DESPERTAR
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Jack Dann y Barry N. Malzberg
Jack Dann y Barry N. Malzberg han escrito y publicado entre los dos más libros de los que podríamos citar aquí. Bástenos decir que Jack ha escrito veintiún libros, entre los que se cuentan las novelas de ciencia ficción Starhiker, Junction, The Man Who Melted (que el Washington Post ha comparado con la película de Ingmar Bergman, El séptimo sello), y su próxima novela Counting Coip. Sus cuentos han sido publicados en Omni, Playboy, Penthouse, y en la mayoría de las principales revistas y antologías de ciencia ficción. Jack es el editor de las célebres antologías The Wandering Stars y More Wandering Stars y de la antología sobre el Vietnam In the Fields of Fire, coeditada con su mujer, Jeanne Van Buren Dann, y que se estableció un hito en 1987, además de una serie de antologías con Gardner Dozois. Ha sido finalista del Premio Nébula diez veces, dos al World Fantasy y una al Premio Británico de Ciencia Ficción. Actualmente, Jack trabaja en una fantasía histórica sobre Leonardo da Vinci titulada The Burning Cathedral. Además, está trabajando en una guía bibliográfica crítica en la colección de Borgo Press, Bibliography of Modern Authors Series: The Work of Jack Dann.
Barry Malzberg nos cuenta que «esta década sólo he publicado dos novelas y una colección de ensayos (Cross of Fire, Engines of the Night: Science Fiction in the Eighties, The Remaking of Sigmund Freud) pero además tengo cerca de una docena de cuentos publicados, y durante la pasada década también publiqué mucho. Durante los años de Reagan, he estado más tranquilo, o más resignado, y he tenido la oportunidad de analizar mis pecados y mis oportunidades en el vídeo de la mente, y creo que aún no he terminado; quiero decir, de pecar y de analizar». The Remaking of Sigmund Freud fue finalista en los premios Nébula y Philip K. Dick, y no ganó ninguno de los dos. Engines of the Night ganó el Premio Locus y fue finalista en el Premio Hugo. Hace bastante tiempo Beyond Apollo ganó el primer Premio John W. Campbell.
«Como he dicho de todas mis colaboraciones, y no se trata de cumplidos sino de la verdad lisa y llana, todas las partes buenas del cuento son de Jack Dann, y las partes no tan buenas son mías. Las partes regulares (un cuento puede estar compuesto únicamente por fragmentos regulares) puede que sean producto de los momentos en que el cuento cobró voz: qué década más sombría y desgastadora la que hemos vivido, y algunos aún no hemos logrado salir de ella». Sirva esto de introducción a un cuento de horror político que perdurará mucho tiempo en la mente del lector.
* * *
A medianoche, la vieja compulsión se ha vuelto a apoderar del presidente de Estados Unidos. Se ha deslizado sigilosamente fuera del inmenso camastro del siglo XVIII con que le han obsequiado, cuidando de no despertar a la Primera Dama, que duerme en la habitación de al lado, y se pone el uniforme de campaña que oculta en el doble fondo de su maleta. No se ha afeitado y tiene la espalda encorvada, la mandíbula ligeramente floja, y su mechón de pelo —teñido de negro como el gran Valentino— está despeinado y aplastado por el contacto con la almohada. Podría confundirse tranquilamente entre los campesinos, mendigos, borrachos y estafadores que se arrastran y dan tumbos por las calles húmedas y pegajosas de Tegucigalpa, capital de la República de Honduras. Se cala un sombrero de ala ancha y esconde un calibre 38 debajo de la camisa (el Presidente siempre ha llevado consigo un arma). Luego se mete por una antigua galería secreta, invadida por una humedad rancia y vaporosa por debajo de las entrañas del palacio fortificado (el Presidente siempre hace sus deberes) y se desliza por una salida de servicio fuera de uso. Al salir, se mezcla con la muchedumbre que deambula por el trazado recto del bulevard y se confunde fácilmente con ellos.
No es más que un asunto de asimilación.
A él lo han celebrado por sus aires populares, por su capacidad de confundirse, de convertirse en uno más del pueblo. Jamás esa capacidad había sido puesta al servicio de tan buena causa.
En las afueras del palacio han montado campamentos. Los campesinos y los intelectuales se hacinan por igual, unos junto a otros en tiendas que sirven como lugar de abrigo, y pululan por los bares, bebiendo aguardiente, fumando hierba y tomando droga. Ahí, y en miles de callejones y sótanos, en tugurios siniestros infestados de cucarachas, los revolucionarios se reúnen a conspirar y a planear la caída del imperio de la ley y el orden.
El Presidente se abre paso entre la multitud a empujones, tropezando. Se entiende que sea imposible instaurar cualquier tipo de orden en estas situaciones, piensa. Han dejado que las masas lleguen hasta los muros del palacio. El calibre 38 le pesa, y siente el frío del acero bajo el cinturón y contra su vientre ligeramente distendido. El arma no tardará en ser esgrimida como instrumento de la justicia reaccionaria.
Recordó lo que le había dicho a su mujer durante la fiesta de aquella noche: «Esta gente no entiende más que con la violencia, en primer lugar y, en segundo lugar, con la corrupción. No saben nada de política. Hay que educarlos para la democracia». Algo así había dicho. Ella asintió con un gesto de aprobación. Era un comentario de cierta sutileza, que finalmente se había decidido a compartir con ella.
«Supongo que se los debe orientar para que encuentren su propio camino», había dicho el Presidente, y se había percatado de que a la Primera Dama le habían hecho la permanente con un lacado que se parecía mucho a aquellas colmenas de abejas típicas de los años cincuenta. Bueno, si nos proponemos volver a los viejos y sólidos valores tradicionales, ¿por qué no volver también a las modas tradicionales? Como Presidente, había trabajado concienzudamente por el retorno de los primeros.
El Presidente sabe que tiene las horas contadas, rodeado de criminales y bandidos, de cuatreros y guerrilleros, de todas las fuerzas más vocingleras de la sinrazón. No obstante, sabe lo que hace. Llega hasta la Casa Regime, que funciona, según sus informaciones, como escondrijo de Juan Byhan Branaa, un personaje que se ha autonominado coronel en el «Ejército de la Revolución».
Y ahí está, en carne y hueso, el mismísimo Branaa, bebiendo un licor de whisky con miel, sentado a una mesa en la calle bajo un mugriento parasol rojiblanco. Es un hombre delgado, nacido para ser un blanco difícil. Su bigote negro está salpicado de canas, y la mandíbula y el cuello están surcados por diminutos lunares de color marrón. Lleva una camisa azul de manga corta, abierta en el cuello, y está conversando con una mujer corpulenta de pelo largo, muy hermoso, probablemente su mujer.
Bueno, alguien tiene que hacer estas cosas, se recuerda a sí mismo el Presidente. Inclina la cabeza y se sube la bufanda roja tapándose la boca y la nariz. Luego, como por arte de magia, tiene el arma en la mano. Lo ha manejado todo a la perfección. Se encuentra en una posición privilegiada y dispara sin vacilar. Siempre ha sido un hombre valiente, decidido y de nervios de acero.
A su alrededor hay gente, boquiabiertos todos, pero él no tiene más que un objetivo en mente. Son sólo él y Branaa, y Branaa cae, resbalando de su silla de hierro forjado, golpeándose la cabeza —con un agujero limpio entre ceja y ceja— contra la mesa. Sobre el brillo plástico del mantel blanco brota la sangre.
Un tiro mortal. Conexión mortal.
El Presidente se gira bruscamente, enfrentándose a la multitud.
—Ahí está vuestra revolución, tendida en el polvo —dice—. Este hombre era un comunista. ¿Sabéis lo que pretendía hacer? ¡Pretendía arrebataros vuestro propio país!
Lo miran sin decir nada, como si no pudieran creer que los está arengando después de haber matado al coronel. A menudo resulta difícil hacerse comprender por los campesinos.
—Debéis luchar todos contra la revolución —continúa, con su mejor estilo de orador, alzando el brazo y luego aflojándose la bufanda para respirar con mayor facilidad—. Si no lucháis, entonces otros como él os arrebatarán todas las libertades que el Gobierno os ha otorgado.
Ellos no entienden, pero él siente de todos modos la necesidad de decirlo.
Y luego abandona velozmente la escena, y vuelve a palacio antes de que su ausencia lo delate. La gente se aparta a su paso. Aquí, en esta región del mundo, hay una larga tradición de multitudes que se apartan al paso de un hombre armado. Se deshace del 38 en cuanto puede, frente a un basural nauseabundo infestado de gusanos.
Penetra sigilosamente en el interior del palacio sin que lo detecten.
Mira a la Primera Dama, que ha sido tan insensible a su ausencia como suele serlo a su presencia. La Primera Dama ronca suavemente.
Luego vuelve a su propia cama, tira de las mantas hasta la barbilla y se sume en el sueño de los justos.
Cuando por fin empieza a soñar, sueña con guerras en Occidente haciendo estragos eternamente.
No se difunde, desde luego, ninguna noticia acerca de la muerte del revolucionario en los días siguientes. El Gobierno insiste en que no hay problemas, ni revolución ni insatisfacción, que no hay suspensión de derechos individuales, y la noticia no tiene más importancia que un pequeño breve en la página cinco de los periódicos de Occidente. Pravda informa, indignado, que se trata de un asesinato de la ubicua CIA, pero el Presidente no sabe nada del tema. Vuelve a Washington en el Air Force One, seguro de su éxito y confiando en el carácter secreto de la misión. Hay un revolucionario menos en el mundo, un bandido menos.
Se imagina el cadáver del bandido madurando como un aguacate plagado de moscas. Después será arrastrado a una tumba anónima. En eso consiste la ensoñación de un Presidente dinámico, que se ha vuelto a demostrar a sí mismo que está en la flor de la vida y fresco como una lechuga, mientras mira por la ventanilla hacia las nubes y la masa continental más abajo.
Felizmente, no es a él que competen los asuntos de cómo debe disponerse de los restos mortales de los revolucionarios.
En su encuentro más reciente —y más fructífero— con el jefe de Estado, el Presidente se sintió súbitamente invadido de una generosidad apabullante. Es evidente que el incidente en América del Sur le ha hecho cobrar ánimos, y ahora responde de acuerdo con ese entusiasmo. Sin embargo, el jefe de Estado volvió una y otra vez sobre el problema de las barreras de protección. No podía desentenderse del asunto, a pesar de que el Presidente explicó que esas barreras también serían su red defensiva. El jefe de Estado respondió que ya conocía los detalles de esa propaganda americana, como él la llamaba.
—¡Niet, niet, niet! —respondió, airado.
No había nada más que decir.
—No puedo ceder en ese tema —declaró el Presidente.
El jefe de Estado respondió con una demostración de fuerza, y dio un carpetazo en la mesa, que hizo derramarse el agua de los vasos de cristal. Ese gesto le hizo perder toda la sofisticación superficial que le había hecho célebre.
Sin embargo, el Presidente se mostró imperturbable. No cedió un palmo de terreno, tal como era su deber. Como le había recordado la Primera Dama la noche anterior, un oso vestido con un traje a rayas de setecientos dólares sigue siendo un oso. Si la miel no funciona, atízale, dale un golpe en la nariz. Y ahora había llegado el momento de atizar golpes en la nariz.
En sus viejos tiempos de estrella de cine había vivido una situación similar. Jamás sería capaz de recordar el título de la película, aunque había sido una de sus favoritas. Pero recordaba el argumento con todo detalle. Él se había enamorado de una hermosa muchacha de largas piernas, una muchacha muy decente, que llevaba el pelo recogido en una cola de caballo. Y el fanfarrón de su padre había amenazado al personaje que interpretaba el Presidente con todo tipo de venganzas y problemas si él, el Presidente, no renunciaba a sus pretensiones de casarse con la hija y heredar la hacienda. Pero el personaje del Presidente no se había dejado amedrentar (lo cual significaba que el propio Presidente no se había dejado amedrentar, ya que, al fin y al cabo, no había diferencia alguna entre lo que hacías y lo que eras), y al final, el viejo, un tipo malhumorado y bigotudo, un actor veterano cuyo nombre el Presidente no lograría recordar ni muerto, había dado su brazo a torcer y le había entregado a la niña dándoles su bendición.
—Y esto porque eres un hombre de los que no se deja engañar, que mantiene su palabra y no retira las pistolas de la mesa cuando sabe que tiene razón —había dicho el padre de la muchacha. Al menos así había acabado aquella maldita situación.
Lo mismo sucede ahora, pensó el Presidente. Si había adoptado una postura, tenía que defenderla hasta el final.
—¡La barrera de protección no se moverá! —dijo, y realzó su afirmación con un puñetazo en la mesa. De todos modos, ése era el único tipo de comportamiento que entendía el jefe de Estado. Volvió a golpear sobre la mesa y los vasos se sacudieron como si estuvieran presentando armas, mientras el agua se derramaba sobre la lustrosa superficie de la mesa—. ¿Me ha entendido? He dicho que no se moverán —insistió, y volvió a golpear, esta vez porque no estaba de más y porque de pronto el Presidente se dio cuenta que le aliviaba darse ese gusto. Estaba hasta las narices de actuar con diplomacia, que no era más que un eufemismo que implicaba decir hipocresías e intercambiar tópicos. Y al parecer, el truco había funcionado, porque durante un buen rato el jefe de Estado no hizo más que devolverle una mirada gélida. De hecho, tan helada como una sardina congelada. Y de pronto su rostro se descompuso. Se levantó, sacudió la cabeza, molesto, y sin pronunciar otro niet, salió de la habitación, seguido de sus intérpretes. El Presidente se quedó parpadeando ante la puerta abierta, ajeno a la presencia de los dos intérpretes que lo acompañaban. En ese momento se le ocurrió que el jefe de Estado era presa de una furia de mil demonios, y que sería capaz de desatar una guerra nuclear a la mínima provocación.
Pero el asunto era que no se podía ceder terreno. Tenías que adoptar una postura y seguir con ella hasta el final, y al diablo con los torpedos y las cabezas nucleares o lo que fuera que estuviese en juego. Si no respetabas ese principio, si les dejabas percibir ese momento de debilidad, que no era más que el reflejo de su propia incertidumbre, las circunstancias cambiarían drásticamente y habría un terrible ajuste de cuentas, un ajuste de cuentas más allá de toda posibilidad de solución.
En ese momento él sabía lo que tendría que haber hecho: inclinarse sobre la mesa, lanzar al intérprete a un lado, coger al jefe de Estado por una mejilla, tirar de la piel, aflojarle el rostro y luego asestarle un sólido puñetazo que lo dejara tumbado de rodillas.
Eso lo entendería, sin duda.
Desde luego, había todo tipo de burócratas asustadizos, funcionarios que le dirían que eso no era diplomacia.
El teléfono ha sorprendido al Presidente en la antesala de un sueño verdaderamente emocionante y catártico sobre el nuevo cazabombardero. Se enreda arrastrándose en las sedosas sábanas hasta que alcanza el auricular. Intenta aparentar lucidez, ya que está al tanto de los rumores difamatorios sobre su edad, su eficiencia en el trabajo y su lapso temporal de concentración.
—¿Sí? —dice, y su voz le sale espesa de todos modos—. ¿Qué sucede?
—Aquel asunto de Honduras —dice el coronel. El Presidente reconoce la voz—. Fue un asunto muy sucio.
—¿Cómo lo supo?
—Todo termina por saberse. ¿O nos cree unos inútiles, ahora que no tenemos espías y redes de información? ¿Por qué se metió en una cosa así sin recibir órdenes?
El Presidente siente una ola de rubor que se expande por todo su cuerpo. Al menos tiene suerte de encontrarse a solas.
—Pensé que les parecería bien —se disculpa el Presidente—. Pensé que querían…
—¡No, no queríamos! ¡No queríamos nada de eso! —ruge, indignado, el coronel. El Presidente jamás lo ha escuchado hablar así—. ¡No emprenderá ninguna acción política sin recibir órdenes específicas!
—Pero si no fue más que un simple asesinato —alega el Presidente, descorazonado—. Parecía tan sencillo.
—No puede andar por el mundo disparando a los guerrilleros a su antojo. El asesinato es un asunto sumamente delicado, y debe ser acordado colectivamente. Ése es el sentido de pertenecer a una entidad democrática. ¿No se le ha ocurrido que algún día alguien del otro lado podría recomponer todo este rompecabezas? ¿Y entonces qué pasará con nosotros? Además —añade el coronel, y su voz adquiere un tono de susurro confidencial—, nosotros sabemos cómo hay que proceder, cuándo hay que proceder y cuándo tendremos éxito. ¿Todavía no se ha dado cuenta de eso?
—Sí, por supuesto —dice el Presidente, culpable, percibiendo la dimensión de su error.
—¿Le hemos fallado alguna vez? —pregunta el coronel, y continúa, como si el Presidente hubiera contestado—. Pero ese asunto de Honduras no estuvo nada bien. Bueno, no tiene importancia —dice, tal vez intuyendo que el Presidente intentará justificar su posición. Después de todo, se trata del Presidente—. No tenemos tiempo para hablar de eso ahora —concluye—. Tenemos otra misión.
—Sí —dice el Presidente, ávido. Ha pasado mucho tiempo desde que le asignaron una misión concreta y quizás eso explica su repentina e imperdonable iniciativa en Honduras—. ¿De qué se trata?
—Ahora se lo diré —responde el coronel.
El Presidente escucha la estática en la línea, que trae la respiración áspera del coronel, que parece envolverlo en calor, acariciarlo con sus exhalaciones. Hay algo casi palpable en el ronroneo de la línea. El Presidente ha visto al coronel en fotografías de prensa no pocas veces, y durante sus contactos ha llegado a conocerlo lo bastante bien como para considerarlo un auténtico héroe americano. Pero todavía le cuesta seguir las ideas de este hombre cuando habla. Tienes ganas de responder. Crear una buena impresión. Sólo quieres llevarte bien con la gente. Pero a veces se apartan lamentablemente de ti. El Presidente solía tener el mismo tipo de problemas con los directores de cine. Los peores eran aquellos que daban por supuesto que obedecerían las órdenes, aquellos a los que les daban igual tus propias ideas o motivaciones. Sin embargo, el coronel no cae del todo en esa categoría, se dice el Presidente. Siempre ha demostrado tener un criterio fuera de lo común, muy fuera de lo común.
—De acuerdo —dice finalmente el coronel—. ¿Me está escuchando?
—Estoy escuchando.
—Queremos que mate al jefe de Estado.
—¡¿Qué?! —grita el Presidente. A pesar de que está acostumbrado a seguir los dictados del coronel y del comité que lo respalda, esto es completamente imposible—. ¿Al jefe de Estado?
—Tendrá que matarlo en el curso de la próxima reunión.
—¿Y entonces qué pasará? ¿Cómo me justificaré? ¿Cómo podré explicarlo?
—¿Está aquí para escucharnos o para discutir con nosotros? —pregunta el coronel, con voz severa.
—Pero si le disparo al jefe de Estado, me arrestarán. Me encarcelarán. Habrá testigos…
—Hay que matarlos a ellos también.
—Y fuera habrá cientos de periodistas, y todos esos diplomáticos con sus asesores. Y mi familia.
—¿Acaso está aquí para defender a la prensa? —pregunta el coronel—. ¿Va a permitir que vuelvan a intimidarlo?
—¡Pero me harán un juicio político! —protesta el Presidente, con la voz quebrada. Carraspea para despejarse la garganta.
—¿Jamás ha oído hablar de la inmunidad diplomática? —pregunta el coronel, como si estuviera hablando con un escolar desaprensivo—. El departamento jurídico está estudiando todos los detalles. Se comporta como un Presidente incapaz. ¿Desea desaparecer como un ladrón en la noche, o salir por la puerta ancha? Puede ser un héroe, un ejemplo para todos, un Abraham Lincoln de los tiempos modernos.
Era verdad que Lincoln era su presidente preferido. Pero en tiempos de Lincoln no había armas nucleares.
—Esto será el comienzo de la tercera guerra mundial —dice.
—No, no será el comienzo de nada —responde el coronel, irritado, impaciente—. Es lo que ambos bandos desean. A los rusos tampoco les gusta… Es un liberal —añade, y cuelga el teléfono, dejando al Presidente con la línea muerta, mirando la pared, pensando en el cúmulo de problemas y sanciones que se le han impuesto repentinamente, preguntándose si después de todo ha seguido el camino deseado, o alcanzado el objetivo al que aspiraba. Acción directa. Sí, ésa era la consigna del coronel, pero aun así…
La verdad es que parece un arduo dilema. El Presidente decide que tendrá que consultar con alguien sobre este tema, y comienza a marcar el número, cuando de pronto la comunicación se interrumpe y suena una voz que no parece de este mundo.
—Recuérdelo —dice el coronel, con tono disciplinario—, lo vigilamos estrechamente. Todos estamos estrechamente vigilados. Ahora sólo nos queda una oportunidad, y luego todo nos será arrebatado, hasta nuestra propia alianza con el Dios todopoderoso será destruida.
Esta vez el clic del corte en la línea suena como un golpe fatal. El Presidente retira la mano, temblando, como si se la hubieran mordido. Es él quien debe a todas luces tomar la decisión, si bien, comienza a comprender, no hay ninguna decisión que tomar. Se trata más bien de un legado, un legado de una insondable dificultad que le obliga a hacer acopio de todo su legendario poder de disciplina e imaginación. El Presidente es un hombre profundamente religioso. Conoce la trascendencia de todo esto, sabe lo que le están pidiendo. Le están pidiendo que sea la trompeta del arcángel. Le están pidiendo que mate a Satán y provoque el fin del mundo. Comienza a hurgar en un cajón de la cómoda William y Mary junto a su cama, buscando la frescura de un calibre 38. Tiene la sensación de estar situado en el centro mismo de acontecimientos trascendentales que comienzan, lentamente, a escapar de todo control.
Ahora se entrega a los recuerdos, viejas hazañas y victorias secretas: la bomba en París, que lanzó por los aires a esos estudiantes rojos en un café de la rive gauche; el informante de Baden-Baden, al que había sorprendido en la mitad de la noche y despachado de un certero disparo, con silenciador, y aquel otro asunto en Lisboa, con un senador al que le gustaba viajar, y el otro, inolvidable, de la pandilla de comunistas alcanzados por la detonación en el Mar Muerto, y qué decir de aquellas otras incursiones de incógnito, más banales, llevadas a cabo en el ámbito doméstico, desde los peores tugurios de Washington hasta el populoso Baltimore, deshaciéndose de la basura humana, despachando a uno o dos ejemplares a la vez. Había que reconocer que aquello había sido un riesgo innecesario. El coronel se lo había advertido entonces. Pero también era verdad que un Presidente tenía que ser fiel a ciertos compromisos apolíticos personales. No siempre se podía estar únicamente al servicio de causas globales como la lucha contra el comunismo.
A fin de cuentas, no era una hoja de servicios cualquiera. No estaba a la altura de algunos de sus antecesores en el cargo, desde luego. Por ejemplo, J. Había que imaginarlo allá en los barrios bajos de Saigón, rociando a los rojos con napalm, asaltando los campamentos del Vietcong. J era un héroe de verdad. Un hombre que creía en la acción directa, al que le agradaba pasear por los suburbios de Houston o San Antonio cuando estaba de vacaciones, y liarse a tiros con sus compatriotas en plena calle. Y luego estaba K, con su estilo silencioso y elegante, protagonista de hechos tan prodigiosos que ni siquiera el coronel gozaba de plena libertad para mentarlos. Incluso N, el cobarde, al menos se había desempeñado como un gran estadista y brillante artífice de la política exterior. A pesar de que el Presidente había logrado restaurar el honor y el compromiso personal como principios de aquel cargo que ocupaba, tan injustamente difamado y asediado, jamás había pensado que llegaría a medirse con antecesores de la talla de J y K. Eran figuras absolutamente notables, aun cuando hubiesen estado mal aconsejados y acabaran socavados por su falta de visión. Era evidente que jamás habían gozado de los consejos de un hombre como el coronel.
El Presidente está tendido en la cama, con las manos a los lados, su mirada perdida en el techo de la habitación, rascándose las manos con las uñas, como para fabricarse pequeñas garras. De pronto se sume en una revelación apocalíptica. Finalmente, en un instante trascendente de clarividencia y certeza, se percata de que el coronel no es el único que gobierna sus actos.
No cabe duda de que se encuentra en medio de fuerzas más poderosas.
Y casi puede escuchar el tañido lejano de las campanas en las iglesias, un tañido que le comunica los sombríos imperativos de su destino…
En un pequeño pueblo de montaña en Islandia, el Presidente se encuentra cara a cara con el jefe de Estado. Los dos hombres visten trajes de lana azul oscuro de corte continental. El Presidente lleva una corbata a rayas roja, azul y blanca. El jefe de Estado lleva una corbata de seda roja. Las conversaciones no progresan, aunque si alguien decidiera ignorar la tensión y la mala disposición de las partes, podría encontrarse muy a gusto en esta habitación de decoración tan espartana. Hay una vista sobrecogedora de montes cubiertos de nieve y de profundas hondonadas. A espaldas del Presidente, un alud ha comenzado a modificar silenciosamente el perfil de un gran risco.
Los dos grupos de intérpretes se han retirado a un rincón de la habitación durante una «pausa» en las conversaciones.
En ese momento, cuando ambos hombres se miran a los ojos, el Presidente echa mano del 38 que no ha sido detectado en el control y le dispara al jefe de Estado a bocajarro en el rostro. Dispara dos veces, dos orificios perfectos en la frente, que queda como una masa informe y plana estampada por un molde de galletas.
No hay barrera protectora para el jefe de Estado, que se desploma estruendosamente.
Todos en la habitación están sorprendidos, y al otro lado de la puerta se desata un ruido estrepitoso y se arma un griterío. En ese segundo, el Presidente, los intérpretes y el recién abatido jefe de Estado son uno solo. Y cuando la puerta explota al momento siguiente, el Presidente no cede un palmo de terreno. Una muchedumbre compuesta de soldados, guardaespaldas y agentes secretos, todos armados, se precipita sobre él. Pero al Presidente ya no le importa, ni siquiera es consciente de su amenazadora presencia. Sólo puede pensar en que lo ha logrado, que finalmente lo ha logrado, mientras espera el soplo divino que lo llevará sin duda hasta los cielos junto a los buenos y puros de espíritu, dejando atrás a los rojos y a los zánganos, a periodistas y ateos, economistas y trabajadores sociales. Ellos sufrirán el holocausto del Juicio Final. Pero ha sido él quien finalmente lo ha logrado, no fue J, ni N, ni siquiera K. Es él quien ha cerrado el libro del honor, de la celebridad y de la política misma. La coronación del éxito le pertenece a él, no a ellos.
Y siente cómo se eleva por los aires, alzándose finalmente hasta su recompensa, arrancado de las manos de los propios filisteos, en el momento justo en que comienza el milagro milenario que él acaba de catalizar.
Precisamente lo que había prometido el coronel.