Sobre la chimenea colgaba una pequeña acuarela. Cuando Liz vivía en la vieja mansión de ese lugar, colgaba uno de sus esbozos. Con los ojos medio cerrados para protegerse de la última luz del atardecer, Liz casi podía llegar a creer que esa acuarela era obra suya.

Apoyó la cabeza en el brazo del diván, allí donde el terciopelo se había suavizado, hacía ya mucho tiempo, por el desgaste. El perdiguero de Amanda, Bristol, de dorado pelaje, le golpeó la pierna con la cabeza, intentando atraer su atención, y ella le rascó distraídamente.

Había visitado la casa un año antes. En ese momento vivía con Mark en San Francisco.

—Estás intentando vivir en el pasado —había afirmado Mark cuando ella partió para visitar la vieja mansión—. Lo único que conseguirás es no ser feliz. No puedes volver atrás.

Tendida en el diván, con la luz del atardecer brillando en su rostro, Liz supo que Mark no había estado en lo cierto. Era feliz en su pasado. Y le preocupaba su futuro.

Mark seguía viviendo en San Francisco, pero Liz se había ido de allí. Durante el último año estuvo viviendo en Los Ángeles. Ahora iba a desempeñar un trabajo en Nueva York, yéndose muy lejos y dejando atrás a su familia y amigos.

Bristol golpeó nuevamente la cabeza contra la pierna de Liz y ella volvió a rascarle las orejas.

—Vaya par… —dijo Amanda al entrar en la habitación. Era mayor que ella y, tras dejar la tetera y las tazas sobre la mesita, se instaló con las piernas cruzadas en el suelo, al lado del perro. Pese a su cabello grisáceo, Amanda tenía unos modales tan poco serios como los estudiantes de arte que vivían en su casa—. Siempre fuiste la favorita de ese perro.

Bristol alzó la cabeza y, como disculpándose, se apartó de Liz, se estiró lentamente y fue hacia la puerta principal. Liz frunció el ceño y se irguió en el diván.

—Me pregunto qué le pasa —murmuró.

—Debe de ser Elsa —dijo Amanda mientras servía el té—. Ahora vive en tu vieja habitación.

Cuando Liz le abrió la puerta, el perro salió disparado rozándola al pasar. Liz se quedó inmóvil en el umbral, observando cómo el perdiguero daba saltos juguetones alrededor de una chica de unos dieciocho años. La chica reía y giraba como intentando apartar su rostro del perro. Una flor brillante estaba prendida a su larga trenza morena, y bajo el brazo llevaba un cuaderno de dibujo y varios libros de arte, bastante delgados.

Liz la observó, recordando cómo la había acogido siempre Bristol después de un largo día, cuando llevaba un cuaderno de dibujo bajo el brazo, y volvía a casa andando desde la parada del autobús con una flor en el pelo.

—Elsa pintó la acuarela que hay sobre la chimenea —explicó Amanda detrás de ella—. Es bastante buena. Está trabajando con el profesor Whittier.

—Para él siempre lo mejor —dijo Liz con los ojos aún clavados en la muchacha y el perro.

Whittier había sido profesor de Liz.

Cuando la chica se volvió hacia la casa, Liz retrocedió un par de pasos, apartándose del umbral. Unos pies ascendieron por los peldaños de madera, y un instante después la chica y el perro irrumpieron en la habitación.

—Eh, Amanda —empezó a decir Elsa—, no estaré aquí para cenar.

—Cálmate un poco, niña. —Amanda le sonreía con la misma indulgencia que usaba antes para sonreírle a Liz—. Saluda a Liz Berke.

—Encantada de conocerte. —Elsa hablaba en voz baja, como si no estuviera segura del todo de que deseara ser oída—. El profesor Whittier tiene uno de tus dibujos colgado en su despacho. Es muy bueno. —Al verla vacilar, Liz se dio cuenta con cierto dolor de que Elsa no sabía qué decir, y recordó lo incómoda que se había sentido al encontrarse con los viejos estudiantes de Whittier, gente de la cual hablaba con respeto y afecto. Elsa se cambió el cuaderno de un brazo al otro y miró hacia Amanda como si le suplicara que la liberara de esto—. Voy a una conferencia con algunos amigos y no estaré aquí para cenar, Amanda.

Mientras Elsa salía corriendo de la habitación con Bristol pisándole los talones, Liz sintió una punzada de algo que parecía nostalgia.

—¿Es su primer año? —preguntó.

Amanda empujó hacia ella una taza de té y asintió.

—Eso es. ¿Por qué lo preguntas?

—No lo sé. Al verla me recordó a otra persona.

Liz se encogió de hombros.

—¿Quizá a tu juventud perdida?

Amanda sonrió.

—No lo sé —repitió Liz, frunciendo el ceño—. Pero me habría gustado que habláramos.

Amanda se rió.

—Creo que has sido demasiado para ella. Todos los estudiantes del profesor Whittier bailan bajo tu sombra, ya lo sabes. Es difícil estar a la altura de tus logros.

—Nadie dice que deban estar a la altura de lo que yo hice.

En su voz había cierto resentimiento. Volvió a sentarse en el diván y sorbió su té, intentando no desear que la dorada cabeza del perdiguero estuviera todavía en su regazo para poderle rascar las orejas.

Liz pasó la noche con Amanda, recordando los años que había vivido en la casa.

—Fue bueno que te marcharas, entiéndeme —dijo Amanda—. Recuerdo que estuviste a punto de volver aquí un año después de tu partida.

—Iba a trabajar como ayudante de Whittier —dijo Liz, rememorando eso—. No recuerdo por qué no lo hice. Buena paga, un trabajo interesante, una oportunidad de volver.

Amanda se apresuró a menear la cabeza en un gesto de negativa.

—Te dije que no lo aceptaras y, por una vez, me escuchaste. No puedes volver. Aquí ya no hay sitio para ti.

Aunque en la voz de Amanda había un cálido afecto, las palabras hicieron que Liz sintiera frío; aquí ya no había sitio para ella.

Logró olvidar un poco esa sensación, después de que Amanda le deseara buenas noches mientras subía por la escalera hacia el dormitorio del ático. Liz se detuvo unos instantes en el vestíbulo lleno de sombras, junto a la puerta del dormitorio de los huéspedes, escuchando cómo los pasos de Amanda subían por los peldaños. Aunque ya era más de la una, Elsa aún no había vuelto. Liz se alejó del dormitorio y abrió la puerta que daba a su vieja habitación.

En el alféizar de la ventana había un ramo de margaritas tras el que brillaba la luna; Liz siempre había tenido flores en su habitación. El escritorio estaba cubierto de esbozos, libros y dibujos. Junto a la ventana abierta había un sillón, el mismo que había usado ella o, al menos, uno igual de maltrecho, con un chal de muselina india extendido sobre él para tapar los desgarrones de la tapicería.

Por la ventana abierta le llegó un fragmento de canción. Alguien estaba silbando al otro lado del patio, como ella había silbado en el pasado para alejar a la oscuridad cuando volvía a casa después de las fiestas, reuniones en el café o largas sesiones de estudio. Liz oyó el eco de una pisada en el camino y fue corriendo al dormitorio de invitados, oyó en la oscuridad el sonido de la llave de Elsa en la cerradura, y se amonestó a sí misma por haber invadido la intimidad de la estudiante.

La mañana siguiente, Liz despertó temprano. El sol se filtraba por entre las hojas del árbol que había junto a la ventana, y creaba dibujos que se movían incesantemente en el techo. Cuando era estudiante, la luz del sol creaba dibujos en el techo de la habitación contigua. Liz oyó el crujido de los resortes en la cama de al lado, y luego el sonido de la puerta del armario que se abría. Oyó pasos en la escalera, pero se quedó tendida en la cama, observando como bailaba la luz a medida que el viento movía las hojas, hasta que oyó abrirse y cerrarse la puerta principal. Luego esperó hasta que el ruido de pasos sobre la grava se hubo esfumado en la distancia, y sólo entonces se levantó para desayunar con Amanda en la cocina.

Después del desayuno, cogió el mismo autobús que había tomado cada día cuando era estudiante. Durante el viaje en el autobús y el paseo a través del campus hasta llegar al despacho del profesor Whittier, se sintió acosada por los recuerdos. No eran buenos recuerdos, tampoco malos; sencillamente, eran recuerdos: cuando iba corriendo a clase se me cayó la carpeta delante de esta puerta; me pilló la lluvia y me refugié en este edificio; utilizaba esa fuente para llenar de agua una vieja jarra de mermelada en la que luego ponía un ramo de flores; aquí fue donde me paré la primera vez que fui a ver al profesor Whittier; justo al doblar la esquina de la pared colgaba un esbozo mío.

Al doblar la esquina vio un esbozo colgado de la pared. Liz se detuvo. Reconoció a la mujer del retrato como Amanda y buscó la firma. Elsa Brant. Liz fue incapaz de expresar en palabras la inquietante sensación de aquel momento; era el mismo inquieto nerviosismo que la había mantenido en la cama esa mañana.

Cuando alzó la mano para llamar a la puerta del profesor Whittier, no pudo dejar de recordar que solía hacer eso cada día. Y no pudo evitar el pensamiento que siguió al recuerdo: es probable que Elsa lo haga cada día.

Durante su ausencia, el profesor Whittier no había cambiado. El glacial anciano asintió lentamente cuando ella le habló del trabajo que haría en Nueva York. Hablaron sobre los cambios en la escuela, cómo se había desarrollado su trabajo y, finalmente, ella no pudo resistir la tentación de preguntarle por sus estudiantes.

Él se encogió de hombros. Había pasado todos esos años sin experimentar un solo cambio, era tan lento e imposible de contener como una montaña de hielo.

—Todos los estudiantes de arte son iguales: perezosos y llenos de excusas hacia sí mismos. Eso no ha cambiado —dijo—. Sólo hay una que parece prometer algo, la chica que trabaja en tu viejo estudio. Se llama Elsa Brant.

Liz había clavado los ojos en el dibujo que colgaba tras la cabeza del profesor Whittier, un esbozo de Bristol que había completado durante el año anterior a su graduación. Recordó que había estado sentada en la salita una tarde bastante calurosa, mientras el perro dormitaba en un retazo de sol, intentando capturar la suave gracia del animal con la pluma y la tinta. Recordó el momento y se aferró a él. Era única, no había nadie más como ella. Nadie podía haber captado ese momento de la misma forma.

—Sí —admitió Liz en voz baja—. He visto el trabajo de Elsa. Promete mucho.

En el camino de vuelta, Liz pasó junto a su viejo estudio y se detuvo ante la puerta. Elsa estaba dentro, de espaldas al pasillo y frente a la ventana abierta. En el caballete de la joven había un autorretrato casi terminado. En la pintura, Elsa lucía la misma media sonrisa de soslayo que había mostrado cuando el perro la saludó en el patio. Liz dio un paso hacia adelante, disponiéndose a decirle algo, y en ese mismo instante se dio cuenta: yo siempre pintaba con la ventana abierta. Se dio la vuelta y huyó.

—Pensé que ibas a quedarte durante un tiempo —se quejó Amanda, mientras Liz metía la maleta en la parte trasera de su coche—. Dijiste que no pensabas viajar a Nueva York hasta dentro de una semana o así.

—Ya lo sé. Sólo que… —Sus ojos se encontraron con los de Amanda—. Ya no pertenezco a este lugar. —Vaciló. Estuvo a punto de explicarle «me han reemplazado», pero en el último instante lo había pensado mejor—. Hace años que vienes diciéndomelo. Acabo de darme cuenta de que estabas en lo cierto.

Amanda parecía preocupada.

—Entonces, ¿adónde irás?

—Ya he llamado al señor Jacobs, el hombre para el que trabajé en San José. Comeré con él. —Intentó darle un tono más animado a su voz—. Oh, no te preocupes por ello, Amanda. Sencillamente, estoy demasiado nerviosa e inquieta para quedarme en un sitio determinado. —Le dio un abrazo para despedirse y se metió en el coche. Con el motor en marcha sacó la mano por la ventanilla y sus dedos estrecharon los de Amanda—. Lo siento, Amanda. Tengo que… —Vaciló de nuevo, no muy segura de lo que debía hacer—. Te escribiré desde Nueva York —dijo.

Liz llegó a la pequeña compañía de estampaciones sobre seda cuando aún faltaba bastante para la hora de comer. Allí había tenido su primer trabajo como diseñadora, dibujando logotipos y haciendo camisas.

Tomó asiento en el escritorio del señor Jacobs, situado en una esquina del taller, mientras el anciano terminaba el embalaje de un pedido de camisas. La pipa del señor Jacobs yacía olvidada en un cenicero a un lado de la mesa, y el olor que emitía hizo acudir viejos recuerdos. El señor Jacobs le daba la espalda, plegando camisas y colocándolas ordenadamente unas sobre otras. Se había ofrecido para ayudarle, pero él había rechazado su oferta, diciendo que resultaba más rápido hacerlo él mismo. Liz le observó mientras trabajaba: un anciano flaco como un alambre, vestido con unos tejanos gastados y una camisa azul. Siempre había llevado tejanos gastados y una camisa azul. Liz sospechaba que si volvía dentro de cinco años seguiría llevando tejanos y una camisa azul, y que en su ralo cabello canoso seguiría habiendo la misma zona de calvicie. Echó la silla hacia atrás, apoyó los pies sobre el escritorio de roble y se relajó.

Mientras trabajaba, el señor Jacobs iba quejándose de lo poco fiables que eran sus ayudantes; estudiantes de secundaria que trabajaban el tiempo suficiente para comprar nuevas ruedas para su coche y luego se marchaban. Cuando al coche le hacía falta una nueva capa de pintura, pedían que les admitiera de nuevo.

—Apuesto a que sigue haciéndolo, ¿verdad? —le acusó Liz, sonriendo.

—Desde luego que sí. —Una mujer salió de la vieja oficina de Liz y respondió a su pregunta—. Se supone que debes ir a comer con tu amiga —siguió diciendo la mujer—. Dije que yo me encargaría de empaquetarlas.

—Ya ves el tipo de ayuda que tengo, Liz —dijo el señor Jacobs—. Libby siempre anda dándome órdenes, tal y como solías hacer tú.

Liz puso los pies en el suelo, y dejó que su silla volviera a la posición vertical. Libby llevaba tejanos y tenía el pelo largo y liso. Cuando la miró, sonriendo, su sonrisa estaba torcida en una leve mueca de cinismo.

El señor Jacobs contempló a la joven frunciendo el ceño de un modo no muy convincente.

—Ándate con cuidado. Ya sabes que te puedo sustituir.

Fueron al pequeño restaurante que había cerca de la compañía. Liz estaba inquieta y algo distraída. Sintiéndose incómoda pero incapaz de contenerse, le preguntó sobre Libby.

—Parece una persona interesante. ¿Es buena diseñadora?

El señor Jacobs asintió.

—Seguro que lo es. Y buena chica… la aprecio. Me recuerda mucho a ti cuando empezaste a trabajar conmigo.

Liz distinguió un atisbo de su propio rostro en el espejo que había tras el mostrador. Su cabello color castaño le tapaba los hombros, y en su boca había una leve curvatura, una mueca de cinismo. Apartó rápidamente la mirada.

—No tardará en irse, igual que tú —estaba diciendo el señor Jacobs—. Tiene que crecer… —Liz intentó escucharle, pero la distraía su propio reflejo. El restaurante parecía estar demasiado lleno de gente y de ruidos, y la broma que el señor Jacobs le había hecho a Libby martilleaba el cráneo de Liz: «Ya sabes que te puedo sustituir. Te puedo sustituir»—. ¿Cómo anda ese joven tuyo? —le preguntó el señor Jacobs.

Sus palabras se abrieron paso por entre el ruido del restaurante y el estruendo de sus pensamientos.

—Te refieres a Mark —contestó ella. No se había dado cuenta del tiempo que había pasado sin hablar con el señor Jacobs—. Llevo bastante sin verle. Rompimos hace más de un año. —Sus dedos juguetearon con los cubiertos que había sobre el tablero de formica, y cuando alzó la vista el señor Jacobs la estaba mirando con aire de preocupación—. No importa —prosiguió, y su voz le sonó demasiado alta, como si estuviera protestando con demasiado énfasis y demasiado pronto—. Seguíamos direcciones distintas, eso es todo. Si hubiéramos sido mayores y hubiéramos estado más dispuestos a instalarnos en un sitio, todo podría haber sido distinto.

El repentino silencio que se hizo en su mente reflejó las palabras como un eco: «todo podría haber sido distinto».

Liz llamó a Terry, una vieja amiga que vivía en San Francisco, desde la oficina del señor Jacobs. Intentó hablar en tono ligero, combatiendo el pánico que se alzaba en su interior.

—Terry, ¿puedo hacerte una visita esta noche?

—Claro, me alegraré de verte antes de que salgas hacia el este. —La voz de Terry estaba llena de calma. Siempre le había servido a Liz para recobrar el equilibrio, y su presencia la relajaba como un calmante—. Pero pensaba que te ibas al este desde Santa Cruz.

—Los planes han cambiado.

Liz sintió la tensión que había en su propia voz.

—No te habrá entrado miedo respecto a ese trabajo de Nueva York, ¿verdad? —le preguntó Terry—. Más te vale.

En el taller que tenía detrás, Liz pudo oír la voz gruñona del señor Jacobs y luego la risa de Libby. Quería salir corriendo de ahí.

—Por favor, Terry, ya podremos hablar cuando llegue ahí. Por favor…

Tras colgar, Liz se escabulló por la puerta delantera sin despedirse.

Liz intentó relajarse en el apartamento de Terry. Sentada en el sofá, mirando la taza de té que su amiga le había ofrecido, intentó pensar en un modo de explicarle por qué razón la había trastornado tanto el encontrar a dos mujeres de pelo castaño desempeñando trabajos que ella había tenido en el pasado.

—No estarás planeando visitar a Mark antes de irte, ¿verdad? —le preguntó Terry.

Su amiga estaba sentada en un sillón al otro extremo de la habitación, con las manos sobre el regazo, y sus ojos no se apartaban de su cara. Liz sabía que Terry estaba preocupada por ella…, pero no pudo evitar la imagen de otra mujer sentada en el sofá, hablándole a Terry de sus problemas, mientras Terry la escuchaba atentamente.

—Había pensado en ello —admitió.

Había imaginado una reconciliación; había imaginado una madura pero tierna y definitiva despedida; había imaginado un encuentro con una silueta borrosa… una mujer con el pelo castaño y la sonrisa torcida.

—No sería una buena idea —dijo Terry—. Ya lo sabes.

—Sí, lo sé. Sólo que… —Liz vaciló. La borrosa imagen de la mujer que la había seguido estaba volviéndose más clara en su mente. Liz vio el rostro de la mujer…, una versión más joven del suyo. Se imaginó dándole unas palmaditas en la espalda y diciendo: «Buena suerte. Tienes un gran pasado por delante, chica». Meneó la cabeza—. No —dijo, medio hablando consigo misma, medio haciéndolo con Terry—. Supongo que no sería una buena idea.

En honor a la visita de Liz, Terry se tomó el día siguiente libre. Por sugerencia de Liz, fueron a comer a su café favorito cuando trabajó en la ciudad. Cuando salían del restaurante se encontraron con Dave, el editor de la revista en la cual había estado Liz como maquetadora.

—¡Liz! Ni tan siquiera sabía que estuvieras aquí. —Dave le dio una palmada en el hombro—. Tienes que venir a mi fiesta de esta noche. Estará todo el mundo. —Vaciló, frunciendo el ceño—. Esto… tú y Mark seguís siendo amigos, ¿no?

—Por supuesto —replicó ella, quizá precipitándose un poco—. Me gustaría verle de nuevo. —Logró arreglárselas para sonreír con aire despreocupado—. ¿A qué hora debemos aparecer?

Cuando salieron del café. Terry le puso la mano en el brazo.

—Ya sabes que no me engañas. Si no quieres ver a Mark…

—No pasa nada —insistió Liz—. Quiero ir a la fiesta. Y me gustaría ver nuevamente a Mark.

—Tengo la esperanza de que quieras verle por despecho…, ése me parece un motivo bueno y saludable. Espero que desees enseñarle lo bien que te ha ido sin él. —Terry observaba el rostro de Liz—. Ojalá no quieras verle en nombre de los viejos tiempos. Ya sabes que no puedes volver atrás.

—Lo sé —dijo Liz—. Realmente, lo sé.

Cuando llegó ante la puerta de la casa de Dave, situada en las colinas por encima de Oakland, comprendió que en realidad no lo había sabido… hasta ver a la mujer que iba del brazo del Mark. Su larga cabellera castaña estaba recogida por encima de su cabeza, de tal modo que una nube de rizos flotaba hacia abajo, enmarcándole el rostro. Aunque parecía unos cuantos años más joven que Liz, en su boca había un gesto de cinismo. Y ver a Mark despertó en Liz viejas dudas: ¿podrían haberlo conseguido? ¿Tendrían que haber seguido juntos?

Dave se encargó de sus chaquetas y siguió la mirada de Liz hasta dar con la pareja.

—Ésa es Lillian —dijo—. Ocupa tu viejo puesto.

—Oh, ¿de veras? —Liz logró mantener su tranquila fachada, pero cuando Dave se dio la vuelta habló con Terry, casi sin aliento—: Esto no es todo lo que ocupa ahora.

—Si quieres irte… —empezó a decir Terry.

Liz meneó la cabeza rápidamente.

—No pasa nada.

Por el modo en que Terry le tocó el brazo supo que su amiga había comprendido que en realidad sí pasaba algo, pero no pensaba obligarla a que se lo revelara. Liz sonrió y empezó a cruzar la habitación yendo hacia la pareja, deteniéndose durante el trayecto para saludar a viejos amigos de la revista, diciéndole a la gente que, sí, había seguido adelante hacia cosas mejores y más grandes; sí, los rumores de que se iba a Nueva York eran ciertos; no, no se había olvidado de ellos, ni en lo más mínimo. Mientras reía y charlaba mantenía un ojo clavado en Mark y Lillian, y cuando ella dejó a Mark para reunirse con otro grupo de gente se dio cuenta en seguida.

—Bien, Mark, hola —dijo Liz por último—. ¿Qué tal te trata la vida? —Le saludó con un abrazo; después de todo, se habían separado como amigos—. Tienes buen aspecto.

—Parece que las cosas te van bien —dijo él—. Por los rumores que he oído, el trabajo de Nueva York será un buen paso hacia arriba.

—Sí, supongo que será un desafío —accedió ella. Podía ver a Lillian hablando con Dave al otro extremo de la habitación—. Parece francamente agradable —dijo Liz.

Lillian sonrió ante algo que le habían dicho, y nuevamente Liz se fijó en que su sonrisa parecía estar torcida hacia un lado.

—Lo es. —Por su voz le pareció que se había puesto a la defensiva; cuando volvió a mirarle, vio que él también estaba contemplando a Lillian—. Te acuerdas de ella, ¿verdad? —Liz le miró con expresión interrogativa—. Iba una clase detrás de ti en la escuela de arte. Al parecer, estuvo contigo en una clase de pintura.

Liz estudió el rostro de la mujer, pero fue incapaz de recordar si la había visto con anterioridad.

—No, no me acuerdo.

—Ella te recuerda. Parece que admiraba tu trabajo. —Sonrió con cierto sarcasmo—. Una más de tu abundante multitud de admiradores.

Liz apartó los ojos de Lillian para encontrarse con la mirada de Mark.

—Mañana estaré en la ciudad —dijo—. No me iré hasta dentro de unos días. Pensé que quizá pudiéramos vernos para comer. Sólo para hablar.

Por la expresión de Mark supo que había cometido un error al decirle eso.

—Prefiero que no —contestó él—. Lillian y yo… creo que se siente amenazada al verte aquí. Has vuelto a encajar en todo esto un poco demasiado bien.

—No quiero que volvamos a estar juntos ni nada parecido. No soy ninguna amenaza. Sólo pensé que… seguimos siendo amigos y… —Se calló, sintiendo que se estaba comportando como una imbécil—. Pasamos mucho tiempo juntos y sigue importándome lo que hagas…

—Aún no has aprendido a desprenderte del pasado, ¿verdad? —En su voz había ahora un cierto matiz cortante—. Sigues aferrándote a él.

—¿Tú no?

Apenas lo hubo dicho, se dio cuenta de que sería incapaz de explicar a qué se refería. No podía explicarle que la sonrisa torcida de Lillian era igual que la de Libby, la de Elsa o la suya propia.

—He tenido que hacerlo —dijo, y a ella no se le ocurrió cómo podía refutar sus palabras.

Cuando Terry la llamó desde el otro lado de la habitación, Liz se alejó, aliviada, para reunirse con su amiga ante la chimenea. Más avanzada la noche, cuando se disponía a salir al balcón de madera que dominaba el barranco, que había tras la mansión de Dave, se detuvo con una mano sobre la puerta de cristal.

Mark y Lillian estaban en el balcón, sus siluetas recortadas por la claridad lunar. La mano de Mark reposaba sobre los hombros de Lillian, y mientras Liz les miraba, alzó la mano para tocarle la mejilla. En su mente, Liz pudo oírle decir: «Eres realmente algo muy especial para mí, ¿lo sabías?».

Liz tuvo la sensación de que estaba observando de nuevo las imágenes de su propio cortejo. En la oscuridad que había más allá de las figuras imaginó una larga fila de rostros, cada uno enmarcado por una cabellera castaña, cada uno de ellos luciendo una sonrisa torcida. Detrás de ella, oía la música de la fiesta; Crosby, Stills, Nash & Young cantaban desde un viejo álbum: «Y me parece que ya he estado aquí antes…».

Huyó, sabiendo que huía. Persuadió a Terry para dejar la fiesta. Insistió en marcharse a Nueva York al día siguiente. Terry no le preguntó sobre su pánico repentino, y Liz supo que su amiga interpretaba su necesidad de marcharse como un fruto del temor a que pudiera verse atrapada y convencida para quedarse. Liz no le dijo nada que pudiera hacerla cambiar de opinión.

Mientras conducía a través del país, a toda velocidad por las autopistas del Medio Oeste en las que cada ciudad parecía igual, Liz admitió su cobardía. Pero mantuvo el pie bien apretado sobre el acelerador, contemplando el camino hasta que le dolieron los ojos, y agarrando con fuerza el volante para impedir que le temblaran las manos. Comió una hamburguesa en un McDonald’s y engulló un café, que le desolló la garganta mientras bajaba por su interior, y luego hizo que su estómago ardiera. Pasó una noche en un motel de carretera, durmiendo de forma inquieta y despertando con la sensación de que aún seguía moviéndose, agarrando el volante y apretando el pedal del acelerador. Estaba dejándolos a todos detrás suyo.

En su interior seguía habiendo un nudo de resentimiento: ¿por qué la seguían? ¿Por qué había sido elegida para liderar, para ser la Flautista que llevaba a una jauría de niños bailando a su sombra?

Llegó a Nueva York y empezó a trabajar; el primer día lo pasó arreglando su despacho para adaptarlo a sus necesidades. La secretaria del departamento artístico le dijo que Beth, la artista que había abandonado el puesto, pasaría un momento para recoger los esbozos que seguían allí.

Liz se puso a trabajar tras su nueva mesa, intentando ignorar la ira continua que le anudaba el estómago. Cuando la puerta de su oficina se abrió alzó la mirada. La mujer que entró en el despacho era algo mayor que ella, y su cabellera castaña estaba recogida en la nuca. Su boca se torcía en una sonrisa irónica.

—Hola —dijo—. Soy Beth.