La situación de su hogar había dejado a Robin Breeze totalmente libre para elegir lo que deseara hacer con su vida.
Su padre, el médico, jamás fue particularmente afortunado en su vocación y desde el principio se cuidó muy mucho de influir en Robin para que se le ocurriera la idea de seguir sus pasos. A decir verdad, siempre se refería a la medicina en términos poco respetuosos, por mucho que, tal y como daba por sentado Robin, se mostrara notablemente diestro en aquellos casos que se tomaba en serio. La principal queja conocida y nada original del doctor Breeze era la de que actualmente muy poco le quedaba por hacer al médico aislado y, si a eso se iba, incluso al paciente aislado. La madre de Robin fue una visitante veraniega a la que el solitario y joven médico logró llevar dificultosamente al flirteo. Había pocos visitantes veraniegos en Brusingham, que se encontraba a unos diez kilómetros de la costa. En ese tiempo, el padre de Robin era el médico más joven del lugar. Ahora, cada vez más y más pacientes suyos iban a ser atendidos lejos de allí.
Pese a todo, había logrado encontrar el dinero necesario para mandar a Robin y a su hermana mayor, Nelly, a escuelas privadas del condado, donde se practicaba la segregación de sexos. Poco se les había ofrecido como «guía vocacional». Las opciones seguían totalmente abiertas ante ellos. Nelly no tardó en hallar su sitio ayudando a su madre, dado que los problemas de gobernar la casa crecían año tras año. Nelly podía ver por sí misma que era inestimable, quizá incluso indispensable; y su madre era lo bastante generosa e inteligente como para confirmárselo día a día. De no ser por Nelly, probablemente el sistema de vida familiar se habría derrumbado en un momento. Por lo tanto, Nelly no tenía demasiado interés en pasarse todo el día escribiendo a máquina en una congestionada oficina de las Midlands, o de pasar su vida cauterizando animales de granja como ayudante de un joven veterinario aficionado a la bebida; por nombrar sólo dos de las opciones que se le ofrecían. Robin no estaba tan decidido. Un día vio un anuncio en el semanario local, una publicación que corría el peligro constante de cerrar definitivamente o ser conquistado por un sindicato nacional y neutralizado, y que el médico recibía por razones profesionales.
El anuncio informaba que Lastingham necesitaba un cartero provisional. Se trataba de algo ligeramente superior a un cartero temporal. No se especificaba con claridad en qué consistía el ofrecimiento, sin duda para economizar en cuanto al número de palabras; pero Robin adivinó que podía tratarse de algo ligeramente especial y fuera de lo corriente.
Lastingham era la comunidad costera y a duras penas si se la podía calificar de pueblo debido a la erosión de los acantilados. Hasta la iglesia había desaparecido, con excepción de su extremo oeste. El doctor Breeze hablaba algunas veces de ataúdes y huesos que emergían del acantilado mientras la iglesia iba derrumbándose, pero Robin y Nelly jamás habían visto ninguno aunque habían ido allí a menudo con sus bicicletas para echar un vistazo. Los habitantes se habían ido mezclando con los de Hobstone y Mall. En los últimos tiempos, las casitas de pescadores y las pequeñas tiendas de Lastingham fueron reemplazadas por casas veraniegas y cabañas baratas para jubilados, repartidas al azar por el paisaje desafiando todo sentido de permanencia con su precariedad. Sin embargo, la única gasolinera que se intentó poner en marcha fracasó casi de inmediato, quizá por falta de capital. Seguía existiendo un puesto para vender helados, frituras y dulces, aunque normalmente estaba cerrado y con el candado puesto. Robin y todo el mundo sabían que, por fin, la oficina de correos había sido declarada como peligrosa; así que todo el correo se gestionaba desde lo que antes era la estación de salvamento.
Robin dejó el semanario local sobre una caja de vidrio que contenía los especímenes de su padre, montó en su bicicleta y se marchó sin decirle ni una palabra a nadie.
Como han llegado a descubrir muchos de los que han ejercido ese trabajo, la ronda postal era mucho más interesante de lo que podrían suponer los no iniciados. La amenaza que pesaba sobre Robin, y que convertía su ocupación laboral en algo permanentemente provisional, consistía en que los avances tecnológicos podían hacer que en cualquier instante la entrega se efectuara mediante una impersonal camioneta desde Corby, Nuneaton o algún otro lugar todavía más remoto. Que el reparto se efectuara desde tales sitios alteraría todas las direcciones postales volviéndolas absolutamente engañosas. Que Robin tuviera su propia bicicleta podía servir de algo, aunque quizá fuera esperar demasiado. Al llegar Robin, se le dijo que un cartero jubilado iría con él para enseñarle los lugares. A Robin no le quedaba más remedio que llevar su bicicleta de la mano, dado que el anciano ya estaba más allá de la edad en que le fuera posible montar en cualquier cosa. El cartero jubilado también resultó ser un pescador jubilado, y siempre estaba hablando del mar y del mercado del pueblo, que llevaba ya largo tiempo cerrado.
Se encontraban en una región de caminos sin cuidar, límites vecinales nada definidos y azarosas estructuras que se unían en ángulos nada coordinados.
Robin señaló una casita que se encontraba bastante lejos, justo donde el terreno empezaba a ceder. El camino que llevaba hasta ella sólo había sido cuidado en el tiempo de su creación; indudablemente, en el período de las granjas dedicadas a criar gallinas posterior a la primera guerra mundial.
—¿Qué hay de ésa, señor Burnsall?
—Ahí no hay correo —dijo el viejo cartero y pescador.
Se estaba frotando la rodilla izquierda con su mano derecha. Tenía que inclinarse mucho para conseguirlo.
—¿Quiere decir que la casa está vacía?
—No está vacía, pero no hay correo.
—¿Quién vive ahí exactamente?
—Ahí vive la señorita Fearon. Dicen que es bastante bonita. Linda como un pájaro. Pero no recibe correo.
—¿La ha visto alguna vez, señor Burnsall?
—No puedo decir que la haya visto, Robin.
—¿Cómo sabe la gente que existe?
—¡Echa una buena mirada! —dijo el viejo cartero con paciencia, aunque no se encontraba en una posición adecuada para señalar.
Robin, tal y como se le había enseñado, examinó el lugar con mayor atención que antes. De la distante chimenea de la casa se alzaba un hilo de humo. Robin pensó que no lo habría visto de no haber estado el día tan claro y porque no soplaba el viento.
—A la señorita Fearon le gusta estar caliente. Siempre es igual, tanto en invierno como en verano.
—Las mujeres son así —dijo Robin, sonriendo.
—Algunas mujeres, Robin —respondió el viejo cartero, que se había puesto derecho por fin.
—Espero poder echarle un vistazo a la señorita Fearon. Quizá podría visitarla con una Caja de Navidad cuando llegue el momento adecuado.
—No hacemos eso con gente como la señorita Fearon. No reciben correo, así que no están obligados a nada.
—¿Tiene nombre la casa? —preguntó Robin.
—No lo tiene —replicó el viejo cartero—. ¿Por qué debería tenerlo?
—Para entregar el carbón —sugirió Robin, que todavía no se tomaba el asunto demasiado en serio.
—Si es que lo quema… Quizá sale de noche y coge un poco de turba.
—No sabía que hubiera turba aquí —dijo Robin, aunque había pasado toda su vida a unos diez kilómetros de distancia solamente.
Pero el viejo cartero ya había conversado demasiado esta mañana y se encontraba a unos cuantos metros de él, volviendo a su hogar, mientras Robin seguía mirando. Si Robin deseaba realmente echarle una mirada a la hermosa señorita Fearon, al menos el anciano le había insinuado una posible hora para ello. Mientras seguía la corpulenta silueta del anciano, casi le pareció sentir una oleada de virilidad en su interior que se agitaba. Podía ser una sensación bastante difícil de dominar, y en ello estaban de acuerdo todos los educadores.
Particularmente difícil resultaba la decisión de si el proyecto nocturno valía la pena de verdad. Dos solitarios trayectos de diez kilómetros en su bicicleta por entre la niebla; una larga y fría espera; lo obviamente poco digno de confianza que era el relato del anciano (que éste, además, había definido claramente como una serie de suposiciones) y, por encima de todo, lo extremadamente improbable que era acertar con la noche o noches adecuadas. Hasta el momento presente Robin ni tan siquiera le había planteado a su padre la inevitable escena de la llave.
En cierto modo, resultaría mucho más inteligente, al menos como punto de partida, acercarse a la casita a plena luz del día; pero a Robin le frenaba la prominencia oficial de su cargo. Era casi seguro que habría murmuraciones si se daban cuenta de que el cartero se encontraba en esas horas tan perceptiblemente lejos de su ronda de reparto. La gente podía quejarse con bastante justicia de que con ello se había retrasado frívolamente la entrega de sus cartas y paquetes; y eso podía ser sólo el comienzo. En segundo lugar, Robin no deseaba que la ocupante de la casa sospechara que sus únicas intenciones eran espiar y fisgonear. En tercer lugar, si es que Robin pensaba ser honesto consigo mismo, lo cierto es que no sentía ni la más mínima inclinación a que de pronto le saltaran encima. ¿Qué defensa podía oponer a ello? ¿Qué excusa?
Los problemas, si su destino es éste, a menudo se resuelven por sí mismos con más efectividad de lo que nos es posible a nosotros. Después de que Robin llevara en su trabajo sólo siete semanas y media, apareció un paquete dirigido sencillamente a la «señorita Rosetta Fearon». Era un cuestionario de las autoridades del censo y todo el mundo acabaría recibiendo uno más pronto o más tarde. El anciano, que había acompañado por doquier a Robin durante toda su primera semana, veía de este modo que acertaba en tres asuntos muy importantes: el nombre, el sexo y, al parecer, el estado civil. Por lo tanto, había razones para suponer que probablemente también acertara en el cuarto y más importante de los puntos. Robin sintió hervir en su interior una nueva oleada de confianza. Por otro lado, ese mismo nombre, «Rosetta», sugería la imagen de una persona mayor. El doctor Breeze había llevado una vez a sus hijos para que vieran la Piedra Rosetta, clave de tantos asuntos. Estaba bastante cerca del Colegio Real de Cirujanos, en Lincoln’s Inn Fields, que había sido el objetivo primario de la excursión. Al mismo tiempo, habían visto el busto esculpido de Julio César, que había sido trasladado hacía ya tiempo.
—Nunca recibe nada —le confirmó la joven señora Truslove, que se encargaba de dirigir a media jornada la oficina temporal de correos.
Lo cierto era que en el papel oficial no había otra dirección más precisa que «Lastingham». El anciano también parecía haber acertado en cuanto a que la casa carecía de nombre. Pero las autoridades del censo sabían que el departamento de investigación de la oficina de correos era digno de confianza. Todo el mundo lo sabe.
Cuando llegó al lugar, Robin vio de inmediato que el nombre de la casa, sencillamente, se había desprendido. Era muy posible que las letras todavía pudieran encontrarse entre la abundante hierba. Todas las ventanas que Robin podía ver, tanto en la planta como en el piso de arriba, tenían las cortinas corridas. Vaciló antes de internarse por entre la maleza hasta la parte trasera de la casa, allí donde el salón daba al mar. El familiar hilo de humo que brotaba de la familiar chimenea se recortaba con un débil color verde o verde amarillento contra el azul del cielo y no tardaba en perderse. Robin se dio cuenta de que ese humo mal podía ser el del carbón, seguro y digno de confianza. No sabía de qué color era el humo de la turba. Aparte de eso, no había ni la menor señal de que la pequeña propiedad estuviera habitada. Robin había dejado cuidadosamente apoyada su bicicleta en el seto medio abandonado antes de dar un firme empujón a la puerta. Ahora tenía el paquete entre las manos.
El buzón no se encontraba junto a la puerta sino al lado de la entrada principal. Tenía forma de caja y parecía tener bastante capacidad: estaba construido dentro de los ladrillos y sólo podría ser quitado en bloque con una palanqueta. La tapa era anormalmente ancha. En todas partes los carteros suelen sufrir por la pequeñez de dichos orificios, e igualmente sufre la correspondencia que manejan.
Dado que se trataba de una ocasión casi solemne, comparable quizá con el intervenir de testigo en un testamento, Robin apartó la tapa con su mano izquierda, pensando insertar el comunicado oficial dentro del buzón con la derecha. Pero apenas hubo tocado la tapa, algo blanco surgió del interior y cayó a los pies de Robin.
Era una carta, doblada apretadamente sobre sí misma con franca habilidad. Estaba temerariamente dirigida «Al cartero». Robin metió de nuevo los saludos de las autoridades del censo dentro de su bolsa y procedió a leerla. Quizá fuera a recibir instrucciones especiales en lo concerniente a la entrega del correo. La carta estaba escrita con una letra bastante grande y perfectamente legible:
Me ha ocurrido algo extraño. Descubro que estoy casada con alguien a quien no conozco. Un hombre, quiero decir. Su nombre es Paul. Es bueno conmigo y en cierto modo soy feliz, pero tengo la sensación de que debería relacionarme con usted. Sólo pequeños mensajes de vez en cuando. ¿Le importa? Nada más, en nombre de Dios. Eso debe prometérmelo. Quiero que me lo prometa por escrito.
ROSETTA. ROSETTA FEARON
Robin examinó tan bien como pudo el mecanismo mediante el cual había sido expelida la misiva. La tapa del buzón resultó no estar unida a la parte superior, sino que giraba sobre un eje situado más abajo que posibilitaba colocar una carta en tal posición que, con un poco de buena suerte, caería hacia fuera nada más se tocara la tapa. La señorita Fearon había sido lo bastante afortunada como para que la casa hubiera sido construida de ese modo. O quizá fue ella quien lo adaptó de esta manera.
Robin sacó de su bolsillo un impreso de Entrega Imposible. Luego sacó su lápiz oficial del interior de su gorra y escribió: «Lo prometo. Volveré la semana próxima. EL CARTERO». Siempre le habían dicho que firmara así y que no diera jamás su nombre real. Metió el impreso dentro de la casa y comprendió que podía estar justo ante el umbral de un romance; aunque, como empezaba a parecerle ahora, ese romance fuera con una mujer casada.
Su corazón se había reunido con las alondras que colmaban el cielo. Empezó a canturrear «Más cerca de Ti, Dios mío», el himno especial de su madre. Las olas se estrellaban contra los acantilados con un nuevo impulso.
No fue hasta haber montado en su bicicleta y haber partido cuando se dio cuenta de que el cuestionario de la señorita Fearon seguía en su bolsa. Lo correcto hubiera sido regresar, pero con sólo eso conseguiría atraer sobre él más chismorreos que con todo lo hecho hasta ahora. Metió el cuestionario en el bolsillo de su chaqueta, junto con el resto de impresos. Después de todo, pensó, seguía siendo un aprendiz.
—Está sonriendo —dijo la señora Truslove cuando volvió a la oficina temporal de correos.
En parte, se trataba de una exclamación de sorpresa y de una acusación.
Esa noche, en su habitación, Robin leyó una y otra vez la extraña carta de Rosetta Fearon, y terminó por depositarla bajo su almohada. Por la mañana el estado del papel le hizo comprender que no podía hacer eso con la misma carta cada noche. No importaba. Habría más cartas. Estaba tan seguro de ello como si se lo hubieran garantizado personalmente.
Robin no hizo intento alguno de apresurar las cosas. Tenía ante él un camino largo y traicionero, pero se dio cuenta de que al precipitarse podía perderlo todo. No dijo nada a nadie; ni a la señora Truslove ni a su padre o su madre, ni a Nelly, que era la segunda voz de su madre, y que últimamente empezaba a ser la primera de forma cada vez más notable. El viejo cartero y pescador tenía el cuerpo envarado por el lumbago. Bob Stuff, el mejor amigo de Robin, se había ido a Stockport para vender seguros a domicilio. Además, Robin no le habría contado a Bob algo semejante y Bob tampoco se lo habría contado a Robin.
Los siete días pasaron más pronto o más tarde y Robin se encontró una vez más apoyando su bicicleta en el descuidado seto, pero esta vez el timbre tintineaba impulsado por el temblor de su jinete. El problema era la fría lluvia de finales de abril, que empapaba y lo dejaba todo helado. Robin llevaba el impermeable de lona oficial que, o bien había sobrevivido a los carteros anteriores, o bien había sido encontrado en la estación de salvamento después de su evacuación. La señora Truslove nunca parecía saber exactamente cuál de las dos cosas era cierta.
Robin recogió la segunda carta y se quedó inmóvil, sosteniéndola entre sus dedos. La casa no le ofrecía protección alguna: no tenía baranda o porche, ni tan siquiera poseía alero. Ese día, todas las alondras estaban ocultas en sus agujeros. Las olas gemían arañando los acantilados.
No es cruel, en absoluto, pero no puedo encontrarme a gusto con él. Es un perfecto desconocido. A menudo no logro entender lo que dice y eso parece entristecerle. Pero no me siento desgraciada. Siempre hay algo bueno en todo, y existen muchas compensaciones. Gracias por escribir. Por favor, manténgase en contacto conmigo. Nada más que eso, sean cuales sean las circunstancias. Me parece que no soy libre. Comprométase solemnemente a ello. Suya
ROSETTA
Las palabras fueron haciéndose borrosas a medida que Robin las leía, intentando protegerse los ojos del agua con un viejo pañuelo. Antes de que hubiera terminado con ella, la carta se había convertido prácticamente en pulpa. Además, el acto de leer requiere dos o tres veces más tiempo del normal cuando llueve, incluso cuando la lluvia es ligera.
Robin tampoco tenía refugio alguno en el cual escribir su réplica o meditarla. La lluvia goteaba de la circunferencia de su gorra. Cogió otro impreso y garrapateó un apresurado «Me comprometo. Volveré como siempre. EL CARTERO», tras lo cual metió el húmedo papel dentro del buzón.
En otras circunstancias, quizá hubiera intentado expresarse de forma más calurosa; aunque incluso entonces la expresión «Tu Cartero» habría sonado con toda seguridad de un modo impropiamente navideño y se le había advertido indirectamente contra tal tipo de relaciones. En ese instante, Robin se dio cuenta de que hasta el momento no se le había dado nada para entregar por segunda vez en esa remota casita.
Y, en realidad, aún faltaba por entregar la primera comunicación. Robin supuso que la había perdido. Debía reconocer que pensaba en eso sólo en los momentos más inadecuados. Pero, probablemente, el no entregar un cuestionario no representaría gran cosa para la señorita Fearon o sus oscuros sentimientos.
La tercera carta, expelida debidamente del buzón una semana después, decía:
No puedo negar que a veces es agradable. ¡Si supiera más de él! Desearía confiarme a él sin reserva alguna, pero eso es imposible. ¿Comprende qué le estoy diciendo, Cartero? A menudo le veo luchando consigo mismo. No entiendo cómo entró en mi vida. Acepte estas confidencias pero no espere nada más. Debo guardarle fidelidad, ¿no es cierto? Lo ha jurado. Suya
R.
El clima volvía a estar dominado por los céfiros y Robin cedió a un impulso repentino. «Soy su más sincero amigo», escribió, sin añadir nada más y, limitándose a la inicial, firmó «C.».
Las alondras cantaban siguiendo los latidos de su cuerpo; las olas susurraban. Todo parecía tentarle para que echara una mirada, pero Robin tenía que volver a su ronda. Ni esta semana ni la anterior había tenido ninguna obligación laboral para venir hasta aquí, a no ser que fuera para entregar con retraso la comunicación original que, probablemente, había desaparecido para siempre.
Antes de montar en su bicicleta, Robin examinó el reverso de la carta. La semana anterior le había sido imposible hacerlo ya que la carta se había derretido mientras la leía. Ahora, Robin vio que no había nada más escrito en ella. El que esto fuera o no una prueba de que su relación avanzaba resultaba difícil de averiguar; pero siempre se puede albergar alguna esperanza mientras nos quede aliento y esa mañana, mientras se alejaba pedaleando, a Robin le quedaba mucho aliento en su interior.
Pronto los días empezaron a prolongarse de forma maravillosa y Lastingham se llenó de visitantes veraniegos en tal cantidad que Brusingham jamás podría igualarla. Cada vez había más colas ante el pequeño edificio de los lavabos públicos, delante del pintoresco y diminuto café, bajo el letrero «NIÑOS PERDIDOS» y alrededor de la estación de autobuses en miniatura. Los coches estaban aparcados hasta llegar al borde del acantilado, sin hacer caso del aviso fijado por el Concejo Parroquial y sin prestar atención al testimonio que ofrecían la iglesia en ruinas y la oficina de correos abandonada. Los hombres discutían por doquier dónde se hallaba la gasolinera más próxima; cuál era la más barata y cuál se encontraba aún en condiciones de ofrecer sus servicios. Las mujeres empezaban a sufrir por el hogar y anhelaban el regreso. Los niños se enfadaban y tenían rabietas, campando por todo el lugar. Las alondras volaban más alto que nunca. Las olas lamían eróticamente los acantilados.
Quizá Robin hubiera podido olvidar a Rosetta Fearon. Habría sido fácil suponer que escogería entre las jóvenes y las señoras tendidas en el paseo de chilla; descartando antes, naturalmente, su uniforme. Él y Nelly habían visitado ocasionalmente Lastingham durante otros veranos, pero eso era muy distinto de ver el lugar día a día. El problema era que demasiados visitantes estaban allí sólo para un día, como lamentaba incesantemente el Concejo Parroquial. Si tenía que mantener algún tipo de relación romántica, Robin tendría que viajar constantemente a Stroud Green, a Smethwick o a Chorlton-on-Medlock. Y, sencillamente, eso no podía permitírselo. Por el momento, tampoco le resultaba posible emigrar para el resto de su vida a uno de esos lugares, por muy apasionante que pudiera resultarle tal perspectiva. Rosetta Fearon se encontraba ahí mismo y, hasta cierto punto, incluso podía decir que se hallaba incluida en su ronda.
Robin empezó a percibir entre la multitud ociosa a una mujer que siempre llevaba un vestido veraniego, distinto cada día, y que cada día la hacía parecer más y más hermosa. A veces el vestido era suelto y a menudo lucía en su cabeza un sombrero graciosamente ladeado. Tenía una cabellera perfecta. Su tez también lo era, quizá porque el sombrero la resguardaba de los peores efectos del sol. Andaba de manera ágil y alegre, y sus zapatos y sus tobillos eran tal y como Robin jamás había soñado que pudieran existir. Para poner un ejemplo, no eran uno de los atractivos de su madre, que él recordara, y era dudoso que lo hubieran sido alguna vez. Nelly tenía piernas de ciclista.
Ninguna mujer semejante vendría a Lastingham para una visita; ni tan siquiera para quedarse una semana entera. Robin jamás habría supuesto tal cosa. Apenas la distinguió Robin pensó que era Rosetta Fearon.
Eso fue dos días después de que hubiera recibido la tercera carta de la señorita Fearon. De las afirmaciones que había hecho el viejo cartero y pescador siempre había faltado una por confirmar. ¿Y ahora? ¡Ah, el viejo y amable cartero y pescador! ¡Sal de los dos elementos en partes iguales! Era una pena que, según la señora Truslove, el pobre anciano ahora estuviera aquejado también de urticaria. Ella se preguntaba qué iba a ser de él, viviendo completamente solo.
Robin no intentó acercarse. Eso habría sido tentar al destino, trastornar arreglos que ya habían sido hechos. Peor aún, habría tenido que obrar muy de prisa, aunque quizá la multitud hubiera podido apartarse para dejar paso al cartero. Pero pudo ver que la mujer solía llevar, a menudo o quizá siempre, una elegante bolsa de diseño extranjero en la cual podía presumirse que guardaba sus compras. Al igual que cualquier otra mujer iba de tiendas, siempre de tiendas. Realmente, no hacía falta ninguna otra explicación de sus actos. A veces, distinguía fugazmente la hermosa visión dos veces en un solo día y no cada diez o veinte minutos sino a intervalos más amplios, algunas veces cuando aún estaba haciendo el reparto, otras veces durante el período de reposo oficial. La mujer llevaba guantes largos, recogidos descuidadamente por encima de sus muñecas o superpuestos a las mangas de su delgado traje, diferentes cada día. Siempre parecía estar a punto de sonreír.
Cuando el sol pareció que iba a explotar, el ir en bicicleta por los caminos se convirtió en un trabajo que hacía sudar; y el problema era que ninguna de las bolsas de invierno podía contener todo el surtido exigido por los visitantes semanales: botes de alimento infantil, frascos de antidiurético, la peluca de la abuela envuelta en papel de seda, arrobas enteras de tarjetas postales que llegaban cada día de sitios idénticos con clima intercambiable. Si todos los visitantes de un solo día se hubieran convertido en visitantes semanales, tal y como deseaba el Concejo Parroquial, habría tenido que nombrar algún otro cartero o cartera suplementario, y quizá incluso una motocicleta. Lo más probable habría sido que se realizara la temida transferencia de entregas y que el reparto se hiciera desde esa impredecible distancia. Robin seguía trabajando, quitándose frecuentemente la gorra durante uno o dos segundos, posponiendo lo inevitable.
Cuando hubo apoyado por cuarta vez su bicicleta contra el seto fronterizo de la señorita Fearon, vio que todas las flores proclamaban la estación y todas las espinas se habían movilizado. Se arriesgó a dejar su gorra en lo alto del seto y el lápiz dentro de ella.
Se limpió la cara y el cuello con una mano y sostuvo en la otra la carta de la señorita Fearon.
Se está comportando cada vez de forma más extraña. Aunque puede que no resulte extraña en absoluto para aquéllos que poseen la clave que yo no tengo. Sospecho que le gustaría confinarme aquí. Hay desafíos incluso cuando me lavo el pelo. Y, sin embargo, siempre es tan gentil, tan bueno conmigo. Puede que deba pedirle algo con el tiempo. Por el momento no me haga preguntas ni me exija nada. Suya con afecto
R.
Y la inicial estaba seguida por lo que Robin sólo pudo identificar como un beso; un beso solitario; una minúscula cruz de San Andrés.[2] Para aquel momento Robin estaba a punto de sufrir un desmayo a causa del calor.
Cuando ascendió de nuevo por el maltrecho sendero que llevaba a la puerta se tambaleaba, eso es cierto. Y también es cierto que se dejó caer en su sillín como si el sendero pedregoso del exterior fuera la playa que se divisaba abajo. Ciertamente, perdió toda noción del tiempo, toda cautela ante los ojos que pudieran estar atisbando a lo lejos detrás de binoculares prestados, todo recuerdo de los corazones que le odiaban por haber recibido un auténtico beso de papel de la bella señorita Fearon.
Robin luchó por recobrar el control de su cuerpo y sus pensamientos. Tragó un par de las píldoras tonificantes de efecto rápido que su padre siempre distribuía entre su familia y a las cuales recurría él constantemente. Robin colocó la gran saca postal de verano, fabricada por convictos reluctantes, bajo su cabeza ardiente. Tenía la impresión de que el avance más claramente definible de toda esa correspondencia se encontraba en esa expresión de afecto hacia su persona, el cartero. ¿Qué otra cosa podía resultar más adecuada? Por fin, Robin logró sacar uno de los impresos habituales de su recalentado bolsillo. El clima era perfectamente adecuado para quemar sus naves. Robin se puso en pie para coger su lápiz oficial y luego volvió a sentarse en el camino para escribir, sencillamente: «Responderé a su petición. No pido nada más. EL CARTERO». Era un instante que requería la palabra entera.
Estuvo pensando durante largo tiempo; a veces llegó a chupar la punta de su lápiz oficial. Luego trazó no una sino dos cruces de san Andrés. Ya podían colgarle no sólo por mancillar un simple impreso postal, sino por saquear toda la Oficina General de Correos, igual que en Irlanda. Robin casi corrió para entregar la nota. Una vez tomada la decisión, caminó con paso rápido y ligero durante una hora o dos. Apenas si se daba cuenta del calor. Respiraba como un chiquillo.
Las alondras habían subido tan alto que eran inaudibles. El mar estaba tan antinaturalmente plano que no se veía romper ola alguna. Las vacaciones le parecían una perspectiva digna de un sueño; tanto por adelantado como una vez pasadas. La única chimenea de la casita seguía emitiendo una débil humareda diamantina.
Dos días después, con la hermosa silueta de la mujer flotando por todas partes igual que el pájaro azul de los sueños, apareció en la oficina provisional de correos un paquete dirigido a la «Señorita Rosetta Fearon, Lastingham», sin nada más.
—Si pesa demasiado espere a mañana, querido —le sugirió bondadosamente la señora Truslove.
—Me las arreglaré —respondió Robin, cual si fuera el cartero de una película publicitaria.
Había hablado antes de levantar el paquete.
—¿Qué crees que hay dentro?
—Será algún certificado. Tiene suerte de que no sea una entrega contra reembolso.
Robin luchó bajo el intenso calor con la pesada saca de verano y el paquete, el más pesado con el que había tenido que vérselas hasta ahora. En lugares más desarrollados, naturalmente, había otro cartero para entregar los paquetes. Robin descubrió que le era difícil mantener el rumbo en su sobrecargada bicicleta. El calor había afectado de alguna manera las llantas.
Para entregar el paquete lo más de prisa posible, Robin pasó de largo ante varios sitios en los que había debido detenerse. Proceder de ese modo quizá redundara en beneficio del bien y de la organización imaginativa y personal del trabajo, pero dejó atrás una serie de niños decepcionados y llorosos, aunque fuera sólo temporalmente.
Si algún día hubo un timbre junto a la puerta principal de la señorita Fearon o en la misma puerta fue retirado o recubierto. La tapa del buzón estaba colocada de tal modo que era imposible producir con ella un ruido satisfactorio, aunque Robin lo intentó con varios métodos. Al final, tuvo que llamar él mismo a la puerta, igual que la policía en las películas. Aún vacilante, no se atrevió a llamar con fuerza. El vecino más próximo se encontraba a menos de medio kilómetro.
Por fortuna no hizo falta. Robin pudo oír pasos.
Se quitó la gorra de un manotazo. Se suponía que los carteros no debían hacer tal cosa, pero no todos tenían que enfrentarse por primera vez a la hermosa imagen de la señorita Fearon o ser reconocidos por ella también por primera vez; y menos en un lugar tan remoto. Robin apenas si tuvo tiempo para recoger el lápiz del suelo y esconderlo en su camisa.
La puerta se abrió y en el umbral no apareció ninguna señorita Fearon, sino un hombre con una vieja camisa a cuadros y unos pantalones sucios, igual a cualquier otro inglés.
—Paquete —dijo Robin.
Logró emitir la palabra tal y como prescriben las ordenanzas, pero estaba tan aturdido que se le olvidó recogerlo del peldaño donde lo había dejado.
El hombre no tenía obligación alguna de cogerlo en su lugar.
—¿Qué hay dentro? —preguntó, exhibiendo una suspicacia fuera de lo normal.
Lo cierto es que su aspecto invitaba a pensar en la suspicacia; tenía patillas color castaño, ojos pequeños y rasgos corrientes.
—Es un certificado —dijo Robin.
—No sé nada de eso —dijo el hombre.
—Pesa mucho —dijo Robin, ofreciendo un poco más de información pese a que nada le obligaba a ello.
El público debe aceptar o rechazar los artículos postales tal y como les son entregados. Es posible que el derecho a rehusarlos no tarde en desaparecer, aunque data de los tiempos anteriores al primer servicio de correos organizado oficialmente.
—¿Y qué? —preguntó el hombre con suspicacia.
Las cosas se estaban acercando a un punto muerto. A esas alturas, Robin ya sabía que eso sucede de vez en cuando, pero en el caso actual sentía deseos de lanzar un grito de frustración y desengaño. Sin embargo, alguien le arrojó un cabo salvavidas repentinamente; aunque resultaba difícil decir si era débil o resistiría.
En el interior de la casa se oyó una voz de mujer; Robin pensó que era una voz muy musical, aunque en realidad sabía muy poco de música y la voz se limitó a la mera enunciación de un monosílabo.
—¡Paul!
—Está bien —dijo el hombre con voz irritada; sin volverse hacia la belleza del interior, siguió contemplando fijamente al pobre Robin—. No lo quiero —dijo, dándole una buena patada al paquete.
Robin pensó inmediatamente que eso podía ser peligroso, dado que al parecer ninguno de ellos sabía lo que contenía el paquete y, aparte de peligroso, le pareció estúpido.
—No va dirigido a usted —indicó Robin, aunque nadie se lo hubiese preguntado.
—¡Paul! —exclamó la voz musical desde el interior.
Robin estaba casi seguro de que ahora se oía más cerca. Puede que dentro de unos segundos ocurriera algo inesperado.
Robin puso su mano sobre la puerta. Quizá éste fuera su momento y, posiblemente, la mejor ocasión que se le iba a conceder.
—Puede quedarse con esa… cosa —farfulló el hombre de las patillas castañas.
Robin pudo ver que sus ojos estaban inyectados en sangre. Viviendo en el campo jamás había visto con anterioridad unos ojos semejantes. Siguió apoyado en su brazo ligeramente extendido en la puerta abierta, aunque lo hizo del modo más disimulado que pudo.
—¡Paul! —exclamó la voz musical; todavía más cerca, habría podido jurar Robin.
—… maldito cartero —gruñó el hombre.
En ese mismo instante le propinó al brazo derecho de Robin un golpe tan fuerte como si se hubiera golpeado con una barra de hierro, y le aplastó el pie izquierdo con una bota pesada que parecía tener la suela del mismo metal. Todo había ocurrido como si Robin hubiera «puesto el pie en la puerta», igual que cualquier vendedor ambulante, algo que los carteros tienen instrucciones de no hacer sean cuales sean las circunstancias. La puerta se cerró con un golpe tal que debería haberla sacado de sus goznes y, ciertamente, el ruido tuvo que recorrer medio kilómetro de distancia en un día tan quieto y soleado como lo eran todos en aquellas semanas.
Robin, herido en dos sitios a la vez, se quedó solo con el pesado y enigmático paquete. Se debatía entre el miedo y la esperanza de que la puerta se abriera de nuevo, pero no fue así. En el interior de la casa reinaba ese absoluto silencio que a estas alturas ya habría descrito como usual. Por muy vulnerable que fuera su posición, estaba demasiado preocupado como para moverse durante lo que le pareció un largo período de tiempo.
Entonces ocurrió algo realmente extraño. Robin, sin pensar, metió la mano en uno de los bolsillos de su chaqueta y, de entre todos los impresos oficiales y demás documentos, ¡extrajo la comunicación de las autoridades del censo, que debería haber entregado en esta misma casa hacía ya semanas! Pensó que debía estar buscando su lápiz de forma inconsciente.
Ya era tiempo de que recuperase el control de sí mismo. Se puso de rodillas y, en esta posición, introdujo tímidamente el cuestionario en el buzón.
Y, al hacerlo, la carta de costumbre salió revoloteando de éste, aunque no había pasado ni una semana desde la última.
Esta vez Robin se sentó en el peldaño para leerla.
Estoy tendida, aplastada por su peso, y me pregunto: ¿quién es? Nada de lo que hace por mí es capaz de reconciliarme con él. Cartero, esto es lo que debo decirle: la felicidad duradera no existe en ningún sitio. Suya sinceramente
R.
Y los dos besos de Robin habían sido recibidos y devueltos con otros dos. Se fijó especialmente en que, por primera vez, no se le pedía que prometiera nada. Nada en absoluto. O su palabra había sido aceptada o, por implicación, ahora se le liberaba de sus pesadas promesas. Al igual que había ocurrido en lo tocante a su carrera, se le dejaba en libertad para que decidiera según su mejor criterio.
¿Cómo era posible que ese hombre, Paul, no hubiera visto las respuestas ya entregadas por el cartero, que nunca había guardado en sobres? Si las había visto, ¿cómo era posible que no hubiera acabado con la mujer de la voz musical? ¿Cómo viviendo con tal hombre y, según afirmaba, no sabiendo casi nada de él, tenía la mujer de la voz melodiosa el coraje de proseguir semejante correspondencia con un cartero al que sólo había podido examinar, si es que pudo hacerlo, desde alguna rendija? Inmóvil ante la puerta, a Robin se le ocurrió la explicación más probable de todas. Sencillamente, quizá un hombre como éste no supiera leer, y ésa debía de ser la respuesta.
Robin logró sacar otro de los familiares impresos de su bolsillo, junto con el también familiar lápiz. «Viva conmigo en vez de con él», escribió. En ese momento su brazo herido apenas si le permitía escribir algo más. Estuvo meditando sobre la firma y acabó volviendo a la «C.». Eso parecía mejor; junto a ella, una crucecita solitaria y casi austera.
El impreso, ya completado, siguió a la misiva oficial dentro de la casa.
Robin se puso nuevamente la gorra y cojeó hacia la puerta de la finca. Dejó el paquete sobre el peldaño. Era algo que se hacía a menudo si no había otra alternativa. Robin siempre podía volver más tarde en su bicicleta para ver si le había ocurrido algo.
¿Dónde estaban ahora las alondras? ¿Qué había sido de las olas?
Cuando volvía a casa esa tarde, Robin se desvió (un buen trecho, además) para echar un vistazo. Por lo que pudo ver, y se arriesgó tanto como podía exigírselo el deber, el paquete había sido «recogido». Se imaginó que la hipótesis normal del robo no encajaba demasiado en este caso. Quizá pudiera observarse la casita desde lejos, aunque no fuera posible hacerlo con su fabulosa ocupante; pero no había nadie que la visitara aparte del cartero. Esa sencilla probabilidad explicaba en sí misma varios aspectos de lo ocurrido. Sin embargo, esta tarde apenas si se podía distinguir la columnita de humo verde pálido. Un enjambre de mosquitos habría manchado el aire de forma más perceptible.
Era posible que muy pronto Rosetta Fearon emergiera, con un atavío totalmente distinto, para recoger turba.
Robin decidió que confiar en tal posibilidad sería, a la vez, poco sabio y nada práctico.
Robin había guardado las tres cartas supervivientes en una caja roja hecha con madera de betel, un regalo que su tío Alexander le había traído del Oriente cuando era joven, y que entregó a Robin cuando cumplió los trece años.
Tío Alexander vivía jubilado en Trimingham. Su contribución permanente a la vida era un incesante lamento sobre la estación de ferrocarriles de Trimingham y toda la red de la M. G. N., que en tiempos había servido a la comarca de forma tan brillante. Siempre hablaba de los vagones que pasaban, pintados de brillante color amarillo, inmaculadamente puntuales, a cambio de unas tarifas totalmente inocuas. Tío Alexander apenas si había salido de su casa desde que cerraron la línea, pero ancianos de su generación solían visitarle cada noche para quejarse y hablar del pasado. Dos de ellos habían trabajado con la M. G. N., en Mellón Constable; otros dos habían estado en el departamento de horarios; había un viejo que trabajaba en las vías, en el área de Aylsham y sus alrededores.
Hasta ahora Robin había sido incapaz de hallar un uso particular para la caja. Jamás había imaginado que podría ser tan útil como en esta ocasión. Ahora la caja se había convertido en una urna. Robin cubrió la última carta de la señorita Fearon de abundantes besos; a cada momento estaba besando a la mujer que había visto entre las inquietas multitudes de Lastingham. Desde luego que la promesa contenida en las diferentes cartas no fue expresada de modo explícito, y puede que incluso esa promesa fuera muy lejana; pero Robin sabía que de ese modo obraban las mujeres atractivas. Para una mujer, hablar claramente era consentir y admitir. Robin escondió la urna entre sus viejos pijamas y su chándal para correr, los metió en su baúl y le dio dos vueltas de llave. Luego se quitó el uniforme.
Durante todo ese tiempo oía cantar a su madre. Estaba haciendo la cena, todo lo bien que le era posible sin la ayuda de Nelly. Nelly estaba pasando una o dos semanas de vacaciones en las playas de Wash con una amiga suya, que sufría una leve disminución física.
… Dile… adiós… a papá.
Se ha… ido… a la guerra.
Esa tonada bailable de ritmo meloso era su favorita. Siempre volvía a ella. Parecía que la estuviera cantando desde que Robin se encontraba en su cuna, que en el pasado fue también la de ella y, por supuesto, la de Nelly en el período de tiempo que quedó libre.
El padre de Robin estaba fuera esa noche, por razones profesionales o quizá por el mero placer de variar.
Mientras cenaban, la madre de Robin habló sobre los varios hombres que la habían admirado antes de que se casara. Cuando estaba a solas con Robin ése era su tema invariable de conversación; algo que, después de todo, no ocurría demasiado a menudo. En aquellos días estuvo trabajando en una fábrica de productos farmacéuticos próxima al Támesis, y la habían ascendido varias veces. Ése había sido un interés común que compartía con el padre de Robin cuando se conocieron por primera vez. Si el padre de Robin estaba presente, su madre rara vez hablaba de nada en particular, y tampoco lo hacía él. Es un hecho oficialmente reconocido que quienes practican la medicina suelen ceder a la melancolía. A decir verdad, el porcentaje de suicidios entre ellos es más elevado que en cualquier otro segmento de la población. En el momento actual, la responsabilidad de llevar adelante casi toda la conversación durante la comida, así como en los demás momentos del día, recaía en Nelly.
Robin había pasado un día particularmente duro, tanto física como emocionalmente. De normal, no habría tenido mucho apetito, sobre todo teniendo en cuenta que aún hacía calor y su madre odiaba tener la ventana abierta. Pero, sorprendentemente, devoró cuanto se le puso delante y luego pidió otra ración. Mientras la engullía, su madre le contemplaba con el rostro iluminado por la nostalgia.
—Rex tenía unas manos tan suaves… —decía.
Robin asintió. Una vez más, tenía la boca demasiado llena para las palabras.
—Y los brazos más preciosos que he visto.
—Me alegro por él —respondió Robin, que aún tenía cierta dificultad para articular.
—Hasta llegar a los hombros.
—No como yo —dijo Robin, que ahora podía sonreír.
—Oh, Robin, niño, tú tienes unos brazos muy bonitos. Tú también los tienes —afirmó la madre de Robin—. A menudo me pregunto de dónde vienen. Me lo pregunto, sí, me lo pregunto.
—Hoy llevaron un paquete muy pesado, mamá.
—Es una vergüenza que debas trabajar tanto.
—Veo mundo, mamá.
—Ya es hora de que tengas una buena chica y un hogar propio. Debo pensar en qué puedo hacer al respecto. Tengo experiencia, has de comprenderlo.
Al final, Robin se dedicó a frotar una rebanada de pan tras otra en el espeso puré que nada más habría sido capaz de eliminar del plato.
—¡Un cazador hambriento! —exclamó afectuosamente su madre.
—Tengo muchas responsabilidades, mamá.
Cuando, muy de vez en cuando, se le permitía estar a solas con su madre, los sentimientos que experimentaba hacia ella variaban por completo.
Sin decirle ni una palabra a nadie, y sin el uniforme, Robin partió la tarde siguiente en busca de una habitación para alquilar en Jimpingham. Tenía uno de sus períodos de reposo y la señora Truslove le había permitido cambiarse en el lavabo. También se había encargado de cuidar su uniforme hasta que llegara la noche. Incluso le había guiñado el ojo.
Jimpingham era un pueblo muy parecido a Brusingham, aunque algo más alejado del mar; posiblemente, unos quince o veinte kilómetros. Entre Brusingham y Jimpingham se encontraba Horsenail, muy parecido a los dos pueblos. Robin pensaba o, mejor dicho, tenía la esperanza de que en Jimpingham nadie tuviera una idea muy precisa de quién era él. El acuerdo que tenía su padre con los demás médicos excluía que practicara su profesión por aquella zona. Tendría que correr el riesgo con sus compañeros, que eran mucho mayores que él. Desde la casa de la señorita Fearon se podía llegar a Jimpingham sin encontrar por el camino casi ninguna otra casa, aunque el camino no resultaba demasiado directo.
Como pronto se verá, Robin lo había estado pensando todo lenta y cuidadosamente. Si tenía que encargarse de Rosetta no podía llevarla a casa, con sus padres y con Nelly. Una habitación en Lastingham no serviría de mucho; allí le conocía ya todo el mundo y le marcaba su uniforme. Rosetta daba la impresión de andar por el pueblo casi todo el tiempo y el alquiler estaría fijado según los precios del veraneo. Lo que menos deseaba era tener que discutir y decidir con Paul sobre quién se quedaba con el hogar existente en esos momentos y, además, la necesidad podía surgir en cualquier instante. Si no había ningún lugar razonablemente cercano en el cual Rosetta pudiera reposar su cabeza, podía huir de inmediato a Londres o a cualquier otro sitio.
Naturalmente, la propiedad de la casita era un asunto que podía plantearse más tarde, suponiendo que Robin estuviera realmente preparado para vivir con Rosetta en el mismo lugar donde había vivido con Paul, pero en el intervalo hacía falta algún otro sitio que resultara perfectamente discreto y no demasiado caro, ya que el objeto principal de todo el asunto era darle refugio a un maravilloso pájaro azul herido. Por suerte, cuando Robin estuvo en la escuela, los chicos habían pasado todo el tiempo hablando sobre los nidos de amor que existían en los diferentes pueblos, repasando todos los tipos de vivienda más o menos honesta que había en ellos, ya tuvieran ventanas adecuadas o no. Es probable que muy poco de esa charla se basara en una experiencia directa, pero Robin confiaba en conocer los trucos más básicos. En cualquier caso, su problema no era precisamente la timidez, sino algo menos fácil de expresar.
Robin estuvo examinando durante un rato Jimpingham antes de hacer su primera intentona. Los visitantes tenían muchas cosas que ver sin que nadie les pidiera cuentas por su presencia; estaban los restos de una gran bomba muy adornada y un estanque verde pálido, en el cual quizá se hubiera alzado en tiempos dicha bomba; un mojón que se decía estaba relacionado con el rey Carlos II; la forja de un herrero, que ahora vendía objetos de recuerdo y miel de panal; la tumba de la hermosa doncella en la parte vieja del cementerio y la del doctor Borrow en la nueva. El doctor Borrow había sido un eminente predicador y matemático local; se decía que procedía, aunque por una rama colateral, del mismísimo Lavengro. Anteriormente, Robin no había tenido ocasión de inspeccionar con atención ninguna de esas cosas.
La primera vivienda elegida por Robin llevó, casi inmediatamente, a una embarazosa conversación de un carácter que él no consintió, aunque luego se dio cuenta de que debería haber cedido. Se le había advertido de ello varias veces. Puso fin a la conversación fingiendo ser algo retrasado; truco que sigue teniendo su utilidad en las zonas menos sofisticadas del campo.
Hacía falta auténtico valor para intentarlo de nuevo; y más aún si sólo habían transcurrido unos minutos y no era a muchos metros de distancia. Pero Robin creía que no era valor lo que le faltaba, y esta vez escogió mejor, pues topó con la servicial señora Gradey, una refugiada nada menos que de Dublín, que no tenía hombre alguno detrás de ella y debía ganarse la vida. Había siete criaturas, en ese mismo instante lejos de allí, en la escuela, pero la señora Gradey afirmó que no harían ningún ruido ni causarían molestias. La señora Gradey se mostró de lo más flexible en cuanto al precio del alquiler y también respecto a todas las demás cuestiones que a Robin se le ocurrió plantear, como por ejemplo dónde estaba el cuarto de baño más próximo. Incluso le prometió cocinar bistecs y patatas fritas para el pobre pájaro azul, si llegaba a ser necesario y si los costes y otras cosas similares podían resolverse de antemano.
Robin declaró que, por el momento, le gustaría alquilar el cuarto amueblado por un mes solamente, dado que no sabía muy bien cuándo estaría libre el pájaro azul para trasladarse a él. Dejó suponer que no pasaría mucho tiempo antes de que tanto él como ella pudieran pagar una suite, un apartamento o todo un edificio.
Tras su última experiencia en la mansión de Rosetta, Robin no vio razón alguna para limitar sus visitas a una por semana o a la existencia de algún pesado paquete que debiera entregar. Quizá nunca hubiera otro paquete. A la mañana siguiente de haber cerrado su trato con la señora Gradey, le escribió una carta a Rosetta mientras su madre le convocaba reiteradamente para que se tomara el desayuno caliente en el piso de abajo. Dado que la ausencia de Nelly iba a durar unos cuantos días más, había cogido de su habitación una hoja de papel para cartas color rosa y había suprimido cuidadosamente la franja vertical de tallos y hojas de brezo, usando las tijeras oficiales con que, teóricamente, se equipaba a cada cartero.
«No aguardes más», escribió. Pero eso se parecía demasiado a una de las canciones de su madre[3] y Robin cortó también una tira horizontal de la hoja.
«Ven en seguida». En ocasiones como ésta Robin, igual que todo el mundo, podía demostrar que no en vano le habían obligado a estudiar a Shakespeare.
«Ven en seguida. Te aguardo con todo mi respeto. Aquí está la dirección. Si hace falta, coge un taxi. Actúa ahora. Ten confianza. EL CARTERO». Robin sabía que una mujer en la posición de Rosetta estaría más dispuesta a huir para ponerse bajo la protección de otra mujer, aunque ésta fuera una desconocida. Por lo tanto, se había cuidado de explicar detalladamente la identidad y el paradero de la señora Gradey. No podía ofrecer un número de teléfono, porque la señora Gradey no estaba en condiciones de permitírselo. Sin embargo, también estaba claro que en la vivienda de Rosetta no había teléfono; no había nada salvo un hilillo de humo verdoso, minúsculo pero inmortal; eso y silencio. Robin no añadió ninguna crucecita. El momento era demasiado serio para eso.
Dobló la carta, la metió en el sobre color rosa que hacía juego con el papel pero no lo cerró, pues era posible que se le ocurriera algo para añadir. Ante la posibilidad de que sintiera deseos de volver a escribir toda la carta, tomó también otra hoja de papel. Luego puso la franja de brezo recortada en el bolsillo de su camisa para tener buena suerte. Estaría allí, junto a su corazón, hasta que Rosetta acudiera a él.
Bajó corriendo la escalera, anhelando el desayuno por muy tarde que fuera.
—Tu padre no vino a casa la noche pasada.
—Eso no es nada nuevo.
Robin tenía la boca llena de huevos revueltos, bacon, media salchicha de buey, tomate al horno y puré. En una mañana como aquélla, ¿qué importaba si el desayuno se había enfriado? Tanto más fácil de tragar, estando las cosas como estaban.
—A veces me preocupa.
—Nelly volverá pronto.
—A veces me preocupáis todos.
—Por mí no tienes que preocuparte, mamá.
La madre de Robin le miraba mientras comía. Hacía diez minutos que tendrían que estar en su bicicleta, saliendo de Brusingham, pedaleando duramente y recordando cuál era su ronda de reparto. La madre de Robin empezó a llorar.
Era algo que siempre hacía, pero cuando se encontraban juntos, solos los dos, cosa que raras veces ocurría, no por eso disminuía el amor que sentía hacia ella.
—Oh, Robin.
Él dejó a un lado el cuchillo y el tenedor. De todos modos ya casi había limpiado el plato; debía de haber conseguido un récord de velocidad, ciertamente. Apartó el pesado tazón, sin molestarse en buscar el plato donde reposaba. Luego se levantó de la mesa, cruzó la vieja pero familiar habitación, y se apretó contra el ancho seno de su madre.
—De todos modos, tú eres mío —dijo la madre de Robin, llorando cada vez más—. Mío, mío.
Robin posó su mejilla izquierda, recién afeitada como mandaban las normas, sobre el cuello y la frente de su madre. Sus ojos, al mirar hacia abajo, veían sus apretadas enaguas negras.
—Es una lucha tan grande —dijo la madre de Robin. Disolviéndose de nuevo en el llanto.
—Un día lograrás huir de todo esto.
Dejó de llorar durante un segundo y miró a su hijo con expresión seria y algo dura.
—¿Lo piensas realmente? ¿Lo crees?
—Claro que sí, mamá. —Le propinó un abrazo de la clase extrafuerte—. Ahora tengo que irme. Todas esas cartas, todos esos paquetes. Etcétera.
Antes de permitir liberarse, ella le dio un beso serio y concentrado. Estaba cubierta de lágrimas. No dijo nada más.
—Adiós, mamá.
Corrió hacia su bicicleta para quitarle el candado. Su mano izquierda no se apartaba de la carta sin cerrar y la hoja en blanco, ribeteada de brezos, que se encontraba junto a ella.
Robin pensaba que no sería ningún problema, llegado el momento, apartarse de su ruta para entregarla. ¿A quién le importaba esa mañana los viejos telescopios agrietados, medio cubiertos de óxido o, quizá, incluso carentes de cristales; las maltrechas cámaras Brownie o los corazones resecos cual hongos al terminar su estación? Valía la pena perderlo todo si en esto consistía el amor.
Robin recorrió el caminillo como si tuviera todo el derecho del mundo a estar en él y le impulsara un asunto oficial que solventar. Sacó su carta y la convenció para que atravesara la extravagante tapa del buzón, como si fuera una Ultima Petición de Gracia. Por primera vez, nada cayó del buzón al hacer eso. Mientras se alejaba, apenas miró la casa, aunque sí comprobó la presencia del tímido efluvio verdoso. Ahí estaba y ahí, no pudo evitar ese pensamiento, ¡ahí se encontraba la babosa sobre el espino y todas esas cosas parecidas! De modo totalmente inconsciente, mientras pedaleaba empezó a canturrear otra de las canciones favoritas de su madre: «Novio lleno de ensueños. Novia llena de fantasías. Ella es la dulce belleza que va junto a él. Cariño de su padre. Orgullo de su madre».
Cuatro días después Robin estaba sentado, solo, en el cuarto que había alquilado.
Se las había arreglado para visitar la morada de Rosetta cada mañana, pero cada mañana había levantado suavemente la extraña tapa del buzón sin resultado. No precisaba a nadie para comprender que Rosetta debía sufrir un auténtico torbellino interior. Ya ni siquiera la veía corretear con expresión feliz de tienda en tienda en Lastingham. Se enfrentaba a la crisis de su vida. Quizá no hubiera otra crisis semejante para ella hasta que Robin tuviera un repentino ataque al corazón o sufriera un colapso nervioso. Si todo iba bien, claro está.
La soledad de Robin no se limitaba meramente al cuarto. Estaba solo en la casa. La señora Gradey y toda su progenie estaban fuera, buscando cosas. Era algo que parecían hacer cada tarde, siempre que el tiempo lo permitía. Volvían trayendo una sorprendente variedad de objetos, que la señora Gradey examinaba la mayor parte del día, valorándolos comercialmente.
La señora Truslove le dijo a Robin que el viejo había muerto el día anterior. Su enfermedad había ido empeorando progresivamente y el desenlace había sido en realidad una liberación.
—Cuando la gente empieza a partir, se derrumban como árboles —observó poéticamente la señora Truslove.
Mientras hablaba se dedicaba a clasificar el correo.
Sonó el timbre, prolongada y estruendosamente. Robin permaneció muy tranquilo. La señora Gradey tenía visitantes a muchas horas, y lo mismo ocurría con sus dos hijas mayores y el mayor de los chicos, que se llamaba Laegaire. Robin había ya aprendido a no albergar falsas esperanzas.
Pero esta vez quedó muy sorprendido. En la puerta se hallaba Nelly, de regreso de la costa y tan morena como un lobo de mar (o su equivalente masculino), firme cual una roca.
—Voy a entrar —fue lo único que dijo en ese momento.
Robin permaneció inmóvil en mitad de la alfombra que había alquilado, de un indistinto color marrón. Nelly vestía un florido atuendo de viaje.
—Es todo cuanto puedo permitirme —dijo Robin, sonriendo y señalando el cuarto—. Es decir, por el momento.
—Espero que no tenga las piernas largas —dijo Nelly mirando hacia la cama, que bien podría haber sido fabricada con roble ahumado.
—La verdad es que no lo sé —dijo Robin, aún sonriendo.
—¿Quién es, Robin? Será mejor que juegues limpio conmigo. Después podré ayudarte en este asunto.
—Su nombre es Rosetta Fearon. No querrá decir nada para ti.
—¡Cómo que no! Es la buena pieza que anda dando vueltas por Lastingham como si fuera la princesa del lugar.
El corazón de Robin, y no sólo ese órgano, le dio un vuelco en las entrañas. Sólo entonces comprendió lo poco seguro que en realidad había estado. Le harían falta uno o dos minutos para recuperar la confianza en sí mismo. Con todo, una vez más el viejo cartero y pescador había tenido razón.
—¡Qué simplón eres! —dijo Nelly; ése era el tono habitual con que se dirigía a él desde sus primeros tiempos de convivencia.
—¿No se lo dirás a la gente, Nelly?
—No. Pero jamás lograrás meterla en esa cama. Ni en ésa ni en ninguna otra.
—Eso no es lo principal, Nelly. En realidad, es lo único que carece de importancia en todo esto.
—No —dijo Nelly—. No es lo único.
Robin la miró. Le llevaba ventaja a la gente y siempre se la había llevado; empezando con su madre y, evidentemente, también con su padre. Nelly, sencillamente, había nacido de ese modo.
—Siéntate, Nelly —dijo Robin con voz grave—, y, por favor, dime exactamente lo que estás insinuando sobre la señorita Fearon.
De modo instintivo, Nelly tomó asiento en la única silla que se encontraba en buenas condiciones. Ni tan siquiera le había hecho falta comprobar las otras. Luego, se arregló la falda con un seco tirón, como si se encontrara en compañía de un desconocido; en cierto sentido, Nelly siempre se encontraba en compañía de desconocidos. Robin tomó asiento en el suelo, alzando las rodillas hasta pegarlas al pecho.
—No es el tipo de mujer para eso —dijo Nelly—. Para empezar, fíjate en cómo va vestida. Ropas así no han sido hechas para quitárselas.
—Creo que sabe vestir de un modo precioso.
—Son cosas que una mujer siempre nota —protestó Nelly—. Además, hay algo raro en ella.
—¿El qué?
—Conoce a todo el mundo y en realidad no lo desea.
Robin permitió que sus piernas resbalaran un poco hacia adelante.
—¡Nelly! Honestamente, ¿puedes culparla de ello?
—Y nadie quiere conocerla a ella. Eso puedo asegurártelo.
—No sabrían qué decirle, en tal caso.
—Se encierra en su agujero y nadie sabe lo que hace allí.
Robin, desde el suelo, alzó la mirada hacia Nelly.
—Nelly, ¿cómo es posible que tú o alguien más lo sepa cuando nadie se digna hablar con ella?
—Estoy hablando contigo, Robin. Puedes creerlo o rechazarlo.
Robin meditó durante unos instantes.
—Explícame una cosa —dijo por fin—. ¿Cómo me has descubierto? ¿Cómo has encontrado este lugar?
Por primera vez Nelly sonrió…, y a Robin le pareció que en su sonrisa había un gran afecto.
—Robin, todo lo que haces o piensas es un libro abierto para mí. Siempre lo ha sido y siempre lo será. Ya deberías saberlo.
Robin meditó un poco más. Nelly ni tan siquiera le había visto desde que alquiló la habitación.
—A veces todo esto me asusta. Lo admito.
—Robin —dijo Nelly con voz nerviosa o, al menos, lo parecía—, te aconsejo que abandones todo esto y vuelvas a casa.
—Creo que la mayor parte de la gente se asusta alguna u otra vez —dijo Robin, siguiendo con lo que había empezado a decir antes y recordando a todos sus compañeros, formando un grupo compacto en su memoria, contemplando las rompientes del mar.
—No es para ti, Robin —dijo Nelly; habló en voz muy baja y suave y quizá por ello sus palabras sonaron todavía más apremiantes—. Vuelve a casa.
—No la he abandonado, Nelly.
—Entonces, ¿qué es todo esto?
El gesto de Nelly habría podido abarcar toda el ala dedicada a los huéspedes en el palacio de Sandringham.
—Esto es algo adicional. Nada más.
Nelly le contempló fijamente, con cierta dureza.
—No es posible, Robin. Te lo aseguro. Debe ser una cosa o la otra.
Robin estiró las piernas y luego las cruzó en lo que se suponía era el modo turco de sentarse.
—Ahora no puedo volver —dijo.
Intentaba con todas sus fuerzas parecer, al mismo tiempo, resuelto, inconmovible y con un perfecto dominio de sí mismo.
—Desde luego, no puedes volver conmigo —dijo Nelly, como si las palabras de él debieran tomarse en sentido literal. Se había puesto en pie y estaba examinando el estado de sus medias, primero una pierna y luego la otra—. Tengo que ayudar a mamá y si llegaras conmigo eso no serviría para nada, sólo para que empezara a pensar. Sin duda te veré luego. Es decir, si no te interrumpen antes. Ya he dicho lo que debía decir.
—No se trata de nada tan desesperado, Nelly —dijo Robin, sonriendo de nuevo; esta vez requirió un esfuerzo—. Claro que me verás. Mi estómago empieza a protestar. De todos modos, ¿cómo has llegado aquí? ¿Has venido en tu bicicleta?
—Boulton me trajo desde Trapingham. Me está esperando.
—¿Dónde te espera?
—En el «Puñado de guisantes». Es otra razón por la cual no puedes viajar conmigo, hermanito.
Boulton Morganfield no era de la región; procedía de un lugar cercano a Coventry. No se parecía a nadie de la región.
—¿Te interesa Boulton?
—Ni en lo más mínimo, Robin, ni pizca. Ni una migaja de interés.
Esa vez Robin casi consiguió reír.
—Cuídate, Robin. Inténtalo.
Pero todo lo ocurrido tras esta conversación, indudablemente preocupante, fue que Robin dejó pasar otra media hora más de su guardia oficial y luego volvió lentamente a casa en bicicleta. Aunque estaba muy hambriento no serviría de nada apresurarse. Preparar la cena siempre era algo que requería un largo tiempo para su madre y Nelly, ya que esa labor siempre era interrumpida por las confidencias. No había visto señal alguna que indicara el regreso de los Gradey.
La mañana siguiente, una carta cayó a los pies de Robin al abrir la tapa del buzón de la señorita Fearon. Antes de leerla se desabrochó la chaqueta.
«No puedo soportarlo más. Me confío a ti ahora, segura de que me tratarás con respeto. ROSETTA». Y había dos cruces; esta vez más grandes.
Durante todo el día, Robin tuvo cierta dificultad en recordar el orden de las casas, así como en no girar a la izquierda en los cruces donde lo conveniente para él era girar a la derecha. A las once y media casi atropelló a una tal señora Watto, que escribía libros para ancianas, y que siempre llevaba abrigo, ocultando con ello nadie sabía muy bien qué.
—Ha destrozado usted mis meditaciones —murmuró la señora Watto, con los ojos relucientes y los labios húmedos.
Al final de la tarde Robin fue en su bicicleta a Jimpingham. Naturalmente, lo hizo tan pronto como le fue posible; aunque Rosetta no había podido especificar ningún momento preciso. Cuando se encontraba a cierta distancia de su nuevo hogar, Robin se dio cuenta de que los Gradey andaban rondando por ahí. Había ciertas manifestaciones de su presencia que había aprendido a interpretar desde lejos.
Robin le puso el candado a su bicicleta y ascendió lentamente la escalera. Abrió la puerta cautelosamente, como siempre; ya que eso era una exigencia impuesta por la misma estructura de la puerta.
La bella Rosetta estaba sentada en el interior de la habitación. Como Nelly, había logrado encontrar la única silla digna de confianza.
Rosetta se puso en pie sobre sus hermosas piernas.
—¿Eres mi cartero? —preguntó con su voz musical, algo más aguda de lo que Robin tenía por habitual en una mujer, pero grácil y melodiosa como una cascada que brilla bajo el sol.
Le tendió la mano, sosteniendo los guantes en la otra.
—Mi nombre es Robin Breeze —dijo Robin con voz queda—. No soy más que un cartero provisional. Creo que debería dejarlo claro ahora mismo. Pronto estaré haciendo otra cosa.
Tres minutos antes, no habría sido capaz de expresarse con tal decisión. La voz de Rosetta le había inspirado; su mano, tan perfectamente adecuada en su calidez, su textura y su fuerza, ya le había conseguido enardecer, dándole ánimos.
—¡Yo también! —dijo Rosetta; como si fuera ella la anfitriona que recibía a un invitado.
Robin pensó que resultaría más inteligente sentarse en la cama. Antes había cerrado la puerta, aunque en la habitación hacía calor.
—¿Dónde están todos? —preguntó Rosetta.
—Trabajando. La familia se llama Gradey. Una madre y algunos chicos. Espero que no te importen.
—No estaré aquí para siempre —dijo Rosetta.
—He dispuesto con la señora Gradey que se encargue de cocinar para ti, si te agrada la idea. Me temo que su cocina es bastante sencilla. Será como si estuviéramos en casa.
Robin pensó que sería mejor aclarar tan pronto como le fuera posible que no tenía intención de imponerle inmediatamente su presencia a Rosetta; ni tan siquiera pensaba alquilar otra habitación en la casa, suponiendo que hubiera alguna libre. Además, el modo en que se había expresado tendría que alegrar un poco el talante de su conversación, haciéndola claramente más familiar e íntima.
—Llevo algún tiempo comiendo muy poco —dijo Rosetta, y su expresión se hizo algo triste—. Ya sabes que he atravesado por una auténtica ordalía.
—Eso parece —dijo Robin, intentando parecer dueño de sí mismo y muy seguro.
Para su deleite, Rosetta no podía llevarle mucho más de diez años, incluso ahora que la podía examinar de cerca, a unos dos metros de distancia, con buena luz diurna y toda la atención necesaria.
—¿Cuánto tiempo has vivido en Lastingham? —continuó Robin.
—Mi tío me dejó la casa. En su testamento, ¿entiendes? El señor Abraham Mordle. Puede que hayas oído hablar de él.
Robin meneó la cabeza. En realidad, sí había oído hablar de Abraham Mordle. Todos los niños le conocían como el Rey de los Sustos. A Robin le pareció que era mejor no abrir la boca en cuanto al tema.
—¿Y te trasladaste a vivir en ella? —le preguntó cortésmente, aunque se había quedado algo inquieto al oír ese nombre.
—No parecía haber otra solución mejor —dijo Rosetta—. Encontré muchas cosas con las que distraerme, aunque es una casa muy fácil de llevar. Sabes que solían llamarla Niente, ¿no?
—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Robin.
—Es la palabra italiana para decir nada. El nombre se cayó, y antes de que pudiera hacerlo colocar de nuevo apareció Paul.
—¿No podía ponerlo él? —preguntó Robin.
Hablaba en broma, indudablemente, pero cada vez con una mayor familiaridad; Después de todo, ése era el auténtico objetivo de la charla. Cada par de segundos contemplaba el arco sutil que formaba el vestido de Rosetta en su cuello; cada uno de los segundos encuadrados entre esas miradas, observaba la perfecta colocación de su falda.
—Paul era incapaz de hacer nada. ¿Has oído hablar de H. H. Asquith?
—Algo.
—La esposa de Asquith, su segunda esposa en realidad, dijo: «¡Herbert era incapaz de encender una cerilla!». Eso es lo que todo el mundo recuerda de Asquith. Paul también era así.
—No lo parecía —dijo Robin—. Ya sabes que le vi una vez.
—Paul era muy distinto de lo que aparentaba. Eso es algo que aprendí muy pronto. Es lo único que aprendí.
—Tenía que entregar un paquete —dijo Robin—. Iba dirigido a ti. ¿Llegaste a recibirlo?
—Supongo que sí —dijo Rosetta—. Siempre estaban llegando paquetes.
Robin logró contenerse a tiempo y se tragó el «No llegaban paquetes» que ya casi salía de sus labios.
—Paul hacía con ellos lo que le parecía. Recuerda que era mi esposo. No es que fuera poco considerado, ya te dije que no lo era.
—Me dijiste cosas que no logré entender —le contestó Robin—. Supongo que entonces no desearías entrar en detalles. ¿Podrías hablarme de todo eso un poco más ahora? No pienso hacerte preguntas, claro está, si es que prefieres no hablar de ello.
—Hay poco que contar —dijo Rosetta, y su rostro se entristeció nuevamente, como si estuviera a punto de hacer pucheros—. Un día desperté para encontrarme casada. Igual que lord Byron. Jamás he comprendido cómo sucedió. Era igual que un sueño y sin embargo no lo era. Has dicho que viste a Paul. Nadie sería capaz de inventarlo en un sueño.
Robin asintió. Tampoco él sentía deseos de hablar sobre Paul.
—Será mejor que pensemos en el futuro, ¿no? —le sugirió.
Rosetta rió con una risa que era como un lago iluminado por el sol.
—¡Qué práctico eres!
—Es mejor que lo sea, ¿no? —preguntó Robin, sintiéndose algo desorientado.
Con cierto abatimiento pensó que si deseaba ser práctico quería serlo de un modo totalmente distinto. Estaba intentando abarcar la gloriosa totalidad de Rosetta, desde su cabello color trigo hasta sus ojos almendrados, pasando por sus delgados pies y sus elegantes zapatos. De repente se preguntó cómo habría hecho el viaje. No lograba imaginarse a esta visión recogiendo turba. Al menos en eso el anciano se había equivocado.
—Creo que será mejor permanecer aquí varias semanas como mínimo —dijo Rosetta con voz sumamente decidida—. Incomunicados, ya sabes. Excepto, algunas veces, con el cartero.
Robin distinguió el brillo de su mirada.
—Pero sólo algunas veces.
—Podríamos planear lo que debemos hacer luego —dijo Robin, intentando, aunque sin mucho convencimiento, sacar algún beneficio de su proposición.
—Emplearé el tiempo para descansar y puede que luego me vaya. Cartero, debes entender que no tengo dinero. Sólo lo que hay en mi bolso. Paul era muy estricto, ésa es una de las razones por las que me he ido. Una entre varias. Tenía que irme, no me quedaba elección.
Robin sintió que palidecía a medida que avanzaba en el confuso relato.
—Pero… —dijo, sin tener ni la menor idea de qué palabras pensaba utilizar a continuación.
Rosetta le ahorró el esfuerzo.
—Cartero, será mejor que te diga todo esto muy claramente. Por supuesto que con el tiempo te devolveré hasta el último penique. Cuando me encuentre con fuerzas suficientes, saldré de aquí y me las arreglaré. No puedo hacerlo en Inglaterra. De no haber sido por el legado de mi tío podría haberme muerto de hambre, y todos ésos que se llaman amigos míos y mi condenada familia no habrían movido un solo dedo. Aparte de la casa, había una cierta suma de dinero del tío Mordle. Cartero, no tienes ni la menor idea de cómo es la gente en realidad. Al menos, espero que no la tengas. Jamás permitiré que se me vuelva a echar encima otro nombre. Paul fue el último.
Para decirlo de forma suave, en sus palabras se detectaba cierta amargura pese a que Rosetta las pronunciaba alegremente, cual si fueran el lejano repique de campanas medievales.
—Haré cuanto pueda —dijo Robin; aunque en esos momentos no tenía ni la menor idea de cómo hacer algo.
La situación era parecida a la que tuvo lugar en uno de los banquetes profesionales de su padre, el único al que había asistido, cuando la inexperiencia le hizo tragarse entero un sorbete de limón. Al igual que todo joven digno de consideración, había supuesto que el romance se encargaría de proveer sus propios y misteriosos recursos y soluciones o que, al menos, así ocurriría con el auténtico creyente; el que tenía fe. Ningún joven que piense de otro modo es digno de consideración.
Rosetta le estaba contemplando con una sonrisa reflejada en sus ojos azules.
—También te pagaré intereses —dijo—. Claro que lo haré. Mientras tanto, me confío a ti.
Por supuesto, era la misma expresión que había utilizado en su última carta.
Pero la familia Gradey estaba de vuelta. Robin llevaba ya cierto tiempo oyendo el confuso ruido que organizaban, aunque en realidad no le prestaba atención. Rosetta, por supuesto, no se había referido para nada a eso. El diálogo sostenido entre ella y Robin había sido de una elevada intensidad.
Se oyó un leve golpe en la puerta.
—Entre —dijo Rosetta.
Era la primera vez que Robin la oía hablar igual que si fuera una extranjera. En casa, su padre siempre decía «adelante» a todos los pacientes.
Y la señora Gradey, aún manchada de óxido y suciedad, entró en la habitación.
—¿Cómo se encuentra, querida? —preguntó con voz algo preocupada.
—Bastante bien —dijo Rosetta sin levantarse de su silla—. Cansada tras mi ordalía.
Sonrió con bravura.
—Estaba segura de que había llegado. Es un don que poseo. Robin se lo puede decir.
—Acertaba usted —dijo Rosetta.
—Mis criaturas también tienen el don —dijo la señora Gradey.
Rosetta asintió lentamente, con un gesto lleno de gracia.
—¿Le habló Robin de mis criaturas?
—Sí, por supuesto. Estoy segura de que me haré amiga de todos. ¿Tienen bicicletas? Este lugar es tan bonito…
—Tienen bicicletas, pero hay algunas otras cosas que no tienen.
—Debo enterarme de lo que más desea cada uno.
—Eso es muy considerado de su parte, querida mía. Son unas criaturas buenas y tranquilas. En lo que a ellas respecta, no oirá usted ni un solo ruido. Dormirá en paz, se lo prometo. —De hecho en el exterior seguían oyéndose golpes y sacudidas, pero los ojos de la señora Gradey no paraban de moverse por la austera habitación, comparándola con la sencilla elegancia de Rosetta—. Si desea que le compre algo, enviaré al mayor para que vaya al pueblo.
—Gracias. Haré una lista.
—¡No creo que desee un bistec para la cena! ¿Qué le parece un pavo bien gordo? ¿Y una botella de excelente vino francés del «Puñado de guisantes»? Puedo asegurarle que allí están muy bien provistos de todo tipo de licores y vinos.
—Gracias —dijo Rosetta—. Entre nosotras, señora Gradey, y ésta es la primera vez que yo recuerde, me encuentro totalmente desfallecida por el hambre.
—Llámeme Maureen —dijo la señora Gradey, sonriendo de forma aún más calurosa y llamativa, pese a la suciedad que cubría su rostro.
Rosetta le devolvió la sonrisa, aunque no dijo nada.
—¿Se quedará Robin? —preguntó la señora Gradey.
—No —dijo Robin—. No puedo. Me resulta imposible.
Entre los tres se produjo entonces una pausa tan larga como curiosa, igual que en los tableaux vivants. Habría resultado imposible asegurar si el aire se llenó entonces de pequeñas cruces o si no fue así, aunque siempre se puede tener la esperanza de ello.
—Tengo que ir a casa —dijo Robin—. Me esperan. Volveré mañana por la tarde a la misma hora o un poco más tarde.
¡Cuán desesperada y confusamente deseó que le hubiera sido posible añadir, aunque sólo fuera para sí mismo, «con mil libras en billetes de banco»!
Pero, reflexionó esa noche en su dormitorio, no se trataba sólo del dinero como problema e interrogante. El romance se encontraba singularmente desprovisto de todo lo que había venido ocurriendo hasta entonces y los problemas prácticos se entrometían excesivamente. Durante la cena, Nelly no había mostrado ningún interés por él y se había consagrado por completo a organizar las tareas de mañana con su madre. Durante la ausencia de Nelly todo se había ido acumulando y complicando. Su padre había pasado una y otra vez las páginas del periódico vespertino, como hacía a menudo, agotado por su lucha diaria con los intangibles y los intratables.
Cuando Robin llegó a Jimpingham la tarde siguiente, la señora Gradey estaba aguardando su llegada para entregarle una factura de treinta y nueve libras, más o menos.
—Unos cuantos artículos extra para hacer más alegre la habitación —dijo.
Luego le entregó una segunda factura, ésta por la cantidad exacta de cuarenta y siete libras.
—No sé de qué se trata —dijo—, pero creo que está bien.
Permaneció inmóvil con aire expectante, interceptando el camino que debía llevar a Robin hasta los deleites del piso superior. De todos modos, Robin llevaba ya más de cuarenta minutos de retraso que en la ocasión anterior.
No se encontraba en estado de asimilar o analizar los detalles financieros.
—¿Quiere el dinero ahora? —le preguntó.
Era todo lo que podía preguntar.
—Desde luego, y no puedo darle crédito —dijo la señora Gradey, con un nuevo tono de beligerancia en sus palabras.
¿Cómo había podido encontrar el dinero necesario para pagar a las diferentes tiendas y comercios, así como para sufragar los desplazamientos de Laegaire o Emer que, probablemente, se habían tenido que ausentar de la escuela? Sin duda, de la caja fuerte que la señora Gradey mantenía enterrada en las profundidades, vigilada continuamente por los enanitos.
—Lo traeré mañana, señora Gradey.
Por suerte tenía ahorradas unas ciento dieciocho libras… que se encontraban, naturalmente, invertidas en la Oficina de Correos.
—O al menos traeré todo lo que pueda. Debo avisar con tres días de antelación para disponer del resto.
La señora Gradey guardó silencio. Robin podía oír a los niños jugando a policías y ladrones en el jardín. En ocasiones anteriores, los únicos ruidos que habían emitido estaban relacionados con el negocio familiar.
—Creo que son tres días —dijo Robin, que empezaba a dudar de todo.
—Claro, y ella es una dama encantadora —dijo la señora Gradey de forma más bien enigmática.
—Pero no le compre nada más —dijo Robin. En su voz había más miedo que firmeza—. No puedo permitírmelo.
Con la esperanza de lograr así un poco de comprensión o, quizá, incluso algo de sentimiento maternal, hizo cuanto pudo para sonreír a la señora Gradey.
—Una bolsa flaca jamás conquistó a una dama hermosa, ¿no dicen eso? Suba, Robin, ahora que todavía puede.
Al llamar a la puerta de Rosetta, Robin se dio cuenta, una vez más, de lo mucho que le temblaba la mano.
—Un momento.
Esa hermosa voz era bastante improbable que sirviera para calmar los temblores de Robin.
Esperó. La señora Gradey parecía estarse encargando de un sinfín de minúsculas tareas justo bajo sus pies. No le perdía de vista ni un segundo.
—Un momento —dijo por segunda vez aquella garganta adorable.
Si en esos momentos se le hubiera ofrecido tal oportunidad, es muy probable que Robin se hubiera disuelto en la nada para siempre.
—Ya puedes entrar.
Rosetta llevaba otro vestido tan bonito como el primero, igual que cuando la veía por Lastingham; pero lo extraño era que no logró encontrar cambio alguno en la habitación; nada se había añadido, nada faltaba. Ni tan siquiera el aire parecía haber cambiado.
Pero en el cuarto había un perrito que trotaba de un lado para otro entregado a sus misteriosos asuntos: era un terrier de pelo esponjoso cuyo color recordaba al del barro.
—¿De dónde ha salido éste? —preguntó Robin, intentando que el significado auténtico de su pregunta no resultara demasiado obvio.
—Cuando me desperté lo vi en la habitación —dijo Rosetta—. Primero Paul, ahora un cachorro… —Se rió—. No soy mucho mejor con un animalito doméstico de lo que era con mi esposo. ¿Podrías hacer algo con él?
—No puedo llevármelo a casa —se apresuró a decir Robin—. Mi padre no quiere tener un perro en casa. Es médico.
—No le lleves a casa, entonces —dijo Rosetta.
Rosetta todavía no le había sugerido a Robin que tomara asiento. Permanecían inmóviles, mirándose mutuamente, con el terrier yendo y viniendo a su alrededor y metiéndose por entre sus piernas. Probablemente se portaba de ese modo porque era muy joven. Robin sabía muy bien que eso sería lo que todo el mundo habría dicho en su caso.
—No creo que pueda llevarlo al veterinario —dijo Robin con mucha lentitud.
—Puede que acabe convirtiéndose en un hermoso príncipe —sugirió Rosetta.
—Yo soy tu hermoso príncipe —replicó Robin, cuando sólo habían transcurrido unos segundos de silencio.
Su única esperanza era que esta vez hubiera elegido el momento adecuado para prenderle fuego a sus naves, cosa que en ciertas ocasiones era esencial.
—Tengo un príncipe —dijo Rosetta—. Nunca pareces entenderlo, aunque estoy bastante segura de que lo dejé bien claro en todas mis cartas, ¿no?
—No —dijo Robin—. La verdad es que no fue así. ¿Dónde se encuentra ese príncipe?
—No está aquí. Voy de camino hacia él. Ya te lo expliqué.
Robin siguió con los ojos clavados en la rugosa alfombra, pese a que ésta le resultaba excesivamente familiar ya que, como mínimo, era la sexta vez que la examinaba. El perro entraba y salía de su campo visual.
—Entonces, ¿esto va a ser todo? —preguntó.
—No hace falta que te pongas desagradable —dijo Rosetta, y todo su cuerpo parecía ondular emitiendo ondas de racionalidad y cordura—. Ya te lo dije desde el principio. Todo lo demás se debe exclusivamente a tu propia imaginación.
—¿Qué hay de Paul?
—Me divorciaré de él. Tengo razones suficientes. Aunque, la verdad, hoy en día no es que hagan falta.
—¿Y yo?
Robin estaba improvisando ciegamente, ganando tiempo e intenta convencer por agotamiento a la realidad, algo que era bastante improbable fuera a conseguir.
—Me siento muy agradecida por todo lo que has hecho y tengo la esperanza de que sigas haciéndolo durante unas cuantas semanas más. Por supuesto que no espero visitas tuyas cada día. Eso ya te lo dije también. Si llega a ser necesario, los chicos Gradey se encargarán de interponerse entre nosotros. Son unos chicos magníficos. Les he dado ametralladoras a todos, incluyendo a las chicas; hoy en día no les gusta que se las excluya de nada.
—A mí tampoco me gusta mucho eso —dijo Robin, sintiendo que ahora sus piernas ya no se apoyaban en terreno firme, y que ni uno solo de sus dedos tocaba el suelo.
El perrito parecía tan ocupado como siempre, aunque ninguna persona normal habría sido capaz de explicar en qué consistía esa ocupación. Robin estaba perfectamente seguro de ello.
—Si tienes la bondad de sentarte un segundo te explicaré exactamente lo que se debe hacer —dijo Rosetta.
Por supuesto, lo último que deseaba Robin en esos instantes era irse, así que tomó asiento; naturalmente, sobre la cama, dejando la única silla buena para la anfitriona.
Rosetta fue inmediatamente al grano.
—Abandona todas esas ideas locas que te rondan zumbando como un enjambre de avispas. O de tábanos. Oh, sí, las conozco. Sé todo lo que se debe saber en cuanto a hombres. Puedo leer en ellos aunque en medio haya un muro de ladrillos. Busca una chica corriente y agradable, que no sea demasiado atractiva, ya que de lo contrario estarás celoso de ella todo el tiempo; que no sea demasiado inteligente porque si no nunca dejarás de estar preocupado; que no sea demasiado rica, pues entonces no tendrías nada por lo que luchar, y que no resulte demasiado original si no deseas que ponga nerviosa a la gente. Hay muchas chicas así y todas están disponibles para un joven cartero como tú. Ésos son los términos que te ofrezco.
El terrier se había quedado repentinamente inmóvil, como si en realidad fuera uno de esos perros blancos que utilizan los cazadores en el campo.
—A ti no te gusta ese tipo de vida —dijo Robin desde la cama.
—Yo no vivo —replicó Rosetta—. ¿Es que no te has dado cuenta de ello?
—Puede que sí.
Ahora Robin la estaba mirando; había instantes en los que volvía a sentirse como en esa noche turbulenta; en otros, estaba tan rígido e inmóvil como el perro.
Rosetta sonrió.
—Soy la persona que cada cartero acaba encontrando al final.
—Yo no soy más que un cartero provisional. Ya te lo dije una vez muy claramente —recalcó Robin, sintiendo que su cuerpo volvía a relajarse.
—Haz lo que te digo. ¿Qué otra salida tienes? Sólo avispas y tábanos.
—Al menos, parece que debo enfrentarme a las facturas —dijo Robin.
En ese mismo instante podía sentirlas en el bolsillo de su chaqueta.
—Sólo hasta que pueda pagártelas. Y con intereses.
Robin debió parecer algo escéptico, aunque no lo hiciera de forma intencionada.
—Lo prometo.
Rosetta incluso llegó a desplazarse unos centímetros en su dirección. También el perro había recobrado la movilidad y ahora estaba lamiendo los tobillos de Rosetta.
Por segunda vez en el curso de esa breve entrevista, Robin hizo un esfuerzo supremo.
—Quítate el vestido —dijo; y su voz sonó muy ronca y áspera en la atmósfera inmóvil y gastada de la habitación.
—De acuerdo —dijo Rosetta en voz muy baja, pero sin perder ni un segundo.
Sus ojos estaban clavados en los ojos de Robin.
Puso manos a la obra inmediatamente. Robin siguió sentado en la cama, fingiendo una tranquilidad incapaz de convencer a ninguno de los presentes.
Rosetta se había quitado el lindo vestido azul y éste cayó al suelo; el perrito se puso a husmearlo rápidamente, corriendo a su alrededor. Pero Rosetta seguía llevando un vestido; un hermoso traje de color rosa.
—Quítatelo —dijo Robin, y su voz se había convertido prácticamente en un puro gruñido de masculinidad.
Ella puso de nuevo manos a la obra y un segundo vestido cayó a sus pies, cerca del primero, mientras el perro iba y venía de uno a otro, tan interesado como indeciso. Ahora Rosetta llevaba un hermoso vestido verde y sonreía plácidamente. Un segundo después volvió a sentarse en la única silla buena. Por primera vez, Robin se fijó en sus pendientes, de color verde, grandes pero de apariencia muy ligera.
—Cartero, siempre te escribiré —dijo Rosetta—. Lo prometo.
Tendría que pedir prestado pero ¿a quién podía pedirle? Sólo se le ocurría Nelly y era muy probable que ella tuviera sus propias ideas al respecto. Y no podía olvidarse tampoco de alguien que debería pagar a la señora Gradey mientras Rosetta deseara quedarse aquí, aunque con el tiempo era muy posible que la señora Gradey acabara siendo el menos importante de todos sus futuros acreedores.
—¿Siempre? —preguntó Robin.
—Siempre.
Ahora ya podía levantarse. No le pareció muy adecuado limitarse a un apretón de manos, como ayer al conocerse; y Robin sospechaba que los besos de Rosetta eran pura y exclusivamente epistolares.
—Entonces, ¿no digo adiós?
—Nunca digas adiós.
También Rosetta se había puesto en pie. El perro les contemplaba alternativamente, medio interesado, medio apático, con su lengua empezando a colgar de la boca.
La señora Gradey le acechaba en el piso de abajo.
—Entonces, ¿mañana? —le preguntó—. ¿Una parte? ¿Todo lo que pueda conseguir? Ya sabe que no soy precisamente la reina de Tara.
—Usted es la reina de mi corazón —respondió Robin con una alegría algo histérica—, y eso es mucho mejor.