MISS OMEGA CUERVO
Naomi Mitchison
Naomi Mitchison tiene una buena reputación entre los escritores de ciencia ficción como autora de la novela Memorias de una mujer del espacio, que no tardará en publicarse en este país; mientras tanto, he aquí una incisiva y brevísima historia sobre un experimento destinado a aumentar la inteligencia de un grupo de cuervos. En una narración muy corta, Lady Mitchison se las arregla para decir mucho sobre la naturaleza y las costumbres del intelecto.
Los otros siempre eran rápidos, siempre los primeros. ¿Era por lo que nos hicieron cuando éramos jóvenes, cuando nos sacaron de nuestros nidos antes de que nuestras plumas fueran poco más que cañones y nos alimentaron con esa otra comida y nos hicieron dormir, y nos pusieron los pequeños hilos en nuestras cabezas, de modo que podíamos mirar hacia atrás y hacia adelante? Nos convertimos en algo diferente. Y, sin embargo, creo que yo me convertí en la más diferente de todos. Sabíamos lo que teníamos delante y cómo conseguirlo. Nosotros sabíamos, no en las profundidades, allí donde no existe la menor posibilidad de conocer en nuestros cuellos y alas los movimientos del vuelo de apareamiento, cuando todo es Ahora. No, eso no. Sabíamos con las partes de nosotros mismos capaces de elegir. Ellos le llamaban pensamiento, recuerdos, mirar hacia adelante. Yo fui la última en ser incubada, húmeda y floja, con mi pico produciendo chillidos, con los trozos del cascarón aún adheridos a mí. No había visto a mi madre. Abrí los ojos y le vi a él, al Dios-hombre, con la comida especial. Él se convirtió en ella. Tuve que seguirle, hacer lo que él hacía, convertirme en algo suyo. ¿De qué otro modo? Y, sin embargo, aún cambié mucho más precisamente a causa de eso. Pero ellos nos hicieron recorrer un largo camino en la oscuridad, en una caja, y nos hicieron volar. Para entonces, nuestras alas ya habían crecido. Sentíamos una necesidad, pero no sabíamos de qué se trataba.
Cuando volamos, nos encontramos en un lugar diferente, con paisajes de rocas y árboles, pero nada de paredes construidas. Sin embargo, en nuestro interior, lo sabíamos. Sabíamos las formas en que íbamos a vivir. La comida. Y estaban los compañeros. ¡Oh! Maravillosos; con la parte profunda que no tiene elección, yo sabía que ésa era mi necesidad. Tengo que conseguir uno. Tengo que conseguir el más hermoso, el mejor, con sus brillantes plumas oscuras, con el brillo en los ojos. Tenemos que bailar juntos en el aire. Para eso es para lo que están hechas las alas. Nos olvidamos de los humanos que nos habían criado; nos olvidamos de mirar hacia adelante y hacia atrás. Pero quizá yo no me olvidé del todo. Quizá fue eso lo que salió mal.
No salté inmediatamente al aire, canturreando y rebosante, para perseguir al mejor de los pájaros, al cuervo de los cuervos, a Alfa Corax. Mis crestas emplumadas eran lentas en ponerse en erección como signo de bienvenida que le hubiera atraído, sí, para colocar su cuello sobre el mío. Otras lo hicieron, mis odiadas hermanas, saltando con los picos enhiestos, agitadas, cortejando, gritando. Y los compañeros respondieron, contestando con las mismas notas de amor, las mismas erecciones y relajaciones, de modo que las plumas se levantaron y los picos golpearon secamente. Ya estaba muy claro quién era el mejor, quién podía vencer a quién, aunque eso apenas si había quedado claro para nosotras, pajaritas hembras. (Incluso durante el baile de cortejamiento cuando el aire parecía permitirnos flotar, dándonos la bienvenida, invitándonos a enormes alturas de gloria, desde las que una podía zambullirse rápidamente, con el aire resonando en las plumas, o incluso cuando el compañero, volviéndose sobre su espalda, invitaba con sus aleteantes y extendidas alas, pero advertía con su pico y sus garras.) Una tras otra, las parejas empezaron a remontar el vuelo. Pero yo… ¿Yo? ¡Claro que no podía quedarme fuera! Pero lo estaba. Para mí y para otra, no había compañero. Había dos más de nosotras que de ellos. O quizá dos de ellos habían muerto mientras crecían. Ella, la otra que se quedó sin compañero, era incluso más odiosa que las esposas. Cada una de ellas había tomado el rango de su esposo y lo mantendría durante toda la vida. Nosotros, los cuervos, nos apareamos para siempre con nuestro propio compañero.
De este modo, cada cual aceptaba y daba órdenes, cada cual picoteaba como castigo y era picoteado; sucedía lo mismo con los esposos. Únicamente el más hermoso, el más valiente, el mejor cuervo de todos, Alfa Corax, daba órdenes. Nadie le picoteaba a él. Él dirigía a la bandada para descansar o para cazar. Él vigilaba y advertía en caso de que aparecieran enemigos, y a veces atacaba. Su pico era el más agudo.
Pero yo era la más baja de entre las bajas. Ella —la otra que se había quedado sin compañero— me picoteaba y yo tenía que aceptarlo, alejándome de la comida, no replicando a los picotazos. Todo eso estaba en mi parte más profunda. No podía evitar el ser como era. No había otra elección. Pero también me sentía enojada y ese enojo estaba en la otra parte de mí, impulsándome a planear. Esa parte de mí pensó en un futuro en el que yo no sería picoteada. Sabía que me estaba haciendo fea. Las plumas se me caían. Estaba delgada, porque siempre recibía la peor parte, ya fuera de carne, de huevos o de grano y nueces, lo que era más raro. No resultaba extraño que me picotearan y yo no tuviera a nadie a quien picotear. ¿Acaso el Dios-hombre me había hecho así? De haberme hecho algo más, no podría haberme planteado la pregunta que me estaba haciendo.
Así pues, continuaron las cosas. El más hermoso vigilaba y nos conducía hacia la comida; y lo mismo hacía su esposa. Ella veía con los ojos de él. Ella también dirigía el vuelo en el que yo era la última. Y yo sabía dos cosas opuestas: en lo más profundo de mí, que eso era como era, pero en la parte exterior, en la parte de cambio y de elección, que esto no era para siempre y que algún día habría una oportunidad y un plan. Pero las oportunidades no aparecían. Los compañeros hicieron los nidos, hermosos, envidiables, con ramitas y hierbas y tierra y pequeños palitos, ordenados deliciosamente, con el interior forrado de hierbas y plumas suaves, preparados para recibir los huevos. En una ocasión, intenté sentarme en un nido, ¡pero con qué dolor y enojo me echaron de allí! Traté de unirme a ellos en los vuelos, traté de elevar mi cresta y atraer a cada uno de los machos, pero no despertaba nada en ninguno de ellos, pues sólo tenían una imagen constante en sus mentes. Ellas también habían estado en manos del Dios-hombre, pero ahora se habían olvidado. Yo, al estar sola, no podía olvidar.
Empezaron entonces a abrirse los huevos y los jóvenes salieron con el tremendo instinto y la necesidad de ser alimentados. Los demás me miraban, sabiendo lo que me había perdido. Fui yo quien descubrió el cordero muerto con el que nos alimentamos en un verdadero festín. Fui yo quien vio al Dios-hombre rodeándonos, no sé con qué propósitos, aunque creí que no era malo. No fueron ellos los que me dejaron hambrienta. Ellos se hablaron los unos a los otros, o así lo supuse yo. También vi que cogían algunos de los nidos, mientras alimentaban a otros con su propia comida. Las madres se sintieron brevemente perturbadas, pero ninguno de nosotros podía sentir que los Dios-hombres fueran enemigos. Sólo eran mucho más altos que nosotros, más incluso que los Alfas; ellos podían dar órdenes. Podían picotearnos todo lo que quisieran y cualquiera de nosotros tenía que someterse, pero precisamente porque nos habían alimentado, no hicieron eso; no tenían necesidad de hacerlo. También estaba allí aquel al que vi primero al abrir los ojos. Observó mi cuerpo delgado y exhausto; había traído consigo trozos de comida, no de su propia clase, sino verdadera carne cruda. Me dio algo y yo traté de tragarla rápidamente antes de que la otra sin compañero pudiera verme y quitármelo. Sin embargo, ella se acercó y su pico negro se lanzó contra mí; volaron plumas. La parte interna y profunda de mí me estaba haciendo acobardarme y aceptarlo. Pero la parte que yo no había olvidado, la que me había mostrado el Dios-hombre, me enseñó que era carne lo que me había dado. Introdujo en mí el conocimiento de la elección. Y, al cabo de un momento, fue ella la picoteada. ¡Hice volar sus plumas! Era algo imposible y, sin embargo, sucedió.
Una vez picoteada, ella lo aceptó. Ésta era la primera lección. Para las dos. Yo la odiaba. No pude dejar de picotearla. Sólo la dejé cuando el Dios-hombre me levantó, de modo que ella pudo echar a correr y después se alejó revoloteando, con torpeza. Sentí sus manos, pensando en mí, a través del agitarse de mis alas extendidas y de la tensión de mi cuerpo. Mi pico deseaba picotear, mis garras querían desgarrar; el pico apuntó, incapaz aún de picotearle. Él era mi madre; el ser ante quien había abierto los ojos. Él me tenía pero, de algún modo, se me ocurrió pensar que yo también le tenía a él.
Después, hubo de nuevo un festín. Una vaca había parido. Ella se alejó con el ternero, dejando sobre la hierba todo lo rojo y húmedo que había sacado. Eso era para nosotros. Pero ahora tenía a alguien a quien picotear y alejar si ella se acercaba, y la que le había picoteado antes no podía cambiar inmediatamente y empezar a picotearme a mí. Se había establecido el viejo modelo. Sin embargo, como ella también había estado con los dioses-hombres y también había sido parcialmente cambiada por ellos, de modo que tenía posibilidad de elección, empezó a darse cuenta de que yo había ocupado el lugar de la otra y también tenía miedo por si acaso yo no lo aceptaba. A veces, sus picoteos no eran muy duros. Pero yo no la ataqué inmediatamente, no cuando ella estaba con su nido y con su compañero.
Las hojas de los grandes árboles nido se habían extendido, haciéndose verdes para vivir la vida de las hojas. Después, se hicieron de color marrón y terminaron por soltarse y los montones de hojas oscilaban por poco tiempo en el aire y caían y quedaban en el suelo, quietas e inútiles. Los pájaros jóvenes empezaron a volar. Pero los dioses-hombres se habían llevado uno de cada nido. Yo estaba observando, aunque las madres no siempre observaban. Ellas y sus compañeros se arremolinaron y revolotearon y gritaron inútilmente y, sin embargo, todos ellos lo sabían en las partes de sus mentes que miraban hacia adelante y hacia atrás; sabían que los dioses-hombres tenían el derecho y que de este modo era mejor para todos.
Y entonces empezaron los días fríos y todos volvimos a desparramarnos, aunque las parejas se mantuvieron en parte juntas. En invierno había menos comida y menos luz del día para encontrarla. Y yo empecé a devolverle los picotazos a la que estaba situada inmediatamente por encima de mí. Su compañero miraba indeciso, pero no era a él quien yo quería. Yo no quería a ningún compañero; era la estación errónea. Sólo quería estar arriba. A la próxima estación podría ocupar el lugar de ésta, pero eso no era suficiente. ¿Qué haría entonces?
El Dios-hombre vino. ¿Era el Dios-hombre el que estaba arriba o era posible que todos estuvieran arriba? No parecían hacerse daño los unos a los otros. Pero quizá lo hacían de alguna forma que mantenían oculta para los cuervos; ¿quién podía saberlo? No valía la pena preguntarlo, aún cuando una supiera qué o cómo preguntar. ¿Qué es preguntar? Así pasó el tiempo. Pero un día, el Dios-hombre se marchó y con él, en una caja, se marchó la esposa de Alfa Corax, el mejor cuervo. ¿Adonde se había marchado ella? No sabíamos qué pensar; sólo sabíamos que todos estábamos perturbados. Ella, con él, había dirigido las expediciones de búsqueda de comida de los cuervos. Él estaba acostumbrado a tenerla consigo. Él llamó; ella no estaba allí. Él lanzó los gritos propios del compañero; ella no contestó. Pero todas nosotras sentimos algo en la parte profunda que deseaba contestar, incluso antes de que llegara la estación del apareamiento. Hubo movimiento y pequeños ruidos. Se elevaron plumas y se inició una procesión de posturas. Y entonces, mi propio Dios-hombre me miró y él también lanzó un grito de apareamiento y elevó los brazos, haciéndolos oscilar como alas. Él era mío. Él me había tomado del huevo y me había cambiado para que yo pudiera salir de los viejos modelos. Y entonces, de repente, fui yo quien empezó a contestar a Alfa Corax; fui yo quien estaba con él, quien había ocupado el lugar más alto. Yo era lo mismo que mi Dios-hombre, mi Dios máximo.
Ahora sería yo quien tendría a Alfa Corax, el pájaro más alto, el más hermoso, el cuervo de los cuervos. En la época del apareamiento, bailaríamos juntos en el aire y después construiríamos nuestro nido. Pero hoy, ahora, él me reconocía. Hoy, yo era Alfa. Podía picotear a la que estaba debajo de mí, y ninguna de ellas podría picotearme a mí. Me convertiría en alguien hermoso y brillante; mis plumas serían siempre suaves; picaría y tragaría los bocados más sangrantes de toda la comida; tendría el mejor nido, el más seguro, nada de tenerlo construido en el borde de las ramas.
Todo esto ocurrió. Me ocurrió a mí. Ahora, estoy apareada para siempre con Alfa Corax. Sí, al principio hubo algunas que se rebelaron, que seguían teniendo en el fondo de sus mentes que yo aún era la picoteada, la Cuervo Omega. Sí, algunas de ellas trataron de picotearme. ¡Pero cómo las picoteé yo a ellas, desparramando plumas y sangre! Porque yo recordaba la otra comida y los pequeños hilos que me convirtieron en algo más que yo misma. Recordaba al Dios-hombre que me convirtió en la máxima picoteadora, rompiendo la costumbre. Mi Dios-hombre, Dios máximo. Dios-hombre y yo.