CABEZAS PARLANTES
CABEZAS PARLANTES
George Alec Effinger
George Alec Effinger nació en Cleveland, Ohio, en 1947. Su apacible niñez, que transcurrió entre colecciones de cromos de la liga de béisbol y tebeos, llegó a un fin abrupto hacia comienzos de la década de los sesenta, cuando se le ocurrió lanzar una inocente broma sobre una cofradía secreta y mística. Desde entonces, su vida ha sido un infierno. Effinger se ha arrepentido de lo dicho, desde luego, y piensa que las cosas tienen su límite. Más tarde, estudió en la Universidad de Yale, donde gracias a una asignatura de química pudo desengañarse de la carrera de medicina. Este hombre leído, reflexivo y curioso era totalmente incapaz de dedicarse a un empleo lucrativo. En 1970 empezó a escribir ciencia ficción, y gozó de un relativo éxito precozmente. Sin embargo, ésta fue una de las bromas más duras que le gastó la vida, porque fue sucesivamente candidato a y perdedor del Premio Nébula, el Premio Hugo (por la publicación de su tercer cuento) y el Premio John W. Campbell para el mejor escritor novel de ciencia ficción. Por aquel entonces se convirtió en el primer escritor de ciencia ficción que no había logrado ganar ninguno de los tres premios. Desde entonces, ha vuelto a perder otro Premio Hugo de cuentos, y otro Nébula (con el mismo cuento). Actualmente, su intención es postular al World Fantasy y perderlo. Hace poco ha terminado su novela A fire in the Sun, la continuación de When Gravity Falls, candidata al Premio Nébula. Actualmente trabaja en el final de un thriller de espionaje que sucede durante La Segunda Guerra Mundial, que previsiblemente se publicará con el título de The Stone Fire. Seguirá una novela sobre la Guerra de Secesión de Estados Unidos, Everything but Honor.
George vive en Nueva Orleans desde 1972. Hasta hace poco, su afición principal consistía en someterse a cirugía para extirpar una sucesión de órganos internos de vital importancia. Según los rumores, dichos órganos han sido enviados a California, donde han vuelto a ser montados para constituir un segundo escritor de ciencia ficción, en una versión más comercial. Actualmente, George dedica el tiempo de sus paseos a preocuparse sobre cómo va a pagar ciertas cosas. «Hay algunas cosas que no son ciertas —nos dice, a propósito de esta información biográfica—. Mi verdadera existencia no ha sido tan emocionante. Creo que ahora que he cumplido cuarenta y un años, tengo derecho a revisar lo que se dice sobre mi pasado». También ha reconocido que el cuento que aquí reproducimos versa sobre aquello que más teme.
* * *
Agosto estaba llegando a su fin, y en el golfo se había desatado un huracán que se avecinaría sobre la costa en algún punto entre Lake Charles y Gulfport. Tom Mancuso llevaba una hora clavando las placas de madera contrachapada para proteger el escaparate de la tienda de antigüedades. A pesar de la tormenta que se acercaba, el cielo brillaba, totalmente despejado, y la cálida brisa, cuando soplaba, apenas era lo bastante fuerte para mecer los móviles de campanillas que colgaban lánguidamente encima de la puerta. La señora Dufrene, propietaria de la tienda, era una anciana pequeña y arrugada. De pie sobre el banquillo, miraba cómo trabajaba Mancuso, protegiéndose del sol con una reliquia de sombrilla.
—Nadie diría que se acerca una tormenta —sentenció.
Mancuso martilló el último clavo y bajó por la escalera. Se limpió el sudor de la frente con el dorso de la mano.
—Puede que se desvíe hacia el oeste —dijo—. Puede que sólo nos llegue un poco de lluvia.
La señora Dufrene encogió sus escuálidos hombros.
—Ya veremos —dijo.
Plegó su sombrilla y volvió a la tienda. Mancuso plegó la escalera y la llevó adentro. Después de guardarla en un trastero en el patio del fondo, volvió a su lugar acostumbrado, sentado frente a la caja registradora a la entrada de la tienda.
—Ahora me voy para arriba, querido —dijo la señora Dufrene. Era la hora del primer culebrón. Después de aquél, vería otros dos. Pasarían tres horas antes de que Mancuso la volviera a ver.
Al cabo de un rato entró una pareja de ancianos. Estuvieron mirando un rato sin tocar nada, lo cual era mala señal.
—¿Quieren ver algo en especial? —preguntó Mancuso.
—Sólo estamos mirando —dijo el hombre.
—Me pregunto si no tenéis cristalería de los años treinta —intervino la mujer.
—Algunas piezas —indicó Mancuso—. En aquella vitrina tenemos algunas verdes y rosadas.
La mujer se inclinó y lanzó una mirada breve, murmuró algo y luego se enderezó y se alejó.
—Es más caro que en casa —le dijo al marido.
—Pero no hay tanta variedad como aquí —explicó Mancuso—. ¿Se les ofrece algo más?
—No lo creo —respondió la mujer.
—Tengan ustedes un buen día —dijo Mancuso.
El hombre murmuró algo.
—Dicen que el huracán Felicia viene en esta dirección, ¿verdad?
Mancuso leyó los nombres en sus credenciales. Venían de New Haven, Connecticut.
—Siempre guardamos las tormentas grandes para los que vienen de convención —bromeó.
—Y bien —dijo la mujer—, no da la impresión de que haya un huracán en camino. La tarde está preciosa.
—Y si viene por aquí —advirtió Mancuso—, ya verán que en la tele estará el hombre del tiempo dibujando círculos y flechas alrededor de la ciudad, y entonces puede que tengan problemas para coger un taxi a la hora de cenar.
—Espero que se mantenga el buen tiempo —dijo el hombre—. Tenemos reservada una mesa para cenar.
—No se preocupen —dijo Mancuso—. Tengo mucha suerte con los huracanes. Que lo pasen bien mientras estén en la ciudad.
—Gracias —dijo la mujer, y sonrió. La pareja salió a la luz de la calle.
Algo más tarde, Mancuso comió unos frijoles rojos con arroz y salchichas. Se sentó en el taburete, rebañó con un trozo de pan francés la salsa que quedaba y lo regó todo con una lata de cerveza Dixie, fresca, que sacó de la pequeña nevera de la señora Dufrene en el cuarto de atrás. Era un lunes por la tarde, y no solía haber muchos turistas de visita los lunes. Mancuso terminó su almuerzo y tiró la bandeja desechable a la basura. Cogió un libro de bolsillo y comenzó a leer.
Había leído algo más de quince páginas de Espía del espacio, de Sandor Courane, cuando escuchó que alguien lo llamaba.
—¿Tom?
Mancuso levantó la vista. Era la única persona en la tienda.
—¿Tom?
Era la voz de un viejo, ronca y agradable.
—Sí —dijo Mancuso—. ¿Qué quieres?
—Intenta encontrarme, Tom.
—¿Quién es? ¿Dónde estás?
—Ven por aquí —rio la voz—. Sigue el sonido de mi voz.
Mancuso cerró el libro y frunció el ceño.
—No estoy de humor para adivinanzas —dijo—. ¿Alguien ha puesto un micrófono por ahí, o qué?
—Haz lo que te digo, Tom. De lo contrario, tendrás serios problemas. Ven por aquí, cerca de los floreros.
Mancuso se levantó del taburete y se dirigió a la parte de atrás. Del muro colgaban unas estanterías llenas de polvo, con porcelana de McCoy y Hall, y unos floreros de vidrio con dibujos de cristal verde. Esperaba encontrar una pequeña grabadora o un altavoz instalado en uno de los estantes, pero no había nada fuera de lugar. Miró a su alrededor un momento, hasta que comenzó a sentirse ridículo.
—A hacer puñetas —dijo, y dio media vuelta para volver a su sitio junto a la entrada.
—Tom, siempre te das por vencido muy fácilmente. Mira aquí, en el segundo estante. Entre la dama de sombrero azul y la otra, de perlas. Date prisa. No quiero tener que castigarte.
Mancuso sacudió la cabeza, algo sorprendido por haberse prestado a seguirle el juego a quienquiera que le estuviese gastando la broma. Buscó en el segundo estante, donde la señora Dufrene guardaba ocho pequeñas vasijas de porcelana en forma de cabeza de mujer. Vio aquélla de la que hablaba la voz, una estatuilla de seis dólares. Medía casi diez centímetros, y estaba ligeramente dañada, la bella cabeza de una mujer joven. Tenía unas pestañas negras y largas, y pendientes de perlas. Conservaba unas flores mustias que alguien le había metido por la abertura de la cabeza. Mancuso la cogió, sacó el ramo de flores y luego sacudió el polvo de la cabeza inclinándola hacia abajo. No encontró ni grabadora ni ningún otro artefacto electrónico. Se encogió de hombros, volvió a colocar el ramo dentro y puso la cabeza junto a las demás.
—No andes por ahí buscando cables —dijo la voz, divertida por la irritación de Mancuso—. Soy yo quien te habla. Aquí, justo delante de ti.
—Sí, ya lo creo, me quieres decir que estoy loco —dijo Mancuso—. Me quieres convencer de que este florero de porcelana de treinta y cinco años me está diciendo «buenos días».
—Así es —dijo la voz—. Buenos días.
—Me estoy volviendo loco.
—No, no te estás volviendo loco, Tom —advirtió la voz—. No te lo estás imaginando. Esto no tiene nada de alucinación mental. Quiero que me hagas un favor. Quiero que mates a la señora Dufrene.
Mancuso miró hacia el techo, como si alguien pudiera echarle una mano desde el cielo.
—Mírame —dijo—. Estoy hablando con una estatuilla.
—Antes estabas hablando con una estatuilla. Ahora estás hablando solo. Controla tus nervios, Tom. Siempre has tenido una tendencia a distraerte con cuestiones de poca importancia.
—¿Y tú qué sabes de mis tendencias?
—Lo sé todo acerca de ti, Tom. No tardarás mucho en darte cuenta.
—¿Qué quieres? ¿Qué es esta historia de la señora Dufrene?
—Así está mejor, Tom. Tienes que aceptar esta realidad, aunque te parezca demasiado rara para ser verdad. He dicho que quiero que mates a la señora Dufrene.
—¡Estoy hablando con una puñetera estatuilla! —exclamó Mancuso, exagerando su incredulidad.
—Me imagino que tendré que demostrarte que existo, Tom —dijo la cabeza de porcelana—. Estoy pidiendo muchas cosas, y no puedo exigirte que me creas a la primera.
—No me tienes que demostrar nada —aseguró Mancuso. Cogió la cabeza del estante, la llevó al patio trasero de la señora Dufrene y la tiró a la basura.
—¿Qué te parece si hago una predicción? —preguntó la voz desde el fondo del cubo—. Puedo hablarte del futuro, Tom, sólo para demostrarte que te puedes fiar de lo que te digo.
—¿Y qué predicción vas a hacer? —preguntó Mancuso con una risa desganada.
—En noviembre, apuesta por la LSU y recuerda los once puntos de Tulane.
Mancuso volvió la mirada a la lata de basura.
—No necesito que una cabeza parlante me diga que tengo que apostar por la LSU. Además, faltan tres meses para ese partido. ¿Qué me dices del partido en Fairgrounds mañana? —inquirió, y comenzó a alejarse.
—¿Tom? —preguntó la voz—. ¿Dónde vas?
—Vuelvo en seguida —respondió Mancuso.
Fue a buscar el martillo con que había clavado las maderas y lo llevó hasta el cubo de basura, metió dentro el brazo y de golpe hizo añicos la mujer de porcelana. «El problema —se dijo pensativamente—, es que si algo he aprendido de las series de la tele y de las películas, es que esto no se termina aquí. Esa voz no se va a dar por vencida así como así».
Durante un par de días todo estuvo tranquilo, salvo por la tormenta, desde luego, que estuvo girando por encima de las cálidas aguas durante veinticuatro horas y luego descargó un diluvio antes de girar sobre su eje y virar hacia el cementerio de los huracanes, aquella pradera de matorrales entre Galveston y Corpus Christi. En cuanto los huracanes enfilaban rumbo a Texas, a nadie le importaba mucho lo que sucedía con ellos. La señora Dufrene olvidaría durante unos cuantos días que las vitrinas seguían tapadas con las maderas. El vidrio de la ventana estaba tan sucio, y la tienda era tan oscura y sombría de por sí, que incluso Mancuso apenas podía apreciar la diferencia. Entretanto, no pensaba volver a subirse a la escalera antes de que se lo pidieran. A fin de cuentas, cualquier día podía desatarse en el golfo otra de esas tormentas tropicales. Más valía no tocar el contrachapado.
Era viernes, y Mancuso había esperado que la señora Dufrene subiera a ver su culebrón. El viernes era un día entretenido para ella, porque casi todos los culebrones reservaban para ese día los episodios con más intriga. Mancuso cerró la tienda y fue a comer a la calle Decatur. Compró un bocadillo y una botella de gaseosa en el mercado central y volvió a la tienda. Se sentó en su taburete al lado de la caja, se comió la mitad del bocadillo, y terminó el siguiente capítulo de Espía del espacio. Fue en ese momento cuando volvió a escuchar la voz.
—Oye, Tom.
Mancuso marcó cuidadosamente la página con un billete de dólar que cogió de la caja registradora, dejó el libro sobre el mostrador y se levantó.
—¿Eres tú, la voz? —preguntó.
—¿Me recuerdas, verdad, Tom?
—Pensé que te había hecho pedazos.
—Ahora estoy aquí.
—No me lo digas, déjame encontrarte —dijo Mancuso.
Se mordió el labio inferior y caminó lentamente rusta una de las vitrinas cerradas con llave donde la señora Dufrene guardaba sus verdaderos tesoros, al menos lo que la vieja pensaba que eran tesoros. Si realmente hubieran tenido algún valor, alguien los habría comprado en el curso de los últimos treinta años.
—Vas frío, frío, Tom.
Mancuso se giró y su mirada se detuvo en la mitad de una pareja de imitaciones de cristal Heisey, originariamente dos cabezas de caballo soportalibros. Si la cabeza de caballo hubiera sido realmente Heisey, y si en lugar de una estuviesen las dos, se habrían vendido por una cantidad respetable. En todo caso, la cabeza solitaria era una ganga, le faltaba un trozo en la parte posterior. El precio que la señora Dufrene le había puesto al comprarlo era de once dólares, y ésa era la suma que aún se leía en la etiqueta cubierta de polvo.
—¿Eres ésa de ahí?
—Hoy me has encontrado muy rápido, Tom —dijo la voz, que parecía complacida.
—Así que hoy eres un soportalibros cascado.
—El lugar de donde proviene mi voz realmente no tiene importancia.
—¿Y por qué no hablas desde algo que tenga más clase? —dijo Mancuso, y se inclinó para mirar de cerca la cabeza de caballo—. Tal vez deberías ir a jugar tus fantasmadas en una de esas casas de la calle Royal. Vete a joder a aquellas viejas ricachonas.
—Es que tú eres la persona con la que tengo que hablar. Te crees una persona no violenta, pero yo recuerdo un día, cuando eras niño, en que te pasaste una hora matando ranas en el parque. Siempre te sentiste culpable por lo mucho que habías gozado con eso. Y hay un montón de otras cosas. En el fondo, eres más malo de lo que te gustaría reconocer.
—Vete al infierno —dijo Tom, y cogió el soportalibros con una mano y se dirigió a la trastienda.
Lanzó la cabeza de caballo al cubo de basura con todas sus fuerzas. Escuchó el ruido de vidrios rotos, pero cuando miró en el interior, vio que el soportalibros estaba intacto.
—Vas a dejar de darme la lata, joder —murmuró. Cogió el martillo y se asomó dentro del cubo.
—No te servirá de nada romper el cristal, Tom. Ya lo sabes.
—Al menos me sentiré mejor.
—Espera un momento. Dile a la señora Dufrene que baje. Le hablaré y entonces sabrás que no te estás volviendo loco. Ya verás. Y entonces escucharás lo que tengo que decirte.
—Eso no. Ya sabes que hoy es viernes. No lograría que bajara ni aunque fuera para conocer al mismísimo Buffalo Bill resucitado de entre los muertos.
—¿Cómo sabes que no soy Buffalo Bill resucitado de entre los muertos?
—Vete al infierno —dijo Mancuso, y le dio un golpe a la cabeza de caballo soportalibros imitación Heisey que la dejó reducida a pequeños y mudos trozos de cristal.
Esta vez, Mancuso sabía que se había metido en un buen lío. Cogió el teléfono junto a la caja registradora y llamó al conde Tamrico a la librería High John. El verdadero nombre del conde era Donnell Williams, pero todos lo llamaban Pollero, porque les arrancaba las cabezas a los pollos vivos de una dentellada durante los espectáculos de vudú que organizaba una agencia de viajes local.
—¿Qué tal, Pollero?
—Bien, tirando —dijo Williams.
—Escúchame, ¿qué haces cuando tienes fantasmas?
—Yo nunca he tenido fantasmas, tío —rio Williams.
—¿Por qué no te das una vuelta por aquí? Quiero que escuches algo.
Hubo una breve pausa.
—¿Tienes fantasmas? —preguntó finalmente Williams.
—Sí.
—Es una pena, tío —dijo Williams—. Pasaré por ahí de aquí a un rato.
—Vale —dijo Mancuso, y colgó.
Al cabo de un rato bajó la señora Dufrene diciendo que Roman y Diana se habían metido en la cama.
—Ella es un encanto —comentó—. Pero ¿no es un poco apresurado, después de que la pobre Marlena se mató en ese accidente de aviación?
Mancuso sólo la miró durante unos segundos.
—No se puede vivir sufriendo toda la vida —dijo.
—Me imagino que no. De todos modos, se van a meter en un lío. ¿Qué van a hacer cuando vuelva Marlena?
Mancuso frunció el ceño.
—Creía que Marlena había muerto.
La señora Dufrene se encogió de hombros.
—En esa telenovela eso les da lo mismo —explicó. Luego subió a ver Otro mundo.
Mancuso había leído seis páginas más cuando sonó la campana de la puerta. Levantó la vista y ahí estaba Donnell Williams con su novia, Maudine, que acababan de entrar. Williams era un negro alto y delgado, llevaba una espesa barba y sus ojos eran de un marrón intenso. Siempre llevaba un sombrero de paja de ala ancha engalanado con plumas de avestruz teñidas de rosado, amarillo, verde y azul. Maudine era una chica blanca, de aspecto común, pequeña y maciza, que casi no hablaba. Llevaba un sombrero idéntico al de Williams, con las mismas plumas de avestruz dobladas y quebradas. Williams y Maudine iban juntos a todos lados. El Pollero intentaba enseñarle a ser excéntrica como él, pero siempre parecía que la chica se había saltado todas las lecciones claves.
—¿Qué te pasa, tío? —preguntó Williams.
Maudine se inclinó sobre una vitrina para examinar unos broches de piedras.
—¿Qué me contáis? —dijo Mancuso.
—¿Dónde está tu fantasma? —preguntó Williams.
—Hace poco que este caballo de cristal estuvo hablando, pero lo he hecho pedazos.
—No deberías haber hecho eso.
Mancuso se encogió de hombros.
—No creo que lo hubieras oído, en todo caso —explicó.
—Tom, preséntame a tus amigos —interrumpió la voz, para desmentirlo.
Mancuso miró a Williams, que abrió los ojos desmesuradamente. Al parecer, Maudine no había notado nada raro.
—Ahora estoy al otro lado de la tienda —dijo la voz—. Aquí, sobre la vitrina de las muñecas. La jarra con la cara de Shirley Temple, de azul cobalto.
Mancuso miró a Williams.
—¿Has oído eso, Pollero?
El negro entrecerró los ojos amenazadoramente.
—¿Se te ha ocurrido llamarme para gastarme una broma?
—¿Lo oyes o no? —preguntó Mancuso.
—Por supuesto que lo oigo —dijo Williams.
—Por supuesto que me ha oído —intervino la voz—. Incluso Maudine me ha oído. ¿Te das por satisfecho ahora?
Williams atravesó la tienda y cogió la jarra. Se quedó mirando la calcomanía de Shirley Temple gastada por el tiempo.
—No es más que un cacharro para beber —dijo, intrigado—. Venga, di algo más.
—Donnell —preguntó la voz—, ¿no eras tú el que jugaba de defensa en el equipo de Saint August en la final de hace ocho o nueve años?
—Era Fortier, no Saint August, da igual —dijo Williams, que parecía alarmado al escuchar una voz que salía de una simple jarra de vidrio—. ¿Dónde conseguiste esto, tío?
Mancuso se lo sacó de las manos.
—Ha estado por aquí desde antes de que yo empezara a trabajar. Nunca había hablado antes. Al menos no a mí.
—¿Adónde lo llevas?
—Lo voy a hacer añicos, como he hecho con los otros —explicó Mancuso, volviéndose hacia Williams.
—No conseguirás nada —auguró Williams, negando con la cabeza—. La voz saldrá de algún otro sitio.
—Eres más inteligente que Tom, Williams —dijo la voz—. No hay manera de librarse de mí, salvo haciendo lo que yo diga.
—¿Y qué quieres? —preguntó Williams.
—Quiere que mate a la señora Dufrene —explicó Mancuso, sacudiendo la cabeza.
—¿Por qué la señora Dufrene?
—Porque es inocente —dijo la voz—. Sería un asesinato sin sentido.
Williams se rascó la cabeza, con gesto preocupado.
—Te diré una cosa, tío, y es que hay un par de métodos para librarse de este tipo de fantasmas.
Mancuso parecía escéptico.
—Tú sólo les vendes bolsas de plástico con incienso y hierbas a los turistas —dijo Mancuso—. ¿Alguna vez te has metido con un espíritu de verdad?
—Yo no —reconoció Williams—. Yo le doy todos los trabajos chungos a la madre Eufrosina.
La voz soltó una risa.
Mancuso lanzó una mirada al techo, para iluminarse como de costumbre.
—No sé si estoy preparado para cosas de espíritus y religión.
—¿Te quieres librar de tu fantasma o no?
—Sí, claro que sí, pero…
—Ve a ver a la madre Eufrosina. Ella te echará una mano.
—No pierdas el tiempo, Tom. Sé algunas cosas sobre esa madre Eufrosina que te pondrían los pelos de punta. No tendría nada que hacer conmigo. Me bastaría llamarla por su verdadero nombre, y ya verás cómo se queda helada de espanto.
—Tú no conoces a la madre Eufrosina —acuso Williams.
La voz lanzó una risa sarcástica.
—¿Algún otro consejo? —preguntó Mancuso.
—¿Eres católico? —preguntó Williams.
—No —dijo Mancuso.
—Da igual. Intenta rezarle a san Expedito. Seguro que él te ayudará.
Mancuso estaba confundido.
—¿Y eso es todo? Yo jamás había oído hablar de este san Expedito.
—Bueno, está el altar de santa Jude al lado de Nuestra Señora de Guadalupe. A santa Jude se le reza cuando realmente necesitas ayuda.
—Ya, ya lo sé.
—Bueno pues, a san Expedito se le reza cuando realmente necesitas ayuda, y la necesitas rápido. En la iglesia sacaron su estatua el año pasado. Es uno de esos santos degradados, pero la gente dice que todavía funciona. Pasas al lado de la iglesia y le dejas una tajada de tarta de bizcocho. Luego haces chasquear los dedos y dices: «San Expedito, ayúdame ahora». Y con eso ya tienes lo que has pedido.
—¿Tienes que dejar una tajada de pastel y pedir un deseo? ¿Dónde aprendiste eso, Pollero? ¿En el catecismo?
—Puede que a ojos de la Iglesia no parezca normal —dijo Williams, que parecía irritado—. ¿Pero a quién le importa si funciona igual? Y si vas a Nuestra Señora de Guadalupe, estarás a una manzana del cementerio. ¿Por qué no pasas a ver la tumba de Marie Laveau? Le rezas una oración, y luego dibujas una cruz en la tumba con una tiza, frotas el pie derecho en el polvo de ladrillo, haces chasquear los dedos y pides tu deseo.
Mancuso comenzaba a impacientarse.
—Bueno, bueno, ¿quién es el santo que manda más, el santo jubilado o la vieja en la tumba?
—No hay ninguna diferencia, tío —dijo Williams—. Tienes de tu parte a la madre Eufrosina, a san Expedito y a Marie Laveau. No tienes nada que perder —concluyó. Sonrió, mostrando el diente dorado.
Mancuso dejó caer los hombros.
—Tienes razón. Lo intentaré. No se pierde nada.
—Donnell —dijo la voz. El tono era siniestro—. ¿Sabes qué es lo que Maudine más teme? ¿Cuál es su temor más oscuro y profundo?
Williams estaba sorprendido.
—No —dijo—. ¿Qué?
—Le da terror pensar que te pueda ocurrir algo, o que la dejes, y que entonces no tenga dónde ir. ¿Sabías eso?
—Oye, ¿por qué te metes con mi mujer?
—Porque tiene motivos para estar asustada, porque algo muy grave está a punto de ocurrirte y la pobre Maudine no tendrá a quién recurrir. ¿Qué crees que hará sin ti? ¿Cómo se las arreglará sola? Es demasiado gorda y demasiado ama de casa para salir a la calle. No hay remedio…
—Dame eso —dijo Williams, furioso. Mancuso le entregó la jarra de Shirley Temple y Williams la lanzó al suelo. Quedaron sólo unos pedazos afilados de azul cobalto—. Venga, Maudine, vámonos —dijo Williams, y se dirigió a la puerta de entrada.
Maudine aún seguía curioseando.
—Tom —dijo—, ¿cuánto cuesta este pin del avión?
—¡Maudine, muévete de una puta vez! —gritó Williams.
Maudine lo miró con expresión herida, y luego se apresuró hacia la salida. Mancuso los vio discutiendo en la calle, al lado de la tienda. Cogió una escoba y un recogedor y barrió los vidrios rotos.
A las 5.30 cerró la caja y rellenó el talón de depósito para el banco. La señora Dufrene estaba arriba cocinando pimientos rellenos, así que Mancuso cerró la tienda. En lugar de ir directamente a casa, se detuvo en el supermercado de la calle Royal y compró una tarta de bizcocho. Se sentía ridículo. Estaba seguro de que la mujer de la caja y todos los que estaban detrás de él en la cola sabían que no tenía la menor intención de comerse la tarta.
La iglesia estaba a casi un kilómetro de allí. Durante todo el camino, Mancuso se farfulló a sí mismo: «Al menos sé que no estoy chiflado. El Pollero ha estado ahí, y también lo ha oído». Eso lo aliviaba. Por el momento, seguía al pie de la letra los consejos de Williams. No quería pensar en lo que sucedería si la tarta de bizcocho no daba resultados.
Nuestra Señora de Guadalupe estaba casi vacía cuando entró Mancuso. Eso era un alivio, porque nunca había estado a gusto en las iglesias. Sabía que los católicos hacían algo con el agua bendita y que al llegar frente al altar hacían una especie de reverencia, pero él era un intruso. Esperaba que nadie lo expulsara del lugar hasta que no hiciera lo que había venido a hacer. Se sentó en un banquillo cerca del altar de santa Jude. A su lado, en un trozo de papel arrancado de una libreta, había una oración escrita con bolígrafo. Mancuso la leyó. Decía algo de copiar la oración y dejarla en la iglesia durante nueve días consecutivos, y santa Jude cumpliría con cualquier favor que le pidieran los devotos.
El papel decía que jamás fallaba. Mancuso entorno los ojos. Aquello le parecía casi tan raro como lo de la tarta de bizcocho.
Sólo tenía dos pequeñas preguntas que hacer, pero no tenía la intención de molestar a nadie para obtener las respuestas. Se preguntaba si estaría bien dejar la tarta entera, aunque estuviera envuelta. Y se preguntaba si san Expedito la recibiría, puesto que, después de todo, su estatua ya no estaba. Tal vez san José o alguno de los otros se quedaría con la tarta, y en ese caso Mancuso no sabía si se cumpliría su deseo.
Se incorporó y avanzó hacia un extremo del banco. Intentó ir hacia la parte posterior de la iglesia tratando de pasar desapercibido. Cuando llego a la puerta, se giró y miró hacia el altar. Cerró los ojos, hizo chasquear los dedos y murmuró:
—San Expedito, ayúdame ahora.
Luego salió de la iglesia sintiéndose más ridículo que nunca. Estaba seguro de que las diez o quince personas en el interior habían interrumpido sus oraciones para observarlo, incrédulos y escandalizados. Mientras caminaba por la calle Rampart, creía que en cualquier momento caería sobre él la Inquisición, y lo arrestaría, con grilletes y todo.
El sábado por la mañana, Mancuso se dedicó a ponerle precios a unos juguetes de latón y a unas muñecas coleccionables que la señora Dufrene había comprado en una subasta estatal. La vieja estaba a su lado y observaba, y con cada juguete lanzaba unas exclamaciones como si fuera Navidad y Papá Noel acabara de dejarle todos esos regalos.
—¡Mira esto! —exclamó, sosteniendo en el aire un querubín de cerámica que tocaba la mandolina—. Mi tía Marie tenía uno igual, salvo que el de ella tocaba el tambor.
—¿Cuánto, señora Dufrene? —preguntó Mancuso. Si su intención era jugar a los recuerdos con cada uno de los juguetes, tardarían todo el día en poner las figuras en los estantes.
—Se reconoce por la cabeza y las pequeñas alitas.
—¿Cuánto, señora Dufrene?
Ella lo miró como si acabara de recordar que no estaba sola en la habitación.
—Ay, no lo sé, querido. Veinte dólares.
—Lo que usted mande —contestó Mancuso.
En cualquier caso, no le importaba tener que perder la mañana con ella. No había nada más interesante que hacer. Sólo temía que en cualquier momento empezara a hablar Mickey Mouse o la Barbie astronauta. Hasta ahora, la señora Dufrene no había escuchado la voz, y a Mancuso le parecía que era mejor así.
—Podríamos sacarle algo más de veinte —reflexionó, mientras giraba el querubín en sus manos—. Tom, llévame esta caja arriba. Me voy a sentar a trabajar con mis libros.
—Ah, desde luego. No querrá que le salgan mal las cuentas —dijo Tom.
Devolvió los juguetes a la caja, sabiendo que más tarde tendría que ponerles a todos nuevas etiquetas con el precio. Llevó la caja de cartón hasta el piso de la señora Dufrene y la dejó sobre la mesa de la cocina.
—Eres un buen chico Tom. Anda, ve a ocuparte de la tienda.
—Sí, ahora voy, señora Dufrene —respondió él.
Bajó a la tienda. Durante toda la mañana lo había acosado una sensación de amenaza inminente, y ahora se preparaba para hacerle frente.
No tardó mucho. La voz le habló en cuanto se hubo sentado en su taburete. Esta vez venía de una hucha con la figura de Elvis Presley.
—¡Estabas allá arriba con la señora Dufrene! —dijo la voz, irritada—, ¿y no la has matado?
—En eso llevas razón, tío —dijo él.
—Te había advertido que si no acababas con ella, tendría que castigarte.
—Lo que pasa —dijo Mancuso, como pensando en voz alta—, es que no sé si esto significa que san Expedito no está aceptando más encargos o si lo de la tarta de bizcocho no ha funcionado porque no soy católico.
—Escucha lo que te digo, Tom —habló la voz, furiosa pero tensamente controlada—. No te voy a hacer nada que te duela, físicamente. Te estoy dando la última oportunidad. Aún puedes volver al piso de arriba y matar a la vieja. Si no, lamentarás haberme ignorado.
—No te estoy ignorando. No es fácil ignorarte, por lo demás. Pero no pienso matar a la señora Dufrene, ni a nadie.
—Eso lo veremos.
Sonó el teléfono y Mancuso fue a contestar.
—Dufrene —dijo.
—¿Tom? Soy Maudine. Acaban de ingresar a Donnell a la UVI del Hospital de la Caridad. Alguien le ha disparado en la calle Basin.
—¿Alguien le ha disparado? ¿Por qué?
—¡No tengo idea! Íbamos caminando a la parada del autobús y de pronto se baja un tío de un coche y le dispara.
—¿Se pondrá bien?
Mancuso escuchó los sollozos de Maudine.
—Tiene muy mal aspecto, Tom. No sé qué voy a hacer.
—¿Estás en el hospital?
—Sí.
—Bueno, iré en cuanto pueda.
—Vale, Tom.
Mancuso colgó. Se quedó mirando la hucha de Elvis Presley.
—¿Lo ves? —preguntó la voz.
—¿Cómo has hecho eso? ¿Cómo has logrado que le dispararan al Pollero?
—¡Qué diablos! Tom, es un poder oculto. Tú no lo entenderías.
—¿Por qué has hecho eso? El Pollero jamás te ha hecho nada.
—No me digas que me veré obligado a atormentarte, Tom. Si no quieres cooperar, a partir de ahora las cosas se pondrán cada vez peor, hasta que te vuelvas completamente loco. Tus amigos sufrirán accidentes horribles y se consumirán hasta los huesos con todo tipo de enfermedades. Y todo será culpa tuya. Te pudrirás en la culpa. Estás sacrificando el bienestar y la felicidad de toda esta gente, porque no te atreves a ocuparte de la señora Dufrene.
—Ocuparme de… —dijo Mancuso—. Qué manera más curiosa de plantearlo.
—El Pollero habrá muerto dentro de una hora. Y tú eres el responsable, Tom, y te destruirá la culpa.
—¿Y por qué habría de ser yo el culpable?
—Conozco tus peores pesadillas, Tom. Sé que le tienes miedo a la muerte, pero tienes más miedo aún a volverte loco. Tienes pánico de perder tus facultades mentales. Y bien, tengo malas noticias para ti. Conozco tu futuro, ¿lo sabías? Te aseguro que la locura crecerá en ti como un cáncer. Harás cosas que ni siquiera te puedes imaginar. Serás un monstruo. Y a pesar de que te volverás loco, una pequeña parte de tu mente tendrá conciencia de lo que has hecho, y la culpa calará aún más profundo.
Mancuso fue a la trastienda.
—Tengo que irme —le gritó a la señora Dufrene—. Es una urgencia. Le han pegado un tiro a Donnell Williams. —No esperó la respuesta de la vieja. Salió de la tienda y corrió hasta la librería High John, en la calle Dumaine.
—¿Qué tal, Tom? —preguntó Wynella, la ayudante de Williams. Era el típico saludo.
—¿Dónde puedo encontrar a la madre Eufrosina? —preguntó él.
Wynella le dio una dirección en el barrio de Treme.
—Gracias —dijo él. Y dio media vuelta antes de salir—. Se me olvidaba, le han disparado al Pollero. Maudine lo ha llevado al Hospital de la Caridad.
—Dios mío —exclamó Wynella, estupefacta. Mancuso ya había salido.
La madre Eufrosina recibía a sus clientes en el salón de una ruinosa tienducha de la calle Villere. Mancuso no pudo evitar una mueca de disgusto al oler el aroma mustio y extraño que reinaba en la casa. En un extremo de la habitación, había un altar de formas rebuscadas, cubierto de velas encendidas y de incienso, flores, libros, botellas de aceite y polvos, huesos viejos y estampas de la virgen María, de san Miguel, san Antonio de Padua, del Sagrado Corazón de Jesús, de Toro Sentado y Halcón Negro. La madre Eufrosina era una negra alta y gorda, vestida con una larga túnica blanca y un extraño capuchón terminado en punta, adornado con pasamanería y lentejuelas ordinarias.
—¿Crees en Dios, cariño? —preguntó. Su voz era débil y ronca.
—No lo sé —dijo Mancuso.
La madre Eufrosina le sonrió.
—Bueno, tienes que creer en algo, o no podré ayudarte.
Una semana antes, Mancuso se habría burlado del poder de la Iglesia y de los remedios de gente como Donnell Williams y la madre Eufrosina. Sin embargo, desde entonces, la voz le había destruido la confianza en sí mismo.
—Sé que hay algo que funciona, pero no sé qué es.
—No tienes por qué saber qué es —dijo ella—. Y ahora, cuéntame tu problema.
Él le contó lo de la voz, lo que quería que hiciera, sus amenazas, y cómo todo aquello tenía que ver con que Williams estuviera gravemente herido. La madre Eufrosina escuchaba en silencio, y asentía lentamente con la cabeza.
—Rézale a Jesús, cariño —dijo al final—. Había pensado que sólo necesitarías polvos de amor o algo así. Vosotros los blancos siempre andáis buscando una chica nueva o librándoos de una antigua. Aguarda. Te voy a hacer un preparado especial.
La mujer se volvió un instante, y Mancuso vio cómo mezclaba sus ingredientes y los envolvía en un paño de lona.
—¿Qué hay aquí dentro? —preguntó cuándo ella le entregó el atado.
—Pelos de cerdo, suciedad de perro y otras cosas que no tienes por qué saber. —También le dio unas oraciones y rimas particularmente eficaces, y una lista de cosas que debía comprar en la librería donde estaba Wynella—. Tienes que poner tu vela de Juan el Conquistador en el medio —dijo—. Y quemas todas las demás velas, con el incienso. Guarda el atado contigo. Y no olvides las oraciones.
—Vale —dijo él, y le dio diez dólares—. Espero que esto funcione de verdad.
—No falla jamás —aseguró la madre Eufrosina.
Cuando salía de la tienda, Mancuso recordó que la oración a santa Jude terminaba así: «No falla jamás».
Se gastó cuarenta dólares en todo lo que debía comprar, y tuvo que pagar con un cheque sin fondos. Llevó la bolsa llena de velas y polvos a la tienda de la señora Dufrene.
—¿Tu amigo se ha recuperado? —preguntó ella.
—No lo sé —respondió él—. Pasaré por el hospital más tarde.
—¿Qué llevas ahí? —preguntó la vieja, señalando la bolsa de las compras.
Mancuso la miró un instante.
—Unas cosas —dijo.
—Ah, ya. Bueno, yo tengo que terminar de poner precios. Algunos de esos juguetes valen una fortuna.
Daba igual que aquello fuera verdad o mentira. En cualquiera de los dos casos, los juguetes envejecerían en las estanterías hasta el fin de los tiempos. Lo único que se vendía eran guías turísticas y algún que otro pendiente.
Subió con ella, y llevó consigo tres vainas de pimientos que había comprado, siguiendo los consejos de la madre Eufrosina. Puso los pimientos en el horno de la señora Dufrene y luego bajó nuevamente a la tienda.
—No has hecho caso de lo que te he dicho —dijo la voz, desde la hucha Elvis Presley—. Has ido a ver a esa madre Eufrosina.
—Sí, has acertado. Ahora sí que te has metido tú en un buen lío.
La voz soltó una carcajada.
—Te diré por qué no pienso igual que tú. ¿Qué te crees que soy? ¿Un espíritu maligno?
—Lo que sea —respondió Mancuso, encogiéndose de hombros.
—Soy lo que se llamaría un fantasma, pero la persona que una vez fui sigue aún viva.
—¿Qué significa eso?
—Volví a la Tierra hace casi cien años, y he estado consciente desde ese mismo día. No te puedo decir cómo o por qué sucedió así. Recuerdo mi muerte, y que no te digan que la muerte es rápida y no conlleva dolor, Tom. Tu cuerpo puede estar muerto para el médico, pero tu cerebro se mantiene consciente durante un buen rato. Era como si pasaran semanas, y yo sufría cada minuto. Finalmente, me perdí en la oscuridad.
—Perderse así, no suena tan fatal. Conozco a gente que paga mucho dinero por eso.
La voz no le prestó atención.
—Y luego, volví a despertar, un fantasma en 1892, atrapado en el cuerpo de un feto conservado en un frasco. Pasé casi veinte años así, primero en un aula en la facultad, en Saint Paul, y luego en el despacho de un médico de Baltimore, y finalmente en la vitrina de un circo. Fue la agonía misma, fue casi insufrible. Mi ira y mi frustración crecían mes a mes, año a año. En 1912, un policía borracho quebró el frasco en que me encontraba. Empecé a viajar de un objeto a otro, observando y escuchando, aprendiendo, sabiendo que me acercaba cada vez más a la fecha de mi nacimiento. Tuve mucho tiempo para pensar y planear.
—¿Planear qué?
La voz lanzó una carcajada horripilante que dejó a Mancuso helado.
—Planeé lo que le haría a mi yo de la juventud. Cómo lo castigaría por haberme hecho vivir todos esos horrores.
—Espera un momento —dijo Tom—. Tengo que ir a ver los pimientos. —Mancuso subió corriendo y miró en el horno de la señora Dufrene. Sacó los pimientos, los metió en un frasco viejo de zumo de naranja y llenó el frasco con agua. Luego bajó a la tienda—. Tengo que tirar el agua de los pimientos por aquí y tengo que decir…, espera que lo he anotado… Delonge toi de là. Deberías desaparecer.
—Ya veremos —dijo la voz—, pero entretanto déjame contarte que tuve décadas para pensar hasta el último detalle de mi venganza. Mi yo más joven había cometido pecados y crímenes, y yo estaba pagando por ello. Ahora he vuelto a este mundo de mi antiguo yo, y tengo la intención de infligirle todo el tormento del mundo, como yo lo he sufrido durante el último siglo.
—¿Estás hablando de mí, no?
—Ah, Tom, no eres tan estúpido.
—Sí, tienes razón. Tienes un acento raro.
—El acento lo perdí —dijo la voz—. He tenido cien años para escuchar, aprender y educarme.
—Te piensas quedar conmigo y volverme loco, ¿verdad?
—Así es, Tom —confirmó la voz.
—¿Y entonces qué?
—Entonces harás lo que yo diga. Matarás a la señora Dufrene.
—Si hago eso, acabaré metido en un frasco.
—Eso fue lo que me sucedió a mí. ¿Por qué no habría de sucederte a ti?
Mancuso negó con la cabeza.
—Yo tengo la capacidad de elegir en todo este asunto.
—En realidad no —volvió a reír la voz—. Si yo fuera el fantasma de otra persona, Tom, no podría estar seguro de lo que vas a hacer. Pero no lo soy. Soy tu fantasma. Sé perfectamente cuáles serán tus próximos pasos.
—Tengo que instalar mis velas —dijo Mancuso.
Cogió la bolsa de las compras y vació el contenido sobre una vieja y arañada mesa de caoba repleta de números antiguos de Life y del Saturday Evening Post de los años cuarenta y cincuenta. Colocó la vela de Juan el Conquistador en el centro de la mesa, tal como se lo había dicho la madre Eufrosina. Alrededor puso la vela blanca de los cruzados, la roja de la victoria, la verde de la esperanza y la azul de la protección, y las velas votivas del Sagrado Corazón de Jesús y del arcángel san Miguel. Encendió las velas y el incienso, y luego leyó tres breves oraciones.
—¿Has terminado? —preguntó la voz.
—Sí —dijo Mancuso—. Te irás de aquí en cuanto se apaguen las velas.
—Jamás supe que esto fuera tan simple cuando joven. Lo encuentro casi encantador.
—¡Déjame en paz, o haré añicos a Elvis Presley! —amenazó Mancuso.
—Ya hablaremos —dijo la voz.
—Si funciona la fórmula de la madre Eufrosina, no nos veremos —dijo Tom.
Apretó la hedionda bolsita que le había dado la negra. La voz no habló más, y Mancuso se sentó en su taburete, a gozar de la tranquilidad. Observó cómo vacilaba un momento la llama de las velas y luego barrió con la mirada la sombría tienda. Al cabo de un rato encontró la página que buscaba en Espía del Espacio y comenzó a leer.
Quince minutos más tarde oyó un ruido extraño, inhabitual, que sonaba como crac, crackle, crackle. Levantó la mirada y vio algo que lo aturdió. Las velas habían encendido las antiguas revistas, y toda la trastienda comenzaba a incendiarse. El fuego subió desde la mesa hasta rozar el vestido de gasa de un traje de carnaval, y luego se extendió a unos mapas viejos y unas fotos clavadas en la pared. A los estantes se los comían las llamas, y Mancuso apenas lograba ver la salida al patio a través de la cortina de negro y denso humo que ascendía.
—¡Señora Dufrene! —gritó. Corrió hacia la parte de atrás, pero no pudo llegar a la escalera porque el calor y el humo se lo impedían—. ¡Señora Dufrene! ¡Fuego! —gritó. Volvió corriendo a la entrada de la tienda y cogió el teléfono. Marcó el 911 y comunicaban. Intentó una segunda vez y seguía comunicando—. Maldita sea —murmuró. Siguió marcando hasta que logró comunicar e informar sobre el incendio. Intentó nuevamente cruzar el luego para llegar a la escalera de la señora Dufrene, pero le fue imposible.
Los bomberos no tardaron en llegar. Mancuso los esperaba en el exterior.
—Hay una vieja en la parte de atrás, segundo piso —dijo.
—Debería ir al hospital —le advirtió uno de los bomberos.
—¿Por qué?
—Está quemado. Tiene la cabeza y los brazos quemados.
Mancuso parpadeó, aturdido, y luego se dio cuenta de que el bombero tenía razón. Comenzaba a sentir el dolor.
—Tengo que esperar a la señora Dufrene —dijo.
—Está bien, pero apártese del camino —rogó el bombero, encogiéndose de hombros. Un segundo hombre lavó con agua esterilizada la cabeza y los hombros de Mancuso, y luego lo cubrió con un paño húmedo.
Él los vio desenrollar las mangueras y entrar en la tienda a hachazos. Al otro lado de la calle se congregó una multitud de vecinos y turistas. La mujer que trabajaba en la bombonería de al lado se le acercó.
—¿Aún está ahí dentro la señora Dufrene? —preguntó.
Mancuso asintió con la cabeza. Estaba aturdido, insensible. El tiempo parecía pasar lentamente. Al cabo de un rato, dos bomberos entraron en el edificio con una camilla. Salieron con la señora Dufrene atada a ella, con una manta que le cubría el cuerpo y el rostro. Levantaron la camilla para colocarla en la ambulancia.
—¿Quiere venir con nosotros? —preguntó un camillero.
—Sí —dijo Mancuso, como si estuviera soñando. No sentía que todo aquello tuviera nada de real.
Esa noche se despertó en el hospital. Sus quemaduras estaban cubiertas por una espesa capa de crema blanca. Le habían inyectado un calmante, y en ese momento no sentía dolor. Estaba tendido de espaldas, mirando los cuadrados blancos del techo.
—¿Te sientes bien, Tom? —preguntó la voz.
—¿Dónde estás?
—El crucifijo en la pared. No te dejaré jamás, Tom, nunca más. Te acompañaré cada día y cada noche. Voy a hacer de tu vida un infierno, Tom. Un infierno que ya ha comenzado.
—¿Por qué? ¿Por qué me estás haciendo esto?
—Ya te lo he dicho. Por todo lo que me has hecho sufrir.
—Pero por eso tú…, nosotros matamos a la señora Dufrene, ¿verdad?
—Eso es una parte.
—Y ahora ha terminado, ¿no?
—Ni lo pienses —dijo la voz, con tono de relamida satisfacción.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero que mates a Maudine cuando salgas de aquí. Es lo menos que uno puede hacer por la pobre chica.
Mancuso cerró los ojos con fuerza.
—Realmente me volverás loco, ¿no? —preguntó.
—No pienses en eso ahora. Tienes que descansar. Tenemos mucho trabajo por delante para cuando salgas de aquí.
Mancuso sintió que una lágrima resbalaba por su mejilla. Tenía mucho miedo.
—¿Y sabes qué, Tom? Esa madre Eufrosina también está en la lista. Tú y yo, los dos odiamos a esa mujer.
—Me mataré antes de hacer lo que me pides.
—Eso también es una salida. Te despertarás en una botella.
Mancuso sintió que volvía a hundirse en el sueño.
—De alguna manera —aseguró—, te venceré.
—Tú y yo —dijo la voz, suavemente—, nuevamente juntos, por fin. Que tengas dulces sueños, Tom.