Ved cuán redondas e pulidas estánse las rocas que fuéronse quebradas en la creación, que pues de entonces hanlas tocado miríadas de gentes sin juicio doquiera hasta aquí venidas del peregrino, quejosas todas por los Miracula, y Os digo que uno al menos destos se les cedió. ¿No fue acaso maravilla e gran asombro, de aquél que no creerse puede, ver que a la piedra tuvieran por más fornida que al hombre, que respirar puede en tanto que sueña e padece e alimenta gusanos?
Un Libro Pequeño Contra el Mal Juicio
I
Echando hacia atrás la capucha negra de su manto, apoyándose en su báculo hecho de luz entrelazada, El Viajero contempló la tierra donde había encarcelado al elemental llamado Litorgos. Dicha criatura odiaba el barro y la sal; por lo que este lugar había sido una elección de lo más apropiada.
A medio día del mar la tierra se alzaba para formar un acantilado monstruosamente irregular, que tenía veinte veces la altura de un hombre de buena talla, hendido con la muesca de un río allí donde éste se derramaba en forma de cascada desde la meseta superior. Desde ahí se vertía a través de una llanura en forma de cuña que él mismo había creado y formaba un estrecho delta, siguiendo a veces uno a veces otro canal principal. En principio, una tierra como ésta tendría que haber sido fértil. Sin embargo, frente a las múltiples bocas del río había una isla, abrupta como el lomo de un dragón, que formaba tal barrera que, durante las mareas primaverales, el agua del océano inundaba el suelo hasta llegar el tobillo, permeándolo todo con sal. Por lo tanto, sólo podían cultivarse las plantas más osadas y resistentes, y en un mal año era posible que fueran vencidas por la inundación salada antes de que estuvieran listas para ser cosechadas.
Esto no evitó que se establecieran ciudades. Se fundó una cerca de la cascada y floreció durante cierto tiempo gracias al comercio con la meseta superior. Se talló una tosca escalera en la roca y por ella se afanaban diariamente los esclavos llevando sal, pescado seco y cestas con algas comestibles; volvían con grano, frutas y aceite de girasol. Entonces, el ser elemental que dormitaba en las profundidades se desperezó para poner a prueba la firmeza de sus lazos intangibles y, aunque éstos le contuvieron, la escalera se derrumbó y la ciudad desapareció.
Más recientemente, se construyó un puerto sobre pilones de madera en la boca del canal principal; la isla que tenía delante estaba cubierta por frondosos bosques. Al ser eliminado el bosque se descubrió mármol. Gracias a la extracción y al pulido de éste, que luego era transportado en barcazas empujadas con varas a lo largo de los bajíos, los habitantes se hicieron lo bastante ricos como para adornar sus propios hogares con mármoles y baldosas multicolores, que formaban dibujos protectores contra la mala suerte. Pero el mármol se había agotado, así como casi toda la madera, y la ciudad de Stanguray, que en tiempos fue famosa, quedó reducida a una simple aldea. Sus habitantes actuales vivían en las buhardillas y tejados de la vieja ciudad, y cuando se acostaban para dormir podían escuchar la risilla del agua que lamía la parte más baja de sus hogares. Para ir de uno de los edificios que aún sobrevivían hasta otro, incluso las criaturas andaban diestramente a lo largo de frágiles puentes de cuerda, mientras que las necesidades de los ancianos y los más acomodados —ya que en Stanguray seguía habiendo ricos y pobres— eran atendidas por los porteadores de palanquines hechos de cañas, avezados a recorrer los canales y los lechos fangosos sobre zancos más altos que ellos mismos. Este modo de transporte no tenía igual en ningún otro sitio.
Y El Viajero pensó que resultaba perfectamente adecuado que así hubiera sido. Pues hubo un tiempo en el que ese río, que se encontraba aquí con el océano, había corrido bajo las murallas de Acromel y era conocido como Metamorfia. Ahora ya no alteraba instantáneamente a quien cayera en él o nadara por sus aguas, pues se había decretado que tras cierto período de alterar la naturaleza de los demás también debía mudar la suya. Con todo, quedaba en él un rastro de lo que había sido antes y ese rastro perduraría siempre en todas las obras del río: erosionaría montañas, crearía llanuras y sería causa de que se fundaran y destruyeran incontables ciudades.
Más aún, en todos los lugares habitados que se extendían a lo largo de él, incluyendo los que se hallaban alrededor del lago Taxhling en la meseta superior (aquéllos que recibían con mayor vigor el inevitable cambio en la naturaleza del río, pues era allí donde se extendía haciéndose perezoso y volviéndose de color rojizo antes de acabar derramándose por encima de los acantilados para convertirse en su opuesto, violento, rápido y centelleante), la magia residual del Metamorfia había creado escuelas de encantamiento. Debía admitirse que no eran muy importantes y que no eran nada comparadas con las tradiciones de Ryovora, Barbizonda o los Maestros Sartorios de Alken Cromlech, pero no dejaban de estar provistas de cierta potencia.
Dado que esos asuntos le interesaban mucho, El Viajero se puso en marcha siguiendo los señaleros que corrían paralelos al río, teniendo como meta ese paradójico pueblo de columnas marmóreas y pilastras embaldosadas. Estaba amaneciendo; las nubes del este se ruborizaban con tonos escarlata, rosa y bermellón, y los pescadores cantaban melodiosamente mientras llevaban sus capturas nocturnas en cestos de caña a la costa, para verter su contenido a través de acequias de mármol, antes destinadas a abrevaderos de los caballos de los nobles, donde las mujeres y los niños se encargaban de sacarle las tripas y limpiarlo. El viento transportaba el olor de la sangre. El Viajero lo sintió en sus fosas nasales cuando aún le faltaba un cuarto de hora de camino por recorrer.
Y entonces pensó que, en realidad, la brisa era muy leve y que se encontraba a su espalda; venía de la de la tierra y soplaba hacia el mar.
Más aún, de repente percibió que no era sólo la luz del amanecer la que teñía de rosa el agua de los canales que había a cada lado del tosco sendero por el cual andaba.
La matanza tenía que haber sido increíble.
El Viajero suspiró. La última vez que había visto un río con su caudal literalmente enrojecido, de esta manera, se debía a una batalla; uno entre la docena de combates, ninguno decisivo, que había en la guerra constante que oponía a los kanish contra los kulianos. Pero ese asunto se arregló a su entera satisfacción y, en cualquier caso, ésta no era sangre humana.
Si había algún precedente para esto, presumiblemente los habitantes de Stanguray serían capaces de informarle sobre lo que teñía su río. Dado que el suelo estaba impregnado de sal no era posible cavar pozos para buscar agua dulce. El agua de lluvia era exigua y estaba sujeta a los caprichos estacionales. Por lo tanto, este pueblo dependía grandemente de la limpieza del río.
Más inquieto de lo que parecía razonable ante esta situación, El Viajero apretó el paso.
II
Cuando las tripas de los peces hubieron sido arrojadas a las gaviotas, la gente de Stanguray partió a sus distintos quehaceres; los más pobres fueron a la playa, donde hicieron hogueras con sarmientos y asaron algunos de los peces más pequeños, como sardinas y arenques, y se los comieron con un mendrugo del pan que había sobrado de la hornada del día anterior; los más prósperos, incluyendo naturalmente a todos aquéllos que poseían aparejos de pesca con hechizos dignos de confianza, fueron a sus hogares donde les aguardaba el desayuno; y los que se encontraban entre esas dos posiciones se dirigieron al único comedor público de la aldea, donde entregaron una moneda o una parte de sus capturas contra el privilegio de ver su alimento asado sobre el fuego comunal. El combustible escaseaba en Stanguray.
Dicho comedor se encontraba en la parte superior de lo que antes había sido un templo, y estaba protegido del cielo por una plataforma de maderos crujientes, gastados por el agua y roídos por la termita, que había sido rescatada de un naufragio o de un edificio que llevaba ya largo tiempo sumergido.
Bajo ella había una joven flaca, de nariz tan afilada como su lengua, ataviada con un vestido rojo y un largo delantal, que se encargaba de supervisar el fuego que ardía en un bloque de pizarra en cuyos lados visibles había grabados arabescos y runas. Cuando el culto del templo aún florecía, ese bloque debió de ser su altar. Reinando sobre él como si fuera una sacerdotisa, se dignaba repartir trozos de pastel grasiento o verduras cocidas ofrecidas por quienes eran lo bastante afortunados como para poseer un pedazo de suelo cultivable, y entregaba las raciones de pescado asado, mientras un chico jorobado, que jamás se movía lo bastante rápido como para tenerla contenta, repartía raciones de cebollas en salmuera, vinagre y especias para añadir un poco más de sabor a la grasienta comida.
Estaba claro que el fuego comunal era un negocio provechoso, pues allí todos estaban mejor provistos de lo que se habría podido esperar. Aunque la plataforma exterior era frágil, y pese a que la variedad de la comida dependía por completo de lo que trajeran los clientes, el vestido de la mujer era de excelente calidad y los muros estaban adornados con abundancia de reliquias preciosas que habría sido más esperable encontrar en los hogares de los ricos propietarios de un bote de pesca. Además, al menos para los que pagaban en dinero, no sólo se podía encontrar cerveza sino incluso vino. El jorobado, espoleado por las órdenes verbales de la mujer, se encargaba de servir apresuradamente jarras a los clientes.
Estaba claro que no sólo podían permitirse el lujo de tener otro sirviente sino que, además, lo precisaban con urgencia.
Sin embargo, eso, al menos para el modo de pensar del Viajero, no era el aspecto más curioso de este negocio.
Habiendo saciado sus estómagos, los pobres sin hogar avanzaban lentamente desde la playa llevando jarras de barro que habían llenado en el punto donde el agua del estuario se convertía de salobre en potable…, o eso tendría que haber hecho. Antes de que pasara mucho tiempo se formó una cola de niños que llevaban de uno en uno o de dos en dos cubos de cuero llenos de agua, tan pesados que apenas podían transportarlos.
La encargada del negocio pareció no verlos durante bastante rato. Este retraso acabó afectando la paciencia de una chica, que tendría unos doce o trece años de edad, y que acabó exclamando:
—Crancina, ¿no sabes que es un día de mala agua?
—¿Y qué? —replicó la mujer, rescatando un nabo asado de entre las brasas, aunque algo tarde.
—¡Esta mañana comimos anguilas en salmuera y estamos sedientos!
—Dile a tu madre que otra vez se lo piense mejor —fue la brusca contestación, y Crancina siguió sirviendo a sus demás clientes.
Finalmente, varios minutos después, se apartó del fuego y se limpió las manos. Los que esperaban avanzaron inmediatamente hacia ella. Los más pobres llegaron primero, ya que eran adultos y estaban desesperados; pero se las arreglaron para ofrecerle una moneda de cobre, que ella cogió, mordió y dejó caer en el bolsillo de su delantal mientras murmuraba algo sobre sus jarras de agua. Obligados a quedarse atrás ante la mayor fuerza y tamaño de los adultos, los niños de casas más ricas no carecían de dinero, pero probaron cautelosamente el agua después de pronunciarse el ensalmo, como temiendo que su cansina repetición pudiera debilitarlo. Por fin, todos satisfechos, volvieron a sus hogares.
—¿Sentís curiosidad por lo que habéis visto, señor? —dijo una voz aguda junto al codo del Viajero.
Como siempre, se había esforzado mucho por no llamar la atención, pero ya había llegado el momento de hacer averiguaciones más directas.
Al volverse encontró al chico jorobado encima de una mesa, con todo el aspecto de una rana gigante a punto de dar un salto. Sus astutos ojos oscuros asomaban bajo una frondosa mata de pelo negro.
—Confieso que estoy intrigado —dijo El Viajero.
—Pensé que lo estaríais, pues no recuerdo haberos visto antes por aquí. ¿Sois peregrino? ¿Habéis sido arrojado a la costa por algún capitán bellaco, porque los vientos contrarios hacían que resultara demasiado caro llevaros todo el camino hasta el altar para el que pagasteis vuestro pasaje?
El chico sonrió ampliamente, con ello consiguió que tanto su rostro como su cuerpo recordaran a una rana.
—Entonces, ¿recibís aquí muchos peregrinos desviados de su rumbo?
Un encogimiento de hombros.
—¡Jamás! Pero incluso eso podría variar la monotonía de mi existencia. Cada día es más o menos igual para todos nosotros. De otro modo, ¿por qué iba a resultar tan notable el encantamiento del agua?
—Ah, entonces aquí hay magia en acción.
—¿Qué otra cosa si no? Crancina recibió un ensalmo de la abuela para endulzar el agua; fue todo lo que ésta le dejó al morir. Por lo tanto, cada vez que el agua se vuelve de color rosado, todos acuden aquí. Naturalmente, eso está haciendo que amase una cómoda fortuna.
—¿Cobra a todo el mundo?
—¡Sí, ciertamente! Dice que ejecutar el rito la deja agotada, y que por lo tanto debe ser recompensada.
—¿Y qué hay de aquéllos, pues alguno debe existir, que no poseen dinero para pagarle sus servicios?
—¡Bueno, dice que siempre pueden esperar a que llueva!
El chico intentó lanzar una carcajada, pero ésta se convirtió rápidamente en algo parecido al croar de una rana.
—Deduzco que tú eres hermano de Crancina —dijo El Viajero, tras unos instantes de silencio.
—¿Cómo lo habéis sabido?
El chico parpadeó.
—Hablaste de «la abuela», como si también lo hubiera sido tuya.
Una mueca.
—Bueno, soy su medio hermano. A menudo me pregunto si fue la maldición de la abuela lo que causó mi deformidad, pues estoy enterado de que no aprobó el segundo matrimonio de nuestra madre… ¡No importa! —De repente su voz se hizo tensa y apremiante—. ¿Por qué no me pedís que os traiga algo, aunque sólo sea un mendrugo de pan? A estas horas ya tendría que haber cocinado para ella lo mejor de la captura de la noche pasada, enriqueciéndolo con aceites y aromatizándolo con hierbas, asándolo a la perfección en nuestra magra provisión de leña y trayéndoselo después. En cualquier instante su lengua me azotará hasta conseguir que me arda todo como si hubiera sufrido un castigo físico… ¡algo en lo cual, si se me permite decirlo, es todavía más hábil! ¿Deseáis inspeccionar mis heridas y moretones?
—No parece que haya demasiado amor entre vosotros dos —observó El Viajero.
—¿Amor? —El jorobado lanzó una risita—. ¡Ni tan siquiera sabe qué significa esa palabra! Mientras sobrevivió mi padre y hasta que nuestra madre se vio confinada en el lecho, logré vivir bastante bien pese a mi deformidad. ¡Ahora sólo ella me da órdenes, y mi vida es triste y agotadora! ¡Deseo con todo mi corazón que algún día me sea posible encontrar el medio de escapar a su tiranía y abrirme paso por mis propios recursos en el mundo, sea como sea!
Cual si deseara confirmar su predicción anterior, Crancina se puso a gritar:
—Jospil, ¿por qué no has puesto mi desayuno sobre las brasas? ¡Un montón de valiosa madera se está convirtiendo en humo y todos los clientes ya están servidos!
Su feroz reprimenda casi ahogó el pensativo murmullo del Viajero:
—Como deseas, así sea.
El chico saltó al suelo con el cuerpo encogido y se apresuró a explicarse.
—¡No es así, hermana! —dijo en tono suplicante—. Aún queda uno por alimentar y yo estaba preguntándole lo que iba a pedir.
Dándose repentinamente cuenta de la presencia del Viajero. Crancina cambió su tono por otro de abyecta deferencia.
—Señor, ¿qué os complacería tomar? ¡Chico, prepárale un sitio y trae platos limpios y una jarra de inmediato!
—Oh, no deseo que os toméis la molestia de cocinar por mí —respondió El Viajero—, por las explicaciones de vuestro hermano sé lo fatigada que os deja vuestro ensalmo, y también sé que vos misma necesitáis el sustento. Tomaré un poco de pescado en salmuera, pan y cerveza.
—Sois muy cortés, señor —suspiró Crancina, dejándose caer sobre un banco cercano—. Sí, en verdad que estos días del agua mala son una condenada molestia. Una y otra vez he propuesto que se enviara un grupo de hombres bien armados para descubrir la fuente del problema, pero al parecer debe encontrarse en lo alto de la meseta y esos cobardes sostienen que es un lugar de hechiceros a los cuales nadie puede oponerse. Dicen que también hay monstruos, si es que sois capaz de creer en ellos.
—Quizá todo se deba a que se están matando entre ellos —ofreció como explicación Jospil, mientras dejaba una jarra y un plato ante el viajero—. ¡Cuándo todos hayan expirado, entonces el problema llegará a su fin!
—¡No es cosa de broma! —dijo secamente Crancina, alzando el puño y aflojándolo luego con reluctancia, como si se hubiera dado cuenta, algo tardíamente, de que un desconocido la observaba. Pero, pese a ello, siguió hablando con voz enfadada—: ¡Por todos los poderes, ojalá supiera de qué sirve derramar tanta sangre! Quizá entonces pudiera sacar algún provecho de ello, en vez de estar obligada a seguir la corriente a todos los caprichos de esos idiotas, que son lo bastante tontos… ¡apostaría a que habéis oído a esa muchacha, señor…!, lo bastante tontos como para comer anguilas en salmuera cuando sus narices ya les han advertido de que no habrá agua dulce con la cual saciar su sed. ¿No pensaríais acaso que son capaces de mantener una reserva suficiente de agua potable para uno o dos días? Si no pueden permitirse un tonel de cobre, entonces estoy segura de que existen suficientes urnas de mármol que podrían conseguir tomándose la simple molestia de cavar en busca de ellas. Pero no pueden hacerlo o no desean tomarse tal trabajo. Están demasiado acostumbrados a salir por la ventana y echar mano del río. Mandando sus desperdicios por el mismo camino, para la incomodidad de quienes, como nosotros, viven cerca del mar; piensan que todo esto es un cambio en el orden necesario del mundo, algo a lo cual no se le debe oponer resistencia y que se arreglará por sí solo.
—Os pagan para ejecutar vuestro ensalmo —dijo El Viajero, masticando una porción del pescado en salmuera que Jospil le había traído, y encontrándolo sabroso—. Hay una cierta compensación.
—Lo admito —dijo Crancina—. Puede que con el tiempo acabe haciéndome rica, al menos tal y como se considera la riqueza en este lugar miserable. Ya tengo a dos viudos y dos solteros de mediana edad pidiendo mi mano… y la mitad de este fuego comunal, por supuesto… ¡Pero eso no es lo que quiero! —dijo con repentina fiereza—. ¡Ya os he dicho lo que quiero! ¡Estoy acostumbrada a mandar, a encargarme de las cosas, y eso es lo que deseo con todo mi corazón y toda mi alma, y busco un modo de asegurar mi porvenir mientras toda esta lamentable ciudad, medio en ruinas, se derrumba a mi alrededor!
Hace tanto tiempo, que no hay modo alguno de medirlo, El Viajero aceptó ciertas condiciones en lo tocante a su labor y a los varios viajes que debía efectuar por la tierra, condiciones que le eran impuestas cada vez que un cuarteto de planetas cruciales alcanzaba el ciclo de una determinada configuración celeste.
El conceder ciertos deseos formaba parte esencial de las condiciones a las cuales se hallaba circunscrito…, aunque, ciertamente, las consecuencias de los deseos anteriores iban limitando de forma gradual la anterior totalidad de posibilidades. Había algunas que, en el momento actual, eran totalmente imposibles de conceder.
Pero en el mismo instante en que murmuraba su confirmación ritual —«Como deseas, así sea»— había algo de lo cual estaba totalmente seguro.
Esta vez, no era así.
III
En un tiempo se le había permitido hacer que corrieran más de prisa las estaciones del año e, incluso, alterar su orden. Pero ese poder pertenecía a las eras en que los elementales seguían siendo libres para moverse a sus anchas, y su errático frenesí entrañaba peores divagaciones en el curso de la naturaleza. Vencidos y doblegados —como Litorgos bajo el delta de ese río que ya no merecía el nombre de Metamorfia—, poca cosa podían hacer para afectar al mundo. Las cosas se encaminaban, según había sido prescrito, hacia ese fin que Manuus el encantador había definido una vez como «deseable, quizá, pero sorprendentemente aburrido». Llegaría la hora en que todas las cosas no tendrían sino una naturaleza y el tiempo tendría que detenerse, pues el último azar del caos existente en toda la Eternidad habría sido eliminado.
¿Abrir paso a un nuevo comienzo? Posible. Si no, entonces, y en el más estricto sentido del término, no pasaría nada…
Hasta entonces, sin embargo, los elementales seguían existiendo y se agitaban inquietos con toda su fuerza, aunque debilitada, como hacía Fegrim golpeando la fría capa de lava que cerraba el cráter del volcán donde ahora se veía obligado a morar. Bastantes de ellos habían descubierto que los humanos que practicaban la magia, aunque no lo hubieran escogido voluntariamente, eran aliados suyos. Pero había un castigo para esta colaboración e incluso el más insignificante de ellos lo había pagado ya hacía mucho tiempo; ahora se veían reducidos a hacer funcionar chimeneas encantadas. Sin duda, éste era el destino que terminó cayendo sobre Litorgos; sin duda, era él quien sacaba la sangre del agua contaminada, aunque no se encontrara en una posición desde la cual pudiera beneficiarse con ello. La sangre tenía su lugar en la magia, pero jamás sería capaz de poner en libertad a un elemental.
Pero El Viajero no deseaba pensar en Litorgos o en Stanguray hasta que hubiera completado su misión. Sin embargo, sí deseaba —y ojalá le hubiera sido posible concederse a sí mismo tal deseo, tal y como debía conceder los de todos los demás— tener el poder de hacer girar los planetas hasta que llegaran a la configuración que marcaría el final de su viaje, y, por lo tanto, le permitiría volver a ese lugar que, a cada paso que daba, parecía más y más probable que acabara convirtiéndose en el foco de acontecimientos terribles e imposibles de explicar.
Apresurarse carecía de objeto. La ordenada sucesión del tiempo de la cual había sido responsable él mismo, al igual que el caudal del río había ido creando la tierra de Stanguray, ahora le tenía atrapado en su poder. Sin embargo, quizá pudiera librarse un poco de sus temores encontrando algo que le mantuviera ocupado; por ello, decidió que durante su viaje visitaría no sólo aquellos sitios que le eran familiares por el pasado (y, a veces, incluso antes de que éste existiera), sino también nuevos lugares.
Uno de esos lugares era conocido con el nombre de Clurm. A la sombra de unos grandes robles se hallaba un noble menor, que pretendía haber sido despojado de lo que le correspondía por nacimiento, y planeaba con un fanático grupo de seguidores la creación de una ciudad que atraería a quien de ella tuviera noticias, haciéndole venir para instalarse y vivir allí. Ahora temblaban en sus tiendas y comían medio cruda la carne de las presas que cazaban, acompañándola con los hongos que recogían, pero esta nueva ciudad tendría torres que tocarían las nubes y calles lo bastante anchas como para permitir el paso de cien hombres al mismo tiempo, y burdeles donde habría las mujeres más bellas para atraer a los jóvenes alegres, y una casa del tesoro que apenas sí podría contener el oro y las gemas con que pagar su tarifa, y con ellas se forjaría un ejército que derribaría al usurpador, y se contratarían magos para hacer que todos le fueran incuestionablemente leales, y al final todo sería tal y como lo había planeado el delirio del soñador.
Salvo que, tras un año de exilio, su pequeña banda todavía no había construido ni una cabaña de troncos, pues consideraban el trabajo manual como algo que se hallaba muy por debajo de su dignidad.
—¡Pero la nueva Clurm será de una magnificencia incomparable! —afirmaba el noble.
Estaba sentado como siempre lo más cerca posible del calor que daba su pequeña hoguera; no se atrevían a hacer una más grande pues temían ser localizados por las fuerzas del usurpador, que era libre de ir y venir a su antojo por doquier, mientras que ellos se ocultaban entre los árboles y no eran tan amados como éste por el pueblo.
—Será…, será… ¡Oh, puedo verla ahora! ¡Ojalá pudierais ver también vosotros sus maravillas! ¡Ojalá pudiera haceros creer en su existencia! —continuó el noble.
—Como deseas, así sea —dijo El Viajero, que se encontraba a cierta distancia, apoyado en su báculo.
Al día siguiente, ocurrió lo inevitable. Despertaron por la mañana, convencidos de que su ciudad era real, pues la vieron entera y completa a su alrededor. Llenos de alegría, dispuestos a cumplir con la misión de su jefe, partieron en dirección a todos los puntos cardinales y volvieron con jóvenes y entusiastas seguidores, tal y como él había predicho.
Y éstos, al no encontrar la gran ciudad que estaban convencidos de poder ver los miembros del pequeño grupo, se lanzaron sobre ellos con garrotes, los ataron de pies y manos y pensaron que eran unos lunáticos. El noble tampoco quedó exento de este tratamiento.
Pero El Viajero, al marcharse, descubrió que le resultaba imposible apartar su mente de Stanguray.
Así pues, dejó el camino que llevaba hasta Wocrahin y se dirigió hacia un bosquecillo que se encontraba en mitad de una extensión de dura arcilla, perfectamente circular, que ni la lluvia ni el deshielo que sigue a las nevadas eran capaces de convertir en barro. Aquí estaba aprisionado Tarambole, que se debilitaba ante la sequedad igual que le había ocurrido antes a Karth con el frío en la tierra llamada Eyneran; un ser a quien no se le había concedido el don de poder mentir.
En el interior del bosquecillo, oculto a los ojos de quienes pasaran por allí —lo cual resultaba muy conveniente, pues en los últimos tiempos la gente de esta región había empezado a sentir gran animadversión contra la magia—, El Viajero se dedicó a celebrar la ceremonia que sólo él y Tarambole recordaban. Con ella consiguió la respuesta a una pregunta y sólo a una, y esa respuesta no era la que había estado esperando.
No, afirmó Tarambole, no era un elemental opuesto a él la causa de que su mente volviera una y otra vez a pensar, incesantemente, en Stanguray.
—Si me fuera posible consultar con Wolpec… —murmuró El Viajero.
Pero ignoraba dónde podía hallarse ahora ese extraño, tímido y nada peligroso espíritu; había cedido con demasiada prontitud a las lisonjas de los humanos y por propia voluntad había malgastado su poder hasta tal punto que no fue necesario aprisionarle. Él se encargó de elegir su propio cautiverio. Lo mismo podía decirse en cuanto a Farchgrind, que una o dos veces había puesto su inteligencia al servicio del Viajero y, ciertamente, había hecho lo mismo con una incontable serie de otras personas.
Por supuesto, quedaban los que él había vencido: Tuprid y Caschalanva, Quorril y Lry… ¡Oh, indudablemente ellos sabrían lo que estaba ocurriendo! Era muy probable que ellos mismos se hubieran encargado de poner en marcha todo lo que estaba sucediendo. Pero llamar a los más poderosos y antiguos de todos sus enemigos, cuando se encontraba en esta situación, debilitado por la ignorancia…
¿Acaso pretendían socavar su poder, sabiendo que no eran capaces de enfrentarse a él en un combate declarado?
Pero Tarambole, que no podía mentir, había dicho que su inquietud no se debía a la oposición de elemental alguno.
En la mente del Viajero cobró forma la preocupante sospecha de que, por primera vez en todo el tiempo de su existencia, tenía delante a un enemigo nuevo.
Nuevo.
No era un oponente como aquéllos a los que había vencido una y otra vez, sino algo distinto y original que no se encontraba en los límites de su vasta experiencia. Y si no eran los Cuatro Grandes quienes se habían encargado de preparar tan poderosa fuerza…
Entonces sólo había una explicación concebible y, si era correcta, estaba condenado.
Pero era de naturaleza decidida y resistente, no era de aquéllos que lloran y se lamentan ante lo inevitable. Era necesario que siguiera su camino. Cogió nuevamente su báculo y con su punta dispersó los un tanto repugnantes restos que se había visto obligado a usar para el conjuro de Tarambole y, una vez más, se dirigió a Wocrahin.
Una vez allí, en un callejón, vio a un herrero cuya forja rugía escupiendo llamas malolientes, maldiciendo a sus vecinos mientras daba complejas formas al hierro con sus martillazos. Por único público estaba su hijo, un chico de diez años, que manejaba la cadena del gran fuelle de cuero que alimentaba el fuego.
—¡Ja! Quieren verme fuera de aquí porque no les gusta el ruido, no les gusta el olor, y tampoco les gusto yo… ¡Eso es lo que ocurre en el fondo, que no les gusto porque mi oficio no es digno de caballeros! Pero sí compran lo que yo fabrico, ¿verdad? ¡Chico, responde cuando se te habla!
Pero el chico llevaba ya tres años en ese oficio y el ruido le había vuelto sordo y el inhalar la humareda pestilente le había afectado el cerebro, con lo cual a modo de respuesta sólo podía mover la cabeza en una afirmación o una negativa. Por suerte, esta vez hizo lo correcto: asintió.
Algo apaciguado, su padre empezó nuevamente a quejarse.
—Si no les gusta vivir junto a una forja, que se reúnan todos y que me compren una casa fuera de la ciudad, con un arroyo al lado para que me permita hacer funcionar mis máquinas. ¡Qué hagan algo para ayudarme, así como yo les ayudo! Después de todo, una forja debe estar en algún sitio, ¿verdad? Deberían probar cómo sería la vida sin el hierro, ¿verdad, chico?
Esta vez le tocaba negar y el chico meneó la cabeza. El herrero, enfadado, arrojó al suelo sus herramientas y apretó los puños.
—¡Ya te enseñaré a burlarte de mí y ya se lo enseñaré también a los demás! —rugió—. ¡Oh, así pudieran probar cómo sería la vida sin el hierro!
—Como deseas —dijo El Viajero desde un rincón, oculto por el humo—, así sea.
Y de repente, todo el hierro que había en la fragua se cubrió de óxido: el yunque, los martillos, los clavos, los pernos y remaches que sostenían el enorme soporte del fuelle, hecho de madera, e incluso las herraduras que colgaban de la pared se cubrieron de orín. El herrero lanzó un potente grito y los vecinos acudieron a toda prisa. Rieron tanto que muy pronto la frase «como un herrero sin hierro» se hizo de uso común en Wocrahin. Ciertamente, les había enseñado a burlarse de él…
Pero El Viajero no estaba complacido. Esto no se parecía en nada a su acostumbrada regulación de las cosas. Era torpe. Se parecía más a las rápidas y toscas improvisaciones de los tiempos antes del Tiempo.
Y no lograba dejar de pensar en Stanguray.
En Teq seguía enloqueciéndoles el juego, y entre sus decadentes pobladores prácticamente había llegado a suplantar el derecho y la justicia.
—¡No, nada de perder el tiempo jugando para divertirte! —le decía una mujer a su hijo, riñéndole y sacándole a rastras de un montón de arena en el cual se estaban divirtiendo otros niños—. Tienes que ser el mejor jugador que ha existido desde Fellian, y debes servirme de apoyo y sostén en mi vejez. ¡Ah, si supiera cómo hacerte comprender lo que tengo planeado para ti!
—Como deseas —suspiró El Viajero.
Se había detenido en la plaza donde antes se alzaba la estatua de la Dama Suerte, y donde ahora los codiciosos propietarios carentes de escrúpulos hacían dinero cobrando a quienes creían que pasar la noche en miserables tugurios les daría buena suerte.
Al niño se le desorbitaron los ojos y en su rostro apareció una expresión de horror. Luego clavó los dientes en el brazo de su madre, tan hondo que hizo brotar la sangre, y echó a correr entre gritos para poder vivir como le fuera posible entre los demás desgraciados de esta ciudad que se había vuelto horrible, siendo libre pero no en mejor situación que antes.
Pero tampoco eso le pareció adecuado al Viajero, y seguía sin poder apartar de su mente el recuerdo de Stanguray.
En Segrimond la gente ya no cuidaba el bosquecillo de fresnos. Habían sido talados para hacer con ellos una empalizada alrededor de una arena de combate de roca apisonada, donde las bestias salvajes se enfrentaban entre sí para diversión de los poderosos, luchando también a veces con los criminales condenados, que iban armados o desarmados según la gravedad de su delito y la conclusión a que hubiera llegado el jurado tras oír las pruebas. Hoy la arena había presenciado el sangriento final de una joven que había acusado a su respetable tío de haberla violado.
—Esto —dijo El Viajero en un susurro— no es como debería ser. Esta indecisión recuerda mucho más al Caos que a la correcta y adecuada sucesión del Tiempo. Cuando todas las cosas no tengan sino una naturaleza, entonces ya no habrá lugar para el tipo de duda que requiere semejantes arreglos.
Esperó. Más tarde, el tío de la muchacha muerta, ataviado resplandecientemente con un traje de satén y ribetes de piel, vino llorando desde el lugar especial reservado para los espectadores privilegiados.
—Ah —dijo a los que se habían rezagado para no perderse nada del espectáculo—, ¡si supierais cuánto me costó acusar a mi querida sobrina!
—Así sea —dijo El Viajero.
Y al llegar la noche todos supieron exactamente lo que le había costado en sobornos para que los testigos juraran en falso.
La mañana siguiente un onagro salvaje le mató de una coz.
Pero El Viajero continuaba sintiendo su mente infectada por toda la suciedad del mundo y no lograba apartar sus pensamientos de Stanguray.
Igual que Teq, Gryte ya no era rica y en sus tierras había crecido una nueva ciudad llamada Amberlode. Las viejas familias de Gryte habían trasladado allí sus moradas, y quienes no habían tenido el valor de hacerlo no paraban de lanzarle maldiciones.
Pero los poderes a los cuales invocaban eran muy débiles comparados con los que hacían discurrir el Ys más allá de los límites del Tiempo hasta entrar en la Eternidad, por breve que fuera su paso; por ello, su impacto en Amberlode era mínimo. Comprendiendo esto, un hombre que odiaba a su hermano menor por haber aprovechado una ocasión que él había rechazado con gritos y aspavientos dijo:
—¡Ojalá fuera yo y no él quien gozara de esa nueva y espléndida mansión en la ciudad!
—Como desees —murmuró El Viajero, que había aceptado la hospitalidad que este hombre concedía, no de muy buena gana, a los viajeros para así ganar virtudes que le protegieran del incierto mañana.
Y así fue; y dado que el hermano menor, fueran cuales fuesen las circunstancias, siempre tendría más talento y capacidad de arriesgarse que él, y, además, comprendía mucho mejor cómo funcionaban las maldiciones, la que lanzó fue eficaz y la magnífica mansión nueva se derrumbó para gran disgusto de sus ocupantes.
¡Y eso no era lo correcto!
El comprenderlo dejó helado al Viajero. Jamás tendría que haber existido culpa o sufrimiento alguno para el hermano que había escogido correctamente y, sin embargo, aquí estaban, provistos de una fuerza brutal. Hasta donde llegaban sus recuerdos, siempre había intentado que las interpretaciones literales que él daba a los deseos que concedía debían ser un medio de asegurar la justicia. El sufrimiento debía confinarse a quienes se lo habían ganado merecidamente. ¿Qué andaba mal?
Las constelaciones todavía no habían girado hasta la configuración que marcaba el final de su viaje. Tendría que haber continuado con él, pasando de una etapa a la siguiente, y luego a la siguiente y a la siguiente…
Pero descubrió que le resultaba imposible hacerlo. Si era cierto que algún enemigo con el que hasta ahora no se había encontrado, un enemigo que no era ni un ser humano ni un elemental, se enfrentaba ahora a sus actos, eso implicaba una alteración fundamental en la naturaleza de todas las realidades. Más allá de eso, parecía prometer algo tan tremendo que bien podía abandonar de inmediato su tarea. Había pensado que su misión le ataba para toda la eternidad, tanto dentro como fuera del Tiempo. Pero era posible, para Aquella en cuyo poder se encontraban todas las cosas, que…
Apartó inmediatamente esa idea de su cabeza. Si llegaba a completar ese pensamiento desaparecería del ámbito de lo que era y lo que podía ser, como si jamás hubiera existido. Sabía muy bien que su posición, en el mejor de los casos, resultaba muy precaria.
Lo cual le hizo pensar en los niños que andaban sobre los puentes de cuerdas, en Stanguray.
Lo cual le hizo tomar de inmediato el camino más directo que llevaba hasta allí.
Lo cual le enseñó la lección más dolorosa de toda su existencia.
IV
En un principio, alrededor del lago Taxhling sólo existieron chozas de juncos en las que habitaban los pescadores, que comprendían muy bien qué hechizos podían utilizar para moverse con seguridad por entre sus aguas, y sabían distinguir mediante simples conjuros los peces naturales, que eran comestibles, de los que habían sido transformados por el río Metamorfia y sobre los cuales había una maldición.
Ciertos deberes bastante onerosos les hicieron adquirir ese privilegio, pero, en general, tenían como dios principal a Frah Frah, quien era bastante exigente pero no carecía de bondad.
Pero el tiempo fue transcurriendo y poco a poco fueron olvidando los rituales que les habían permitido vivir; en particular, dejaron de quemar sus hogares y reconstruirlos dos veces al año, olvidando la ceremonia que para ello celebraban.
Por aquel entonces, ya no resultaba tan esencial saber cuál era la naturaleza de los peces que se habían capturado: el poder del río se estaba debilitando. De vez en cuando, alguien moría a causa de un descuido (generalmente se trataba de un niño o un anciano), pero los supervivientes se limitaban a encogerse de hombros y no se preocupaban por ello.
Luego, al disminuir todavía más la magia del río, ciertos nómadas fueron siguiendo su curso; eran mercaderes y peregrinos, así como gente que no supo sacar provecho de las granjas que antes poseían, y que las dejaron abandonadas a la erosión, así como también criminales fugitivos. Al descubrir que el terreno situado más allá del lago Taxhling era prácticamente imposible de cruzar, decidieron quedarse allí y los pobladores originales del lugar, pacíficos por naturaleza, se lo consintieron.
A partir de entonces, ya no se quemaron las chozas de juncos porque dejaron de existir; los recién llegados preferían hogares más sólidos, hechos con madera, barro y piedra. Por dicha razón se descuidaron cada vez más los altares dedicados a Frah Frah, y por ello la carne empezó a figurar de forma mucho más abundante en la dieta local, tal y como antes había ocurrido con el pescado. En los bosques cercanos se establecieron piaras de cerdos, mientras que las cabras y las ovejas andaban libremente por las laderas más lejanas, aunque sus pastos no resultaban demasiado buenos para el ganado. El modo de vida en el lado Taxhling sufrió una profunda transformación.
Luego hubo tres invasiones relativamente poco violentas, llevadas a cabo por ambiciosos conquistadores, cada uno de los cuales dotó a la zona de una nueva religión no excesivamente distinta a la antigua. Los niños tuvieron una buena razón para formar pandillas y celebrar batallas fingidas en las tardes veraniegas, pero el que algunas familias se adhirieran a la fe de Yelb el Consolador y otras a la de Ts-graeb el Sempiterno, o a Blunk el Honesto, no fue causa de que hubiera contiendas entre los adultos, que coexistían de un modo muy tolerante.
Así pues, la vida junto al Taxhling no resultaba desagradable, ni tan siquiera para alguien como Orrish, cuyo linaje se había mantenido puro desde los tiempos anteriores a la conquista, y cuyos padres sentían un gran orgullo por haber residido allí desde siempre, pensando que ello les daba una mayor dignidad que los demás.
Mejor dicho, no había resultado desagradable hasta los últimos tiempos. Oh, cuando era un niño (había cumplido los veinte años recientemente) se habían burlado de él porque confesó que creía en las fábulas que se contaban a los niños sobre una ciudad bajo la cascada, con la cual se había comerciado en tiempos, pero era fuerte y ágil y podía defender sus opiniones trepando en ambos sentidos por la escalera medio destrozada, demostrando con ello que su idea no era completamente absurda.
Por lo tanto, eso podía soportarlo. También podía soportar el servicio militar impuesto por el actual señor de la región, el conde Lashgar, que se reservaba a todos los jóvenes entre los dieciocho y los veintiún años. Resultaba molesto, pero no se podía evitar si es que uno deseaba casarse, y permitía a los jóvenes liberarse de sus padres, lo cual no podía ser malo. Dado que el conde no tenía ambiciones territoriales y pasaba casi todo el tiempo meditando sobre las épocas antiguas, los deberes más peligrosos que recaían sobre las tropas no pasaban de buscar cabras extraviadas en los pastos de montaña, y los más desagradables eran los entrenamientos mensuales. Ahora había demasiada población y resultaba imposible alimentarla con pescado, por lo que el último invasor, el abuelo del conde Lashgar, había demostrado poseer un buen sentido de la economía doméstica al decretar que la matanza de los animales sería desde entonces monopolio del ejército; de esta manera, combinaba limpiamente el entrenamiento con las armas (pues éstos eran sacrificados mediante espada y lanza) y el cobro de impuestos (había una tasa fija según la especie y el peso, que podía ser conmutada cediendo un cordero de cada siete, una cabra de cada seis y un cerdo de cada cinco), sin olvidar el deber religioso (los corazones se guardaban para ser ofrecidos en el altar de su deidad preferida, Ts-graeb el Sempiterno) y, tal y como suponía algo ingenuamente, un aumento en las capturas de peces. Parecía bastante razonable esperar que la creación de ese matadero junto al lago supondría para ellos una buena cantidad extra de alimentos.
Pero al carecer el lago prácticamente de corrientes, el olor se fue haciendo insoportable; además, era la única fuente de agua para beber y cocinar. Su hijo se encargó de trasladar el matadero hasta el borde de la meseta y su nieto, Lashgar, no encontró razón alguna para alterar tal disposición. En los viejos tiempos se había podido ver de vez en cuando a gente que agitaba los puños y gritaba insultos en el delta, pero se encontraban demasiado lejos para ser oídos, y nadie fue tan temerario como para subir por la vieja escalera y discutir de ello. Poco antes de que Orrish naciera, se consideró que ya no era necesario mantener una doble vigilancia a lo largo de los acantilados.
Quizá si se hubiera conservado esa vieja costumbre…
Sí, quizá entonces las cosas no hubieran evolucionado de forma tan horrible en los alrededores de Taxhling. Desde luego, entonces no habría podido hacer lo que ahora estaba haciendo: abandonar su puesto por la noche, sin verse obligado a matar a su compañero o a persuadirle de que le acompañara; por otra parte, entonces nada de esto habría sido necesario…
Demasiado tarde para las especulaciones. Se encontraba ya bajando por el acantilado, repitiendo bajo la protección de la oscuridad su trayecto de hacía cinco años, torciendo el gesto ante cada guijarro que desplazaba, pues los peldaños no parecían muy firmes y algunos de ellos se habían desvanecido, dejando a veces casi medio metro o más sin asideros. Le dolían los músculos de una forma horrible y, aunque la noche era helada, riachuelos de transpiración le producían picor por todo el cuerpo. Sin embargo, ahora no podía volverse atrás. Debía llegar a lugar seguro. ¡Debía informar a la gente de Stanguray sobre las enormidades que uno de los suyos estaba perpetrando, haciendo que la ira les impulsara a la acción!
De pronto, una roca se desmenuzó bajo sus pies entumecidos por el frío. Cayó por entre la oscuridad y no pudo impedir que se le escapara un grito. Su recuerdo del trayecto que había hecho a los quince años no era tan exacto como para saber a qué altura se encontraba, pero le pareció que la caída no podía ser muy superior a los seis metros.
Pero aterrizó sobre un grupo de peñascos que el frío había hecho caer del acantilado, y sintió que sus músculos y sus tendones se desgarraban cual harapos mojados.
¿Cómo podía avisar ahora a Stanguray?
Y si no podía hacerlo él, entonces, ¿quién lo haría?
No había nadie más para ello. Pese a su agonía, debía seguir avanzando, a rastras si era preciso. Aunque la bruja Crancina hubiera sido engendrada entre ellos, la gente de Stanguray no merecía el destino que les tenía planeado. Al menos habían tenido el suficiente sentido común como para expulsarla y no, como había hecho ese maldito loco, el conde Lashgar, de darle la bienvenida y ceder a cada una de sus repugnantes exigencias.
V
El otoño ya había empezado a morder cuando El Viajero volvió a Stanguray. La noche era muy clara aunque no hubiera luna. La niebla se retorcía sobre los pantanos. El barro estaba endurecido por el frío, y en algunos sitios se veían charcos lo bastante libres de sal como para que sobre ellos se hubiera formado una capa de hielo.
Pese al frío, la atmósfera estaba saturada por el olor de la sangre.
Pero en el pueblo de pilares marmóreos y abigarradas baldosas no se veía señal alguna de vida, a no ser las que daban las ratas y los pájaros suspicaces.
Incapaz al principio de creer en el completo abandono del lugar, El Viajero aflojó un poco las fuerzas que mantenían unidos los haces de luz en su cayado. Una radiación tan brillante como la de la luna llena le reveló que todo era cierto. Por doquier se veían las puertas y los postigos entreabiertos. Ninguna de las chimeneas, ni tan sólo en las casas más ricas, emitía sus penachos de humo. En el estuario no había botes y sólo se veían en él algunos artículos miserables de las casas más pobres, abandonados.
Con todo, no parecía que el lugar hubiera sufrido ataque alguno. No había señales de violencia; nadie había provocado incendios, y en el suelo no yacían desordenados los cadáveres. La marcha había sido algo voluntario y planeado.
De pronto, se dio cuenta de que había otra cosa fuera de lugar. Era inmune al gélido aire nocturno pero no al escalofrío del abatimiento que el descubrirlo provocó en su interior.
Litorgos ya no estaba aprisionado entre la sal y la tierra. También el ser elemental había abandonado el lugar.
Hasta ese momento había creído que en todo el espacio y el tiempo sólo a él se le había concedido el poder de atar y liberar a los espíritus elementales. ¿Era posible que el reverso de sus poderes le hubiera sido concedido a otro? Con seguridad Aquella que…
Pero de ser así, Tarambole había mentido. Y si era así, entonces el universo se volvería igual a las piezas de un tablero de ajedrez, que podían ser devueltas caprichosamente a su caja para empezar un nuevo juego en el que hubiera reglas distintas. No había señal alguna de esa catástrofe: ni cometas, ni erupciones, ni estrellas danzando en los cielos.
Un nuevo enemigo.
Más desorientado que nunca anteriormente, examinó con lentitud todo lo que sabía, y permaneció tan inmóvil que en el borde de su negra capa la escarcha tuvo ocasión de irse afianzando. Pese a todos sus poderes de razonamiento, seguía estando muy lejos de hallar una respuesta cuando de repente oyó un débil grito, tan frágil como el de un niño pero emitido por una voz demasiado grave para ser de éste.
—¡Socorro! ¡Socorro! ¡No puedo seguir!
A unos trescientos o cuatrocientos pasos en dirección a la escarpadura, mitad dentro y mitad fuera de un canal fangoso, encontró a quien había gritado; era un joven vestido con un jubón de cuero, con calzones y botas, que gimoteaba incontrolablemente por el dolor que le causaban los ligamentos rotos de su pierna.
—¿Quién eres? —le interpeló El Viajero.
—Orrish de Taxhling —fue la débil réplica que obtuvo.
—¿Y cuál es tu misión?
—¡Advertir a la gente de Stanguray de la maldición que se cierne sobre ellos! Jamás soñé que semejantes horrores pudieran llegar a incubarse en un cerebro humano pero… ¡Ay, ay! ¡Maldita sea mi pierna herida! ¡De no ser por ella habría llegado aquí hace mucho tiempo!
—No habría servido de gran cosa —dijo El Viajero, inclinándose para sacar al joven del agua helada—. Se han ido. Todos.
—Entonces, ¿la misión que me impuse por compasión hacia ellos ha sido en vano? —preguntó Orrish con expresión aturdida.
Y, de pronto, se echó a reír histéricamente.
—No, ciertamente —contestó El Viajero, tocando con su báculo la pierna herida. A cada contacto con el báculo brotaba una luz para la cual los humanos no tenían nombre que pudiera describir su color—. Bien, ¿cómo te encuentras?
Recobrada la calma gracias al asombro que sentía, Orrish se puso en pie con una expresión de incredulidad, poniendo a prueba el miembro herido.
—Pero… ¡pero si es un milagro! —murmuró—. ¿Quién eres tú que puede hacer tal magia?
—Tengo muchos nombres, pero una sola naturaleza. Si eso tiene algún significado para ti, así sea; si no, y cada vez me doy cuenta con mayor frecuencia de que así ocurre, no importa… Con un nombre como Orrish, supongo que debes venir de un antiguo linaje de Taxhling.
—¿Conoces a nuestro pueblo?
—Me atrevería a decir que los conozco desde hace más tiempo que tú —admitió El Viajero—. ¿Qué ha ocurrido para que emprendieras tan desesperada misión?
—¡Se han vuelto locos! Ha surgido entre nosotros una bruja consagrada al servicio de Ts-graeb, o eso dice ella, ¡y afirma conocer un modo de que nuestro señor, el conde Lashgar, pueda vivir eternamente! Yo no siento resquemor alguno contra los adoradores de Ts-graeb ni contra cualquier otra fe, a decir verdad, pero…
Y la lengua de Orrish pareció vacilar de repente.
Con un leve matiz de su habitual humor sarcástico, El Viajero dijo:
—Pero en verdad tú sigues el culto de Frah Frah y llevas su amuleto en el viejo e invariable lugar de siempre, cosa que resulta fácil de ver al haberse salido el cinturón de tus calzones. Me complace saber que Frah Frah no carece totalmente de seguidores; sus ceremonias solían ser bastante divertidas aunque algo toscas, y entre sus ofrendas favoritas siempre destacó la risa sincera. ¿Estoy en lo cierto?
—¡Pero si eso era en los días de mi abuelo! —dijo Orrish, asombrado y apresurándose a reparar los desarreglos que había sufrido su atuendo.
—Más bien tres veces antes de eso —dijo El Viajero, sin darle ninguna importancia—. Pero aún no me has contado por qué deseabas avisar tan desesperadamente a la población de Stanguray.
Y después, poco a poco, fue averiguando por él toda la historia, y con ello descubrió que Tarambole, aunque naturalmente era incapaz de mentir, sí tenía acceso al poder de la ambigüedad.
Ese descubrimiento le supuso un gran alivio, pero seguía por resolver una situación para la cual no existía precedente alguno.
—Esta bruja se llama Crancina —dijo Orrish—. Apareció entre nosotros hace poco, la primavera última, y trajo con ella a un familiar bajo la forma de un chico jorobado. Dijeron ser de Stanguray, e inmediatamente todos estuvieron dispuestos a considerarles hacedores de milagros, pues nadie recordaba que persona alguna, salvo yo, hubiera intentado escalar ese acantilado.
»Siempre habíamos considerado al conde Lashgar como un hombre inofensivo y amante de los libros. En las tabernas y en los comercios se podía oír de vez en cuando a gente que, guiñando un ojo y meneando la cabeza, decía: «¡Podríamos tener un amo mucho peor que él!». Debo confesar que yo siempre había dicho y creído lo mismo.
»¡Poco podíamos imaginar que con sus libros y encantamientos hacía planes para vivir más que todos nosotros! Pero ella, la bruja Crancina, sí que lo imaginó: fue a él y le dijo que conocía cómo podía utilizarse la sangre que derramaban las bestias que matamos cada mes durante la luna nueva. Dijo que cuando hubiera la cantidad de sangre suficiente en el agua del lago, entonces… Señor, ¿os encontráis bien?
Pues El Viajero se había quedado callado y como absorto, sus ojos sumidos en la contemplación del pasado.
Unos instantes después se estremeció, como sacudiendo su cuerpo, y le dijo:
—¡No! ¡No, amigo mío, ni me encuentro bien ni hay nada que vaya bien! Pero al menos ahora comprendo cuál es la naturaleza de este enemigo mío para el que no hay precedente.
—¡Entonces, explicaos! —le suplicó Orrish.
—Dijo que cuando en el agua hubiera suficiente sangre, ésta se convertiría en un elixir de larga vida, ¿no es cierto?
—¡Sí, cierto! ¡Más aún, afirmó que habría la suficiente para que todos bebiéramos, y que con ello cada uno de nosotros tendría muchos años más de vida por delante!
—En eso mentía —dijo El Viajero con voz átona.
—Ya lo había sospechado. —Orrish se mordió los labios—. No voy a cometer la imprudencia de preguntaros cómo lo sabéis…; sois extraño y poderoso, eso queda claro por la curación de mi pierna… ¡Pero sí me gustaría dejar al descubierto su mentira apoyándome en vuestra autoridad! ¡Pues os juro por mi nombre que lo que están tramando es tan horrible, tan sucio y repugnante que…!
—¿Fue eso lo que te impulsó a dejar tu puesto?
El joven asintió con una expresión miserable en el rostro.
—Ciertamente, eso fue. Pues, al faltar todavía un poco de sangre para alcanzar la cantidad que según ella era imprescindible, empezaron a decir: «¿Acaso en Stanguray no hay quienes pueden sangrar también? ¿No subió y bajó Orrish por los acantilados? ¿Y no debe ser aún más efectiva la sangre humana? ¡Vayamos allí para capturarles, traigámoslos hasta aquí y cortemos sus gargantas para hacer que la magia pueda funcionar!».
—¿Y qué dijo el conde Lashgar ante este loco plan?
—Si los ritos de Crancina no se ven hoy coronados por el éxito, dará órdenes a sus soldados para tal misión.
—¿Quiénes están fabricando la cuerda?
La pregunta dejó atónito a Orrish por un instante; luego comprendió cuál era su significado y se echó a reír, pero no como antes, más cerca de la histeria que de otra emoción, sino con auténtica alegría, haciendo con ello una ofrenda a Frah Frah.
—¡Vaya, si he sido tan ciego y estúpido como ellos! ¡Ciertamente, harán falta kilómetros enteros de cuerda para traer a centenares de prisioneros de mala gana hasta aquí, por no mencionar el hacerles pasar el acantilado!
—Entonces, ¿no se ha puesto aún manos a tal obra?
—¡Oh, no! Ebrios de promesas, a la gente sólo le preocupa la carnicería. Las cosas han llegado a tal extremo que quienes ponen trampas por la noche deben traer sus presas, todavía vivas, para que se las incluya en la ceremonia de cada día. ¡Y ay de aquéllos cuyas liebres, conejos y tejones estén ya muertos cuando los traen!
—Entiendo —dijo El Viajero sombríamente, y pensó en una antigua ceremonia, practicada cuando las fuerzas del caos eran más manejables que ahora.
En ese tiempo se requería un pequeño cuenco, mucho mejor si era de plata, en el cual se debía trazar el nombre de la fuerza a invocar, utilizando para ello la escritura yuvalliana; luego se llenaba de agua y en su interior se depositaba el germen de un homúnculo. Luego se hacía un corte en el dedo de quien realizaba la ceremonia, y se dejaban caer tres gotas de sangre para que se mezclaran en el agua, con lo cual el homúnculo estaría dispuesto a cumplir la voluntad de quien hubiera hecho la ceremonia. De ese modo habían llegado a caer reinos enteros.
¿Qué sucedería cuando aumentara la escala de la ceremonia a todo un lago?
Y, especialmente, ¡este lago…!
—Señor —se atrevió a decir Orrish con voz nerviosa—, habéis hablado hace sólo un instante de un enemigo vuestro. La bruja es… ¿es vuestro enemigo el mismo que tenemos nosotros? ¿Podemos contaros como aliado?
El Viajero eludió darle una respuesta clara haciéndole otra pregunta.
—¿Qué te impulsó a bajar de noche por el acantilado? ¿Tenías miedo de que tú, no siendo adorador de Ts-graeb, te vieras excluido del beneficio universal de la inmortalidad?
—No… ¡no, lo juro por el honor de mi padre! —Orrish estaba sudando: la débil luz que anuncia el amanecer hacía brillar su frente—. Pero… en el culto al dios al cual me han enseñado a reverenciar desde niño, se dice que el placer comprado al precio de que otro sufra no es realmente placer. Eso me parece toda esta pretendida inmortalidad… incluso suponiendo que ése sea el auténtico fin de todas esas crueles ceremonias, cosa que vos no creéis. ¿Cómo puede comprarse una vida con tan repugnantes crueldades?
—Entonces, volvamos juntos a Taxhling —dijo con voz decidida El Viajero—. Tu deseo ha sido concedido. Serás tú quien se encargue de poner al descubierto la mentira de la bruja.
—Pero ¿es vuestra enemiga? —volvió a preguntarle Orrish.
—No, amigo mío. No lo es más que tú.
—Entonces…, ¿quién…?
Dado que había formulado la pregunta impulsado por un honesto deseo de saber, El Viajero se vio obligado a contestarla tras resistirse cuanto pudo.
—Lo que se me opone se encuentra dentro de mí.
—¡Habláis con acertijos!
—¡Así sea! Prefiero que no se llegue a saber que pasé por alto una verdad tan evidente; ésa es mi culpa. Por primera vez, debo disponerme a luchar conmigo mismo.
VI
Sintiéndose agradablemente reconfortada en la habitación que se le había asignado en la residencia del conde Lashgar, dado que en la meseta se podían permitir el lujo de gastar mucho combustible, y durante toda la noche los leños de la chimenea había estado ardiendo a dos pasos de su lecho, Crancina despertó sintiendo un nerviosismo que sólo había notado una vez anteriormente; eso había sido en primavera, cuando de repente se le ocurrió para qué podía servir toda la sangre que manchaba el río de Stanguray.
Una doncella dormitaba sobre un escabel junto a la chimenea. Crancina dio un grito para despertarla y apartó la gruesa colcha de su cama.
¡Hoy sí, hoy sus esfuerzos se verían recompensados! ¡Y después ese rastrero conde ya podía buscar en vano su tan soñada inmortalidad! Era igual que esos hombres codiciosos que habían pedido su mano en matrimonio allí en Stanguray, cuando no la deseaban a ella sino a los beneficios de su negocio, y su hechizo para endulzar el agua.
Hoy le daría una buena lección y mañana se la daría a todo el mundo, y sería una lección que jamás podrían olvidar.
Silbando una alegre cancioncilla se envolvió en una capa de piel de cordero para resguardarse del frío aire del amanecer.
—¡Mi señor, mi señor! ¡Despertad! —murmuró el sirviente que tenía como obligación despertar al conde Lashgar—. ¡Dama Crancina está segura de que hoy tendrá éxito y ha mandado a su doncella para que me lo dijera!
El conde asomó la cabeza por entre el desorden de sus almohadas, medio dormido, y preguntó:
—Entonces, ¿qué ha obrado el milagro? ¿Los animales que mandé fueran traídos de las trampas y los cepos?
—Mi señor, no he sido admitido nunca en vuestros consejos privados —fue la algo gruñona respuesta que le dio el sirviente—. Pero estoy seguro de que en alguno de vuestros libros estará explicado el secreto, ¿no?
—Si lo hubiera estado —suspiró Lashgar, irguiéndose con un esfuerzo de voluntad—, no habría tenido que esperar tanto para ver cumplido el sueño de toda mi vida.
Un grupo de soldados temblorosos cruzaba por entre las nieblas que cubrían las orillas del lago con tambores y gongs y, al oírles, la gente se volvía entusiasmada hacia ellos, olvidando su desayuno para conformarse con un mendrugo de pan y un sorbo de aguardiente. En los viejos días, el amanecer de las jornadas consagradas al matadero era algo temido; ahora, milagrosamente, se había convertido en el día más señalado del mes…, y hoy lo era más que nunca, pues los rumores ya habían empezado a propagarse.
—¡Hoy es el día! Crancina se lo ha dicho al conde… ¡Hoy tiene que salir bien! ¡Pensadlo! ¡Esta noche algunos de nosotros, o puede que incluso todos, seremos inmortales!
Únicamente algunas almas cínicas llegaron a preguntarse en voz alta qué sucedería si, al final, resultaba que en las aguas ensangrentadas sólo había el poder suficiente para dar la vida eterna a una persona y a nadie más. ¿Quién obtendría tal poder, salvo la bruja?
Pero quienes así hablaban eran normalmente aborígenes del lago, gente cuyos antepasados habían visto magia más que suficiente hacía ya mucho tiempo. Los que adoraban a Ts-graeb el Sempiterno, entre los cuales se contaba Lashgar —y el número de sus adoradores había crecido enormemente desde que llegó la bruja—, armaban un gran escándalo pidiendo el favor de su deidad y se dirigían hacia el lago cantando y dando palmadas.
Cuando aparecieron Lashgar y Crancina, prorrumpieron en vítores al ver que les precedía la imagen de Ts-graeb bajo la forma de un viejo y barbudo erudito, llevada a hombros por seis soldados. La procesión era flanqueada por los sacerdotes y sacerdotisas de Yelb, y la imagen de la deidad llevaba pezones por doquier, desde los pies hasta la frente, mientras que el puñado de seguidores que aún le restaban a Blunk el Honesto llevaba su imagen y símbolo, una sencilla esfera blanca. Ninguno de los seguidores de Frah Frah tuvo el valor suficiente para unirse al cortejo y, a decir verdad, quedaban ya muy pocos.
Al final del cortejo venía un chico jorobado vestido de bufón, con el sombrero y los pies llenos de campanillas, dando volteretas y haciendo muecas mientras fingía golpear a los espectadores con su insignia: una vara en la que había una vejiga de cerdo cubierta de cintas multicolores. Ni los seguidores del Honesto Blunk le negaron una sonrisa al verle, pues ahora un viento áspero soplaba sobre la meseta.
—¿Y de dónde has sacado ropas tan abigarradas y de buena calidad? —dijo El Viajero, apareciendo de repente junto al bufón.
—¡No son robadas, si eso es lo que pensáis! —le contestó secamente el bufón—. Eran del bufón que tenía el abuelo del conde Lashgar, y me han sido entregadas por uno de sus cortesanos. ¿Quién sois para hacerme tal pregunta? Ah, sí, os recuerdo, os recuerdo demasiado bien… —E, inmediatamente, el chico cesó su torpe parodia de la danza—. ¡Al día siguiente de que hablarais con ella, a mi hermana se le ocurrió la loca idea de obligarme a subir por los acantilados! Más de una vez pensé que moriría pero, por fortuna, mi deformidad había hecho mi torso lo bastante ligero como para que mis brazos pudieran soportar su peso, y allí donde ella estaba a punto de caer yo podía agarrarme lo bastante como para salvarnos a los dos… ¡Pero más de una vez he pensado que sería mejor haberla dejado caer que verme condenado a mi suerte actual!
—¿No es mejor que en Stanguray?
—Quizá, pero sólo por un pelo, ahora que he conseguido apropiarme de estas ropas y esta vara. —Jospil golpeó con ella al Viajero, frunciendo el ceño—. Pero al principio me convirtieron en el familiar de Crancina y querían alimentarme con carbones al rojo vivo y aqua regia. ¡Además, esta gente no tiene ningún sentido del humor! Si lo tuvieran, ¿acaso no se habrían reído ya hace mucho tiempo de Crancina, obligándola a dejar su farsa?
—Tienes toda la razón —dijo solemnemente El Viajero—. Y ahí se encuentra la clave para que se cumpla un deseo que formulaste ante mí. ¿Lo recuerdas?
El jorobado se encogió extrañamente, como era habitual en él.
—Debió de ser el mismo que explicaba a todo el mundo salvo, naturalmente, a mi hermana: que un día encontrara una forma de liberarme de ella.
—¿Y de abrirte paso en el mundo, fuera como fuese?
—Sí, he repetido eso una y otra vez. Indudablemente, también os lo debí decir.
—¿Eras sincero al decirlo?
En los ojos de Jospil se encendió una breve llamarada.
—¡En cada palabra!
—Entonces, hoy tienes la oportunidad de cumplir al máximo con tu papel de bufón y, al mismo tiempo, lograr lo que ambicionas.
Jospil parpadeó lentamente.
—Habláis de un modo tan extraño… —musitó—. Y, sin embargo, os acercasteis a nuestro fuego como todo el mundo y os comportasteis con mi hermana de forma mucho más cortés de la que se merecía y… sí, fue precisamente desde el momento de vuestra visita que se le metieron todas esas locas ideas en la cabeza y… no sé qué pensar de vos, juro que no lo sé.
—Entonces, considérate afortunado ya que no se te pide eso —dijo secamente El Viajero—. Pero recuerda que hoy la magia anda suelta en este lugar, aunque no sea la clase de magia que espera el conde Lashgar, y tú vas a ser el foco de toda ella. ¡Señor Bufón, os deseo que tengáis un buen día!
Y con una gran reverencia y una inclinación de su báculo, haciendo revolotear su capa negra, El Viajero se marchó para ocuparse de sus asuntos.
VII
Orrish jamás logró recordar cómo había vuelto a su puesto de guardia, con el tiempo suficiente para recobrar su lanza y su escudo y acoger al relevo del alba antes de que notaran su ausencia, así como tampoco supo qué había sido de su misterioso compañero una vez se encontraron en la meseta.
Pero una cosa sí recordaba con perfecta claridad. Se le había prometido la ocasión de ajustarle las cuentas a la bruja, y él aguardaba ansioso tal oportunidad. Sin embargo, le parecía que era algo bastante difícil, pues nada más volver al cuartel le capturó un sargento a cuyo pelotón le faltaba un hombre, y le obligó a recoger los animales atrapados durante la noche y traerlos a la orilla del lago, para que allí fuera derramada la sangre que les daba vida. Los animales gemían y chillaban en una multitud de voces distintas y sus lamentos formaban una horrible cacofonía, que se mezclaba con los balidos y gruñidos de los pocos animales domésticos que aún quedaban, y que habían sido encerrados junto a la orilla, a tan poca distancia que podían oler el agua ensangrentada. Si los sacrificios seguían a ese ritmo, el verano siguiente no habría ganado suficiente para continuar la crianza, aunque tendrían más carne en salmuera de la que podría caber en sus barriles, y más jamones ahumados que ganchos en los cuales colgarlos, con lo que la comunidad sobreviviría sin duda al invierno. Orrish meneó la cabeza con preocupación, odiando la misión que se le había encomendado casi tanto como la idea de secuestrar o matar a la gente de Stanguray.
Al menos, si debía confiar en El Viajero, eso ya no entraba en los límites de lo posible.
Pero ¿dónde estaba El Viajero? Orrish examinó la gente que le rodeaba con creciente inquietud. Al igual que todos los viejos nativos de Taxhling, se le había educado en la desconfianza a la magia y sus practicantes, y el modo en que fue curada su pierna no dejaba lugar a dudas en cuanto a que el hombre de la capa negra comerciaba con tales artes. ¿Acaso, igual que la bruja Crancina, sería un mentiroso interesado sólo en sus propios fines…?
Orrish empezó a preocuparse. ¿Cómo podía estar seguro de que la bruja engañaba a la gente? Bueno, porque se lo había dicho El Viajero de Negro. Pero ¿no debería quizá creer lo mismo que creía el resto de su pueblo, antes de confiar en la palabra de un desconocido?
Mordiéndose el labio y presa de una terrible confusión, oyó de pronto el grito de su sargento, llamando a los soldados para que se pusieran firmes ante la presencia del conde Lashgar. Orrish le obedeció rígidamente, deseando con desesperación que volviera El Viajero; cuando estuvo a su lado todo pareció más sencillo.
Mientras tanto, acompañado por los demás reclutas, esperó la orden para sacrificar a los asustados animales.
Hubo la habitual cantidad de gritos y vítores obligatorios pero no duraron mucho, pues todo el mundo estaba demasiado impaciente por enterarse de lo que Crancina se proponía hacer hoy. Por fin, haciendo amables reverencias a un lado y a otro mientras subía a una especie de estrado erigido junto a las aguas del lago, Lashgar se dirigió a sus súbditos con una voz sorprendentemente grave para salir de un hombre tan delgado y de poca estatura.
—¡Se nos han prometido maravillas! —declaró—. ¡Y vosotros deseáis verlas tanto como lo deseo yo! Por lo tanto, no voy a perder el tiempo con más discursos y dejaré que la dama Crancina haga lo que debe hacer.
Todo el mundo se alegró de la brevedad de su presentación. Y luego todos se quedaron callados, reprimiendo un escalofrío. Mientras Lashgar pronunciaba sus últimas palabras, Crancina se había quitado la gruesa capa de piel de oveja que llevaba, y había iniciado una serie de pases en el aire, murmurando en voz baja todo el tiempo. Era imposible distinguir sus palabras ni aun estando muy cerca de ella, pero contenían una resonancia tal que el menor eco bastaba para hacer que quien la sintiera empezara a notar un temblor helado en su espalda.
De vez en cuando, Crancina hurgaba en la faltriquera que colgaba de su cinturón, y arrojaba un pellizco de polvo a las aguas, igual que si estuviera sazonando una sopa.
El Viajero estaba tan impresionado como el resto de los presentes. Por primera vez durante sus visitas a este mundo, tan frecuentes que ya no recordaba el número y ni tan siquiera sentía deseos de ello, estaba presenciando un rito mágico auténticamente nuevo. Aunque el cambio pudiera entrar más bien en la categoría cuantitativa que en la cualitativa, lo que Crancina pretendía hacer con su labor mágica era algo radicalmente distinto de cuanto podía recordar El Viajero.
Algunas veces en el pasado, El Viajero había meditado sobre el arte de la cocina; el practicante puede empezar con algo que no sólo resulta desagradable al paladar sino realmente venenoso, para terminar obteniendo algo no sólo digerible sino delicioso. El Viajero se preguntó si tal arte no acabaría convirtiéndose en el último refugio de los temperamentos, que en eras más tempranas habían llevado a la gente a mezclarse con la magia. Decidió que en el futuro debía mantener una firme vigilancia sobre los cocineros.
Por el momento, esta receta estaba funcionando excelentemente.
El agua del lago Taxhling se estaba solidificando, igual que la leche al convertirse en nata. En vez de las formas caprichosas creadas por el viento y las olas, en la superficie del agua empezaban a discernirse siluetas que ya no se desvanecían al cabo de unos segundos aunque siguieran moviéndose. Los espectadores, boquiabiertos y lanzando exclamaciones de asombro, permanecían inmóviles mientras el conde Lashgar, como si no lograra creer lo que veía, tenía que hacer auténticos esfuerzos para no dar saltos de alegría en su estrado.
Las siluetas no resultaban precisamente agradables de ver; pero eran visibles y, poco a poco, empezaron a separarse de la superficie de las aguas, primero muy poco, como si fueran meras ondulaciones, luego adquiriendo cada vez más protuberancia. Además, su número estaba aumentando. Aunque no resultaba muy claro cómo sucedía, cada una engendraba otra y ahora ya debían de ser uno o dos millares, mientras que sus formas eran tan extrañas que desafiaban todo intento de describirlas. Si ésta recordaba un arbusto provisto de garras, su vecina recordaba una escoba a la cual le hubieran brotado enormes tentáculos; si otra recordaba la cabeza de un cerdo llena de agujeros, la de al lado se parecía a un ratón con veinte patas.
Lo único que tenían en común, aparte de que no se movían demasiado, era su color, la tonalidad grisácea de la piedra pómez. Ondulaban sobre la ahora aceitosa superficie del lago, que se había congelado para darles forma, con un movimiento tan lento y perezoso como si el mismo tiempo se hubiera ralentizado para discurrir a una vigésima parte de su velocidad normal.
—¡Magia! —murmuraron los espectadores, encantados—. ¡Es magia, ciertamente!
—Pero ella es una mentirosa…, ¡miente! —gritó de pronto una voz junto a los apriscos, donde los soldados preparaban diligentemente los últimos animales para ser sacrificados—. ¡La bruja Crancina miente!
Todo el mundo reaccionó de un modo u otro, especialmente el conde Lashgar y Crancina; el conde le gritó al sargento que hiciera callar al hombre que había hablado mientras que Crancina miraba nerviosa hacia esa dirección y seguía con su recital de murmullos y canturreos, cada vez más de prisa. Las imágenes que se formaban en el lago vacilaron durante un segundo, pero luego se afirmaron de nuevo.
—¡Haced callar a ese hombre! —aulló el sargento, y dos de sus compañeros intentaron coger a Orrish por los brazos.
Con su escudo, hirió el rostro de uno, rompiéndole la nariz, y golpeó al otro con la punta del astil de su lanza, dejándole sin aliento; se abrió paso hacia el murete de piedra de los apriscos, que antes se encontraba en la parte más alejada del lago, cerca de la cascada, pero que había sido llevado finalmente hasta aquí para conservar mejor la sangre derramada. Estaba formado por bloques de granito, que en su parte superior tenían canales para que la sangre fluyera por ellos. Subiendo el murete, Orrish agitó su lanza hacia las aguas del lago.
—¿Cómo esperaba salir bien librada de esto? —rugió—. ¡Ya sabemos qué son esas apariciones!
Las siluetas se movieron de nuevo, pero esta vez sin perder la solidez; después se inmovilizaron, rígidas y frágiles como si fueran de cristal.
De pronto, cautelosamente, unos cuantos espectadores, casi todos ellos de avanzada edad, movieron la cabeza en señal de asentimiento. Dándose cuenta de que no estaban solos, irguieron orgullosamente el cuerpo y repitieron su gesto con más vigor.
—¡Y sabemos que nada tienen que ver con la inmortalidad! —gritó Orrish tan fuerte como se lo permitieron sus pulmones—. ¡Fuera! —añadió, apartando de una patada al sargento que intentaba cogerle por los tobillos—. ¡No hablo de ti o de ese amo estúpido al que sirves, el conde! ¡Me refiero a nosotros, los que llevamos aquí el tiempo suficiente como para no ser engañados por la bruja! ¡Miradla, miradla! ¿No podéis leer el miedo y el terror en cada rasgo de su cara?
Crancina estaba gritando algo con voz enloquecida, pero el viento había empezado a soplar durante el último minuto y las palabras se perdieron a lo lejos. Junto a ella, muy pálido, el conde Lashgar les hacía señas a sus guardias personales para que se acercaran y le protegieran; los sacerdotes de Blunk, Yelb y Ts-graeb también se habían apretado unos contra otros, como intentando consolarse mutuamente.
Mientras tanto, las imágenes que se habían formado sobre el lago seguían sin moverse.
—Y en beneficio de aquellos entre vosotros que no tuvisteis la suerte de crecer, como yo, en un hogar donde sin duda se conocía todo esto —gritó Orrish—, me encargaré de explicároslo. En el remoto y distante pasado, nuestros supersticiosos antecesores creían que los extraños objetos que aparecían a la deriva por el río (¡obviamente, los que habían poseído una naturaleza más pesada eran los que flotaban!) eran todos de naturaleza divina y merecían ser adorados. Por ello, levantaron altares e hicieron ofrendas en ellos, invocándolos cuando recitaban los hechizos del hogar y del fuego. Pero entre nosotros surgió un maestro dotado de inteligencia y cordura, y preguntó por qué razón teníamos tantas y tan minúsculas deidades, cuando podíamos conseguir una que tuviera todos sus buenos atributos y ninguno de los malos. La gente, maravillada, empezó a hacerse tal pregunta y al final todos estuvieron de acuerdo, ¡y así fue cómo acabamos adorando a Frah Frah! Y cuando todos hubimos consentido en el cambio, los viejos dioses fueron llevados hasta el lago y arrojados en él, para yacer en su lecho hasta el fin del mundo. ¡Y así habría ocurrido, de no ser por Crancina! ¡Preguntadle ahora qué pueden hacer ellos por nuestra inmortalidad, o tan siquiera por la de ella o Lashgar!
—¡Todo esto es falso! —dijo Crancina con voz entrecortada—. ¡No sé nada de los viejos dioses a los cuales has descrito!
—Pero sí sabes de la inmortalidad, ¿no? —preguntó Lashgar, y cogiéndole la espada al guardia que tenía más cerca la alzó hacia su pecho.
—¡Claro que no sabe nada! —dijo una voz que más bien parecía un graznido—. ¡No sabe nada que no sea llevar el fuego, sólo sirve para eso y eso es lo que hacía en Stanguray! ¡Jee-jee-jee-jee-jee-jaa!
Y Jospil, disfrazado de bufón, avanzó hacia su hermana dando saltos como una rana, lanzando unas risotadas tan sonoras como el rebuzno de un asno.
Sorprendido cuando se disponía a lanzar otra salva de invectivas contra la bruja, Orrish se volvió en lo alto de su roca, miró hacia Jospil y, sin poder evitarlo, sonrió. La sonrisa se convirtió en una risa y la risa acabó convirtiéndose en un rugido incontenible, que le obligó a sostenerse con su lanza mientras se balanceaba hacia atrás y hacia adelante con el rostro bañado en lágrimas. La risa era tan contagiosa que, sin saber en qué radicaba lo divertido de la situación, los niños se hicieron eco de ella, y al verles sus padres no tuvieron más remedio que reír también, con lo que las carcajadas se fueron extendiendo. Mientras, Lashgar, Crancina y los sacerdotes más pomposos, fuera cual fuese su credo, parecían muy escandalizados y gritaban órdenes a las que sus servidores no hacían ni el menor caso; todo el gentío era presa de una monstruosa erupción de hilaridad. Los más viejos de los presentes, ya sin dientes y con el cuerpo encogido por la edad, tan poco enterados de lo que ocurría como los niños de pecho, unían su cascada risa a la de los demás, hasta que todo el lugar pareció resonar con ese ruido.
Y eso ocurría, ciertamente.
Los ecos rebotaron, amplificándose cada vez más, y las carcajadas empezaron a ser más fuertes. Una especie de zumbido llenó el aire, haciéndolo más denso de lo normal. Las vibraciones se fueron alimentando mutuamente hasta hacerse casi dolorosas, haciendo chirriar los dientes, estridentes, molestas, cada vez más agudas. Algunos de los presentes se asustaron y miraron a su alrededor buscando un medio de huir. Pero no lo había. La gigantesca concavidad que formaba la meseta del lago Taxhling se había convertido en un valle de ecos donde el sonido, en vez de morir con el paso del tiempo, aumentaba continuamente en volumen, intensidad y aspereza.
Todo esto ocurría mientras las creaciones casuales del río, que en tiempos fue conocido como el Metamorfia, devueltas por un conjuro a la superficie del lago, seguían totalmente inmóviles… hasta que empezaron a temblar bajo el impacto del ruido.
De pronto, algo que parecía una morsa con una flor por cabeza se rompió en fragmentos. Una lluvia de polvo finísimo bailó en el aire, agitándose al mismo ritmo que las vibraciones.
Luego un objeto curiosamente retorcido, con una parte de su cuerpo delgada y otra más hinchada, como si una libélula gigante hubiera decidido mezclarse con un caballo de tiro, también se rompió en pedazos. Algo agitó el aire y un objeto, que recordaba a un puño colosal del cual brotaban excrecencias parecidas a plumas, se estrelló con un gran tintineo contra una gigantesca estructura hueca, reduciéndola a pedacitos.
Las carcajadas adquirieron cierto ritmo. Ahora se podía percibir claramente que, cuando llegaban a una intensidad determinada, otro de los objetos que Crancina había conjurado se rompía en fragmentos; y cada una de esas roturas acarreaba otras que, a su vez, acarreaban otras más. Los espectadores, que al principio se habían asustado, descubrieron que ese espectáculo era muy divertido y su alegría se incrementó aún más hasta que todos, jadeando y sin aliento, se encontraron luchando por respirar.
Los últimos restos de los objetos que habían llegado hacía mucho tiempo de la ciudadela de Acromel se desvanecieron convertidos en polvo, en cristales centelleantes y afilados fragmentos que disolvieron lo que antes fueron sacrificios, y armas, y los cuerpos lamentables de estúpidos borrachos o criminales condenados, así como los despojos de animales que se habían descuidado durante un segundo, los restos de insectos y ofrendas para tener suerte o exvotos, los tesoros robados abandonados luego por quienes los habían robado, y los peces que habían llegado de las zonas más altas del río, junto con toda clase de restos y desperdicios, las hojas y ramas arrojadas al agua por los niños durante sus juegos, y las formas accidentales creadas por la propia perversidad del río a partir de las pellas de barro que se desprendían de sus orillas.
En lugar de una extraña horda de fantásticos objetos sólidos durante un segundo, sólo hubo una enorme masa reluciente que despedía mil colores. Justamente entonces, las carcajadas llegaron a su clímax y cada ráfaga de risa era como el golpe de un martillo ciclópeo, cayendo con tal rapidez que hasta el aire se volvía sólido bajo el impacto.
Al tercer golpe, la meseta se resquebrajó. Quienes se encontraban más cerca del acantilado se apartaron de él, olvidándose bruscamente de la risa y la diversión de unos segundos antes. La tierra se estremeció bajo sus pies y en el lecho del lago apareció una hendidura de forma irregular, que empezaba allí donde el río rebasaba la escarpadura.
El lago Taxhling desapareció con tres violentas convulsiones de la tierra: primero se convirtió en un torrente que se abría paso a través de la roca, siendo doce veces más ancho que antes; luego el caudal aumentó y se hizo más constante, a medida que más y más parte del acantilado se derrumbaba y al agua le era posible verterse como de una jofaina a la que se inclina; y, finalmente, como un riachuelo cada vez más débil, dejando al descubierto su cauce fangoso…
Y en mitad de la nueva llanura apareció una estatua, algo torcida y envuelta en guirnaldas de algas verdes y grises, pero ese objeto solitario en nada se vio afectado por el asalto de carcajadas que había convertido en escombros todas las evocaciones de Crancina, y pese a su larga inmersión bajo las aguas estaba lo bastante intacto como para ser reconocido de inmediato.
El primero en identificarlo fue Orrish, que había logrado ponerse de nuevo en pie tras haber sido derribado por los seísmos. Durante un largo instante lo contempló con expresión incrédula y luego, presa de una súbita e incontrolada prisa, se quitó el cinturón que sostenía sus calzones de cuero y sacó el amuleto que siempre había llevado en secreto.
—¡Frah Frah! —gritó, sosteniéndolo en alto—. ¿Acaso no te hemos dado al fin la ofrenda que más deseas? ¡Pocas risas hemos tenido desde que te fuiste! ¡Y aún falta la mayor broma de todas!
Levantó su lanza y señaló con ella a Lashgar y Crancina. Al hendirse el lecho del lago, se había formado un doble barranco que encerraba el pequeño promontorio sobre el cual se habían situado.
Como si su lanza hubiera sido una señal, la superficie del promontorio osciló y luego se hundió con un lento suspiro. El conde, la bruja y los sacerdotes, así como los ídolos y todo lo que les acompañaba, se encontraron de repente sumergidos hasta la cintura en el más sucio y repugnante barro que imaginarse pueda. Cada uno de sus frenéticos movimientos hacía llover sobre ellos más barro, hasta que al fin quedaron totalmente irreconocibles.
—Después de todo, el desenlace ha sido satisfactorio —dijo El Viajero, posando en el suelo una vez más el báculo que había provocado el hundimiento del promontorio—. Pero estuvo a punto de salir mal. Con todo, esta vez las risas que he oído eran todas auténticas.
A decir verdad, hubo alguien lo bastante ágil como para huir del fangoso diluvio que engulló a todo el séquito del conde, y ahora, con sus alegres ropas de colores rojo y amarillo, ascendía saltando hacia tierra firme, agitando su vara coronada por una vejiga de cerdo como si estuviera dirigiendo la orquesta de risas que aún brotaba de la multitud.
Un último toque…
El Viajero aguardó hasta que llegara el momento correcto; entonces, con un leve golpe de su báculo en el suelo, se aseguró de que, cuando Jospil señalaba hacia ella, la estatua de Frah Frah se inclinara hacia adelante, perdiendo el equilibrio, para caer de cara en el fango y desaparecer en su blando abrazo, sobre el cual ya empezaba a correr de nuevo la clara corriente del río buscando su cauce futuro.
Hubo una nueva explosión de risa y la gente se dispersó, de bastante buen humor pese al problema, a resolver la mañana siguiente, de lo que harían para ganarse la vida. Unos cuantos chicos, más atrevidos que el resto, arrojaron pellas de barro contra Lashgar, Crancina y los sacerdotes, pero el pasatiempo pronto se agotó y también ellos se dirigieron a sus casas, que habían sido algo sacudidas por todas las conmociones.
Aparte de quienes se hallaban atrapados en el fango y del Viajero, unos minutos después sólo quedaban en el lugar Jospil y Orrish. Algo abatidos, sintiendo que cuanto ocurriera ahora sólo podía resultar un mero anticlímax de lo ya sucedido, dieron la vuelta al lago y se detuvieron allí donde les fuera posible observar los esfuerzos de quienes estaban atrapados en el barro.
Y poco tiempo después se dieron cuenta de que había alguien más junto a ellos.
VIII
—No muchos pueden llegar a ver cumplido lo que desea su corazón —murmuró El Viajero—. ¿Te ha complacido?
—Yo… —Sin saber muy bien por qué hablaba, ni tan siquiera si estaba hablando con alguien, Orrish se lamió los labios—. Supongo que me alegra haberle hecho la ofrenda adecuada a Frah Frah. Pero en cuanto a mañana… —Se encogió de hombros—. Las cosas ya nunca podrán ser igual que antes.
—Interesante —dijo El Viajero—. Se podría decir lo mismo sobre el Caos, y sin embargo aquí nos encontramos, en un punto donde sus fuerzas son tan débiles que basta con la risa para vencerlas… Sin embargo, en tiempos venideros serás recordado e incluso honrado como el hombre que descubrió la falsedad de la bruja. Y tú, Jospil, aunque no es probable que acabes siendo reverenciado, podrás enorgullecerte de ahora en adelante por haberte librado de la tiranía de la bruja, y podrás abrirte paso en el mundo por tus propios medios.
—Si es así, poco me importa —le contestó secamente el jorobado—. ¿Era ya mi hermana una bruja antes de vuestra llegada a Stanguray?
El Viajero no tuvo más remedio que guardar silencio durante unos instantes y, finalmente, le dijo:
—Me gustaría que comprendieras algo: en el cumplimiento de mi tarea va implícito el que ahora menosprecies mi ayuda, pensando en todo lo que podrías haber logrado antes obrando por ti mismo.
—Oh, no se trata de eso —suspiró Jospil—. Es… bueno, ¡sinceramente no lo entiendo! ¿Qué pretendía Crancina cuando me obligó a dejar nuestro hogar para ir en busca del conde Lashgar?
—Había formulado un deseo y yo estaba obligado a que se cumpliera.
—¿Un deseo…? —Jospil abrió unos ojos como platos—. ¡Claro! ¡Casi lo había olvidado! ¡Saber para qué podía servir toda la sangre vertida en este lugar!
—Tu recuerdo es exacto.
—Y lo descubrió, o quizá llegó a imaginar que podía usarse para revivir todas las cosas extrañas que yacían desde la antigüedad en el fondo del lago… ¿Cómo?
—Sí, ¿cómo? —le hizo eco Orrish—. ¿Y para qué fin?
—Jospil tiene la respuesta para la mitad de esa pregunta —dijo El Viajero con una sonrisa melancólica.
—¿Queréis decir…? —El jorobado se mordisqueó el pulgar, pensativo—. ¡Ah! Ahora nos referimos sólo a la mitad de su deseo. La otra mitad se refería a que ella mandara sobre los demás.
—Tal y como tú lo has dicho.
—Pero si se le ha concedido una parte, ¿por qué no la otra? ¿Por qué no manda sobre los demás y sobre todas las cosas, algo que estoy seguro le iría perfectamente dado su carácter?
—Porque tú deseaste ser libre y poder obrar por ti mismo —respondió El Viajero—. Y el hecho es que cuando hay deseos en conflicto y yo los concedo, tienden a predominar los de quien menos se preocupe por su destino personal al final. Pero en tu caso, muchacho, ¡faltó muy poco! —añadió con el rostro muy serio.
Jospil le sonrió con su mueca de rana astuta.
—Bueno, ahora al menos tengo un oficio… —Golpeó suavemente al viajero con la vejiga de cerdo—, y la gente se dispersará en todas direcciones, teniendo a Taxhling como centro. Gracias al cortesano de Lashgar que me dio esta ropa de bufón, he aprendido que en tal lugar el comediante puede alcanzar influencia; y, ciertamente, mi involuntario benefactor la tuvo, y grande, sirviendo al abuelo de Lashgar hasta que fue decapitado.
—¿Estás listo para correr tal riesgo? —le preguntó Orrish, boquiabierto.
—¿Por qué no? —dijo Jospil extendiendo sus manos hacia él—. Es mejor que algunos de los otros riesgos que damos por inevitables, ¿no? Un momento de gloria puede redimir una era entera de sufrimiento… Pero, señor, todavía hay una cosa más si me permitís que abuse de vuestra paciencia. ¿Qué esperaba conseguir mi hermana, si no se trataba de la inmortalidad para ella misma?
—Pensaba ejecutar de nuevo cierta ceremonia que antes servía para obtener un homúnculo.
Jospil parpadeó lentamente.
—¡Eso no quiere decir nada para mí! —protestó—. ¡Y para ella tampoco habría tenido el menor significado cuando aparecisteis en nuestra cocina! De no ser por vuestra intrusión podríamos seguir ahí y…
—Y ella podría seguir entonando su hechizo para endulzar el agua cada luna nueva.
—¡Exacto! —Jospil se puso en pie con cierta torpeza—. ¡Señor, considero que toda la culpa del problema en el que nos hemos visto metidos es vuestra!
—¿Por mucho que antes desearas liberarte de la tiranía de tu hermana, y aunque ahora seas libre de ella?
—Sí… ¡sí!
—Ah, bueno… —dijo El Viajero con un suspiro—. Merezco los reproches, debo admitirlo, dado que de no ser por mí, tu hermana jamás habría sabido cómo revivir las extrañas creaciones del Metamorfia, y que el imbuirlas de sangre podía haberla convertido en dueña del mundo.
La mandíbula de Orrish se aflojó bruscamente a causa del asombro; un segundo después Jospil aferró el borde de la capa del Viajero.
—¿Podría haber logrado eso?
—¡Vaya, pues casi seguro que sí! La poca magia que aún perdura hoy es básicamente residual, y el lecho del lago Taxhling conservaba un hechizo tal que muy pocos de los hechiceros de estos tiempos se atreverían a intentarlo.
—¿Podría haber tenido por media hermana a la dueña del mundo? —susurró Jospil, que no había prestado mucha atención a las últimas palabras del Viajero.
—Ciertamente —dijo con mucha calma El Viajero—, si creías en verdad que un instante de gloria puede redimir toda una era de sufrimiento…, y puedo asegurarte que de haberse convertido en dueña y gobernante del mundo habría comprendido muy bien cómo infligir el sufrimiento.
Con el ceño fruncido en una mueca terrible, Jospil se quedó muy callado y reflexionó sobre lo que se le había dicho.
—Señor, ¿permaneceréis con nosotros para rectificar las consecuencias de vuestros actos? —se atrevió a decir Jospil.
A esto siguió un largo silencio; El Viajero fue encogiendo gradualmente su cuerpo, perdiéndose en el refugio que le ofrecían su manto y su capuchón.
—¿Las consecuencias de mis actos? —dijo al fin, como si se encontrara muy lejos de ellos—. ¡Sí! Pero jamás de los vuestros.
Y sobre ellos cayó una casi intolerable sensación de abandono y ausencia, y muy poco después tanto Jospil como Orrish sintieron el impulso de unirse a los demás, que estaban limpiando los restos dejados por el terremoto.
Que, por supuesto, era lo único que había ocurrido ese día…, ¿no?
IX
—¡Litorgos! —dijo El Viajero en el seguro refugio de su mente, inmóvil sobre un risco que dominaba el delta salobre que estaba siendo ya transformado por el nuevo caudal de agua. Los pilares de Stanguray empezaban a inclinarse en ángulos enloquecidos; losas de mármol y fachadas cubiertas de mosaicos se hundían en el río, mucho más crecido que antes—. ¡Litorgos, estuviste más cerca de engañarme de lo que ha podido estarlo elemental alguno durante incontables eones!
La respuesta le llegó como de muy lejos, tan débil como el viento que sopla entre ramas resecas.
—Pero tú lo sabías. Lo sabías muy bien.
Y eso era cierto. Quedándose callado durante un tiempo, El Viajero pensó en ello. Sí, era cierto; lo supo, aunque no había prestado atención a lo que sabía cuando le concedió su deseo a Crancina, desatando con ello los lazos que confinaban a Litorgos. Pues el único modo para que la sangre vertida en el río junto a Taxhling sirviera a los propósitos que Crancina tenía en su mente requería la intervención de un elemental. Se había derramado tanta sangre en todo el mundo que unos cuantos miles de litros más carecían de importancia, a no ser porque…
Y, por lo tanto, Tarambole había dicho la verdad. No era obra de un elemental enfrentado al viajero lo que le había hecho volver a Stanguray.
Era un elemental que trabajaba con él.
Pues, de lo contrario, habría podido concederse el deseo.
—Hubo un tiempo —dijo El Viajero, confesándose—, durante el cual estuve dispuesto a creer que Aquella…
—Nunca cambia de parecer —fue la seca réplica que obtuvo.
—No lo ha hecho —dijo El Viajero, corrigiéndose—. Pero siendo Aquella para Quien todo es posible…
—¡Entonces, si puedo demostrar que tal es el caso, dame mi recompensa ahora mismo, antes de que suceda lo impensable!
—¿Recompensarte? ¿Por haberme engañado?
—¡Por haber trabajado contigo y no en tu contra!
El Viajero lo pensó durante unos minutos y luego dijo:
—He descubierto que aun no estando obligado a conceder los deseos que formule un elemental, lo hice ya en el pasado y por lo tanto nada me impide hacerlo ahora. Además, me siento inclinado a complacerte, tanto por haber previsto que sería necesario evacuar los hogares de la gente de Stanguray, como por haber logrado que lo hicieran antes de que las aguas bajaran de Taxhling. Así pues, ¿cuál es tu deseo?
—¡Quiero dejar de ser!
La furia que había tras el mensaje hizo que una vez más la meseta volviera a estremecerse, y la gente que estaba sacando sus pertenencias de las casas derrumbadas redobló sus esfuerzos con mayor premura.
—¡Hubo un tiempo en que yo y todos éramos libres para jugar con la inmensidad del cosmos! ¡Hubo un tiempo en el que podíamos vagar a nuestro antojo y transformar las galaxias según nos viniera en gana, rompiendo la hebra del tiempo y haciéndola chasquear como un látigo! Entonces llegó el momento de nuestra captura y prisión, y fuimos domeñados tal y como me domeñaste tú a mí y en el mismo centro de mi ser, en lo más hondo de mi presencia, sé que esa prisión nunca cesará.
»¡Así pues, permite que deje de ser!
Durante un largo, largo instante El Viajero permaneció callado e impasible, reflexionando sobre los cambios que Litorgos había provocado últimamente. Ahora se había alterado el equilibrio; el triunfo que esperaba conseguir parecía seguro…, exceptuada siempre, claro está, la posible intervención de los Cuatro Grandes, a los cuales sólo podía expulsar de nuevo en el caso de que decidieran volver.
Pero ¿quién estaría lo bastante loco como para abrirle la puerta a Tuprid y Caschalanva, a Quorril y Lry… aun si alguien recordaba su existencia?
—En la Eternidad, los caprichos del Caos permiten que incluso el curso de la muerte sea invertido —dijo El Viajero en voz alta, dejando escapar un suspiro de satisfacción—. En el Tiempo, las certidumbres de la razón insisten en que incluso los elementales pueden llegar a estar… muertos.
Durante otra hora, las aguas continuaron erosionando la tierra y la sal del lugar donde antes había estado Litorgos, y donde ya no estaba ahora.
Luego, los depósitos aluviales que habían rodeado el lago Taxhling se vieron desplazados por otros movimientos de la tierra, y por fin toda la escarpadura se derrumbó, de tal modo que el viejo delta quedó oculto bajo una capa de rocas, tierra y escombros.
Y con el paso del tiempo, cuando la gente llegó para fijar su residencia en los alrededores, ignorantes de qué ciudades se habían alzado antes en ese mismo sitio —aunque no fuera éste ya exactamente el mismo, pues incluso la línea de la costa había cambiado también—, dijeron que se trataba de una comarca agradable y afortunada, y en ella prosperaron generaciones enteras que nada sabían de la magia, los espíritus elementales o los ríos cuyo caudal maloliente corría enrojecido por la sangre.