LA REUNIÓN
Frederik Pohl y
C. M. Kornbluth
La ciencia ficción, en su vida relativamente corta, ha dado fama a muchos equipos notables, desde Austin Hall y Homer Eon Flint hasta L. Sprague de Camp y Fletcher Pratt y continúa con autores asociados tan actuales como Alexei y Corey Panshin; pero ninguna de estas parejas alcanzó la categoría de Frederik Pohl y C. M. Kornbluth, autores de The Space Merchants y Gladiator-at-Law y otras muchas novelas y cuentos de grata memoria. Kornbluth falleció muy joven, hace quince años, pero él y Frederik Pohl imaginaron e hilvanaron un cuento que Pohl publicó en 1972: La reunión, una obra cruel, satírica y mordaz sobre las ambigüedades de los adelantos médicos.
Harry Vladek era demasiado grande para su «Volkswagen», pero demasiado pobre para venderlo y comprar otro, y tal como iban las cosas, seguiría con él mucho tiempo. Hizo revisar cuidadosamente los frenos («Señor Vladek, las cámaras tienen más agujeros que un colador, ¿de qué le sirve reparar sólo los neumáticos?»), pero el presupuesto ascendía a ciento veinticinco dólares, ¿de dónde los iba a sacar? y aparcó en el lugar, pulcramente asfaltado. Salió apretujándose, pensando en la inquietante llamada telefónica del Dr. Nicholson. Cerró el coche y entró en la escuela.
La Asociación de Padres y Maestros de la Escuela para Niños Anormales, del Condado de Cingha, celebraba su primera reunión del curso. De las veinte personas que se encontraban allí, Vladek sólo conocía a la más importante, la señora Adler, directora o propietaria del colegio, y pensó que era la única con la que necesitaba hablar. ¿Tendría la oportunidad de verla a solas? La señora Adler se sentó en el acto al otro extremo de la sala, ocupando el lugar presidencial ante su gastada mesa de nogal, hablando con voz rápida y baja con una mujer de cabello gris vestida de marrón. ¿Una profesora? Parecía demasiado vieja para ser una madre, aunque su esposa le había contado que algunos de los chicos aparentaban veinte años o quizá más.
Eran las ocho y media y los padres todavía seguían llegando en coche a la escuela, un edificio reconstruido que en un tiempo fue una gran casa de campo, casi una mansión. La sala de estar estaba a rebosar de elegantes recordatorios de tiempos pasados. Dos arañas; intrincadas hojas de pámpano moldeadas en yeso descendían del techo y la chimenea [e mármol blanco veteado de rosa resultaba de una espectacularidad desafortunada a causa de los morillos inadecuados, demasiado pequeños y de baja calidad. Dobles puertas correderas de nogal daban al vestíbulo y, al fondo, se alzaba una horrible escalera de incendios construida en hormigón y acero.
Vladek pensó que debieron destruir algo de madera muy hermoso para instalar la escalera de incendios a fin de cumplir con las normas de la escuela.
La gente seguía acudiendo: hombres y mujeres solos; de vez en cuando, una pareja, y Vladek se preguntó cómo solucionaban los matrimonios el problema de los niños sin dejarlos solos. El subtítulo del rótulo de la escuela rezaba: «Una institución para niños con trastornos emocionales y taras cerebrales capaces de rehabilitación». Thomas, el hijo de Harry Vladek, de nueve años, era uno de los niños con problemas emocionales. Con un asomo de envidia pensó si a los niños con trastornos emocionales los atendían personas preparadas a tal fin y razonablemente competentes. Thomas, no. Los Vladek no podían permitírselo. No habían salido solos una sola noche desde que el niño cumplió los dos años, y esta noche, su esposa, Margaret, se había quedado en casa, sin duda muy afectada por la llamada del Dr. Nicholson, mientras Harry representaba a la familia en el PTA.
A medida que la sala se llenaba, escaseaban los asientos. Una joven pareja estaba de pie al extremo de la fila, junto a él, buscando con la vista un par de sillas desocupadas.
—Acomódense aquí, yo me voy a otro sitio —les dijo Harry. La mujer le dedicó una cortés sonrisa y el hombre le dio las gracias. Animado por un cenicero que estaba junto al asiento vacío de delante, sacó el paquete de cigarrillos y se lo ofreció, pero no eran fumadores. Harry encendió uno escuchando lo que se decía a su alrededor.
Todos hablaban. Una mujer le preguntó a otra:
—¿Cómo sigue de la vesícula, se la extirparán?
Un hombre grueso y calvo comentaba con otro bajito de pobladas patillas:
—Mi contable dice que la enseñanza es deducible médicamente si la escuela es para psicosomáticos, no sólo para psicos. Esto debe quedar claro.
El hombre bajito le respondió con gran seguridad:
—Exacto, lo único que necesita es una carta del doctor; recomienda la escuela y envía a ella al niño.
Una mujer muy joven exclamó con pasión:
—El Dr. Shields se mostró muy optimista, Mrs. Clerman. Afirma, sin duda, que con el tiroides, Georgie será más tratable, y entonces…
Un negro, color café claro, con una camisa hawaiana, le decía a una mujer regordeta:
—Nos destrozó el fin de semana. Dos puntos en la cara y rompió en tres pedazos mi caña de pescar.
A lo que la mujer respondió:
—¡Son tan molestos! Mi hija hace lo mismo con los lápices de colores y deja inservibles los cuadernos de dibujo. Me pregunto qué se puede hacer.
Por último, Vladek se dirigió al joven que estaba a su lado.
—Me llamo Vladek y soy el padre de Tommy. Está en el grupo de los principiantes.
—Allí está el nuestro —respondió el joven—. Se llama Vern. Tiene seis años y es rubio como yo. Quizá lo ha visto usted.
Harry Vladek no se esforzó mucho por recordarlo. En las dos o tres ocasiones en que fue a recoger a Tommy después de la clase, no hubiera podido distinguir a un niño de otro con el bullicio de la salida. Abrigos, pañuelos, sombreros; una niña que siempre se escondía en el armario de los suministros y un niño que nunca quería volver a su casa colgado al cuello de la profesora, pero con suma cortesía, respondió afirmativamente.
El joven se presentó, así como a su esposa: se llamaba Murray, y ella, Celia Logan. Harry se inclinó sobre el hombre para estrechar la mano de su esposa, que le preguntó:
—¿Es nuevo aquí?
—Sí. Tommy hace un mes que asiste a la escuela y nos trasladamos desde Elmira para estar más cerca —vaciló unos segundos y añadió—: Tommy tiene nueve años, pero si se encuentra en el grupo de los principiantes es porque Mrs. Adler pensó que así le sería más fácil adaptarse.
Logan señaló a un hombre bronceado por el Sol que se encontraba en la primera fila.
—¿Ve a ese individuo con gafas? Vino desde Texas; claro que tiene mucho dinero.
—Debe ser un lugar muy bueno —observó Harry, como si preguntase.
Logan sonrió con expresión un tanto nerviosa.
—¿Cómo es su hijo? —preguntó Harry.
—Un pillastre. La semana pasada le regalé otro ejemplar del álbum My Fair Lady. Imagino que ha estropeado ya cuatro o cinco y va por ahí cantando «ador-a-ble», pero, ¿te mira? No.
—El mío no habla —afirmó Harry.
—El nuestro sí, aunque no a todo el mundo. Es como una tapia.
—Lo comprendo —respondió Harry, e insistió—: Ah…, ¿su hijo adelanta mucho en la escuela?
Murray Logan frunció los labios.
—Yo diría que sí. La aneuresis no marcha muy bien, pero en cierto modo se ha suavizado bastante. Mire, no espere progresos espectaculares, pero cada día, en los pequeños detalles, se nota la mejoría; es más afable, mucho más. Por ¡supuesto, hay retrocesos.
Harry asintió, pensando en los siete años de sufrimientos y, antes, en los dos años de preocupaciones y perplejidades.
—Por ejemplo, Mrs. Adler me dijo que un arrebato especial de destructividad puede significar algo así como una plataforma, en terapia de lenguaje. El niño lucha y se dispara en otra dirección.
—Eso también —respondió Logan—; pero a lo que me refiero… Ah, ya empiezan.
Vladek asintió, apagó el cigarrillo y sin darse cuenta encendió otro. Notó de nuevo un nudo en el estómago. Pensaba en esos otros padres que parecían tan seguros e incólumes, ¿no les sucedía lo mismo que a él y a Margaret? ¡Y hacía tanto tiempo que ninguno de los dos se sentía a gusto en el mundo, incluso sin que el Dr. Nicholson les urgiera para que tomaran una decisión! Se esforzó por recostarse en el asiento y aparentar la misma calma de los demás.
Mrs. Adler golpeaba la mesa con una regla.
—Me parece que todos los que tenían que venir, ya han llegado —se inclinó hacia adelante y aguardó a que en la sala se hiciera el silencio.
Era pequeña, morena, regordeta y sorprendentemente bonita. No semejaba en absoluto una pedagoga competente; tenía un aspecto tan distinto de las personas de su profesión que, a decir verdad, el corazón de Harry se ablandó tres meses atrás cuando, tras un carteo para conseguir que admitieran a Tommy en la escuela, alcanzó el punto máximo con la entrevista que tuvo con ella después del largo viaje desde Elmira. Esperaba encontrarse con una dama rígida, con gafas; una especie de Valkiria, con una bata blanca como la enfermera que sujetaba a Tommy cuando éste se retorcía y gritaba mientras esperaban a que le administraran un supositorio para calmarlo y efectuar su primer electroencefalograma. Una vieja impostora, cualquier cosa, excepto esa linda joven. Otro callejón sin salida, había pensado desesperado. Otro, después de experimentar ya más de un centenar. Primero: «Espere a que cure con la edad.» No fue así. Luego: «Debemos resignarnos a la voluntad de Dios.» Pero tú no quieres, te rebelas. Después, averigua durante seis meses dónde está la Clínica de Guía para la Infancia, para descubrir luego que no es más que un rótulo con un doctor que sólo se da una vuelta por el distrito sin tiempo para nada más. Siguen cuatro espantosas semanas de llanto, de buscar, infatigable, la State Training School y te encuentras con una lista de personas que esperan desde hace ocho años. Sigue la escuela particular de custodia y resulta que cuesta cinco mil quinientos dólares al año —¡sin tratamiento médico!— y, ¿de dónde sacas cinco mil quinientos dólares al año? Con el agravante de que constantemente todos te advierten, como si no lo supieras ya: «¡Date prisa! ¡Haz algo! ¡Atácalo cuanto antes! ¡Está en el punto crítico! ¡Un retraso sería fatal!» Y por último, esta mujercita de aspecto suave; ¿cómo puede ella conseguir algo?
Pero se lo demostró rápidamente. Había interrogado a fondo, de un modo tajante, a Margaret y a Harry. Se volvió a Tommy, que se desmandaba como un toro salvaje por la habitación y había convertido ese desbarajuste en un juego. En tres minutos era feliz, dándole vueltas a la manivela de un viejo e indestructible fonógrafo y Mrs. Adler les advertía a los Vladek: «No cuenten con una cura milagrosa. No existe, pero sí una mejoría, y creo que podemos hacer mucho por Tommy.»
Quizá podría, pensó Vladek, no muy seguro. Quizá ayudaría tanto o más que cualquier otra persona.
Mrs. Adler saludaba rápida y amablemente a los padres, invitándolos a que se quedaran a tomar una taza de café para conocerse entre ellos, y presentó a la presidente del PTA, una tal Mrs. Rose, alta, con el cabello prematuramente gris muy en ejecutiva.
—Puesto que ésta es la primera reunión del curso, no vamos a leer, sino que escucharemos los informes del trabajo el comité: ¿qué hay del problema de los transportes, Mr. Baer?
El hombre que se levantó era viejo. Tendría más de sesenta años y a Harry le asombró que rematase su vida con m hijo que le llegaba tarde y, además, retrasado mental. Llevaba todos los arreos del éxito: un terno de cuatrocientos dólares, un reloj de pulsera electrónico y un grueso anillo de oro. Se expresaba con acento alemán.
—Yo era de la junta de la escuela del distrito y no colaboran. Mi abogado lo ha consultado y todo el problema no es más que esto: Lo que dicta la ley. La junta de la escuela puede, ésa es la palabra, puede reembolsar a los padres de los niños subnormales el transporte a los colegios particulares. No está obligada, ¿comprenden?, pero puede. Fueron muy francos conmigo. Dijeron que no querían gastar más dinero. Tienen la impresión de que todos somos ricos. Por la sala se oyeron unas risas ligeras y amargas. —Mi abogado envió una citación y comparecimos ante el consejo en pleno para presentar el caso, no nos importa el reembolso, pero sí un autobús de la escuela, algo con que aliviar un poco la carga del transporte. La respuesta fue no. Se encogió de hombros y siguió en pie mirando a Mrs. Rose, que respondió:
—Gracias, Mr. Baer. ¿Desea alguien hacer una sugerencia?
Una mujer profirió:
—¡Anímeles! ¡Todos somos votantes!
Un hombre exclamó:
—Publicidad, eso es. Según la ley, la base está perfectamente clara: se supone que al hijo de un contribuyente se le prestan los mismos servicios que al hijo de otro contribuyente. Debemos escribir cartas a los periódicos.
—Espere un momento —intervino Mr. Baer—. No creo que las cartas consigan nada, pero yo tengo un negocio de relaciones públicas. Les pediré que parte del tiempo que dedican a mis especialidades alimenticias lo empleen en la escuela. Que usen su técnica; son expertos y saben hacerlo.
La idea cundió, fue secundada y aprobada; mientras, Murray Logan le susurraba a Vladek:
—Es el dueño de Marijane Garlic Mayonnaise, Tenía una niña de doce años en muy mal estado, a la que Mrs. Adler ayudó en su clase particular. Compró este edificio para ella, junto con otros dos padres.
Harry Vladek reflexionó acerca de la impresión que produciría ser un padre con la capacidad de comprar un edificio para crear una escuela y ayudar a su hijo. Mientras tanto, continuaban los informes del comité. Al cabo de un rato, para mayor consternación de Harry, se pasó al asunto financiero y hubo un voto Solicitando fondos para sostener un grupo teatral por el sistema de que cada matrimonio con un hijo tenía que vender «al menos» cinco pares de asientos de orquesta a sesenta dólares el par. «Vamos ahora a resolver eso», pensó, y levantó la mano.
—Me llamo Harry Vladek —dijo cuando lo hubieron identificado y anotado— y soy nuevo aquí: en la escuela y en el distrito. Trabajo para una gran compañía de seguros y tuve la suerte de que me trasladasen para que mi hijo pudiera asistir a la escuela, pero, de momento, no conozco a nadie a quien vender entradas a sesenta dólares. Para la gente que trato es una cantidad de dinero exorbitante.
—Es una cantidad de dinero exorbitante para la mayoría de nosotros —replicó Mrs. Rose—. Sin embargo, puede vender sus entradas. Tenemos que hacerlo. No importa si lo intenta con cien personas y noventa y cinco se niegan, con tal de que el resto acepte.
Harry se sentó calculando. Veamos, en la oficina Mr. Crine era Soltero y acudía al teatro. Quizá surtiría efecto hacer una rifa en la oficina y vender otras dos. O dos pares. Luego también estaba el tratante en bienes raíces que les había vendido la casa; el abogado que empleaban para el cierre de cuentas…
Le habían explicado que la instrucción —que efectivamente no era el costo, en realidad mil ochocientos dólares al año— no cubría el gasto de un niño. Alguien tenía que pagar al terapeuta del habla, al terapeuta de la danza, la jornada completa del psicólogo, las horas que trabajaba el psiquiatra y todo lo demás, y en la oficina quizá Mr. Crine y el abogado…
Transcurrida media hora, Mrs. Rose consultó la agenda, señaló un apartado y manifestó:
—Parece que esto es todo por esta noche. Los señores Perry nos han traído unos pasteles deliciosos y todos sabemos que el café de la señora Howe es algo fuera de serie. Se encuentran en el aula de los principiantes y esperamos que todos ustedes se queden para conocerse y trabar amistad. Se levanta la sesión.
Harry y los Logan se unieron a la cortés oleada de gente en el aula de los principiantes, donde Tommy pasaba las mañanas.
—Ahí está Miss Hackett —exclamó Celia Logan. Era la maestra de los principiantes. Al verlos, se les acercó sonriendo. Harry la había visto antes con una bata que parecía una tienda, acorazada contra el chocolate con leche, los dedos sucios y las imprevistas duchas de los «juegos de agua» en una esquina del cuarto. Sin aquel atuendo, era una mujer de mediana edad, con un elegante traje de chaqueta y pantalón verdes.
—Estoy muy contenta de que los padres se conozcan. Quería decirles que sus pequeños se llevan muy bien. Forman una especie de conspiración contra los demás de la clase; Vern les arrebata a golpes sus juguetes y se los entrega a Tommy.
—¿Eso hace? —se asombró Logan.
—Efectivamente. Creo que empieza a relacionarse. Ah, señor Vladek, Tommy se saca el pulgar de la boca durante varios minutos. Esta mañana lo hizo por lo menos una docena de veces, y sin que yo le dijera una sola palabra.
—¡Oiga, oiga!, me pareció que se le estaba afilando, pero no podría afirmarlo. ¿Está segura? —profirió Harry muy excitado.
—Absolutamente. Y lo pesqué dibujando una cara. Me lanzó esa mirada llameante suya cuando los demás dibujaban, así que quise quitarle el papel, pero él lo volvió a agarrar y trazó en un segundo una especie de rostro a lo Picasso, exactamente igual al primero. Deseaba conservarlo para usted y su esposa, pero Tommy lo rompió de ese modo tan metódico que tiene.
—Me hubiera gustado verlo —dijo Vladek.
—Dibujará otros. Veo en sus hijos la perspectiva de una gran mejoría —contestó, incluyendo con su sonrisa a los Logan—. Por las tardes tengo un caso particular muy difícil. Un niño de nueve años, como Tommy. No está muy mal, excepto en una cosa: cree que el Pato Donald lo busca para matarlo. Durante dos años, sus padres trataron de convencerse de que les estaba tomando el pelo, a pesar de los tres tubos rotos del televisor. Entonces, fueron a ver a un psiquiatra y averiguaron el motivo. Disculpen, tengo que hablar con Mrs. Adler.
Logan sacudió la cabeza.
—Pensé que estaríamos peor, Vladek. ¡Vern dando algo a otro niño! ¿Qué le parece?
—Me gusta —exclamó radiante su esposa.
—¿Oyó lo que dijo del otro niño? Pobrecillo. Cuando oigo algo semejante… Y en cuanto a la hija de Baer… siempre me parece peor cuando se trata de una niña, uno siempre piensa que se pueden aprovechar de ella. Pero nuestros hijos se recuperarán, Vladek. Ya oyó lo que dijo Miss Hackett.
De repente, Harry sintió impaciencia por regresar a su casa junto a su mujer.
—No creo que me quede para el café, ¿o es que ellos y ustedes cuentan con que vaya?
—Oh, no, no; puede irse cuando guste.
—Tengo todavía media hora de coche —dijo excusándose, y salió por las puertas de nogal, pasó por la horrorosa escalera de incendios hacia el aparcamiento. El verdadero motivo de su marcha era el deseo de llegar a su casa antes de que Margaret se durmiera y así poder contarle que el chico ya no se chupaba tanto el dedo. Sólo después de un mes; sí, sucedían cosas definitivas; y que Tommy había dibujado una cara y de que Miss Hackett había dicho…
Se paró en medio del aparcamiento. Se acordó del Dr. Nicholson y además, ¿qué fue exactamente lo que Miss Hackett había dicho? ¿Algo sobre una vida normal? ¿Nada acerca de una curación? «Una auténtica mejoría», fue lo que dijo; pero, ¿hasta dónde llegaba esa mejoría?
Encendió un cigarrillo y desanduvo el camino por entre los padres hasta llegar adonde estaba Mrs. Adler.
—Mrs. Adler, ¿puedo verla a solas unos minutos?
La directora se alejó con él inmediatamente, para que los otros no los oyeran.
—¿Lo pasó bien en la reunión, Mr. Vladek?
—Por supuesto. Deseo hablarle porque debo tomar una decisión. No sé qué hacer. Ni tampoco a quién dirigirme. Usted sería de una gran ayuda para mí si pudiera decirme, bueno… ¿cuáles son las oportunidades de Tommy?
Aguardó un momento antes de contestar.
—¿Piensa usted llevárselo, Mr. Vladek?
—No, no es eso precisamente. Es… oiga, Mrs. Adler, ¿qué puede decirme? Sé que un mes no es mucho, pero ¿llegará algún día a ser como todo el mundo?
Por la expresión de su rostro comprendió que ella ya había pasado antes por ese mismo trance y que le disgustaba profundamente.
Respondió despacio:
—Mr. Vladek, el término «todo el mundo» incluye personas terribles, aunque técnicamente no sean mentalmente subdesarrollados. Nuestro objetivo no es hacer de Tommy una persona «como todo el mundo», sino ayudarle, precisamente, a convertirse en el mejor y más provechoso Tommy Vladek que pueda.
—De acuerdo, pero ¿qué sucederá luego? Quiero decir, si Margaret o yo… si nos sucediera algo a los dos.
—No hay modo de saberlo —contestó con suavidad—. Yo no perdería la esperanza, aunque no le aseguro un milagro.
Margaret no estaba dormida; lo esperaba en la salita de estar de la nueva y pequeña casa.
—¿Cómo sigue? —inquirió Vladek, como si ambos se lo preguntaran al regreso a casa tras una ausencia de siete años.
—No muy mal. —A Vladek le pareció que había estado llorando, aunque ahora estaba más tranquila—. Tuve que echarme a su lado para que se acostara. Tomó bien el jarabe de glándulas y lamió la cuchara.
—Eso es bueno —y le habló del dibujo, la conspiración con el pequeño Vern Logan y que se chupaba menos el dedo. Comprendió que ella se alegraba, pero se limitó a contestar:
—El Dr. Nicholson volvió a llamar.
—¡Le dije que no te molestara!
—No me molestó en absoluto, Harry, estuvo muy amable. Le prometí que le llamarías en cuanto volvieras.
—Son las once, Margaret; ya le llamaré mañana.
—No. Le aseguré que le llamarías esta misma noche, a la hora que fuera. Está esperando y añadió que, por descontado, él pagaría la llamada.
—¡Ojalá no hubiera contestado a la carta de ese hijo de perra! —su furia estalló después de tanto dolor contenido, pero luego añadió, como disculpándose—: ¿Hay café hecho? No me quedé a tomarlo en la escuela.
Ella había puesto el agua a hervir apenas notó el chirrido del coche al pararse frente a la casa, y el café instantáneo ya estaba dentro de la taza. Vertió el agua e insistió:
—Tienes que llamarle, Harry. Debe saberlo esta noche.
—¡Saberlo esta noche! ¡Saberlo esta noche! —repitió furioso, remedándola. Se escaldó los labios al tomar el café—. ¿Qué quieres que haga, Margaret? ¿Cómo puedo tomar semejante decisión? Hoy llamé por teléfono a la sociedad psicológica y cuando contestó la secretaria le dije que me había equivocado y colgué. No sabía qué decirle.
—No trato de presionarte, Harry, pero él tiene que saberlo.
Vladek dejó la taza y encendió el quincuagésimo cigarrillo del día. El pequeño comedor —en realidad era sólo media alcoba que formaba parte de la diminuta cocina—, estaba lleno de Tommy. La pared recién pintada, pues Tommy había arrancado el papel con dibujos de tazas y cucharas. En la cocina, el cerrojo de seguridad para que Tommy no la abriera. El singular asiento acuático, que no hacía juego con el resto de las sillas y que Tommy había ido excavando metódicamente con el mango de la cuchara.
—Ya sé que mi madre me aconsejaría que hablara con el sacerdote. Quizá debí hacerlo, pero aquí nunca hemos ido a misa —consideró Vladek.
Margaret se sentó y encendió uno de los cigarrillos de su marido. Todavía era una mujer hermosa y conservaba su esbelta figura, aun después de haber nacido Tommy, pero tenía siempre aire de cansada.
—Estamos de acuerdo, Harry —le dijo con cautela y sencillez—. Dijiste que hablarías con Mrs. Adler y lo has hecho. Convinimos en que si no creía que Tommy llegara a normalizarse hablaríamos con el Dr. Nicholson. Sé que para ti es muy duro y también que yo poco puedo ayudarte, pero no sé qué hacer y dejo que tú decidas.
Harry miró a su mujer con amor y desesperación y en aquel momento sonó el teléfono. Era, por supuesto, el Dr. Nicholson.
—Todavía no hemos tomado una decisión —contestó Vladek en el acto—. No puedo contestarle así, tan de repente. La voz lejana era tranquila y segura.
—No, Mr. Vladek, no soy yo quién le apremia. El corazón del otro chico cesó de latir hace una hora. Por eso tengo prisa.
—¿Quiere decir que ha muerto?
—Está en el pulmón de acero. Podemos mantenerlo unas dieciocho horas, quizá veinticuatro, todo lo más. El cerebro está en buen estado. El osciloscopio nos da buenas ondas. El análisis para verificar la similitud del tejido con el de su hijo es satisfactorio. Hay un vuelo a las seis y cuarto que sale del Aeropuerto Kennedy esta mañana y he reservado plaza para usted, su esposa y Tommy. Los irán a buscar al aeropuerto y pueden llegar aquí hacia el mediodía, así que tenemos tiempo. Pero el tiempo justo, Mr. Vladek. Por lo tanto, lo dejo en sus manos.
—¡No puedo decidirlo! —exclamó Harry furioso—. ¿No lo comprende? No sé cómo…
—Lo comprendo, Mr. Vladek —respondió la lejana voz y, cosa extraña, a Harry le pareció que en efecto, lo comprendía—. Le sugiero una cosa. ¿Quiere venir, de todos modos? Creo que tal vez le ayudaría a tomar una decisión ver al otro niño, y hablaría con sus padres. Creen que están en deuda con usted, aunque fuera sólo por llegar a este punto, y quieren agradecérselo.
—¡Oh, no! —profirió Harry.
El doctor prosiguió:
—Lo único que quieren es una vida para su hijo. No esperan nada más. Le cederán su custodia —la de su hijo— de ustedes y suyo. Es un niño muy hermoso, Mr. Vladek. Tiene ocho años. Lee maravillosamente, hace modelos de aeroplanos. Le dejaban montar en bicicleta porque era tan sensato y digno de confianza, y el accidente no sucedió por su culpa; el camión se subió a la acera y lo atropello.
Harry temblaba.
—Es como un soborno —respondió con aspereza—. Es decirme que cambie a Tommy por otro niño más listo y hermoso.
—No fue ésa mi intención, Mr. Vladek. Sólo quería que usted conociera la clase de niño que puede salvar.
—¡Ni siquiera sabe si la operación va a dar resultado!
—No —convino el doctor—. Categóricamente, no lo sé. Puedo asegurarle que hemos realizado trasplantes en animales, incluyendo primates, cadáveres humanos y un par de casos de enfermedades mortales, pero tiene razón, jamás hicimos trasplante en un cuerpo sano. Le he mostrado a usted todos los datos. Los examinamos junto con su médico hace cinco meses, cuando hablamos por primera vez de esa posibilidad. Desde entonces, éste es el primer caso, cuando la similitud resultó exacta y había una gran esperanza de éxito, pero tiene razón, todavía no se ha probado, a menos que usted nos ayude. Para su conocimiento, creo que saldrá bien, aunque nunca se puede estar seguro.
Margaret había salido de la cocina, pero Vladek sabía dónde estaba por el áspero clic que sintió en el auricular: en el dormitorio, escuchando por la extensión del teléfono.
—Ahora no le puedo decir nada, Dr. Nicholson. Le llamaré dentro de… de media hora. En este momento no puedo hacer nada más.
—Ya es mucho, Mr. Vladek. No me moveré de aquí, esperando su llamada.
Harry se sentó y apuró el resto del café. Pensaba: uno tiene que ser un experto en un montón de cosas para comprender algo. ¿Qué sabía él de trasplantes de cerebro? En cierto modo, muchísimo. Sabía que respecto a la cirugía, ésta era perfecta y honesta, aunque el problema residía en el rechazo del tejido, pero el Dr. Nicholson le dijo que esto ya estaba Solucionado. Sabía que cada doctor que consultó, y fueron siete, convenía en que médicamente era bastante seguro y que todos y cada uno se habían negado a hablar cuando llevó la conversación a la cuestión de la exactitud. Era él quien debía decidir, no ellos, le dijeron todos, a veces sólo con su silencio. Pero, ¿quién era él para decidir?
Margaret apareció en el umbral.
—Harry, sube para ver a Tommy.
—¿Crees que con eso me resultará más fácil matar a mi hijo?
—Ya discutimos sobre el particular, Harry, y hemos convenido en que no es un crimen. Sea lo que sea, sólo pienso que Tommy debe estar con nosotros cuando lo decidamos, aunque él no sepa lo que vamos a decidir.
Los dos permanecieron de pie junto a la gran cuna que ocupaba su hijo, contemplando a la luz de la lamparilla de noche las largas y rizadas pestañas que sombreaban las redondas mejillas y los labios que se fruncían en torno al pulgar. Leer, construir modelos de aeroplanos, montar en bicicleta, todo eso contra un rápido bosquejo de un rostro y el frenesí ocasional de unos tempestuosos y dolorosos besos.
Vladek se quedó media hora y después, tal como había prometido, bajó a la cocina, descolgó el teléfono y empezó a marcar.