CALCETINES BLANCOS

CALCETINES BLANCOS

Ian Watson

Hay una interesante congruencia temática entre esta entrega de Ian Watson y el cuento anterior. Sin embargo, las similitudes no van más allá; tanto en el estilo como en el tratamiento, ambos cuentos se encuentran casi en las antípodas.

Después de licenciarse en Oxford, en 1965, Ian Watson dio clases de literatura durante dos años en Tanzania, país donde está ambientado «Calcetines blancos» (escrito unos veinte años después). Más tarde dio clases en Tokio durante tres años, y comenzó a escribir ciencia ficción, como «una necesidad de supervivencia psicológica en el entorno de aquel Japón sacudido por el futuro».

Su primera novela de ciencia ficción, The Embedding (El engaste), fue publicada en 1973. En 1976, Watson dejó su plaza de profesor de literatura de ciencia ficción y de estudios futuristas en el Art & Design Center de Birmingham (Reino Unido), para dedicarse de lleno a escribir. Desde entonces produjo una serie larga de novelas y colecciones de cuentos. Su obra más reciente en Estados Unidos es Queenmagic, Kingmagic (St. Martin’s Press, febrero, 1988). En los últimos tiempos, su pluma se ha volcado por completo al género del terror, y el primer producto de esa incursión es su novela The Power (Headline, Inglaterra, 1987), «sobre las bases militares de Estados Unidos en Gran Bretaña, los campamentos por la paz, la guerra nuclear, la vida en el campo y los demonios de antaño».

Ian vive con su mujer, su hija y dos gatos en un pequeño pueblo en el corazón de Northamptonshire.

* * *

Hacía más de un año que Harry y Helen Sharp estaban casados; el país africano donde vivían había alcanzado la independencia dos años antes. En su país, Harry habría sido un simple contable, y ahí, por el contrario, trabajaba como experto asesor del Ministerio de Economía. Él y Helen eran de mentalidad liberal, y por eso habían venido a trabajar en el África negra. Y Harry habría sido el primero en reconocer que las condiciones de vida de que gozaban —una casa en la región de Oyster Bay, un préstamo libre de intereses para la compra de un Volkswagen escarabajo— estaban artificialmente sobredimensionadas. Él no era ningún experto, a menos que se le comparara con los habitantes locales.

Si en algo eran expertos, después de doce meses, era en matrimonios. Por eso habían gozado de los jolgorios y de la genuina simpatía en la fiesta de boda ismaelita celebrada ese día. Y aún seguían gozando, mientras se internaban hacia las regiones altas del país. La novia, Gulzar, había trabajado de secretaria en el ministerio. Harry había sido amable con ella, amistoso, se había mostrado interesado. Las vidas de aquellos asiáticos en un país del África negra le resultaban conmovedoras, como si se tratara de una especie en peligro de extinción, casi misteriosa. Por eso, la invitación a la boda les había dado a ambos una visión fascinante, una visión sobre la que aún divagaban, con Harry al volante.

—¿Viste toda esa purpurina dorada sobre el lecho nupcial? —suspiró Helen. (Todos habían sido invitados a la habitación del piso de arriba donde se llevaría a cabo la desfloración)—. Era ese mismo polvillo dorado que ponen en las tarjetas de Navidad para que brillen. ¿Se te ha metido alguna vez un trocito de ésos bajo la uña? ¡Imagínate eso esparcido por las sábanas en nuestra noche de bodas!

—Eso viene de la historia de pesar al Aga Khan con su equivalente en diamantes —dijo Harry—. Los ismaelitas tienen una obsesión con las cosas que brillan. Y con los dulces. A mí, lo que me dejo intrigado fue el cazo con chocolate y dulce al lado de la cama para que recobraran fuerzas.

—Las paredes eran de madera contrachapado, delgada como un papel, y Gulzar estaba blanca como una sábana. Pobre chica.

—Blanca, pero no las manos.

Eso era cierto. A la novia le habían pintado en las manos unos dibujos que parecían tatuajes, de color chocolate. Aquello le traía la buena suerte, pero esta novia tenía el aspecto de estar padeciendo una enfermedad cutánea. El protocolo le prohibía a Gulzar llevarse esas manos pintadas a la boca. Así, todas las viejas de su familia, y luego las de la familia de su marido, la habían obligado a engullir enormes trozos de la tarta de bodas. Las migas habían caído sobre el blanco vestido de Gulzar. Y al desfilar, una tras otra, las mismas viejas gordas habían depositado un billete en las afortunadas manos de Gulzar hasta que, al final, la novia sostenía algo que parecía una inmensa servilleta arrugada con la cual le estaba prohibido limpiarse las migas de la tarta.

—¿Te diste cuenta de lo silencioso que era todo el asunto? —preguntó Harry—. Ni música ni discursos. Rostros sin expresión, silencio. Me pregunto cuánto sabía Gulzar sobre cosas del sexo.

Ambos sonrieron, cómplices.

Bajaron las ventanas del escarabajo para ventilar el coche con el aire caliente. Ya habían recorrido cerca de ciento cincuenta kilómetros de un camino pavimentado que no tardaría en llegar a su fin. La negra franja del asfalto se extendía hacia adelante en una línea casi recta a través del monte, subiendo y bajando según las estribaciones del terreno. Los euforbios elevaban sus ramas hasta la altura de un árbol de tamaño mediano. De pronto, un baobab solitario se alzaba como un buscapiés gigante que se cuadraba en posición firme. Otros árboles mecían sus ramas como dedos, de los que colgaban largas calabazas fálicas. El monte salvaje estaba surcado, aquí y allá, por senderos estrechos, señas de la existencia de pequeñas parcelas. Mujeres cubiertas de velos negros descansaban a la sombra, la cabeza coronada por un vacilante montón de leña. A la orilla del camino quedaban canastos de carbón que esperaban ser recogidos. Así, a primera vista, no se podía decir quién vivía ahí. En contraste con el apacible y selvático paisaje de la costa, aquí sólo había una vasta desolación. No había señas de la presencia del hombre. Y sin embargo la había. Pero se tardaba un rato en percibirla.

Por el camino rodaban numerosos camiones cisterna, algunos viejos y destartalados, cargados con enormes pilas de barriles. Otros eran modelos italianos nuevos con gruesos contenedores de petróleo sobre los remolques. Durante el viaje, ya habían adelantado a diez o doce de ese tipo, sin contar los que habían descarrilado, uno de ellos completamente invertido, con el petróleo aun chorreando de los barriles reventados. Los camioneros que viajaban por la ruta del petróleo conducían toda la noche.

Ahora los montes que se extendían hacia el suroeste se elevaban ondulando hacia el cielo.

—Los Ulugurus —dijo Helen.

Unas semanas antes habían ido al cine. Por la noche en el bar, bebiendo cervezas, con el ventilador claqueteando lentamente por encima de sus cabezas, habían charlado con un maltes, agente de prospección minera, mientras esperaban que comenzara el espectáculo. Helen le contó que ella y Harry estaban pensando irse una noche de safari a la reserva natural de Mikumi; cualquier viaje, por breve o modesto que fuera su alcance, era un «safari». El hombre, a su vez, les había contestado parcamente que los montes que atravesarían abundaban en litio, en sólidos muros de litio. Pero, había agregado, ya que los derechos de explotación pertenecían a una compañía sudafricana, y los beneficios no podían ser repatriados a ese país, los yacimientos no eran explotados.

—Uluguru: es como el viento gimiendo en las cumbres —repitió Helen.

Los perfiles del monte que bajaba suavemente hasta el camino estaban revestidos de arbustos de henequenes. La extensión de la propiedad sesgaba la vegetación del monte. Las monótonas hileras de púas verdes en la tierra rojiza estaban flanqueadas por una línea de ferrocarril de vía estrecha.

Al cabo de un rato pasaron una parada de camioneros: una solitaria choza de barro, el techo de paja impermeabilizado con las herrumbrosas tapas de los barriles. Había algunos camiones aparcados a un lado. Los camioneros estaban reunidos fuera, bebiendo cerveza en viejas latas de mermelada con asas de madera.

Unos kilómetros más adelante pasaron a un viejo harapiento que corría por el camino. Su carrera era frenética, saltaba y gesticulaba, yendo y viniendo sobre el asfalto sin ton ni son. No pareció oír el motor del escarabajo hasta que pasó junto a él. Y cuando pasaron, el hombre dio un brinco hacia la zanja lateral, y luego reapareció, haciendo señas disparatadas, con los brazos en alto como un poste de señalización.

¿Qué quería aquel hombre? ¿Tal vez tenía un hijo a punto de morir? El agente de prospección minera les había aconsejado que no se detuvieran. Ellos habían expresado sus sólidos recelos liberales ante su consejo, pero ahora que se había presentado una situación real, obedecieron la consigna. Sin embargo, Harry y Helen no se dijeron nada el uno al otro acerca del hombre, al menos no en ese momento. Por el contrario, siguieron hablando de la boda ismaelita con cierto humor amargo. De todos modos, no habrían podido preguntarle al hombre qué quería, porque su dominio del kiswahili no se lo permitía. Y además, ya pasaría un camión cisterna conducido por uno de los suyos.

Luego llegaron al final del camino asfaltado. Sucedió de pronto, como una cuenta que imprevistamente llega al fondo de su saldo. O como si aquello fuese una frontera invisible, de un lado el paisaje desértico habitado por unas pocas almas, y ahora lo mismo, pero acompañado de las bestias salvajes. El camino se perdía hacia adelante, más recto que nunca, pero ahora era rojo y lleno de baches. Del paso de un camión más adelante se levantaba una nube de polvo rojo, y el camino se desdibujaba en una polvareda de arena y piedrecillas.

Un segundo camión pasó atravesando las nubes de polvo, en dirección a ellos, con todos los faros encendidos, a pesar de que era plena tarde. Aquel vehículo también arrastraba tras de sí una tormenta de tierra y piedras. Harry disminuyó la marcha. Ahora no veía nada. Se apresuraron a subir las ventanillas del coche y empezaron a sofocarse.

—Aquel tipo de hace un rato… —dijo Harry, hablando como si el verse obligado a disminuir la velocidad les hiciera víctimas de una especie de venganza—. ¿Qué crees que pretendía?

—¿Qué tipo?

—Aquel tipo raro que corría a lo largo del camino como un loco, el que lanzaba patadas al aire y nos hacía señas como si…

—Me imagino que quería que lo lleváramos.

—Quiero decir, ¿piensas que se trataba de algo grave? La gente no se pone a correr porque sí, al menos no con este calor.

—Y bien, al menos él parecía correr porque sí.

—Pero nos hizo señas, ¿no lo viste?

—No, no lo creo. Lo cogimos por sorpresa. Movía los brazos así para no caerse.

—Lo miré por el retrovisor. Seguía corriendo.

—Dios mío, todo este polvo. ¿No puedes adelantarlo de una vez?

—Es demasiado arriesgado —dijo él. Cada dos por tres había que limpiar el vidrio con un chorro de agua y el limpiaparabrisas. Harry se preguntaba cuánto duraría el agua.

La hierba junto al camino era roja. Los árboles estaban teñidos de un polvillo rojo, desprendido del paso de todos esos camiones. Y entre esos árboles deambulaba una jirafa roja, sacudiendo sus peludas orejas.

—¡Mira, una jirafa!

—¿Dónde?

—No has alcanzado a verla.

—Te la has imaginado.

—No, estaba ahí, entre los árboles. Se ha escapado corriendo.

Sin embargo, no todos los animales se espantaban con el traqueteo y los humos fétidos de los camiones. Un poco más adelante, el camión que los precedía se detuvo. Harry pasó de largo y vio que a cien metros se habían detenido unos elefantes. Paró el coche. Miró por el retrovisor y vio que el conductor africano se reclinaba hacia atrás en lo alto de su cabina, y encendía un cigarrillo. No tenía ninguna intención de arremeter contra la familia de elefantes con su pesado vehículo. No era difícil adivinar por qué. Alguien ya lo había hecho en el pasado, y ahora el cachorro de elefante cojeaba arrastrando la pata trasera rota por la mitad, el hueso desnudo asomando a través de la piel. Atento al trance, el elefante macho daba latigazos en el aire con la trompa, levantando columnas de polvo y piedras, desafiando a los vehículos con mirada torva. Harry puso marcha atrás y retrocedió unos cuantos metros.

—No apagues el motor.

—No.

Al otro lado del grupo, otro camión cisterna apagó sus luces. Más allá, el camino se perdía en la distancia, y aparentemente todo estaba tranquilo. Sólo se interponía un cachorro de elefante malherido y un macho malhumorado, observados silenciosamente por las negras ruedas de los camiones.

—De todos modos, preferiría ser un ismaelita antes que un hindú, llegado el momento de morir —confesó Harry, nervioso, sin quitarle los ojos de encima al elefante—. Te imaginas esas repugnantes barbacoas en los crematorios a la orillas del río. Aquellas barras de hierro negras de hollín, y ese montón de cenizas grasientas por el suelo…

—Me gustan los ismaelitas. Son gente que sabe adaptarse.

—Son gente suave —dijo Harry—. Suaves como motas de algodón. Se dejan dominar con demasiada facilidad.

Mientras esperaban, decidieron bajar las ventanillas del coche. Acababan de hacerlo cuando una nube de moscas enfurecidas se les lanzó a los pies, como demonios enfurecidos, picándoles a través de los calcetines. Tuvieron que arrancárselas una a una. El elefante macho no tardó en abandonar el camino y pudieron seguir, esta vez por delante del camión cisterna. En cuanto el escarabajo comenzó a rodar y entraron ráfagas de aire, las moscas salieron del coche y volaron a molestar a los animales de la selva.

El campamento de la reserva de Mikumi se encontraba a casi un kilómetro del camino principal. Una vez ahí, el ruido de los camiones cisterna que seguían su ruta disminuyó hasta convertirse en el zumbido de un insecto. En lugar de producir una sensación irritante que venía a turbar la tranquilidad, el paso ocasional de los camiones exageraba la quietud reinante en la pradera donde se encontraba el campamento. De otro modo, esa misma quietud podría haber pasado inadvertida. Con el contrapunto de los motores, se convertía en una presencia estática que hacía evidente el silencio.

El Land Rover del campamento había salido a recorrer la reserva en busca de animales, que resultaba más fácil descubrir a la hora del crepúsculo y al amanecer, cuando los animales acudían a los escasos abrevaderos. Un par de Peugeots, un segundo Volkswagen y un Mercedes estaban estacionados bajo unos árboles secos y desnudos, en las inmediaciones de las tiendas de lona verde separadas por grandes espacios. Un sirviente con delantal blanco, de unos treinta años, iba y venía sobre la tierra marrón batida transportando cubos de lona llenos de agua.

No había límites definidos entre el campamento y la reserva. Por ese mismo motivo, no existía un rótulo de «parque». Sólo había un llano nivelado de tierra batida con algunos puntos negros que se movían en la distancia, y más allá una hilera larga de pequeños árboles y, más allá de los árboles, los montes donde ardían varias fogatas alimentadas con hierba seca. Las nubes de humo flotaban por encima de varios puntos, si bien era imposible ver qué era lo que se quemaba, a juzgar por el aspecto del terreno. De esa tierra yerma nacía el silencio, el sosiego infinito, dentro de cuyas fronteras sucedían pequeños y secretos actos de violencia: picaduras de mosquitos, cuellos de gacelas quebrados por el zarpazo de un felino…

La mujer del cazador era alemana, una Frau de mediana edad y entrada en carnes, y el vestido se le inflaba como un globo. Estaba sentada en la tienda más grande haciendo una lista de compras.

Les ofreció a Harry y Helen una cerveza alemana fresca, aunque fue el sirviente de delantal blanco quien tuvo que sacar las botellas de la nevera a queroseno y destaparlas.

Durante un par de minutos la alemana habló de Lushoto, un lugar en el norte a trescientos cincuenta kilómetros, donde el paisaje era igual al Tirol austríaco, con vacas que llevaban cencerros colgando del cuello, paseándose por verdes pastizales y colinas donde crecían los abetos. Ahí, los viejos africanos hablaban sólo kiswahili y alemán, nada de inglés. La mujer recordaba con pena el África oriental alemana, si bien era imposible que hubiese conocido personalmente aquel período. También recordaba los cencerros de las vacas en la niebla matinal, y mientras recordaba recorría con la mirada aquel espacio de llano desolado, los árboles calcinados por el sol y los montes en llamas. Después de haber recibido a Harry y Helen como era debido, en su opinión, volvió a concentrarse en su lista de compras.

—Puede que Gulzar haya ido a Lushoto de luna de miel —aventuró Helen.

—¿Y por qué haría eso?

—Puede que se hayan pasado todo este tiempo en esa celda de madera contrachapada entre la purpurina dorada comiendo dulces.

Un asiático de mediana edad entró en la tienda y también pidió una cerveza fresca. Un poco antes, habían oído el motor de un coche que llegaba.

—¿Ach, con que ya está de regreso, señor Desai? —suspiró la Frau.

—Tal como lo dice —respondió él, afable, mientras se sentaba en una silla de lona frente a Harry.

Al acomodarse, un testículo gris asomó por debajo de sus pantalones cortos, y se quedó así, recostado, en la sombra, contra la pata marrón de la silla. Por algún motivo, parecía un testículo cansado.

—Vengo por aquí todos los fines de semana —les contó a Harry y Helen— para tomar fotos. —La mirada del hombre brillaba y se desplazaba con rapidez. Una vena hinchada le cruzaba la frente, donde el pelo comenzaba a ralear—. Me gusta sobre todo tomar fotos de leopardos. Tengo todo lo demás, elefantes, rinocerontes y búfalos. Tengo un par de leones haciendo el amor. Me gustaría enseñarles esas fotos. Pero los leopardos son lo que más deseo tener. Por la noche se ve el leopardo con los faros del coche, pero se aleja tan rápidamente que no le da a uno tiempo de sacar la foto. Tomen una cerveza conmigo, ¿qué les parece? Falta mucho todavía para la cena. Venga, vamos. Vengo por aquí tan a menudo que es como un segundo hogar para mí. ¿No es así, señora Boll?

Al escuchar su nombre, la alemana levantó la mirada de su lista y miró vagamente al asiático, como si no lo reconociera en la penumbra de la luz que se apagaba rápidamente.

—Dije que vengo por aquí tan a menudo que es como un segundo hogar para mí, señora Boll.

—El señor Desai siente mucho entusiasmo por la vida salvaje —respondió la señora Boll, con voz aburrida.

Una botella de cerveza alemana de medio litro en esos parajes costaba cinco chelines con cincuenta, así que Harry decidió aceptar la oferta.

Junto a la rápida caída del crepúsculo, el testículo errante del señor Desai había desaparecido en la oscuridad. El sirviente encendió y colgó las lámparas de queroseno, que ardieron con un silbido. Sin embargo, el mundo aún no se había recogido a la pura existencia de la luz en e1 campamento. Las fogatas en los cerros brillaron más intensamente.

Una media luna vaga flotaba en medio de las brumas levantadas por el humo de los incendios en el monte, encubierta como una tosca bola amarilla, su lado plano paralelo a las cimas de los montes.

—Vengo con toda mi familia —dijo Desai—. Mi mujer y mis hijos, y esta vez también he traído a mi tío y su mujer. Nos traemos nuestra propia comida y la calentamos en la tienda. No me gusta la comida alemana. ¿Han visto algún animal?

—Sólo un cachorro de elefante mutilado y otro elefante, un macho —dijo Helen.

—Y una jirafa —añadió Harry.

—Una jirafa camuflada. ¿Cuántos hijos tiene, señor Desai?

—Cuatro hijos. De seis, siete, ocho y diez años. Un niño y tres niñas —recitó de una tirada—. Deberíais conocerlos. Son chicos muy guapos. A mi mujer le gustaría que los conocierais.

Charlaron un rato. Harry dijo que trabajaba para el Ministerio de Economía, y cuando Desai dijo que él era importador, respondió en son de broma diciendo que era probable que el señor Desai fuera más entendido que él en cuestiones de economía.

¿Y qué pensaban el señor y la señora Sharp de África?, quería saber el asiático. La respuesta a esa pregunta tenía que ser entusiasta, aunque quizás el propio Desai despreciaba a los africanos, salvo la vida salvaje.

Cuando Desai invitó a Harry y a Helen a compartir un curry con él y su familia, Harry no dijo que no. Quería ver aquellas fotos de los leones haciendo el amor. Helen quería conocer a los hermosos niños de Desai y a su mujer. Además, en cuestiones de gastos, no habían contado los diez chelines que costaba cada comida donde la Frau. Habían traído bocadillos y huevos duros.

Al entrar en la tienda de Desai, lo primero que le llamó la atención a Harry fue el olor. No era un olor malo, ni un hedor, nada de eso. Era un olor penetrante que asaltaba los sentidos, una mezcla de curry y pebetes recién quemados, pensó Harry.

—¿Quemáis incienso? —preguntó.

Desai dejó escapar una rápida sonrisa.

—Más tarde, más tarde se lo diré.

Los cuatro niños observaban a los visitantes con sus inmensos y redondos ojos negros, sin decir palabra. Las niñas llevaban ropa interior de algodón, sin duda a punto de ir a la cama. Sus piernas de caoba eran delgadas como palos. Tenían el pelo recogido en pequeñas coletas con unas cintas sucias. El niño era el mayor y llevaba pantalones cortos blancos. Tenía las mismas piernas delgadas y el pelo grasoso de las niñas.

Las dos mujeres en la tienda dieron la bienvenida a Harry y Helen con sonrisas que no tardaron en desvanecerse. La mujer de Desai parecía sorprendentemente joven, pequeña y bien formada. La tía de Desai, por el contrario, era una mujer voluminosa, aspecto severo y de unos cincuenta años. Su marido, un hombre alto y delgado, le hizo algunas preguntas a Harry, y luego simplemente se quedó sentado mirando sin decir nada. Tan pronto como las mujeres empezaron a servir el arroz y el curry, los niños comenzaron a hablar entre ellos en kutchi.

Cuando Desai se sentó en la cama a comer su curry frente a Harry y Helen, volvió a aparecer su imprevisible testículo.

Después de la cena, los niños se retiraron a dormir, sin miramientos para con los invitados, en la parte posterior de la tienda. Desai cogió una caja de diapositivas en color y se la entregó a Harry. La única manera de ver las diapositivas era sostenerlas en alto contra la luz de la lámpara de queroseno, razón por la que las imágenes eran poco más que manchas confusas. Además, estaba algo mareado, y dejó caer varias diapositivas que podrían haber sido leones copulando. Mientras él y Helen hacían todo lo posible por entender lo que miraban, Desai y su tío se llevaban a la boca unas hojas de color verde oscuro y plegadas en triángulo, unos rollos de hojas tan grandes que apenas podían introducirse en la boca para mascarla.

—Betel —dijo Desai—. ¿Queréis un poco? Ajá, está muy caliente, sólo nosotros los indios podemos comerlos. —Pero no les ofreció para poner a prueba su valentía—. ¿Qué le parecen mis fotos, eh? Sí, no están mal, pero ahora tengo que conseguir un leopardo. Esta noche cogeré el Peugeot y saldré a buscarlo. Lo encandilaré con los faros y le tomaré fotos, con los ojos grandes y atemorizados… No, no podéis comer betel, amigos míos. Pero os diré una cosa. Podéis fumar marihuana con nosotros.

Entonces era cáñamo indio, marihuana, y no incienso indio, lo que explicaba el penetrante olor en la tienda.

Desai abrió el tubo de un carrete de fotos y ofreció los pitillos ya hechos que guardaba en el interior.

Al cabo de un rato, Desai encendió una radio portátil. Empezaban las noticias de las nueve, pero a Harry le costaba trabajo seguir al locutor. Cada palabra disparaba aisladamente en su cabeza una imagen de dibujos animados, una imagen que caricaturizaba lo sugerido por la palabra, y con un globo agregado en el que se inscribía la propia palabra. Esta visión paródica se reflejaba en la pared de la tienda como en una pantalla. Las imágenes animadas se sucedían con tal rapidez que no lograba captar ni una sola.

«Así —pensó—, ésta es la verdadera calidad de mi imaginación. Una tira de tebeo, un desfile de farsa sin pies ni cabeza». Durante un momento, la idea permaneció en su mente como un descubrimiento profundo e inquietante.

Era como si estuviese hipnotizado para no entender el mensaje en su totalidad, si bien en otra parte de su mente podía seguir perfectamente las noticias. Por tanto, se trataba sólo de poner atención. Le resultaba difícil mantener la concentración. La lámpara de queroseno silbaba y brillaba intensamente. Tuvo una erección al ver a las hijas de Desai tendidas en la cama en sus ligeros visos, todas juntas al fondo de la tienda, echadas encima de la cama, no dentro, porque hacía demasiado calor. Una jungla de piernas y brazos delgados como una cerilla lo distraía, a pesar de que intentaba no mirar en esa dirección.

Las noticias parecían durar un tiempo excesivamente largo. ¿Qué estaba sucediendo en el mundo? Las noticias debían tener una importancia vital como para que llegasen transmitidas al último lugar del mundo sólo para ellos. Harry se imaginaba las ondas de radio atravesando la piel de un rinoceronte que pastaba, imprimiendo dibujos animados sobre sus pulmones destrozados.

Si tan sólo pudiera sentarse felizmente inmóvil como Desai, como un ídolo rodeado de incienso, gozando de su propia confusión. La visión que Harry tenía de la verdad no era más precisa que las diapositivas de leones copulando que tenía Desai, que no eran más que borrosas manchas.

—El leopardo —anunció Desai, como si leyera la mente de Harry—. Vamos a buscar al leopardo. Ha llegado la hora —dijo, y se levantó.

—Pero no puede conducir en la oscuridad cuando acaba de… —balbució Helen, perdida en el laberinto de sus propias palabras.

—Estará a salvo conmigo, señora. Usted dijo que saldríamos a buscar el leopardo. Ése fue el acuerdo. ¿Acaso ha cambiado de opinión? Eso me irritará.

—No vaya —murmuró Helen.

Harry entendía el sentido de su precaución, pero por otro lado, había una solución muy sencilla. Era de noche. Su propia tienda quedaba algo lejos.

—Primero iremos a nuestra tienda —dijo Harry. Hablaba de modo que no hubiera duda acerca de sus intenciones—. Y una vez allí —murmuró en dirección a Helen— ya veremos…

Harry ayudó a su mujer a ponerse de pie.

—Muchas gracias por la comida —llamó en voz, alta hacia las dos mujeres. Desde el fondo de la tienda, donde se habían retirado, la mujer y la tía de Desai sonrieron y asintieron con la cabeza.

—¿Su tío no viene? —preguntó Harry.

El hombre flaco dijo que no con un gesto, extendiendo las palmas de las manos sobre la cama, dos ramajes de venas grises.

Fuera estaba totalmente oscuro. La luna había desaparecido. Los incendios en el monte se habían acercado o quizá se habían encendido otros fuegos en las cercanías del llano, aunque no disminuía la intensidad de la oscuridad. Se escuchaba retumbar unos tambores en la noche en algún lugar. O quizás era la palpitación de la sangre del propio Harry.

Helen se mostró reticente a entrar en la oscuridad del Peugeot junto a Harry.

—¿Qué le sucede a la señora inglesa? —preguntó Desai—. Su caballero está en el coche.

—Preferiríamos caminar, gracias.

—Está bromeando. ¿Qué me dice de los animales salvajes?

—Estoy segura de que no entrarán en el campamento.

—¡Que no entrarán en el campamento! El mes pasado una mujer como usted fue al baño a medianoche y se encontró con un león. Mi amigo el alemán tuvo que espantarlo con fuegos artificiales, así que le advierto que no me insulte.

—Preferiríamos caminar para despejar un poco la cabeza. Nos hemos sentido tan sofocados.

—¿Qué quiere decir, sofocados?

—Harry, por favor sal del coche y caminaremos.

—Helen, por favor —se escuchó la voz de su marido—. Sólo vamos hasta nuestra tienda en su coche, ¿es que no lo entiendes?

—Maldita mujer estúpida, me está cansando —espetó Desai—. ¿Qué le resulta sofocante? Vosotros, ingleses, entráis en nuestras casas, y cuando os aburrís de mirarnos… Pero no os vais a aburrir, porque vamos a la caza del leopardo.

—¡Entra de una vez, quieres! —masculló Harry, que ya se había acomodado en el asiento delantero.

Helen entró y se sentó atrás.

Tan pronto como encendió el motor, Desai se inclinó rápidamente y cerró el seguro de la puerta de Helen. Mientras ella intentaba dar con la clavija en la oscuridad, el Peugeot partió con un chirrido de neumáticos. Durante el viaje hacia la tienda —hacia donde realmente se dirigían, observó Helen aliviada—. Desai daba golpes de acelerador y de frenos alternadamente, gritando algo por encima del hombro acerca de los «baches». Helen no podía ver los baches, y acercaba su rostro al vidrio para intentar verlos. Un golpe en la ceja, junto al vaivén de su cuerpo provocado por los frenazos y arranques del coche, y luego un nuevo frenazo repentino, le impidió seguir ocupándose del enigma del seguro.

—¿Ha dormido alguna vez con chicas nativas, señor Harry? —preguntó Desai, en tono coloquial—. No, desde luego que no. Son gente inmunda. A los asiáticos nos gusta la piel blanca. Y ustedes, europeos estúpidos, ¡tendidos en la playa para broncearse hasta quedar negros!

En ese momento, apareció el Volkswagen a la luz de los faros, y luego la tienda más próxima. Esta vez Desai frenó como si hubiera descubierto una zanja que se abría al paso del Peugeot. Se inclinó hacia adelante, abrió la puerta del pasajero y se deshizo de Harry empujándolo afuera como si se tratara de un bulto. Antes de que Helen se diese cuenta de lo que sucedía, el Peugeot volvió a arrancar, lanzándola contra el asiento. La puerta abierta del asiento de Harry batía violentamente mientras Desai aceleraba a través del campo escasamente cubierto de arbustos, girando de un lado a otro para evitar los árboles y los termiteros.

—Ahora no se aburrirá, señora —rio el conductor—. Ésta es una pequeña broma de Desai.

—¡Quiero volver, ahora! —gritó ella, enfadada.

Intentó dominar el pánico que se apoderaba de su cuerpo, sin saber hasta dónde llegaría Desai con su broma, sin saber si quizá solamente estaba recorriendo un gran círculo para traerla de vuelta a su tienda, asustándola para que quedara como una tonta.

—Quiero que ahora me lleve de regreso —dijo, con tono severo.

—Pronto, pronto, señora. No se asuste.

Los haces de luz de los faros brillaban sobre los termiteros, gruesos promontorios de dura roca, y luego rebotaban sobre grandes cráneos de vacas coronados por cuernos, y luego sobre los troncos de los árboles, que Desai lograba evitar, como por milagro. Tal vez ya había conducido así muchas veces, practicando. Si lograba solucionar el problema del seguro y saltar hacia afuera, era probable que se rompiera una pierna.

—Primero encontraremos al leopardo. Y luego la llevaré donde su querido marido, señora.

Más adelante había un incendio, un muro de llamas rojas que se alzaban como lenguas. No eran llamas muy altas, y no se desplazaban a gran velocidad, si bien una súbita ráfaga podía reavivarlas. En ese caso, se disparaban por la maleza como un grupo de atletas con camisetas rojas. El fuego avanzaba serpenteando por el campo, devorando el pasto, dejando a su paso un desierto calcinado y humeante. Era una inmensa línea de fuego. Desai se acercaba deliberadamente a las llamas, como desafiándolas a reventar las ruedas del coche. Las feroces mandíbulas de las llamas restallaban con fuerza devorando cada palmo de terreno.

De pronto, Helen se precipitó por encima de los hombros de Desai para coger el volante, aunque no sabía de qué serviría si lograba cogerlo, o girarlo a la izquierda o a la derecha. Desai se apoderó de sus muñecas con una sola mano morena. Mientras conducía de un lado a otro libremente con la otra mano, cogió a Helen y la tiró hacia adelante, en el asiento donde había estado Harry.

—¡No me toque! —gritó ella.

—Ya sé, ya sé qué está pensando —respondió él, riéndosele en la cara.

—No estoy pensando en eso. ¡Lléveme de vuelta!

—¿Qué es lo que no está pensando, señora? Sofocante quiere decir sucio, ¿no es así? ¿Algo parecido a sucio?

—No, se equivoca. ¡No quiere decir eso!

—Eso lo dice usted. Pero vamos a ver un leopardo —insistió él, y la soltó. Ella aprovechó para volver atrás—. Es lo único que le quiero mostrar, y luego volvemos, sanos y salvos, donde su marido, ¿vale?

Mientras hablaban, Desai había dejado que el coche vagase a la deriva. De pronto se encontraron ante un muro de fuego, una estrecha franja colmada de rosas rojas que bailaban a izquierda y derecha. En lugar de frenar o intentar evitarlo, Desai aceleró.

—¡Ahora quédese quieta, señora Helen, o la va a liar!

Desai aceleró, el Peugeot fue recto contra el fuego hasta que él frenó bruscamente, detrás de las llamas. Ahora el camino de regreso al campamento estaba cortado por un muro de fuego, y sólo una mujer sumamente temeraria, con un vestido de algodón ligero, pensaría en saltar por encima de él. Desai apagó el motor pero dejó las luces encendidas. Se metió las llaves en el bolsillo, bajó y dio una vuelta alrededor del Peugeot para revisarlo. Palpó la tierra aún humeante para ver si estaba caliente. Satisfecho, asomó la cabeza por la ventanilla del conductor. Helen se había acurrucado en la parte trasera.

—No soy tan tonto, señora Helen. No creo que vaya a tocarla. Incluso mi amiga alemana estaría molesta si hiciera algo tan tonto. Pero no veremos ningún leopardo aquí con este fuego, así que sólo tomaremos algunas fotos y luego la llevaré donde su marido. ¿Desnudos, eh? Le sacaré unas cuantas fotos sin ropa, y luego la llevaré de vuelta. Pero no antes.

—Si ésa es su intención, podemos quedarnos aquí hasta que amanezca.

—No, ésa no es mi intención, señora. Mi intención es que si no posa para mis fotos, puede usted caminar sola de regreso al campamento. No tienen nada de malo las fotos, señora Helen.

—¡Deje de llamarme de esa manera tan estúpida!

—Nadie sabrá nada de estas fotos, excepto usted y yo, señora Helen, y la llamaré como me plazca. ¿Por qué no golpearme en el rostro? Ah, es que entonces tendría que tocarme. Y yo podría tocarla a usted.

—Lo denunciaré a la policía, ya verá usted.

—¿Ha intentado alguna vez denunciar algo a la policía? Tienen una manera tan divertida de ver las cosas. Puede que no vean ningún delito en esto, pero podrían pensar que es un delito para un funcionario del Gobierno como su marido estar fumando hachís cuando debería estar ocupándose de asuntos del presupuesto. Así les funciona el cerebro. Veinticuatro horas de plazo para hacer las maletas y salir del país. Créame lo que le digo. Tienen una mentalidad muy limitada.

Desai encendió un cigarrillo. Lo aspiró a través de las manos recogidas, sin que los labios tocaran el cigarrillo; sólo tocaban su mano manchada y morena. Sosteniendo el cigarrillo en ángulo recto con la boca, chupaba el humo de su puño como un brujo…

Desai miraba a Helen a la luz de los faros. A pesar de que había insistido en que se sacara los calcetines blancos con todo lo demás, le había dejado calzar las sandalias. Después de todo, sus pies no eran los de una mujer africana, no eran patas insensibles a las espinas. Y no había que hacerle daño a Helen, ningún daño físico.

La examinó a través del lente, desnuda en la noche que se consumía bajo el fuego. Una mata de color castaño rojizo, de pelo corto, enmarcaba como un aura un rostro ovalado con ojos asustados y avergonzados. Unas lágrimas teñidas de maquillaje rodeaban sus párpados. Su nariz era pequeña, el mentón conservaba un hoyuelo infantil. Se afeitaba las axilas, pero no la entrepierna. Sus visitas a la playa le habían teñido la piel de color ámbar, aunque unas franjas blanquecinas le cruzaban el cuerpo a la altura del pecho y de la ingle, gracias a un bikini. Esto hacía parecer sus pechos más grandes e informes, como si se extendieran por todo su tórax.

—¡Ahí no! —gritó Desai, frunciendo el ceño—. ¡Lejos del coche! Más cerca del fuego. Tengo flash.

—¿O sea que tiene flash?

Él le hizo señas, impaciente, y ella se acercó como a tientas al crepitar de la línea del fuego. Le pareció curioso cómo su paso se volvía torpe cuando se le despojaba hasta la esencia de su desnudez.

—No camina usted con mucha gracia, señora.

—¿No? Pues lo siento en el alma.

—No podría llevar un atado de leña sobre su cabeza. Pero no importa. Deténgase ahí. Tóquese los dedos de los pies y luego lance los brazos al aire, muy arriba y muy separados.

—Yo no le he dicho que le haría numeritos.

—Ya, venga, señora. ¡Quiero sacar buenas fotos!

El primer destello de flash cegó a Helen con su luz blanca. Después, un segundo y un tercero. La intensidad la encandiló. Quedó la reminiscencia de unas figuras que bailaban.

De pronto, frente a ella, un grito quebró el silencio. ¡Una violencia desgarradora, rugiente! Y luego otro chillido ensordecedor, agónico, que se apagó como las burbujas de las olas que restallan en la arena. Helen se tambaleó, a pesar de que no había sido alcanzada más que por el ruido.

A través de las aureolas de las estrellas que palidecían, apenas destacadas por las llamas del fondo y el reflejo de los faros del coche, Helen vio el cuerpo de Desai tendido, una masa arrugada y desgarrada sobre la tierra color carbón. Y, a su lado, un enorme gato moteado, moviendo la cabeza de lado a lado, agitando la cola como una cuerda. ¡Imposible! ¡Aquello era imposible! ¡No había animal salvaje capaz de lanzarse en dirección a las llamas y al destello de un flash!

Permaneció quieta, helada. Parpadeó frenéticamente intentando ver.

Un hombre se levantó junto al cadáver. Era un africano, un hombre vestido con pantalones gastados, y una camisa tan desguarnecida que parecía un chaleco. Pensó que los pies de aquel hombre estaban revestidos de una gruesa capa de hollín y cenizas hasta que cayó en la cuenta de que se trataba de sandalias hechas con viejos neumáticos. El brazo derecho del hombre colgaba como si empuñase un panga, pero de hecho no llevaba nada, desde luego ningún cuchillo con su larga hoja ensangrentada. Sin embargo, el cuerpo de Desai parecía brutalmente magullado.

El hombre se le acercó. Ella se cubrió la entrepierna con ambas manos, intentando aparentar toda la calma posible. Él se colocó justo frente a ella. A ella le llegó el olor dulce y penetrante de un cuerpo. En los ojos del hombre se dibujaban unas telas lechosas, como hilos de un huevo reventado en agua hirviendo.

—¿Quién eres tú? —preguntó. Su voz era débil—. ¿U nani?

—Casi nos conocimos hoy, hace unas horas. Memsahib. Soy chui, el leopardo.

—¿Casi nos conocimos? ¿Qué quieres decir?

—Yo corría a lo largo del camino. Ahora te he alcanzado.

—¿Qué dices? —susurró Helen, con voz sofocada.

Hapo zamani palikuwa na mtu, Memsahib… —dijo el hombre, según la manera tradicional de empezar un cuento—. Hace mucho tiempo —continuó en inglés— hubo un hombre que fue atropellado por un conductor que no se detuvo. Me quedé tirado ahí, herido, hasta que me encontró un leopardo. Y me comió. Así, me transformé en leopardo. Ahora nadie me puede alcanzar cuando corro. Aunque siempre fui bueno corriendo, Memsahib. Solía ganar las carreras de palanguines.

—¿Carreras de palanguines?

—Ah, sí. En los viejos tiempos, y de eso no hace mucho, los Bwanas blancos se emborrachaban, y cuando se emborrachaban, salían todos del bar del Hotel New África para organizar la gran carrera de palanguines, desde el Hotel New África, a lo largo del muelle hasta la estación de ferrocarril, ida y vuelta. El nativo que tiraba más fuerte y corría más rápido era recompensado con cinco chelines, una pequeña fortuna.

—Dios mío… Esto es una locura.

—¿Locura? No. La locura es cuando dejas que te atrapen el alma en una jaula. Este hombre se estaba apoderando de tu alma.

—¿Al sacarme fotos? Ridículo, si hasta los propios masai venden el derecho para que les saquen fotos por un par de chelines. No les importa.

—¡Sí! Con la fotografía de tu desnudez en su colección, habría sido tu dueño para siempre.

—Puede que sólo un poco… Hasta que me fuera del país.

—¡Para siempre! Habría saboreado constantemente tu desnudez, se la habría enseñado a sus amigos. Habrías sentido que tu alma era tocada, en Inglaterra o en Estados Unidos.

—¿Quién eres? ¿Eres humano?

—Ya te lo dije. Soy chui.

—¿Y eras realmente tú el que dejamos atrás en el camino? Debes haber sido tú. Si no, ¿cómo lo sabrías? Pero no nos detuvimos. ¿Por qué…?

—¿Por qué he matado a este hombre por ti?

—Es desproporcionado. Este hombre tiene una familia. Es horrible. ¿Está realmente muerto?

—Le he rasgado las venas y los nervios con mis sucias garras. Tiene la garganta perforada de un mordisco. Así, Memsahib, he sido yo el que ha capturado tu alma, no él. Donde sea que vayas por el mundo, siempre podré encontrarte.

—Sólo porque no nos detuvimos. Eso también es desproporcionado.

—Para mí, fue una señal, entre un millón de otras cosas.

—Y si nos hubiéramos detenido…

—Ah, pero no lo hicisteis. Jamás querríais deteneros. Pero sí querías que se detuviera el corazón de este hombre y que cayera muerto. Todo para salvarte de la vergüenza. Tu orgullo blanco, inmaculado. Blanco como los excrementos de los perros enfermos.

—¿Qué quieres? ¿Qué debo hacer?

—Limpiarte. Estás sucia. Te has meado encima. Tu orina te ha manchado las piernas.

Helen vio que era verdad.

—¡Eres peor que él! —gritó—. ¡Eres mucho peor!

—¿Por qué habéis venido a este país? —preguntó él, riendo—. Eso estás pensando ahora. Y yo te pregunto: sí, ¿por qué?

—A ayudar. He venido a ayudar.

—Has venido a usar. Usáis tantas cosas: coches, neveras, electricidad, petróleo, caminos, gin, whisky, lo necesitáis todo. Y usáis a tanta gente. Al venir aquí, estáis usando África. Y luego volvéis a casa con los desechos: las esculturas, las máscaras, los tambores de piel de cebra, las primas de salarios y el recuerdo feliz de los sirvientes. Y también nos atáis a nosotros, con vuestras cosas: vuestras ropas usadas, vuestro dinero usado, vuestra basura.

El hombre se le acercó aún más.

—Un día, Memsahib —continuó— todas vuestras cosas se quemarán, así como la hierba se quema aquí. Pero no nacerá nada nuevo. Vuestra tierra, vuestro aire y vuestra agua serán veneno. ¡Puedo verlo! Un día te quemarás, junto con Inglaterra y Estados Unidos. Pero ahora tengo tu alma. Así volverás aquí, a la madre tierra. Te haré renacer como un pequeño antílope, o como un potrillo de cebra. Entonces te cazaré. No recordarás nada, salvo que estaré siempre tras tus pasos hasta que te cace. Y te coma. Entonces tu carne pagará por lo que nos has quitado. Tendrás que esperar el fuego que viene, ¡Memsahib!

Helen se desmayó.

Cuando despertó, el africano había desaparecido. Después de yacer en la tierra, su cuerpo estaba caliente y manchado de cenizas. Sus piernas estaban pegajosas ahí donde las había mojado. Logró levantarse a duras penas. Los faros del coche seguían encendidos, y la línea de fuego apenas se había desplazado. El cuerpo de Desai estaba tirado, retorcido, y su cámara a sólo unos metros.

Se dio fuerzas para abalanzarse sobre él y coger la cámara. ¡Dentro había un carrete! Intentó abrirla, pero no conocía el modelo de cámara. Además, vio que estaba imprimiendo huellas dactilares con las cenizas por todos lados. Corrió hacia la línea del fuego, desafiándolo desde lo más cerca posible, y lanzó la cámara hacia las llamas, donde se quemaría, se fundiría y se desfiguraría. Luego volvió tropezando hasta el Peugeot, buscó a tientas su ropa interior y su vestido y se vistió.

No había llaves en el contacto. No, debían estar en el bolsillo del muerto. Vaciló. No se atrevía a volver y tocarlo. De todos modos, no debería tomar su coche.

Se alejó en la noche, caminando al azar. Al cabo de un rato, a su derecha, escuchó un gruñido gutural. Cambió rápidamente de dirección. Pero no debía correr, sobre todo no correr.

Escuchó un gruñido más débil proveniente de su izquierda, y corrigió su dirección.

Mientras caminó en la oscuridad, la acompañó el suave andar de unas patas felinas.

No lograba entender por qué el campamento estaba a oscuras y en silencio cuando llegó. Seguramente aquel cazador alemán había salido en su búsqueda. Era evidente que debía haber una luz en la tienda de los asiáticos. Y Harry, seguro que…

Llegó hasta la tienda, junto a la cual estaba aparcado el Volkswagen.

La cremallera de la puerta estaba abierta.

—¿Harry? ¿Harry?

—¿Eh? —preguntó una voz, y se produjo una repentina confusión en la oscuridad.

Se encendió una linterna, que la cegó. Ésta no tardó en desviarse hacia la lámpara de queroseno, que Harry encendió torpemente.

—¿Estás bien?, ¿Helen, estás bien?

—¿Qué estás haciendo? —preguntó ella—. ¿Por qué no…?

—Yo, eh, me desmayé… con el hachís —dijo él, tartamudeando, y dejó escapar un gruñido quejumbroso, como para convencerla de que estaba realmente atontado.

—¿Quieres decir que te fuiste a dormir?

—Todavía tengo la ropa puesta —gesticuló él—. ¿Que no lo ves?

—Así que te fuiste a dormir con la ropa puesta.

—Si hubiera salido a buscarte…, bueno, no sabía en qué dirección se había ido. Así que esperé. Y luego me desmayé. ¿Estás bien, amor?

—¿A ti qué te parece? Así que ni siquiera hiciste un esfuerzo para contarle al alemán.

—No sabía…, quiero decir…

—Tú no quieres decir nada. No eres nada. Al menos no para mí.

—Pensé que ambos volveríais en un par de minutos. No quería armar un escándalo demasiado pronto. Estaba drogado.

—Yo también lo estaba —respondió ella, con una sonrisa amarga—. ¿Y acaso me dormí?

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Harry, que ahora miraba las piernas y brazos sucios de Helen—. ¿Acaso te…? Si lo ha hecho, lo…

—Desai está muerto.

—¿Qué?

—Lo ha matado un leopardo.

—Oh, Dios mío.

Helen se sentó en su cama. Harry se acercó para rodearla con el brazo, pero ella lo empujó a un lado.

—¡Suéltame! ¡No te me acerques!

—¿Estás segura de que Desai no…?

—¡Él no hizo nada, estúpido! Nada importante. Sólo que ha muerto.

—Estás alterada por su muerte. Es el shock. Es natural.

—¿Natural? —gruñó ella—. ¿Qué es lo natural?

—Cariño, estás a salvo. Tenemos que… —¿Tenían qué? Harry no estaba del todo seguro—. Tenemos que recuperar la calma. ¿Se lo has contado a alguien? ¿Hay alguien más que ya esté enterado?

—¿Y si no hay nadie enterado? ¿Qué deberíamos hacer? ¿Coger las maletas y partir ahora mismo, en mitad de la noche? Irnos, alejarnos, alejarnos. ¿Entonces nadie sabrá nada?

Al menos, pensó Harry, Helen aún podía hablar. No era culpa suya si él se había desmayado.

—No, pero podríamos decir que Desai nos trajo a ambos de vuelta sin problemas, y que luego partió solo. Así, no estamos comprometidos.

—Creo que me dejé los calcetines en su coche.

—¿Que hiciste qué? ¿Por qué tuviste que sacarte los calcetines?

—Debo haber tenido calor, ¿qué te crees?

—No puedes estar hablando en serio —dijo Harry, y su tono ahora era acusatorio.

—Y bien, entonces debe haber sido el hachís. Si no quieres que estemos comprometidos, tienes que ir a buscar mis calcetines, ¿no te parece?

Sí, pensó ella, la policía encontraría sus calcetines. O tal vez no. Quizá nadie se preocuparía por un par de calcetines.

—¿Quieres decir, ir hasta allá ahora, hasta su coche? Tendrías que mostrarme dónde. Alguien podría vernos partir en mitad de la noche.

—Entonces tendrás que recorrer el mismo camino que he hecho yo para volver, a pie. Al menos tendrás una linterna —dijo ella.

Harry tragó. ¿Acaso se trataba de una prueba de amor? ¿Una manera de redimirse por su falta, por haberse dormido?

—No conozco el camino, maldita sea —se defendió—. No puedo salir a dar vueltas por el campo toda la noche… ¿A qué distancia está? —Pensó que quizás el coche de Desai no estaba lejos.

—No tengo la menor idea.

—Es ridículo. Imposible.

—Nada es imposible —dijo Helen—. Si de algo estoy segura, es de eso. —Fue hacia la palangana de agua y se lavó la ceniza de piernas y brazos—. Ahora me voy a acostar. Decide tú mismo —sentencio. Se dio media vuelta, se desvistió y se metió en la cama mirando hacia la pared.

Harry se quedó pensando, angustiado, varios minutos. Disminuyó la intensidad de la lámpara.

—¿Estás durmiendo? —preguntó en un susurro.

No hubo respuesta. Helen estaba inmóvil, silenciosa.

—¿Entonces me voy?

No hubo respuesta.

Harry apagó la lámpara del todo. Con la linterna en la mano, abrió las puertas de la tienda y estuvo observando la noche, sintiéndose indispuesto.

—Maldita sea —juró en silencio. Al menos podría ir hasta la tienda de los servicios…

Grrr…

¡Un gruñido en la oscuridad! Buscó con el haz de la linterna. Los ojos, a poca altura, reflejaron momentáneamente la luz. Los ojos de una bestia. No lograba ver la forma tras esas pupilas.

Volvió a meterse en la tienda, cerró la cremallera de las puertas, y se acostó en su cama, escuchando. Se imaginó las garras que rasgaban la lona a su lado, y agarró firmemente la linterna. Golpearía al leopardo en la nariz, pensó. Las narices son sensibles.

Fuera algo se movió. Algo rozó la tienda. Harry se quedó rígido, bañado en un sudor helado. Se quedó así un tiempo muy prolongado, totalmente despierto. Al cabo de un rato, las pilas de la linterna comenzaron a agotarse. Finalmente, se durmió.

—¡Ya es de día! —gritó, incorporándose rápidamente—. ¡Ha amanecido!

—¿Qué? —preguntó Helen, y se giró.

Él le sacudió el hombro.

—Es de día, cariño —repitió.

—¿Qué? —volvió a preguntar ella, abriendo los ojos pero incapaz de enfocar.

—He dicho que ha amanecido.

—Estoy cansada. Me voy a quedar en la cama.

—Pero no puedes… Le dijimos a la Frau que saldríamos en el Land Rover esta mañana. Si no…

—No voy a ir. Deja de molestarme.

Desesperado, Harry se acercó a abrir la cremallera de las puertas. ¿Cómo podría persuadir —no rogarle— a Helen para que actuara normalmente?

El amanecer africano lo desconcertó: la luz, el aire, el vacío, el vasto territorio, un vago olor a humo, el canto de pájaros desconocidos. Montes despoblados, árboles, nubes.

A sus pies, justo al lado del exterior de la tienda, había un par de calcetines blancos, uno junto al otro.

Se inclinó y los recogió. «Después de todo, los trajo de vuelta consigo —fue lo primero que pensó—. La zorra, ah, la muy zorra».

Pero aquello no tenía sentido. La noche anterior, cuando había salido con la linterna, no había calcetines en ese lugar. Quizá Desai no había muerto. Tal vez él mismo había devuelto los calcetines. Tal vez aquello que Harry tanto temía había ocurrido de verdad.

Entonces, ¿por qué habría mentido Helen diciendo que lo había matado un leopardo? Nada de eso tenía sentido. Sólo los calcetines tenían algún sentido. Al menos eran tangibles. Ahí los tenía, en la mano, como un regalo de la providencia. Volvió a entrar, sacudió bruscamente a Helen, meció los calcetines ante sus ojos.

—Ya los tengo —dijo—. Aquí los tengo.

Ella se incorporó de golpe, y luego se llevó las sábanas al pecho.

—¿Los fuiste a buscar? ¿Lo hiciste?

—Aquí están —repetía él, cauto—. Son tus calcetines.

—Sí, lo son.

—Entonces, ¿ahora estamos bien?

—¿Sí? ¿Tú crees?

—Por favor, prepárate. Tenemos que reunimos en el Land Rover. Y luego debemos volver a tomar el desayuno. Debemos actuar con normalidad.

—De acuerdo —dijo Helen, después de pensar un momento—. Vete al lavabo o adonde sea mientras yo me visto. Anda a dar un paseo.

Eso hizo. No se acercó a la tienda de los asiáticos, que aún permanecía en silencio. El sirviente negro ya estaba despierto, sin embargo, ocupado en las primeras faenas de la mañana.

El cazador alemán, Herr Boll, tenía el aspecto de un capitán de Rommel en el desierto, aunque algo avejentado. Y tal vez hasta había sido uno de ellos. Hablaba inglés con gran precisión, lo cual era vergonzoso para los hablantes nativos del inglés, cuyo uso de la lengua parecía, por comparación, torpe y desaliñado. Pero no llevaba armas en el Land Rover, porque sólo cazaba ocasionalmente.

Además de Helen y Harry, un diplomático canadiense y su mujer y dos italianos se sumaron al viaje hacia un abrevadero rodeado de cañaverales a unos cuantos kilómetros del campamento.

Había algunos tapires en las inmediaciones, y jirafas. Más allá, unos pocos ñus, un elefante solitario y una pequeña carnada de leones.

En el viaje de regreso, Helen divisó el Peugeot blanco de Desai, abandonado en el llano a cierta distancia.

Boll también lo vio.

—Me pregunto qué ha encontrado nuestro amigo indio —dijo—. Vamos a echar una mirada.

Desvió el Land Rover de la senda y siguió campo a través.

Gott —murmuró el cazador unos minutos más tarde—. Por favor, que todos se queden aquí. No salgan del vehículo.

Caminó los cincuenta metros que lo separaban del otro vehículo.

—Ha habido un accidente —dijo al volver.

—¿Qué ha sucedido? —inquirió la canadiense, agitada, levantando su cámara.

—Un accidente. Por favor, no tomen fotos.

—Hay un hombre tirado ahí —dijo uno de los italianos.

—Sí, ya lo sé —dijo Boll, poniendo el vehículo en marcha. Al partir, levantó estelas de polvo.

—Un accidente —le dijo Harry suavemente a Helen—. Un accidente —repitió, enfatizando la palabra.

Quería decir abiertamente que ellos no tenían nada que ver, que de ningún modo podrían tener algo que ver con eso. Bajó la mirada hacia los pies de Helen. Llevaba los mismos calcetines, que no parecían demasiado sucios. Harry intentó convencerse de que siempre habían estado en sus pies, sanos y salvos dentro de las sandalias.

Más tarde, y puesto que sólo habían reservado para una sola noche en el campamento de Mikumi, Helen y Harry se despidieron. Había llegado un Land Rover de la policía desde Morogoro, pero eso no tenía nada que ver con ellos. Si la familia de Desai había mencionado la comida y la sugerencia de ir a la caza del leopardo, parecían no prestarle demasiada importancia. Además, Harry había evitado ir a la tienda de los asiáticos. Después de todo, Desai apenas había llegado a ser algo más que un conocido casual.

El viaje de regreso en dirección a la costa por el camino principal transcurrió en silencio. Atravesaron las tormentas de polvo de los camiones cisterna hasta llegar al camino asfaltado. Una vez allí, aceleraron la marcha.

Un poco antes de Morogoro, un hombre negro intentó detenerlos agitando los brazos. Era un hombre viejo, enjuto, aparentemente bien vestido.

—¿Tal vez deberíamos…? —dijo Harry, rompiendo su largo silencio. Incluso aflojó el acelerador.

—No te detengas —dijo Helen, fría—. No te detengas jamás. Odio este país. Quiero irme de aquí.

—¿Qué? Pero si tengo un contrato de tres años —protestó Harry. Sus palabras parecían falsas, mal ensayadas.

—Tú tienes un contrato. Yo no. Quiero irme. Quiero volver a casa.

—Helen, sé razonable.

—La razón se ha perdido —dijo ella—. Sólo parece haber razón. Pero hay locura. Y vergüenza. Y muerte. Y fantasmas.

—No te entiendo.

—No, no me entiendes, eso es cierto.

Algo retumbaba sordamente atrás, en el motor. A los oídos de Helen, sonaba como las patas de un felino que corría junto al coche, persiguiéndolo sin gran esfuerzo. Temía que no dejaría jamás de escuchar ese ruido.

—Mis calcetines tienen olor de hocico animal —dijo—. ¿Sabes por qué?

—No.

—Porque no fuiste tú quien los trajo de vuelta. El leopardo me los trajo anoche.

Harry no pudo responder. Sabía que jamás sería capaz de responder a esa afirmación. También sabía, de alguna manera, que él había escapado, mientras que Helen no. Incluso aunque cumpliera con su amenaza de dejarlo, de hacer sus maletas y partir en el vuelo de la próxima semana, ya no podría escapar más de aquello que la poseía. Pero él estaría libre, libre del odio.

De pronto sintió una amarga alegría. Quiso ausentarse aún más de todo aquello, sacudió los hombros y empujó el acelerador.

Ya había pensado que después de su divorcio podría casarse con una africana. La señorita Nsibambi, ése era el nombre. ¿Por qué no? La chica era licenciada en Economía, pero debía trabajar durante tres años para el Ministerio de Economía con los salarios del Servicio Nacional, con el fin de ayudar a salir a flote a aquel pobre país. Su vida, por lo tanto, era difícil. Pero era una bella chica. Y negra. Cómo se atrevía Desai a decir aquello sobre las chicas negras. Desai era un racista.

Después de que Helen se marchara, Harry invitaría a la señorita Nsibambi al cine, y luego la invitaría a comer un curry de langosta de Malasia en el restaurante de los altos del Hotel Twiga. Se identificaría más profundamente con África. Y luego, cuando terminara su contrato, se llevaría a la señora Sharp de raza negra, y ella estaría encantada de partir; más feliz que Helen al venir, en todo caso.

Con la experiencia de un matrimonio a sus espaldas, el próximo debería funcionar mucho mejor. Y mientras permaneciera en aquel país, con Nsibambi estaría a salvo.

A su lado, Helen tenía la cabeza erguida a la escucha de algo, de un sonido que él no había escuchado aún.

Se preguntó cómo sería hacer el amor con una mujer africana. Tendría que dejar la luz encendida, para saber. Para iluminar su oscuridad de ébano.

Aceleró un poco más, como para acercarse más a aquel futuro.

Treinta kilómetros más adelante, buscó la mano de Helen, a sabiendas de que ella la retiraría de un tirón. Que fue lo que hizo.

—Si es así como te sientes —le espetó.

En el camino apareció otro negro haciendo señas para pedir que lo llevaran. Éste iba pobremente vestido, y sus sandalias estaban hechas con viejos neumáticos.

—Mira, si es igual a… —dijo Harry, como para sí.

—Atropéllalo —dijo Helen—. ¡Atropéllalo!

—Pero…, ¿cómo se te ocurre? —exclamó él.

Se había vuelto loca. Completamente loca. ¿Atropellado? Eso lo echaría a perder todo. La señorita Nsibambi ni pensaría en casarse con él en esas condiciones.

—Es lo único que jamás podrías hacer conmigo. ¡Atropéllalo!

Cuanto más se acercaban, el hombre parecía acentuar los gestos con los brazos, y sonreía y sacudía la cabeza. Harry varió levemente la dirección para dejar al hombre atrás. Sólo faltaban cincuenta metros.

De pronto, Helen cogió el volante y tiró violentamente de él. El coche cambió su dirección. Harry sintió cómo golpeaba al hombre. Luego se arrastraban fuera del camino, dando vueltas de campana. Se hizo la oscuridad.

Había voces que hablaban swahili. Un fuerte olor a gasolina. La cabeza le dolía terriblemente a Harry cuando unas manos lo arrastraron hacia arriba y hacia afuera a través de la ventanilla. Con la visión aún borrosa, divisó dos camiones cisterna que se habían detenido. Antes de que las manos lo sacaran del todo, miró hacia abajo y vio a Helen, con la sangre en el rostro y aquel ángulo del cuello torcido.

Cuando los dos conductores negros lo depositaron sobre la tierra caliente, se estremeció bajo los efectos del estado de shock. Luego se calmó, relajado. Había llegado el final, y todo había sido tan rápido. Ahora se convertiría en objeto de compasión. Sobre todo la señorita Nsibambi se apiadaría de su soledad, y admiraría su capacidad de continuar con su trabajo a pesar del dolor.

¿O acaso no se trataba más que de una fantasía furiosa que había nacido de una riña? ¿Casarse con la señorita Nsibambi? ¿Qué tipo de ilusión era ésa?

«Helen y yo podríamos haberlo superado —se dijo—. Nos habríamos reconciliado. Ahora no podemos. Ya nunca podremos».

—Hombre en el camino —balbuceó, con un swahili deficiente, a uno de sus salvadores—. ¿Cómo está?

Hapana mtu —respondió el negro—. No había nadie en el camino. Sólo tú y Memsahib aquí.

»Hapana mtu —repetía el hombre.

Harry comenzó a sentir miedo.

A lo lejos, en el llano, nació un cachorro de cebra. Su madre lo lamió, hasta que se sostuvo por sí solo, con patas aún frágiles e inseguras. A diferencia de otras cebras, los cascos y las cernejas de este animal eran de un blanco níveo, blancos como los calcetines blancos. Con su hocico olfateó la profundidad del aire. Sus orejas se irguieron al escuchar un rugido lejano, como si conociera aquel sonido desde la noche de los tiempos.