FUE CULPA DEL CALOR

FUE CULPA DEL CALOR

Pat Cadigan

Pat Cadigan se dedica exclusivamente a su trabajo como escritora, y actualmente vive en Oakland Park, Kansas, con su marido, Arnie Fenner, y su hijo, Robert Michael. Sus cuentos de ciencia ficción han sido publicados en Omni, en la de Isaac Asimov is Science Fiction Magazine, en The Magazine of Fantasy & Science Fiction, Twilight Zone Magazine, y en las antologías Mirror Shades: The Cyberpunk Anthology, Shadows, Fears, Light Years and Dark, y en diversas antologías de los cuentos selectos del año. Fue nominada para el Premio Nébula por su cuento Pretty Boy Crossover. Su primera novela, Mindplayers, fue publicada por Bantam-Spectra Books en 1987.

Pat nos ha contado que «aunque Kansas no es ni de lejos tan tropical como Nueva Orleans, los veranos son mortales».

* * *

Fue el calor, aquel calor que no cesa jamás, que no disminuye jamás y que jamás te da un momento de respiro. Sudar hasta morir, asarse hasta reventar; freírse, asarse, quemarse, nena, quemarse. ¿Qué te parecería vivir sumida en la fiebre sin sentir jamás el frescor, jamás en la vida?

Las mujeres creen que quieren hombres de ese tipo. Creen querer que alguien despierte el demonio que hay en ellas. Algunas incluso no duermen por las noches, solas, o junto al bulto mudo de un marido o de un novio, o junto a un simpático desconocido, pensando: «Ser consumida por el fuego hasta el final. En nombre del amor».

Ya lo creo.

El sentimiento es correcto, el nombre no lo es. Inténtalo otra vez. Y la verdad es que lo intentan. Lo intentan una y otra vez, y si son muy pero que muy afortunadas, terminan por encontrarlo.

Pensé que lo tenía exactamente donde lo quería; entre mis piernas. La verdad es que no siempre hablaba de esta manera. No fui de aquellas que visteis tomar por asalto los bastiones de la reacción durante la revolución sexual. Mi ambición era liberada, pero no perdí la cabeza, ni tampoco se la encomendé a nadie. No fui de las que dije «que muerdan el polvo». Antes tenía un sentido del decoro, pero lo perdí junto con mis inhibiciones.

Pensarás que este tipo de cosas sólo ocurre en los culebrones: una mujer respetable, treinta y cinco años, madre trabajadora, se va de viaje de negocios con una maleta llena de trajes chaqueta azul marino y típicas blusas con el lacito en el cuello, y un maletín repleto de documentos y trabajo. La administración comercial no tiene nada de espectáculo bonito. Para correr por la pista rápida, lo más sensato es llevar zapatillas negras, y si eres lo bastante liberada para asumir tus propias ambiciones, las zapatillas negras pueden medirse con el calzado más sofisticado, e incluso superarlo.

Pero los hombres conocen el secreto. Sobre todo los hombres de negocios. Ésta es la razón por la que las conferencias comerciales se celebran en sitios como Nueva Orleans, en lugar de ciudades consagradas como Nueva York o Chicago. Los hombres conocen el secreto, y ahora también lo conozco yo. Pero no lo conocía en aquel entonces, cuando llegué a Nueva Orleans con mi maleta y mi trabajo y mis inhibiciones, al hotel donde me instalaron, el Hotel Bourbon Orleans, en el barrio francés.

La habitación tenía todo el encanto del hogar, incluso más, porque no sería yo quien se encargara de la limpieza. Colgué los trajes en el cuarto de baño, hice correr el agua de la ducha y llamé a casa. Ya me sentía culpable. Sí, chicos, mamá está en el hotel y tiene una reunión muy larga de que ocuparse, dejadme hablar con papá. Sí, cariño, estoy bien. Ha sido un largo viaje desde el aeropuerto, es una suerte que la empresa pague todo esto. Sí, hay una piscina, pero dudo que tenga tiempo para bañarme y, por lo demás, no me he venido con el traje de baño, sólo trajes formales. Ya sabes que no es un viaje de placer, no estoy de vacaciones. No. Sí. No. Dales un beso a los chicos de mi parte. Yo también te quiero.

Si de verdad quieres hacerte notar, tienes que ser mujer y llegar demasiado tarde a una sala de conferencias llena de hombres prontos a despedazarse para llegar a jefes ejecutivos. Tienes que buscar a las otras dos o tres mujeres en la sala y saludarlas, a pesar de que te son totalmente desconocidas, y luego ir a sentarte junto a ellas. Tienes que escuchar al hombre que está hablando y que dice: «Ahora que estamos todos, podemos comenzar», sabiendo que todos los hombres piensan que habla de ti. Imagina qué están pensando, qué se están murmurando unos a otros. Imagínate que saben que tú no te puedes concentrar en las palabras inaugurales, porque tu pensamiento está con tu marido y tus hijos solos en casa, en lugar de concentrarte en lo que se está discutiendo, cuando en realidad la razón por la cual no te puedes concentrar es que te estás imaginando que todos están pensando que tus pensamientos están con tu marido y tus hijos solos en casa, en lugar de concentrarte en lo que se está discutiendo.

¿Sabes en qué están pensando realmente? Están pensando en el barrio francés. Los que ya han estado ahí están pensando en el jazz y en las copas y en las rondas y en los bares donde las mujeres están totalmente desnudas, totalmente. Y los que no han estado ahí antes se están preguntando si todo es tan marchoso como dicen.

Por fin terminó la presentación, y luego terminó la sesión de discusión sobre la presentación (las mujeres no tenían nada que decir, como para no ser señaladas como las responsables de que se aplazara la juerga de la noche en el barrio francés). Mañana, a las nueve de la mañana en el Hyatt, segundo piso, sala de conferencias. Que la resaca no os deje clavados en cama, chicos, ja ja. Ah, y desde luego, lo mismo va para las chicas, ja, ja.

Lo que hay que oír cuando una está desarmada.

Fui austera y cogí un taxi de regreso al Hotel Bourbon Orleans, donde tenía intención de pedir que me despertaran a las 6.30, e ignoré las calles que ya empezaban a llenarse de gente. ¿A comienzos de mayo, cuando Mardi Gras ya era un recuerdo lejano? Le pregunté al taxista si había alguna convención importante en la ciudad.

—No, señora —me respondió (acento creole, o quizá cajún, no lo sé, pero en él sonaba como «se’ora»)—. El barrio es así, la gente siempre saltando y el tiempo tan maravilloso.

¿Aquello era maravilloso? Tenía la blusa empapada y el impermeable comenzaría a oler fatal si no me lo quitaba en seguida. Mi peinado de sala de conferencias se había vuelto lacio, y las gotas de sudor me surcaban regularmente la cabeza. La administración comercial estaba destinada a desenvolverse en ambientes donde reina el control climático (lo llamamos control climático, como si realmente pudiésemos controlarlo, aunque la verdad es que este clima no lo puede controlar nadie).

En la última esquina antes del hotel, lo vi parado en la acera. Tejanos ajustados, camisa roja con un nudo por encima del ombligo para enseñar el vientre liso. Aquello no tenía nada que ver con material ejecutivo; a los ejecutivos se les pide que en esa zona del cuerpo tengan una sustancia blanda y pastosa, y lo que había al sur de esa región jamás se había destacado tan visiblemente como en los tejanos de ese hombre.

Un sexto sentido le había avisado de la presencia de alguien que lo miraba desde el asiento trasero del taxi.

¡Mamma, mamma! —gritó, y besó el aire que mediaba entre nosotros—. ¿Quieres ir a una fiesta?

Se acercó al taxi y me hizo señas para que bajara la ventanilla del todo. Puse el seguro y me hundí en el asiento, aferrada a mi maletín de ejecutiva.

—Venga, mamma —insistió, e introdujo los dedos por la abertura de arriba—. ¡Te trataré bien!

El pelo rubio había alcanzado un tinte miel a fuerza de oxigenarse, pero la miel de la voz era auténtica de panal. El semáforo se puso verde y él pudo sacar los dedos justo a tiempo.

—¡Te estaré esperando! —gritó a mis espaldas. No miré hacia atrás.

—¿Qué le pasaba a ése? —le pregunté al taxista.

—No era más que un muchacho loco. Es que hay mucho niño loco por el barrio, se’ora. —Se detuvo cerca del hotel y me sonrió por encima del hombro. Tenía los dientes de un tono apenas más claro que su tez color café—. Si alguna vez busca a uno de esos chicos para pasar un rato, aquí lo encontrará. —Lo dijo con un acento casi incomprensible—. Se ve que trabaja para una empresa grande que la ha mandado a hacer negocios aquí en el barrio.

Le devolví la sonrisa, agregué una buena propina y entré rápidamente en el hotel.

Ni siquiera se me pasó por la cabeza aquella primera noche. Me despertaron a las 6.30, tal como lo había previsto, para tener tiempo suficiente para ducharme y desayunar, como la buena esposa, madre y ejecutiva que siempre había sido.

Para desayunar, buñuelos. Carl me había dicho que si me iba a quedar en Nueva Orleans, debía pedir buñuelos en el desayuno. Había comprado pasta de buñuelos e intentó hacerme unos cuantos la semana antes de que me marchara. Habían quedado demasiado espesos y pesados, y se los comieron sólo los chicos, generosamente espolvoreados con azúcar en polvo. Había pensado que si encontraba un lugar donde se comieran buñuelos bien hechos llevaría unos cuantos a casa para mi cariñoso, tolerante y paciente marido, que en ese momento seguramente estaría cocinando unos panqueques espesos y pesados para los chicos. Era un encantador detalle de su parte sacrificar parte del tiempo de sus vacaciones para estar en casa con ellos mientras mamá estaba de viaje. Mamá jamás había salido en viaje de negocios. Papá sí, desde luego, y habían sido varias veces. En aquellas ocasiones, mamá jamás había podido pedir horas libres en el trabajo para poder estar con los niños mientras papá andaba de viaje. Demasiado trabajo. Si quieres que tus zapatillas negras sigan en la pista rápida, no puedes poner a tu familia antes que tu trabajo. Hay muchas mujeres que se retiran de la competición por esa razón, ¿lo sabías, Marta?

Yo sí lo sabía.

No había rostros conocidos en el restaurante, pero yo tampoco los andaba buscando. Avancé en la cola llevando la bandeja, cogí un buñuelo y me serví un poco del famoso café de achicoria de Louisiana antes de sentarme a una mesa pequeña bajo un ventilador. No había aire acondicionado y ya casi rondábamos los veintiocho grados. Hice una concesión y me saqué la chaqueta. Después del primer mordisco al buñuelo, hice una segunda concesión y me desabroché los dos primeros botones de la blusa. Las medias, pegajosas, ya empezaban a incomodarme. Sentí una compulsión perversa de escaparme al lavabo de señoras y sacármelas. ¿Se daría cuenta alguien? Ahí viene una ejecutiva sin medias. Con aquel calor, no era del todo impensable. A mi lado, como una brisa, pasó una mujer envuelta en un pañuelo de gasa, y me miró sentada a mi mesa con desinterés displicente. Otra que viene de fuera, claro. Sí, se ve de lejos. Somos las únicas que no sabemos vestirnos apropiadamente para este clima.

—¿Me puedo sentar aquí, se’ora?

Levanté la vista. Con una mano sostenía la bandeja, y ya había empezado a sentarse a horcajadas en la silla frente a mí, y sólo esperaba mi permiso para hundirse en ella y desayunar conmigo. Pelo oscuro y rizado, un poco demasiado largo, ojos aún más oscuros, piel suave del color del café con demasiada leche. Camiseta sin mangas sobre los tejanos. Se acomodó suavemente y sonrió. Supongo que dije que sí.

—Todas las otras mesas están ocupadas o no las han limpiado, se’ora. Espero que no le importe, siendo usted de fuera y eso —explicó. La sonrisa era tan lenta y melosa como la voz. Todos hablaban en tono meloso, aquí—. Veo que está comiendo uno de nuestros ricos buñuelos. Sí. ¿El primer desayuno en el barrio, a que sí?

Yo había echado mano del tenedor y el cuchillo para comerme el buñuelo.

—Estoy en viaje de negocios.

—Tiene un rostro muy atractivo.

Me arriesgué a alzar la mirada.

—Eres muy gentil —dije. El mundo debe ser gentil para ver el atractivo en un rostro de más de treinta y cinco años.

—¿Cuando haya terminado con sus negocios, la podré ver en el barrio?

—Lo dudo. Mis jornadas son muy largas —dije.

Terminé de comerme el buñuelo rápidamente y me bebí el café. Cuando me levanté, él me cogió por el brazo. Fue un golpe de calor, como si me hubiera tocado con una varilla eléctrica.

—Tengo marido y tres hijos —fue lo único que alcancé a decir.

—Se deja la chaqueta.

Ahí estaba, colgando del respaldo de mi silla. Tenía muchas ganas de perderla, de tener una excusa para pasar el día de seminarios y conferencias en mangas de camisa. Dejé la bandeja y me puse la chaqueta.

—Gracias.

—Mi nombre es André, se’ora —dijo, y le brillaron los ojos negros—. Seguro que mi corazón estará destrozado si no la veo esta noche en el barrio.

—No seas ridículo.

—Hace demasiado calor para ser ridículo, se’ora.

—Sí, demasiado calor —dije, seria. Miré para ver dónde podía dejar la bandeja.

—Ellos se la llevan. La puede dejar en la mesa. O se puede quedar, tomar una taza de café y charlar con un alma solitaria —agregó, y con un dedo tiró del borde de su camiseta—. Eso me agradaría.

—Un taxista ya me previno acerca de los muchachos locos —dije, apretando mi bolso cautamente bajo el brazo.

—Lo dudo —dijo—. Puede que le haya hablado, pero no le ha prevenido de nada. Además, no soy un muchacho, se’ora.

El sudor se me acumuló en el hueco de la garganta hasta destilar una gota. Él parecía observar cómo se deslizaba por el escote de mi blusa. Por encima del aroma de los panecillos en el horno y de la repostería y el café, me llegó otro olor.

—Los muchachos son los que se paran en las esquinas y gritan obscenidades. No saben qué es una mujer.

—Ya basta —le interrumpí, severa—. No sé por qué me has escogido para divertirte esta mañana. Tal vez porque no soy de aquí. Vosotros chicos locos, os lo pasáis la mar de bien molestando a los turistas, ¿verdad? Si te vuelvo a ver, llamaré a la policía.

Salí caminando a grandes pasos y atravesé la cortina de humedad para llamar un taxi. Cuando llegué al Hyatt, era como si no me hubiera duchado.

—Me voy a saltar la sesión de la tarde —me susurró la mujer. Su credencial decía que se llamaba Frieda Fellowes, de Boston, Massachusetts—. El año pasado ya me tocó escuchar al señor que está hablando, y es el tipo más aburrido del mundo. Me voy de compras. ¿Te vienes conmigo?

Me encogí de hombros.

—No lo sé —dije—. Tengo que escribir un informe sobre esto cuando vuelva a casa, y conviene que sepa describirlo en detalle.

Lanzó una mirada a mi credencial.

—Seguro que trabajas para un montón de cabrones allá en Schenectady —sentenció, y luego se volvió para susurrarle algo a la otra mujer en la fila de delante, que asintió entusiasmada.

Ambas estuvieron ausentes en la sesión de la tarde. El orador era el tipo más aburrido del mundo y los hombres habían hecho la concesión de sacarse la chaqueta. El aire acondicionado se estropeó hacia la mitad de la sesión y tuvieron que suspenderla antes de hora, lo cual nos liberaba del sofoco de la sala de conferencias para lanzarnos al aire denso que reinaba en la ciudad. Me detuve un momento en el lavabo de la recepción y me quité las medias, las enrollé de cualquier manera y me las metí en el bolso antes de llamar un taxi que me llevara de vuelta al hotel.

Uno de los hombres de mi empresa me llamó a la habitación y me invitó a reunirme con él y los demás para el aperitivo y luego la cena. Nos encontramos en el Messina’s, un pequeño bar lleno de gente, cuatro ejecutivos y yo. Tuve que excusarme para ir al lavabo —estrecho como un armario— y sólo entonces me di cuenta que me había puesto los pantalones sin nada debajo. Un simple descuido, parecido a cuando sales de compras el sábado por la mañana calzando las zapatillas de andar por casa. Mamá tiene tantas cosas en la cabeza. Marta, la ejecutiva que no lleva bragas. ¿Sabes qué, cariño? Resulta que salí a cenar con cuatro hombres en Nueva Orleans y olvidé ponerme las bragas. Bueno, es verdad que las mujeres alcanzan la plenitud sexual a los treinta y cinco, ¿no es así, cariño?

El calor me estaba volviendo loca. Aquí tampoco había aire acondicionado. Sólo los ventiladores, que hacían flotar la humedad de un lado para otro.

Acabé el plato de alubias con arroz y salchichas en un momento. Alguien pidió una ronda de cervezas y yo me tragué la mía para apagar el picante de la salchicha. Nadie hablaba mucho. Hombre, está Marta con nosotros, será mejor no subir el tono de la conversación. Decidí hacerles un favor y desaparecer después de la comida. No habría grandes posibilidades de que me pillaran en uno de esos bares de chicas desnudas, nada de qué avergonzarse. Gracias por tolerar mi presencia, chicos.

Sin embargo, me dio la impresión de que estaban desconcertados cuando les dije que renunciaba a lo que seguía. Sus palabras me llegaron a los oídos cuando estaba junto a la puerta, transportadas por una onda de humedad e impulsadas por un ventilador.

—Puede que esta noche le duela la cabeza —dijo alguien.

Risa generalizada.

Tal vez seríais una decepción los cuatro, chicos. Puede que tampoco sepáis qué es una mujer.

Por lo demás, ninguno tenía un aspecto demasiado fuera de lo común.

Tomé una copa junto a la piscina en lugar de subir directamente a la habitación. Carl se las estaría viendo con la cena y los deberes y todo lo demás. Sería mejor llamar más tarde, cuando todo estuviera más tranquilo.

Terminé la copa y pedí otra. El camarero me la trajo en un vaso de plástico, y añadió sus disculpas.

—Lamento que estemos faltos de copas esta noche, se’ora. Estamos atendiendo una cena privada. Espero que por esta vez no le moleste la copa circulable.

—¿La copa qué?

La sonrisa del camarero se iluminó.

—La copa circulable. Se la dan y usted puede circular con ella por donde quiera.

—¿Y ustedes lo permiten?

—En todo el barrio, se’ora —dijo él, y se alejó hacia otra mesa.

Cogí la copa y pasé ante la recepción y salí a la calle, y nadie me dijo nada.

En la esquina, a sólo media manzana, las calles se volvían a llenar de gente. Había muchas calles que parecían sólo peatonales. Me abrí camino entre la multitud, con la copa circulable en una mano. Sólo quería echar una mirada. La verdad es que no podía estar en ese lugar y marcharme sin echar una mirada.

—Se supone que era una casa de putas donde las chicas se balanceaban desnudas en columpios de terciopelo —dijo una voz.

Desvié la mirada de la ventana donde las piernas de maniquí aparecían y desaparecían para ver quién era el hombre que me había hablado. Me sacaba una cabeza, llevaba el pelo largo y poseía un aspecto atractivamente rudo.

—¿Que se balanceaban? —pregunté—. ¿Quiere decir que ya no lo hacen?

Sonrió, me cogió por el codo y me acercó a un portal abierto. Señaló hacia adentro. Yo miré. Había una mujer desnuda, tendida sobre el vientre debajo de un espejo suspendido por encima de ella. El sudor hacía brillar todo su cuerpo.

—¿Bufé? —inquirí—. ¿Todo lo que pueda comer por cien dólares?

El hombre echó la cabeza hacia atrás y soltó una risotada abierta.

—¿Eres nueva en el barrio, verdad? —preguntó.

Tenía la misma miel en la voz. Te acarician con la voz, pensé, apretando la copa circulable arrugada en una mano. Era otra copa. Ya había cambiado una vez después de salir del hotel, y no había parecido una mala idea del todo, tomarse otra copa, salir a caminar, todo eso. No sola, desde luego.

Sentí que algo me rozaba la cadera.

—¿Me dejarás que te pague otra copa, no?

Pelo oscuro, ojos oscuros, joven. Recordé eso durante mucho tiempo.

Unas criaturas salvajes de vestidos largos y espectaculares lanzaron una rechifla estridente desde un balcón del segundo piso cuando pasamos. Tenía los ojos pesados por el calor y el alcohol, pero seguí caminando. Era fácil caminar con él, que me rodeaba con su brazo y dejaba descansar su mano en mi cadera.

En algún punto del paseo, las calles se volvieron más oscuras y desapareció la muchedumbre. Unas pocas sombras en la oscuridad más densa. Las vi apoyadas contra una señal de tráfico; pasamos al lado de una de ellas lo bastante cerca para oler una mezcla de perfume, sudor, alcohol y alguna otra cosa.

—¿No te ha advertido nadie que nunca salieras a caminar sola por la noche en esta parte del barrio? —preguntó, y su tono era más de diversión que de reproche. Te acarician con la voz en este lugar, con la voz, la oscuridad y el calor, que se hace más intenso con la oscuridad. Y cuando aumenta lo suficiente, se funden todos y se derraman sobre ti, más líquidos que el agua. ¿Qué estás haciendo?

Estoy entrando en un portal oscuro. No sé por dónde camino. Me alegro de que alguien me acompañe.

¿Qué estás haciendo?

Estoy entrando en una habitación oscura para escapar del calor, pero aquí no se está más fresco, y realmente no me importa, después de todo.

¿Qué estás haciendo?

Llevo demasiada ropa para el tiempo que hace aquí. Esto no es Schenectady en primavera, es Nueva Orleans, es el barrio francés.

¿Qué estás haciendo?

Estoy alcanzando mi plenitud sexual a los treinta y cinco.

¿Qué estás haciendo?

Risas suaves. Por Dios, ¿acaso no lo ves?

En la madrugada, el barrio estaba vacío, tal vez porque llovía. No me fue difícil encontrar el camino de vuelta al Bourbon bajo la lluvia. De pronto cesó, tan rápido como se apaga una manguera de jardín, justo cuando llegaba a la puerta del hotel.

Me metí en la cama y dormí el resto del día, sin llamadas para despertarme, y cuando abrí los ojos, el sol se estaba poniendo, y yo recordé cómo podía dar con él.

Pensarás que podría haber una razón más sólida: que mi marido me ignoraba, o que mis hijos eran monstruos, o que mi trabajo no me llevaba a ninguna parte o que se trataba simplemente de una variante de la crisis de los cuarenta. Nada de esto. Es verdad que los seminarios eran, de hecho, aburridos, pero nadie se aburre tanto. O quizá sí, y yo nunca lo había notado.

Fue el calor.

El calor se te mete en el cuerpo. Y luego te viene la fiebre a causa del calor, y de la fiebre pasas al delirio, y del delirio a otro estado. No hay nada real en el delirio. No, borra eso; todo es real de un modo diferente. En el delirio, todo flota, incluso el tiempo. Eres más ligera que el aire, y puedes escapar. El día se separa de la noche, te quedan sólo fragmentos de día. Está bien, cuando llega a hacer tanto calor, demasiado calor para ver, demasiado calor para molestarse y mirar. Recuerdo un pelo oscuro, ojos oscuros, pero ahora todo era oscuro, y en la oscuridad hacía más calor que durante el día.

Fue el calor. No cesó nunca. Fue el calor y el olor. Jamás seré capaz de describir ese olor, pero si fuera un ruido, habría sido redondo y dulce, igual que el sabor. Como si no tuviera una pizca de sal en el cuerpo. Como si hubiera sido destilado con el mismo calor y en el proceso se le hubiera desvanecido toda la sal.

Fue el calor.

Y luego empezó a refrescar.

Empezó a bajar de los treinta grados los últimos dos días de la conferencia, y yo no lograba dar con él. Asistí, un poco desganada, a uno de los seminarios después de una ausencia de dos días. Todos me miraron, hombres y mujeres, especialmente la que me había preguntado si quería ir de compras con olla.

—Pensé que te habían secuestrado los tratantes de blancas —me confesó, durante la pausa—. ¿Qué te pasó? No tienes pinta de estar pasando mucho calor.

—Tengo mucho calor —respondí, y me serví un poco de la limonada aguada que el hotel había servido en una mesa. Y buñuelos.

Verlos me revolvió el estómago, y sucedió lo mismo con la limonada, que dejé sobre la mesa.

—He estado con fiebre —dije.

Me tocó la frente.

—No pareces afiebrada. De hecho, estás bastante fresca. Incluso diría que tienes un frío húmedo.

—Es el aire acondicionado —dije, echándome a un lado. Sus dedos estaban fríos, demasiado fríos para soportarlos—. El calor y el aire acondicionado me están jodiendo.

Sus ojos se abrieron, asombrados.

—Quiero decir, me han reventado. Perdón, se me ha contagiado demasiado el vocabulario de mis hijos.

—Quizá deberías ver a un médico. O volver a casa.

—Lo que pasa es que tengo que escapar del aire acondicionado —dije, alejándome hacia la puerta. Ella me siguió, intentando persuadirme de lo contrario—. Estaré bien en cuanto escape del aire acondicionado y vuelva al calor.

—No, espera —insistió ella—. Puede que estés sufriendo una insolación. Creo que por eso tienes la piel así, húmeda y fría, y ese aspecto tuyo…

—No es una insolación. Me estoy helando en esta mierda de nevera. ¡Déjame en paz ya, de una jodida vez, y estaré bien!

Salí de allí, me saqué la chaqueta de un tirón y rasgué la parte de arriba de mi blusa. No podría volver a ese maldito aire acondicionado. Me quedaría fuera, donde hace calor.

Me tendí en la cama con las ventanas abiertas de par en par y con la manta hasta las orejas. Me llamó uno de los ejecutivos de mi empresa. Su voz sonaba demasiado despreocupada cuando intentó hacerme creer que lo había convencido de que no me pasaba nada. La llamada de Carl, sólo veinte minutos más tarde, no fue ninguna sorpresa. Estoy bien, cariño. No lo parece. Y sin embargo estoy bien. Todos están preocupados por ti. No hay motivo para ello. Creo que debería ir a verte. No, quédate donde estás, ya estaré bien. No, creo que debería ir a buscarte. Y yo te digo que te quedes donde estás. Ahora sí que lo he decidido, tienes una voz muy rara, cogeré el primer avión y le pediré a tu madre que se quede con los chicos. Joder, o te quedas donde estás o puede que no vuelva a casa, ¿me has oído?

Un silencio largo.

—¿Hay alguien ahí contigo?

Otro silencio.

—Te he preguntado si hay alguien ahí contigo.

—Es sólo el calor, estaré bien en cuanto coja calor.

Unas horas después de aquel episodio, estaba sentada en una mesa, en un lugar sumamente oscuro, pero lo bastante caliente. Cada dos por tres, la vieja que estaba sentada al otro lado del local bebía delicadamente un trago de cerveza mientras se abanicaba, a pesar de que apenas hacía calor.

—Es tan agradable cuando refresca, como ahora —dijo, con su voz lenta y melosa. Incluso las viejas tenían la voz como la miel en este lugar—. El calor es una mala bestia —agregó.

Sonreí pensando por un momento que había dicho mala puta.

—Sí, es una mala puta, pero a mí no me gusta tener frío.

—¿Ah, no? ¿De dónde vienes?

—Schenectady. El clima es frío.

La vieja gruñó.

—Y bien —dijo—, si el calor no fuera una mala puta sería una mala bestia. Sería una mala bestia.

—¿Quién?

—Ella, la bestia del calor —aclaró la vieja, y luego rio entre dientes—. Mi abuela solía llamarlo una loa, un espíritu. ¿Sabes qué es eso?

—No.

Me lanzó una mirada antes de sorber nuevamente su cerveza.

—No. No sé si te conviene saberlo, niña. Podría ser mortal, en cualquier caso, para alguien a quien no le gusta pasar frío. Por cierto, ¿qué andas haciendo por acá? El barrio de los turistas está a tres manzanas en esa dirección.

—Estoy buscando a un amigo. No lo he podido encontrar desde que empezó a refrescar.

—La abuela sabía que nunca pusieron nombres a todas las loas. Dijo que vendrían otras cuando descubrieran que las cosas se les daban bien. O cuando fueran nombradas por alguien. Ya no tiene nada que ver con la religión de antes. Es más grande que la religión de antes. Ahora está en todo el mundo. —La mujer se inclinó hacia adelante y me miró de soslayo—. ¿Qué amigo tienes por aquí? No hay chicas blancas de fuera que tengan amigos por estos barrios.

—Yo sí. Y ya no soy una forastera.

—Anda ya —respondió ella, pero su tono no era hostil. Era más bien divertido con cierta condescendencia y un poco de irritación—. Ve por ahí a comprarte uno de esos amuletos que compran los turistas y le cuentas a todo el mundo que conociste a una bruja en Nueva Orleans. Debe de haber sido un jeta de esos que te vendió un filtro de amor falso.

—No he venido por eso —objeté—. He venido por el calor.

—Y bueno, niña, ya se ha puesto más fresco. —Se acabó su cerveza.

Horas más tarde, en otro lugar, vi a un hombre y una mujer bailando. En la pista, frente a la banda, sólo había unas pocas personas. No lograba entender la música, y no sabía si era jazz o rock o qué. Sólo miraba atentamente al hombre con la mujer. Me parecía reconocer algo familiar en sus movimientos. Pensaba que quizá vendría atraído por el calor que había entre ambos, pero hacía tanto frío ahí dentro, ni siquiera llegaba a los treinta y dos grados. Y en la calle hacía aún más frío. Me calé la chaqueta hasta el cuello y rodeé el tazón de café con las manos. El famoso café de achicoria de Lousiana. ¿Por qué no lograba calentarme?

Más tarde se hizo más frío. No había un solo lugar cálido en el barrio, pero a la gente parecía que se le quemaba el pellejo. Veía las ondas de calor que se desprendían de sus cuerpos. Quizás era la única que no tenía fiebre.

Encontré a Carl tendido en la cama de mi habitación. Se levantó en cuanto me vio entrar. El calor fluía de él en olas, y lo primero que me vino a la mente fue tirarme encima de él para arrebatárselo, quitárselo todo, y dejar que se congelara hasta morir.

—¡Espera! —gritó, pero yo ya me alejaba a largos pasos hacia las escaleras.

Temprano por la mañana, era fácil correr por las calles del barrio. El sol ya había comenzado a golpear, pero la luz era delgada, escasamente cálida. Ya no escuchaba a Carl a mis espaldas, pero seguí corriendo hacia el otro extremo del barrio, donde había conocido las sombras por primera vez. Alcancé a ver el rostro de una anciana mirando por la ventana. La recordaba, y ella me recordaba a mí. Hizo un gesto con la cabeza, me llamó juntando dos dedos. A sus espaldas, observé un rostro más joven. Pero era el rostro equivocado.

Me detuve en medio de una calle desierta y esperé un rato. Me estaba enfriando, y al llevarme las manos a la cara sentí los dedos como carámbanos vivos. La temperatura llegaba a los veintisiete-veintiocho grados, pero aunque subiera hasta los treinta y cinco o más durante el día, no conseguiría entrar en calor.

Él lo tenía. Me lo había quitado. El aire por encima de los edificios lanzaba un débil resplandor, como burlándose. El calor estaba aquí y allá, y más allá. ¿Qué pasa, te estás volviendo frígida o qué?

En la esquina apareció un coche de policía. Las ondas de calor subían en oleadas, se desprendían de él. Me puse a correr.

—Oiga.

El hombre me miraba desde arriba, yo sentada en una mesa en un rincón de aquel lugar donde —corría la voz— había funcionado una subasta de esclavos cien años atrás. Su tez era del color de la tierra fértil, de musculatura mediana, pelo prolijamente ondulado. Un rostro joven pero, una vez más, el rostro equivocado.

—Tienes cara de andar buscando dónde comprar un jersey.

—Déjame en paz —dije, levantando la taza de café con manos temblorosas—. En este momento no lograrían calentarme ni mil jerséis.

—No, cariño —dijo la voz. En este lugar todos te acariciaban con la voz. Se sentó frente a mí—. No ese tipo de jersey. Por jersey quiero decir una persona, una persona especial. ¿A quién conociste en el barrio? ¿A que era un semental guapo, eh? Un muchacho bueno y loco, puede que no fuera blanco, pero lo bastante blanco para ti, ¿eh?

—Déjame en paz. Yo no soy de ésas.

—Pero sabes lo que te gusta. Fría. Mujer muy fría. Mujer fría nada buena. Una mujer fría le sacará a un hombre todo el calor que tiene, y lo dejara muerto, congelado.

No respondí.

—Así que necesitas un jersey. Yo sé dónde lo puedes encontrar.

—Puede que sepas dónde encontrarlo a él.

—Eso es lo que te estoy diciendo, mujer fría —dijo, riendo. Luego se sacó la ligera chaqueta que llevaba puesta y me la lanzó—. Envuélvete en eso y ven conmigo.

El fuego en el hogar estaba atizado, y las llamas lamían la oscuridad. Alguien alimentaba el fuego a lo largo de horas y horas. No estaba segura de quién era, ni si era una sola persona, ni cuánto tiempo estuve junto al fuego, intentando entrar en calor.

Bastante después de que el hombre me llevara a ese cuarto, habló la vieja.

—Ha estado ardiendo todo el día. Todo el barrio debe sentir el calor a estas alturas. Toda la ciudad.

—Él lo sentirá, seguro —dijo el hombre—. Lo sentirá, y vendrá a ver qué es lo que arde aquí —sentenció, con una risa suave—. Me imagino qué dirá cuando vea que es su mujer fría.

—Mira cómo la quiere el fuego.

Las llamas bailaban. Si me sentara en la mitad del hogar, tal vez sentiría el calor.

—¿Dónde ha ido? —preguntó alguien, que pudo haber sido yo misma.

—Quiere descansar. ¿Que no sabes que un hombre duerme después de la juerga? A esta hora ya debe de estar preparado para volver a empezar.

Intenté alcanzar el fuego. Una lengua me subió por el brazo, lamiéndome. El calor era sumamente agradable.

—Mira cómo la quiere el fuego.

Risa suave.

—Si la quiere, entonces debería tenerla. Anda, bonita, métete en el fuego.

Me encaramé en el hogar a cuatro patas, moviéndome con cuidado para no esparcir las brasas del rescoldo. Las ropas se consumieron en un instante, inocuamente.

Sentarse en el fuego es como sentarse en el esplendor de unas cintas cálidas, sedosas, que te acarician todo el cuerpo al unísono. Ahora podía ver la habitación, las gruesas cortinas en las ventanas, los rostros oscuros uno viejo y el otro joven, con el sudor brillándoles, que me miraban.

—¿Lo sientes? —preguntó alguien—. ¿Está por venir?

—Ya viene, no te preocupes por eso —dijo la otra voz.

El hombre que me había traído me sonrió. Sentí que una pequeña gota de sudor se me formaba en la nuca. Más calor, ahora empezaba a entrar en calor.

De pronto empecé a verlo. Se formaba en la oscuridad, reuniéndose sus partes desde la nada, atraído por el fuego. Ojos oscuros, pelo oscuro, joven, como había sido. Estaba ante el hogar, y la mirada en aquel rostro joven que escrutaba entre las llamas era de hambre.

El fuego lo atrapó de un salto. Yo lo atrapé, y entonces vimos lo que realmente teníamos. No era ningún joven. No era un hombre.

El calor era la bestia.

La bestia. No era realmente una loa, era algo más, lo sabía, de alguna manera. A veces se parece a un hombre, y a veces es como la miel caliente en la oscuridad.

¿Qué estás haciendo?

Estoy tragando oscuridad por los ojos, por la boca, por la garganta.

¿Qué estás haciendo?

Me estoy quemando viva.

¿Qué estás haciendo?

Estoy quemando a la bestia del calor, y la tengo justo donde la quería. Todo el calor que jamás alguien pudo sentir, calor de fuego y de cuerpo, fiebre, delirio. El delirio posee ojos. Los empujo hacia adentro con mis dedos. El delirio posee una boca. La lleno con mi puño. El delirio tiene una garganta. La despedazo. Vuelan las chispas como la explosión de una pequeña galaxia, y la bestia abre sus miembros en actitud de rendición, hasta revelar el blanco núcleo ígneo. Inclino mi cabeza hacia él, y tiene un sabor dulce, ni una pizca de sal en el cuerpo.

¿Qué estás haciendo?

Por Dios, ¿acaso no lo ves?

Lo he recuperado.

En la habitación del hotel, me saqué el andrajoso vestido que me había dado la mujer y lo tiré a la basura. Estaba haciendo las maletas cuando volvió Carl.

Quería hablar. Yo no. Más tarde llamó a la policía y les dijo que todo estaba bien, que me había encontrado y que volvía a casa con él. Estaba segura de que les daba igual. Ese tipo de cosas debían de ser pan de cada día en el barrio.

En el lavabo de señoras del aeropuerto, la encargada se me acercó cuando me inclinaba para mojarme el rostro y me preguntó si me sentía bien.

—Debe de ser el calor —dije.

—Entonces, mejor volver a casa a un clima frío —respondió ella—. Ahora le sentará mucho mejor el frío.

Levanté la mirada para ver su rostro en el espejo saltado. Quería preguntarle si tenía un hermano que también se ondulaba el pelo. Quería preguntarle por qué se molestaría en andar con una mujer fría, por qué habría de darle importancia.

Se llevó ambas manos al pecho, con ademán protector.

—La bestia duerme en el frío. Ahora lo cuidarás tú. Tal vez cuides su sueño para siempre.

—¿Y si no lo cuido?

—Entonces tendrás problemas —profetizó, con los labios fruncidos.

Durante el verano, enciendo el aire acondicionado en la oficina y en casa. En invierno, los chicos se quejan de que hace demasiado frío, y Carl refunfuña otro poco, pero nos ahorramos mucho dinero en las facturas de calefacción. Les agrego una manta a las camas de los chicos, los acuesto y les digo buenas noches con un beso. Más tarde, en cama, Carl se acurruca a mi lado, y murmura que mi piel está siempre tan caliente.

No es más que el calor.