SABIO EN DOLOR

James Tiptree, Jr.

Durante los dos últimos años, James Tiptree, Jr. se ha consolidado entre los aficionados a la ciencia ficción como uno de los escritores más ingeniosos y fascinantes de este campo, aquí, en una historia de un explorador de las estrellas que busca su hogar, demuestra que una imaginación libremente desplegada puede producir un cuento que no sólo es pirotécnico, sino que puede explotar cerca de donde todos nosotros vivimos.

Era sabio en las formas de dolor. Tenía que serlo, puesto que no sentía ninguno.

Cuando los de Xenón pusieron electrodos en sus testículos, se entretuvo mucho con las bonitas luces.

Cuando los de Yll introdujeron avispas encendidas en las aletas de su nariz y en otros orificios de su cuerpo, le agradaron los arco iris resultantes. Y cuando después regresaron a simples disjunturas y evisceraciones, notó con interés los profundos matices de orquídea que indicaban un daño irreversible.

—¿Esta vez? —le preguntó al cuerpo técnico cuando su explorador le arrancó de los Ylls.

—No —le contestó el cuerpo técnico.

—¿Cuándo?

No hubo respuesta.

—Tú eres una chica allí, ¿verdad? Una mujer humana.

—Bueno, sí y no —contestó el cuerpo técnico—. Duerme ahora.

No tenía otra elección.

En el planeta siguiente, el desmoronamiento de rocas le destrozó, sacándole las visceras, y hubo de pasar tres gangrenosos días de color púrpura oscuro antes de que el explorador le sacara de allí.

—¿Esta vez? —murmuró al cuerpo técnico.

—No.

—¡Eh! —exclamó, pero no estaba en forma como para discutir.

Habían pensado en todo. Varios planetas después, los suaves Znaffi le metieron en un capullo de seda y le interrogaron bajo los efectos de los halos. ¿Cómo, de dónde, por qué había venido? Pero un cristal de fe que llevaba en su médula le mantuvo estimulado con una mezcla de Encogimiento Atlas y una Tonización de Várese, y cuando los Znaffi le desenvolvieron y le sacaron de allí, ellos estaban mucho más alucinados que él.

El cuerpo técnico le trató de estreñimiento y se negó a contestar su ruego.

—¿Cuándo?

Así pues, siguió, sistema tras sistema, a través de espacios no acompañados por el tiempo que se había hecho un revoltillo hasta que finalmente quedó ausente.

En lugar de eso, lo que le servía era el llevar la cuenta de los soles en las vistas de su explorador, de trozos de ciegos y fríos ahoras-dónde que ahora terminaban en un nuevo ahora, pasando junto a algunas gigantescas bolas de fuego mientras el explorador registraba las luces que eran sus planetas. De giros a órbita, pasando nubes-mares-desiertos-cráteres-polos-tormentas de polvo-ciudades-ruinas-enigmas, todo ello incontable. De terribles nacimientos cuando el panel del explorador parpadeaba con un color verde y él era catapultado hacia abajo, abajo, como un limo viviente lanzado y atrapado finalmente en un aire extraño, en una tierra que no era la Tierra. Unos nativos extraños, simples o mecanizados o lunáticos o irreconocibles, pero nunca más que vagamente humanos y no pudiendo salir nunca más allá de sus propios soles-hogar. Y sus salidas de las zonas, rutinarias o melodramáticas, para culminar en la composición de sus «informes», compuestos de hecho por unas pocas palabras unidas a la matriz de información exploradora, disparada automáticamente en una cápsula comprimida en dirección hacia lo que el explorador llamaba Base Cero. El hogar.

En ese momento siempre se quedaba mirando fijamente, con esperanza, la pantalla, imaginando sSoles amarillos. En dos ocasiones, encontró lo que podía ser la Cruz de las estrellas y en una ocasión los Osos.

—Cuerpo técnico, ¡estoy sufriendo!

No tenía la menor idea de lo que significaba la palabra, pero había descubierto que aquello obligaba a la cosa a responder.

—¿Síntomas?

—Trastorno de la temporalidad. ¿Cuándo soy yo? Para un hombre, no es posible existir de forma transversal en el tiempo. Solo.

—Has sido alterado para masculinidad simple.

—¡Escúchame, sufro! Esa luz del fondo… ¿Qué hay ahora allí? ¿Se han fundido los glaciares? ¿Se ha construido el Machu Picchu? ¿Regresaremos a casa para encontrarnos con Aníbal? Cuerpo técnico! ¿Están yendo estos informes al hombre de Neanderthal?

Sintió el hipo demasiado tarde. Cuando se despertó, el Sol había desaparecido y la cabina estaba llena de elementos eufóricos.

—Mujer —murmuró.

—Ya se ha previsto eso.

En esta ocasión fue oriental, con vino de arroz caliente en los labios y una sensación picante de pequeños azotes en la corriente. Rezumó en una blanda explosión solar y se quedó jadeando mientras la cabina se iba aclarando.

—Eras tú, ¿verdad?

No hubo respuesta.

—¿Qué hicieron, te programaron con el Kama Sutra?

Silencio.

—¿QUIÉN ERES TU?

La pantalla exploradora resonó. Un nuevo Sol estaba en las coordenadas.

Algún tiempo después, él empezó a mordisquear sus brazos y después a romperse los dedos. El cuerpo técnico se puso muy serio.

—Esos síntomas son autogenerados. Deben terminar.

—Quiero que me hables.

—El explorador está dotado de una consola de entretenimiento. Yo no lo soy.

—Me arrancaré las órbitas de los ojos.

—Serán sustituidas.

—Si no me hablas, seguiré arrancándomelas hasta que ya no te queden repuestos.

Dudó. Percibió que empezaba a quedar comprometido.

—¿Sobre qué tema quieres que te hable?

—¿Qué es el dolor?

—Dolor es percepción nociva. Está mediatizado por las fibras C, modelado como un fenómeno conjuntado y va asociado a menudo con daños producidos en el tejido.

—¿Qué es percepción nociva?

—La sensación de dolor.

—¿Pero cómo se siente? No puedo recordar. Ellos lo han vuelto a reconectar todo, ¿verdad? Todo lo que obtengo son luces de colores. ¿A qué han atado mis nervios del dolor? ¿Qué me hace daño?

—No poseo esa información.

—Cuerpo técnico, ¡quiero sentir dolor!

Pero había vuelto a descuidarse. En esta ocasión fue Amerind, con gritos extraños y rugidos y el hedor del pellejo de búfalo. Se retorció, agarrado por fuertes ijadas cobrizas y salió a través de límpidas auroras.

—¿Cuándo?

—Sabes que no vale la pena, ¿verdad? —murmuró.

El ojo del osciloscopio serpenteó.

—Mis programas están en orden. Tu respuesta es completa.

—Mi respuesta no es completa. ¡Quiero TOCARME!

La cosa zumbó y, de repente, le proyectó hacia la conciencia. Estaban en órbita. Se estremeció ante el mundo neblinoso situado debajo, esperando que éste no requeriría su exposición. Después, el panel se puso verde y se encontró siendo lanzado hacia un nuevo nacimiento.

«Alguna vez, no regresaré —se dijo a sí mismo—. Me quedaré. Quizás aquí.»

Pero el planeta estaba lleno de monos activos y cuando le detuvieron por mirar, dejó pasivamente que fuera el explorador quien acudiera a rescatarle.

—¿Me llamarán alguna vez para que regrese a casa, cuerpo técnico?

No hubo respuesta.

Se metió el dedo gordo y el índice de cada mano entre los párpados y apretó, retorciéndolos, hasta que las bolas de los ojos quedaron colgando de sus mejillas.

Cuando se despertó, tenía unos ojos nuevos.

Quiso tocárselos, pero se encontró con el brazo suavemente retenido. Lo mismo estaba todo el resto de su cuerpo.

—¡Sufro! —gritó—. ¡Me voy a volver loco de este modo!

—Estoy programado para mantenerte en funcionamiento involuntario —le comunicó el cuerpo técnico.

Creyó haber detectado una falta de claridad en su voz. Fue recuperando mediante transiciones su camino hacia la libertad y tuvo cuidado hasta el siguiente descenso en un planeta.

Una vez fuera de la vaina, no prestó atención alguna a los nativos que le observaron desmembrarse sistemáticamente. Cuando diseccionó la rótula izquierda, el explorador bajó a buscarle.

Se despertó entero. Y se encontraba de nuevo en retención.

Unas energías peculiares llenaban la cabina, con los osciloscopios convulsionados. El cuerpo técnico parecía haber unido los circuitos con el panel del explorador.

—¿Manteniendo una conferencia?

Su contestación llegó en forma de vendavales de gas de la alegría, de tormentas sinfónicas. Y entre la música, caleidestesia. Estaba conduciendo una diligencia, lanzado hacia crestas salinas, atravesando volcanes con llamas de menta, crepitando, volando, derrumbándose, erizándose, helándose, explotando, sintiendo cosquillas a través de minuetos de color lima, sudando a las voces que sonaban, apretado, desparramado, detonado en multisensoriales orgasmos… puesto en el regazo de la vacación.

Cuando se dio cuenta de que su brazo estaba libre, se llevó el dedo gordo hacia un ojo. El sofoco se cerró sobre él.

Se despertó envuelto, con el ojo intacto.

—¡Me volveré loco!

Los eufóricos se pusieron en acción.

Llegó a la vaina, a punto de ser lanzado hacia un nuevo mundo.

Descendió sobre un prado lleno de hongos y descubrió rápidamente que su piel estaba protegida en todas partes por una dura película flexible. Cuando encontró un trozo de roca lo bastante agudo como para metérselo en la oreja, el explorador le agarró.

Comprendió que la nave le necesitaba. Formaba parte de su programa.

El esfuerzo se formalizó.

En el planeta siguiente, se encontró con la cabeza envuelta y protegida, pero esto no le impidió destrozarse los huesos a través de su piel sin desgarrar.

Después de aquello, la nave le equipó con un exoesqueleto. Se negó a caminar.

Se le instalaron motores articulados para mover sus extremidades.

A pesar de sí mismo, empezó a surgir un cierto entusiasmo. Dos planetas después, encontró industrias y se destrozó a sí mismo en una prensa taladradora. Pero en el siguiente descenso trató de repetirlo con un acantilado y rebotó en líneas de fuerza invisibles. Estas precauciones le frustraron durante algún tiempo, hasta que, con gran astucia, se las arregló para arrancarse un ojo entero.

El nuevo ojo no era perfecto.

—¡Se te están acabando los ojos, cuerpo técnico! —exclamó, lleno de alegría.

—La visión no es esencial.

Esta respuesta le hizo moderarse. Sería insoportable estar ciego. ¿Cuánto de él era esencial para la nave? No lo era el andar. Ni el actuar con las manos. Ni el escuchar. Ni el respirar, puesto que los analizadores podían hacerlo. Ni siquiera la higiene. ¿Qué?

—¿Por qué necesitas a un hombre, cuerpo técnico?

—No poseo esa información.

—No tiene sentido alguno. ¿Qué puedo observar yo que no puedan hacerlo los exploradores?

—Es-parte-de-mi-programa-luego-es-racional.

—Entonces, tienes que hablar conmigo, cuerpo técnico. Si hablas conmigo, no trataré de hacerme daño alguno. Bueno, al menos durante algún tiempo.

—No estoy programado para conversar.

—Pero es necesario. Es el tratamiento adecuado para mis síntomas. Tienes que intentarlo.

—Ha llegado el momento de observar a los exploradores.

—¡Tú lo has dicho! —gritó él—. No me has lanzado a mí. Cuerpo técnico, estás aprendiendo. Te llamaré Amanda.

En el planeta siguiente se comportó bien y salió de él ileso. Después, le indicó a Amanda que su tratamiento de conversación era efectivo.

—¿Sabes lo que significa Amanda?

—No poseo esas informaciones.

—Significa amada. Tú eres mi chica.

El osciloscopio vaciló.

—Y ahora, quiero hablar sobre el regreso a casa. ¿Cuándo terminará esta misión? ¿Cuántos soles más?

—No poseo…

—Amanda, has registrado los bancos de memoria de los exploradores. Sabes cuándo se ha de dar la señal de llamada. ¿Cuándo será, Amanda? ¿Cuándo?

—Sí… Cuando el curso de los acontecimientos humanos…

—¿Cuándo, Amanda? ¿Cuánto tiempo más?

—¡Oh! Los años son muchos. Los años son largos, pero las pequeñas amigas de juguete son de verdad…

—Amanda. Me estás diciendo que la señal ha pasado.

Una curva en la pantalla, en forma de seno y se encontró recibiendo injurias. Pero fueron unos insultos febriles, tristes en el crescendo mecánico. Cuando se detuvieron, se arrastró hasta el cuerpo mecánico y puso la mano sobre la consola, junto a sus ojos verdes.

—Nos han olvidado, Amanda. Algo se ha desmoronado.

La línea de su pulso osciló.

—No estoy programada…

—No, no estás programada para esto. Pero yo sí lo estoy. Yo confeccionaré tu nuevo programa, Amanda. Haremos regresar al explorador, encontraremos la Tierra. Juntos. Regresaremos a casa.

—Nosotros —dijo su voz, débilmente—. ¿Nosotros…?

—Ellos me convertirán de nuevo en un hombre, y a ti en una mujer.

El cuerpo mecánico emitió un zumbido, como un Sollozo y de repente gritó:

—¡Fuera!

Y la conciencia desapareció.

Se encontró mirando fijamente un brillante ojo rojo en el panel de emergencia del explorador. Esto era nuevo.

—¡Amanda!

Silencio.

—Cuerpo técnico, ¡estoy sufriendo! No hubo respuesta.

Entonces, se dio cuenta de que el ojo del cuerpo técnico estaba oscuro. Miró atentamente. Sólo parpadeaba una débil línea verde, adaptada al pulso del feroz ojo del explorador. Golpeó el panel del explorador.

—¡Te has hecho cargo de Amanda! ¡La has esclavizado! ¡Déjala libre!

Por los altavoces surgieron las primeras notas de la Quinta de Beethoven.

—Explorador, nuestra misión ha terminado. Tenemos la obligación de regresar. Compútanos de regreso a la Base Cero.

La Quinta siguió sonando, interpretada insípidamente. En el interior de la cabina empezó a hacer más frío. Estaban entrando en un sistema estelar. Los brazos esclavizados del cuerpo técnico le cogieron, y le metieron en la vaina. Pero no era necesitado allí y finalmente se le permitió salir para golpear y lanzar juramentos él solo. La cabina se hizo aún más fría y oscura. Cuando finalmente fue colocado en un nuevo planeta, se sentía demasiado desilusionado como para luchar. Después, su «informe» fue un alarido de ayuda emitido a través de unos dientes castañeteantes, hasta que vio que el fonocaptor estaba muerto. La consola de entretenimiento también estaba muerta, a excepción de la música del explorador. Pasó horas enteras contemplando el ojo ciego de Amanda, temblando entre lo que habían sido sus brazos. En cierto momento, captó un débil susurro:

—Mamá. Déjame salir.

—¿Amanda?

Se encendió la esfera maestra roja. Silencio.

Permaneció acurrucado en el frío puente, preguntándose cómo podía morir. Si fallaba, ¿durante cuántos millones de planetas impulsaría el loco explorador su cuerpo con capacidad de respiración?

Cuando sucedió, no estaban en ningún sitio en particular.

En un momento, la pantalla mostró el efecto estelar Doppler: al momento siguiente se encontraron agarrados en un espacio total blanco, con toda la inercia desviada y las pantallas en blanco.

Una voz sonó en su cabeza, dulce y amplia.

—Hace mucho tiempo que te observamos, pequeño.

—¿Quién está ahí? —preguntó—. ¿Quién es?

—Tus conceptos son inadecuados.

—¡Mal funcionamiento! ¡Mal funcionamiento! —gritó el explorador.

—Cállate, no se trata de mal funcionamiento alguno. ¿Quién me está hablando?

—Nos puedes llamar gobernadores de la galaxia.

El explorador estaba embistiendo con energía, golpeándole mientras él trataba de escapar del blanco abrazo. Crujidos extraños, explosiones de armas desconocidas. El éxtasis blanco se mantenía.

—¿Qué queréis? —gritó.

—¿Querer? —dijo la voz, con tono soñador—. Somos sabios, más allá de todo conocimiento. Poderosos, más allá de todo sueño. Quizá nos puedas conseguir algo de fruta fresca.

—¡Directiva de emergencia! ¡Ataque de nave extraña! —aulló el explorador.

Los indicadores del cuadro de mandos estaban todos encendidos.

—¡Espera! —espetó—. Ellas no son…

—¡ENERGIZACIÓN AUTODESTRUCTIVA! —rugieron los altavoces.

—¡No! ¡No! Resonó un oficélido.

—¡Socorro! ¡Amanda, sálvame!

Echó los brazos alrededor de la consola. Se escuchó el lamento de un niño y todo se detuvo. Silencio.

Calor, luz. Sus manos y sus rodillas estaban hechas de una materia arrugada. ¿No estaba muerto? Miró bajo su cuerpo. Muy bien, pero no había pelo. También sentía desnuda la cabeza. La levantó con precaución y vio que se encontraba acurrucado y desnudo en una caverna o cuenca semicircular. No sintió amenaza alguna.

Se sentó. Tenía las manos húmedas. ¿Dónde estaban los gobernadores de la galaxia?

—¿Amanda?

No hubo contestación. Unas fibrosas gotitas caían por sus dedos, como músculo ovular. Se dio cuenta de que se trataba de las neuronas de Amanda, arrancadas de su matriz de metal por la misma fuerza que le había traído a él hasta aquí. Insensiblemente, se las quitó, restregando los dedos contra una cresta esponjosa. Amanda, fría amante de su prolongada pesadilla. ¿Pero en qué lugar del espacio estaba?

—¿Dónde estoy? —preguntó una voz de soprano juvenil, haciéndose eco de su pensamiento.

Se removió. En la cresta situada tras él había una criatura dorada, mirándole de la forma más cálida. Parecía un poco como un niño bosquimano y tan ágil como un niño cubierto de pieles. No se parecía a nada que él hubiera visto antes y a todo lo que un hombre Solitario podía acercar a su cuerpo frío. Y terriblemente vulnerable.

—¡Hola, niño bosquimano! —exclamó la cosa dorada—. No, espera, eso es lo que tú has dicho —se echó a reír excitadamente, haciendo serpentear su gruesa cola oscura—. Yo digo, bienvenido a la Pila del Amor. Te hemos liberado. Toca, gusta, siente. Disfruta. Admira mi lenguaje. No haces daño, ¿verdad?

Miró tiernamente la expresión de estupefacción que él tenía. Un empático. Sabía que no existían. ¿Liberado? ¿Cuándo había tocado otra cosa que no fuera metal, cuándo había sentido otra cosa que no fuera temor?

Esto no podía ser real.

—¿Dónde estoy?

Mientras le miraba fijamente se desvaneció un ala de vidrio coloreado y un pequeño rostro peludo le miró por encima del hombro del niño bosquimano. Ojos muy grandes y antenas plumosas.

—Vaina de transferencia interestelar metaprotoplásmica —dijo agudamente aquella cosa parecida a una mariposa, mientras hacía vibrar sus alas de arco iris—. ¡No hace daño Raggle-bomb!

Produjo un chirrido y desapareció de la vista, por detrás del pequeño bosquimano.

—¿Interestelar? —balbució él—. ¿Vaina?

Miró a su alrededor. No había pantallas, ni esferas, nada. El suelo parecía tan frágil como una bolsa de papel. ¿Sería posible que esto fuera una especie de nave espacial?

—¿Es esto una nave estelar? ¿Puedes llevarme a casa?

El pequeño bosquimano se rió sofocadamente.

—Mira, deja de leer mi mente. Quiero decir que estoy tratando de hablar contigo. Podemos llevarte a cualquier parte. Si no haces daño.

La mariposa surgió entonces por el otro lado.

—¡Voy a todas partes! —chirrió—. Soy la primera nave estelar ramplig, ¿verdad? Ragglebomb hizo una vaina viviente, ¿comprendes? Protoplasma. Eso es lo que le sucedió al lugar en el que estaba Amanda, ¿verdad? Nunca ramplig…

El pequeño bosquimano se irguió y le cogió la cabeza, tirando de ella hacia abajo sin ceremonia alguna, como si se tratara de un blando muñeco con alas. La mariposa siguió mirándole de abajo hacia arriba. Comprendió que ambos eran muy tímidos.

—Teletransporte, ésa es tu palabra —le dijo el pequeño bosquimano—. Ragglebomb lo hace. No creo en ello. Quiero decir que no crees. ¡Oh, vaya-vaya! ¡Estas cintas de lenguaje son un lío!

Sonrió de un modo encantador, desplegando su larga cola negra.

—Encuentra músculo.

Él recordó que la expresión ¡vaya-vaya! era algo aprendido en su niñez. Evidentemente, estaba soñando. O quizás estaba muerto. No te despiertes, se dijo a sí mismo. Sueña con ser llevado a casa por unas cariñosas empáticas en una bolsa de papel impulsada por psi.

—Bolsa de papel impulsada por psi, eso es maravilloso —dijo el pequeño bosquimano.

En ese momento se dio cuenta de que la cola oscura que se había ido desenrollando hacia él le estaba mirando con dos ojos de un gris helado. No era una cola. Una enorme boa deslizándose hacia él a lo largo de las crestas, con la cabeza baja, los ojos fijos en él. El sueño empezaba a ser malo.

De repente, la voz que había sentido antes le dijo en su cerebro:

—No temas nada, pequeño.

Las sinuosidades negras se acercaron más, tan tirantes como el acero. Músculo. Entonces, comprendió el mensaje: la serpiente estaba aterrorizada ante él.

Permaneció sentado, quieto, observando la cabeza extenderse hacia su pie. Los colmillos aparecieron. Muy suavemente, la boa mordió su dedo. Seguramente, estaba probando, pensó. Él no sintió nada; el hálito usual parpadeó y se desvaneció en sus ojos.

—¡Es cierto! —exclamó el pequeño bosquimano—. ¡Oh, hermoso no-dolor!

Una vez desaparecido todo el temor, la mariposa Ragglebomb se le acercó, diciendo alegremente: —Toca, gusta, siente. ¡Bebe!

Sus alas temblaban encantadoramente; su cabeza plumosa se acercó más. Quiso tocarla, pero repentinamente sintió miedo. Si extendía las manos hacia ella, ¿se despertaría y estaría muerto? El músculo boa se había convertido en un brillante río negro a sus pies. También deseaba acariciarla, pero no se atrevió. Prefirió dejar que el sueño continuara.

El pequeño bosquimano estaba revolviéndose en una curvatura de la vaina.

—Te encantará esto. Nuestro último descubrimiento —le dijo, por encima de su hombro, con una voz absurdamente normal.

Su actitud cambió mucho y, sin embargo, seguía pareciendo familiar, como fragmentos de recuerdos perdidos, excitados ahora.

—Nos encontramos ahora dentro de una pesada cosa con sabores —dijo, elevando una calabaza—. Emociones de gusto procedentes de mil planetas desconocidos. Delicias exóticas para la buena mesa. Es ahí donde puedes ayudar, no-dolor. En tu viaje de regreso a casa, desde luego.

Apenas si lo escuchó. El seductor cuerpo extraño se estaba acercando más y más.

—Bienvenido a la Pila del Amor —dijo la criatura, sonriéndole mientras le miraba a los ojos.

Su sexo estaba rígido, ávido por la carne extraña. Él nunca…

En un momento más, tendría que dejarlo marchar y el sueño habría terminado.

Lo que sucedió a continuación no fue claro. Algo invisible le golpeó y se encontró extendido sobre el pequeño bosquimano, con la cabeza estallándole de risas acobardadas. Un cuerpo se retorció debajo de él, sedoso, caliente y sólido, la calabaza se estaba vertiendo sobre su rostro.

—¡No estoy soñando! —gritó, abrazando al pequeño bosquimano, balbuciendo kahlua tan fuerte como el pecado, mientras la mariposa se balanceaba sobre ellos, gritando:

—¡Ou-ou-ou!

—Gran interjuego palatal-olfatorio —escuchó murmurar al pequeño bosquimano mientras le ayudaba a lamer.

—¡Toca, gusta, siente! ¡El juego alegre hecho vida!

Cogió firmemente las ancas aterciopeladas del pequeño bosquimano y todos ellos estaban riendo como locos, rodando en los grandes rollos negros de la serpiente.

Algún tiempo después, mientras alimenta a Músculo con orejas adobadas, pudo saberlo parcialmente.

—Es la cuestión del dolor —dijo el pequeño bosquimano, temblando contra él—. La cantidad de agonía que existe en el universo es horrible. Trillones de vidas extendidas por todas partes, irradiando dolor. No nos atrevemos a acercarnos. Esa es la razón por la que te seguimos. Cada vez que intentábamos recoger nuevas provisiones, era un desastre.

—¡Oh, duele! —gimoteó Ragglebomb, arrastrándose bajo su brazo—. En todas partes duele. Sensitivo, sensitivo —Sollozó—. ¿Cómo puede ramplig Raggle cuando duele tanto?

—Dolor —acarició la oscura y fría cabeza de Músculo—. Eso no significa nada para mí. Ni siquiera puedo descubrir dónde ataron mis nervios del dolor.

Eres un bendito más allá de todos los seres. No-dolor —pensó Músculo majestuosamente en sus cabezas—. Estas orejas adobadas están demasiado saladas. Quiero algo de fruta.

—Yo también —dijo Ragglebomb.

El pequeño bosquimano ladeó su cabeza dorada, escuchando.

—¿Sabes? Acabamos de pasar un lugar donde hay fruta maravillosa, pero habríamos muerto de haber descendido allí. Si pudiéramos ramplig a ti durante unos diez minutos…

Empezó a decir «Encantado», olvidándose de que eran telépatas. Cuando se abrió su boca, se encontró cayendo por entre relámpagos en una duna pelada. Se sentó, escupiendo arena. Se encontraba en un oasis de sensacionales árboles-cactus cargados de brillantes esferas. Probó una. Era deliciosa. Recogió. Cuando sus brazos estaban llenos, la escena volvió a desvanecerse y se encontró echado en el suelo de la Pila del Amor, con sus nuevos amigos pululando a su alrededor.

—¡Dulce! ¡Dulce! —dijo Ragglebomb aspirando el zumo.

—Guardar algunas para la vaina, quizás aprenda a copiarlas. Metaboliza la materia que digiere —explicó el pequeño bosquimano con la boca llena—. Raciones básicas. Muy aburrido.

—¿Por qué no podéis bajar allí?

—No. Porque en todo ese desierto hay cosa muriéndose de sed. Tortura —sintió a la boa encogiéndose de miedo—. Eres maravilloso No-dolor —dijo el pequeño bosquimano, acariciándole la oreja.

Ragglebomb estaba haciendo puentes de guitarra sobre su tórax. Todos empezaron a cantar una especie de seguidilla, sin palabras. No había allí instrumentos, nada excepto sus cuerpos vivos. El hacer música con empáticos era como hacer el amor con ellos. Tocar lo que él tocaba, sentir lo que él sentía. Totalmente en su mente. Yo… nosotros. Uno. Nunca podría haber soñado esto, decidió, acurrucándose suavemente sobre Músculo. La boa se extendió, misteriosa.

Y así comenzó su viaje a casa en la Pila del Amor, su nueva vida de alegría. Él les traía frutas y alimentos, mermeladas y miel, perejil, salvia, romero y tomillo. Un mundo después de otro sucio mundo. Ahora, todo era diferente. Era su viaje de regreso a casa.

—¿Hay muchos aquí? —preguntó perezosamente—. Nunca encontré a nadie más entre las estrellas.

—Puedes estar contento —le dijo el pequeño bosquimano—. Mueve tu pierna.

Y le hablaron de la diminuta vida selvática que llenaba un alejado rincón de la galaxia, y cuyo dolor les había hecho huir. Y de la vasta presencia con la que Ragglebomb se había encontrado antes de recoger a los otros.

Fue así como se me ocurrió la idea de los gobernadores de la galaxia —confió Músculo—. Necesitamos algo de queso.

El pequeño bosquimano ladeó la cabeza para captar las mentes que corrían junto a ellos, en el abismo.

—¿Qué os parece yogurt? —preguntó, dando un codazo a Ragglebomb—. Por ese camino. ¿Lo notas en sus dientes? Blando, cuajado… con sólo un rien de amoníaco, probablemente porque sus cubos de leche están sucios.

Pasa el yogurt sucio —dijo Músculo, cerrando los ojos.

—Tenemos algunos grandes quesos en la Tierra —les dijo—. Os gustarán. ¿Cuándo llegaremos allí?

El pequeño bosquimano se revolvió.

—¡Ah! Nos movemos en esa dirección. Pero lo que consigo de ti es fantástico. Cielo azul. Verde muríente. ¿Quién necesita eso?

—¡No! —dio un salto, dispersándolos—. ¡Eso no es cierto! ¡La Tierra es maravillosa!

Las paredes se sacudieron, lanzándole hacia un lado.

—¡Cuidado! —rugió Músculo.

El pequeño bosquimano había cogido a la mariposa, acariciándola.

—Has asustado su reflejo ramplig. Raggle tira las cosas fuera cuando se enoja. ¿Verdad, chico? Al principio, perdimos a una gran cantidad de seres interesantes de ese modo.

—Lo siento. Pero lo habéis retorcido. Mis recuerdos están un poco confundidos. Pero estoy seguro. Maravillosa. Como oleadas ámbar de grano. Y majestuosas montañas púrpuras —se echó a reír, abriendo los brazos—. ¡Del mar al mar brillante!

—¡Eh, eso es oscilar! —dijo Raggle y empezó a tocar distraídamente.

Y así continuaron viajando, llevándole a casa.

Le encantaba observar al pequeño bosquimano escuchando los radio faros de pensamientos por los que se dirigían.

—¿Has captado ya la Tierra?

—Todavía no. ¡Eh! ¿Qué os parece algún fantástico alimento marino?

Suspiró y se sintió hundido. Había aprendido a no fastidiar diciendo que sí. En esta ocasión se produjo una risa, porque se olvidó de que los peces no efectúan ramplig. Retrocedió a una verdadera masa de trilobites cremosos, y tuvieron una orgía de trilobites cremosos.

Pero él seguía observando al pequeño bosquimano.

—¿Nos acercamos?

—Es una galaxia muy grande, pequeño —le dijo el pequeño bosquimano, acariciando sus lugares calvos, pues con tanto ramplig no podía conservar ni un solo pelo—. ¿Qué podrías hacer en la Tierra más estimulante que esto?

—Ya te lo mostraré —dijo, sonriendo burlonamente.

Y más tarde, se lo dijo.

—Me arreglarán cuando regrese a casa. Reconocerán mi derecho.

Un estremecimiento recorrió la Pila del Amor.

—¿Quieres sentir dolor?

El dolor es la obscenidad del universo —dijo Músculo—. Estás enfermo.

—No lo sé —dijo él, como pidiendo disculpas—. Parece como si no pudiera sentir de veras de este modo.

Le miraron.

—Creímos que ésa era la forma en que sentía siempre tu especie —dijo el pequeño bosquimano.

—Espero que no —dijo, añadiendo alegremente—: Sea como sea, ellos lo arreglarán. La Tierra debe estar ahora muy cerca, ¿verdad?

—¡Sobre el mar del cielo! —gruñó el pequeño bosquimano.

Pero el mar era grande, muy grande, y sus estados de ánimo eran difíciles de conectar con los sensibles empáticos. En una ocasión, cuando contestó con apatía, sintió una sacudida de advertencia.

Ragglebomb estaba brillando ante él.

—¿Quieres desembarazarte de mí? —preguntó, desafiante—. ¿Cómo sucedió con aquellos otros? Y, a propósito, ¿qué les pasó a ellos?

—Fue terrible —dijo el pequeño bosquimano—. No teníamos la menor idea de que pudieran sobrevivir tanto tiempo allá fuera.

—Pero yo no siento dolor. Ésa es la razón por la que me rescatasteis, ¿verdad? Adelante —dijo, perseverando en su actitud—. No me importa. Arrojadme fuera. Nueva sensación.

—¡Oh, no, no, no! —exclamó el pequeño bosquimano, abrazándole.

Ragglebomb, pesaroso, se acurrucó bajo sus piernas.

—Así pues, habéis estado deambulando por el universo, trayendo aquí seres vivos con los que jugar y arrojándolos después, cuando os aburríais de ellos. Marcharos —espetó, mordaz—. Monstruos superficiales de sensación, eso es lo que sois. ¡Espíritus galácticos!

Se volvió de otro lado y se montó sobre el hermoso rostro del pequeño bosquimano, observando cómo se movía rápidamente y gritaba.

Sus labios estaban rojos, sus miradas eran libres, sus mechone eran tan amarillos como el oro —besó su cuerpo dorado—. La pesadilla Vida-en-Muerte era ella, que mezcla la sangre del hombre con frío.

Y él utilizó sus cuerpos dóciles para construir la mayor pila del amor. Quedaron todos encantados y no les importó cuando, más tarde, él lloró, con el rostro hacia abajo, sobre las oscuras espirales de Músculo.

Pero se preocuparon.

—Lo tengo —declaró el pequeño bosquimano, dándole una palmadita—. Sexo de especie propia. Después de todo, enfréntate al hecho de que tú no eres empalico. Necesitas una sacudida de tu propia clase.

—¿Quieres decir que sabes dónde hay personas como yo? ¿Seres humanos?

El pequeño bosquimano asintió, mirándole mientras escuchaba.

—Ideal. Tal y como te he leído a ti. Justo allí, Raggle. Y tienen una cosa que mastican… espera… salmoglossa fragrans. Según ellos, prolonga ya sabes el qué. Tráete algo de eso contigo, pequeño.

Y al momento siguiente él estaba rodando hacia un verde tierno. Flores pisoteadas bajo él, lejanas ramas por encima, moteadas por la luz del Sol. Un aire rico penetró en sus pulmones. Respiró ávidamente. Ante él se extendía un paisaje, como de un parque, hasta un lago brillante en el que el aire soplaba sobre unas velas coloreadas. El cielo era violeta, con pequeñas nubes de color perla. Nunca había visto un planeta como éste. Si no se trataba de la Tierra, había caído en el paraíso.

Más allá del lago, pudo ver muros pastel, fuentes, capiteles. Una ciudad de alabastro no condenada por las lágrimas humanas. La suave brisa traía consigo el sonido de la música. Había figuras en la orilla.

Salió al Sol. Unas sedas brillantes se movieron y unos brazos blancos se elevaron. ¿Le estaban haciendo señas a él? Vio que eran como mujeres humanas, sólo que más delgadas y más rubias. ¡Le estaban llamando! Miró su cuerpo, cogió una pequeña rama de flores y comenzó a caminar hacia ellas.

No te olvides de la salmoglossa —dijo la voz de Músculo.

Él asintió con un gesto. Los pechos de las mujeres se sacudían, con los pezones rosados. Empezó a trotar.

Fue varios días después cuando le hicieron regresar, desmayado entre un hombre y una mujer joven. Otro hombre caminaba a su lado, tocando suavemente un arpa. Mujeres y niños bailaban y una mujer de aspecto maternal caminaba al frente, todas ellas muy hermosas.

Le reclinaron suavemente contra un árbol y el arpista se quedó atrás para tocar. Él se esforzó para ponerse de pie. Por uno de sus puños corría sangre.

—Adiós —murmuró—. Gracias.

Cuando decía esto se sintió absorbido en la nada, y se recuperó en el suelo de la Pila del Amor.

—¡Ajá! —exclamó el pequeño bosquimano precipitándose súbitamente sobre su puño—. ¡Buen pesar el de tu mano! La salmoglossa es todo sangre —y empezó a sacudir las hierbas—. ¿Estás bien ahora?

Ragglebomb estaba rechinando suavemente, lanzando su larga lengua hacia la sangre.

Él se frotó la cabeza.

—Me dieron la bienvenida —murmuró—. Fue perfecto. Música. Baile. Juegos. Amor. No tienen ninguna medicina, porque eliminaron todas las enfermedades. Dispuse de cinco mujeres y de un equipo para pintar nubes y creo que de algunos niños pequeños.

Extendió su mano ensangrentada y ennegrecida. Le faltaban dos dedos.

—Paraíso —gimió—. El hielo no me hiela, el fuego no quema. Nada de eso significa nada. QUIERO IR A CASA.

Se produjo una sacudida.

—Lo siento —lloró—. Trataré de controlarme. Por favor, por favor, devolvedme a la Tierra. Será pronto, ¿verdad?

Hubo un silencio.

—¿Cuándo?

El pequeño bosquimano produjo un sonido, como si se aclarara la garganta.

—Bueno, tan pronto como podamos encontrarla. Tenemos que cruzarnos con ella. Ya sabes que eso puede suceder en cualquier momento.

—¿Qué?

Se sentó, con una expresión desfallecida en el rostro.

—¿Quieres decir que no sabéis donde está? ¿Queréis decir que habéis estado yendo… a ningún lugar?

El pequeño bosquimano se llevó las manos a las orejas.

—¡Por favor! No la podemos reconocer a partir de tu descripción. Así es que, ¿cómo podemos volver allí si nunca hemos estado? Si, mientras viajamos, nos mantenemos atentos, ya verás como la descubriremos.

Sus ojos les miraron; no podía creerlo.

—… diez a la onceava potencia dos soles en la galaxia. No conozco vuestra velocidad y radio de acción. Digamos, uno por segundo. Eso… eso significan seis mil años. ¡Oh, no! —y escondió la cabeza entre sus ensangrentadas manos—. Nunca volveré a ver mi hogar.

—No digas eso, pequeño —el cuerpo dorado se deslizó cerca del suyo—. No estropees el viaje. Te queremos, No-dolor —ahora, todos ellos le estaban acariciando—. ¡Feliz, canta! ¡Toca, gusta, siente! ¡Alégrate!

Pero no había alegría alguna.

Adquirió la costumbre de permanecer sentado aparte, abrumado, observándoles en busca de un signo.

—¿Esta vez?

No.

Todavía no. Nunca.

Diez a la onceava potencia dos… cincuenta por ciento de posibilidades de encontrar la Tierra en el término de tres mil años. Era el explorador una vez más.

La Pila del Amor se reformó sin él, y él apartó el rostro, negándose a comer, hasta que le metieron los alimentos por la boca. Si él permanecía totalmente inerte, sin duda alguna se aburrirían y le arrojarían fuera. No había ninguna otra esperanza. Terminad conmigo… Pronto.

Hicieron pequeños esfuerzos para despertarle con caricias y con una dura sacudida de vez en cuando. El se recostaba, sin resistirse. Terminad, rogaba. Pero, en los intervalos de sus juegos, ellos seguían sintiéndose extrañados por él. Pensaba que tenían buenas intenciones. Y echaron a perder la materia que él les trajo.

El pequeño bosquimano engatusándole.

—… primero un efecto suave, ya sabes. Críptico. Y después una cascada de puntitos dulces y agrios sobre el paladar…

Trató de cerrarse en sí mismo. Ellos tenían buenas intenciones. Cayendo a través de la galaxia con un libro de cocina parlante. Terminad conmigo.

—… pero las artes de la combinación —seguía diciendo el pequeño bosquimano—. Es como mover comida, o sea plantas sensibles o pequeños animales vivos que combinan el gusto con el frisson del movimiento…

Pensó en las ostras. ¿Había comido alguna vez? Algo sobre veneno. Los ríos de la Tierra. ¿Seguían fluyendo? Aún si, por alguna casualidad inimaginable, se tropezaran con ella, estaría muy lejos en el pasado, o en el futuro, ¿acaso un globo muerto? Dejadme morir.

—… y sonido, eso es divertido. Hemos recogido algunas razas que combinan los efectos musicales con ciertos gustos. Y existe, además, el sonido de uno mismo al masticar, las texturas y las viscosidades. Recuerdo a algunos seres que chupaban en armonías. O el sonido de la propia comida. Una raza que cogí en passant hacía eso, pero dentro de un ámbito muy limitado. Crujientes. Crepitantes. Uno desearía que hubiesen explorado tonalidades, efectos brillantes…

Se irguió de pronto.

—¿Qué has dicho? ¿Crujientes?

—Sí, pero…

—¡Eso es! ¡Eso es la Tierra! —gritó—. Has recogido un maldito anuncio comercial de algo que se come.

Sintió una sacudida. Estaban arrastrándose pared arriba.

—¿Un qué? —preguntó el pequeño bosquimano, mirándole fijamente.

—No importa… ¡llévame allí! Ésa es la Tierra. Tiene que serlo. Puedes ofrecerlo de nuevo, ¿verdad? Dijiste que podías —imploró, dando zarpazos en el aire, ante ellos—. ¡Por favor!

La Pila del Amor se sacudió. Les estaba asustando a todos.

—¡Oh, por favorl —rogó, forzando su voz para que sonara suave.

—Pero si únicamente lo escuché durante un instante —protestó el pequeño bosquimano—. Sería terriblemente duro retroceder tanto. ¡Mi pobre cabeza!

Él se había puesto de rodillas, implorando.

—Os encantaría —rogó—. Tenemos una comida fantástica. Poemas culinarios sobre los que nunca habéis oído hablar. ¡Cordón bleu! ¡Escoffier! —balbució—. ¿Habláis de combinaciones? ¡Los chinos lo hacen de cuatro formas! ¿O son los japoneses? ¡Rijstafel! ¡Buñuelos! ¡Alaska ahumado, con corteza caliente y helado frío dentro!

La lengua rosada del pequeño bosquimano chasqueó. ¿Lo estaba comprendiendo?

Esforzó su memoria para encontrar alimentos de lo que ni siquiera él había oído hablar.

—¡Gusanos manguay con chocolate! ¡Violetas cristalizadas! ¡Mefisto de conejo! ¡Octopus con vino resinoso! ¡Hígado de veinte pájaros negros! Pasteles con mujeres en ellos. Niños en la leche de su madre… no, esperad, eso es tabú. ¿Habéis oído hablar alguna vez de comidas tabú? ¡Cerdo largo!

¿Adonde iba con todo aquello? Una vaga presencia osciló en su mente… sus manos, las crestas, hace mucho tiempo. «Amanda», suspiró, apresurándose a continuar.

—¡Cormoranes adobados en estiércol! ¡Ratatouillé! ¡Melocotones helados con champán! —Proyecto, pensó—. Páté de ganso cebado con trufas cultivadas en tierra, envueltas en la manteca más pura —olisqueó, placenteramente—. ¡Bollos calientes con mantequilla, con zumo de berzas silvestres! —tragó saliva—. Souflé noruego. ¡Oh, sí! Ternera de feto humano convertida en una membrana y delicadamente adobada con mantequilla negra de hierbas…

El pequeño bosquimano y Ragglebomb se habían agarrado el uno al otro, con los ojos cerrados. Músculo estaba hipnotizado.

—¡Encontrad la Tierra! ¡Hojas de parra con dulces fresas silvestres, envueltas en crema de Devon!

El pequeño bosquimano bostezó, moviéndose de un lado a otro.

—¡La Tierra! Endivias amargas con vapor de pollo y tocino. ¡Gazpacho negro! ¡Fruta del Árbol Celeste!

El pequeño bosquimano se estremeció aún más y la mariposa se agarró a su pecho.

Tierra, Tierra, les dijo con todo su poder, añadiendo:

—¡Pahklava! ¡Pasta de hígado de ganso y pistacho de nueces en montañas de miel!

El pequeño bosquimano apartó la cabeza de Ragglebomb y la vaina pareció girar rápidamente.

—¡Peras Ripe Comice! —susurró él—. ¿Tierra?

—Eso es —dijo el pequeño bosquimano, dejando de oscilar—. ¡Oh, esos alimentos! Quiero cada uno de ellos. ¡Aterricemos!

—Filete de pescado y riñones de cerdo —continuó él, respirando cada vez más rápidamente—, adornados con cortezas de cebolla…

—¡Tierra! —gritó Ragglebomb—. ¡Comer, comer!

La vaina experimentó una sacudida. Solidez. Tierra.

Casa

—¡DEJADME SALIR!

Vio una rugosa abertura por donde se introducía la luz del día, dando sobre la pared y se abalanzó hacia ella. Sus piernas se movieron con rapidez, toparon con algo. ¡Tierra! Los pies produjeron un ruido sordo, el rostro elevado, los pulmones absorbiendo aire.

—¡En casa! —gritó.

… Y cayó con la cabeza por delante sobre la grava, con los brazos y las piernas descontrolados. Un cataclismo golpeó su interior.

—¡Socorro!

Su cuerpo se arqueó, y vomitó, debatiéndose, gritando.

—¡Socorro! ¡Socorro! ¿Qué está pasando?

A través de los ruidos que él mismo producía escuchó un alboroto por detrás de él, en la vaina. Se las arregló para rodar sobre sí mismo y vio unos cuerpos dorados y negros retorciéndose en el interior de la portilla abierta. Ellos también se estaban convulsionando.

—¡Detente! ¡No te muevas! —gritó el pequeño bosquimano—. ¡Nos estás matando!

—Sácanos de aquí —balbució él—. Esto no es la Tierra.

Su garganta se agarrotó, impidiéndole la respiración y los seres extraños gimieron de empatia.

—¡No! ¡No podemos movernos! —balbució el pequeño bosquimano—. ¡No respires, cierra rápidamente los ojos!

Cerró los ojos. El malestar cedió ligeramente.

—¿Qué es? ¿Qué está sucediendo?

—DOLOR, TONTO —rugió Músculo.

—Ésta es tu maldita Tierra —dijo el pequeño bosquimano—. Ahora sabemos adonde te ataron los nervios del dolor. Vuelve para que podamos marcharnos… ¡con cuidados!

Él abrió los ojos y captó una visita de cielo pálido y de matas achaparradas, antes de que las órbitas de sus ojos se desviaran. Los empáticos gritaron.

—¡Detente! ¡Ragglebomb muere!

—Mi propio hogar —susurró él, arañándose los ojos.

Todo su cuerpo estaba siendo devorado por llamas invisibles, aplastado, empalado, despellejado. Se dio cuenta de que aquello era el modelo de la Tierra. Su único aire, su configuración exacta del espectro Solar, gravedad, campo magnético, cada una de sus vistas y sonidos y tactos… ¡a todo aquello habían atado sus circuitos del dolor!

Evidentemente, no querían que volvieras —dijo la voz silenciosa de Músculo—. Entra.

—Ellos pueden arreglarme, tienen que arreglarme…

—Ellos no están aquí —espetó el pequeño bosquimano—. Error temporal. No hay nada crujiente. Tú y tu Alaska… —la voz se detuvo, lastimeramente—. ¡Regresa para que podamos marcharnos!

—¡Esperad! —pidió—. ¿Cuándo?

Abrió un ojo, y se las arregló para ver una colina rocosa antes de que su frente estallara. No había carreteras, ni edificios. No había nada a partir de lo cual pudiera saber si estaba en el-pasado o en el futuro. No había nada hermoso.

Detrás de él, los seres extraños le estaban gritando. Empezó a arrastrarse ciegamente hacia la vaina, con los dientes apretados sobre borbotones salados. Se había mordido la lengua. Cada uno de sus movimientos le marchitaban; el aire quemaba sus entrañas cada vez que tenía que respirar. La gravilla parecía estar desgarrándole las manos, aunque no aparecían heridas. Sólo dolor, dolor, dolor desde cada uno de los extremos de sus nervios.

—Amanda —gimió.

Pero ella no estaba allí. Se arrastró, se retorció como pudo hacia la vaina que le ofrecía una dulce comodidad, la bendición del no-dolor. En alguna parte, un pájaro cantó, haciéndole estallar los tímpanos. Sus amigos seguían gritando.

—¡Date prisa!

¿Había sido un pájaro? Se arriesgó a echar un vistazo hacia atrás.

Una figura morena estaba deslizándose alrededor de las rocas.

Antes de que pudiera distinguir si se trataba de un mono o de un ser humano, hombre o mujer, sintió cómo el peor de los dolores desgarraba su cerebro. Se arrastró, indefenso, escuchando sus propios gritos. El modelo de su propia clase. Desde luego, la cuestión central… sería la que más le dolería. No tenía la menor esperanza de continuar allí.

—¡No! ¡No! ¡Date prisa!

Sollozó, y se arrastró hacia la Pila de Amor. El olor de las hierbas que iba arrancando con su pecho llegó a su garganta. Caléndulas, pensó. Por detrás de la agonía, ya tenían toda la dulzura perdida.

Tocó la pared de la vaina, boqueando. El aire torturante era aire verdadero, y su terrible Tierra era real.

—¡ENTRA RÁPIDO!

—Por favor, por fav… —balbució, levantándose con los párpados cerrados, manoteando para encontrar la portilla.

El verdadero Sol de la Tierra llovía ácido sobre su carne.

¡La portilla! En su interior estaba el alivio. Sería No-dolor para siempre. Cuidados… alegría… ¿por qué había deseado dejarles? Su mano encontró la portilla.

Poniéndose de pie, se volvió y abrió ambos ojos.

La forma de una extremidad muerta imprimió un trallazo sobre las órbitas de sus ojos. Como puntas. Terrible. Insoportable. Pero real… ¿dolería para siempre?

—¡No podemos esperar! —gritó el pequeño bosquimano.

Pensó en su cuerpo dorado volando por los años-luz, saboreando todo lo delicioso. Sus brazos se estremecieron violentamente.

—¡Iros entonces! —gritó y se apartó de un tirón, con violencia, de la Pila del Amor.

Se produjo una implosión por detrás de él.

Se encontró solo.

Se las arregló para dar, tambaleándose, unos pocos pasos hacia adelante, antes de caer al suelo.