.
—Oh, claro. No me dejaron este coche hasta que no se lo enseñé.
—Oye, vaquero, el tiempo vuela. ¿Quieres hacer algo o no?
—Claro. —Preparó su mente para esas palabras y luego las pronunció—: Me gustaría joderte.
—Entonces, ven aquí.
Ya estaba a su lado, pero ella le hizo colocarse en una posición diferente y luego hizo lo mismo.
—¿Cómodo? —preguntó.
—Estupendo. Claro.
—De acuerdo. Ahora, relájate. Cierra los ojos. Dime, ¿qué sientes cuando te hago esto?
—Calor —dijo, tras concentrarse para dar con la sensación exacta—. Pero no justo ahí. Más bien en mi estómago.
—Entonces no hay problema. Sólo piensa en alguna amiguita tuya y deja que yo me encargue de conducir. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
La sensación de su estómago empezó a difundirse por todo el cuerpo. Había burbujitas de colores hirviendo en la oscuridad de su cabeza. Luego se convirtieron en rostros, rostros de mujeres cuyos nombres casi podía recordar. Empezó a dolerle.
Y entonces pudo ver el edificio donde tendría que ir a trabajar mañana…; un gigantesco edificio de oficinas con paredes de cristal grisáceo. Su espalda se dobló. Sus manos se flexionaron en el aire. Su pie izquierdo apretó el acelerador. Su pie derecho estaba sobre el respaldo del asiento.
Podía ver toda su vida, clara como la luz del día. Ahí estaba su mesa, su teléfono, su calendario, que mostraba sólo una fecha cada vez. Y su secretaria, la señorita Appleton. Su espalda se dobló en dirección opuesta a la anterior. Había un papel lleno de números, fajos enteros de papeles, y los comprendió con una persistente claridad, que era también un dolor nebuloso que llenaba todas sus entrañas, una pena tan enorme que su mente no podía abarcarla, siendo ahora, una vez más, a medida que el niño caía de nuevo en su largo, largo sueño, sólo la mente de un adulto.
Se corrió.
Siempre despertamos para hallarnos metamorfoseados, dándonos cuenta de que el cuerpo extraño que yace en la cama es el nuestro. Las mujeres despiertan para descubrir, tras siglos enteros de sueños, que ahora son hombres. Los gusanos despiertan convertidos en pájaros y la música brota de sus atónitos cuellos. Un hombre de negocios ya mayor despierta y se da cuenta de que es un árbol. Sus hojas se tienden hacia la luz para hincharse y crecer. Con frecuencia, el asombro es demasiado grande para soportarlo y nuestro despertar es breve. Resbalamos de nuevo hasta ser las rudimentarias criaturas que éramos antes. Nos hacemos pequeños y el sueño recobra su vieja soberanía.