LAS FLORES DE LA SELVA

LAS FLORES DE LA SELVA

Brian W. Aldiss

La obra de Brian W. Aldiss siempre ha generado polémicas, y también le ha valido varios premios, entre ellos, el Hugo y el Nébula. También ha sido elegido el autor más leído de ciencia ficción en el Reino Unido, y el «mejor autor contemporáneo del mundo de ciencia ficción». Como crítico, ha recibido el Premio Pilgrim por su historia de la ciencia ficción, titulada Billion Year Spree, y el Premio Hugo de ensayo por su Trillion Year Spree, una revisión de la obra anterior. Sus novelas incluyen Non-Stop (Starship en Estados Unidos), Hothouse, The Dark Light Years, Report on Probability A, The Hand-Reared Boy, A Soldier Erect, The Malacia Tapestry, Frankenstein Unbound, Barefoot in the Head y la trilogía Helliconia.

Durante varios años, Brian Aldiss fue editor literario del Oxford Mail. Está casado, tiene cuatro hijos y todavía vive en Oxford. Nació en Norfolk, y «durante algunos años se escapó al Lejano Oriente», A propósito de este cuento, escribe: «Viví un año de mi vida en Sumatra, de modo que existe la posibilidad de que el trasfondo de la historia sea auténtico».

* * *

La canoa varó en el lodo. Hopkins se quedó sentado donde estaba, encorvado dentro del chubasquero, mirando hacia la selva encantada que tenía ante sus ojos. Era el territorio de la bruja Subyata, a Hopkins no le cabía duda alguna. La vegetación del entorno era la misma maraña monótona que había atravesado durante los últimos días, pero la voz que clamaba en su interior lanzó un grito como una vibrante y tensa cuerda musical.

Lanzó los remos al fondo de la embarcación nativa y tiró de una rama que colgaba sobre el agua para alcanzar la orilla. Llovía a cántaros, en gotas grandes y pesadas, incluso para aquella región de Sumatra.

Sobre un enramado de hojas, vio un leopardo que lo esperaba, su piel oscurecida por el agua. Hopkins saltó hacia atrás, y lanzó un grito casi imperceptible, y luego vio que sus ojos eran negros y achinados.

«Éste es el leopardo oscuro de Subyata del que me hablaron», se dijo a sí mismo, para darse confianza. Luego dejó de tener miedo. Cuando el animal se sacudió unas gotas de agua de sus bigotes grises y se internó por una senda estrecha, él lo siguió sin vacilar.

No esperaba nada: su destino era Subyata, no había nada más que decir. Había pasado un año entero mientras él decidía pausadamente que se arriesgaría al viaje, un año entero, mientras su cuerpo cumplía con las labores de rutina en la antigua fábrica de conservas holandesa, y su corazón se escapaba subrepticiamente a las montañas. Venía sin esperanzas ni pesimismo. El sentimiento en él estaba muerto.

Por esto, no le sorprendió encontrar una cabaña de estilo nativo, sólida y con el techo en punta, en la mitad de un claro. Tampoco se sorprendió al ver al leopardo de Subyata desvanecerse en el aire claro y verdoso, ni verse a sí mismo subir por las escaleras de madera que crujían, hasta llegar a la entrada.

Hopkins era un hombre de constitución pequeña, encogido por trece años de calores tropicales que lo corroían desde fuera, y por el sentimiento de culpa que lo corroía desde dentro. Se detuvo con gesto humilde ante Subyata mientras el agua caía de su sombrero y resbalaba por la capa, goteando por sus pómulos hasta llegar al suelo con un sonido que reverberaba por encima de los demás en la habitación.

Ni siquiera Subyata le sorprendió. Lo esperaba, y aquello bastaba. Era más joven de lo que los rumores le suponían, y además era bella, un detalle sobre el que las lenguas cautas habían tendido un manto de silencio. También irradiaba poder, tal como lo declaraban las voces del secreto.

La habitación estaba vacía, a pesar de que su presencia la llenaba. Con una mirada rápida, se percató del abandono en que se encontraba.

«Si su magia es tan poderosa, ¿por qué no se procura algo de comodidad?», se preguntó a sí mismo.

Era un viejo hábito en el que reincidía, incluso en aquellas circunstancias: compensación de sí mismo mediante la denigración del otro. Por aquel entonces, a sus treinta y seis años, esa manía se había convertido casi en su esencia.

—Está lloviendo ahora que ha llegado, señor Hopkins, pero antes de la próxima lluvia florecerán las flores de la selva —dijo, a manera de saludo, que no era ni una bienvenida ni una prohibición a sus oídos.

—Si conoces mi nombre, sabrás que no he venido hasta aquí para buscar flores de la selva —dijo él. Y bien, ¿por qué habría de sorprenderle que supiera su nombre? Todo el mundo sabe que si eres (¿cómo se decía?), uno con la naturaleza, la sabiduría popular lee en ti como en un libro abierto.

—Está impaciente por que le ayude —dijo ella. No era ni una adivinanza ni una acusación.

—Hablas muy bien inglés, Subyata —dijo él, como para negar lo que se le acababa de decir, y como forma de entablar una conversación.

La sonrisa de Subyata dobló los extremos de sus labios hacia arriba, como un bocadillo rancio.

—No he pronunciado palabra —dijo—. Me puedes oír sin que tenga que hacer uso de la palabra.

Luego, hizo un gesto de impaciencia, como indicando que no seguiría adelante con ese tema.

—¿Usted ha venido porque quiere volver a ver a Carol? —agregó.

¡Carol! Nadie le había mencionado ese nombre en muchos años. Ahora, por fin liberado, crujió por toda la habitación, como el golpe del propio destino leído en un telegrama.

—Jamás podría volver —respondió él, en un susurro. Aquellos quince mil kilómetros entre ambos no eran producto del azar. Ahora era una distancia demasiado gigantesca para medir en términos físicos—. Pero si pudiera verla…, saber cómo está…

—Eso es algo que se puede lograr, Hopkins —dijo ella—. El alma, que es la esencia del ser, puede abandonar el cuerpo con la facilidad con que un perfume, que es la esencia de una flor, abandona su néctar.

Le tocó ligeramente la frente. Él se quedó quieto, tontamente, con el agua aun goteando sobre las tablas desnudas, intentando dar con el significado de su gesto. Fuera, la lluvia silbaba débilmente entre las tupidas hojas de hierba.

—Espere, Hopkins —dijo ella—. Mi promesa está hecha, pero debemos sellarla con un plato de comida.

Cuando se volvió para pasar a otra habitación él se percató de que calzaba los mismos zuecos de madera que usaban las indonesias en los bazares, y que sus nalgas se movían invitadoramente debajo de su ceñido sarong. De pronto le abandonó el sentimiento de temor que la mujer le infundía, y otra emoción ocupó su lugar. Y bien, cásate con esa mujer y funda un hogar, y no tendrás que matarte trabajando. Que a Carol se la lleve el olvido.

Se sentía más en casa ahora, y se deshizo de 1a capa y el sombrero, estiró su menudo esqueleto, palpó su cuchillo y miró por la ventana de atrás. Aquél no era un lugar apto para vivir. No podía ver muy lejos, tal vez hasta treinta metros, antes de que la sempiterna maraña verde se alzara como un muro. Pero antes se destacaba una senda bien definida que llevaba hasta un árbol gigantesco, un árbol contorsionado hasta lo absurdo, cuyas raíces enredaderas brotaban de la tierra como un pulpo pateando una sábana. Entre estas raíces, Hopkins observó una planta desconocida de hojas enteramente abiertas y un gigantesco capullo que crecía en el medio.

Era una raflesia, la flor más grande y fea del planeta. La lluvia había cesado, y con la tenue luz del sol que reaparecía brillaban restos de agua entre la vegetación hinchada, como lentes que cubrían una calabaza. Inquieto, Hopkins se volvió y apareció Subyata con dos pequeños platos.

—¿Dónde está su capa? —le preguntó—. Ah, —agregó, mirando hacia el rincón y dando por respondida su pregunta.

«Entonces no es omnisciente —se dijo Hopkins— o si no habría sabido».

Ella se sentó con las piernas cruzadas en el suelo y le indicó que la imitara. Él obedeció, sentándose deliberadamente cerca. Lo que comían era amargo, algo verde cortado muy fino.

—Necesitas un hombre por aquí, Subyata, no sólo un leopardo sarnoso —dijo, intentando un tono familiar de conversación.

La ira y el desprecio de Subyata le penetraron en el cuerpo con la fuerza de una quemadura, de modo que al principio no podía comprender el flujo de sus palabras.

—Te he concedido la marca de la liberación, Hopkins, porque has buscado mi ayuda, una ayuda que nunca niego. Como parte de la naturaleza en este lugar, tengo otras cosas de que ocuparme aparte de distinguir el bien del mal, pero lo que tú hiciste hace más de doce años te situó para siempre más allá de los vínculos de los hombres. Tu vida me parece un…

Con el último trozo de esa pulpa amarga aún sin masticar en su boca, Hopkins se quedó paralizado, mientras ella le relataba los detalles de aquellas últimas horas terribles antes de que él huyera de la civilización que le había resultado insoportable. Se le nublaron los brillantes ojos, y de pronto volvió al mismo huerto, de manera imprevista, más pronto de lo acostumbrado para recostarse y recuperarse de aquel calor. Era un día de calor tórrido, y mientras se acercaba al bungalow que alquilaban con Carol, había tanto silencio como si el sol hubiera caído sobre los hombres y los hubiera exterminado. Sólo se escuchaba el débil murmullo de una voz masculina que se escapaba por la ventana de la habitación como un gato culpable.

Recordó la furia controlada con la que se había apresurado, pasando agachado bajo las ventanas bajas y sacándose los zapatos en el felpudo de atrás. El suelo bajo sus pies estaba fresco, mientras caminó de puntillas, y luego abrió la puerta.

Y cómo los había cogido. Carol dejó escapar un agudo grito de defensa.

—¿No esperabas que viviera para siempre sin tener un hombre de verdad? Lagartija despreciable —había dicho.

Y luego aquello que se había disparado en su cabeza, como ya había sucedido en otras ocasiones.

Ya por aquel entonces, siempre llevaba una navaja encima.

El torso corpulento que había desaparecido a medias por la ventana siguió su camino hasta quedar tendido en el camino de la entrada. Entonces él dirigió su atención y su navaja a Carol, que se había desplomado en la cama. A ella no pensaba darle muerte, no, sólo causarle una pequeña pero horrible deformidad que garantizaría que jamás volviera, por vergüenza, a tener otro amante. Más tarde, su estado alterado se desvaneció, a la vez que se vio invadido por la compulsión de huir, de huir del recuerdo y del castigo que se imponía. Pánico. Huida. El puerto, el barco, las millas de aquel mar espumoso. Subyata se lo volvió a recordar todo, hasta que aquello se disparó de nuevo repentinamente en su cabeza.

Durante mucho rato, después de ese movimiento repentino y veloz, Hopkins no se movió. La empuñadura del cuchillo no se veía en esa posición relajada que había adoptado sobre sus rodillas. Había vuelto a matar. Había matado a Subyata, el espíritu de la selva. El arrepentimiento se removió en él, lentamente, coagulándose como la sangre bajo la costra de su pensamiento, mientras permanecía sentado con la cabeza gacha.

El calor fuera y la luz cegadora del sol lo devolvieron por fin a un estado de conciencia del mundo. Se levantó con movimientos lentos, reincorporándose en su antigua capa de egoísmo.

«No me he causado daño alguno —se dijo—, si su encantamiento, o lo que sea, aún funciona. Estoy tan protegido como una casa».

El capullo en forma de calabaza brilló a través de la ventana. Un vapor blanco se desenroscaba silenciosamente y la selva revivía en todos los rincones. De pronto, dejó de sentirse tan protegido. Inquieto, dio una vuelta alrededor de la casa y, en la parte trasera, estuvo a punto de tropezar con el leopardo de Subyata. Dio un salto hacia atrás, pero el espléndido esqueleto del felino no se movió un palmo; tal vez estaba tan muerto como su dueña.

Y entonces, a través de la bruma, distinguió un fantasma, el espectro del leopardo, liberado de su cuerpo. Presumiblemente el espectro no podía hacerle daño, y no corría peligro con el cuerpo inerte sin el espectro, de modo que estaba a salvo hasta que ambos volvieran a unirse.

A su alrededor giraba una nube de insectos, sobre todo moscas que volaban en torno al capullo de raflesia. Pronto algo en el interior las atraería… Hopkins recordó que debía moverse; poner a prueba la eficacia del encantamiento y luego alejarse. Volvió a entrar en la casa, aliviado por no encontrarse en la mira de esos ojos rabiosos en medio de la niebla.

Se acomodó sobre la madera desnuda del suelo, con la espalda contra una pared y las piernas cruzadas. Subyata había hecho un encantamiento tan discreto…, él se esperaba signos cabalísticos, incluso danzas. Sin embargo, las máquinas se hacían más pequeñas, más compactas, menos impresionantes de observar a medida que se desarrollaban. Era indudable que los hechizos de Subyata se habían perfeccionado de la misma manera. Aquello era tranquilizador. Al principio, no sabía qué hacer. ¿Cómo proceder para separar al espíritu de la carne, si renunciaba a la idea de coger un cuchillo y…?, no. Controló su pensamiento y se imaginó, de la manera más vivida posible, que se levantaba de su propio cuerpo y flotaba…

Por debajo de él, su cuerpo había quedado sentado, apoyado contra la pared. Las tablas del suelo, paralelas como líneas dibujadas con reglas, se alejaron en perspectiva de sus rodillas dobladas. ¡Había salido! La conciencia de esto, sumado a la sorpresa, lo devolvieron a su cuerpo, pero al cabo de un momento volvía nuevamente a flotar entre las vigas del techo, muy por encima de su propio cuerpo.

Ahora era fácil. Bajó y se puso de pie con cuidado, como quien está aprendiendo a patinar y da sus primeros pasos sobre el hielo. Se desplazó con cuidado hasta la puerta. Su cuerpo permaneció, inerte, apoyado contra el muro.

Ya no había nada que se interpusiera entre él y su antiguo deseo de volver a ver a Carol, de ver si había sobrevivido a lo que él le había hecho. Nada…, excepto los bosques y la tierra y el océano y la tierra y los bosques…, y ahora todo se desdibujaba debajo de él como si se acercara a un espejismo. Se desvaneció, osciló bajo sus pies y luego desapareció.

Cualquiera que fuese el itinerario que siguió su espíritu, era de noche cuando llegó. Tampoco sabía a qué ciudad había llegado. Lo único que sabía a ciencia cierta era que Carol estaba cerca, y que en algún rincón perdido de su bondad albergaba la esperanza de que llevara una vida feliz. Era demasiado rápido con el cuchillo, era su problema, pero en el fondo de su corazón siempre la amaría… a su manera.

Buscándola, se desplazó a través de paredes, habitaciones y multitudes. Sólo tendría treinta y cinco años ahora. Era tan sólo una niña cuando él la dejó. Tal vez si la viese establecida como una persona normal, entonces podría olvidarla, y vivir una existencia más humana en aquel pueblecito de Sumatra.

Parecía haber perdido la pista. Volvió a ser de día, y él continuó con la búsqueda, confundido pero incansable. Y de pronto, bruscamente, recuperó la pista. Un hombre grande, de aspecto despreocupado y rostro ancho y llano, salió de un restaurante y se subió a un coche aparcado en las inmediaciones. El hombre se dirigía hacia donde estaba Carol, de eso no le cupo ninguna duda.

Más discretamente que una sombra, se sentó detrás de aquel hombre feliz, que condujo hasta llegar a un paraje de campo claro y luminoso. Hopkins se sintió animado. Aquel hombre hacía una buena pareja con Carol, era más su tipo de lo que él mismo jamás había sido, tal vez un poco joven, pero tranquilizador como un buen cigarrillo.

El joven alegre aparcó el vehículo y bajó de un salto. Caminó por la acera, cantando en voz baja. Hopkins lo siguió de cerca, escuchando esa canción que había conocido en otros tiempos, y que se prestaba bien a ser cantada por esos labios despreocupados. Hopkins se olvidó de todo, sabiendo que Carol estaba cerca. Hopkins sentía sus vibraciones. ¡Estaba feliz!

Observó, desde ese sueño de deseos cumplidos, que el joven alegre cruzaba una puerta desvencijada. Cuando entró, se detuvo y llamó en voz baja. ¿Cortejaba a Carol, o estaba casado con ella? La cautela con que actuaba sugería lo primero.

Y de pronto apareció Carol. Con sus brazos alrededor del cuello del joven, hundió la cabeza en su chaqueta, y no le dio a Hopkins la oportunidad de ver su rostro. Y entonces llevó alegremente a su visitante a una habitación y cerró la puerta. Hopkins cruzó el tabique y entonces pudo verla. ¡Era increíble! Carol parecía más joven que nunca. Los años que a él lo habían gastado, que lo habían marcado, parecían no haber dejado huella alguna en ella. Era indudable que sus arrugas eran producto de una conciencia culpable.

Hopkins observó que eran amantes. Ante su mirada invisible, se fundieron en un abrazo que parecía indicar una reciente familiaridad entre ambos. Su corazón se llenó de agradecimiento al ver a las claras que su crueldad había dejado una marca tan leve en Carol.

Estaba de pie en medio de la habitación, sintiendo una amalgama de placer y vergüenza, cuando de pronto la puerta se abrió de golpe. Un hombre pequeño con cara de lagartija cruzada por el odio apareció en el umbral. Carol gritó y dijo algo. El joven alegre se levantó de un salto, el rostro pálido, y se lanzó por la ventana abierta. Estaba a mitad de camino cuando el hombre lagartija lo alcanzó. Brilló la hoja de un cuchillo, y la puñalada en la espalda lo envió limpiamente a través de la ventana. La verdad asaltó la conciencia de Hopkins como un golpe de hoz. ¡El hombre lagartija era él mismo!

Subyata lo había enviado de regreso, tal como él deseaba. Pero no sólo en el espacio sino también en el tiempo. Acababa de revivir por un instante el horror de la vieja pesadilla…

Cerró con fuerza los párpados y entró en un mundo de susurros y de roces suaves, de los mil y un sonidos que desvela el silencio de la selva tropical. Había viajado de la escena de un crimen a la escena de otro crimen.

Ahora sabía lo que debía hacer. El viejo fardo del remordimiento había cambiado de posición debido al choque emocional que acababa de vivir. Ahora su deber aparecía como una tarea clara: volvería a ver a Carol, en persona. Las compensaciones que exigía la situación necesitaban tanto un cuerpo como un espíritu. De todos modos, tendría que salir pronto de ahí, antes de que lo de Subyata diera lugar a un escándalo. Lo mejor sería volver a casa: aquel otro viejo crimen, de nefasto recuerdo, debía haber sido tragado por el tiempo, después de tantos años. Y quedaba Carol… Carol…

Dos grandes e inútiles lágrimas se abrieron paso en sus ojos abiertos, y lanzó una mirada a su alrededor.

Era de noche. El perfil hinchado de la luna llena se elevaba a toda velocidad hacia el punto más alto del cielo oscuro y azulado. El rocío caía, como una lluvia nerviosa. Hopkins lo oía, pero no lo sentía cuando lo penetraba.

La cabaña de techo en punta de Subyata estaba a escasa distancia de ahí. Cuarenta metros de hierba crecida mediaban entre él y la casa y, era de suponer, entre él y su cuerpo. De pronto sintió que estaría contento de volver a estar dentro de sí mismo, y se preguntó si los mosquitos le habrían hecho mucho daño.

Comenzaba a levantarse del suelo húmedo cuando apareció el leopardo de Subyata. Hopkins supo inmediatamente que se trataba del espíritu, no de la realidad, porque las plantas no se separaban al aproximarse, ni caían aplastados los tallos de hierba bajo su peso. El animal lo vio, a pesar de su condición de invisible. Dos ojos tristes como dos estrellas le lanzaron una larga mirada, y de pronto se giró y se dirigió con paso rápido hacia la cabaña.

Una súbita intuición inspirada en el miedo le hizo a Hopkins lanzarse a la carrera. Su cuerpo estaba ahí dentro, impotente, y amenazado por algún peligro. Debía llegar antes. El leopardo le llevaba cierta ventaja, pero separado por una mayor distancia. Durante un momento, se convirtió en una carrera de fantasmas, hasta que se pudo apreciar la velocidad superior del animal. Como un relámpago negro, llegó a la puerta con una ventaja de varios metros sobre Hopkins.

Éste se detuvo, atemorizado, en el umbral. Dentro había un fulgor pálido, la habitación iluminada por un charco de luz de luna enmarcado por la ventana y reflejado en el suelo. Su cuerpo seguía en su posición de muñeco, apoyado contra la pared. Del leopardo no quedaba rastro alguno.

«Será mejor ponerme los huesos y partir en busca de la canoa», se dijo, reconcentrado.

Reunió toda su ligera tenuidad e intentó incorporarla a aquella forma muda. Pero no lo lograba. No podía entrar. Empujó una y otra vez, como contra una puerta atascada. Pero permaneció fuera, en el frío, por una razón muy simple: aquel envoltorio ya tenía un espíritu dentro.

Tuvo plena conciencia del fenómeno al ver que su cuerpo se movía. Se abrieron sus ojos, sus labios se retorcieron hacia atrás revelando un gruñido de dientes desnudos, y luego se levantó lentamente. Hopkins saltó hacia atrás, aterrorizado. Aquello era peor que ver caminar a los muertos. Y entonces él —su cuerpo— emitió un gruñido, un verdadero rugido de leopardo.

Ése era el cuerpo donde se escondía el felino encantado de Subyata.

No había nada que Hopkins pudiera hacer. Su espíritu se entumeció de pavor ante la visión de ese auténtico cuerpo de sí mismo que caminaba pesada y torpemente hacia el otro lado de la habitación. El leopardo no parecía demasiado hábil, como si no lograra controlar sus movimientos. Abandonó el intento de caminar y se dejó caer ruidosamente al suelo. Empezó a caminar a cuatro patas, en una imitación burlesca del andar felino.

Apartándose de su paso, Hopkins no sabía qué pensar, y su pensamiento no era más que una ruina de consternaciones. Aquello superaba cualquier secuestro en el mundo de los mortales. Cuando aquel cuerpo aberrante se había arrastrado por las escaleras y dirigido a la parte de atrás de la casa, Hopkins pensó que el leopardo podía albergar algún siniestro propósito que iba más allá de una simple visión grotesca.

Su espíritu revoloteó al lado de ese cuerpo pesado, observándolo, llamándolo, mientras se arrastraba a lo largo de la densa sombra en la parte posterior de la casa y luego reaparecía bajo la luz azulada del claro. Se movía con una especie de ritmo deforme horrible de presenciar. El espíritu agónico de Hopkins embistió su cuerpo —¡cómo lo odiaba ahora!—, pero lo atravesó como una leve brisa. No poseía ninguna sustancia ni poder más que el poder de sufrir.

La luna completamente llena estaba en todo lo alto, navegando, elegante, por encima de las copas de los árboles. Proyectaba un curioso juego de luces abajo en el nacimiento de las verdes columnas vegetales y en los claros de la selva, hacia donde el espíritu del leopardo de Subyata encaminó el cuerpo de Hopkins. Distraído, el espíritu de Hopkins miró hacia el brillo de la luz más adelante.

A primera vista parecía una araña gigante sentada, en actitud de acecho, con las patas semiplegadas. Luego distinguió una realidad aún más siniestra. Bañada por la luz de la luna, la flor de raflesia se erguía entre sus raíces oleosas y protectoras. El capullo estaba abierto y ofrecía su boca abierta de gruesos pétalos a los árboles retorcidos, que se mecían por encima como saboreando malignamente la flor que habían alimentado.

—Las flores de la selva florecerán antes de la próxima lluvia —había dicho Subyata.

Oprimido por el sentimiento de que algo horrible estaba a punto de suceder, el espíritu de Hopkins intentó pensar, y se le ocurrió una idea desesperada. Se alejó rápidamente hacia la parte de atrás de la casa. Ahí reposaba aún el cuerpo del poderoso felino. Su espíritu se había apoderado del cuerpo de Hopkins. Ahora Hopkins debía tomar el suyo. Con la fuerza de un leopardo podría salvar a su propio cuerpo de cualquier destino adverso.

Hopkins se inclinó sobre la cabeza de color humo. Los ojos parecían tan muertos como viejos vidrios de linterna. Quiso forzar su camino hasta ellos, intentando apoderarse del cuerpo de la criatura. Durante un momento le pareció incorporarse en la condición de leopardo, como si éste hubiera cedido, y él hubiera tocado la piel y el fuego del animal. Acto seguido fue rechazado, y rechazado con violencia, golpeado y arrojado hacia afuera. Era como si una serpiente pitón golpeara con la furia de una cobra.

Desfalleciente, Hopkins entendió la verdad. Subyata era una bruja. Subyata no había muerto. Su cuerpo había muerto, pero su espíritu permanecía, y ahora esperaba oculta en la fortaleza del felino hasta que Hopkins fuera destruido. Se había enfrentado espiritualmente con ella y había sido derrotado.

Volvió a revolotear, impotente, sobre el claro, gritando sin voz. Desesperado más allá de todo límite, volvió donde se encontraba su propio cuerpo. Incansablemente, horripilantemente, éste seguía arrastrándose hacia la raflesia. Hopkins se lanzó a su paso, y éste le pasó por encima. No era más obstáculo que una leve corriente de aire.

¿Qué sucedería si su cuerpo era destruido? Su espíritu estaría destinado a permanecer entre estos fantasmas, constantemente acosado por los demonios más potentes de Subyata y su leopardo. En ese caso, moriría todos los días, y ella se ocuparía de que así fuese.

Entretanto, continuaba el penoso trayecto hacia la flor. Al final, llegó a su meta. Sus gruesos pétalos exteriores, de textura fungoide, parecían estar decayendo, pero su gran capullo interior, de casi un metro de diámetro, permanecía erecto y sólido. Agitado hasta lo indecible, Hopkins se asomó, aterrorizado, al interior de la siniestra copa. Había unos diez litros de mezcla de agua de lluvia y néctar, y en ella flotaban docenas de insectos, grandes y pequeños. Algunos insectos estaban muertos, otros aún se movían. En la superficie brillante y oscura de ese líquido, las gotas de rocío caían dibujando círculos que variaban interminablemente.

El espíritu del leopardo había conseguido llevar el cuerpo de Hopkins hasta una de las tres raíces que colgaban encima del capullo. Sólo entonces, cuando se acomodó en esa posición, Hopkins lo entendió todo cabalmente…, y, sin embargo, ya era demasiado tarde. Subyata había declarado que era una sola con la naturaleza. Muy pronto él se estaría pudriendo entre aquellas plantas.

Obediente a su dueña, el espíritu del leopardo llevó a cabo prolijamente su tarea. Encajó firmemente uno de los pies de Hopkins en la bifurcación de dos ramas, de modo que su cuerpo colgaba a lo largo de la raíz saliente. Luego la cabeza se hundió, en una posición extraña, en lo más hondo del caldo de insectos.

Hopkins sintió el impacto a través de su alma transparente. Aquella sustancia glutinosa parecía oprimirle los ojos, mientras los insectos, pequeños y grandes, se deslizaban en el flujo que penetraba en su boca. Él los sentía, los que ya habían muerto y los que aún agonizaban, navegando ceremoniosamente hacia el interior de sus pulmones. El pausado chorro de melaza siguió fluyendo, imparable, hasta conducirlo a la muerte.

Pero eso, desde luego, no era sino el comienzo de sus problemas.